A) Doctrina tema 4 - OCW

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Introducción doctrinal pero sobre todo documental al Derecho Internacional
Público
Curso OCW, Universidad de Murcia
Cesáreo Gutiérrez Espada, María José Cervell Hortal
TEMA 4
RELACIONES ENTRE EL DERECHO INTERNACIONAL Y EL DERECHO INTERNO
1. Los Estados, que participan entre sí y con otros sujetos en la creación de normas
internacionales cuentan, asimismo, con diversos procedimientos para la creación del
derecho interno, las “fuentes” de cada sistema nacional (en España, básicamente en el
artículo 1.1. del Código Civil). Y siendo esto así resulta inevitable el que entre ambos
ordenamientos se establezcan relaciones.
Se parte en este sentido de un principio fundamental: la supremacía del Derecho
internacional sobre el interno. El Derecho internacional público tiene a estos efectos
bien establecido que los estados están obligados a introducir en su legislación
nacional las modificaciones que fueren necesarias para asegurar la ejecución de los
compromisos internacionales válidamente contraídos; que no pueden invocar su
derecho interno para descartar la aplicación de una norma internacional, ni siquiera
invocando su sistema constitucional; y que no pueden modificar, en fin,
por su
derecho interno el derecho internacional pues están sometidos a él1. En suma, para el
derecho internacional sus normas tienen que ser cumplidas debiendo, en particular,
ser aplicadas por los órganos de los estados por ellas vinculados. Ahora bien, éstos
como sabemos dependen en su funcionamiento y competencias del ordenamiento
jurídico del que nacen y al que sirven, el derecho interno, de modo que lo que de esta
cuestión éste determine podría resultar decisivo para su comportamiento concreto.
Que los estados, sujetos primarios del derecho internacional, han aceptado el principio
al que acabamos de referirnos puede argumentarse formalmente de varias formas,
pero fijémonos solo en una: los convenios de viena sobre el derecho de los tratados
(1969 y 1986) que en conjunto codifican normas de derecho internacional general
1
Sentencia de 19 de diciembre de 1951, asunto sobre las pesquerías, CIJ Recueil 1951, p. 132;
sentencia de 28 de noviembre de 1958, asunto relativo a la aplicación del convenio de 1902 para regular
la tutela de los menores, CIJ Recueil 1958, p. 67; sentencia de 5 de febrero de 1970, párrafo 78 (asunto
de la Barcelona Traction, CIJ Recueil 1970, p. 44); dictamen de 26 de abril de 1988, párrafo 57 (asunto
sobre la aplicación de la obligación de arbitraje en virtud de la sección 21 del acuerdo de 26 de junio de
1947 relativo a la sede de la ONU, CIJ Recueil 1988, pp. 34-35).
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estipulan que los tratados deben cumplirse de buena fe y que sus sujetos parte no
pueden invocar disposiciones de su derecho interno para justificar su incumplimiento
(artículos 26-27).
Y, sin embargo, esos estados no extraen siempre en sus ordenamientos internos las
consecuencias
lógicas
de
tal
reconocimiento,
esto
es,
ubicar
las
normas
internacionales en la cima de su sistema jurídico. La integración de las normas
internacionales en el sistema interno plantea, fundamentalmente, tres problemas:
primero, determinar los procedimientos técnicos mediante los que el derecho
internacional pasa a formar parte del interno (su “recepción”); seguidamente debe
dilucidarse cual es el rango que a las normas internacionales corresponde en el
esquema de fuentes del sistema del estado (su “jerarquía”); y finalmente habría que
referirse a la cuestión de la “aplicación”
por los órganos del estado del derecho
internacional que forma parte ya de su sistema jurídico.
2. A) los distintos sistemas nacionales podrían dividirse, a los efectos que nos
interesan, en dos grupos: los dualistas no permiten la aplicación de los tratados del
estado por sus órganos si no han sido “transformados” (mediante un acto de
“recepción formal”) en normatividad interna; este “acto” no tiene por qué ser el mismo
en todas partes, pues puede tratarse de la adopción de una ley en la que se
reproduzca el texto del tratado (en el reino unido, por ejemplo, solo los tratados de
cesión y los que regulan los conflictos armados escapan a esta exigencia) (m. Dixon
(textbook on international law, oxford university press, 2007, 6ª edición, p. 97) o de otro
tipo de norma que sirve de “orden de ejecución” del tratado in foro domestico (como en
italia). Los sistemas monistas, por el contrario, practican la denominada “recepción
automática” de los tratados, pues los consideran “recibidos” en el seno de su
ordenamiento jurídico desde que son obligatorios para el estado según el derecho
internacional.
Fuese cual fuese la naturaleza del régimen político imperante en españa, nuestro país
ha sido tradicionalmente monista: la jurisprudencia del tribunal supremo de principios
de siglo lo demuestra; el artículo 65.2 de la constitución republicana de 1931
(documento núm. 1) decía así:
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“todos los convenios internacionales ratificados por españa e inscritos en la sociedad de
naciones y que tengan carácter de ley internacional, se considerarán parte constitutiva de la
legislación española, que habrá de acomodarse a lo que en ellos se disponga”.
Durante el régimen franquista, en fin, el Consejo de Estado, tras afirmar la superior
jerarquía de los tratados afirmó:
“los preceptos contenidos en un convenio internacional son eficaces directamente, sin necesidad
de ser promulgados en el ámbito interior de un estado, como ley interna del mismo (dictamen de
25 de septiembre de 1958, consejo de estado. Recopilación de doctrina legal 1958-1959, madrid,
1961, pp. 228 ss.)
Pero tras la reforma del Título Preliminar del Código Civil (1974) surgieron dudas al
respecto, pues según su artículo 1.5:
“las normas jurídicas contenidas en los tratados internacionales no serán de aplicación directa en
españa, en tanto no hayan pasado a formar parte del ordenamiento interno mediante su
publicación íntegra en el boletín oficial del estado”.
Posteriormente, la CE (1978) recogía esta idea:
“los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España
formarán parte del ordenamiento interno” (artículo 96.1).
Los términos en los que ambas disposiciones se formularon parecen ver en la
“publicación” del tratado la llave que hace penetrar sus normas en el derecho español.
Quienes así lo han “visto” también afirman coherentemente que el sistema español,
que se acostó monista en 1973, se levantó “dualista moderado y razonable” con la
reforma del título preliminar del código civil del año siguiente; “dualista” porque exige
un acto específico de recepción sin el que el tratado queda vagando como un alma en
pena a las puertas del cielo; “moderado y razonable” porque solo se exige un acto tan
sencillo como el de su mera publicación oficial.
Pese a que hay aún quien se resiste, argumentando que la publicación es un acto tan
rutinario y carente de animus receptionis que no parece capaz de “travestir” lo
internacional en interno y aduciendo que pueden encontrarse en la década de los
ochenta (con posterioridad pues a la constitución y a la reforma del título preliminar del
código civil) decisiones judiciales en las que se sigue aceptando la idea de que todo
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tratado en vigor para nuestro país (con o sin publicación cabe entender) forma parte
del derecho español, lo cierto es que decisiones de nuestro tribunal constitucional (stc
141/1998, de 29 de junio y 292/2005, de 10 de noviembre o, también la 328/2005)
(documentos núm. 2 y 3) son tan precisas en la literalidad de sus términos nos dejan
poco margen para otra conclusión: quien puede interpretar de manera auténtica la
norma fundamental afirma que un tratado no publicado no ha “entrado” en el derecho
español, no es derecho español, y que para que eso ocurra es menester su
publicación oficial; ergo, la publicación, tenga o no pretensión tal, es el acto que
“transforma” la norma internacional en española.
