“Esconderse y Matar”

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“Esconderse y Matar”
Lic. Fabio Alvarez
El motivo de este trabajo está en relación a las reflexiones que me
surgieron a partir a dos juegos en especial, que aparecieron en el curso del
análisis de un niño de diez años. Tales juegos son altamente frecuentes en
análisis de niños. Se trata de el juego de “las escondidas” y el de “matar al
terapeuta”.
Los padres de R consultan desesperados. La madre dice que está al
borde de un quiebre. No lo aguanta más, y se asustó llegando a pensar que no
quería vivir más con él. R es caprichoso, hace lo que quiere, no los obedece,
es egoísta, y si ellos quieren indicarle algo, por ej. que apague la computadora,
es una batalla campal, y “Te amarga la tarde, siempre sube la apuesta. Si lo
dejás sin pantallas es capaz de esconder los controles remotos de toda la casa
y embroma a toda la familia.”
Siempre les costó criarlo. A los dos años lo retaban y se daba la cabeza
contra el piso. R está siempre de mal humor, enojado, enfurruñado, aburrido.
La madre se pone violenta con él. “Me saca. He llegado a pegarle. Después me
arrepiento. Me pongo a la altura de él, he llegado a romperle cosas: como
diciéndole si vos impedís que la familia disfrute vos tampoco vas a disfrutar, y
llegué a romperle los jueguitos de la compu.”
Un dato llamativo: los padres no viven juntos siendo pareja. “Sí, llama la
atención. Cada uno vive en su casa. El papá viene todas las noches a cenar y
después se va. Nosotros nos llevamos mejor así.”
Terminando la entrevista veo que no pudieron rescatar ningún rasgo
positivo de su hijo. Al final dicen que es muy inteligente. “Pero es inteligencia
que usa mal. Para pelear o argumentar. Te discute como un adulto, a veces no
sabemos qué decirle.”
Yo me encontré con un chico de mirada desconfiada y triste, con
aspecto intelectual, que no coincidía con la imagen que yo tenía. Me dijo que le
costaba dormir, porque se la pasaba pensando en situaciones escolares.
Luego contó, por varias sesiones, las injusticias en la escuela. “Estábamos
jugando con unas figuritas mías y la seño nos las quitó. Tiene razón: no hay
que jugar en clase. ¡Pero las confiscó y no las devuelve! ¡Eso es injusto, son
propiedad privada! ¿No te parece?” Todo con un tono adultizado. Esto duró
varios meses, incluyendo injusticias de sus propios padres. Siempre pedía mi
opinión, y yo aún no estoy seguro de lo que hice: dársela.
Los juegos de las escondidas y el asustarme surgieron entremezclados,
en espacios marginales de las sesiones. El primero surgió en una ocasión que
fue al baño y no regresaba: yo debí ir a buscarlo. Fue creciendo en importancia
hasta ocupar la totalidad de las sesiones. Complejizándose de a poco fue
incluyendo el apagar la luz, el contar, el mover muebles del consultorio,
determinar “piedra libre”, etc. Lo más satisfactorio para él era que yo lo
buscara. Toleraba que yo me escondiera como una concesión formal. Su
mayor placer era que tardara mucho en encontrarlo. Hubo que establecer
reglas estrictas, ya que intentaba, y a veces lograba, traspasar los límites
físicos del consultorio, tratando de incluir palieres, pasillos, ascensor, baño,
otros consultorios desocupados, etc. Duró más de un año. Comencé a decirle,
mientras jugábamos que para él era muy importante que yo lo busque, que lo
mire, que lo encuentre, que me preocupe por dónde está, etc. Entonces
empezó a
jugar a asustarme. Aparecía de repente detrás de una puerta
gritando “Buuuuh!!”, esperando que me asuste, cosa que alguna vez sucedió.
Otra forma de asustarme era desaparecer, transgrediendo los límites: saliendo
al palier cuando iba al baño, adelantándose a mí y subiendo solo las escaleras
al entrar, tomando el ascensor solo, etc. Además de la puja por querer hacer
cumplir los límites, le decía que él quería que yo me asustara, que yo sintiera
que él me había abandonado, que había desaparecido. Trajo un recuerdo
difuso (yo calculé de los cuatro años) en el cual él se perdió en la playa,
sintiendo que sus padres habían desaparecido. Ambos juegos, aún de vez en
cuando reaparecen.
Poco después tomó el juego reglado “Cuatro en línea”. Se dio algo muy
intenso en la contratransferencia: yo me sentí profundamente humillado. R lo
percibió. Me ganó once veces seguidas. Las primeras pensé que era suerte, o
que yo estaba distraído. Luego entendí que, simplemente, me derrotaba. Me
gustan los juegos de ingenio y soy buen jugador de ajedrez. Éste no es, ni
parcialmente, un juego de azar. R me decía “¿¡Cómo puede ser que te gane un
chico de diez años!? Recién a los meses, yo fui ganando algunas partidas.
