COSMOPOLITISMO Y PERTENENCIA Carlos Thiebaut 1

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COSMOPOLITISMO Y PERTENENCIA
Carlos Thiebaut
je sçay bien ce que je fuis, mais non pas ce que je cerche
Montaigne, Essais, III, ix, 972 (b)
J’ay veu ailleurs des maisons ruynées, et des statues, et du ciel, et de la terre: ce
son tousjours des hommes. Tout cela est vray; et si pourtant ne sçauroy revoir si
souvent le tombeau de cette ville, si grande et si puissante, que je ne l’admire et
revere. Le soing des mortes nous est en recommandation. Or j’ay esté nourry dés
mon enfance avec ceux icy; j’ay eu connoissance des affaires de Romme, long
temps avant que je l’aye eue de ceux de ma maison: je sçavois le Capitole et son
plant avant que je sceusse le Louvre, et le Tibre avant la Seine. J’ay eu plus en
teste les conditions et fortunes de Lucullus, Metellus et Scipion, que je n’ay
d’aucuns hommes des nostres. Ils sont trespassez. Si est bien mon pere, aussi
entierement qu’eux, et s’est esloigné de moy et de la vie autant en dixhuit ans que
ceux-la on faict en seize cents; duquel pourtant je ne laisse pas d’embrasser et
practiquer la memoire, l’amitié et societé, d’une parfaicte union et tres-vive.
Montaigne, Essais, III, ix, 996 (b)
1. COSMOPOLITISMO: ¿PERTENECER A TODA LA TIERRA
O A NINGUNA TIERRA?
Corren tiempos de sospecha frente al cosmopolitismo, tiempos hegelianos o
románticos de crítica al universalismo kantiano que se entiende vacío porque, parece sentirse y decirse, quien se instala y contempla el mundo desde lo universal,
desde toda la tierra, no tiene punto de amarre ni pertenece a tierra alguna. La no
pertenencia del cosmopolita a tierra alguna le hace navegante desarraigado y proclive a toda forma de naufragio. Carece de la solidez de la pertenencia moral y cultural
y parece, por lo tanto, habitar el solo continente de la estética y de los buenos propósitos. El cosmopolita —parece sospecharse desde diversas formas de la realpolitik
teórica— encuentra su metáfora en la imposibilidad de los sueños burgueses del
siglo diecinueve que naufragaron, como el Titanic, en algún momento de la segunda
década del siglo XX. Tal condición desposeída del ciudadano cosmopolita, del
Weltbürger, parece continuarse argumentando, le incapacita para la acción, le hace
desconocer la vida enraizada en una determinada topología moral y hace abstracto e
inoperante su juicio. El nuevo reclamo cosmopolita que parece ganar momento de
Laguna, número extraordinario (1999), pp. 101-119
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nuevo a finales de este siglo es, por lo tanto, cuestionado en términos epistémicos y
en términos normativos.
Dejando, por ahora, de lado lo que al respecto de sensibilidades enfrentadas aparece en este rechazo del cosmopolitismo, quisiera desentrañar los supuestos teóricos
de esa sospecha que no es, tal vez, consciente de la paradoja en la que incurre. Nuestra
conciencia de pertenencia no tiene sólo una dimensión local, la de nuestra acción
inmediata o la de las condiciones de socialización en las que nos constituimos como
miembros de comunidades, vivas o quebradas, y en las que nos hacemos sujetos morales. Nuestra conciencia de pertenencia también está ya atravesada de una lógica
universal: la que hace relevante para nuestra pertenencia local todo un conjunto de
temáticas que adensan y hacen compleja esa misma pertenencia. Nuestros problemas
locales no son ya inteligibles al margen de los problemas globales, nuestras pertenencias parciales reflejan e incorporan ya las tensiones de nuestras pertenencias totales.
La crítica al universalismo, una crítica que lo adjetiva de vacío, desconoce, tal vez,
que sólo puede articularse procediendo a drásticas restricciones epistémicas, forzándose a suscribir supuestos solipsistas que, como un vórtice atractor, acaban por hacer
sacralmente ontológico su propio programa: lo encierran, lo anulan, lo hacen
aterradoramente vacío. La paradoja del localismo es, por lo tanto, que cuanto más
insiste en lo particular menos consciente puede ser de qué sea lo local mismo.
La paradoja del localista no anda sin embargo sola. Tiene tal vez razón dicho
personaje cuando nos argumenta, por su parte, que pudiera igualmente existir una
paradoja similar para el cosmopolita. ¿Cómo articula el cosmopolita el universalismo
y lo particular? ¿Cómo podemos percibir lo particular desde lo que de universal tiene
lo global? En términos de acción ética, ¿cómo podemos a la vez sentirnos miembros
de toda la Tierra, de toda la especie, y pertenecientes a una tierra, a un fragmento
cultural, histórico, social, de esa misma especie? El movimiento intelectual que aquí
desarrollaremos y que pone en evidencia la paradoja del localista tiene que fundamentarse en una defensa estructural de un cosmopolitismo que, a pesar de rechazar las
fronteras, las parcelaciones, dé cuenta, no obstante y a su vez, de la encarnada materialidad moral de nuestras acciones. De lo contrario, el cosmopolitismo pudiera ser
sólo una perspectiva vacía, un viaje sin rumbo, un ingenuo ensueño de falsas consolaciones; si ello fuera así, el cosmopolitismo podría verse limitado a ser una justificación fundada sólo en un fiat ideológico, a ser la adopción de una perspectiva moral
que se basa más en una mera decisión que en una argumentada superación de la posición del oponente.
¿Desde dónde debe partir el cosmopolita para justificar su posición y argumentar
que pensar desde toda la tierra es condición estructural para pensar cada tierra? Existen, tal vez, diversos puntos de partida. Adoptaré uno de ellos que parecería, de entrada, ponerle las cosas difíciles: partiré de la idea de pertenencia, del reconocimiento de
que formamos parte de contextos locales de creencias, acciones y lenguajes. El núcleo
de mi argumento será ir elaborando dos nociones contrapuestas de ciudadanía y de
pertenencia, la del particularista y la del cosmopolita, para sugerir que la pertenencia
del cosmopolita es más potente que la del particularista. La pertenencia del cosmopo-
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lita, como la de Montaigne en las citas que referí al comienzo, no es un punto de
llegada, sino un punto de arranque que inicia búsquedas. Es, diré hacia el final de mi
intervención, una pertenencia que se articula en una ética de la búsqueda y del agradecimiento, no en una ética de la reiteración y de la dependencia como estimo le sucede
al particularista dado lo que llamaré su peculiar solipsismo ontológico. La pertenencia
del cosmopolita, concluiré, incorpora un movimiento de distancias a la estructura de
sus querencias y ese espacio de distancias es el que hace que el cosmopolitismo pueda
incorporar en su núcleo moral la idea de justicia.
2. PERTENECER Y EXCLUIR
Partamos, pues, de que pertenecemos. Pertenecemos a un territorio, a una cultura
doméstica, a las historias que nos relataron en la infancia, a los vínculos políticos de
los que no podemos desprendernos. Pertenecemos a cosas e instituciones que nos
anteceden y que —previsiblemente— se extenderán en el tiempo después de nuestro
fin. No cuestionamos algunas de esas pertenencias: están ínsitas en nuestra identidad
(son nuestra identidad) y nuestra identidad —aquello que seamos— es lo que nos
permite, como sustrato, el actuar, el hacer, el pensar. Nuestra identidad es un supuesto
de lo que hacemos; y está hecha de pertenencias, de formas de pertenecer a los espacios de nuestros vínculos. Nuestra identidad está tejida con los lazos de nuestras formas de pertenecer. Esos lazos pueden, a veces, desatarse; pero, otras muchas nos atraen
(aunque sólo sea porque tenemos que ajustar cuentas con ellos) y constituyen así el
tejido de nuestras querencias.
