"Nuevas formas de ver, nuevas formas de ser: el hiperrealismo

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Nuevas formas de ver,
nuevas formas de ser:
el hiperrealismo televisivo
Wenceslao Castañares
que le caracteriza, ya al comienzo
Conde lalos perspicacia
años ochenta Umberto Eco advertía sobre la
profunda modificación que se estaba produciendo en la
forma de concebir y hacer t~levisión. Este cambio resultaba desde su punto de vista tan significativo que a la
televisión que empezaba a quedar obsoleta proponía llamarla paleotelevisión y a aquella otra que se imponía,
neotelevisión. Una década más tarde, esa mudanza parece evidente hasta para aquellos que no se caracterizan
precisamente por la agudeza de sus análisis; la terminología acuñada por Eco ha terminado por imponerse entre los especialistas y, lo que resulta más importante, ha
podido precisarse el sentido de la transformación operada. Señalar algunos de estos cambios y cómo aparecen
en la programación de la televisión que se hace en España es el objetivo que perseguimos en este artículo.
Ni que decir tiene que podemos encontrar en la programación televisiva productos que siguen conservando
en gran medida los formato s y los contenidos que ya tenían hace tiempo y, por tanto, que la evolución no afecta
de la misma manera a todo lo que aparece en la panta-
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na. Si llevamos hasta las últimas consecuencias la metáfora de la evolución quizá se nos permita afirmar que
algunas especies (el cine, los programas deportivos,
ciertos programas
informativos)
aparecen tan bien
adaptadas al medio que su evolución se ha ralentizado
hasta el punto de que no se aprecian cambios significativos. En otros casos, por el contrario, la transformación ha sido especialmente rápida y no parece que vaya
a detenerse en un futuro inmediato. Así pues, para evitar que las afirmaciones que vamos a hacer sean
tomadas en un grado de generalidad que la experiencia
no confirma, vamos a referimos a un tipo de programa
especialmente representativo de la neotelevisión: los realit Y shows.
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Una somera observación de los efectos producidos
por los reality shows constata una notable contradicción.
Se trata de un género que ha dado lugar a programas
de gran y prolongado éxito de audiencia en muy diversos países: Estados Unidos, Inglaterra, Italia, Francia,
Alemania, Holanda, España, etc. La aceptación no ha sido, sin embargo, unánime. Este éxito, como en otros
casos de manifestaciones de la «cultura popular» (por
citar algunos, el melodrama en el siglo pasado, la telenovela en nuestro tiempo), ha sido piedra de escándalo.
Personas que pasan por ser representativas
de grupos
cultivados intelectual y artísticamente han manifestado
su rechazo más absoluto. Incluso algún grupo político
español ha propuesto su eliminación de la programación
de la televisión pública. Las acusaciones más frecuentes
inciden en valoraciones morales «<manipuladores», «indignos», «obscenos», «hipócritas», «ofensivos»..J o estéticas «<horteras», «de mal gusto», «sensibleros»..J. Algunos de estos críticos no han dudado en hablar de
«telebasura». Como no podía ser menos, a estas críticas
han respondido los promotores de dichos programas
con argumentos variados que pretenden mostrar los aspectos positivos: presentación de una realidad frecuentemente ocultada, descubrimiento de la verdad de he-
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chos nunca aclarados, asunción de funciones públicas
que otras instituciones no pueden asumir, legitimidad
del recurso a los sentimientos como medio de relación y
conocimiento entre los individuos, etc.
Pero el fragor de esta batalla, muchas veces insustancial, no permite percibir algunos de los aspectos del
fenómeno que no debieran ignorarse. Más allá de los
prejuicios moralizante s o de las actitudes elitistas no
justificadas, pueden apreciarse transformaciones
que
afectan al modo de concebir la comunicación en un medio tan masivo como la televisión y también al marco
social en que se produce.
