La Nobleza española

Anuncio
LA NOBLEZA
De regreso a España y una vez derrotado el movimiento comunero,
Carlos I se dispuso a conocer la verdadera realidad de sus reinos
hispánicos. Todos, o la mayor parte de los indicadores económicos más
importantes mostraban, dentro de la permanente debilidad de aquella
economía, que existían indicios reales de crecimiento económico. Los
azotes clásicos de toda sociedad arcaica y preindustrial, el hambre y
la peste principalmente, parecían haber remitido sus rigores y los
peligros de la guerra interior ya no existían tras las escaramuzas
entre las armas comuneras y los ejércitos realistas.
Las tensiones sociales causadas por la aparición de la riqueza se
tornaban especialmente preocupantes porque, a su dinámica interior,
se superponía la composición estamental propia de una sociedad feudal
basada en el privilegio natural y diferenciador. El privilegio social
y político era natural, y el gobierno del mundo resultaba ser, por lo
tanto, jerárquico y diferenciado. En el orden de sus valores
dominantes el privilegio superaba jerárquicamente al valor social del
dinero. La pugna entre uno y otro constituye el telón de fondo de
aquella sociedad cruzada por conflictos sociales en una y otra
dirección.
La sociedad castellana de Carlos I, como la aragonesa también, estaba
basada, primero y principalmente, en la idea del privilegio
sacralizado. Era, por lo tanto, la Iglesia, representante de Dios en
la Tierra, la que sancionaba irreversiblemente la división social.
Sociedad de privilegiados y sociedad de excluidos. Tal era el
1
principio sustancial y básico de todo programa ideológico dominante.
La nobleza y la Iglesia constituían los dos primeros estamentos.
Ambos mantenían una precisa diferenciación jurídica respecto del
estamento común. Ante los nobles, la justicia ordinaria se llenaba de
excepciones y, en algunos casos, se eximía. La Iglesia, por su parte,
disfrutaba por derecho propio, como sociedad perfecta y organizada,
de su propia esfera de jurisdicción, la eclesiástica, yuxtapuesta
paralelamente a la jurisdicción civil ordinaria.
La exención fiscal constituía un aspecto determinante de la
diferenciación estamental. Podían existir quizá elementos y formas de
aproximación social, tales como el dinero o también el parentesco,
pero el noble, en cualquiera de sus niveles, se identificaba a sí
mismo en relación con el pechero. De tan radical separación entre los
que pagaban y los que tenían derecho a no pagar, se derivaba todo el
entramado sociocultural e ideológico.
No significaba ello, en absoluto, que, en los nobles castellanos de
la época, no existiera un sentido de corresponsabilidad social y un
deseo de cooperación con el resto de la sociedad para sobrellevar las
cargas del erario de la Corona. Pero esa contribución no tenía fuerza
de ley, no podía estar institucionalizada y sólo se justificaba por
las relaciones contractuales de fidelidad y vasallaje que tenían para
con el rey, su señor y protector.
Eran el espíritu guerrero y la profesión militar los valores propios
de la nobleza. Su preeminencia se originaba en la contribución
personal a la guerra cuando, como exigía el código feudal de
asistencia a la hueste y cabalgada, el rey se lo demandaba. De ahí,
2
de aquellas asistencias y de aquellas ayudas que los ascendientes de
los nobles protagonizaron, venían ahora los privilegios, la libertad
y la honra de éstos.
Fue durante el siglo XVI cuando, con mayor fuerza y más empuje, el
poder del dinero presionó sobre los baluartes del privilegio y la
honra para poder penetrar en ellos y así dignificarse.
La riqueza, pues, fue el agente principal de movilidad social. Ella
ciertamente inspiraba los empujes ascensionales, y era ella,
finalmente, la que causaba los desgarrones sociales que aquellas
tendencias provocaban. Fue la riqueza la que dividió a los nobles en
grandes, medianos y pequeños, cual si de una clasificación de clases
sociales se tratase, si no fuera porque tales diferencias se hallaban
atenuadas por mecanismos de solidaridades familiares, clánicas o
parentales.
En la cúspide de la nobleza figuraban los títulos más preclaros de
Castilla. Pocos en número a principios del reinado de Carlos, siempre
constituyeron el grupo más coherente y compacto de todo el estamento.
Próximos al rey por razón de antiguos privilegios militares derivados
de un pasado en que el monarca era asistido con las armas de la
nobleza, estaban liderados por los dos títulos más importantes del
grupo: el de almirante y el de condestable. Ambos, seguidos en la
escala de dignidades por duques, marqueses y condes, jerarquizados a
su vez por la distinción personal del rey en un minucioso código de
riguroso protocolo. Como elemento principal de estimulación social,
Carlos jerarquizó todavía más el círculo estrecho de estos titulados
y, entre ellos, dignificó con la etiqueta de «grandes» a veinte
3
familias que agrupaban entre sí más de veinticinco títulos.
Ello no obstante, el rey manifestó, desde el primer momento, su
decisión de no compartir el poder político con nadie sino consigo
mismo. Como habían hecho sus abuelos, los Reyes Católicos, Carlos
comprendió que la debilidad de la monarquía suponía la fortaleza
política de la gran nobleza. Por ello, la mantuvo alejada de todas
las decisiones de la corte, y sólo usó de sus servicios para tareas
de guerra y diplomacia, servicios que, por otra parte, suponían
cuantiosos esfuerzos a los nobles que los prestaban.
Nególes, pues, Carlos el acceso al sanctasanctorum del poder supremo
que sólo el rey encarnaba; pero, en cambio, les colmó de privilegios
y aun auspició mecanismos de ascensos sociales para satisfacer a
aquella nobleza de vasallos o de caballeros que deseaban el ansiado
nivel de los titulados. No fueron, ciertamente, muchos los títulos de
alta nobleza que, durante el reinado de Carlos, consiguieron acceder
a este privilegiado escalón de la jerarquía nobiliar.