Porque pertenecemos a algo concreto, porque estamos hechos de creencias y
querencias concretamente articuladas, podemos también proceder a cambios, a movimientos de reforma y de reestructuración de nosotros mismos; porque nuestra identidad está hecha de pertenencias podemos proceder a modificarla, a rechazarla, a cambiarla —incluso— de sentido. Parecería que nuestro pertenecer a algo (a una comunidad, a un afecto) puede posibilitar pertenecer a otra cosa. (A veces, lo veremos, lo
impide). Podemos alterar alguna forma de pertenencia para incluir nuevas pertenencias: nuevas identidades son nuevas fidelidades, nuevos vínculos que suponen alteraciones en los anteriores.
Pertenecemos, pues, y porque pertenecemos somos. Porque pertenecemos podemos modificar lo que somos. Porque pertenecemos podemos alterar algunas de nuestras formas de pertenencia. Pertenecer es, entonces, como creer: porque tenemos creencias podemos modificar otras creencias. Porque pertenecemos a algo podemos modificar las formas como pertenecemos a otras cosas. Hay que investigar la estructura de
nuestras formas de pertenencia para ver de qué maneras el pertenecer a algo puede
modificar el pertenecer a otra cosa. Hay que investigar las jerarquías en las topologías
de nuestra pertenencia: vale decir, ¿a qué pertenecemos por antonomasia, en un momento, en un espacio? ¿Cómo se alteran esas especiales relevancias? ¿Qué órdenes de
pertenencia permiten modificar otros órdenes de pertenencia? ¿Cómo transitamos de
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una pertenencia que un momento era prioritaria a otra y cómo esta nueva permite
alterar la jerarquía anterior?
Al plantear estas preguntas sobre nuestras formas de pertenecer y de cambiar
estoy preguntándome por la experiencia y el aprendizaje, por la forma de modificación —no sólo en el espacio; también en el tiempo— de nuestros vínculos. Estoy
inquiriendo por la lógica del pertenecer y la del des-pertenecer, unas lógicas que definen también nuestra identidad. Una primera forma de entender esa lógica del pertenecer y del dejar de pertenecer diría que empezamos perteneciendo a lo pequeño, de
manera concreta, y vamos ganando formas más globales de pertenencia; podríamos
decir: la capacidad de pertenecer a la humanidad sigue o se construye sobre la pertenencia a algo más pequeño: la familia, la comunidad, la nación. Esta primera manera
secuencial del aprendizaje de lo global a partir de lo particular parecería sugerir que
nuestras pertenencias (creencias, identidades) se nos acumulan en un proceso de creciente abstracción y que pertenecer a lo global es pertenecer abstractamente.
Empleemos una metáfora ¿Serían las pertenencias como unas muñecas rusas? ¿Se
acumularían nuestras identidades desde un núcleo originario de los afectos inmediatos al
caparazón de la humanidad, más racional y abstractamente construido? ¿Por qué identificar lo concreto con lo afectivo y lo abstracto con lo racional, lo primero con la familia y lo
segundo con la humanidad? Pensemos, por el contrario (es un pensamiento —no lo niego— hegeliano), que hay cosas concretas, vínculos, totalmente racionales y recordemos
también que hay formas totalmente abstractas de nuestros afectos. Cabe preguntar, entonces, ¿no se dará en toda pertenencia a la vez lo abstracto y lo concreto: desde el minimalismo
cotidiano hasta la relevancia de lo cosmopolita? ¿No es abstracta y racional la pertenencia
familiar? ¿No es concreta, dolorosamente concreta, la conciencia del daño de alguien en el
otro extremo del globo? (Aunque ese daño tiene que ser visto para que sea concreto: ¿será
que lo concreto es lo que vemos y podemos indigitar: «eso»?). ¿Pertenecer a un país no es,
a la vez, una definición de algo concreto (por ejemplo: por el carnet o el pasaporte que
tienes, por las leyes que a ti —a diferencia de otro— te obligan) y de algo totalmente
abstracto (por ejemplo, «España» no es ninguna de las instituciones ni la suma de todas
ellas —y recordemos la «category mistake» de Ryle—)? Lo abstracto y lo concreto no son
pues predicados de las cosas; ni predicados de las relaciones entre objetos; ni predicados
de nuestras relaciones con las cosas (se dan, más bien, en todas esos niveles: luego no son
ninguno de ellos). Una misma cosa puede ser concreta y abstracta y lo interesante —lo que
motivará el análisis de las formas de nuestro conocimiento— es en qué forma es concreta
y en qué forma es abstracta y cómo una cosa determina la otra. (Recordemos de nuevo la
lógica hegeliana que nos indicaba que sólo la abstracción permite la concreción; y viceversa: el que algo sea concreto es porque puede ser abstracto). Volvamos, pues, a nuestro
tema: la jerarquía de las pertenencias no se establece, no parece establecerse, en un continuo de lo abstracto a lo concreto que no existe como tal continuo porque lo abstracto y lo
concreto se complican en la definición de cualquier pertenencia. No es esa, por lo tanto, la
lógica del dejar de pertenecer. No se trataría de dejar de pertenecer a lo concreto para
acabar perteneciendo a lo abstracto: esa es una pésima imagen del camino de la razón. (No
habría que achacársela a los ilustrados; no era esa su concepción. Más bien es el fantasma
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que esgrimieron sus críticos). Si lo cosmopolita (el pertenecer al todo) no es pertenecer a
lo abstracto por oposición al pertenecer a lo concreto, ¿qué diferencia marca el aprendizaje
de aprender la pertenencia global?
Si la lógica del dejar de pertenecer no es el camino que va de lo concreto a lo
abstracto es necesario intentar explicarla de otra forma. Digamos: la jerarquía de las
pertenencias se establece no en el continuo/discontinuo de lo abstracto/concreto, sino
en la forma de lo particular y lo universal; por ejemplo, en la forma de la particularidad y el cosmopolitismo. Podríamos pensar que el cosmopolitismo sería, entonces,
una forma de dejar de pertenecer a lo particular, de negarlo. Esta alternativa sería
plausible para dar cuenta del localismo de muchas identidades: tanto de aquellas que
se reclaman ubicuas y cosmopolitas como de aquellas otras que rechazan la universalidad por acentuar las particulares diferencias.
Ante esta forma de entender la jerarquía de pertenencias, y su sucesión, quizá el
contrargumento anterior podría reiterarse también ahora: al igual que no hay abstracto
sin concreto, concreto sin abstracto, tampoco habría forma posible de particularidad
sin universalidad. Por ejemplo, y en términos de lógica, los vascos nacionalistas se
sienten particulares (esa es su intensión: «ser vascos») porque entienden que su particularidad agota la universalidad (la extensión) de los vascos. Es importante reconocer
que esta distancia, o tensión, entre particularidad-universalidad añade algo que no
decía la de abstracto-concreto. La particularidad, a diferencia de la universalidad, se
define por su oposición a otra particularidad. La particularidad es una forma de diferencia excluyente. Entonces concluiríamos: la jerarquía de las pertenencias es la jerarquía de las exclusiones (qué cosas no soy/somos).
Formulemos la hipótesis de que toda pertenencia —y por ende toda identidad— es
una forma de exclusión. La modificación de la pertenencia sería la modificación de las
exclusiones y modificar pertenencias sería incluir. El rechazo de las pertenencias particulares es el rechazo de lo que excluyen. Negarnos a formas particulares de pertenencia
es negarnos a sus límites, a sus exclusiones.