Recuerdo el malestar que sentía al empezar cada sesión.
“Matar al terapeuta” surgió espontáneamente casi al año. Jugábamos al
“tenis” con paletas y pelotita de ping-pon cuando sin querer, R me dio un
pelotazo en la cara. El hecho le produjo un estallido de risa, al tiempo que le
brillaban los ojos de satisfacción. El juego previó continuó, pero de a poco el
interés pasó a ser solo tratar de propinarme pelotazos, básicamente en la cara,
o en cualquier parte del cuerpo. Cada vez que lo conseguía estallaba en
carcajadas. Finalmente el “tenis” desapareció,
y tomó un tubo de ocho
pelotitas que le servían de municiones. Ganaba entusiasmo cada vez que
conseguía impactarme, buscando partes descubiertas de mi cuerpo, donde
doliera más. Yo, siguiendo el juego, gritaba de dolor, a veces fingidamente, a
veces con cierta realidad. Ante cada grito R se excitaba y ensañaba más,
dejando claro que sus pelotazos debían dolerme, “¡Retorcete de dolor!”. Yo
comencé a gritar “¡No, por favor no!! ¡Otra vez no! ¡Me duele!!”, etc., tratando
de cubrirme con un almohadón, hecho que le complació enormemente. Él
empezó a gritar cada vez que me impactaba “¡Morite!! ¡Morite!!”. En eso
estábamos cuando nos sorprendió el final de la sesión. Le costó irse, pero salió
con una cara tal de satisfacción que el padre preguntó qué había pasado.
El juego de “matarme” se prolongó más de un año, y fue variando en
cuanto a materiales y otros detalles: de pelotitas pasó a arrojarme gomitas con
una regla, naipes, lápices, fichas de damas, eventualmente cualquier objeto del
consultorio. A veces permitía que yo me cubriera con algún tipo de “escudo”, a
veces no. Siempre fue claro que debía dolerme o al menos yo debía actuarlo.
Fue necesario imponer normas: el límite fue el dolor físico real mío, ya que yo
no toleré cuando me arrojó un sacapuntas de metal. Se llegó a un tipo de
equilibrio con cierto dolor físico tolerable.
Fue una época muy difícil desde lo contratransferencial. Recuerdo que
yo sufría ante el inicio de cada sesión, sabiendo lo que me esperaba. Llegué a
aliviarme alguna vez que no asistió. Me preguntaba qué sentido tenía todo eso,
para qué servía, cuánto duraría, si estaría yo llevando correctamente el
tratamiento, si le servía de algo a R.
Pese a las varias reflexiones que me surgieron, nunca llegué a dar una
interpretación que incluyera todas ellas. Ninguna me pareció adecuada. Solo
pude repetirle, una y otra vez, que él necesitaba que yo sienta su bronca.
Un día jugaba a matarme arrojándome témperas de plástico, cuando una
me impactó en el ojo. Yo, dolorido y asustado, me senté en el piso tapándome
el ojo con la mano. Él interrumpió inmediatamente el juego. Con mi ojo sano
noté que me miraba petrificado de miedo. Fue el primer momento en que sus
ansiedades depresivas superaron su necesidad de juego. Ni bien supe que mi
ojo estaba bien, temí que él no pudiera volver a jugar. Recién lo hizo luego de
tres sesiones que propuso jugar al Uno.
Una subvariante fue el juego “llenarme de basura”. En una ocasión que
me “mataba” arrojándome naipes, se le ocurrió meterlos dentro de mi camisa,
por la espalda. Era verano y yo estaba transpirado, por lo cual me produjo una
sensación desagradable sentir que los naipes se me pegaban en la espalda. Él
percibió mi incomodidad y le produjo gran placer. El juego siguió muchas
sesiones. Comenzó a utilizar diversos materiales, que metía dentro de mi ropa,
o bien volcaba sobre mi cabeza. Yo debía expresar mi desagrado. Le dije que,
antes él necesitaba que yo sintiese su bronca, y ahora necesitaba que yo me
aguante su basura.
Paralelamente, según los padres está más tranquilo, y las peleas
disminuyeron en frecuencia e intensidad. Lo ven menos malhumorado, menos
enojado. Pese a ello, la madre se muda a un country alejado. No importa que
amigos, actividades y colegio de R estén aquí. Vivirá en la semana con el
padre en capital. Habrá que interrumpir el tratamiento unos meses, por un
curso de ingreso a la secundaria, ya que R dice estar muy cansado. Yo les
sugiero que lo traigan igual. Cuando les digo que son ellos como adultos
quienes deben decidir la continuidad, me miran extrañados. Como si yo no
entendiese que ellos no pueden lidiar con sus enojos ni oponerse a sus
decisiones.