Un género ambiguo
La definición de lo que es un reality show plantea,
además de las dificultades características de toda clasificación genérica, las que se derivan de su capacidad
para integrar elementos muy dispares. Como sucede ordinariamente, los programas que reciben este nombre
no han representado una novedad absoluta: un género
siempre viene de otro género. Pero esta afirmación cobra en nuestro contexto un nuevo sentido. Una de sus
características más llamativas es el sincretismo, el mestizaje, su disposición a dejarse contaminar: se trata de
un tipo de programas que resume y hace efectivos los
elementos más definidores de la neotelevisión. En él
puede mezclarse todo aquello que la televisión ha encontrado especialmente útil hasta ahora, desde la tradición de los telefilmes a los programas informativos, pasando por las variedades, los debates, los concursos, la
telenovela o la publicidad. Un reality show cuenta historias, informa, divierte, se basa frecuentemente en la conversación, admite la presencia del público en el estudio
y sus protagonistas pretenden y a veces consiguen algún
tipo de recompensa. De ahí que pueda considerarse
como un género total, cajón de sastre en el que se han
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introducido todos los géneros. Es este carácter globalizador lo que hace de él un fenómeno especialmente apto
para analizar el modo en que la televisión ha variado
sus comportamientos comunicativos. En este cambio se
ven involucrados prácticamente todos los elementos que
la hacen posible: los contenidos, las formas de expresión, los sujetos, las funciones.
Su naturaleza integradora no impide, sin embargo,
que puedan precisarse otras características más específicas. La denominación inglesa (que se está imponiendo
entre nosotros) es una expresión feliz que alude a un aspecto especialmente relevante: la presentación espectacularizada de lo real. De ahí que en otros países como
Italia y Francia se usen frecuentemente
expresiones
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como «tele-realidad» o «tele-verdad». Sin embargo, tales
expresiones dejan fuera otros aspectos que análisis más
detenidos consideran relevantes; en especial, el predominio de lo emotivo sobre cualquier elemento racionalizador y la participación, como protagonistas y destinatarios a un tiempo, de la gente corriente. En cualquier
caso, hay que advertir que aunque estos rasgos pueden
ser considerados bastante generalizados, ni aparecen
siempre ni constituyen ingredientes igualmente importantes en los distintos programas.
Su carácter mestizo hace también difícil la tarea de
clasificación de un género tan amplio. Las propuestas
realizadas se han basado en criterios muy técnicos que
no han podido evitar clasificaciones demasiado ad hoc.
Por ello resulta más útil en ocasiones aludir al nombre
de programas prototípicos, que pueden variar según los
distintos países, pero que frecuentemente coinciden o
tienen denominaciones muy semejantes. Referidos a España programas como Quién sabe dónde, VaZor y coraje,
Código uno (TVE); Lo que necesitas es amor, Cita con la vida, Confesiones, Hablemos de sexo (Antena 3); Tu media
naranja, La máquina de la verdad, Veredicto (Tele 5); El
programa de Ana, En voz alta (Telemadrid), etc., algunos
de ellos ya desaparecidos y otros con renovados éxitos
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de audiencia, pueden considerarse muestras de un género especialmente adaptado a la forma de ser de la nueva
televisión.
El nuevo valor: la autenticidad
De forma inevitable, en el análisis de los especialistas ha debido volver a plantearse, aunque ahora desde
supuestos diferentes, la antigua e inacabable discusión
sobre la realidad y la verdad, conceptos que un tanto
irónicamente dan nombre al género. Aceptada la imposibilidad de hablar de reconstrucciones de lo real sin los
filtros o las mediaciones que imponen los diversos sistemas semióticos, se ha debido concluir que lo real es un
objeto de valor ya construido. Hasta la televisión como
institución parece haber admitido (aunque no siempre
de modo explícito) que el objeto de discusión no es tanto lo real como los discursos sobre lo real. Esta aceptación no es, sin embargo, una claudicación, sino más bien
una profundización de la polé.mica en torno al deber y al
derecho que tiene la televisión de contar lo que hay. Dado que resulta inaceptable contribuir a ocultar la realidad mediatizada por el lenguaje, lo que hay que poner
en entredicho es el lenguaje mismo que sirve para representarla. Angelo Guglielmi, director de la cadena pública italiana Raitre, uno de los canales que más generosamente han acogido los nuevos programas, plantea
brillantemente el problema recuperando una frase de
Pasolini: cansados de contar la realidad con palabras se
trata ahora de «contar la realidad con la realidad».
