autoridad, dogma y relativismo histórico

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JEAN MEYENDORFF
AUTORIDAD, DOGMA Y RELATIVISMO
HISTÓRICO
El autor, destacado teólogo ortodoxo, examina el problema de la autoridad en la
Iglesia (problema con una larga historia en las relaciones oriente-occidente) partiendo
de que la verdadera cuestión no consiste tanto en saber quién detenta dicha autoridad,
cuanto en descubrir el concepto auténticamente cristiano de la misma. Como valiosa
contribución al actual diálogo ecuménico, la presente exposición busca liberar a la
autoridad del extrinsecismo en que se ha caído en las Iglesias de occidente, subrayando
el carácter auxiliar que la autoridad tiene y la primacía que se da al Espíritu en las
Iglesias de oriente. Se trata, pues, de recordar seriamente a la Iglesia católica el que ha
de recobrar todos los elementos de la tradición que configuran su genuino rostro,
estando siempre a la escucha de las demás comunidades cristianas no por un
ecumenismo adecuado, sino para no olvidarse de lo que ella misma es.
Relativismo historique et autorité dans le dogme chrétien, Istina, 14 (1969) 251-264
CONCEPTO CRISTIANO DE AUTORIDAD
Autoridad de Dios en el AT y NT
La autoridad absoluta de Dios es una de las ideas fundamentales del AT: la revelación
de la voluntad de Dios es, en sí misma, expresión de su misericordia y no puede ser
recibida sino "con temor y temblor" (Gen 18, 27; Éx 3, 6; Is 6, 4s; Job 42, 2s). Los
profetas recuerdan constantemente a Israel -que ha entendido la alianza como pura
iniciativa de Dios- el que Yahvé tiene el derecho de imponer sus condiciones y no
necesita en absoluto de su pueblo. Este carácter unilateral de la alianza se manifiesta en
el mismo vocabulario griego: uso de diathèkè ( = testamento, voluntad) en lugar de
synthèkè ( = pacto bilateral). Israel respetará los términos del acuerdo y se beneficiará
de la protección de Dios (Dt 27, 17-18).
Esta idea de la alianza refleja el verdadero límite de una autoridad exterior expresada a
menudo bajo las categorías antropomórficas de un monarca absoluto y aterrador (en
Rcm 8, 18-20, Pablo parte de esta misma idea). Sin embargo, el NT contiene el anuncio
de una nueva alianza que cambia radicalmente el ejercicio de la autoridad de Dios sobre
los hombres. A diferencia, en efecto, del AT en el que se elabora la historia de una
comunidad, se nos presenta ahora fundame ntalmente la historia de un individuo, de un
Mesías personal que asume los destinos de Israel y viene a ser Él mismo -en nombre de
toda la humanidad- parte integrante de la alianza: en ésta la propia sangre de Cristo
llega a ser "la sangre de la alianza" (Mt 26, 28) en contraposición a lo que sucedía en la
alianza del Sinaí (Éx 24, 8).
Así pues, la autoridad (exousía) real y mesiánica de Jesús -en particular la de perdonar
los pecados (Mc 2, 10 par)- es comprendida en el NT como uno de los signos obvios de
su divinidad. Esta autoridad implica también la observancia de unos mandamientos,
pero se trata de unos mandamientos interiorizados y reducidos al precepto del amor:
carentes del carácter legal y externo de los mandamientos de la ley mosaica, ya que el
amor representa una relación personal y mutua (Jn 14, 21). Por el misterio de la
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resurrección y de la presencia del Espíritu se realiza en Jesús un encuentro personal y
directo entre Dios y el hombre, un encuentro que trasciende y reemplaza las categorías
legales y externas de mandamiento-obediencia-fidelidad a la ley y en el que Dios habla
a la comunidad, pero haciéndose, a la vez, esencialmente presente en ella por su mismo
Espíritu (cfr. Ef 1, 13; 1 Cor 2, 13; 2 Cor 1, 22). La comunidad es el "cuerpo" -es decir,
la verdadera realidad- de Cristo.
Si el NT, como decíamos, habla del pueblo de Dios sólo de manera secundaria y
derivada es porque, en la nueva alianza, Israel se hace el "cuerpo" del Mesías. De ahí
que el concepto paulino de Iglesia como "cuerpo de Cristo" asuma el tema del Siervo
que sufre del Deutero-Isaías manteniendo precisamente su fundamental doble sentido
(individual y colectivo): el Mesías es ciertamente Jesús, pero "en Jesús" también lo es
todo el nuevo Israel.
