Creencias y sentidos1 En la fe está el todo. El ser humano nace y comienza a afrontar la vida guiándose de sus sentidos, y se podría decir que nos dejamos llevar por lo que ellos nos aportan. ¿En qué consiste esta aportación? ¿Creencias aprendidas o heredadas en el seno materno y luego matizadas y fijadas por nuestra vida familiar y extra familiar, con lo cual se condiciona nuestra manera de desafiar la existencia? Entonces podríamos decir que nuestras creencias pueden ser moldeadas por todo aquello que percibimos de nuestros progenitores y allegados, así como del entorno en el que se desarrolle nuestra existencia, eso hará que se forme un carácter propio e intransferible para cada ser humano, ya que cada uno de nosotros tiene su propia manera de adaptar lo recibido o apercibido y seguramente mejorarlo para su utilización actualizada, posiblemente para no acabar siendo una población de robots manipulando las informaciones del mismo modo. Ahora bien, ¿cómo reaccionamos ante algo a lo que ni siquiera nuestros sentidos encuentran explicación? Tenemos dos opciones: Ignorar lo que ocurre o intentar hallar una solución. Lo más normal es que nuestra razón tropiece con una, pero tal no tiene por qué ser auténtica, es más, diremos que es exclusivamente una aclaración propia ante aquello que desconocemos, una creencia. ¿Por qué nos vemos obligados a intentar conseguir una justificación? Para no estar atemorizados, el hecho de no conocer la causa que nos aflige nos impulsa de manera innata a encontrar una verdad, aunque sólo sea ficticia, una especie de escudo contra lo que ignoramos aunque fuera insignificante. El lector rumiará: ¿Cuál es el problema? Pues que uno llega a pensar y a tomar por verdadero aquello que ha fingido. Al alcanzar esta fase, la conciencia ya no caerá más al vacío y dispondrá de una respuesta maquinal (la tan discutida fe) cuando se repita la situación. ¿Consecuencia? Vivir en un mundo apócrifo, donde las creencias se convierten en algo real. No quiero decir con esto que seamos nosotros solitos los artífices. Como buenos seres humanos que somos todos, ante la duda, tenemos la capacidad de comunicarnos unos con otros. He aquí la traba. Tómenme a mí como ejemplo: Desde la más tierna infancia hasta estos días, he estado inagotablemente haciéndome preguntas sobre el mundo. Mis padres me han criado de una forma y han querido que mi educación fuera la mejor y para ello han pasado buena parte de su tiempo intentando meter un poco de sentido común en mi cabeza a base de mucho hablar y hablar. ¿Eso quiere decir que ellos me han influido a la hora de adoptar mi pensamiento, que me han transferido sus creencias? En cierta medida sí, pero he tenido la posibilidad de elegir las más provechosas y descartar las menos atrayentes. De todo ese cóctel de ideas, tanto las de nuestros allegados como las que vamos descubriendo por nuestros propios medios o con la ayuda de otros, nacen nuestras inclinaciones, nuestras propias creencias. Por lo tanto, el proceso de formación de éstas no surge de improviso, las vamos meditando a medida que evolucionamos. Nunca se deja de creer. Siempre hay algo que nos motiva a amparar una idea u otra, somos creencia y es la fe en ella la que nos mantiene activos. No es cuestión de dejar de creer o no, porque nacemos con instinto de supervivencia, con ánimo de tomar el rumbo adecuado hacia el triunfo, nuestro propio 1 Aviso al lector, antes de que comience la lectura, de que no me he basado rigurosamente en la visión de Ortega, sino que, más bien, he tomado de ella lo que he considerado aprovechable para crear mi propia concepción y compartirla con el lector, que espero que la encuentre jugosa. orgullo nos conduce inconscientemente a no parar de creer, en este caso, en nosotros mismos. ¿Cabe la posibilidad de corregir aquello que nos induce a fallar? Sí, y de hecho sólo mejoramos cuando nos damos cuenta de nuestro