Para llevar a cabo este proyecto, la televisión de los
reality show ha debido profundizar y llevar hasta las últimas consecuencias un modo de actuación característico
de la nueva televisión: la construcción de una nueva
«realidad». No se trata de narrar acontecimientos pasados, ni siquiera acontecimientos que la televisión modifica por el hecho mismo de estar presente mientras ocu-
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rren (como se ha señalado tantas veces), sino acontecimientos que ocurren en esos momentos porque la televisión misma los ha provocado, porque sin ella no
ocurrirían. Gracias a la televisión y a la cooperación
desinteresada de los espectadores, es posible encontrar
a unos parientes desaparecidos hace ya muchos años,
acontecimiento que sin duda producirá en nosotros una
honda satisfacción. Todos podemos asistir también desde nuestra casa a apasionadas declaraciones de amor
que la televisión intentará que sean adecuadamente correspondidas, o a la humilde confesión de faltas (hasta
ese momento inconfesables) que estamos dispuestos a
comprender e incluso a perdonar. Pero estos acontecimientos, que ocurren al tiempo que los presenciamos,
adquieren rasgos insólitos cuando no dramáticos: dado
que lo que se cuenta es lo que está ocurriendo, ni la televisión que los provoca ni sus protagonistas saben lo
que va a pasar. El final feliz, aunque deseado, no siempre está garantizado. Por eso los más acendrados ejemplos de reality show se transmiten en directo o al menos
deben simularlo. Sólo así puede jntroducirse el riesgo de
la imprevisibilidad que caracteriza a los hechos mientras ocurren.
Esta nueva forma de actuar ha dejado definitivamente claro que la televisión ya no es (si es que alguna vez
lo fue) un espejo de la realidad. La nueva televisión no
habla de algo exterior; habla de sí misma y de las cosas
que produce. Desaparece así el problema de la correspondencia entre los enunciados y los hechos, con lo que
la noción de verdad adquiere un nuevo sentido. Para ser
más exactos, ya no nos sirve, porque la verdad es un valor de los enunciados y lo que ahora está en juego es la
veracidad de la enunciación. Quizá por ello convenga hablar, más que de verdad, de autenticidad. En la nueva situación lo que resulta pertinente no es tanto que sea
verdad lo que se dice como que sea auténtico aquello
que ocurre en la pantalla. Auténticas han de ser las situaciones, auténticos los protagonistas, auténtico ellen.-
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guaje y auténticos los testigos que pueden dar fe de lo
que está pasando.
La producción de efectos de autenticidad
sería,
pues, uno de los aspectos más cuidados de los reality
show. Para ello nada mejor que acudir a los acontecimientos de la vida cotidiana, a convertir en protagonista
a la gente corriente, a utilizar el lenguaje de la calle y a
hacer intervenir al telespectador, bien llevándole al escenario en el que los acontecimientos tienen lugar, bien
invitándole a participar desde sus casas. Todos estos
elementos resultan imprescindibles en esa estrategia de
aproximación que ha adoptado la nueva comunicación.
Pero aún es posible ir más allá, porque, una vez conseguido el primer plano, la cámara ha seguido adelante y
se ha introducido en el interior mismo de los protagonistas sacando a la luz sus más hondos secretos. Y al introducirse en sus entrañas la televisión ha llevado hasta
las últimas consecuencias ese régimen de hipervisión en
primer plano, de proximidad total de la mirada con lo
que se ve que, según el Baudrillard de Las estrategias fatales, caracteriza las nuevas formas de comunicación. El
resultado de esta escala de. transparencia es la eliminación de la escena y, en definitiva, la aparición de esa
«obscenidad blanca» que es el modo de aparición de lo
«más verdadero que lo verdadero».
En este régimen de proximidad absoluta todos están
obligados a entregar su secreto. La divisa adoptada por
el reality show parece ser: «¡Sentimientos fuera!» En él
todo debe ser emoción, lágrima, pesar, felicidad, rencor,
desamor, culpa, arrepentimiento... Se introduce así en la
estrategia de la aproximación uno de los procedimientos
más eficaces para producir el efecto de realidad. Se podría argumentar que un actor puede fingir, que el llanto
(expresión suprema de los sentimientos desbordados)
ha sido siempre un fácil recurso a disposición del que
quiere engañar. Pero el reality show tiene un gran antídoto contra la ficción: despojado de toda artificialidad,
cogido muchas veces de improviso, inerme ante la cáma-
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ra que devora su rostro, una mujer o un hombre corriente no puede fingir, no puede no ser auténtico.