De otro lado, la publicación de los tratado debe cumplir determinados requisitos:
llevarse a cabo simultáneamente (o en la fecha más cercana posible) con la entrada
en vigor del tratado para nuestro país; ser una publicación “oficial” (ce artículo 96.1),
en el boe por tanto o, en su caso, en el instrumento que a tal efecto se determine; la
publicación debe ser íntegra; y también continuada, esto es, incluir todo acto posterior
que altere la situación de las partes o afecte al contenido del tratado (como, por
ejemplo, las reservas y su retirada: vid. Stc de 151/1998 y 292/2005 citadas) (decreto
801/1972, artículos 29 y 32).
B) ya sabemos que para el derecho internacional sus normas, como las que en los
tratados figuran, priman sobre cualquier ley interna. La CIJ nos recordaba, en el
asunto sobre la aplicabilidad de la obligación de arbitraje en virtud de la sección 21 del
acuerdo de 26 de junio de 1947 relativo a la sede de la ONU y respecto a la postura de
estados unidos de justificar el cierre de las oficinas de la OLP ante la ONU en Nueva
York en su legislación interna:
“el principio fundamental en derecho internacional de la prevalencia de éste sobre el derecho
interno” (opinión consultiva de 26 de abril de 1988, párrafo 57).
Pero, ¿qué dice el derecho interno de los estados? No son, precisamente, mayoría los
sistemas que consagran disposiciones expresas sobre la jerarquía de los tratados.
Sólo algunos lo hacen y no todos determinan para las normas convencionales el
mismo puesto en la “pirámide normativa”: unos adoptan el principio de equivalencia
entre el tratado y la ley, como Méjico, Uruguay o Estados Unidos (en América), Italia,
Alemania, Portugal (en Europa) o Turquía (a caballo entre Europa y Asia); otros
consagran el rango supralegal del tratado, caso de Francia, Grecia, España, Bélgica,
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Países bajos. La mayoría de los sistemas internos, sin embargo, guarda silencio
respecto de la recepción y jerarquía de los tratados: el tercer mundo en su inmensa
mayoría y no pocos países occidentales.
Mantener una u otra de estas actitudes comporta consecuencias distintas: si los
tratados se equiparan a las leyes, se está aceptando consecuentemente que una ley
posterior que lo contradiga prevalecerá sobre un tratado, con lo que el riesgo de que el
estado pueda verse, en un supuesto así, acusado de cometer un hecho ilícito
internacional es claro; la consagración del rango supralegal de los tratados evita sin
duda este peligro; en cuanto a los sistemas que guardan silencio, pues eso, nada
dicen, con lo que ¿no parecen trasmitir su deseo de no comprometerse por anticipado
a hacer prevalecer los tratados sobre su propia legislación nacional?.
No debe entenderse, sin embargo, el silencio de la mayoría de los sistemas internos
en este punto como la prueba de que, en general, los tratados del estado no están
llamados a cumplirse in foro domestico; muchos de los que callan resuelven en la
práctica en numerosos casos los conflictos entre tratado y ley haciendo prevalecer al
primero mediante la utilización de técnicas diferentes: por ejemplo con base en la
presunción de que las leyes (salvo intención inequívoca del legislador) deben
interpretarse siempre de modo que se eviten conflictos con las normas contenidas en
los tratados, asignado a estos el rango de “ley especial” y aplicando el conocido
principio de lex posterior generalis non derogat priori speciali, o con base en un
principio no escrito (fundamentado en la buena fe y en la necesidad general de
coherencia entre el derecho internacional y el interno) según el cual el legislador no
puede pretender quebrantar los tratados internacionales válidamente asumidos por el
estado.
El derecho interno español ha mantenido tradicionalmente el principio de
supralegalidad de los tratados: la constitución de 1931 lo declaraba expresamente, “no
podrá dictarse ley alguna en contradicción con dichos convenios si no hubieran sido
previamente denunciados” (artículo 65, párrafo 3º). El régimen franquista, por su parte,
no modificó el planteamiento, como de la jurisprudencia del TS se deduce (por
ejemplo, sts de 27 de febrero de 1970, 17 de junio de 1971, 8 de febrero o 17 de junio
de 1974), destacando por su claridad la “doctrina” del Consejo de Estado a propósito
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de la incompatibilidad entre un tratado y una norma interna (previa afirmación de que
los tratados son una “ley espacial”):
“ninguna otra ley del mismo [se refiere al estado]… podrá oponérsele eficazmente, ya que no
solo se trata de un precepto de igual rango formal, sino que, además, en virtud del principio
specialia derogant generalia habrá de ser aplicado en todo caso”.
Por lo demás, la Constitución Española (1978) vigente (en el documento núm. 4
pueden consultarse los artículos de la norma fundamental que vamos citando)
considera que:
“los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en
España, formarán parte del ordenamiento interno. Sus disposiciones sólo podrán ser derogadas,
modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las
normas generales del derecho internacional” (artículo 96.1).
La frase final de la disposición, referida en general a todo tipo de tratados, hace más
que discutible interpretaciones de algunos “internistas” que asignarían a estos una
posición jerárquica derivada del trámite interno seguido para su celebración: ley
orgánica para los del artículo 93 de la norma fundamental, ley ordinaria para los del
94.1 y rango meramente reglamentario respecto de los del 94.2.
El que las normas internas no puedan, según la constitución, derogar, modificar o
suspender las disposiciones de un tratado se ha interpretado, a su vez, de dos
maneras:
A) de una parte, en términos de jerarquía normativa, principio que “la Constitución
garantiza” (artículo 9.3), esto es, los tratados tiene un rango jerárquico superior al de
las normas internas, supralegal; así se entiende por la gran mayoría de la doctrina
internacionalista e incluso un sector de la “internista” y así lo ha mantenido también en
diversas ocasiones jurisprudencia española posterior a la constitución, por ejemplo, la
STS de 22 de mayo de 1989 que argumentaba la imposibilidad de que una norma
interna (con rango por lo demás de ley orgánica, pues se trataba del Estatuto de los
Trabajadores) pudiese derogar lo establecido en un tratado anterior obligatorio para
España del siguiente modo: “al garantizar la Constitución española el principio de
legalidad y de jerarquía normativa (artículo 9.3), ha de primar el citado convenio”. En
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todo caso, y salvo que la norma en conflicto sea de simple naturaleza reglamentaria el
conflicto entre los tratados y las leyes internas resulta no tanto en la invalidez de éstas
cuanto en su no aplicación en favor del tratado.
B) El otro enfoque sobre las relaciones entre tratado y ley se aparta de la idea de
jerarquía. Para la teoría de la competencia, ley y tratados pertenecen a cuerpos
normativos distintos y propios, y el legislador nacional no es competente para “invadir”
las normas contenidas en los tratados internacionales que se circunscriben a materias
diferentes y separadas de las que son propias de la ley. De este modo, sólo otros
tratados pueden modificar, derogar o suspender las normas convencionales
obligatorias para España. Pero tal vez lo mejor sea que “hablen” directamente quienes
la defienden:
“es cierto, en efecto, que el propio artículo 96 de la constitución establece que las disposiciones
contenidas en los tratados, y esto es muy importante, ‘sólo podrán ser derogadas, modificadas o
suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas generales
del derecho internacional’. De ello, sin embargo, no cabe deducir que el tratado sea superior a la
ley..., una vez más la respuesta al aparente problema hay que buscarla no en el principio de
jerarquía, sino en el principio de competencia, que coprotagoniza con él, en el vigente marco
constitucional, la explicación de la vertebración y estructuración de nuestro ordenamiento
jurídico. La materia cubierta por los tratados… suscritos por españa queda acotada como una
esfera autónoma más dentro de nuestro sistema de fuentes y sometida a un tratamiento procesal
específico, el propio del derecho internacional…, tratamiento que la defiende frente a eventuales
invasiones por cualesquiera otros tipos de normas legales cuyo ámbito operativo se circunscribe
a bloques de materias diferentes y separadas” (garcía de enterría, e. Y tomás-ramón fernández,
t.: curso de derecho administrativo, civitas, madrid, 1993 (6ª edición), pp. 143 ss).