Sin embargo, el mayor empuje no se producía en esos niveles tan altos
del orden nobiliar, sino en sus estratos medios y en los inferiores.
Muchos hidalgos pugnaban por ser caballeros, muchos caballeros
luchaban por colocarse, en función de sus títulos, en los órganos de
poder municipal, y muchos villanos, enriquecidos e ilustrados, con
presencia importante en los puestos de los concejos o en los
escalones de la burocracia, luchaban denodadamente por acceder a la
nobleza. Tantos deseos, vividos tan vehementemente, conformaban un
formidable proceso de movilidad social que el reino de Castilla no
había tenido anteriormente. Fueron unos años en los que se
4
reordenaron y reequilibraron los niveles de los caballeros, de los
hidalgos y de los grupos enriquecidos del estado llano.
EL PROYECTO IMPERIAL:
La llegada de Carlos de Gante a España para asumir la herencia de sus
abuelos maternos, los reyes de Castilla y Aragón, supuso un cambio
radical en la historia de los reinos hispánicos. Por primera vez, los
reinos peninsulares, a excepción de Portugal, iban a parar a una
dinastía centroeuropea, la de los Habsburgo. Apenas había sido
reconocido como soberano de Castilla y Aragón, el rey Carlos era
proclamado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Juntábanse así en el joven Carlos los estados patrimoniales que
heredaba de sus abuelos paternos (los Países Bajos, el ducado de
Luxemburgo, los restos del ducado de Borgoña con el Franco Condado
como enclave más representativo y los ducados alpinos de Austria y el
Tirol) y la herencia de sus abuelos maternos, los reyes de España: el
reino de Castilla y su proyección conquistadora en tierras de Indias,
el reino de Navarra recientemente anexionado y los reinos de la
confederación aragonesa (el reino de Aragón, el de Valencia, el de
Mallorca y el principado de Cataluña), a los que había que añadir sus
posesiones italianas, el reino de Sicilia, el de Nápoles y Cerdeña.
Sumábanse a este extraordinario conjunto las plazas del norte de
África conquistadas por el expansionismo militar de Cisneros: Orán,
Bugía, Mazalquivir, Trípoli... Y a toda esta suma de estados
patrimoniales, de los que Carlos era plenamente soberano, se añadían
ahora los territorios que formaban el Sacro Imperio. Sobre ellos, la
autoridad del emperador era más teórica que efectiva y representaba
5
un estadio superior en dignidad y preeminencia política, aunque, de
hecho, cada príncipe era soberano en sus propios territorios.
La parte más sustancial del Imperio europeo la formaba un conjunto de
entidades autónomas constituido por grandes señores laicos, algunos
obispos y un grupo de ciudades libres: los principados de Baviera,
Sajonia, Brandeburgo y Württemberg; los arzobispados de Maguncia,
Colonia y Tréveris, y las ciudades de Francfort, Lübeck o Nuremberg.
Príncipes, eclesiásticos y autoridades municipales gobernaban con
plena jurisdicción sobre sus territorios respectivos y se mostraban
extremadamente celosos de su propio poder.
Una sola fe era compartida por todos, y ese básico sustrato
espiritual constituía la razón principal para confiar en la unidad
temporal del Occidente cristiano, unidad entendida como el estadio
político superior. Así como nadie dudaba de la autoridad espiritual
que ejercía el papado sobre toda la cristiandad, también era posible
soñar con una autoridad secular superior. Tal autoridad y tal poder
universal solamente podían encarnarse en el emperador, cuya
preeminencia se hacía más concreta en tierras alemanas, las tierras
del Sacro Imperio Romano Germánico, institución de raíces medievales.
Carlos soñó muy pronto con revitalizar esta idea de imperio. Cuando
en 1520 fue coronado por primera vez en Aquisgrán, la ciudad de
Carlomagno, con la corona de los Romanos, Carlos expresó de inmediato
su programa. En adelante, todos sus esfuerzos irían encaminados a
buscar la paz entre los príncipes y a hacer la guerra al infiel, el
gran Imperio Otomano que, asentado en Constantinopla, la vieja
Bizancio, desde 1542 amenazaba con invadir toda la cristiandad. Al
6
servicio de tal programa pondría en adelante el César la fuerza y los
recursos de sus estados patrimoniales.
Era éste un programa pacifista y universal, propio de intelectuales
como Erasmo, que creían en una cristiandad nueva, reformada en sus
costumbres y potenciadora de un humanismo universal. Carlos creció en
ese ambiente, muy cerca de Erasmo; no podían extrañar, pues, sus
intenciones. Sin embargo, también era verdad que muchos de sus
súbditos los castellanos y aragoneses, entre otros no confiaban ni
creían en aquel programa.
Carlos no aspiraba tanto a ceñir una corona universal como a ser el
dirigente supremo de una monarquía universal de base cristiana. La
defensa de la fe frente a la herejía y al infiel constituían el
nervio principal del ejercicio de su política. El proyecto de Carlos
se orientaba hacia una cristiandad bajo un solo yugo, como lo había
expresado el italiano Mercurino Gattinara, un admirador de Dante, que
pensaba en el Imperio desde la óptica de su humanismo italiano.
Pero tampoco en este punto tuvo suerte el César. Los tiempos que le
tocó vivir señalaron muy pronto que la Universitas Christiana Medieval
, el único pastor para un solo rebaño, dejaba de ser una realidad. Y
ello ocurrió precisamente en los momentos iniciales de su mandato. El
mismo año, 1520, en que Carlos fue a ser coronado en Aquisgrán,
Lutero había iniciado la Reforma. Hacía poco tiempo que sus famosas
tesis habían sido colgadas en las puertas de la catedral de
Württemberg. Resurgía el imperio carolino en el preciso instante en
que se producía la gran fractura de la cristiandad. Carlos clamaba
por su unidad, Lutero por su división.