La autoridad en la Iglesia
De lo anterior se deduce que la autoridad particular concedida por Jesús a Pedro, a los
doce o a un grupo más amplio tendrá que ser una autoridad en el interior de la
comunidad y no por encima de ésta. La identificación, en efecto, entre Cristo y la
comunidad hacía imposible cualquier autoridad humana sobre el pueblo de Dios
(aunque no excluía la necesidad de una estructura interna - fundada en la naturaleza
sacramental de la Iglesia que condujo luego, de un modo orgánico y sin reprobación
alguna, a la generalización de un episcopado monárquico). A su vez, el don de profecía
--expresión viva de la autoridad de Dios sobre su pueblo- en la teología paulina recibe
sólo una función subsidiaria (1 Cor 14).
En un sentido, sin embargo, se coloca la autoridad humana por encima de la Iglesia: a
saber, como condición misma de la existencia de la Iglesia. Se trata de la función de
"testigos" de la resurrección de Cristo, asignada por Jesús mismo a un grupo de
discípulos "escogido" por Él (Act 1, 8). Y es que la fe cristiana, en la medida en que
reposa sobre un hecho histórico, se apoya en el "testimonio" apostólico, privilegio único
e intransferible de los que han visto al Señor resucitado. La elección de Matías muestra
con claridad que la pertenencia al colegio de los doce supone el "ser testigos de la
resurrección" (Act 1, 22). Es en su autoridad y en la asistencia del Espíritu donde se
apoya la Iglesia, establecida y confirmada por el acontecimiento de Pentecostés. Pero al
igual que el Espíritu no puede contradecir el testimonio apostólico, tampoco éste puede
manifestarse fuera de la acción del Espíritu en la comunidad. Esta bipolaridad original
de la autoridad personal de los apóstoles y del Espíritu, que guían a la comunidad, es lo
que posibilita una continuidad entre la edad apostólica y la post-apostólica: una
continuidad que reposa, precisamente, en la comunidad y no en el testimonio personal.
Es sintomático, a este respecto, que tras la muerte de Santiago mártir ( = testigo) no
haya nueva elección para completar el colegio de los doce (cfr. Act 12, 2), mientras que
judas -como apóstata- sí había precisado ser sustituido.
Los doce dejarán históricamente de existir. Y a partir de este momento la tarea de la
comunidad será salvaguardar el mensaje apostólico en toda su pureza original y
continuar el ministerio misionero y pastoral. Ahora bien, esta doble tarea fue posible no
precisamente gracias a comisiones particulares hechas a sucesores individuales por
apóstoles individuales (aunque estas comisiones se dieron en ciertos casos), sino en
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virtud de la identidad sacramental entre la Iglesia de Jerusalén -que recibió el Espíritu
en Pentecostés- y toda Iglesia reunida por doquier en nombre de Cristo. Así, la forma
más primitiva de la doctrina de la sucesión apostólica es -como la expresa Ireneo- la de
una doctrina de la "tradición apostólica": es decir, el verdadero kerigma apostólico no es
preservarlo mágicamente por la imposición de manos de un individuo a otro, sino por la
continuidad del mismo oficio episcopal en cada comunidad. Y no es que Ireneo pase por
alto la imposición de manos -signo, desde el comienzo de la Iglesia, de los dones del
Espíritu- sino que ve el episcopado como expresión de la naturaleza de la comunidad y
no como poder o autoridad sobre la Iglesia. El "carisma de la certeza de verdad" que
según Ireneo, poseen los obispos no supone una infalibilidad personal, sino que es una
expresión del hecho de que en la Iglesia todo acontece en el interior del marco
sacramental de la asamblea eucarística, cuyo presidente -el obispo- es imagen del Señor
y está llamado a expresar la voluntad de Dios.
La presencia de Dios en su pueblo y en el mundo no puede, pues, ser comprendida de
modo jurídico o vicario. Es el Espíritu quien hace de la comunidad "cuerpo" del Mesías,
y en el seno de este cuerpo Dios no sólo habla a los hombres, sino que además hace que
éstos expresen su voluntad. Esta presencia de Dios en la comunidad es lo que el NT
llama "el Espíritu".
