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Revista de Psicoanálisis, Psicoterapia y Salud Mental Vol. 3
nº 7, 2010
TERRORISMO ÍNTIMO
AURORA GARDETA GÓMEZ1
Un estudio realizado en el 20062 revela que el 9.6% de las mujeres residentes en España
de 18 y más años son consideradas “técnicamente”3 como maltratadas, lo que representa
un total de 1.786.978 mujeres, aproximadamente.
La importancia y gravedad de la situación ha impulsado el interés de la investigación
por saber más sobre este tema que no deja indiferente a nadie.
En la violencia de pareja, sobre la que expondremos algunos de los resultados obtenidos
por la investigación actual, la elección de la agresión como vía de intercambio ante los
conflictos no lo convierte en un fenómeno homogéneo. Por el contrario, se han
establecido cuatro tipos de violencia de pareja (Jhonson 2008), que se diferencian entre
ellos tanto por las consecuencias que generan, intensidad, papel que representa cada
miembro, etc.
1
Coordinadora de la Unidad Clínica de Psicoterapia Psicoanalítica Breve de la Usal
Instituto de la Mujer
3
Mujeres que, aunque no se consideren a si mismas como maltratadas, responden que son víctimas de
determinados comportamientos, considerados como indicativos de cierto grado de violencia, por las
personas expertas
2
Uno de ellos es la violencia común de pareja donde los dos miembros actúan de
agresores. Las repercusiones de su violencia no implican severidad y se generan por la
intención de atraer la atención del otro que no está prestando la escucha que se exige en
el momento.
Por otra parte encontramos la resistencia violenta, asociada generalmente a las mujeres
que agraden en reacción o en respuesta a la del hombre.
El control mutuo violento, como forma más rara de violencia de pareja, donde son los
dos miembros quienes agreden por conseguir el control del otro.
Y por último, el terrorismo íntimo, episodios crónicos de violencia cuyas
repercusiones implican heridas de gravedad.
Uno de los hallazgos de las investigaciones centradas en el estudio de la violencia
dentro de la pareja, específicamente el clasificado como terrorismo íntimo, es la
búsqueda de control por parte del maltratador de su compañera sentimental que también
se ejerce mediante el abuso emocional. La mujer queda devastada a todos los niveles: el
control es mucho mayor si la autoestima de la víctima está destruida, así que a la
indefensión que ya de por si genera un maltrato físico, habrá que añadirle el
componente de la humillación y la degradación.
La mujer pierde entonces la capacidad para confiar en su propio criterio, en su
percepción del mundo y las relaciones, de forma que la concesión de esa capacidad
queda colocada en la figura de la pareja, que la manipula intimidando y descalificando.
Cabría esperar que bajo esta situación se experimentasen sentimientos de culpabilidad
de la victima sometida a su agresor, pero la investigación demuestra que generalmente
no es ésta la atribución que generan de las causas de la violencia de su pareja.
(Holtzworth-Munroe, Jacobson, Fehrenbach, y Fruzzetti, 1992).
Sin embargo, y teniendo en cuenta que, a través del terror que provoca en la víctima la
aparición inesperada de la violencia, y aun cuando muchas de las mujeres no atribuyen
la misma a su comportamiento, éstas lo modifican para poder evitar el siguiente
episodio bajo la creencia ilusoria de que “dejará de golpearme si hago lo que él espera
de mi”. Pero la conducta violenta se caracteriza por su impredicibilidad y no cesa por
más que la víctima modifique su comportamiento, hábitos, amistades o cualquier otro
aspecto de su vida anterior al que esté dispuesta a renunciar.
Una vez se instaura la dinámica violenta la única manera de conseguir evitarla es
escapando de ella.
Deschner (1984) nos propone un modelo que explica cómo se llega a crear el ciclo de la
violencia:
Todo comienza con un contrato simbólico que ambos miembros de la pareja aceptan al
elegirse mutuamente: hay que satisfacer las necesidades del otro, lo que implica
renunciar a otras relaciones estableciendo una dependencia y exclusividad afectiva
difícilmente asumible.
Llega el momento en el que el abusador interpreta un comportamiento de nimia
trascendencia de la victima como la ruptura del contrato. Se siente gravemente dañado y
abandonado pero incapaz de comunicarlo. El sentimiento de rechazo llevado en silencio
se convierte en rabia que será la antesala al estallido de la violencia. Para evitar que se
repita la situación que le colocó en desventaja emocional, reacciona con amenazas y
coacciones. El otro miembro responde a las mismas aumentando así la escalada de
ansiedad del agresor que termina atacando de forma desmedida a la pareja perdiendo la
capacidad de racionalidad durante el episodio. La víctima cesa su comportamiento para
protegerse del ataque y no provocar más furia por lo que refuerza la conducta del
agresor que ha conseguido detener aquello que le molestaba. Éste aprende que con la
violencia adquiere la solución al control del otro. Cuando el abusador toma distancia y
valora lo que ha hecho, suplica el perdón de la víctima prometiendo que no lo volverá a
hacer. La pareja lo percibe honesto y lo perdona, volviendo al contrato de dependencia
mutua que perpetua la situación en el tiempo, repitiéndose el ciclo una y otra vez.