No acabamos de “ver”, sin embargo, cual es la base jurídica que en el derecho
español divide “bloques materiales” propios del tratado y otros de la ley (...)
Naturalmente es cierto, con base en el principio de reserva de ley, que en el derecho
español como en tantos otros ciertas materias necesitan ser reguladas por normas de
naturaleza legislativa, por el órgano legislativo nacional, pero este extremo tiene que
ver con el ámbito estrictamente interno y en relación con el ejercicio democrático de
poder político pero no con el tema que nos ocupa. Salvo disposición en contra que lo
demuestre, no existen (desde luego no para el derecho internacional) materias que
deban ser reguladas por tratado y que puedan contraponerse a las que deban serlo
por ley; los tratados pueden versar sobre cualquier tipo de materias, incluidas las que
caen bajo el principio de reserva de ley...; y si esto es así en términos generales no lo
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es menos, más en concreto, el que no puede encontrase en la constitución o en sus
trabajos preparatorios indicio alguno de lo contrario. En todo caso, repárese que en
virtud de la doctrina de la competencia una ley, anterior o posterior, que entre en
contradicción con un tratado no puede imponerse sobre éste (como con el principio de
jerarquía).
Una tesis muy similar, cuya cita nos permitirá aclarar nuestro problema, fue la
mantenida por la sentencia del TC italiano de 12 de enero de 1993 (Rivista di Diritto
Internazionale, lxxvi, 1993, pp. 255 ss.), en la que se apartó de la posición que venía
manteniendo de negar a las normas internacionales un grado de resistencia superior al
de las normas internas sucesivas. En ella, el TC dio a una norma interna posterior la
interpretación precisa para que se ajustara a lo dispuesto en un tratado anterior con el
que aparentemente entraba en contradicción, pero además el tribunal sugirió una
prevalencia general de las normas internacionales sobre el derecho italiano de rango
legislativo posterior basándose en “la competencia atípica de las normas
internacionales”, que las haría “no susceptibles de abrogación o modificación por parte
de disposiciones de ley ordinaria”; esto es, el juez italiano parece fundamentar la
prevalencia general del derecho internacional sobre el interno sin apoyarse en una
supremacía formal (jerarquía normativa) de aquel sobre este. La sentencia del tc
italiano mereció en ese país comentarios doctrinales análogos a los efectuados aquí
respecto de la teoría de la competencia y que se resumen en la consideración de que
no es posible encontrar (tampoco) en la constitución italiana la delimitación entre
materias asignadas a las normas internas y materias que deben regularse por medio
de tratados.
Los tratados prevalecen, pues, sobre las leyes españolas pero no sobre la
constitución. Es esta misma, en efecto, la que dispone que la concertación de un
tratado con disposiciones contrarias al tenor material o sustantivo de la constitución no
es posible sin una reforma previa de esta (artículo 95); recuérdese que así ha ocurrido
ya en relación con el tratado de la unión europea (Maastricht, 1992) (capítulo 3). Otra
hubiera sido la situación de haberse aceptado en este punto el anteproyecto de texto
constitucional, de 5 de enero de 1978, pues en él se establecía que:
“cuando un tratado sea contrario a la constitución deberá ser autorizado mediante el
procedimiento previsto para la revisión constitucional” (documento núm. 5).
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C) En derecho español, ciertos tratados desempeñan un papel específico que debe
mencionarse. El artículo 10.2 de la CE (1978) establece que la interpretación de los
derechos humanos y libertades fundamentales en ella protegidos puede efectuarse de
acuerdo con la Declaración de Naciones Unidas sobre los derechos humanos (1948) y
las disposiciones de los tratados sobre derechos humanos de los que España sea
parte. Así, esta categoría particular de tratados jugarán en nuestro ordenamiento
proporcionando a los órganos del estado, y a la hora de interpretar y aplicar los
derechos y libertades constitucionales, criterios interpretativos; el probable objetivo de
una disposición de esta naturaleza, no habitual en el derecho constitucional
comparado por lo que ha despertado la atención de juristas extranjeros interesados en
estas cuestiones, fue el de evitar que una eventual jurisprudencia interna
“conservadora” fuera limando por vía de interpretación el techo de la protección de los
derechos del hombre fijado por los constituyentes. Más lejos aún que el nuestro con
este artículo 10.2, ha llegado el sistema constitucional chileno con la reforma del
artículo 5 de la constitución política de la república (ley de reforma constitucional
18.825, de 17 de agosto de 1989, reforma que se llevó a cabo tras los excesos que en
materia de derechos humanos fueron cometidos durante los diecisiete años que
gobernó en chile el régimen militar), interpretada como la concesión a los tratados que
garantizan la protección de los derechos humanos ratificados por chile de una
jerarquía mayor que a los demás tratados internacionales; no es el único ordenamiento
que en América latina llega a esto: las constituciones de Argentina (1994) o Venezuela
(1999), por ejemplo, también lo hacen.
El TC ha tomado ya en consideración esta disposición en numerosas ocasiones
utilizando incluso (como criterios interpretativos ya sabemos) tratados internacionales
todavía no ratificados por España (como el Protocolo núm. 7 al Convenio de Roma de
1950 de 22 de noviembre de 1984, por ejemplo: STC 1309/1988, de 12 de diciembre
de 1988) y, por citar alguna más reciente, STS 837/2006, de 17 de julio).
Los criterios interpretativos que los tratados sobre derechos humanos proporcionarán
a los órganos internos pueden resultar más importantes y detallados de lo que a
primera vista resultaría. Piénsese, por ejemplo, en el Convenio de Roma sobre la
protección de los derechos humanos (1950): no solo el tratado se limita a establecer
una relación de derechos del ser humano como ya hace, y no peor, nuestra
constitución, sino que además crea órganos de control de su cumplimiento por parte
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de los estados comprometidos con él (la Comisión y el TEDH, hoy y tras la reforma de
1994 representados en exclusivas por el tribunal en esta función), que han ido
generando (y nos referimos ya en particular a la Corte de Estrasburgo) toda una
jurisprudencia en la aplicación e interpretación de los derechos establecidos en el
convenio… pues bien, esta jurisprudencia también puede proporcionar “criterios
interpretativos” para los órganos internos; nuestro TC ha aceptado plenamente el
juego de la jurisprudencia del TEDH, extendiendo a esta el alcance del artículo 10.2 de
la constitución (ad ex. STC 50/1989, de 21 de febrero; 16/2004 de 23 de febrero o STS
de 17 de marzo de 2004). Y puede ilustrarse la importancia e incidencia de todo esto
con dos ejemplos:
-
El TEDH interpretó el derecho a tener un juez imparcial (artículo 6.1 del
convenio de roma) en el sentido de que el “instructor” de un asunto no
puede ser más tarde quien pronuncie su fallo; esta interpretación está en la
base de actos legislativos internos, como la lo 7/1988, de 28 de diciembre,
de los juzgados de lo penal y de modificación de ciertos preceptos de la
LOPJ y de la ley de enjuiciamiento criminal (BOE de 30 de diciembre de
1988), que en cumplimiento de la relevante STC 145/1988 (cuya “doctrina”
fue completada por la de 13 de octubre de 1992) lleva a cabo la reforma
penal y procesal que disoció la “instrucción” del “fallo” y que provocó la
derogación expresa, por la citada ley orgánica, de la legislación anterior (la
también lo 10/80 de 11 de noviembre sobre enjuiciamiento oral de delitos
menos graves y flagrantes (BOE de 21 de noviembre de 1990) y los
artículos 799-803 sobre procedimiento de urgencia de la LECR).