El sacramento - la eucaristía, en particular- requiere que la Iglesia esté internamente
estructurada y jerarquizada. Pero dicha estructura no puede tener fundamento teológico
sino en el mismo sacramento, es decir, en la realidad concreta de la comunidad local
sacramental, llamada por Ignacio de Antioquía la "Iglesia católica". La continuidad
entre la noción neotestamentaria de autoridad y la de la Iglesia primitiva puede, pues,
establecerse teológicamente sobre la base de esta identidad sacramental de la Iglesia,
pero no hay ningún fundamento teológico para una autoridad suprema exterior sobre las
comunidades locales: cada una constituye el cuerpo de Cristo en su totalidad.
AUTORIDAD Y TRADICIÓN
El hecho de la continuidad de la Iglesia (es decir, la continuidad entre el Jesús histórico
y la fe de la Iglesia) en el Espíritu es la clave para la comprensión de la "tradición" y de
su "autoridad".
La noción cristiana de tradición implica una libertad responsable de la Iglesia que le
permita discernir la voluntad de Dios y una total fidelidad al testimonio oral o escrito
sobre Jesuc risto como persona histórica. Estas dos actitudes requieren la aceptación de
la fe de la comunidad primitiva, aceptación en la que consiste el compromiso cristiano.
Los límites del relativismo histórico
Consiguientemente el problema del "relativismo histórico" afecta no sólo a los
acontecimientos de la vida de Jesús (el problema, por ejemplo, de su conciencia
mesiánica), sino sobre todo a la pretensión de la Iglesia primitiva de ser conducida por
el Espíritu. Puede haber ciertamente muchas interpretaciones de esta pretensión y de su
realidad -ya que la fe de la Iglesia primitiva contiene elementos históricamente
incontrolables-, pero su aceptación o su rechazo marca en definitiva la frontera entre el
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historiador cristiano y el no cristiano: la crítica histórica por sí sola no puede garantizar
nunca quién era Jesús.
La naturaleza de la nueva alianza v de lo sacramental -como elemento de continuidad e
identidad de la Iglesia- implica el que las opciones más fundamentales de la comunidad
primitiva, como por ejemplo la de la misión a los paganos (Act 15, 28), fueron
adoptadas bajo la exclusiva autoridad del Espíritu. La orientación que Éste imprime no
degenera, sin embargo, en un individualismo anarquista, sino que comporta un "orden"
que expresa la verdadera naturaleza sacramental de la comunidad cristiana y que se
concreta en la adopción universal del "episcopado monárquico". La comunidad cristiana
local es el cuerpo de Cristo, y su presidente es imagen del Señor y responsable de la
enseñanza legítima así como de la dirección pastoral de la comunidad.
La autoridad de la tradición y los concilios
Pero precisamente porque la función del obispo no deriva de una delegación legal
personal que Cristo le pava dado a él individualmente, sino de la acción del Espíritu
sobre la comunidad, las enseñanzas y opiniones del obispo han de ser contrastadas y
comprobadas con sus colegas de las demás sedes: la unidad en la enseñanza de todos los
obispos es el argumento principal que nos da Ireneo en favor de la verdadera "tradición
apostólica" (Adversus Haereses, III).
Un consensus regional es, por tanto, un signo de la verdad con mayor autoridad que el
de la opinión de un solo obispo, siendo el consensus universal la más alta autoridad en
materia de fe. La visión eclesiológica que esto implica fundamenta una institución que
regulará la vida de la Iglesia cristiana durante siglos: los concilios. Algunas indicaciones
sobre la naturaleza de los mismos son de particular importancia para el análisis de la
autoridad en la Iglesia.
1) Los concilios eran asambleas de obispos, reunidas para tratar problemas específicos
de la vida eclesial (consagración de obispos para las sedes vacantes, discusión de
cuestiones doctrinales o disciplinares, etc) y no tenían poder permanente o
institucionalizado sobre la Iglesia. Debido a esta función original -bien diferente de las
concepciones conciliaristas occidentales del siglo XV, que conciben el concilio como un
comité director que suplanta y reemplaza al papa-, los concilios entran en la categoría
bíblica de "testimonio". El acuerdo sobre una cuestión era considerado como un "signo"
de la voluntad de Dios y debía ser reconocido por la Iglesia con discernimiento,
verificándolo por confrontación con otros "signos": escritura, tradición, concilios
anteriores.
2) Los concilios no se regían por la decisión de la mayoría en cuestiones fundamentales.
La minoría debía adherirse también a las decisiones o incurría en excomunión. No se
trataba de "intolerancia", si no de la convicción de que el Espíritu guiaba, de hecho, a la
Iglesia y de que la oposición al Espíritu era incompatible con la pertenencia a ella. Con
todo, las nuevas relaciones de la Iglesia con el estado postconstantiniano forzaron la
adopción de elementos legalistas. Y así se adoptó la regla de la decisión mayoritaria en
cuestiones de menor importancia o de tipo disciplinar.