El análisis se interrumpe unos meses, y al reanudarse, aparece otro
juego. En una ocasión R fabrica sellos con gomas de borrar, que pinta con
fibras de colores. Sella varias hojas y, sin querer, mi mano. Se entusiasma en
mancharme distintas partes del cuerpo. Luego se dedica a pintarme,
directamente, con las fibras. El juego evoluciona en distintas maneras de
pintarme. Su forma final ocupa toda la sesión: me pinta con fibras la cara y, a
veces, las manos. No se si la intención es ridiculizarme: me hace anteojos,
bigotes, barba y a veces bijouterí femenina; otras solo manchas informes. Lo
tolero con dificultad, establezco el límite de que no puede pintarme la ropa, y
que debemos terminar con tiempo suficiente para que yo pueda limpiarme.
Debo ponerme firme, ya que intenta no respetar el límite temporal, queriendo
pintarme hasta el final de la sesión.
Poco después comienza a interesarse por mi vida personal. Me pregunta
dónde vivo, si vivo ahí en el consultorio, si estoy casado y especialmente si
tengo hijos. Ante mi no respuesta decide que sí, que debo tener dos hijos
varones (lo cual sorprendente-mente es verdad), y que se nota que debo ser un
buen padre, porque no me enojo.
El juego de “las escondidas” es un clásico de la infancia. Es universal y
atemporal: de cualquier época y cultura. Puede rastrearse desde muy temprano
en los juegos de ocultarse la cara con las manos, o con la sábana, o bien de
ocultarse (cuerpo entero) tras una cortina, etc. Puede presentarse, bajo otras
formas, en adolescentes (que se van a casa de amigos y no se sabe dónde
están, que se fugan de su casa, que se ratean, que no vuelven a la hora
pactada, etc.) En su esencia, es una variante del fort-da freudiano, invertido. Es
una elaboración de la lógica de secuencia de ausencias-presencias de los
padres, o figuras significativas. Implica también, hacer activo lo pasivo y tomar
“control” de la intermitencia del vínculo. La complejidad es que no hay un
elemento-objeto que simbolice al objeto (carretel) que desaparece, que se
aleja-acerca. Hay una inversión: quien se sustrae a la mirada, quien
desaparece y se ausenta, es el chico mismo. Él debe ser buscado, mirado,
encontrado. Él es quien debe preocupar a los otros. Todo esto está presente en
el juego de emociones del caso de R. Para él fue también su forma de hacerme
sentir, de realizar, de poner en acto, el miedo y la angustia que él sintió cuando
sus padres “desaparecieron”, al perderse en la playa. Más allá de lo traumático
del hecho concreto, es probable que remita a un patrón más frecuente de
interacción con sus ellos (la madre “desaparece” al irse al country,
evidenciando un funcionamiento propio: sus vínculos más importantes (esposo
e hijo) no conviven con ella). Implica la sensación de no ser mirado, de no ser
buscado, de no preocupar.
También podría entenderse, por parte de R, como una forma singular de
experimentar y practicar la necesidad de explorar las emociones inherentes al
hecho de estar solo, de sustraerse, de tomar distancia, de diferenciarse del
objeto.
El juego “Matar al terapeuta” es sumamente rico en condensar diversas
significaciones. Puede interpretarse como: una forma de expresión del odio,
instinto de muerte y/o agresividad primaria; un deseo de destruir al objeto, o
bien de controlarlo; una expresión de transferencia negativa; una forma
maníaca de triunfo sobre el objeto, etc. Probablemente sea algo de todo eso.
Pero lo que más pude sentir, en esa experiencia emocional privilegiada que es
la contratransferencia, y sin negar lo anterior, fue algo diferente. Creo que lo
predominante de todo el proceso, es que R necesitaba sentir, experimentar,
vivenciar, que alguien significativo pudiera recibir su odio, su bronca, y los
contenga, los tolere. Que alguien ejerza esa función de reverie. Pero no sin
esfuerzo, no sin dificultad, no sin incomodidad (algo cómodo no hubiese sido
auténtico, de hecho hubo momentos en los que se llegó al “limite” de lo
tolerable). Pero lo más importante fue que necesitó que el analista lo tolere sin
asustarse, sin irse, sin enojarse, sin morirse, sin desbordarse, sin iniciar
conductas retaliativas. Tal vez, eso haya sido una experiencia inédita para él.