-
El dictamen del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas de
20 de julio de 2000 (documento núm. 6) ha obligado a replantear el sistema
español en lo que respecta a la revisión del fallo condenatorio y a la pena
impuesta, por violación del artículo 14.5 del Pacto Internacional de
derechos civiles y políticos. Y es que, aunque el dictamen no es de
naturaleza obligatoria, el peso del artículo 10.2 ce se ha dejado sentir más
allá de la interpretación flexible que, de facto, hacían desde hace años
nuestro tribunales sobre la revisión del fallo en el recurso de casación, de
modo que una normativa acorde con el pacto se formulaba en la reforma de
la LOPJ y de la LECR de 2003 (BOE de 26 de diciembre).
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C) La aplicación de los tratados en el orden interno plantea, básicamente, dos
problemas, el primero relacionado con la aplicación directa o no del tratado, el
segundo que se refiere a los órganos competentes para llevarla a cabo:
a) Los tratados pueden clasificarse en self-executing y not-self-executing. Los primeros
tienen, en palabras del Consejo de Estado, “cláusulas… lo suficientemente precisas
como para permitir su aplicación directa por el juez y otros operadores jurídicos de
derecho interno” (dictamen 984/93/927/93, de 9 de septiembre de 1993, apartado iii);
los segundos necesitan de leyes o actos reglamentarios internos para ser operativos.
Por tanto, los tratados self-executing son de aplicación directa por los órganos de los
sujetos partes, mientras que un tratado (o aquellas de sus disposiciones) not-selfexecuting no podrán ejecutarse (aunque, no confundamos las cosas, el tratado es
obligatorio desde que entra en vigor para el sujeto en cuestión) sin que antes se hayan
cumplimentado esos desarrollos internos a los que me referíamos; en consecuencia la
aplicación de estos últimos tratados deberá tener en cuanta esos desarrollos internos
o como ha dicho nuestro TS:
“la recta aplicación del convenio internacional que haya sido invocado no puede prescindir de la
normativa interna” (fj. 3º, letra d) (RJ Aranzadi 2004\112).
Desarrollos internos que serán de carácter legislativo cuando por su materia “caigan”
bajo el principio de reserva de ley y de carácter reglamentario (por el ejecutivo) en
otros caso; téngase en cuenta con todo que el legislativo puede delegar en el
gobiernos, con los requisitos del artículo 82.3 de la constitución, la facultad de dictar
normas en este sentido: de mención obligada como ejemplo es la Ley de 27 de
diciembre de 1985 por la que las Cortes habilitaron al gobierno para proceder a la
adaptación del Derecho español a las normas comunitarias vinculante para nuestro
país desde su incorporación a las entonces CCEE (BOE de 30 de diciembre de 1985).
Una resolución (1993) del Instituto de Derecho Internacional recuerda la conveniencia
de que los Estados habiliten a sus jueces para que “interpreten y apliquen el derecho
internacional con total independencia” y que “cuando determinen la existencia o el
contenido del Derecho internacional... Dispongan de la misma libertad de
interpretación y aplicación que para las demás reglas jurídicas, inspirándose en los
métodos seguidos por los tribunales internacionales” (resolución sobre la actividad del
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juez interno y las relaciones internacionales del estado, artículo 1) (documento núm.
7).
B) En aquellos estados que, como el nuestro, son “de estructura compleja” la
aplicación de los tratados plantea evidentemente una cuestión adicional. Si el tratado
en cuestión, en todo o en parte, incide en materias de exclusiva competencia
autonómica, ¿quién procederá a su aplicación directa o a la adopción de las normas
legislativas o reglamentarias precisas?, ¿el estado o las autonomías?
En Derecho español ya hemos señalado que la celebración de un tratado que verse
sobre materias incluso de exclusiva competencia autonómica es competencia del
gobierno del estado, al amparo de la sucinta redacción del artículo 149.1.3º de la CE
(1978). ¿se puede apurar el jugo de tal precepto para entender que también la
aplicación en España de un tratado tal debe llevarse a cabo necesariamente por los
órganos del Estado?; una interpretación de esta naturaleza se mantuvo incluso con
posterioridad a la aprobación de los estatutos de autonomía por ciertas fuentes (véase
por ejemplo la evolución sufrida al respecto, comparando las STC de 24 de mayo de
1982, BOE de 9 de junio y de 5 de octubre de de 1989 [f.j. 8º, párrafo tercero], BOE
del 7 de noviembre), pero fue finalmente rechazada y éstos contienen en general
disposiciones por las que los órganos autonómicos procederán a la aplicación de los
tratados internacionales en materia de sus competencias. Por ejemplo, el de la Región
de Murcia dice así: “corresponde también a la región la ejecución, dentro de su
territorio, de los tratados internacionales y de los actos normativos de las
organizaciones internacionales, en lo que afecte a materias de su competencia. El
Consejo de Gobierno de la Región será informado por el Gobierno del Estado de los
tratados internacionales que interesen a esas mismas competencias” (artículo 12.3)
(BOE de 19 de junio de 1982 tras su reforma de 16 de junio de 1998); y en los
Estatutos asimismo reformados en el 2006 catalán (artículo 196.4), andaluz (artículo
240.4º) y valenciano (artículo 62.1) estas cláusulas se mantienen.
De modo que el Derecho español se ha decantado en la práctica por respetar el
reparto de competencias entre el Estado y sus CCAA en la proyección interna de los
tratados (en su aplicación pues in foro domestico), pero no así en su proyección
exterior (elaboración y consentimiento). Es aquí, entonces, donde pueden surgir
ciertos problemas. Vimos en su momento que en virtud del Derecho Internacional los
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Estados (unitarios o no) deben aplicar los tratados de los que son partes “en todo su
territorio”, por lo que salvo que exista una cláusula federal bastaría la no aplicación de
un tratado por una de las CCAA para comprometer en el plano internacional la
responsabilidad del Estado. A tal efecto, la CE (1978) cuenta con instrumentos
precisos que en su caso podrían evitar la responsabilidad internacional de España:
como la posibilidad gubernamental de dictar leyes de armonización de las
disposiciones normativas de las CCAA (artículo 150.3, lo que podría evitar la
aplicación desigual de un mismo tratado por ellas), o como que el Gobierno (previo
requerimiento desatendido al presidente de la Comunidad Autónoma en cuestión y en
el caso de que ésta no cumpliera lo establecido en la constitución o en las leyes o se
comportara de forma gravemente atentatoria contra el interés general de España)
pueda adoptar todas las medidas necesarias para obligarla al cumplimiento forzoso de
sus obligaciones o para proteger el mencionado interés general (artículo 155); éste ha
previsto, pues, dos remedios: declarativo el uno y ejecutivo el otro:
-
En cuanto al primero, el requerimiento previo podrá ser objeto de un
conflicto de competencias si la comunidad autónoma no comparte los
argumentos que lo fundamentan; el TC será, en tal caso, el que determine
“la verdad”.