7
Roma, aterrada por las proposiciones luteranas, reaccionó con mayor
diligencia que el emperador, y mientras que el papa lanzaba
excomuniones contra el agustino, Carlos buscaba medios y arbitrios
para hallar un entendimiento. De hecho, todo podía ser solucionado si
se abordaba, como el emperador deseaba, con una reforma general de la
Iglesia. Por lo que concernía a asuntos doctrinales, Carlos confiaba
en un concilio universal donde unos y otros, juntos todos, llegasen a
acuerdos comunes.
Pero tardó mucho en convencer al papado de la necesidad del concilio,
porque el pontífice, buscaba más la reafirmación de su poder temporal
que las necesidades de la grey que pastoreaba. Y luego ya fue tarde,
porque las prédicas de los clérigos luteranos hacían especial
hincapié en las necesidades de las iglesias locales. Lutero
fragmentaba la unidad de la fe de manera paralela a como fragmentaba
el poder político y soberano. El sueño del César, una sola ley y una
sola espada, caía así deshecho ante las apetencias de los príncipes
alemanes, quienes, de inmediato, comprendieron la corriente
nacionalista que circulaba por el venero teológico del reformador.
Nunca pudieron soñar los príncipes alemanes que un predicador,
enfrentado a Roma y al propio emperador, pudiera rendir tamaños
beneficios a sus casas y a sus estados. No era, pues, posible la
unidad de la cristiandad. Entre el proyecto de Gattinara (Dios ...os
ha colocado en el camino de la monarquía universal hacia la
unificación de toda cristiandad) y los sueños de los reformadores
había una fuerte contradicción. La distancia era inmensa. Carlos lo
comprendió muy tarde, y la reforma acabó por derrotarle.
8
LAS LUCHAS X ITALIA.
Desde el primer momento del reinado de Carlos I la guerra en Europa
era inevitable. Dos potencias continentales surgían en el escenario
político. De un lado, la dinastía de los Valois, en Francia, que
dirigía en torno a sí un importante proceso de concentración política
y que manifestaba una vocación expansionista peligrosa orientada
hacia Italia, hacia Borgoña y hacia España (pretensión sobre
Navarra). Enfrente, la dinastía de los Habsburgo, la Casa de Austria,
favorecida por un complicado entresijo de intereses que los lazos de
diversas coronas europeas habían tejido conjuntamente. Valois y
Habsburgo limitaban uno con otro. Había muchos contenciosos
pendientes. Francisco I y Carlos V estaban, pues, abocados al
enfrentamiento. Rivales en la elección imperial, ambos habían
colocado la ambición de sus dos casas por encima de sus respectivas
opiniones e, incluso, por encima de sus propios estados. Ambos, pues,
se identificaban por oposición a su enemigo.
Italia fue el primer escenario del conflicto. Milán, feudo del
imperio, constituía también la primera apetencia de Francisco I. En
1515, el joven rey de Francia, cruzando los Alpes, cayó sobre Milán
venciendo a las tropas imperiales, formadas por destacamentos suizos,
en Marignano, y poniendo en peligro la independencia del papa que,
temeroso, tuvo que plegarse a las exigencias del francés respecto a
los derechos del rey de Francia sobre la Iglesia galicana.
Con Milán en manos de Francia, León X se acercó a Carlos y, juntos
ambos, comenzaron la reconquista del Milanesado. Hubo entonces un
largo período de enfrentamiento entre los dos líderes principales.
9
Carlos defendió Navarra de los ataques franceses y, a la vez, amenazó
con invadir Francia para recobrar los estados patrimoniales de su
propia casa: el ducado de Borgoña.
Todo parecía sonreír a Carlos, incluso la alianza con Inglaterra
estaba entonces consolidada. Carlos y Enrique VIII, sobrino y tío,
mantenían buenas relaciones. Ocurrió entonces que León X murió y
ascendió al sillón de San Pedro un papa no italiano, Adriano de
Utrecht, Adriano VI (1522−1523), el antiguo obispo de Tortosa, aquel
que había sido también gobernador real en Castilla durante la guerra
comunera, el maestro del propio emperador. Fue una elección
sorprendente y todos pensaron entonces que la presión de Carlos sobre
el cónclave había sido muy intensa. Carlos y Adriano, discípulo y
maestro, comulgaban en muchos principios, fundamentalmente en dos: la
reforma de la Iglesia, en cuyo interior ya crecía la escisión
luterana, y la cruzada contra los turcos que amenazaban en el
Mediterráneo y en los Balcanes.
Por lo demás, Milán volvió al seno del emperador, aun cuando
Francisco I continuara con los ejércitos levantados. La prueba
definitiva de aquella campaña fue la batalla de Pavía (1525), una
ciudad al norte de Italia que servía de llave para defender Milán.
Francisco cayó prisionero de las tropas imperiales y fue conducido a
Madrid. Mientras tanto, Adriano moría y era elevado al papado otro
Médicis que reinaría con el nombre de Clemente VII, muy celoso, como
toda la familia, de la fuerza que entonces tomaba Carlos, señor de
Milán y verdadero dueño de Italia.
Humillado Francisco I y preso en el Alcázar de Madrid, contra la
10
opinión de Gattinara, Carlos intentó una paz con Francia sobre el
principio explícito del rey francés de renunciar a Italia y a
Navarra. Si accedía Francisco, Milán se entregaba a la familia de los
Sforza, el clan de condottieri que, en anteriores ocasiones, había
gobernado ya el ducado. Esto conseguido, Carlos renunció a imponer
duras condiciones a su enemigo y desoyó las opiniones de sus
consejeros más intransigentes, partidarios de castigar duramente a
Francisco I convencidos de que, en caso contrario, éste no cumpliría
lo pactado.
