PROSECUCIÓN DEL JUICIO EJECUTIVO Y PEDIDO DE QUIEBRA

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PROSECUCIÓN DEL JUICIO EJECUTIVO
Y PEDIDO DE QUIEBRA
AUTOR: Osvaldo J. MAFFÍA
PROSECUCIÓN DEL JUICIO EJECUTIVO Y
PEDIDO DE QUIEBRA
-1La ley no contempla ni como autorizado ni como prohibido que el actor en
un juicio por cobro prosiga esas actuaciones, y además pida la quiebra de su
deudor. Ribichini habla de “tres posturas al respecto: a) la que predica una
suerte de incompatibilidades absoluta entre el juicio individual y el juicio de
quiebra...; b) la que si bien admite la pendencia de la vía individual abierta,
exige la acreditación de su resultado frustráneo...; y c) la que acepta dicha
superposición sin condicionamientos”. Aclara que “esa aparente tripartición
es engañosa” pues todas “acaban por subsumirse en la posición b)”, al punto
tal que “ni los partidarios más firmes de la incompatibilidad pueden dejar de
excepcionar aquellos casos en que, si bien no hubo desistimiento o caducidad de la instancia acreditóse indubitadamente el fracaso de la vía individual”
ni los partidarios de la dualidad incondicional desatienden la hipótesis de
“completa satisfacción del acreedor” en sede ejecutiva. Cita en nota Highton
para quien “nada le impide (al juez) que exija alguna demostración en el sentido de haberse intentado un embargo infructuoso, o al menos una intención
de cobro. No sólo nada se lo impide, sino que debería hacerlo, para que la
ejecución individual o el pedido de quiebra no sean dos vías optativas ab
initio, sino la segunda *consecuencia de la primera*”. Recuerda asimismo a
Rouillon, quien admite las dos vías, pero en un caso que resolvió como magistrado rechazó un pedido de quiebra sobre la base de que en el juicio anterior el acreedor había alcanzado seguridades de cobro. (La ley 1997-D-267).
Iglesias estima que “la pendencia de un proceso ejecutivo no es por sí obstáculo al pedido, que tiene fin diverso” (Iglesias, José Antonio “Revista de
Derecho Comercial y de las obligaciones”, 1987 p. 505).
Rouillon (“Procedimientos para la declaración de quiebra”, p. 28) cita diversos fallos que coinciden en la tesitura negativa pero sin ofrecer fundamentos.
Por ej.,: “el hecho de haber elegido el supuesto acreedor la vía de ejecución individual para hacer efectivo su crédito, le impone la obligación de
continuar los trámites de dicha ejecución, sin que pueda valerse del mismo
título para solicitar la quiebra del presunto deudor”. (Como se ve, un aserto
dogmático). “La prohibición de pedir la quiebra del ejecutado en acto ha
sido sustentada “en función del principio general electa una via non datum
recursus ad alteram (en este caso, el auxilio del inagotable Papá Noel de los
principios).
Martorell reseña y comenta distintas posturas inconvincentes, aportando un
punto de vista merecedor de atenta consideración, a saber, demandar la quiebra de un ejecutado en acto, podría configurar un abuso del derecho. El tema
nos ocupa en otra sede.
Otro aspecto que ganó consideración, sobre todo jurisprudencial, hace a la
posibilidad de medidas dispuestas en el ejecutivo pero frustras en orden a
aprehender bienes del ejecutado. No es un apoyo concreto para decidir la
cuestión por sí o por no, sino una nota lateral.
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-2No aceptamos que el recurso a las posibilidades mayores o menores de cobro fuera un argumento dirimente en el caso. Creemos que el problema no
atañe a ese componente sustantivo, sino que se relaciona, por un lado, con
la capacidad procesal del acreedor para demandar la quiebra; y por otro, con
deberes-poderes del juez para expedirse.
Prevenidos contra la habitual desatención de la diferencia entre los procedimientos que gobiernan, por un lado el juicio de antequiebra, y por otro el
proceso falencial (con sus numerosas implicancias, entre ellas los poderes del
magistrado), anotamos:
1. Según valoración generalizada, resulta chocante que un acreedor tuviese
dos vías a su disposición para hacer valer un mismo derecho, ya que nadie se
engaña en orden a motivaciones del pedido de quiebra por acreedor. Cámara, (tomo III p. 1527), Rouillon, (“Procedimientos ...” p. 17), Heredia (T. III,
p. 223), Lorente, (“Derecho y Empresa”, 1995, Nº 4).