-
Si el procedimiento declarativo no es suficiente, el artículo 155 ce autoriza
al Gobierno a tomar “las medidas necesarias”. El Gobierno remite el asunto
al Senado: tras la reforma de su reglamento (1982, 1994) (documento 8),
que potencia la función territorial de la cámara alta, se crea una comisión
general de las CCAA que, entre otras competencias, debe informar sobre
las iniciativas del Ejecutivo destinadas a solicitar la autorización del Senado
para la adopción de las medidas ex artículo 155 de la misma. El Senado
decide sobre el fondo y dispone por mayoría absoluta acerca de las
“medidas” que el Gobierno le proponga; estas no podrán implicar la
disolución de los órganos autonómicos (artículo 155.2) ni serían posibles
medidas militares fuera de los supuestos de estado de sitio a los que se
refiere la lo 4/1981, de 1 de junio (documento 9), siendo lo decisivo el que
puedan otorgar al Gobierno para su efectiva ejecución “el poder de mando
directo” sobre “las autoridades autonómicas de cualquier nivel” (García de
Enterría y Tomás-Ramón Fernández).
13
Introducción doctrinal pero sobre todo documental al Derecho Internacional Público
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3. No es que las relaciones entre los tratados y el derecho interno sean siempre
transparentes y absolutamente pacíficas, pero las que se plantean entre este y las
demás fuentes internacionales son más problemáticas. No pretendemos abordar en
detalle la relación entre el Derecho español y las fuentes no convencionales del
Derecho internacional, sino plantearnos algunas reflexiones de conjunto sobre todas
ellas.
Costumbres,
principios
generales
del
Derecho,
resoluciones
obligatorias
de
Organizaciones internacionales, actos unilaterales: todas ellas tienen alguna “pega”
que hace más difícil (que los tratados) su relación (y su tratamiento) por el Derecho
interno. La costumbre por ser Derecho no escrito, lo que perturba al operador jurídico
en su conocimiento y aplicación; ¡no digamos ya los principios generales del derecho!
Las resoluciones de las Organizaciones internacionales por tratarse de una “fuente”
“joven”, porque pocas pueden adoptar actos jurídicos obligatorios y, en fin, porque su
autonomía jurídica aparece prima facie al menos oscurecida por el tratado constitutivo
de la organización. En cuanto a los actos unilaterales del Estado, dada su naturaleza y
juego en el fluir de unas relaciones internacionales cada vez más aceleradas, se
avienen poco y mal a mecanismos de engarce y control in foro domestico….
Estos inconvenientes están quizás detrás del hecho, presente en no pocos
Ordenamientos, de la falta de regulación expresa en el sistema jurídico nacional, con
la consiguiente inseguridad que ello genera en los órganos encargados de la
interpretación y aplicación del mismo. ¿Que exageramos?: comprueba, lector amigo,
de cuántas de las fuentes internacionales desgranadas a lo largo de las páginas
anteriores se ocupa nuestra Constitución para indicar a cuantos tengan necesidad de
saberlo su recepción, su jerarquía, las condiciones de su aplicación; ¿sólo de los
tratados verdad?…
A) En todo caso, por su naturaleza escrita, por el procedimiento de su elaboración y
adopción, porque su fuerza de obligar le viene de lo que en un tratado internacional se
dice y porque, a la postre, todas estas notas propician la aplicación a las mismas de un
razonamiento analógico respecto de las reglas internas sobre los tratados, son las
resoluciones obligatorias de las Organizaciones internacionales las que generan,
posiblemente, menores dudas. En Derecho español, por ejemplo, hay sobre las
mismas “doctrina” relativamente reciente del Consejo de Estado y, lo que es mejor, del
14
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propio Tribunal Constitucional que conviene comentar, en todo caso separando la
cuestión de la recepción de la que se refiere a la posición que las resoluciones
obligatorias de una Organización de la que España sea miembro guardan en la
pirámide normativa:
a) Recepción. La Constitución Española guarda absoluto silencio sobre la
incorporación de las mencionadas resoluciones en el Derecho español. La doctrina,
sin embargo, siguiendo por lo demás posiciones similares mantenidas anteriormente
por otros Estados también miembros de la Unión Europea, ha propugnado
mayoritariamente la aplicación a dichos actos del tratamiento asignado a los tratados,
camino que siguieron ya precisamente los tratados constitutivos de las Organizaciones
respecto de cuyas resoluciones se plantea su relación con el Derecho interno: es
decir, las resoluciones de las Organizaciones internacionales vinculantes para España
obligarían a los órganos del Estado desde su “perfección” en el plano internacional,
pero su consideración de Derecho interno quedaría supeditada a su publicación en
nuestro país.
La necesidad de su publicación oficial ha sido confirmada por el Consejo de Estado a
propósito de la decisión, obligatoria pues, del Consejo de Seguridad de Naciones
Unidas que estableció el Estatuto del TPIY (resolución 827, de 25 vde mayo de 1993)
y uno de cuyos artículos impone a los Estados obligaciones de clara incidencia en su
Derecho interno: “las resoluciones de las Organizaciones internacionales en las que
España participa... quedan automáticamente incorporadas a nuestro Derecho interno
una vez que se han perfeccionado en la esfera internacional y que se han publicado
en el Boletín Oficial del Estado” (dictamen núm. 984/93/927/93, de 9 de septiembre de
1993, II in fine; naturalmente, las disposiciones not self-executing requerirán, como de
hecho ocurrió, la promulgación, incluso, de leyes de ejecución [dictamen, IV]). ¿Se
aplica en la práctica esta exigencia?; no estamos del todo seguros (…).
Una excepción importante se encuentra en los actos normativos obligatorios de la
Unión Europea, como el Consejo de Estado ha asimismo reconocido (cuando al exigir
la publicación en el BOE de las resoluciones en general de las Organizaciones
internacionales matiza que otra cosa ocurrirá con las de las Comunidades Europeas),
para las que “bastará, sin embargo, la publicación en el diario oficial de la
15
Introducción doctrinal pero sobre todo documental al Derecho Internacional Público
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organización...” (dictamen del Consejo de Estado cit., II). Pero esto, creemos, necesita
una mayor explicación:
(i) Las CCEE, la Unión Europea diríamos hoy, han previsto en sus tratados
constitutivos y en la interpretación que de los mismos ha llevado a cabo su TJ, que
ciertos actos normativos del Consejo y la Comisión (los reglamentos y otros) tienen
efecto directo y obligan a los miembros desde su publicación en el DOUE) o, en otros
casos, desde su notificación al destinatario.