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3) La ausencia de garantías jurídicas que asegurasen los "derechos" de la minoría no
significaba que la mayoría fuera infalible ex sese. Un decreto conciliar necesitaba ser
recibido por la Iglesia entera para ser considerado como expresión verdadera de la
tradición. Semejante aceptación eclesial no era un referéndum popular ni expresión de
una "democracia" de los laicos frente a la aristocracia clerical, sino que implicaba el
riesgo de la le. Se partía, pues, de que la autoridad última en la Iglesia es el Espíritu y,
por lo mismo, el sentido de esta aceptación de cada concilio no debe ser entendido
según categorías jurídicas.
4 ) La alianza de la Iglesia con el imperio romano suponía la cooperación 'entre un
estado gobernado por una ley y una Iglesia cuya estructura interna no era jurídica, sino
sacramental. De ahí que el estado tendiese constantemente a obligar a la Iglesia a
expresarse en términos jurídicos comprensibles para la autoridad romana,
introduciéndose así en los concilios un juridicismo que comenzó a influir en el
procedimiento y decisiones de los mismos. Con todo, los emperadores no lograron que
la Iglesia se expresase jurídicamente sobre la fe, si bien el estado fue considerando los
concilios ecuménicos como algo que proporcionaba al emperador una fórmula de fe
clara que recibiría fuerza legal y obligatoria por la consiguiente confirmación imperial.
De hecho, la conciencia de la Iglesia nunca se asimiló del todo a este modo de proceder:
hubo concilios que fueron rechazados a pesar de las confirmaciones imperiales, y lo que
llamamos "evolución doctrinal" siguió constituyendo un progreso orgánico en el que los
elementos históricos, políticos, sociales o culturales jugaban un papel, pero donde el
Espíritu continuaba siendo la única autoridad suprema reconocida.
5) La verdadera naturaleza de la "evolución doctrinal" se muestra claramente en las
decisiones de los concilios que fueron reconocidos finalmente como "ecuménicos".
jamás un concilio tuvo la pretensión de promulgar un "nuevo dogma"; por el contrario,
cada uno afirmó siempre que sus decretos no diferían de las decisiones de los anteriores
(cfr., por ejemplo, DS 151, 265, 300). Las nuevas definiciones que se hacían necesarias
eran concebidas sólo como una medida extraordinaria y externa: como un antídoto
contra la herejía y no como fin en sí mismas. La verdad como tal (que es "apostólica" y
permanece presente -explícita o implícitamente- en la conciencia de la Iglesia desde los
tiempos apostólicos y que se funda en el testimonio apostólico) queda distinguida de la
formulación actualizadora de esta misma verdad.
Todo esto nos dice que la autoridad en la Iglesia, cristianamente hablando, supone una
participación libre y responsable de todos en la vida común del "cuerpo", cuya
naturaleza sacramental se concreta en una variedad de ministerios. Entre éstos, el del
episcopado tiene por función determinar tanto la continuidad histórica y la consistencia
del evangelio ("tradición") como la comunión universal de todos en una sola Iglesia
("unidad de fe" y comunión sacramental).
AUTORIDAD Y LIBERTAD CRISTIANA
La libertad del Espíritu
Estar "llamados a la libertad" -o lo que es lo mismo, ser "conducidos por el espíritu"constituye para Pablo el mayor privilegio de los cristianos.
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Los Padres griegos ponen en conexión el Espíritu y la libertad -realidades que se
presuponen mutuamente- con la noción de "participación" en la vida divina. Y esta
conexión la establecen como corolario necesario del concepto cristiano de autoridad.
Así, Ireneo ve al hombre como un compuesto de carne, alma y Espíritu Santo,
presentándonos un concepto dinámico del hombre que excluye la noción estática de
"naturaleza pura". El hombre es creado a fin de compartir la existencia de Dios,
finalidad que le distingue del animal y que se expresa bíblicamente con la creación de
Adán "a imagen de Dios".