Las paces entre Carlos y Francisco se firmaron muy pronto. Contra su
opinión, el emperador pudo comprobar de inmediato que los acuerdos de
Madrid, firmados en 1526, servían de muy poco. La grandeza del
emperador y sus proyectos universales despertaban el despecho de
muchos príncipes particulares. En este sentido, los señores italianos
principalmente y, otra vez más, el rey de Francia, eran quienes no
aceptaban la supremacía imperial.
Los Médicis de Florencia y de Roma comprendían que una fuerza
temporal extranjera imponiéndose sobre Italia sólo podía dificultar y
entorpecer cualquier solución autóctona. Clemente VII, el papa
Médicis, lo sabía y su propio consejero, el gran Guicciardini, lo
precisaba con mucha claridad. Una vecindad tan poderosa como la de
Carlos, dominando el sur de Italia (Sicilia, Cerdeña y Nápoles),
controlando Milán y patrocinando a la república de Génova, era
extremadamente peligrosa. En consecuencia, el poder del emperador, en
opinión de Guicciardini, no debía crecer más y, por ello, resultaba
necesario posibilitar fuerzas aliadas en su contra. Así se formó la
11
Liga de Cognac o Liga Clementina (el papado, Florencia y Francia),
cuyo objetivo era la expulsión de las tropas imperiales de Génova y
Milán.
En realidad, aquella alianza no era más que el acuerdo de dos
dinastías extraordinariamente poderosas: los Médicis, señores de
Florencia y papas de Roma, y los Valois de Francia. Dos grandes casas
renacentistas, cada una con intereses clánicos muy poderosos, y cuyo
ejercicio político podía variar desde la coalición hasta la ruptura.
De hecho, aquel acuerdo fue poco operativo. Los franceses, al mando
de Lautrec, invadieron otra vez el Milanesado mientras que los
soldados, mercenarios del emperador, aislados en Italia y sin dinero,
caían sobre Roma y la devastaban ferozmente. Fue el Saco de Roma, de
1527, que Carlos, aun cuando no pudo disculparlo, sí hizo saber a
través de la pluma de su secretario Alfonso de Valdés su disgusto al
papa, a quien responsabilizó de la guerra. Por lo demás, Lautrec, sin
resistencia, se presentó ante Nápoles, pero, falto de recursos y con
sus hombres desmoralizados, no pudo hacer frente al empuje de la
armada genovesa de Andrea Doria. Éste obligó al francés a levantar la
presión que ejercía sobre Nápoles.
Volvió otra vez Carlos a enseñorearse de Italia mientras que la Liga
Clementina se deshacía, virtualmente minada por la presión de los
imperiales y por la conjura nobiliar de Florencia, que arrojó a los
Médicis de la ciudad. Clemente VII pidió la paz y no tuvo más remedio
que reconocer la fuerza de Carlos. Francisco I, por su parte, aceptó
los acuerdos de Cambrai del 5 de julio de 1529. Aquellos acuerdos de
paz contemplaban las mismas condiciones que ya habían sido expuestas
12
en Madrid en 1526: el reconocimiento por parte de Francia de la
autoridad imperial sobre Italia.
LA JUVENTUD DE FELIPE 2
A diferencia de Carlos I, Felipe II mostró siempre una visión
política mucho más particularista. Veía el mundo desde ojos hispanos
y siguió la política del emperador pensando en clave española.
En las Instrucciones que Carlos redactó para su hijo en 1548, más que
insistir, como en las anteriores de 1543, en cuestiones de buen
gobierno, el tema preferente fueron los asuntos de política europea.
Carlos explicaba el problema del Imperio y conseguía interesar al
príncipe en los problemas de las disensiones familiares respecto del
reparto de su propia herencia. Heredero no sólo de un imperio
español, Felipe heredaría importantísimas posesiones europeas y
Carlos pensaba que debía conocerlas.
En 1548 salió de España, por Barcelona, hacia Italia. Viajó por
Génova, Mantua y Milán. Pasó desde allí a Innsbruck, en el Tirol, y
llegó hasta Alemania. Su itinerario terminó en Bruselas donde,
finalmente, se reunió con su padre. De aquel viaje se ha hablado
muchísimo y se ha presentado como el inicio del divorcio de Felipe
respecto a sus posesiones europeas. Ni los súbditos italianos, ni los
alemanes, ni tampoco los flamencos se sintieron identificados con
aquel joven serio y reservado. Lo que no era mas que timidez, se
interpretó como altiva y orgullosa actitud. Los calurosos y
simpáticos italianos lo vieron lejano y distante; los alemanes, ya
decididos a escindirse del Imperio, lo identificaron como un español
arrogante y fanático. En Flandes, Felipe se esforzó un poco más y
13
pudo, así, despertar mayores simpatías. Mas con todo, no pudo evitar
ser considerado como un príncipe extranjero. Aquí radicaba la
diferencia esencial con su padre.
Felipe residió en Flandes hasta la primavera de 1551, año en que
volvió otra vez a España. Unos meses antes, en Augsburgo, el
emperador y sus hermanos, María y Fernando, habían llegado al acuerdo
de sucesión imperial en el que Felipe no estaba descartado del todo.
Sin embargo, muy pronto dejó a éste de interesarle tal posibilidad.
De regreso a España comenzó ya a gobernar con mucha autonomía y casi
con plena decisión. En aquellos pocos años entre 1551 y 1554, antes
de marchar hacia Londres para matrimoniar con María Tudor, el joven
príncipe preparó el relevo de su padre como rey de Castilla y Aragón.
Durante la década de 1540 fueron desapareciendo los grandes
personajes de la corte, aquellos ministros de la generación anterior
en los que Carlos I había depositado toda su confianza y a los que
había otorgado mucho poder. Felipe, todavía adolescente, supo
rodearse de hombres de su propia generación, o por lo menos, de
hombres que había conocido durante los años de su primera regencia.