2. El hecho de que una situación jurídica fuese chocante, no es un argumento contra su validez. En otras palabras, una cosa es que nos guste o disguste,
otra que al actor de un ejecutivo en marcha le estuviera o no prohibido
demandar la quiebra del allí ejecutado. Para más, podrían intervenir jueces
distintos, a saber, el del lugar que corresponda en el pedido de quiebra (art. 3
inc. 1º), o el convenido, expresa o tácitamente, para la ejecución (cláusula de
un contrato, domicilio asentado en un pagaré, o en el del banco que rechazó
el cheque); o por la materia civil o comercial como en la ciudad de Buenos
Aires, etc.
3. El magistrado que gobierna un juicio de antequiebra, recién investirá poderes inquisitivos si -y cuando- fuere pronunciada; pero en la etapa todavía
de instrucción prefalencial actúa como juez de un contencioso. Por tanto, no
esperemos que ejercite potestades que sólo le asistirán en el franco proceso
falencial (si es que las actuaciones, claro, desembocaran en la quiebra).
4. El divortium aquarum entre ejecución y pedido de quiebra finca, en la diferencia del presupuesto material, a saber, el incumplimiento en el primero,
y el estado de insolvencia en el último. No es lo mismo, entonces, el factor
que posibilita uno u otro juicio.
5. El peticionario de la quiebra no reclama que se condene al deudor a pagarle. Su pedido se reduce a la apertura de un proceso en el cual, cierto, podrá
insinuar su crédito y en su caso integrarlo en la suerte de los demás acreedores, pero obsérvese que una vez pronunciada la quiebra, el peticionario
podría desinteresarse del trámite y no pedir -o pedir pero no obtener- el reconocimiento de su derecho. Aún en ese caso, el proceso abierto a su instancia sigue adelante, indiferente al extrañamiento de quien lo motorizó (evento
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impensable en una ejecución). Tampoco coinciden, pues, los fines perseguidos por el instante de un ejecutivo y de una quiebra directa forzosa.
6. Lo último reafirma la calificación -por otra parte, ya no discutida- de que
el acreedor invoca su calidad de tal nada más que en orden a su legitimación
como demandante de la quiebra; pero de ninguna manera para obtener el
pago, salvo con las mismas posibilidades y tras iguales pasos que los restantes cofrades, esto es, con total independencia de la instancia que originó el
juicio de antequiebra. El rol que juega una misma persona en el inicio de los
trámites cotejados son, pues, desiguales hasta la patencia.
7. Si el ejecutante, andando el juicio que inició por cobro, pide la quiebra de
su deudor, no podría hablarse de litispendencia, y no solamente por lo recién
dicho -esto es, que el pedido de quiebra no es una demanda por cobro-, sino
por algo más relevante desde el punto de vista dogmático, a saber, que a diferencia de la ejecución, el pedido de quiebra no es un juicio del peticionario
contra su deudor para que éste sea condenado a pagarle.
8. Un argumento insincero y aposteriorístico -esto es, no para fundar una
conclusión, sino en vista a cohonestar una decisión pretomada-, podría apoyarse en el vocablo “exigible” (art. 80) y decir, mirando hacia otro lado, que
el crédito exigido en un juicio dejó de ser exigible (lo que explica Ryle sobre
términos disposicionales alhajará el discurso). Repetimos que no será un
fundamento sino apenas un apoyo, y un apoyo de grulla (o de flamenco.
Esos que se paran en una sola pata).
9. Cierto que el magistrado, para pronunciarse sobre viabilización o no el
juicio de antequiebra, puede informarse si de acuerdo con las constancias
del ejecutivo, el ahora demandado por quiebra directa forzosa puede hallarse
o no en estado de cesación de pagos, habida cuenta de que para la ejecución
basta con un aséptico incumplimiento.
10. Contrafaz de lo anterior, eventualmente el juicio ejecutivo podría descartar la suficiencia del título utilizado como revelador del estado de insolvencia
(por ejemplo, embargo de un bien cuyo valor supere en mucho lo resultante
del instrumento cabeza de actuaciones).
Hay una asimilación, que no llega a ser identidad, entre el actor en un ejecutivo y el peticionario de la quiebra. Por lo que vimos, el primero pide al juez
que condene al ejecutado a abonarle lo debido; el segundo, que se declare
su falencia, lo cual no incluirá el reconocimiento del crédito del instante y,
menos aún, la orden de pago contra el fallido.