Se han establecido algunos de los controles cognitivos que utilizan las personas que se
detienen antes de agredir. Ejemplos de ellos son los controles religiosos (el otro es mi
semejante), legales (miedo a la sanción legal), de grupo (pegar a una mujer no es de
hombres), culturales (a las mujeres hay que protegerlas), etc., y se ha enfatizado su
interés teórico, pero quizás no sean tan importantes los mismos como el preguntarse qué
hace que una persona se detenga bajo estos supuestos. Al fin y al cabo, las razones
últimas (religiosas, culturales, legales, etc.) guardan en común la justificación del uso de
otros medios diferentes al de la agresión.
La elección de la violencia en la pareja como modo de coerción parece sugerirnos
desviaciones patológicas donde la agresión sea la moneda de cambio; pero de nuevo la
investigación nos demuestra con sus resultados conclusiones inesperadas.
Tal y como lo revela el estudio de Holtzworth-Munroe y Stuart (1994), no es la
patología lo que puede responder a aquello que subyace al comportamiento violento. El
grupo de delincuentes se asemeja a la mayoría de los grupos de comparación no
violenta. Además, la violencia no forma parte del manejo de las relaciones ya que ésta
se limita a los miembros de la familia.
Por otra parte, en el resultado del estudio de Dutton and Ferry (1999), aparece que las
personalidades que más alto puntuaron en antisocial y sádicos en la subescala del
inventario Multiaxial de Millon fueron superiores en el subgrupo de los que cometieron
asaltos no letales en los episodios de agresión.
Otro tipo de investigación menos frecuente, interesada en el estudio de la violencia de
pareja, es la que se centra en aspectos individuales del sujeto, como la que presentan
Jacobson y Gottman en el 98, en la que se hacen preguntas sobre las raíces de la
infancia de las personalidades de los hombres maltratadores.
Entender cómo fue el proceso de aprendizaje de un sujeto, sus modelos de afecto,
estructura familiar y demás aspectos fundamentales de la biografía, puede aportarnos
una visión individual del caso importante para el trabajo terapéutico.
Pero el análisis además de atender a las manifestaciones de la violencia, cómo se gestan
los impulsos agresivos, las características de personalidad, etc., tiene que recoger las
influencias culturales para entender la construcción de la violencia a otros niveles. Así
nos expone Strauss (1999) su estudio, en este caso de las mujeres que agraden a los
hombres, ejemplos de estas raíces sociales: una bofetada a un hombre es una forma
adecuada de comportamiento femenino.
Aunque lo más preocupante, en cuanto a sus consecuencias respecta, es la violencia del
hombre hacia la mujer, pero más aun, cuando tiene lugar repetidas veces.
En una relación de maltrato, necesariamente tiene que existir una víctima “dispuesta” a
sufrir, es decir, a convertirse en víctima exponiéndose a situaciones peligrosas que
conforman el equilibrio entre el que victimiza y el que tolera la victimización.
Son muchos los factores que pueden estar favoreciendo el mantenimiento de la relación
abusiva y que impiden finalizar la situación de maltrato. Como decíamos anteriormente,
la influencia de la cultura mucho tiene que decir respecto de la violencia en una
sociedad concreta.
En el artículo de Jonson-Ferraro “Research on Domestic Violence in the 90s”, señalan
cómo en los países que se recuperan de la guerra, las políticas pueden limitar el acceso a
dispositivos o reducir la capacidad de la mujer para adquirir empleo, lo que sin duda les
va a perjudicar en la decisión de abandonar la situación de abuso.
Hogeland y Rosen (1990): las mujeres inmigrantes que sufren violencia en sus hogares
a menudo se ven limitadas por las barreras lingüísticas, temor a la deportación, la falta
de transporte, el miedo a la pérdida de la custodia de los hijos, y los tabúes culturales.
Williams (1998) nos señala como en Irlanda del norte, los recursos de la comunidad se
desvían en el conflicto y hay una mayor prioridad por mantener las familias unidas.
En el artículo de Jonson-Ferraro “Research on Domestic Violence in the 90s”, nos
hablan de la dificultad en el reconocimiento del maltrato que para muchos inmigrantes
resulta vergonzoso. Las mujeres asiáticas están socializadas para creer que la culpa del
fracaso es de una misma.
Y para terminar, rescatamos las palabras de Sanmartin, J., que asegura que esta
violemcia no es un asunto perteneciente a la esfera íntima de la pareja y que, como tal,
debe ser resuelto por sus miembros sin intervención externa alguna,
“La violencia de pareja, como cualquier otra forma de violencia, no es una
cuestión privada: no es algo propio solamente de quien la sufre. Muy al
contrario: es un atentado contra los derechos humanos de las víctimas y, por
consiguiente, es una cuestión pública. Nos afecta a todos desde el momento
mismo en que socava los cimientos de nuestra sociedad”
BIBLIOGRAFÍA
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Sage
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