Resumamos lo dicho para aclarar, entonces, nuestro punto del partida: la identidad se configura por las pertenencias; las modificaciones de nuestras pertenencias
modifican nuestra identidad; el cambio de/en nuestras pertenencias no es el cambio o
el aprendizaje de formas abstractas de pertenencia; el cambio es el de la jerarquía de
las pertenencias y ese cambio lleva a rechazar lo que algunas excluyen. Romper, modificar, superar una pertenencia es rechazar que sus exclusiones sean definitorias de
nosotros mismos. Las modificaciones de nuestra identidad se corresponden con el
rechazo de los límites que imponen nuestras pertenencias.
3. PERCIBIR LO EXCLUIDO (O UN PARÉNTESIS SOBRE EPISTEMOLOGÍA)
Pero cabe dudar, con el anti-cosmopolita, que tal aprendizaje de lo distinto sea
relevante. En efecto, si estamos instalados en nuestra identidad (acomodados en nuestras pertenencias) ¿cómo podremos, incluso, concebir lo que nuestra identidad exclu-
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ye? ¿Por qué pensar que lo excluido es relevante? ¿Por qué «modificar nuestra identidad»? ¿Por qué podemos pensar que una identidad es cuestionable, por qué debe serlo?
(Dicho de otra manera: quien piensa poseer la verdad no requiere de lo que, para él, no
es la verdad. Sabe que extra Ecclesia nulla salus). Si dudamos de que sea posible,
necesario o conveniente atender a aquello que excluya nuestra identidad es porque
tenemos una imagen de ella que se apoya sobre dos tesis complementarias: nuestra
identidad, el orden de nuestras pertenencias, su jerarquía (sus exclusiones) es, primero, homogénea, autosubsistente y, en segundo lugar, es completa, agota el mundo. Así,
una identidad personal o una identidad colectiva pueden pertrecharse en sí mismas (de
hecho, lo hacen); pero, para ello han de suponerse, primero, sin fisuras internas, y han
de pensarse, también, como un repertorio de respuestas completas. Por el contrario, la
posibilidad misma de percibir que nuestra identidad excluye algo y, por consiguiente,
que puede requerir de algo se basaría en que la entendemos como no acabada y como
no suficiente. El suponer que nuestra identidad es homogénea y completa sería, entonces, lo que impide pensar que podemos aprender formas distintas de ser; y, a la
inversa, la posibilidad de aprender supone que no consideramos definitiva nuestra
identidad (nuestras creencias, nuestros órdenes de pertenencia) porque no es completa ni probablemente sea homogénea.
Suponer que nuestra identidad es homogénea y completa es una forma de individualismo ontológico: yo, mi grupo (el grupo es aquí un individuo: no hay fisuras), mi
jerarquía de pertenencias, estamos cerrados y habitamos la totalidad de nuestro espacio. No hay otros (otras personas, grupos, espacios). No hay otros, al menos, que sean
relevantes para mí/nosotros. Por eso, la afirmación particularista de una forma de
identidad supone una tesis autocrática: todo lo que podemos necesitar está ya en nosotros (en nuestra tradición, por ejemplo; en nuestro libro sagrado). Por el contrario,
sugiramos, el cosmopolitismo es una forma de duda: dudar de la completitud y de la
homogeneidad de nuestras identidades particulares ubicándolas en el espacio mayor
de una pertenencia-no-particular. O, de otra manera, y por precisar el tono metodológico
de nuestro punto de partida, descubrimos que el cosmopolitismo empieza con una
tesis escéptica acerca del individualismo ontológico. Percibir lo que nuestra identidad
excluye sólo es posible si pensamos que nuestra identidad no agota el mundo y sus
problemas, los problemas a los que nos enfrentamos.
Una concepción homogénea y completa de la identidad y de la pertenencia lleva
a entender los problemas a los que nos enfrentamos como si fueran casos o ejemplos
de un sistema de respuestas ya contenidas en esa identidad y esa pertenencia. Desde
esa perspectiva, y si aprender es enfrentar problemas nuevos y generar soluciones
nuevas, no cabe aprendizaje en una identidad completa. En esa concepción no hay
lugar para el reto de lo nuevo (lo nuevo ni siquiera puede verse): no hay interpelación
posible por parte de otros (los excluidos no tienen voz); ni tampoco hay interpelación
posible por parte de nuestra imaginación: si nuestra identidad está cerrada y si ella
cierra el mundo no caben otros mundos posibles.
Sugiramos, por ello, otra conclusión provisional: quien niega que podamos modificar nuestra identidad por medio del expediente de rechazar lo que excluye está
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suponiendo que nuestra identidad es completa, es homogénea y no requiere aprendizaje. A quien tal supone sólo podemos contestarle desde fuera negándonos a aceptar
que nuestras identidades sean homogéneamente densas y completas. Podríamos sugerir, por ejemplo, que la idea de que en el principio fue lo homogéneo y luego apareció
lo diferente es una idea mítica que induce fuertes distorsiones conceptuales. Podríamos sugerir, más bien, que en el principio estuvo lo complejo y que lo complejo era el
origen. (Démonos cuenta que este argumento es paralelo al que establecimos respecto
a lo concreto y lo abstracto). Luego, nuestra identidad (aparentemente densa y homogénea) sería ya producto de anteriores aprendizajes y de rechazos de anteriores exclusiones. La identidad es mestiza en su origen y quien la supone densa y completa olvidaría los mestizajes. Pero, también, ni siquiera lo que somos —que seamos de alguna
manera supuestamente densa y completa— garantiza que podamos responder a los
problemas nuevos a los que nos enfrentemos. Por ello, la identidad no estaba cerrada
en su origen (era compleja, mestiza) y la identidad no es completa ante lo que se
enfrenta (no es cerrada). A la suposición de que nuestra identidad es completa sólo
podemos responder mostrando una —suponemos que más adecuada— comprensión
de los procesos de construcción de nuestra identidad que haya incorporado en sí la
idea del falibilismo: que podemos errar en el presente igual que erramos (y aprendimos) en el pasado.
Notemos, no obstante, que el argumento a favor de la siempre-ya identidad
mestiza parece ser un argumento hipotético que le contraponemos al fundamentalista
de la identidad. Si no hay forma lógica de rebatir el solipsismo desde dentro, tampoco podríamos rebatirle desde dentro al «fundamentalista de la identidad» su cerrazón. El fundamentalista de la identidad podría argumentarnos que no hay ningún
motivo lógico que le lleve a suponer que su identidad no es completa y cerrada y,
consiguientemente, que no le hemos mostrado la necesidad de ningún aprendizaje.
Esta limitación, que nos lleva a formular, por el expediente retórico de la contraposición, una —estimamos— mejor explicación heurística de nuestra condición (por
ejemplo, con la metáfora de la identidad mestiza), explicación que el fundamentalista
vería como una hipótesis innecesaria, pudiera dejarnos insatisfechos e inducir en
nosotros, por lo tanto, una cierta desazón: la de no haber convencido a dicho
fundamentalista aunque nosotros, por nuestra parte, tengamos buenas razones para
suscribir el retrato de su opositor, el cosmopolita. Pensemos, no obstante, que esa
desazón tiene su raíz en un error filosófico: el de pensar que tendría que haber suficientes razones en el espacio de la lógica para salir de la lógica. Ese error filosófico
que autocontiene la lógica de la propia posición sólo se conjura con una posición
opuesta, la que señala que el orden de la razón no es completo en sí mismo y depende de sus relaciones con el aprendizaje, incluso de la racionalidad misma, en el
mundo real. Esta sucinta reflexión puede ser relevante para nuestra concepción de lo
que le sucede al fundamentalista de la identidad. Pues, en efecto, quien suscriba una
concepción densa y completa de la identidad no sólo será un individualista ontológico;
también es un idealista que cree en el orden autosubsistente de la lógica como explicación de la racionalidad de nuestras acciones. Es un idealista que entiende esa ra-
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cionalidad de las acciones desde el único espacio de su propia lógica. A la unión de
esas dos cosas —individualismo e idealismo— que le suceden al fundamentalista
ontológico podríamos llamarla solipsismo ontológico. Un fundamentalista de la identidad acabará siendo un solipsista ontológico cuando eleve sus supuestos a tesis referentes a la impermeabilidad de sus formas de argumentación.