(ii) Si supeditáramos la aplicación de estas normas comunitarias a la regla general del
artículo 96.1 (publicación oficial “en España”), estaríamos incumpliendo el Derecho de
la Unión. De ahí que se haya entendido que la misma no es aplicable en este caso, y
se haya articulado el efecto directo e inmediato del Derecho comunitario sobre la base
del artículo 93 de la CE (1978): mediante éste, que sería una “ley especial” en esta
cuestión, nuestro país puede atribuir a la UE el ejercicio de competencias derivadas de
la Constitución, por ejemplo las competencias internas sobre recepción de las
resoluciones (para otros, sin embargo, bastaría con aplicar por analogía el artículo
96.1 referido a los tratados, en el entendido que la publicación en sede comunitaria es
publicación oficial en España). Acerca de la función del artículo 93 se ha pronunciado
el TC en su declaración 1/2004, de 13 de diciembre (Documento núm 10):
“El artículo 93 es sin duda soporte constitucional básico de la integración de otros ordenamientos
en el nuestro, a través de la cesión del ejercicio de competencias derivadas de la Constitución,
ordenamientos llamados a coexistir con el ordenamiento interno, en tanto que ordenamientos
autónomos por su origen. En términos metafóricos podría decirse que el artículo 93 CE opera
como bisagra mediante la cual la Constitución misma da entrada en nuestro sistema
constitucional a otro ordenamiento jurídico… Producida la integración debe destacarse que la
Constitución no es ya el marco de validez de la norma comunitaria, sino el propio Tratado cuya
elaboración instrumenta la operación soberana de cesión del ejercicio de competencias
derivadas de aquélla, si bien la Constitución exige que el ordenamiento aceptado como
consecuencia de la cesión sea compatible con sus principios y valores básicos… [L]a operación
de cesión de ejercicio de competencias a la Unión Europea y la integración consiguiente del
Derecho comunitario en el nuestro propio impone límites inevitables a las facultades soberanas
del Estado” (f.j. 2, párrafos 7º, 8º y 10º).
b) Jerarquía. Ante el silencio constitucional, la doctrina mantuvo de nuevo, por
analogía con los tratados, el rango supralegal aunque infraconstitucional de las
16
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resoluciones obligatorias de las Organizaciones internacionales, aunque planteándose
una excepción a propósito de las adoptadas por las instituciones de la UE. Dada la
naturaleza del proceso de integración que la Unión representa, ningún Estado
miembro puede descartar las normas comunitarias aun si resultaran contrarias a su
propia Constitución; la jurisprudencia en este sentido del TJ de la Unión es clara y
firme. La primacía (y efecto directo) de las normas comunitarias sobre las internas es
en general objeto de aceptación por los Estados miembros; en España, nuestro TC ha
reconocido la aplicación directa y la primacía de las normas comunitarias sobre el
Derecho interno de rango infraconstitucional, así como la competencia de los órganos
judiciales internos (“la jurisdicciones inferiores”) en orden a garantizar dicha primacía
(STC 28/1991, de 14 de febrero, f.j. 6º (BOE de 15 de marzo de 1991) y STC 64/1991,
de 22 de marzo, f.j. 4º (BOE de 24 de abril de 1991); la jurisprudencia española refleja,
sin duda, esa primacía por medio de la aplicación preferente del Derecho comunitario
sobre el interno.
Cuestión distinta es la posición sobre la relación Derecho comunitario-Constitución.
Ningún Tribunal Constitucional de los Estados miembros ha establecido abiertamente
la supremacía de su Constitución sobre el Derecho Comunitario (ni tampoco
reconocido la de éste sobre el propio Derecho constitucional), aunque algunos sí han
establecido límites constitucionales a la eficacia de las normas comunitarias,
particularmente en el ámbito de los derechos fundamentales. Los TC alemán e italiano
son conocidos en este tema; su posición ha evolucionado con el tiempo, pero no
parece que hayan capitulado del todo: el alemán porque, ad ex., aceptando la
competencia del TJ de la Unión para garantizar en el ámbito comunitario los derechos
humanos, se reserva para sí el control del respeto de los derechos fundamentales
reconocidos en la Ley Fundamental por las normas internas que “actúen” las directivas
comunitarias; y el italiano al dejar claro que a su juicio la tutela de los derechos
fundamentales por el TJ de la Unión y la seguida por la Constitución italiana no se
superponen necesariamente, pues ejerciendo sus garantías el Tribunal de
Luxemburgo con referencia a los principios constitucionales comunes de los Estados
miembros no es imposible que un principio considerado fundamental por el Derecho
italiano no sea “común”... (ad ex. Auto del TC alemán de 12 de mayo de 1989 [texto en
RDI, LXXIII, 1990, pp. 424 ss.]; STC italiano 232/98, de 22 de mayo [Il Foro Italiano,
1990, I, pp. 1855 ss.]).
17
Introducción doctrinal pero sobre todo documental al Derecho Internacional Público
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En España, la cuestión de los límites constitucionales a la eficacia del Derecho
comunitario se ha planteado por la declaración 1/2004, de 13 de diciembre del TC, a
propósito de la compatibilidad del Tratado que establece una Constitución para Europa
(2004) con nuestra Constitución En ella, el TC viene a decir que el Tratado
Constitucional (2004), que entre otras cuestiones establecía la supremacía del
Derecho Comunitario sobre el Derecho de los Estados miembros (artículo 6), no
contradecía la CE (1978), que sostiene que la primera es ella (posición contraria
mantuvo, debe recordarse, el Consejo de Estado) (Documento núm. 11) dado que el
Derecho comunitario vigente respeta plenamente los principios constitucionales
básicos o estructurales en que el Estado reposa:
Las limitaciones a las facultades soberanas del Estado que la cesión del ejercicio de
competencias a la Unión Europea y la integración consiguiente del Derecho
comunitario supone son “aceptables únicamente en tanto el Derecho europeo sea
compatible con los principios fundamentales del Estado social y democrático de
Derecho establecido por la Constitución nacional. Por ello la cesión constitucional que
el artículo 93 CE posibilita tiene a su vez límites materiales que se imponen a la propia
cesión. Esos límites materiales, no recogidos expresamente en el precepto
constitucional, pero que implícitamente se derivan de la Constitución y del contenido
esencial del propio precepto, se traducen en el respeto de la soberanía del Estado, de
nuestras estructuras constitucionales básicas y del sistema de valores y principios
fundamentales consagrados en nuestra Constitución, en el que los derechos
fundamentales adquieren sustantividad propia (artículo 10.1 CE), límites que, como
veremos después, se respetan escrupulosamente en el Tratado objeto de nuestro
análisis” (FJ. 2, 10º).
Pero que si un día ello no es así, ahí estará él (el Tribunal Constitucional) para
preservar la pureza y la integridad de la Norma Fundamental:
“En suma, la Constitución ha aceptado, ella misma, en virtud de su artículo 93, la primacía del
Derecho de la Unión en el ámbito que a ese Derecho le es propio… [El Derecho comunitario]
parte del respeto a la identidad de los Estados integrados en ella [en la Unión] y de sus
estructuras constitucionales básicas, y se funda en los valores que están en la base de las
Constituciones de dichos Estados… En el caso difícilmente concebible de que en la ulterior
dinámica del Derecho de la Unión Europea llegase a resultar inconciliable este Derecho con la
CE…, podrían llevar a este Tribunal a abordar los problemas que en tal se suscitaran, que desde
18
Introducción doctrinal pero sobre todo documental al Derecho Internacional Público
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la perspectiva actual se consideran inexistentes, a través de los procedimientos constitucionales
pertinentes” (FJ 4 [párrafo 4º], 3 [párrafo 3º] y 4 de nuevo [párrafo 9º]).
Dicho en román paladino, que en caso de conflicto entre el Derecho comunitario y los
principios básicos constitucionales, estos prevalecerán, luego ¿no es entonces cierto
que (para el Derecho español) el Derecho comunitario tiene un rango supralegal pero
no, diga lo que diga el propio Derecho de la Unión, supraconstitucional…?
Acaso sea conveniente recordar, abandonado el intento de reforma que el Tratado
Constitucional (2004) representó, que el nuevo Tratado de Lisboa (2007) ha
renunciado a proclamar expressis verbis en el texto de los Tratados constitutivos la
primacía del Derecho de la Unión sobre el nacional (aunque en la Declaración núm.