Ello apareja una caracterización procesal que distingue al ejecutante y al peticionario de la quiebra en medida tal, que basta para desechar el evento de
su identificación. Por más que sea la misma persona (física o ideal que fuere), en tanto sujetos procesales se trata de dos complexos normativos cuya
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diferencia es nítida. Uno tiene conformada su entidad jurídica por el abanico
de normas que definen un derecho subjetivo (que incluye la potestad de accionar contra el deudor moroso). Y no un derecho subjetivo de tantos sino
-podría decirse- el derecho subjetivo par excellence, a saber, el de propiedad,
entre cuyos avatara figura el referido poder para ocurrir al tribunal en su
defensa. En cambio, quien pide la quiebra no ejercita un derecho subjetivo
contra su deudor, a pesar de ser titular de un crédito contra el demandado en
el juicio de antequiebra. La potestad que lo asiste no debe equipararse con
la del ejecutante, sino incluirse en la clase que abarca a todo sujeto privado o
público que estuviera legitimado -competencia específica- para demandar la
quiebra (por ejemplo, el propio deudor, o el Ministerio Público en algunos
ordenamientos). Varias veces recordamos que Provinciali caracteriza al peticionario como “órgano estatal impropio”, enunciado más metafórico que
descriptivo, pero innegablemente feliz para expresar aquella circunstancia.
Y lo dicho nos parece bastante para mostrar que, aún siendo una misma
persona, quien promueve una ejecución y el instante de una quiebra directa
forzosa son dos sujetos procesales nítidamente distinguibles.
-3Todo lo dicho, incluso cuanto hemos leído sobre el tema, tal vez exhiba algo
de intrascendente, de pasatista, de lúdicro, de nugacitatis; pero así ocurre si
se desatiende el problema cabal que puede surgir de aquella doble vía. Se
trata algo serio y preocupante, sobre todo porque nuestro legislador no lo ha
afrontado. Es el auténtico problema de saber qué ocurre si, abierto el proceso falencial, el actor de nuestro ejemplo obtiene, en la etapa verificatoria
del concurso, una decisión que difiere de -y tal vez contrasta- la recaída o la
que recaiga en el juicio por cobro que paralelamente prosigue. En otras palabras, preguntamos qué pasa si el acreedor alcanza una sentencia favorable
en este último juicio, y en cambio fracasa en su intento de incorporación a
la masa pasiva; un juez hace lugar al reclamo, pero en el concurso se declara
inadmisible el crédito. Es el caso más frecuente, tal vez el único que interesa
examinar. Ya vimos que legalmente no existen ni impedimento ni viabilidad
explícita; asimismo, que el derecho subjetivo con su componente de acceso
al tribunal no juega en la demanda de quiebra directa forzosa, donde el peticionario es tan sólo un legitimado entre otros. Y si prospera la tesis admisiva, el auténtico problema habrá de centrarse en la prevalencia de lo que se
resuelva en el juicio por cobro y en el trámite concursal.
Ha de considerarse, por tanto, que en ambas actuaciones recaen sentencias y,
por ejemplo, que en el juicio por cobro se hace lugar a la demanda pero en la
quiebra fracasa el contemporáneo pedido de verificación. ¿Con qué criterio
afrontamos el problema? A falta de norma expresa como ya señalamos, ¿qué
“principios” à la Dworkin socorrerán al magistrado? Entendemos que prevalece
la decisión del juez del concurso. Y no por patriotismo concursal, sino porque,
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aún desvalido de regulación el caso, existen razones para fundar esa postura.
Una de ellas es la circunstancia de que el régimen concursal es específico
respecto del -digamos- ordinario. En trabajos anteriores hemos remarcado
que la añosa caracterización de la quiebra como ejecución universal y colectiva era orientadora, malgrado el error de repetir el desmonetizado término
“ejecución”. Precisamente lo válido de esa lejana caracterización nos aprovecha ahora, pues lo que resta de aquella colectividad y de aquella universalidad
inciden rigurosamente, sobre todo la última, en el punto a elucidar. En efecto,
si esa nota tiene operancia lo es justamente en cuanto atañe a los bienes y
deudas del concursado, aspectos capitales de la situación del deudor que han
de discutirse y resolverse en sede concursal, y al respecto es expresiva la formulación de Piero Pajardi: “todo en el concurso y nada fuera del concurso”.
Pocas dudas tendríamos si se tratara del ensamblaje tradicional de la quiebra,
ya que a miles de kilómetros de los enfoques modernos el proceso concursal
era entonces un partido entre los acreedores y el deudor común. Empero, si
bien desde hace largas décadas el instituto concursal bien poco se parece al
viejo trámite, el cotejo no nos alcanza puesto que nuestro régimen conserva
la estructura y los remedios de 1902, con importantes mejoras en 1933 (ley
11.719), algunos aportes en 1972, y ciertas variaciones -pocas in majus, varias
in pejus- de la inefable legislatura 1994/5. Sigue siendo, pues, un procedimiento para que los acreedores perciban lo que el concursado les adeuda,
aspecto enriquecido por la ley 24.522 y definitorio de la postura anacrónica
de este último régimen. Es decir, aún cuando desde hace al menos medio
siglo se busca en el primer mundo remediar tempestivamente las dificultades
empresariales y muchos signos notorios más de los nuevos tiempos, nuestra ley sigue apuntando a la forma en que los acreedores podrán cobrar lo
suyo. ¿Qué ello es justo? Innecesaria la respuesta. Pero que eso se procure
mediante un trámite tan dispendioso y elefántico merece el símil del cazador
persiguiendo a un gorrión con una ametralladora. Además, nos retrotrae a
los regímenes de 1902 y 1933, con la diferencia, en orden a juicio valorativo,
de que en aquellos tiempos ese criterio prevalecía.