Uno de ellos, quizá el principal, fue Ruy Gómez de Silva. Su figura
ha sido vinculada a un grupo o facción política cuyo peso en la corte
alcanzó cotas muy altas, hasta incluso más allá de su muerte. Ruy
Gómez, portugués de nacimiento, vino a Castilla en 1526 en el cortejo
de la emperatriz Isabel cuando ésta casó con Carlos. Al nacimiento
del príncipe Felipe, el joven portugués pasó a ser su camarero mayor.
Doce años mayor que el joven Felipe, Ruy Gómez, de modales afables y
aduladores, fue su confidente principal durante su adolescencia y
14
primera juventud.
En 1551, al regresar Felipe de Flandes, Ruy se había convertido ya en
la persona más próxima al príncipe, y eran muchos los que buscaban
entonces su amistad y protección. Desde aquellos tiempos el camarero
mayor se convirtió en protagonista de la intriga palaciega y en el
hábil ejecutor de ambiciones y deseos de los que no pudo escapar la
gran nobleza castellana.
TRATADO DE CATEAU−CAMBRESIS
Felipe II era un joven de veintinueve años cuando ocupó el trono tras
la abdicación de su padre, el rey Carlos I. Pronto se le habían de
presentar los primeros problemas. En mayo de 1555 había sido elevado
al solio de San Pedro Giovanni Pietro Caraffa, el más riguroso de
todos los cardenales, un anciano de setenta y nueve años que llevaba
ardores de juventud en su interior. Había tomado el nombre de Pablo
IV. Como todos los Caraffa, pertenecía al partido francés y odiaba el
señorío de los españoles en Italia. Su sueño final era expulsarlos de
toda la península, y creía llegado el momento de llevarlo a cabo.
En consecuencia, apenas se hubo sentado en la silla de San Pedro,
provocó la alianza con Francia y condujo a Enrique II a la ruptura,
otra vez, de las hostiliades con los Habsburgo. Se formó de inmediato
un ejército papal destinado a conquistar Nápoles, la verdadera
obsesión del viejo pontífice, mientras confiaba en que los franceses,
dirigidos por el duque de Guisa, penetrasen en Italia por el norte y
ocupasen, como siempre lo habían intentado, el ducado de Milán. En
aquella guerra, como en un calco, se repetían los viejos modos de
antaño, cuando Carlos V y Francisco I pugnaban por Italia. Sin
15
embargo, esta vez sería ya definitivamente la última ocasión en que
Francia y España disputaban entre sí en tierras italianas.
Felipe II, desde Flandes, movía muy bien sus peones. Exhaustas las
arcas reales de Castilla, y endeudada su Hacienda, el joven monarca
decretó una suspensión de pagos y renunció a devolver sus deudas a
los banqueros de Alemania y a algunos prestamistas de Castilla,
mientras ordenaba que los ingresos de aquel año de 1557, y la
totalidad de la plata que llegaba de Indias, incluida la de los
particulares, revirtiera en la Hacienda Real. Para calmar las
protestas que suscitaron tan drásticas medidas, el monarca ofreció
ciertas recompensas a los banqueros afectados, otorgándoles deuda
pública consolidada, los juros, que quedaba respaldada por los
propios ingresos reales. Sea como fuere, la bancarrota de 1557,
aparte de sus efectos negativos sobre la economía, permitió al
monarca obtener el dinero líquido suficiente para organizar un
ejército en Flandes y preparar la defensa en Italia.
Fue el duque de Alba quien dirigió la guerra contra Pablo IV y quien
mantuvo alejado de Nápoles al duque de Guisa. Mientras tanto, en la
frontera franco−belga, los franceses eran derrotados en San Quintín
(1557), plaza estratégicamente situada en el camino hacia París.
Cundió el temor a una invasión española de la capital francesa y, por
primera vez, se habló del peligro español en la corte de Francia.
Pero Felipe quería la paz para iniciar su reinado con nuevas
perspectivas. Aquellas escaramuzas eran el resultado final de la
política que había llevado anteriormente su padre. Por ello, Felipe
se mostró excesivamente beligerante con Francia. Ello no obstante,
16
Enrique II volvió a contraatacar ocupando Calais, pero pronto volvió
a sufrir otro descalabro en Gravelinas (1558). Tras esta derrota,
Enrique II, con un tesoro real exhausto y endeudado, buscó deseoso la
paz. Para conseguirla totalmente sólo faltaba que Pablo IV moderara
su fobia antihispánica. Allí, en Italia, el duque de Alba había
llegado con sus tropas hasta el corazón de Roma, y sus cañones
apuntaban amenazadores a la residencia papal de Sant'Angelo. Otra
vez, como en 1527, los romanos temieron que las tropas imperiales
saquearan la ciudad, pero no fue así. Alba se mantuvo duro e
inflexible esperando que Pablo IV, aislado de Francia y enfrentado al
descontento popular, se aviniera a razones. Por fin, y contra su
propio orgullo, el pontífice firmó la paz. Felipe contestó con
generosidad y determinó que todas las conquistas españolas en las
tierras de los Estados Pontificios le fueran devueltas al papa. Pero
Milán y Nápoles permanecieron en poder de los españoles y los Médicis
de Florencia serían, en adelante, aliados naturales del rey de
España. Con una Venecia neutral, el papa resultó ser, muy a su pesar,
el gran derrotado.