La doctrina de la "deificación" (theòsis) del hombre, en la que los Padres griegos
utilizan una terminología filosófica platónica, implica que la naturaleza de Dios y la del
hombre no están cerradas en sí mismas, ya que el hombre fue creado precisamente
como receptáculo de la vida de Dios, sin la cual deja de ser hombre. Así, cuando éste se
afirma como ser autónomo no sólo pierde una gracia extrínseca, sino su propia
existencia como hombre. Abandona su propio destino y queda privado de su libertad:
hecho esclavo de la carne (del determinismo de la existencia creada) se convierte en
elemento de este mundo, sometido a las leyes cósmicas y especialmente a la corrupción,
muerte y pecado. Siendo, pues, la libertad el elemento esencial de la semejanza del
hombre con Dios -como nos dicen Gregorio de Nisa y Máximo el Confesor-, la
finalidad de la encarnación es restaurar al hombre en su dignidad primigenia haciéndole
de nuevo libre en Cristo. No significa esta libertad una emancipación legal -que nos
confinaría en una existencia autónoma- sino una "participación" en la dignidad de su
creador: se nos da una nueva vida en la que la libertad no subsiste por sí misma sino que
brota del conocimiento, visión y experiencia plenas del amor y verdad de Dios:
"conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32).
Estos presupuestos son fundamentales para la comprensión de la autoridad y libertad en
la Iglesia. En ella la autoridad no es comprensible sino en el contexto de la oposición
paulina entre el "primer hombre" y el "segundo Adán" ( 1 Cor 15, 45 ss): la autoridad
como ley es necesaria tan sólo mientras el hombre vive "en la carne v sangre".
De ahí que nos podamos preguntar si la Iglesia es una sociedad en la que el hombre
caído es protegido -gracias a la disciplina y obediencia a una autoridad que reemplaza a
Dios de modo vicario- para no caer en las tentaciones del mundo, o si la Igle sia no es
más bien el lugar en el que el hombre experimenta, al menos parcialmente, la libertad de
los hijos de Dios contemplando personal y realmente la verdad misma, participando en
ella y convirtiéndose así en testigo del Reino ante el mundo y en el mundo.
El papel de la Iglesia no es, por tanto, imponer al espíritu humano una verdad que de
otro modo sería él incapaz de discernir, sino hacerle vivir y crecer en el Espíritu de
modo que él mismo pueda ver y experimentar la verdad. De ahí, por una parte, el
carácter negativo de las definiciones doctrinales de los antiguos concilios, que nunca
consistieron en descripciones sistemáticas de la verdad, sino más bien en condenaciones
de creencias erróneas y, por otra parte, el uso que la Iglesia histórica --in via- hace
inevitablemente de categorías intelectuales, filosóficas y sociales tomadas de nuestro
mundo, caído y aún no rescatado. Y es precisamente el hecho de que la Iglesia no queda
determinada en su ser auténtico por estas categorías lo que hace que ella sea la Iglesia
de Dios.
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Sentido de la historia y relativismo histórico
Los concilios, en efecto, jamás pretendieron identificar toda la verdad viva con sus
definiciones sobre ella. Y es que toda fórmula doctrinal está condicionada -como el
texto mismo de la escritura- por la historia y por la existencia humana en un mundo que
posee sus categorías propias (filosofía, autoridad, ley) limitadas. Absolutizar esas
fórmulas sería reducirnos a un determinismo histórico del que la encarnación viene
precisamente a liberarnos.
La historia de la Iglesia conoce el uso, hecho por la "autoridad" eclesial, de términos
filosóficos del momento para expresar la significación de la fe: el caso del homooúsios
de Nicea constituye la ilustración más célebre y característica, ya que el término había
sido condenado como modalista en Antioquía medio siglo antes (261) . Existen también
otros ejemplos históricos de afirmaciones doctrinales que reciben una valoración nueva
según las exigencias de la unidad cristiana: los esfuerzos de Justiniano por hacer
aceptable a los monofisitas la fórmula de Calcedonia (451) fueron un intento de hacer
comprender la formulación de este concilio a la luz de la cristología alejandrina. Y el
concilio II de Constantinopla (553) supuso, en este sentido, un auténtico acontecimiento
ecuménico: era una reformulación del dogma con la sola finalidad de una aproximación
a los hermanos separados.