Quisiera acentuar el recién mencionado error filosófico (el mismo error, estimo, con el que combate Wittgenstein en las Investigaciones) porque siendo un error
—por así decirlo— epistemológico tiene importantes consecuencias normativas y
prácticas. (El emplear a Wittgenstein a estos efectos —al igual que antes acudí a
Hegel— tiene el interés filosófico de mostrar, tal vez, que es errado el extraer de sus
análisis un relativismo epistémico u ontológico, paralelo, creo, al solipsismo
ontológico del particularista). El que nos inquiete y desazone que no podamos rebatirle al fundamentalista de la identidad su argumento de que está instalado en una
identidad completa y cerrada que no requeriría del aprendizaje supone que damos
por válido el supuesto del que parte, que damos por válido el tipo y el orden de sus
razones. Damos por válidos los argumentos que esgrime para mostrar la radical
privacidad de su mundo y de su lógica. Cuando Wittgenstein analizó la imposibilidad del lenguaje privado lo hizo mostrando, precisamente, que los supuestos
epistémicos de tal hipotético lenguaje tenían un punto ciego: olvidaban que el lenguaje para ser significativo ha de estar reglado y que cualquier concepción coherente de la idea de regla impide que se la piense en términos privados. Empleando una
estrategia similar a la refutación del escepticismo estándar —la estrategia de revelar
las contradicciones performativas en las que el escéptico incurre—, Wittgenstein
indicaba que no podemos concebir un lenguaje que sea, a la vez, interno (privado),
coherente y significativo pues tal lenguaje habría de prescindir de la estructura de
reglas que hace posible la idea misma de lenguaje. En una absoluta privacidad no
habría reglas (ni comunicación); pero sin reglas tampoco podría haber significados
coherentemente empleados. Ni habría errores ni, tampoco, aprendizajes. Y, sin errores ni aprendizajes, no habría lenguaje. Si nuestro fundamentalista insiste, a la vez,
en reclamar inmunes sus razones y en considerarse en la verdad de forma sistemática para rechazar el aprendizaje —cualquier aprendizaje— estaría incurriendo en una
falacia similar: se supone a sí mismo pertrechado de una lógica de reglas propias que
nosotros no entendemos, por definición, y nos presupone también a nosotros
pertrechados de idénticos atributos. El mundo del fundamentalista de la identidad es
un mundo monadológico a la vez que relativista. Pero no sólo, pues si el
fundamentalista de la identidad (el que se niega a reconocer la racionalidad de los
aprendizajes, el que entiende su identidad como una mónada autosubsistente y completa) tiene que rechazar la idea de error (está instalado de manera cabal en la verdad), nuestro personaje se convierte en una instancia divina. Retengamos esta divinización o sacralización del fundamentalismo de la identidad. Posteriormente podremos recoger la idea en un argumento paralelo que indica que las pertenencias sin
fisuras y sin lo que llamaremos distancias —la pertenencia en la distancia del cosmopolita— son pertenencias sacrales, religiosas.
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4. SENTIRNOS EXCLUIDOS Y EXCLUIR:
LA AGONÍA DE VÍCTIMAS Y ENEMIGOS
Llegados a este punto, nuestro particularista puede retroceder aterrado ante lo
que le mostramos como algunos de sus supuestos epistemológicos y ontológicos. Pudiera decirnos que tal vez no habría que ser solipsista ontológico para sostener que
toda identidad se constituye de un sistema de exclusiones. Podría argumentar que
existen situaciones que marcan fuertemente las maneras de ser y de pertenecer en las
que está razonable y universalmente justificado algún sistema de exclusiones. Serían
contextos no privados, sino públicos, interactivos, de identidades que se excluyen. En
concreto, nuestro fundamentalista de la identidad podría trasmutarse en una suerte de
identitarista en la lucha por el reconocimiento, una lucha que —de nuevo, Hegel— es
una lucha a muerte. Desde esa perspectiva, nuestro nuevo identitarista argumentaría
que el ser víctima es una buena razón para excluir el mundo del verdugo. La víctima
tiene una identidad que, por ser excluida, está justificada para proceder, por su parte,
a exclusiones. La víctima no podría caer bajo nuestras acusaciones anteriores; la víctima no está aislada ontológicamente ni idealistamente: por el contrario, otro (el verdugo) le inflige un daño y no la deja ser. No podríamos razonablemente solicitarle a la
víctima que no excluyese aquello que la excluye a ella. (A eso podríamos llamarle
derecho de defensa). En la relación entre víctima y verdugo la primera tiene fuertes y
buenos argumentos para negarse a aprender del verdugo, para intentar permanecer en
su ser, para intentar proteger sus ordenes de pertenencia, para insistir en sus exclusiones. Sería ser ciegos, como mínimo, desconocer la fuerza de la posición de la víctima
cuando se defiende, reacciona, contra su verdugo. Sería ceguera e inmoralidad no
percibir las razones de la víctima. (Suponemos que «víctima» y «verdugo» son palabras que empleamos en intentione recta y que, por lo tanto, significan, respectivamente, «persona que sufre daño por culpa ajena» y «persona muy cruel o que castiga
demasiado y sin piedad». No suponemos, por ello, que esté justificado el infligir el
daño; no sería «víctima» un verdugo cuya anterior posición de dominio ha sido anulada. No es víctima el explotador que deja de serlo y por dejar de serlo).
Pero, ser víctima no es sólo sentirse víctima. Quien se siente víctima puede no
serlo: una forma de acentuar el carácter denso, homogéneo, completo de la propia
identidad, una forma de justificar tal carácter, sería adoptar la posición de la víctima.
(Juaristi lo sugirió respecto al nacionalismo vasco). La posición de víctima es retóricamente eficaz: justifica la exclusión, hace más densa la pertenencia propia. La única
manera de diferenciar la justa reacción de quien es víctima (la justa exclusión) de la
exclusión que practica, como justificación del no aprender, quien se siente víctima es
acudir pragmáticamente a la interacción misma, salir del marco del solipsismo
ontológico. Para diferenciar el ser del sentirse es menester concebir la relación entre
víctima y verdugo como una relación que no existe sólo en el orden del sentimiento
sino en el orden del daño real infligido.
(No obstante, ¿qué decirle a quien insiste en sentirse víctima? Quien se siente
víctima puede acumular razones tras razones y justificar, por ello, su identidad exclu-
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yente en base a agravios y menosprecios. ¿Es esta forma de victimismo una forma de
patología espiritual? ¿Qué tiene de patología el nacionalismo victimista, por ejemplo?
¿No sería un error —un therapy misplacement— el acudir al psicoanálisis para explicarlo? Todo esto a propósito, por ejemplo, de las hipótesis de Juaristi).
Y ¿no sería pedirle demasiado a la víctima que diese razones del daño real y no se
limitase a reafirmar su sentimiento? (A veces sería incluso inhumano tal requerimiento). Sólo la distancia objetivadora (el vernos a nosotros mismos no sólo en actitud de
primera persona, el intentar vernos en actitud de tercera persona) expresa la crucial
diferencia entre «ser víctima» y «sentirse víctima». O de otra manera: la realidad del
daño que nos infligen puede ser razón de una exclusión (la del verdugo) y una razón
para la protección de nuestra identidad; la realidad del daño induce que nos «sintamos» dañados; pero no siempre acontece a la inversa.