Por fin, en 1558, se ponía fin a las guerras franco−españolas. Ese
mismo año moría Carlos en Yuste y Felipe enviudaba por segunda vez
tras la muerte de María Tudor. Aquella muerte significaba que la
alianza tradicional de los Austria con Inglaterra quedaba
provisionalmente en suspenso. Se preveía que, siguiendo criterios
opuestos, la nueva heredera del trono, la reina Isabel (1558−1603),
retornaría otra vez a la causa protestante. Tal posibilidad hacía que
las cosas fueran más difíciles para Felipe II, quien necesitaba la
17
alianza inglesa para poder salvaguardar la integridad de los Países
Bajos. El rey sondeó las posibilidades de una nueva alianza casándose
con Isabel. No obtuvo más que evasivas de Inglaterra, y sin embargo
la paz era necesaria. Todos lo deseaban: Enrique de Francia, Isabel
de Inglaterra y Felipe, el joven monarca del imperio hispano. Tales
deseos se confirmaron en la paz de Cateau−Cambrésis firmada por los
tres soberanos el 3 de abril de 1559.
El tratado de Cateau−Cambrésis se sitúa en el umbral de dos etapas
diferenciadas. Por un lado, allí se enterraba el equilibrio inestable
de las principales fuerzas anteriores, con la rivalidad entre Carlos
V y Francisco I; por otro, se iniciaba un nuevo orden bajo la
hegemonía de la Monarquía Católica. La Corona de Felipe II imponía,
sin discusión, su supremacía en el sur de Europa, pero no así en el
centro y en el oeste del continente, donde la debilidad de los
intereses hispanos quedaban manifiestamente al descubierto.
Felipe II creyó, desde la hegemonía que le otorgaba el acuerdo de
Cateau−Cambrésis, que podía imponer su ley en Europa; ése fue su
error. Los Países Bajos pronto demostraron dónde se encontraba esta
debilidad. Por eso extraña un tanto la consideración, sentida por los
propios negociadores, de que aquel acuerdo era un triunfo sin
paliativos para la causa de la monarquía hispana.
Pero si no había razones para sentirse entusiasmado, sí las había
para sentirse moderadamente satisfecho. Fundamentalmente, la paz de
Cateau−Cambrésis imponía el dominio español sobre Italia, dominio
indiscutible desde entonces. Francia renunciaba definitivamente a
ella y el tratado le imponía un conjunto de barreras físicas que en
18
un futuro le impedirían el acceso al mundo italiano. Saboya y el
Piamonte eran dos de esas barreras, mucho más cuanto que,
políticamente, quedaban inclinadas por lazos de familia hacia España.
La Córcega francesa pasaba también al lado español, y Milán y Nápoles
eran indiscutibles piezas de la monarquía de Felipe II. La alianza
con Cosme de Médicis de Florencia y los acuerdos con la república de
Génova, constituían otros dos aspectos positivos que otorgaban a
Italia un color netamente hispano. La paz española se imponía sobre
toda la Península, con dos excepciones: los Estados Pontificios,
resignados a aceptar lo inevitable, y la república de Venecia, muy de
espaldas a la política europea. La solución italiana fue, pues, el
gran éxito español de las paces de Cateau−Cambrésis.
REBELIÓN DDE LAS AALPUJARRAS
Fue entonces, a comienzos de 1560, cuando la Inquisición se hizo
presente en los señoríos de vasallos moriscos. Una junta celebrada en
Madrid en 1564 decidió que los inquisidores podían proceder contra
ellos cuando se tuviera noticias de que hacían ceremonias de moros,
cuando impidiesen el proceso de asimilación y cuando se tratase de
alfaquíes que procuraban mantener vivos, entre la población, los
caracteres principales de su cultura. Comenzaron así a llenarse las
cárceles secretas de los tribunales de Valencia, Murcia, Zaragoza y
Granada. En un primer momento la acción de los inquisidores fue
rigurosa y selectiva y las principales cabezas de las aljamas
sufrieron, preferentemente, los rigores del Tribunal de la Fe.
Comenzaron a verse muchas hogueras por doquier.
Creció, en consecuencia, la tensión en todas las comunidades
19
moriscas, y aunque la Inquisición y las justicias del rey procuraron
controlar sus armas, éstos procedían a armarse clandestinamente. En
Granada, la situación se agravó por momentos. Entre 1559 y 1568, se
inició una operación organizada desde la Chancillería, que pretendía
revisar los títulos de propiedad y la extensión de las tierras que
los moriscos poseían en Granada. Si éstos no podían demostrar tales
títulos, se les imponía una multa que, caso de no pagarse, podía
ocasionar la pérdida de la propiedad. Fueron los beneficiados los
letrados de la Real Chancillería, algunos eclesiásticos y diversos
conventos de la ciudad..
Pasamos cada día peor y más maltratados en todo y por todas vías y
modos, ansí por las justicias seglares y sus oficiales como por las
eclesiásticas. Así escribía, lleno de desesperanza, Francisco Núñez.
Entonces los moriscos granadinos sufrieron con rigor el azote del
Santo Oficio. Muchos de sus líderes naturales fueron desterrados, a
otros se les confiscaron sus bienes y los más significativos
terminaron siendo conducidos a la hoguera.
En 1565 la Iglesia de Granada se reunió en asamblea con el fin de
buscar remedios para impulsar la asimilación del morisco a la cultura
cristiana.
La rebelión estalló sangrienta en la víspera de Navidad de 1568.
Comenzó en la zona montañosa de las Alpujarras y fue descendiendo
hacia el llano. Los sublevados eran de ordinario moriscos libres y
los líderes de la sublevación pertenecían a familias acomodadas y de
gran predicamento social entre la población.
La guerra puso en armas a más de 30.000 moriscos. Frente a ellos,
20
Felipe II tuvo que oponer un ejército bien organizado. En un primer
momento la guerra, desde el bando católico, fue dirigida por dos
nobles principales: el marqués de Mondéjar y el de los Vélez. En
diciembre de 1569, un año después de la rebelión, Juan de Austria,
tomó la dirección de la guerra dirigiendo personalmente un ejército
de unos 50.000 hombres. La guerra entonces fue cruel y el
conocimiento perfecto que los moriscos tenían de aquel terreno
accidentado, compensaba su menor número. Finalmente, el reino quedó
arruinado.