17 relativa a la primacía, la Conferencia Intergubernamental de Estados miembros de
2007 decidió incorporar al Acta Final de la misma un dictamen del Servicio Jurídico del
Consejo, en el que se recordaba la existencia de este principio) (puede consultarse en
Documento núm. 12).
c) En cuanto, en fin, a la aplicación en España de las resoluciones de las
Organizaciones, estas plantean, en esencia, la misma problemática que la de los
tratados. Su puesta en práctica será competencia ya del Estado ya de las CCAA. Hoy
el TC, que ha evolucionado en su posición, tiene claro que las CCAA pueden aplicar
en ámbitos competenciales que le son propios las resoluciones de las Organizaciones
internacionales, muy en particular las pertenecientes al Derecho derivado de la UE
(STC 252/1988 de 20 de diciembre, 115/1991 de 23 de mayo, 236/1991 de 12 de
diciembre y 79/1992 de 28 de mayo). Éstas necesitarán o no de medidas internas,
según su naturaleza sea self executing o no: si lo es, la adopción de las medidas
necesarias corresponderá, dependiendo de su naturaleza, ya al ejecutivo, ya al
legislativo del Estado o de las CCAA ya, en su caso (por ejemplo respecto del Derecho
de la UE) al Poder judicial; si no lo es la resolución será directamente aplicable por los
órganos del Estado por ella obligados.
Los Estatutos de Autonomía vigentes, salvo los de Murcia (artículo 12.2) y Aragón
(artículo 40.2), no contienen cláusulas que se refieran a la aplicación de las
resoluciones de las Organizaciones por lo que las relativas a los tratados podrían
entenderse aplicables por analogía. Sí lo hace el nuevo Estatuto valenciano de 2006
19
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(artículo 62) y también, pero con particular limitación a los actos normativos de la
Unión Europea, los de Cataluña y Andalucía (2006) (vid. en Documentos 13, 14 y 15).
Por lo demás, la LOCE (1980) obliga al dictamen (preceptivo, pues, aunque no
vinculante) del Consejo de Estado de todo problema jurídico que origine la
interpretación, cumplimiento o desarrollo de los actos y resoluciones de las
organizaciones internacionales o supranacionales (artículo 21.4) (Documento 16).
B) Pero también es de interés la referencia a las relaciones que con el Derecho
español guardan las normas internacionales no escritas (las consuetudinarias) y aun
las obligaciones emanadas de los actos unilaterales del Estado:
a) Son poco numerosas las Constituciones que explícitamente “reciben” o “incorporan”
las normas consuetudinarias de Derecho internacional en el Ordenamiento interno
respectivo, contrariamente a lo que ocurre respecto de los tratados: en la actualidad, la
mayoría de las Constituciones “occidentales” lo hacen, también algunas de los que en
su día fueron Estados “socialistas” y una minoría de los Estados del Tercer Mundo.
Puede
incluso
detectarse
en
el
Derecho
internacional
contemporáneo
un
estancamiento cuando no una regresión en la mención explícita de las costumbre
internacionales en las Constituciones contemporáneas. Las razones de esta actitud
pueden variar, pero el hecho es claro.
En España, no era usual la mención constitucional de las normas no escritas de
Derecho internacional por más que doctrina y jurisprudencia consideraban que estas
eran oponibles a nuestro país formando parte del Derecho interno; esta tradición se
rompe con la Constitución de la Segunda República española de 21 de octubre de
1931, pues su artículo 7 consagraba la recepción de la costumbre (véase en
Documento 1). La Constitución vigente (1978) guarda silencio sobre las normas
consuetudinarias que fuesen oponibles a nuestro país, aunque la mayoría de la
doctrina, y no me refiero ahora únicamente a los internacionalistas sino también a
otros juristas especializados en sectores del ordenamiento interno como el Derecho
Administrativo o el Constitucional, considera que implícitamente la Constitución
sostiene la recepción automática de la costumbre internacional: de un lado, esta
interpretación sería coherente con la tradición; de otro, no resulta excluida por el texto
en vigor de la Norma Fundamental, sino que por el contrario es posible encontrar en él
20
Introducción doctrinal pero sobre todo documental al Derecho Internacional Público
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(a su luz ciertamente difusa) un cierto apoyo. Así, en su artículo 96.1, y más tarde
volveremos sobre ello, se admite el juego en nuestro Derecho interno de las normas
consuetudinarias relativas a la modificación, derogación o suspensión de los tratados;
y si se reconoce el juego en el Derecho interno de un sector concreto del Derecho
consuetudinario ¿por qué va a negarse la recepción implícita de todo este conjunto
normativo?, máxime cuando en otras normas jurídicas internas “de alto rango” se
incorporan al Derecho español normas generales del Derecho internacional relativas a
otros sectores, como en los “supuestos de inmunidad de jurisdicción y de ejecución”
de Estado o agentes extranjeros (capítulo 2). La STC 237/2005. de 26 de septiembre,
parece dejar clara la recepción automática de las costumbres, al recurrir al Derecho
internacional general para establecer el alcance del principio de jurisdicción penal
universal en caso de genocidio (Documento 17).
De ser cierta esta interpretación, las consecuencias son claras: los órganos del Estado
deberían aplicar las costumbres oponibles a España desde el momento de su
conformación en el plano internacional. Vale, pero ¿con qué jerarquía en el marco del
sistema de fuentes que los órganos estatales tienen que aplicar? Ya se apuntó que la
mayor parte de las Constituciones de los Estados “occidentales” cuenta con normas
que consagran la recepción y establecen la jerarquía de la costumbre en Derecho
interno pero no todas siguen respecto de este último problema la misma línea: unas se
inclinan por asignar a la costumbre rango de ley mientras que otras la consideran de
naturaleza supralegal. Equiparar las normas consuetudinarias a la normativa ordinaria
interna, aunque sea a su máximo nivel (el de la ley) implica riesgos que un
internacionalista no debe soslayar al referirse a la cuestión: para el Derecho
internacional, el incumplimiento de una norma consuetudinaria supone un hecho ilícito
sin que quepa justificarlo con argumentos sacados del Derecho interno; podrá
preferirse otra opción y hemos visto que algunos sistemas jurídicos lo han hecho, pero
tal decisión implica y debe contar con el riesgo señalado. Respecto de la Constitución
española vigente debe indicarse lo siguiente: los siete miembros de la ponencia
constitucional que elaboró el “borrador” de la misma (no existe versión oficial del
mismo pero la Revista de las Cortes Generales núm. 2 [1984] publicó Actas y Minutas
de sus sesiones, con inclusión del texto del Borrador) (Documento núm. 18) habían
previsto un artículo 7.1 que decía: “las normas generales de Derecho internacional
tienen fuerza de ley en el ordenamiento interno”; por razones que no se conocen
debido a la no publicidad de los trabajos de la ponencia constitucional, ésta cambió de
21
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opinión y en el texto definitivo del Anteproyecto omitió toda referencia a la costumbre y
aunque hubo enmiendas destinadas a forzar la reposición de su cita no tuvieron éxito;
el resultado es que la Constitución vigente nada dice sobre la recepción y jerarquía de
la costumbre. Una extendida interpretación doctrinal, sin embargo, mantiene que
implícitamente nuestra Norma Fundamental admite la prevalencia de las costumbres
sobre las leyes internas, con base en su artículo 96.1 que pone al mismo nivel normas
consuetudinarias y tratados cuando afirma que los tratados internacionales vinculantes
para nuestro país sólo pueden derogados, modificados o suspendidos por lo que diga
otro tratado o las normas generales de Derecho internacional (no una norma interna
española). La interpretación defendida es lógica pero también conveniente pues evita
todo riesgo de responsabilidad internacional en los casos en los que una ley española
posterior mantuviese posiciones en conflicto con lo que determine una norma
consuetudinaria internacional oponible a nuestro país.