La sospecha de que quizá no esté justificado el que nos sintamos víctimas introduce no sólo la perspectiva de tercera persona; introduce esa perspectiva en forma de
duda: induce un falibilismo en la esfera de nuestros sentimientos. Quien practique la
eficaz retórica de la víctima sin cuestionar el orden del sentimiento supone que el
orden del sentimiento es completo y que su identidad está completamente dada en el
orden del sentimiento. (En el victimismo no importan tanto los órdenes de pertenencia, ni los actos: sólo las imágenes sentimentales. Nuestro solipsista ontológico se
transmutaría ahora en un solipsista emotivo). Por el contrario, importaría mucho que
la víctima no adujera sus sentimientos como únicas razones; importaría tanto para ella
misma como para los demás.
Lo que hace sospechosa la lógica de exclusión de quien se siente víctima es el
proceso imaginario que crea al verdugo mismo: el sentimiento de víctima (se le llama,
como dijimos, victimismo) crea al verdugo para así poderlo excluir; o, de otra manera,
el sentimiento de víctima denomina verdugo a lo que quiere excluir. Ambas formas
son estrategias finalistas con el mismo objetivo: justificar la exclusión del otro. La
diferencia entre las relaciones víctima-verdugo reales y las sentimentalmente generadas no podría constatarse tampoco indagando el sentimiento del verdugo y acudiendo
al expediente de indagar si él aceptaría el papel que se le otorga. Más bien, y supuesto
que las palabras están densamente cargadas, el verdugo acudiría a formas retóricas de
negarse a tal denominación disfrazando su acto de dañar bajo cualquier otra palabra o
justificación. Por eso, es menester insistir que el orden de los sentimientos que justifican exclusiones nunca podrían ser una prueba lógica. Pero, podríamos, no obstante,
solicitar de aquél a quien otro considera verdugo que tome la palabra y exprese, no en
el orden de los sentimientos, sino de las razones que explican interacciones, cómo
describe él la situación. El análisis de las exclusiones justificadas para la definición de
la propia identidad requiere salir del espacio de las palabras víctima-verdugo para
ubicarlo en el espacio de los hechos, o de las prácticas. Podría contraargumentarse que
estamos pidiendo demasiado para comprobar que las palabras de la víctima no son
victimismo. Recordemos: le estamos pidiendo que dé razones «objetivas», en el orden
del daño y no sólo en el orden de los sentimientos; le estamos pidiendo que dude de
sus sentimientos para hacerlo, que los someta a la criba de la actitud de tercera perso-
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na; por último, le solicitamos que dé la voz a quien considera su verdugo para que éste
describa la interacción desde su punto de vista. Quizá sean excesivas las cargas de la
prueba; pero, es que la relación de víctima y verdugo tiene tanta fuerza emotiva y
justificatoria —de la exclusión del otro, de la afirmación del yo— que exige ser tomada con prudencia. (Por otro lado, una víctima no imagina su verdugo, no quiere imaginarlo, preferiría no ser víctima.)
Analicemos otra forma de interacción en la que la exclusión es determinante de
la propia identidad: la lógica bipolar de exclusión que configura la dialéctica amigoenemigo. Los efectos de esta lógica son distintos a la bipolaridad excluyente de víctimas y verdugos. Si la relación víctima-verdugo es asimétrica y ciega al aprendizaje, la
de enemigo-amigo supone una simetría, una equipolencia que sí permite y requiere
una forma de aprendizaje. ¿Por qué y qué aprender del enemigo excluido? Cabe responder que por estrategia y que por esa estrategia lo que aprendemos es más estrategia. La polaridad amigo-enemigo introduce una dinámica interna a la relación para
mantener la relación misma: el combate. La fuerza del paradigma amigo-enemigo
(por encima de la relación víctima-verdugo) es que permite una interpretación del
proceso de identificación política al definir razones fuertes para la exclusión y para
los propios órdenes de pertenencia.
Ambos pares de relaciones (víctima/verdugo; amigo/enemigo), por ser formas
de identificación polarizadas, pueden hacer congruentes sus lógicas de exclusión y
pertenencia y solaparse. Al hacerlas congruentes, al superponerlas, percibimos, no
obstante, una llamativa asimetría: podemos convertir nuestro enemigo en verdugo;
nuestro verdugo en enemigo; pero no es fácil que podamos aceptar que nuestro enemigo es víctima o que nuestra víctima es un enemigo. (No podemos aceptar, en definitiva, ser «verdugos» porque si ser enemigos es suponer una simetría, ser verdugos es
suponer una injusta superioridad). Suponernos víctimas nos pertrecha de razones, dijimos; añadamos que porque somos víctimas podemos hacer de nuestro verdugo un
enemigo para enfrentarnos a él (aprenderemos de él que estamos en una relación de
combate y a combatir). Nunca, no obstante, y aunque nos aceptemos como enemigos,
podríamos aceptar que somos verdugos. El verdugo no aprende de su víctima, el enemigo aprende de su enemigo, la víctima aprende de su verdugo si lo hace enemigo.
Quien se pensó como víctima actuará como enemigo; es dudoso que se piense como
verdugo (su enemistad no puede justificarse en el orden del daño que se inflige, sino
en el daño que se recibió).
Resumamos los últimos dos apartados para empezar a perfilar las ulteriores, posibles razones del cosmopolita: las razones que pueden aducirse para rechazar que
toda identidad se define por sus exclusiones tanto como por sus pertenencias (y, por lo
tanto, para rechazar la idea de que, negando exclusiones se hace posible el aprendizaje
de nuevas formas de identificación) suponen un solipsismo ontológico que puede
expresarse en forma de un ulterior y complementario solipsismo emotivo. Este segundo crea una imagen de dependencia de alguien creado polarmente como verdugo.
Existe, no obstante, una manera de rechazar esta acusación de solipsismo, de romper
esos solipsismos: percibir nuestra identidad en un marco de interacción con alguien
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(contra alguien) al que llamamos enemigo. La lógica del combate posibilita, e induce,
aprendizaje, pero no desolidifica la identidad sino que la refuerza. La lógica del combate
fortalece nuestras pertenencias y nuestras exclusiones. Parecería que la polaridad víctima-verdugo, o la de amigo-enemigo, fuera un gran contra ejemplo a lo que queríamos
defender: que modificar nuestra identidad es modificar nuestras exclusiones. Hemos
visto, contra esa hipótesis (que llamé de la identidad mestiza o que podríamos llamar
cosmopolitismo), que fortalecer nuestras exclusiones (verdugos, enemigos) refuerza
nuestra identidad. Pero, ambas cosas equivalen a una misma estructura (aunque difieran
las estrategias): nuestra identidad está hecha de exclusiones y de pertenencias.
Y eso es, precisamente, lo que puede cuestionarse, lo que puede no desearse, no
aceptarse. El cosmopolita cuestiona que nuestra identidad tenga que hacerse por lo
que excluye y busca una pertenencia no hecha de exclusiones.