La rebelión de los moriscos granadinos animó también a sus hermanos
de los reinos de Valencia y Aragón. Temiendo una rebelión general
Felipe lo manifestó varias veces a sus embajadores de Europa y
especialmente al de Roma. La idea de que era posible un desembarco
turco corría entonces de boca en boca. Todos los moriscos de Aragón y
Valencia parecían comprender que aquella ocasión era única para
obtener su independencia.
Proliferaron entonces los rumores. Se decía, por ejemplo, que algunos
emisarios habían pasado a Francia y, en Pau, estaban tratando con los
luteranos de Bearne para venir contra Navarra y que llegando a
Pamplona se alzarían.
Entre tanto, cundía el pánico en Aragón. Las justicias civiles y los
inquisidores de Zaragoza tenían informaciones de que la población
morisca se estaba preparando para la guerra. Los comisarios de la
Inquisición, en tierras moriscas, informaban de la existencia de
talleres secretos donde se fabricaban armas. Por su parte, las
justicias del virrey habían detectado también un tráfico clandestino
21
de pólvora, plomo y estaño entre Aragón, Valencia y Granada. Todo el
mundo sabía que existía verdaderos arsenales de arcabuces y
pedreñales dispersos y escondidos en casas moriscas.
La tensión crecía peligrosamente en las aljamas; los alfaquíes
pregonaban las bondades del islam y encarecían a la población para
que se preparase para afrontar la guerra santa. Un aire de venganza
se extendió entonces por las tierras moriscas. Había planes concretos
para llevar a cabo el levantamiento. En Torrellas, un pueblo de
Aragón de mayoría morisca, se decía, entre otras cosas, que los
moriscos de aquel pueblo ya no iban a misa ni querían cumplir mandato
alguno y que solían juntarse en la Puente de Clares y cantaban:
cristianillos de Granada
que subís a la Alpujarra,
subís enhorabuena
y bajaréis en hora mala.
Pero a pesar de todo la temida revuelta no se produjo. Parece que el
sultán de Constantinopla conocía la rebelión y que, incluso, prometió
ayuda pero la postergó para después de la conquista de Chipre, en la
que entonces estaba más interesado. Los contactos con Argel, por
parte de los moriscos granadinos y aragoneses, fueron permanentes, y
el suministro de armas estuvo casi siempre garantizado a través de
corsarios y piratas, pero... la decidida intervención que tanto
deseaban los moriscos hispanos no se produjo.
Hubo mucha precaución por parte de Constantinopla, y también hubo
mucho recelo en el rey de Argel, Euldj Alí, que parecía más
interesado en conquistar Túnez. Por su parte, las autoridades
22
católicas vigilaron estrechamente a los moriscos de Aragón y Valencia
y, en su mayoría, los líderes proclives al levantamiento o a la
intervención turca en Granada fueron descubiertos y procesados. La
Inquisición y los virreyes abortaron entonces el peligro. Fuera por
imposibilidad o por desidia, la verdad es que no funcionó plenamente
la solidaridad islámica.
La guerra de Granada, finalmente, terminó cuando Juan de Austria, en
febrero de 1570, acabó con Galera, el último reducto que aún resistía
tenazmente. La ocupación del territorio por parte de las tropas
cristianas se hizo plenamente y, en noviembre de aquel los moriscos
granadinos serían expulsados de Granada y redistribuidos por tierras
del interior de Castilla y de Andalucía. La mortandad morisca fue
espantosa en el largo peregrinar por tierras del interior. La mayoría
de ellos se intentaron reagrupar, otros optaron por empezar nuevas
actividades más libres: el comercio o el transporte con mulas, etc.;
otros huyeron a tierras de la Corona de Aragón, donde encontraron el
calor de sus hermanos y, finalmente, no faltaron quienes,
desesperados, entraron en el mundo de la marginalidad y en la
delincuencia. Llegó a ser un tópico en la España de los años
posteriores la identificación del bandido, salteador de caminos, con
el morisco granadino. Desde entonces, las posiciones católicas se
hicieron más duras y la mayoría consideró, finalmente, que aquella
minoría nunca podría ser asimilada. Había llegado la hora de las
soluciones radicales.
BATALLA DE LEPANTO
No puede ser una casualidad que el mismo año en que se inició la
23
deportación de los moriscos granadinos, fuera también el momento
elegido por Felipe II para firmar la Santa Liga contra el turco, a
instancias de Pío V. Sin duda, el rey Católico conocía muy bien el
interés de Selim II (1566−1574) y de Argel por la guerra de las
Alpujarras. Sin embargo, para Felipe II el conflicto contra el turco
tenía otras dimensiones además de las propiamente interiores. Desde
hacía más de treinta años, bajo el mandato de Solimán, la Sublime
Puerta tenía una precisa política imperial en el Mediterráneo
occidental. El objetivo de esa política fue siempre el control de
Italia. Los turcos y españoles deseaban asegurarse Sicilia y
controlar los estrechos situados entre la isla y la costa de África.
La muerte de Solimán en 1566, y la llegada al trono de Selim no
supuso ninguna alteración de la política turca en el Mediterráneo.
La escuadra turca también tenía obstáculos que salvar en la zona. En
1565, la Gran Puerta quiso demostrar su enorme fuerza naval atacando
la isla de Malta defendida entonces únicamente por los caballeros de
la orden. El valor estratégico de la isla era extraordinario.
Por ello el asedio turco de Malta fue seguido con mucho interés por
todas las monarquías de la cristiandad europea. El heroísmo de La
Valette, fue cantado ampliamente y el auxilio del virrey español de
Sicilia llegó con el tiempo suficiente para que la tropa turca
levantara el asedio y se retirara hacia Oriente. La liberación de
Malta fue saludada con entusiasmo por todos, porque era la primera
victoria importante de las armas cristianas desde hacía muchos años.