Evolución doctrinal no significa enriquecimiento del testimonio apostólico, sino que
implica la liberación de toda problemática histórica e, inversamente, la posibilidad de
exponer el mensaje cristiano en toda situación histórica. El problema del relativismo
histórico, en su relación con el contenido auténtico de este mensaje, es inseparable de la
tensión que se da entre la "carne" y el Espíritu, entre "lo viejo" (Adán) y "lo nuevo"
(Cristo). Las categorías doctrinales de que la Iglesia se sirve sólo tienen significado para
ella si la fuerza liberadora de la redención opera en su mismo interior. La misión de la
Iglesia consiste precisamente en permitir a los hombres ver más allá de esas categorías a
fin de vivir en Dios, en libertad y en una experiencia al menos parcial de la verdad
absoluta. Así, por ejemplo, la "historia de las formas" (Formgeschicbte) nos ayuda a
comprender la escritura permitiéndonos ver a los autores bíblicos como individuos
vivos e históricos, en su situación humana concreta, familiarizándonos con las
categorías de su espíritu; pero esta disciplina yerra y destruye el verdadero contenido
del mensaje bíblico -la liberación del hombre de todo determinismo cósmico, tal como
lo atestiguan la tumba vacía y la resurrección- si toma como definitivas las categorías de
la investigación científica o de la filosofía existencial moderna, o si se reduce al análisis
lingüístico y considera como mito lo que no es física o históricamente demostrable.
El uso que la Iglesia hace de las categorías filosóficas, científicas o jurídicas es un
proceso dinámico: su finalidad es la transformación del hombre, abriéndole la entrada al
Reino y liberándole de los límites racionales y cósmicos. La filosofía griega -que fue
usada como medio de expresión teológica, dada la comprensibilidad de sus categorías
en un momento histórico determinado- no ha sido absolutizada jamás. ¿Acaso los
términos hypóstasis y physis mantienen su pleno significado aristotélico en la definición
de Calcedonia? La nueva significación dada a estos términos era radicalmente
inaceptable para quienes, en el mundo griego, rechazaban al Cristo histórico del NT.
Esta actitud dinámica, libre y crítica respecto a la filosofía griega -actitud que
caracteriza al período patrístico- es reveladora. Y se podría establecer un paralelismo
JEAN MEYENDORFF
entre Orígenes, sincero creyente que fundó la ciencia bíblica entregando el cristianismo
a una visión platónica del mundo propia de su tiempo, y el sincero creyente Bultmann
que desmitologiza el NT e intenta, así, recuperar para la fe nuestro mundo
existencialista.
Conclusión
Difícilmente puede ponerse en duda que la evolución de la autoridad en la Iglesia -tal
como se ha dado en occidente desde la edad media- ha estado determinada por la
preocupación de proteger la existencia histórica de dicha Iglesia como realidad absoluta
puesta por Dios, y de que el presupuesto de todos los que han contribuido a esta
evolución en el catolicismo romano (desde los canonistas de la reforma gregoriana hasta
los padres de Trento y del Vaticano II) ha sido el de que el vigor y continuidad de la
Iglesia sólo podían ser garantizados por una autoridad infalible. El concepto
agustiniano de una humanidad esencialmente pecadora y sujeta a error acentuó la
necesidad de que Dios estableciera una autoridad infalible semejante, en un acto de
caridad para con el hombre, a fin de protegerle de sí mismo y de sus errores.
Son bien conocidas las reacciones que surgieron ante esto en el mismo occidente: el
movimiento conciliarista del siglo XV, la reforma protestante, la secularización
moderna. Hoy en día, todo el movimiento de refuerzo de la autoridad romana -en
constante progreso desde la alta edad media hasta Pío XII inclusive- ha sido trastornado
por Juan XXIII y su concilio. Y esto hasta tal punto, que es difícil ver en qué dirección
va a avanzar la Iglesia católica romana sin desautorizar el principio en el que se fundaba
su evolución anterior, siendo así que este principio permanece intacto en su constitución
sobre la Iglesia: el pontífice romano permanece como criterio "externo" y último de
unidad e infalibilidad; el colegio episcopal depende de él, pero él en definitiva no
depende del colegio y, así, sigue siendo la "seguridad" última (cfr. LG 22).
Si la teología ortodoxa puede proporcionar una contribución al presente diálogo
ecuménico, ésta consistiría en mostrar y subrayar el carácter auxiliar de la autoridad: no
es ésta la que hace que la Iglesia sea la Iglesia, sino el Espíritu que obra en ella como
cuerpo, realizando la presencia sacramental de Cristo entre los hombres y en el interior
de cada hombre. La autoridad -obispos, concilios, escritura, tradición- no es sino una
expresión de esta presencia. No reemplaza, pues, aquello a lo que está llamada nuestra
vida en Cristo: experimentar y vivir el Reino de Dios que ya se ha manifestado pero
cuya venida se espera todavía como fin último de todas las cosas.
Tradujo y condensó: CARLOS MARCA SANCHO
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