El protagonismo de los sentimientos ha producido
entre los críticos el mayor escándalo. La obscenidad
blanca que inevitablemente acompaña al modo de aparición de esta realidad «más real que lo real» CBaudrillard), hace removerse en sus asientos a no poca gente.
Para los defensores de los reality shows, por el contrario,
ese escándalo no sólo es hipócrita, sino sobre todo un
intento de racionalización que no se compadece con el
verdadero modo de ser de la gente corriente y de la vida
cotidiana. Desaparecidas las antiguas formas de comunicación nos queda el sentimiento como modo privilegiado
de aproximación entre los hombres y de conocimiento
de lo real.
Usted también puede ser una estrella
Convertir a la gente corriente en protagonista ha sido el gran hallazgo de la nueva televisión para alterar
su régimen de comunicación:' Al principio fueron los
concursos, a los que acudía gente con habilidades o saberes sorprendentes
e inalcanzables para la mayoría.
Con la nueva forma de entender la comunicación las
pantallas se han poblado de ciudadanos de tipo medio
que acuden a la televisión como concursantes o como
público. Pero en el antiguo concurso el protagonista
estaba demasiado limitado por unas reglas rígidas y por
la preeminencia cognitiva y decisoria del presentador.
Su rol de concursante agotaba su forma de ser. En los
reality shows, aunque no en todos en el mismo grado, el
protagonista es una mujer o un hombre corriente que se
muestran como son, en su ambiente, con sus relaciones
familiares (a menudo fuentes de conflicto), con su forma
de hablar que no excluye los errores (más numerosos
aún que los de los presentadores del programa), las expresiones malsonante s o las inconveniencias. Gente co-
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rriente que está dispuesta a contar ante las cámaras lo
que no contarían a los compañeros de trabajo y, en ocasiones, ni siquiera a los amigos.
Como han señalado F. Casetti y R. Odin en un interesante artículo publicado en Communication (núm. 51,
1990), el contrato comunicativo que impuso la antigua televisión fue el de la pedagogía: los espectadores eran concebidos como alumnos de una gran clase a los que se
transmite un saber indiscutible, y en la que se separan y
jerarquizan los roles que a cada uno les corresponden.
Esta actitud enunciativa es una imagen de marca que se
impone independientemente de los contenidos y objetivos
de los programas. De hecho, la parrilla de la programación estaba muy rígidamente estructurada: separación
clara de géneros (ficción, información, deportes, programas culturales, de entretenimiento, etcJ, orientación a
segmentos de audiencia determinados (niños, amas de casa, tercera edad, aficionados a..J, distribución temporal
rígida y perfectamente definida (tal día, tal hora, tal programa).
Si la nueva televisión ha roto con este modelo pedagógico, los reality shows en especial han terminado por
invertirlo. Para conseguirlo, han atacado la raíz misma
de una de las acusaciones más frecuentes que se le hacían: la de favorecer actitudes pasivas en el telespectador. Imitando el comportamiento de otros productos de
la tecnología electrónica, la televisión ha logrado introducir la interactividad. Asaeteado una y otra vez por el
mensaje que le asegura «Usted también puede ser una
estrella», al telespectador se le consulta, se le invita a
intervenir, a dar su opinión, en último término, a pasar
al otro lado de la pantalla e introducirse en el espectáculo. El telespectador ha acudido a esta llamada abandonando su pasividad y actuando como una estrella.
Educado en su mayoría en la era de la televisión, habiendo experimentado en muchas ocasiones con las cámaras domésticas, habiendo asimilado las formas de hacer parecer propias del medio, ha accedido al escenario
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de la televisión, comportándose como si la camara no
estuviera presente.