5. PERTENECER, HUIR Y BUSCAR
(O LA ESTRUCTURA DE LA QUERENCIA)
El cosmopolita piensa que el ser —aunque no el creerse— víctima es un motivo
no sólo de enfrentamiento, también lo puede ser de rechazo de ese mismo enfrentamiento. Podemos huir de él. También es motivo de huida el rehuir un combate. (Al
emplear la palabra «huida» abro la puerta a connotar otros significados que no quisiera tratar, pero a los que es menester referir: la idea de huida atrae las ideas de coraje en
el combate, de la viril virtud del combatiente. Indiquemos de pasada que tales virtudes heroicas connotan un lenguaje sacral en el que el cosmopolita no encuentra su
espacio). El cosmopolita sostiene que podemos huir de las polarizaciones que definen
nuestra identidad porque podemos rechazar (podemos querer rechazar) lo que de agónico tiene esas maneras de entender la exclusión y la consiguiente identidad. Rechazar esa agonía es proponer otro modelo, otra manera de entender el aprendizaje de la
formación de la identidad. Rechazar esa agonía es rechazar que nuestra identidad
tenga que definirse por un sistema de exclusiones. Podría, no obstante, argumentarse:
¿No habría, siempre, formas de agonía que no podemos rechazar? ¿No seríamos siempre
amos o esclavos, amigos de alguien y enemigos de alguien? ¿No hay combates, agonías, que no dependen sólo de nuestra voluntad y de las que no podemos huir a voluntad? En efecto, hay combates que no podemos escoger, posiciones y polarizaciones
que no dependen de nosotros. Una de las maneras de nuestro pertenecer es que estamos ya instalados en situaciones polares que excluyen. Los privilegios de las sociedades desarrolladas, de las que somos ciudadanos a su vez privilegiados, serían ejemplo
de ello. Pero, el argumento no se formulaba contra el hecho de que nuestras identidades están materialmente ubicadas en un sistema de exclusiones. Más bien sugería que
esas identidades no tienen que pensarse desde y para la exclusión. Una forma de
constituir una identidad puede, por ejemplo, ser aquella que se propone subvertir las
bases materiales de las formas de exclusión. Ese es el programa del cosmopolita. Y
¿qué requiere este rechazo posible de las exclusiones?
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Retomemos el argumento del principio y preguntémonos cómo sería una forma
de identidad que no se definiera por sus exclusiones sino por el rechazo de toda exclusión. Rechazar los límites de nuestras pertenencias y de sus exclusiones es una actividad, no un espacio. El rechazo no define un lugar de nueva pertenencia, sino una
forma de pertenecer a aquello que se pertenezca, a saber, sin exclusiones. ¿Y cómo
sería la identidad de aquél que rechaza toda exclusión, cuál es su espacio, su lugar, su
territorio? ¿Sería la totalidad del mundo un lugar de habitación? La hipótesis cosmopolita diría que todo territorio, que cualquier territorio, puede ser el espacio de una
identidad y que no hay límites de entrada respecto a cuál deba ser el territorio de la
humanidad. El cosmopolitismo es una manera de habitar lo local, cualquier localidad,
habitándolo sin exclusiones; pero no es, por ello mismo, un territorio. Mientras el
particularista define su pertenencia por el territorio (sus espacios de creencias) y hace
de su identidad algo ontológico, el cosmopolita define su pertenencia por una manera
de habitar éste y cualquier territorio y hace, por lo tanto, de su identidad, algo modal;
se define por cómo habite y crea —en la distancia reflexiva, diremos— aquello que
habite y crea.
Cuando indicamos al comienzo que la jerarquía de nuestras pertenencias se podía establecer en un continuo de universalidad-particularidad (no en el de lo abstracto
y lo concreto) y procedimos a analizar lo que la particularidad excluye, dejamos a un
lado lo que ahora preguntamos: ¿cómo puede incluir, y no excluir, la universalidad?
¿Cuál es la patria del cosmopolita, si es que la tiene? El cosmopolita intenta mantener
la pertenencia a algo sin aceptar sus exclusiones. Habitar un espacio como si no tuviera fronteras. Para esta nueva perspectiva el problema está, precisamente, en las fronteras, en las exclusiones. Las fronteras son problema —un problema crucial— porque
aunque parecen inicialmente sólo acotar, definir, marcar una identidad pronto se descubre que lo hacen en la medida en que adquieren un carácter excluyente. Lo que
inicialmente pudiera haber sido una definición de lo propio se convierte en una negación de lo distinto. El problema de las fronteras son las exclusiones mismas, determinen o no fronteras.
¿Qué hacemos cuando rechazamos las exclusiones de nuestros territorios, de
nuestras pertenencias? Sabemos lo que rechazamos (una identidad definida por lo que
excluye, por sus limites), probablemente no lo que buscamos, probablemente no lo
que encontramos. En efecto, el que huye de las exclusiones y las rechaza no sabe qué
encuentra: no puede delimitar el territorio que pasa a ocupar (el cosmopolitismo, dijimos, no es un territorio); tiene que limitarse a definir una manera de habitar sus órdenes de pertenencia. Pero hay más: el cosmopolitismo, en rigor, niega que las pertenencias definan un territorio, un espacio y las niega, precisamente, porque no acepta la
noción de límite, de frontera.
¿Pero —reiteremos la duda— es el cosmopolitismo una manera habitable? ¿Cómo
puede el cosmopolita habitar su territorio particular sin habitarlo, sin suscribir los
límites que imponen las pertenencias? El cosmopolita se enfrenta, probablemente, a
dos hechos que no puede resolver y que marcan su desposeída condición: en primer
lugar, el cosmopolita pertenece a algo (partió de algo), está hecho de sus vínculos y
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¿cómo entender que los vínculos no lo atan?; y, en segundo lugar, el cosmopolita debe
explicarnos por qué ansía muchas veces, de nuevo, esas pertenencias, por qué tiene
querencia de un hogar. La querencia del cosmopolita pudiera, en efecto, convertirse
en el gran contra ejemplo, en la absoluta falsación de su pretensión de habitar un
territorio que carece de fronteras. Empecemos indagando la fuerza atractora de la
querencia. De la forma de la querencia podremos extraer una idea de cómo pueden
existir vínculos que no atan.
La querencia es una forma de regreso. El haber partido, el haber salido, el haber
huido, se determina en la querencia por una búsqueda de lo dejado, de lo abandonado.
La querencia es la negación de que podamos vivir sin vínculos, sin pertenecer, porque
los vínculos y las pertenencias son formas de establecer nuestras referencias, son
anclajes de nuestra identidad. O bien el cosmopolita niega su identidad o bien debe
responder cómo sus vínculos no le atan y por eso puede quererlos, tener querencia por
ellos. O bien niega su identidad de arranque o bien tiene que justificar la fuerza de su
añoranza.
La querencia puede ser un regreso a lo particular que dejamos o puede desplazar
imaginariamente a un tiempo distinto (en el pasado, en el futuro) su objeto. Esa es la
figura de la edad de oro. El regreso tiene, entonces, la forma de una añoranza. Incluso
entonces el cosmopolita —si no ha dejado de serlo— se topará, no obstante, con la
distancia que interpuso en su partida. La querencia es una forma de regreso, pero la
muestra imposible el movimiento mismo que supone la idea del regreso. El cosmopolita no puede regresar a lo que fue antes de rechazar los límites, las exclusiones, que
constituían lo que era. La distancia que supone rechazar las exclusiones es recursiva:
se aplica también al ansia que constituye la querencia. Incluso cuando buscamos lo
que añoramos, nuestra querencia, sólo encontramos un rechazo (esta vez en forma de
imposibilidad). Pues querer regresar no equivale a hacerlo, no es necesariamente poder hacerlo. El cosmopolita sabe que su querencia no garantiza su objeto. Puede desearlo —y puede desearlo para no quedarse en él— pero, en rigor, lo sabe imposible.