Sin embargo, lo verdaderamente significativo era poder comprobar a
ciencia cierta que la Armada turca, pese a su poder, era vulnerable
24
si a ella se oponía una cierta Armada naval importante y organizada.
Comenzaron las conversaciones para conseguir esa fuerza, pero en este
punto el verdadero interrogante lo constituía Venecia, siempre
dispuesta a encontrar fórmulas particulares de compromiso que
salvaguardasen sus propios intereses.
Con la llegada de Selim, la expectativa creció en toda la cuenca
árabe del Mediterráneo. El nuevo sultán propagó la idea de una
cruzada panislámica, respecto de los infieles cristianos. En
realidad, turcos y españoles se habían constituido en dos imperios a
uno y a otro extremo del Mediterráneo. Tales formaciones imperiales
destilaban una ideología progresivamente exclusivista que causaba
problemas internos respecto de minorías no muy bien asimiladas: los
moriscos para Felipe II, y serbios, croatas y persas para el sultán
de Constantinopla. Por todo ello el nuevo sultán declaró, de
inmediato, la solidaridad islámica por todo el Mediterráneo. Sus ecos
resonaron por el norte de África, desde Egipto hasta Marruecos, y
llegaron también hasta las Alpujarras granadinas en España, donde los
moriscos estaban levantados contra su rey.
La guerra santa había estallado de forma definitiva. Dragut, el rey
de Argel, ocupó Túnez y atacó a los defensores españoles de La
Goleta, que estuvo a punto de rendirse. Selim ayudó a los argelinos
en ambas expediciones mientras preparaba su ofensiva contra los
puntos estratégicos, costas e islas, que aseguraban el comercio
oriental con Occidente. El principal de todos estos enclaves era
Chipre. Su caída resultó determinante para que se decidiese pasar a
la acción bélica, buscando aliados entre las potencias cristianas.
25
Aquel año de 1570 todo parecía coincidir para que las naves católicas
decidieran enfrentarse definitivamente al poder otomano. Éste
controlaba todo el Mediterráneo oriental y se extendía por el norte
de África hasta amenazar con un desembarco en ayuda de los moriscos
hispanos. Fue Pío V, el nuevo papa, quien se convirtió en el
verdadero motor de la coalición. Austero y enjuto, el nuevo papa
constituía la imagen viva del nuevo rigor ascético que la
Contrarreforma imponía. La lucha contra la herejía había ocupado la
mayor parte de su vida, sobre todo cuando fue nombrado inquisidor
general del Santo Oficio romano. Amigo de Francisco de Borja, el
general de los jesuitas, todo en el nuevo pontífice contribuía a
descubrir en él militantes deseos de ortodoxia. Era Pío V un hombre
bueno, de vida ejemplar y gran celo religioso. La Iglesia no ha
tenido mejor cabeza en trescientos años, decía el embajador de España
en carta a Felipe II. Ambos, rey y papa, conectaban, pues, con los
mismos ideales.
Comenzaron de inmediato las negociaciones. Venecia quería formar con
rapidez una liga ofensiva que le permitiera recuperar Chipre, clave
para sus intereses económicos con Oriente. Felipe II deseaba una liga
defensiva a más largo plazo que tuviese como objetivo impedir que la
escuadra turca penetrase por Sicilia en el Mediterráneo occidental;
sólo así tendrían éxito sus proyectados golpes contra Argel y Túnez.
Pío V trabajó para acercar las posiciones de uno y otro y aún
prometió la ayuda económica de la Iglesia para la formación de la
gran flota. En marzo de 1571 se llegó al acuerdo. La Santa Liga
estaría constituida por Venecia, el papa y la Monarquía Católica. Los
26
tres habían formado una coalición para luchar contra el sultán y sus
aliados, los corsarios, del norte de África.
La aportación de España fue sin duda la más importante. Prácticamente
la mitad de la flota estaba costeada a expensas de los reinos
hispánicos, mientras que Venecia contribuía con una cantidad superior
a la del papa. Se nombró a Juan de Austria como comandante supremo de
una alianza que, de inmediato, fue presentada como salvadora de la
cristiandad.
El encuentro entre turcos y cristianos tuvo lugar el 7 de octubre de
1571 en el golfo de Lepanto. Lepanto fue un triunfo importante para
Felipe II; también para Venecia y el papado. Dos tercios de la flota
imperial turca se hundieron en las aguas profundas del mar.
Sin embargo, allí, en Lepanto, no desapareció para siempre el poder
de la Media Luna; ni tampoco el éxito de las armas cristianas fue tan
rotundo como parecía. Selim prometió recuperar la fuerza de sus naves
y ya en 1573 se mostraba fuerte y poderoso mientras los aliados
deshacían la coalición. Venecia firmaba por separado la paz con
Turquía, con el consiguiente enfado del rey español, que se vio
obligado a recordar a Su Serenísima que entre los objetivos de la
Santa Liga también estaban las plazas fuertes de los corsarios de
Argel, Túnez y Trípoli, objetivos principales para los intereses
españoles.
Efectivamente, en 1573 Juan de Austria se apoderó de Túnez, pero un
año después, una escuadra turca, volvió a conquistar la plaza.
Aquella empresa fue ensalzada por la propaganda del sultán, haciendo
de ella la demostración palpable del triunfo definitivo de la Gran
27
Puerta. Con esta victoria los turcos manifestaban que el Mediterráneo
occidental era todavía un mar turco. Aquel mismo año, otra vez Selim
desafió a todas las naves hispanas, arrasando los presidios españoles
que vigilaban los estrechos de Sicilia; nadie pudo oponerse. El
sultán había vuelto a recuperar el prestigio perdido en Lepanto y
demostraba que no había otro señor, sino él, en todo el Mediterráneo.
28
Descargar