Una época azul

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Una época azul
Una Epoca Azul
Un bellísimo texto que nos invita a tener más amor y confianza en la Madre de Dios que
también es Madre nuestra: María.
Por Pbro Dr. Antonio Orozco Delclós
Hoy recabo la presencia de un amigo, pequeño, zascandil, chisgarabís y poeta. Esto último le
salva. También se orna con ribetes de filósofo, y a menudo me interroga sobre ciertas grandes
cuestiones que escrutan los sabios (no siempre con éxito). Pero se muestra seguro en asuntos
como el que ha de ocuparnos enseguida. Lo encontré en Belén, pero lo había visto ya en
Nazaret, cuando el Arcángel San Gabriel anunció a María.
Ahora dice hallarse en una época azul. Sucede, en su opinión, que el azul es el color mariano
por excelencia, y basta que se abra un claro entre las nubes para que exclame con
entusiasmo:
- ¡Mira, el manto azul de la Virgen!
A su juicio, el cielo visible, cuando está limpio, es el manto de la Madre de Dios. Así, siempre,
dondequiera que va, se encuentra guarecido, seguro, entero, firme, inexpugnable bajo los
pliegues del manto -inmenso o breve, según se mire-, pero siempre humano. Porque -como ha
leído en algún lugar-, para quien lo sabe amar el mundo pierde el disfraz de infinito «y se hace
pequeño como una canción, como un beso de lo eterno».
El ama tiernamente los cielos tersos, los lagos altos, limpios, tranquilos de la montaña y los
mares sosegados del mediodía. En ellos percibe con todos los sentidos la presencia de la
Inmaculada.
También gusta de contemplar, bajo el manto azul, cómo vienen las nubes de lejos, enormes
blancuras que se arrebolan, forman y deforman, se hacen y deshacen con belleza fascinante
ante su mirada absorta. Son pinceladas divinas, luces de maravilla con las que juega la Luz,
envidia de Velázquez, Goyas y Tizianos. Al fondo, siempre el azul, dando unidad y armonía al
cuadro entero; es lo permanente, lo eterno que presta al alma aquel sosiego sin el cual no vive.
Yo le pregunto:
-¿Y de noche, no lloras un poco?
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Entonces abre los brazos, solemne, y sentencia:
-Donde el sol se oculta, estalla el cielo. Si de noche lloras por el sol, no verás las estrellas.
Nunca se debe llorar o temer. La luz no ha desaparecido; se ha ido a los luceros, para
cantarnos la inmensidad del universo, en el que reina como Emperatriz la Madre de Dios. Yo
creo en las noches, concluye el pequeño, con Rilke.
Sigo indagando:
-¿Pero cuando cae la niebla y nada se ve, o las nubes densas no dejan resquicio al cielo alto?
-Entonces -explica-, el corazón se yergue, lo traspasa todo, hasta donde jamás deja de brillar el
sol y es diamantino el azul. También la ausencia consciente es un modo de presencia,
quemazón saludable, que enciende el deseo de ver y tener. Hay soledades sonoras, músicas
calladas, vacíos llenos de plenitud, como aquel «¡Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado!». Nunca el Padre Dios -y la Madre Virgen- estuvieron tan metidos en el Corazón
de Cristo. La ausencia viva es presencia aguda, dulce, aunque un poco dolorosa. Algo así
acontece cuando se trata a la Humanidad Santísima de Jesús: El pone en el alma un hambre
insaciable, un deseo "disparatado" de contemplar su Faz.
En esa ansia -que no es posible aplacar en la tierra-, hallarás muchas veces tu consuelo
En esa ansia -que no es posible aplacar en la tierra-, hallarás muchas veces tu consuelo (del
Via Crucis, del Beato Josemaría)
¿Qué será, además, contemplar el otro rostro bellísimo, el de la Virgen Santa, que aguarda
allá, tras el manto azul?
Sabiduría antigua
Cuando son negras las nubes y rugen con la luz lívida del relámpago, mi pequeño amigo
asevera:
-Ya está el diablo metiendo el rabo. Siempre anda como león rugiente, buscando presa que
devorar (esto lo ha leído en San Pedro).
Y yo inquiero por qué nuestra Madre buena, que podría enviar al infierno el Infierno entero,
permite que el demonio meta el rabo bajo su manto.
El pequeño teólogo se ajusta las gafas en el ceño y acto continuo extiende el brazo cuan largo
es, vibrando su dedo índice hacia mi cara:
-No debemos olvidar que es muy antigua la sabiduría de la Madre de Dios. Ella sabe bien que
si vemos bajo su manto, algunas veces, el rabo del gran cornúpeta -corniabierto y astifino-,
sabremos inferir que fuera está el diablo entero, y no saldremos de la zona de seguridad.