Este cambio quizá sea más profundo de lo que parece. La intervención del espectador en el espectáculo ha
acabado con la distinción entre autor y espectador, entre escenario y vida cotidiana. En el reality show uno no
sólo puede ser protagonista, sino, además, escribir su
propia historia. Por utilizar expresiones que también
debemos a Eco, el lector no sólo aparece en el texto
como estrategia interpretativa,
como lector modelo a
quien va dirigido el programa, sino como interlocutor al
que se le ofrece la oportunidad de convertirse junto a la
televisión en coautor de su propia historia. Para facilitar
la integración en ese nuevo régimen comunicativo, la televisión ha ofrecido a sus protagonistas un nuevo espacio. Ya no es un aula en la que se trata de transmitir saberes, sino un «espacio de convivialidad» CCasetti-Odin)
en el que se conversa, se intercambian opiniones, se habla, aunque no se sea un experto o se ignore todo sobre el
tema propuesto Cal fin y al cabo, la gente corriente está
harta de asistir a través de la r~dio y la televisión a tertulias en las que es posible observar el mismo tipo de
comportamiento), en el que es posible el comadreo, la
confidencia, el consejo o la confesión.
Al mismo tiempo han tenido que cambiar los roles.
Los nuevos presentadores
de los programas han ido
abandonando en gran parte ese distanciamiento que les
caracterizaba como representantes de una institución a
la que se atribuían importantes funciones de socialización, para tratar de situarse en el mismo nivel que los
protagonistas del espectáculo. Ahora es necesario implicarse en la conversación, utilizar el mismo lenguaje que
sus invitados, entrar en contacto físico con ellos, bromear sin demasiada agudeza, hacer como que se equivocan o mostrar los propios sentimientos y opiniones. No
resulta, pues, inaudito ver a una periodista, presentadora de un talkshow, piropear a su entrevistado, abalanzarse físicamente sobre él, utilizar un lenguaje que incluso
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para su invitado resulta inapropiado por el nivel en que
se ha situado.
Se ha instaurado así, como dice Gonzalo Abril, un
cambio en el régimen semiótico de la representación.
Aunque no han desaparecido (ni parezca que vayan a
desaparecer), los regímenes de representación icónico y
simbólico ceden terreno ante el valor en alza de la indicialidad. Los regímenes icónicos (de forma muy especial
la telenovela) privilegian la verosimilitud, lo que en el
texto hay de semejanza con la propia situación. Los regímenes simbólicos apuntan a una verdad real (la que
pretendidamente
ofrece el programa educativo y la información) o imaginaria (la de la publicidad), sustentada
en la convención o el acuerdo social sobre determinados
valores ideales. El régimen indicial se sustenta en la
proximidad, el contacto, la autenticidad, la presencia, la
acción. En el reality show auténtico y próximo es el protagonista, la historia que cuenta, los sentimientos que
descubre, los conflictos que padece, el lenguaje que utiliza, su modo de vestir y comportarse, los lugares por
los que discurre su vida. Sus personajes no necesitan
ser reconocidos en un lugar 'público, como ocurría con
las estrellas convencionales de la televisión, a las que
había que situar en el contexto de la vida cotidiana para
otorgarles la existencia real de la que les había desposeído su presencia en la pantalla. Para las nuevas estrellas de la televisión este tipo de reconocimiento resulta
superfluo. Si han aparecido en la televisión se debe en
gran parte a que lo que les ocurre es banal y podría haberle ocurrido a cualquiera. La gente corriente se identifica con el nuevo protagonista no en razón de la verosimilitud de la historia vivida (en ocasiones, extrañamente
inverosímil) ni por el hecho de ser un símbolo del nuevo
sistema de vida (el éxito social y económico, el atractivo
sexual), sino porque «él es nosotros», cualquiera de nosotros. Sólo hay que dar el pequeño paso que separa el
sillón del salón de casa y pasar al otro lado de la pantalla, acudiendo a la llamada de la nueva televisión.