Pero, ¿es imposible el regreso del cosmopolita, su retorno a sus raíces? Más bien,
parecería suceder lo contrario. Si antes recordábamos la dinámica del irreconciliable
reconocimiento (la dinámica de víctimas y verdugos y la de amigos y enemigos) podríamos ahora recordar las imágenes del retorno y de la reconciliación, la dialéctica
de la recuperación. Nuestra cultura está llena de imágenes de retornos y reconciliaciones. En efecto, al menos, dos nuevas imágenes se alzan contra la idea de la imposibilidad del regreso del cosmopolita a su querencia, se resisten a ella: el hijo pródigo y la
conversión de Saulo. Esas dos imágenes se oponen, también, a la desposeída condición del cosmopolita pues le vuelven a ubicar en el terreno de su querencia, lo particular, como si no hubiera habido partida, como si se hubiese suturado la distancia que
interpuso al marchar. El hijo pródigo se arrepiente de su huida. El converso encuentra
su hogar en un nuevo espacio de creencias que antes rechazaba.
Si eso es así, el cosmopolita que quiso partir e interponer entre su marcha y su
querencia la dimensión de la distancia, la imposibiidad del regreso, vería falsado su
proyecto: al final, todos regresaríamos, arrepentidos; todos nos convertiríamos hacia
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aquel que puede perdonar. Pero, notemos, precisamente, que el hijo pródigo y el converso le imponen al cosmopolita la posibilidad de la reconciliación sólo en la medida
en que su marcha o su rechazo fueron entendidos como culpa y en la medida en que el
regreso y la nueva condición se entienden como perdón. La culpa y el perdón son
estados que indican y suponen una relación de dependencia con respecto a otro (el
padre, el antes perseguido). El regreso, la querencia, es el perdón de la culpa (de la
huida) por parte de quien puede perdonar. La posibilidad del regreso pende, entonces,
de la posibilidad de la autoridad: de que exista una autoridad externa que vuelve a
suturar las distancias, que vuelve a fijar límites y exclusiones. La añoranza del regreso
sería, pues, la añoranza del padre.
He sugerido dos imágenes religiosas porque si seguimos apurándolas toparíamos
con el carácter sacral de la patria y porque si las rechazamos para entender cómo el
cosmopolita no puede nunca regresar a una identidad definida por exclusiones tendremos que rechazar, también, la forma absoluta, religiosa, de pertenencia que se define
en la noción de patria. El cosmopolita podrá, tal vez, habitar un territorio: pero habrá
de negarse a aceptar sus fronteras (como vimos) y, en cualquier caso, habrá de negarse
a habitarlo como patria. Si antes una primera figura que se oponía al cosmopolita, el
solipsista ontológico, el fundamentalista de la identidad, tenía que usurpar el lugar
divino pues eso le inmunizaba contra el error y el aprendizaje, estas ulteriores figuras
de la reconciliación se le oponen también con una fuerza sacral: la del perdón y la de
la patria.
La condición del cosmopolita es la dura condición de la imposibilidad del regreso y el reconocimiento de que la querencia reitera la distancia. Tan dura puede ser esa
condición que la imagen del perdón es un expediente que quisiéramos que existiese en
momentos de cansancio o de desfallecimiento. Saber que la imagen del perdón es sólo
un expediente imaginario que busca consuelo (superar la distancia, hacer posible el
regreso) reitera al cosmopolita en su carencia de territorio. No le permite habitar sus
vínculos como patria (recordemos que había rechazado sus límites y sus exclusiones).
Saber que el perdón es sólo un consuelo imaginario (un consuelo que puede ser añorado)
tiene ese elemento negativo de desposesión; pero, contiene también un elemento innovador: abre la dimensión moral de la responsabilidad no a una ética de la conservación sino a una ética de la búsqueda.
Nuestras pertenencias, nuestras identidades, conllevan responsabilidades: ser fieles
a lo que somos y conservar lo que eso nos impone. Una ética de la conservación
reitera lo que somos reiterando, también, lo que —para ser— excluimos. Pero, la
responsabilidad hacia lo que somos y la fidelidad hacia lo que nos hizo ser pudiera
entenderse de manera distinta: como la gratitud a lo recibido, a lo que nos ha permitido ser. Pero, entonces, también debiéramos sentir gratitud hacia aquello que nos permitió rechazar formas, momentos, maneras de la identidad anterior: gratitud hacia
aquello que nos permitió rechazar las exclusiones. También, por lo tanto y en este
caso, en una ética no de la conservación sino de la búsqueda tiene lugar la gratitud. La
gratitud de la ética de la búsqueda, de una ética que no está atada al pasado sino que lo
ha concebido como posibilidad parece requerir alguna suerte de olvido, una forma de
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distancia reiterada frente a ese pasado. La memoria que practica una ética de la búsqueda, si percibe con gratitud su origen, es también un ejercicio de olvido. Precisar
qué debe ser recordado y agradecido es la otra cara de definir qué debe ser olvidado,
qué debe ser abandonado.
Habría, pues, al menos dos formas de fidelidad: la que conserva las pertenencias y reitera exclusiones y aquella otra que reconoce agradecidamente el haber pertenecido pero ejerce una distancia y un olvido. Y habría, al menos, dos formas de
querencia: la que regresa y la que sabe imposible su añoranza. (Las formas primeras
se corresponderían con una ética de la conservación; la segundas con una ética de la
búsqueda).
Luego, una ética de la búsqueda puede entender su querencia no como añoranza
de la autoridad (del perdón de la culpa), sino en forma de gratitud. Los imperativos
que de esas diferentes formas se deducen son distintos. De una ética de la conservación se deduce un imperativo (una estructura moral) que preserva reiterando exclusiones; de una ética del perdón se extraería un imperativo del acatamiento; de una ética
de la búsqueda, un imperativo del agradecimiento. Si la querencia que regresa excluyendo, la que regresa solicitando perdón y la que regresa por agradecimiento comportan diferentes imperativos, también comportan diferentes imágenes del sujeto y de su
libertad. Las dos primeras comportan una imagen del sujeto que entrega su libertad; la
tercera, la del agradecimiento, comportan la imagen de alguien que la retiene pero no
la hace absoluta. Éste último (quizá el cosmopolita) no hace de su libertad el horizonte
que lamina, que anula, sus anteriores vínculos: los retiene como agradecimiento.
Sugiramos que sería ese agradecimiento (un vínculo que responsabiliza de forma
gratuita; que vincula pero no maniata) la forma de hacer congruente la ética de la
búsqueda con la necesidad de las raíces, con el hecho del pertenecer a algún sitio.
Sería, entonces, la forma de la ética de un cosmopolita que pertenece sin ser, no obstante, él mismo objeto de pertenencia. (La palabra «pertenencia» muestra aquí su
rostro ambiguo: el que le dimos de manera de vinculación; el que tiene de objetualidad).
6. LA DISTANCIA COMO JUSTICIA
El agradecimiento, frente a la atadura, salta por encima de las distancias pero no
las anula. El agradecimiento —como forma de la fidelidad— reconoce los vínculos
pero no sus ataduras; más bien, rechaza y olvida las ataduras. Quizá por eso, y sobre
todo, el agradecimiento permite la distancia: es una modulación de la distancia; cumple el regreso manteniendo el espacio moral de la distancia (de la partida); conserva
aquello que impuso la búsqueda y que indujo el rechazo de las exclusiones.
Una ética que incorpora la distancia es una ética que permite la justicia pues la
justicia requiere, en todo caso, una forma de distancia. (Recordemos que la justicia
introduce la perspectiva de tercera persona, en forma de imparcialidad, sobre la perspectiva de primera persona. Era, de esta manera, lo que nos permitía diferenciar el
«sentirse víctima» del serlo). En el conjunto de metáforas espaciales que hemos em-
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pleado (territorio, frontera, límite), esa distancia es la negación de todas las exclusiones; empleamos «distancia» para indicar esa negación. (No la empleamos para reiterarlas, como cuando decimos sentirnos distantes de aquello a lo que nos oponemos. Si
nos sentimos «distintos» de otros dado el sistema de nuestras exclusiones nos sentimos «distantes de ellos». Pero, nunca podríamos sentirnos «distantes de nosotros mismos» si nos afirmamos por contraposición a ellos). Distancia indica, pues, aquí distancia respecto a nuestras mismas pertenencias — a las formas en las que pertenecemos—. Si no tuviéramos esa distancia nuestra ética no permitiría la justicia—estaría,
quizá abocada a pensar sólo en términos de compasión, de perdón o de castigo.