Aunque el demonio meta el rabo, ¡ahí no pasa nada!
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En su concepto, como en el de ilustres pensadores, el mundo entero es una gran parábola del
Reino de los Cielos. Las parábolas de Jesús no son tan sólo un modo pedagógico de elevar la
mente humana desde las cosas más asequibles a los más altos misterios, son también una
muestra de la más honda y veraz lectura del mundo. El mero físico, o químico, o biólogo, no
entiende casi nada. Sólo ve en el agua, H2O; y en la vida, DNA.
Pero la realidad es mucho más. El agua es río y mar, cascada, refrigerio para la boca
cuarteada, pulcritud para el manchado, motivo siempre de encendida acción de gracias. Las
cosas todas son señales indicadoras del Amor divino, transparencias del poder creador de
Dios, de quien proceden y a quien conducen. El materialismo, el positivismo -¡ay, esos
"ismos"...!- han puesto a las gentes anteojos de madera. Incluso inteligencias agudas que leen
y entienden voluminosos libros ininteligibles, ya no saben leer en las cosas más sencillas y
elocuentes. Les urge volver a la escuela, escuela primaria, a empezar de nuevo: la eme con la
a, ma.
Pero, cuidado, es preciso escoger bien.
La mejor escuela
La mejor es, sin duda, la escuela de Santa María, escogida por Dios mismo cuando quiso
hacerse Niño y aprender a ser Hombre. Ella es Sedes sapientiae, Asiento de una sabiduría
más antigua que el mundo. La Liturgia pone en labios de la Madre de Dios estas palabras de la
Escritura: Antes de los siglos, desde el principio me creó, y por los siglos subsistiré. No es,
éste, un principio de orden cronológico, sino de lógica divina, trascendente al tiempo. Antes del
comienzo de la creación, Dios tiene en su mente la criatura de insuperable belleza, compendio
de toda humana perfección.
Es la que puede decir: El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus
obras antiquísimas. En un tiempo remotísimo fui formada.
Por eso, hay un clásico que le canta:
Fuera de Dios no hay quien sea
tan antigua como vos.
Y le hace decir Quevedo:
Soy más antigua que el tiempo (...)
Infinitos siglos antes
que criara el firmamento,
ya él me había criado
en mitad de aquel silencio.
Pero oigamos la voz autorizada: "Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la
bóveda sobre la faz del abismo; cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes
abismales. Cuando ponía un límite al mar, y las aguas no traspasaban sus mandatos; cuando
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asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanto
cotidiano..."
Niña de los ojos de Dios
Parece que la creación entera contiene un cierto sello, un dulce y vigoroso toque mariano.
Cabe una lectura mariana del mundo. Tienen fundamento los versos de Lope:
Vos sois aquella Niña
con que el Señor del cielo y tierra mira.
También Calderón de la Barca llama a la Virgen niña, Niña de los ojos de Dios. Y nuestro
pequeño amigo remacha gozoso: ¡cabe una lectura mariana del mundo!
Yo quiero, Madre mía, que tú seas la Niña de mis ojos; ver las cosas todas a tu luz. Y así,
¡cuánto más hermoso se ve el Niño! Y José, qué espléndido, qué bien plantado, qué bien
trabaja, qué bien habla y qué bien calla; qué santazo es José: no hay otro como él.
¿Y el establo? ¡si no huele sino a clavel! ¡si es un palacio lleno de Ángeles, los Príncipes del
Cielo!
¿Y el sudor de la frente cuando se trabaja recio? Son perlas que se engarzan en la corona del
Rey de reyes. La fatiga ya no enoja, es medio y fuente de santificación. Incluso las mayores
contrariedades, incomprensiones, calumnias, persecuciones, son piedras preciosas que fulgen
y adornan la Cruz victoriosa de Nuestro Señor Jesucristo.
Y el infierno ya no son "los otros", como acontece en el angustiado mundo ateo de un Jean
Paul Sartre. El infierno es lo que vio Paul Claudel, tras su fulgurante conversión: "pocas horas
me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo". ¡Qué mal se
pasa si Él no está! Y si se pasa "bien" en apariencia, qué vacío, luego.
El encuentro con los demás es siempre un encuentro con Cristo. Cristo, que sufre en los
enfermos del cuerpo. Cristo, que sufre más en los enfermos del alma. Cristo, que triunfa en las
almas que están en gracia de Dios y caminan hacia la santidad.