-4Como nuestra ley encomienda al magistrado y órganos del concurso el manejo específico del activo y pasivo del causante, el acreedor que procuraba
el cobro de lo adeudado en juicio ordinario o ejecutivo debe insinuar su
crédito en el concurso. Lo que hasta ese momento llevase actuado valdrá, en
su medida, como material probatorio. Si se trata de “proceso de conocimiento”, la ley le ofrece la oportunidad de proseguirlo en sede concursal, gracias
a una ocurrencia feliz que obtuvo no tan feliz concreción (art. 21 inc.1 ley
24.522). Fuera de ello, a pesar de una increíble omisión de la ley vigente nuestra ley no contiene una disposición que imponga la suspensión genérica
de los juicios de contenido patrimonial contra el concursado- parecería que
una tácita convención hubiera impuesto la sobrevida de los viejos criterios.
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Sea como fuere, si el acreedor, además de insinuarse en el pasivo falencial
prosigue su juicio en otra sede, lo resuelto en este último valdrá, en su medida, para obtener la verificación de su crédito en el concurso, pero si esta última decisión recae antes, de nada servirá continuar el reclamo extraconcursal.
Muy distinta es la situación de quien no promovió demanda, o la prosigue en
otros ámbitos de competencia y la noticia no llega al concurso, pero una vez
concluida la fase necesaria de la etapa de verificación solicitan tardíamente
que se los incorpore a la masa pasiva, esto es, a su respecto no habrá recaído
decisión sobre el crédito.
-5Si el actor en el ejecutivo pide verificación o no, si -juicio de conocimiento- optase por continuar el trámite ante el concurso vía art. 21 inc. 1º, si en
el pedido del art. 32 mencionó el otro juicio, si no lo invocó pero de algún
modo consta, si el síndico lo relaciona entre “los elementos de juicio” -art.
34- e incluye la referencia en su informe del art. 35, son algunos aspectos
que consignamos calamo currente y, por supuesto, cabe multiplicar para enriquecer la tópica.
-6Una variante, aunque reedita el problema de las decisiones ordinarias y concursales en juzgados distintos, la hallamos en el recentísimo y bienvenido
libro “Proceso común y proceso especial concursal” del Doctor Atilio C.
González. El autor refiere un caso que enriquece la problemática que nos
ocupa, a pesar de una particularidad relevante, a saber, no se trataba de soluciones contrapuestas entre el proceso falencial y en un juicio “ordinario”,
digamos (ello para diferenciarlo del concursal) al modo que expusimos en
“3”. Lo explicaremos, omitiendo por fuerza los aspectos que no hicieran
concretamente a nuestro tema.
Un acreedor solicitó la verificación de capital “y accesorias”. El síndico se
expidió únicamente sobre el rubro capital, porque “respecto del resto de
las acreencias (...) no permite su dilucidación en el proceso de verificación...
pues necesariamente debe contarse con la prueba exhaustiva”. Por tanto, el
juez de la quiebra no se pronunció sobre el rubro “accesorias”, acogido en
cambio en sede ordinaria. No existe, entonces, el choque frontal que muestra
la posible inconsistencia entre un fallo y otro, pues en el caso relacionado
por el doctor González ambos jueces fallaron sobre materia diferente. Lo interesante de este último ejemplo es que se dio un conflicto entre prevalencia
de la cosa juzgada que califica a una y otra de ambas sentencias, y es el tema
que el autor desarrolla con detenimiento y solvencia (“La decisión concursal
de inadmisibilidad y la cosa juzgada”, se titula uno de los apartados -p.130-
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del trabajo). Tras detenidas consideraciones, en ese caso específico el Doctor
González otorga prevalencia a la cosa juzgada del fuero ordinario por sobre
la asignada a la sentencia de verificación.
Repetimos que se trata de un aspecto un tanto heterodoxo del posible conflicto recordado en “3”; pero su concomitancia, más lo reciente del libro que
lo trata, nos indujeron a incorporarlo a esta nota.
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