La justicia requiere distancia no sólo porque introduzca, en nosotros, la perspectiva de tercera persona. También introduce la consideración de que lo que seamos
(nuestra identidad, nuestros vínculos) puede ser juzgado en actitud hipotética: podríamos ser distintos de como somos; podríamos desear serlo; podríamos deber serlo.
(Aquí la ética de la búsqueda encuentra su engarce de manera completa con la idea de
justicia: el intentar buscar lo que es posible, no sólo lo que está dado). Poder ser de
otra manera a como somos es la condición que rompe la particularidad que excluye; es
la condición de una manera de pertenecer que puede ser alterada; es, por último, la
condición de posibilidad para ser cosmopolitas.
La distancia, decíamos antes, es recursiva y se aplicaba no sólo a aquello que
buscamos sino también a la forma de nuestra búsqueda. La distancia no sólo opera
frente a las exclusiones sino que también trabaja en el seno de la querencia, y lo hace
entendiéndola como gratitud. Añadamos que, porque la distancia desvincula, torna
los vínculos, nuestro sistema de pertenencias, en algo que permite ser aceptado o
rechazado según las razones que imparcialmente (en justicia) nos demos. (El contrato
social era, precisamente, un esquema de argumentación que partía de la distancia y la
practicaba: modifica los vínculos anteriores en el espacio de la justicia; lo hace
hipotéticamente; lo hace racionalmente). Si podemos sentir agradecimiento hacia nuestros orígenes será porque así podemos juzgarlo, porque tenemos razones para sostener
y alimentar ese agradecimiento. Si hemos de rechazar, olvidar, algo en nuestros orígenes es porque la distancia del espacio del la justicia nos libera de un pertenecer como
atadura. Pues hay veces que los orígenes merecen no nuestro agradecimiento sino
nuestra condena; en estos casos estamos más bien agradecidos a lo que nos permitió
desvincularnos de ellos. La distancia del razonar (del argumentar) discierne unos y
otros casos; al menos, es la única forma en que podemos discernirlos.
La distancia permite, también, las razones de otros y hace posible que sean
pertinentes en el espacio de nuestras propias razones. (De nuevo, el contrato social
es el modelo racional de este ejercicio de distancias: los intereses de los otros, las
interpretaciones de los otros, las razones de los otros—para juzgar lo que sea justo
para todos). Ponernos en el lugar de otros, o que otros se pongan en el nuestro,
cuando así se reclama o se solicita, es practicar la distancia del razonamiento cooperativo. La distancia es lo que fundaría la ética de la búsqueda pero también, entonces, cualquier forma de ética de cooperación. (En lo que la política tiene de cooperación, también practicaría una forma de distancia: la distancia ya indicada contra las
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exclusiones y la distancia que se abre a las razones de los otros para generar el
espacio de la justicia).
Puede, no obstante, pensarse que la justicia, y su distancia, no tendrían que anular la patria, tal vez sólo su carácter sacral. «Patria» parece, no obstante, remitir al
solipsismo emotivo: refiere a la emoción de la pertenencia y es un nombre (genérico)
de la emotividad de la pertenencia. El concepto tenso, casi imposible de «patriotismo
de la constitución» (imposible pues la emoción que suscita la justicia carece de territorio: seríamos patriotas de toda constitución democrática) intenta anclar en un territorio (una nación, un estado) una forma de vínculo afectivo que, no obstante, es negado en la distancia de la justicia. Pero, que sea un concepto casi imposible (es, estrictamente, un oximorón) no quiere decir que su intento no sea certero: si la perspectiva
cosmopolita, con la marca de la justicia y de la distancia, quiere referirse a la habitación de un territorio (geográfico, político y cultural) habrá de hacerlo desde la única
manera en la que puede hacer inteligible esa habitación: con la fidelidad del agradecimiento, primero, con la radicalidad de la justicia, después. Por eso, ser patriotas sólo
es posible en relación no a la patria, sino a la justicia. (Tal vez «patriotismo de la
constitución» indique una ironía, cuando no una oculta estrategia: los patriotas de la
constitución no quieren dejarle a los patriotas de la Heimat la exclusiva de una palabra
tan fuerte, tan cargada, tan densa; es peligroso dejar rodando palabras cuya fuerza no
es controlable).
Pero, seguir hablando de «patria», como cuando hablamos de «patriotismo de la
constitución», es conceder que las palabras, y los sentimientos, no son controlables:
que las adhesiones, los vínculos, no son controlables. Si el cosmopolita habla, pues,
de patria ha de reconocer que ha sido derrotado. Por una parte sabe imposible la patria; pero no puede, por otra, dejar de reconocer que existe para muchos que, por
ejemplo, por ella mueren y, sobre todo, por ella matan. Sabe que «patria» pertenece al
mismo campo semántico que otros términos que no puede aceptar: el victimismo, la
definición de identidad en virtud de los enemigos y los amigos que tiene. Sabe que en
esos conceptos no hay distancia, sino exclusión; que no pertenecen a la ética de la
búsqueda, del agradecimiento y de la justicia, sino a las éticas de la conservación, del
perdón y de la inmediatez. Pero, son conceptos fuertes que siguen definiendo formas
de identidad. La imposibilidad de la patria lo es para unos; otros moran en ella.
Quien sabe imposibles las patrias es malquisto. Tal vez de ahí su ironía, su
resistencia a dejar libres las palabras fuertes: larvatus prodit. Tal vez de ahí la estrategia de minimizar la fuerza de esas palabras. Pero quizá sean estrategias de oculta
resistencia de vencido, en el peor de los casos; en el mejor, sería sólo un ejercicio de
ironía. En tiempos de refuerzo de la particularidad —es decir, de refuerzo de las
exclusiones— esas estrategias defensivas acaban por ser inútiles. Más bien, el cosmopolita debería ser más claro e insistir en que la imposibilidad de las patrias, de
todas y de cada una, es la condición para afrontar los problemas de los seres humanos, de todos y de cada uno. Es decir, si los tiempos de refuerzo de la particularidad
están menesterosos de respuestas son tiempos que requieren mayor claridad, mayor
distancia; menos de lo mismo.
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He querido presentar un retrato de las formas en las que el cosmopolita puede
entender su pertenencia a lo concreto y he recordado las marcas de esa pertenencia: el
rechazo de las exclusiones de una identidad agónicamente definida, su distancia frente a las ataduras que esas exclusiones comportan y he dibujado los rasgos de su forma
de pertenencia: como gratitud y como olvido, como responsabilidad y como distancia. Por último he querido sugerir apresuradamente que esa distancia es la que abre la
forma de pertenencia al espacio de la justicia. El cosmopolita debería rechazar la idea
de patria para poder entender sus maneras de pertenecer. El coraje que tal rechazo
comporta puede malentenderse, estimo, como ineptitud política (la palabra «patria»
es moneda de intercambio fértil en las definiciones políticas del presente); a pesar de
tales riesgos, y porque el cosmopolita tiene que ser claro en sus rechazos (aunque
incorpore a ellos formas de gratitud), la demanda final que debería presentarnos,
exigentemente, es que la idea de «patria» no nos permite pensar la totalidad del mundo, la totalidad de la tierra, como espacio moral y que, por el contrario, desde esa
totalidad de la tierra podemos pensar lo particular, lo concreto, aquello que los lenguajes religiosos (por secularizados que estén) llaman, precisamente, «patria».
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