Los padres no podían lidiar con su enojo: o bien se “sacaban” y se
desbordaban con conductas retaliativas (la madre le llegó a pegar y a romperle
cosas) o bien se asustaban y dejaban que hiciese lo que quisiese, generando
un vacío en la función. Creo que el solo “aguantar” su bronca no hubiese
servido. Si yo no hubiese incluido un principio de autoridad y límite a su
agresividad mediante la defensa del encuadre, aún con forcejeos, la
experiencia no hubiese sido útil. R necesitaba sentir que su enojo no me
asustaba, que yo no iba a dejarlo “hacer lo que quiera”.
En el juego “Llenarme de basura” tolerar su basura equivale a tolerar su
caca (heces equivale a bronca). Y puede entenderse como un intento de
reexperimentación, y de reelaboración, de la fase anal y el control esfinterano.
Etapa que probablemente se haya atravesado con conflictividad. Está en
relación a la dificultad de cómo fue la tolerancia concreta de los padres hacia
sus heces, orina, olores, berrinches, etc.
“Matar al analista”, es una manera de realizar (enactment) y de hacerme
sentir (identificación proyectiva comunicativa) lo que él sintió. Hay, tal vez, una
fantasía inconciente de muerte, como telón de fondo, en el susto de la madre al
llegar a pensar que no quiere vivir más con él. (Lo concreta, simbólicamente, al
no vivir más con él). Es su forma peculiar de hacerme sentir como lo “mataban”
a él, el odio hacia él. Coincidiendo con ello, es también una forma de hacerme
sentir la agresividad que recae sobre él, y que él siente, por ejemplo, con los
castigos físicos concretos de la madre.
Pero hay algo más importante. “Matar al analista” implica un deseo
oculto esencial: que yo sobreviva a sus ataques. Es una forma subjetiva de
reelaborar y reexperimentar, el proceso de alcance y atravesamiento de la
posición depresiva. Proceso que seguramente tuvo deficiencias. Winnicott
describe como el sujeto ataca y destruye (en su fantasía) al objeto,
innumerables veces en el día. Lo que permite un acceso favorable, a lo largo
del tiempo en un proceso largo, de la posición depresiva, es la supervivencia
del objeto. ¿Qué quiere decir que el objeto sobreviva? Por supuesto que está la
supervivencia física real, indispensable para la continuidad del proceso. Pero
sobrevivir es no tomar conductas retaliativas, no irse, no deprimirse, no
sustraerse a los ataques, no “enloquecerse”. Sobrevivir es poder contener la
agresividad. Eso permitirá que el sujeto pueda apropiarse de ésta y sentirla
como propia sin temerla, sin que quede, por ej, escindida o proyectada. Los
padres de R no sobreviven a los ataques: o toman conductas retaliativas, o se
alejan (la madre se va a vivir a otro lado), o se “enloquecen” (están
sobrepasados, desbordados), o le temen (no pueden hacer nada ante sus
enojos).
La supervivencia del objeto es lo que también posibilita su emergencia
por fuera del área de omnipotencia del chico. Es decir el objeto se erige y se
reconoce como parte de la realidad externa, con una existencia por derecho
propio. Aparece un reconocimiento del objeto-analista, como objeto real del
mundo externo, con vida propia, intimidad, y hasta deseos propios. Esto se ve
cuando R comienza a interesarse por mí, por mi vida personal, por mi
intimidad, mis cosas, etc. Después podrá hacer uso (analítico) de ese objetoanalista. El reconocimiento de que “no me enojo”, habla de mi supervivencia,
es decir, que no inicié reacciones retaliativas.
Es difícil saber la importancia de las interpretaciones verbales en el
desarrollo de este análisis. Yo “sentí” y “pensé” muchas cosas, pero nunca me
sentí seguro para decirle demasiado a R. Me parecía innecesario. De hecho le
transmití poco contenido “Vos necesitás que yo te mire”, “Vos necesitás que yo
me preocupe, que me asuste”, “Vos necesitás que yo sienta tu bronca”. Se lo
repetía muchas, innumerables veces. R nunca lo contradijo. No se que hubiese
sucedido si le hubiese transmitido más, o más complejos contenidos. Creo que
lo predominante de la experiencia, fue el intercambio de emociones entre
ambos.
El trabajo describe las reflexiones teóricas que surgen a partir de pensar dos
juegos concretos que aparecen en el material clínico del análisis de un niño de
diez años. Se trata de juegos comunes de la infancia, y de muy frecuente
aparición en los análisis de niños: el juego de “las escondidas” y el de “matar al
terapeuta”. La presentación también servirá como disparador para poder
reflexionar sobre el tema más abarcativo del manejo de la agresividad hacia el
terapeuta en el curso de un análisis, en este caso especial referido al análisis
de niños.
Descriptores:
-Juegos infantiles.
-Agresividad en análisis de niños.
-Defensa del encuadre.
-Posición depresiva y supervivencia del objeto.
-Uso (analítico) del objeto.
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