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Nuevas formas de comunicarse
en una nueva situación social
Por más que la descripción que acabamos de hacer
no afecte por igual a todos los productos televisivos, difícilmente puede negarse un cambio en el modo de entender la comunicación desde la televisión. Pero atribuir
este cambio únicamente a la audacia o perversidad (según los casos) de los responsables de la nueva televisión
no deja de ser una visión bastante simplista. Ni la televisión es tan poderosa como se dice, ni los espectadores
tan ingenuos o maleables como se insinúa. Es posible
que se ajuste más a la realidad el hecho de que la televisión, siempre a la búsqueda de mayor audiencia, porque
en ello le va su propia supervivencia, haya encontrado la
forma de aprovechar una situación social en la que también se han operado importantes cambios. Si el fenómeno de la interactividad que hemos creído detectar no es
una ilusión, la influencia entre la televisión y su público
debe considerarse recíproca, lo que no quiere decir equivalente. El juicio sobre la televisión no debiera hacerse
al margen de cualquier consideración sobre la sociedad
que la produce.
Desde una perspectiva más amplia de la que aquí
hemos venido considerando, puede apreciarse que la
neotelevisión y sus productos no son más que el resultado provisional de un proceso que se ha iniciado con anterioridad y que tiene que ver con los cambios operados
en las formas de comunicación en la época postindustrial. La televisión significó desde el principio la culminación de ese proceso de atrofia de la experiencia que,
como ya advirtiera Benjamín, supuso la desaparición del
narrador y el advenimiento de la información. En la información los acontecimientos adquieren sentido por sí
mismos, pero a costa de una gran pérdida: la falta de relación entre unos acontecimientos y otros, la desconexión entre el sujeto y la experiencia. Se pierde así el
contacto con la realidad y sobre todo el necesario enla-
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ce entre la experiencia individual y la colectiva. Sólo
queda la representación. Pero esta situación se ha agravado. La representación ha entrado en crisis al haber
perdido lo único que podía sustentarla: la credibilidad
de las instituciones a las que se concedió el derecho a la
información. La inflación informativa, su espectacularización, la connivencia entre las fuentes y los profesionales (por no citar más que algunas causas) han terminado
por volverla absolutamente opaca. El resultado no puede
ser más preocupante: se desvía hacia el destinatario la
responsabilidad de decidir lo que debe ser creído al
tiempo que se le sustraen los medios para cimentar los
criterios de decisión.
Ante esta pérdida los reality shows suponen un intento de reparación, una respuesta a la pregunta sobre
cómo es posible la reconstrucción de la experiencia, el
restablecimiento de la autenticidad y del contacto. Frente al retroceso o la imposibilidad por parte de las instituciones de satisfacer las necesidades de los individuos,
la televisión ocupa ese espacio vacío adquiriendo nuevas
funciones o modificando las. que ya poseía. La nueva televisión ofrece el ejemplo como modelo de actuación,
busca a los desaparecidos, sirve de intermediaria en los
conflictos amorosos o judiciales, facilita el establecimiento de nuevas relaciones, otorga la palabra a los que
ordinariamente no la tienen, se erige en portavoz de los
marginados, se ofrece como medio de encauzar la solidaridad con los menos favorecidos, como espacio público para la confesión de las propias faltas. Pero la nueva
televisión no sólo ha asumido esas nuevas funciones, sino que las desempeña con notable eficiencia; allí donde
el Estado no puede llegar o allí donde se muestra ineficaz, aparece la televisión y hace lo que se espera de ella:
encontrar al desaparecido, solucionar los conflictos amorosos, escuchar al que habla, poner en contacto a aquellos que se encuentran solos. Además, y parafraseando
de nuevo a Benjamin, ha satisfecho el nuevo derecho del
hombre de la sociedad postindustnal a aparecer en pan-
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talla, a recibir, como decía Warhol, los quince minutos
de popularidad que a todos corresponden.
Por todo ello, más allá de las polémicas tantas veces
vanas cuando no cínicas a las que aludíamos al principio, lo que quizá haya que plantearse es la pregunta de
cómo es posible restablecer la comunicación perdida, cómo satisfacer las necesidades de un sujeto cada vez más
individualizado. La respuesta a esa pregunta no se hallará por la vía de una crítica a la televisión que no tome
en cuenta que lo que se denuncia no tiene su origen en
ella, que la lógica a la que obedece le viene impuesta
desde fuera. Enjuiciar los reality shows como si aún siguieran vigentes las nociones de realidad, ficción y verdad es absolutamente inútil cuando no hipócrita. Resulta poco inteligente pedir a la televisión lo que ésta no
puede dar.
W.C.
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