Cristo, en la lectura mariana del Evangelio, aparece en toda su belleza, sencilla y magnífica,
humana y divina. Cada detalle de cada gesto, de cada palabra y de cada silencio de Jesús,
adquiere un relieve de intensidad conmovente. Se desvanecen los temores infundados: la
época azul resulta la más cristocéntrica que pueda pensarse. Nunca se está más cerca de
Jesús que cuando se está con su Madre: ¡El Señor es contigo!
Leer los grafismos del mundo, siendo María la Niña de nuestros ojos, es descubrir siempre
nuevas bellezas en lo creado y redimido por Cristo; abrirse a la posibilidad apasionante de
hacer de la prosa de cada día, endecasílabos, verso heroico (Esto lo aprendió el pequeño,
como tantas otras cosas, del Beato Josemaría Escrivá). Una mañana de octubre, de 1967, que
esplendía bajo el manto azul de Navarra, en el campus de la Universidad, con millares de
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personas embebidas, nuestro hombre escuchó con emoción contenida estas palabras
antológicas: Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más
intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os
he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer
endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el
cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís
santamente la vida ordinaria.
Y qué gozoso resulta andar, con la Niña de Nuestros Ojos, descubriendo ese algo divino que
en los detalles se encierra . ¡Los detalles! Ahí está sobre todo la Madre de Dios: en los detalles.
Cualquier momento es óptimo para comenzar o recomenzar a vivir en el encanto de una nueva,
definitiva e insuperable época azul. Ya no se ansía otra, porque ésta está siempre abierta a
nuevas y mayores maravillas.
PIROPOS A LA MADRE VIRGEN
Al pequeño filósofo, como a cualquier hijo de María Santísima, le encanta encontrar más
piropos -antiguos y nuevos- a la Madre de Dios. Por ejemplo, este de Gómez Manrique: Toda
eres toda bella.
No es poco lo que afirma Jerónimo del Río, que debió de ser un excelente jugador de ajedrez:
Dama con que el Rey mata al diablo, ¡al gran cornúpeta!
En el Cancionero general de Hernando del Castillo, se encuentra una letanía espléndida:
clara lumbre
luz del día
espejo de Dios
templo santo
perla
zafiro
vaso blanco cristalino
paraíso
huerto precioso
planta de fértil rosa
Rosa
flor de flores
rosa de rosas
madre preciosa
madre cristalina
la rosa entre las flores
lucero amado
Y en el Poema de la Bestia y el Ángel, se dice que éste es el dogma de María:
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...que tiene
finura de cristal,
hipérbole de amores y gracias de requiebro.
Todo es muy razonable si se tiene en cuenta que Ella es el Sol que da a luz al Sol hermoso
(Lope), Madre de fremosura (Alfonso X, Cantiga X), Madre del Amor hermoso.
Y como es a la vez Madre de Dios y Madre nuestra, bien dice Calderón cuando en El
cubo de la Almudena explica la universal experiencia de los buenos hijos de Dios:
Si trabajando vosotros
aclamáis a María bella,
cuidando nosotros della,
Ella cuida de nosotros
Y Hernando de Talavera, del XVI:
Llena de inmensidad
De aquel Dios inmensurable,
Dios de Dios;
Llena de sonoridad
Del Verbo eterno inefable.
Pero ahora nos sorprenden unos versos con una enseñanza inesperada, en el Tratado de la
Asunción, del sin par Juan del Encina:
Dame tu gracia graciosa,
gracia de gracia de Dios,
pues, anquél y tu soys
dos
en querer soys una
cosa,
¡o Madre de Dios y Esposa!
ven, Señora, ven a mí,
que no ay fuerça tan forçosa
que pueda ser poderosa
de escrivir de ti y sin ti.
Luego, es evidente que Ella está con nosotros, los que de Ella escribimos y, sin duda también,
con los que de Ella leemos.
En fin, para acabar de un plumazo, si no, no habría final, leamos lo dicho por Fray Pedro
Manrique del Beato Alonso de Orozco, que "lo más de la vida gastó en alabanzas suyas (de
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María Santísima): perdía el seso en la consideración de esta Señora, de lo que fué y de lo que
merecía" .
Oh, si esto pudiera decirse del pequeño poeta... Perder el seso, querer con locura a la Madre
de Dios. Esta es una expresión muy del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: amar a la
Virgen con locura: Te daré un consejo, que no me cansaré de repetir a las almas: que ames
con locura a la Madre de Dios, que es Madre nuestra.
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