En general, la aplicación de costumbres por los órganos internos del Estado no
siempre será frecuente, ni siquiera será fácil:
(i) No será fácil porque los órganos del Estado se ven condicionados por las fórmulas
de recepción y jerarquía de la costumbre prevista en su Ordenamiento. Si éstas no les
autorizan con claridad a aplicarlas y, en su caso, a dejar inaplicadas las leyes internas
que contradigan una norma internacional, un tratado o, en nuestro caso ahora, una
costumbre (como la Constitución alemana de 1949, artículos 25 y 100.2) (Documento
núm. 19), ¿se atreverá un juez a no aplicar su propio Derecho?; y no digamos si, como
ocurre en nuestro país, la Constitución ni siquiera alude a la recepción de las normas
consuetudinarias. La preocupación por que los jueces nacionales conozcan y puedan
aplicar con total independencia las normas no escritas del Derecho internacional
estuvo presente en los trabajos del IDI y en su resolución de 7 de septiembre 1993
sobre las actividades de los jueces nacionales y las relaciones internacionales de su
Estado (recuérdese, Documento 7 ya citado).
(ii) Ni va a ser exceso frecuente, por otra parte, la aplicación de las costumbres por los
órganos estatales. En general las normas internacionales no son susceptibles, en gran
medida, de aplicación directa a los particulares, al no imponer derechos y obligaciones
que puedan ser disfrutados o exigidos por éstos directamente sin la previa intervención
de la pertinente legislación nacional; y si eso ocurre con el Derecho internacional en su
22
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conjunto, y en particular con las normas contenidas en los tratados, con la costumbre
ocurre más pues su naturaleza (no escrita) no facilita precisamente un grado de
concreción y precisión suficientes para su aplicación directa e inmediata.
b) En la medida en que un Estado puede asumir obligaciones internacionales
mediante un acto unilateral es legítimo interrogarse, fundamentalmente, sobre dos
cuestiones: primera, sobre qué personas pueden implicar al Estado, desde la
perspectiva de su propio Derecho interno, en la asunción de obligaciones por esa vía;
y segunda sobre la eventual intervención o no, y con qué alcance, del Legislativo en tal
caso:
(i) Vimos en su momento que existen normas internas expresas que precisan quienes
pueden negociar, adoptar, autenticar o consentir un tratado en nombre de España; del
mismo modo, el CV (1969), que forma parte del Derecho español, precisa qué
personas deben firmar los instrumentos por los que nuestro país declara la nulidad,
terminación o suspensión de un tratado en el que era parte. En Derecho internacional,
ya hemos dicho que el Jefe del Estado, el de Gobierno y el Ministro de AAEE pueden
realizar actos unilaterales y aunque en el Derecho español no existe disposición
escrita alguna en este sentido (salvo la genérica fórmula del artículo 97 de la
Constitución en cuya virtud el Gobierno dirige la política exterior de España o la del
artículo 56.1 de la misma que atribuye al Jefe del Estado “la más alta representación
[de éste] en las relaciones internacionales”), habida cuenta de que el Decreto 801
(artículo 5) faculta al Jefe del Estado, al Presidente del Gobierno y al Ministro de AAEE
a prestar el consentimiento español a un tratado sin plenos poderes, podría por
analogía extenderse tal norma a la asunción de obligaciones por la vía del acto
unilateral;
cualquier otra autoridad del Estado carecería de competencia (salvo la
oportuna habilitación) para comprometer a España en la asunción de obligaciones
jurídicas internacionales.
(ii) Sabemos también que en Derecho español la asunción de obligaciones
internacionales por medio de tratado está condicionada en la mayoría de los casos y
desde luego en los más importantes, a la autorización previa del órgano que encarna
la voluntad popular: el Legislativo (artículos 93 y 94 de la Constitución); órgano éste
que asimismo interviene en la formulación de las reservas, figura (como sabemos) que
modula el consentimiento a los tratados. ¿Por qué no pensar lo mismo respecto de la
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asunción de obligaciones por medio de los actos unilaterales?: ya en 1981, el profesor
Remiro Brotons sostuvo entre nosotros que la violación manifiesta de una norma de
importancia fundamental podía ser causa de nulidad del acto (unilateral), aunque era
consciente desde luego de la dificultad de de concretar esa opinión, ante el escaso
desarrollo del tema en el Derecho constitucional, que se contenta por lo común en
exigir la participación del Legislativo en el control de la asunción por el Gobierno de
obligaciones internacionales por medio de tratado; lo que llevó a considerar, también
entre nosotros, al ya fallecido profesor Sánchez Rodríguez que los actos unilaterales
del Estado constituirían “acto(s) político(s) del poder ejecutivo sin sanción jurídica
posible”. Naturalmente, en muchas ocasiones sería absurdo conectar la validez de un
acto unilateral con una eventual autorización previa del Legislativo: imaginemos el
supuesto de las protestas por la violación que de su espacio aéreo llevan a cabo las
aeronaves de otro, o pensemos que en cuanto al acto de reconocimiento no siempre
será posible ni conveniente supeditar la libertad de acción del Gobierno en el marco de
unas relaciones internacionales que cambian a un ritmo difícil de imaginar hace unos
años; todo lo cual no impide, claro, el que el propio Gobierno informe las Cortes de su
política y responda ante los instrumentos de control político que la oposición
parlamentaria decida utilizar al respecto (preguntas, interpelaciones…). Ahora bien,
algún límite debiera reconocerse a la competencia del Ejecutivo en este tema; por
poner un supuesto: ¿acaso el Gobierno podía en solitario efectuar una declaración
renunciando a todo derecho sobre Gibraltar o sobre Ceuta y Melilla?...; ¿sería válida,
según el Derecho interno español, una decisión de esta naturaleza que no hubiera
sido previamente conocida, debatida y aceptada por las Cortes Generales? ¿No sería
conveniente tener previsto con las normas
adecuadas que decisiones de ésta o
similar índole no podrían ser imputables válidamente al Estado en el plano
internacional?; se trataría en definitiva, si bien se mira, de invocar en este campo el
supuesto ya previsto para los tratados en los CV de 1969 y 1986 (artículos 26-27 y
sobre todo el 46).
C) En fin, como internacionalistas que somos comprenderá el lector que concluyamos
defendiendo la idea de que los órganos del Estado, administrativos o judiciales,
técnicos o políticos, tienen la obligación de hacer respetar el Derecho internacional, se
trate de una norma emanada de un tratado o de una costumbre, de la resolución
obligatoria de una Organización internacional de la que España sea miembro o de un
acto unilateral, sobre toda norma interna que no tenga rango constitucional.
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Y se habrá reparado, en fin, que no hemos mencionado los principios generales del
Derecho; ello nos permitirá cerrar capítulo con una reflexión adicional. También
respecto de sus relaciones con el Derecho interno, los principios generales del
Derecho tienen, por su naturaleza, carácter subsidiario y aplicación más que limitada,
pues supuestos en los que una norma interna (de naturaleza no constitucional) entre
en contradicción con uno de estos principios reconocido como tal en un caso concreto
por la jurisprudencia internacional y aplicable a la situación particular planteada no van
a aparecer fácilmente; y de hacerlo, amén de tener que darse el presupuesto (lo que
no ocurrirá a diario si podemos expresarlo así) de que nos encontremos con un órgano
interno escrupuloso y buen conocedor del Derecho internacional, siempre habrá
probablemente una norma internacional de otra naturaleza a la que reconducir la
relación entre ambos Ordenamientos.
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