error o falsa creencia. A medida que nos familiarizamos con el manejo de las ideas, nuestra mente es cada vez más rápida a la hora de descubrir la sensatez de las cosas. Es a lo que llamamos experiencia, el terreno ganado de la persona que investiga el sentido de la vida. Este bien preciado estimula en nosotros una sensación de certeza a la hora de efectuar cualquier labor, nos proporciona seguridad y disminuye las posibilidades de duda. Pero aun disponiendo de ella, somos proclives a extraviarnos. ¿Cómo no despistarnos? Eso ya corre a cuenta de la propia personalidad y capacidad de reacción de cada persona. Cada una es diferente y actuará en función de los conocimientos adquiridos y la manera de almacenarlos. La creencia es un concepto relativo, va en función del papel que se esté dispuesto a representar en la sociedad y, sobretodo, de la fecha y lugar en que nos encontremos, y cambian, de igual modo y ritmo que transcurre el tiempo. Somos creencia. ¿Cómo es posible? Cuando decimos, por ejemplo, que “la vida es dura”, hay involuntariamente una idea negativa que tal vez nos induzca a tener una vida dura. Nuestras creencias pueden ser decisivas en cómo vamos a llevar nuestra vida el día de mañana. Son una especie de mecanismo defensa contra la misma, cada cual va creando su mundo a su imagen y semejanza. Recalco el “su” porque es importante que quede bien claro que cada persona es diferente y puede ver las cosas de otra manera. Así, las ideas serían las cosas que temíamos que iban a ocurrir (un accidente, un fallo, etc.) y las creencias, el método personal de solventarlas (No hago más esto porque me sale mal, etc.); de ahí la expresión: “Cada persona es un mundo”. De igual manera, si damos por hecho que algo nos va a salir bien, hay algo inconsciente que nos incitará a hacer las cosas positivamente. Podemos hacer de una creencia absurda algo evidente, nosotros mismos las vamos formando, exceptuando las de la etapa de la niñez 0-8 años. Aquí las creencias que hayamos consagrado nos influirán de por vida: ese primer contacto, el descubrimiento, modela la personalidad. Ésta depende en igual proporción de nuestras creencias (voy a actuar así porque opinan que soy más bueno o no me voy a poner esta ropa porque los colores no combinan, etc.), a partir de ellas va componiéndose nuestra forma de ser. Podríamos dar de lado a las creencias y dejar de “creer”. Pero eso sólo es posible con aquéllas que no nos hayan afectado emocionalmente. Pero cuando ha habido sufrimiento personal, las creencias se mantendrán rígidas y serán difícilmente modificables, y cada vez que se nos avecine algo semejante nuestra mente hará que evitemos continuar hacia delante, a menos que, dañados por algún problema de orden mental, seamos tendentes a conductas repetitivas o incluso negativas y perniciosas, engañados por unas creencias distorsionadas por nuestro cerebro enfermo. En la fe está el todo, en la fe de las creencias, nos dejamos llevar e influir por ellas. ¿Si no creyéramos en nada tendría sentido la vida? No habría impedimentos emocionales a la hora de hacer cosas y todo sería muy espontáneo, y en consecuencia, más problemático. En cierta manera, las creencias nos ayudan a no errar, mientras se sepan llevar y no se haga de ellas algo sagrado que intentemos imponer a los demás, podrán defendernos y ayudarnos en nuestra busca de la felicidad en un mundo tan competitivo que consideramos que el mejor es el ganador. Un mundo en el que parece válido cualquier método que nos sirva para conseguir nuestro propósito. Concluyo: todos somos verdaderos arquitectos de nuestro propio destino y lo que hacemos con nuestra vida es responsabilidad nuestra y de nadie más. Las circunstancias pueden condicionarla, pero nunca determinarla. Es cada persona quien decide con su forma de ser (ideas, creencias, experiencia, etc.) la buena o mala vida que quiere vivir. Javier de Vicente