La Dimensión Espiritual en la Vida Cotidiana (artículo publicado en revista Uno Mismo Nº157, Santiago de Chile, Enero 2003) Alejandro Celis H. Existe, en forma muy generalizada, la idea de que la dimensión espiritual es un ámbito separado de lo que vivimos cotidianamente: algo que se contacta sólo en los recintos destinados a eso por las religiones establecidas o cuando practicamos algún tipo de meditación o ritual. Además, la mayoría de dichas religiones han intentado convencernos –y muchas veces lo han logrado- de que necesitamos “mediadores” (léase sacerdotes) para conectarnos con la espiritualidad. No conozco el origen de esa idea, pero por cierto que refleja un concepto muy mezquino de lo que es la espiritualidad: una separación entre ese ámbito y “lo mundano”, la que quizás también guarda relación con la separación que nos han enseñado entre cuerpo y espíritu, entre lo divino y lo demoníaco, entre virtud y pecado. Si reflexionamos al respecto, esta división se relaciona, no sólo con todas las guerras religiosas (entre grupos que creen ser los únicos que están en “lo correcto”), con los engendros persecutorios como la Inquisición y la quema de supuestas “brujas”, sino también con gran parte del sufrimiento humano: ése que es causado por nuestras creencias acerca de “lo bueno y lo malo”, “lo correcto y lo incorrecto” y, naturalmente, lo que está “bien” y lo que está “mal” en nuestro interior y en nuestros actos. ¿Qué es la “espiritualidad”? Existe, felizmente, una concepción que incluso aparece de diversas formas en lo que algunas religiones llaman “sagradas escrituras”, y que asevera algo diametralmente opuesto: que todo, todo lo manifiesto e inmanifiesto se halla constituido por la misma sustancia, y que nada, nada, es ajeno a ella. Sí, que incluso lo que llamamos horroroso o retorcido forma parte –de un modo que nos resulta difícil entender- de ese Todo, de Dios o de como llamemos a esa energía única. ¿Cómo podría ser diferente? Si hay un origen único para todo, ¿qué podría serle ajeno? La caricatura del Diablo es una salida demasiado infantil... un personaje travieso que trata de hacernos tropezar a cada paso. Sin embargo, cabe preguntarse: si hay un origen único para todo, ¿por qué no estamos en contacto con esa verdad en todo momento, por qué no vivimos en el éxtasis? La pregunta es compleja y, como tal, no tiene una respuesta simple. Pienso que parte de los motivos guardan relación precisamente con las actitudes que hemos aprendido a tener frente a la realidad: a valorar –e incluso a idealizar- algunos aspectos y a quitarle todo valor e importancia a otros. Jerarquizamos: tales personas son valiosas, éstas otras no; este tipo de trabajo es importante y da status, este otro denigra; estos pensamientos, estas vivencias y estas emociones son valiosas y nos exaltan, estas otras son negativas y debo rechazarlas. Esto no es nada de banal: el efecto de esta división en nuestro interior es devastador. Implica que, ni más ni menos, nos cerraremos internamente frente a cada una de esas experiencias que hemos catalogado como indignas: dejarnos llegar por una determinada persona, disfrutar de una actividad determinada o aceptar y vivenciar plenamente determinadas experiencias. 2 Por ejemplo, millones de personas en todo el mundo se pasan la vida completa odiando su trabajo pero permaneciendo aferrados a él por todo tipo de consideraciones; en concreto, esto significa que desde el minuto que anticipan siquiera que deben ir a trabajar, se sumergen en todo tipo de pensamientos y actitudes negativas, las que van a afectar poderosamente su estado de ánimo y su salud física. Llegan a su lugar de trabajo y durante las horas en que permanecen allí van a estar periódicamente torturándose a sí mismos del mismo modo. Si parte de su labor implica atender personas, lo más probable es que con esa actitud interna las traten de modo muy poco amable, de modo que además van a contaminar a otros con su malestar. Es claro que es muy difícil que una persona que se intoxica a sí misma de esta manera pueda simplemente cambiar de switch cuando sale del trabajo y anular el efecto de lo que ha vivenciado durante todo el día; y, aunque pudiese hacerlo –como posibilidad únicamente teórica- esa persona dedicará la mayoría de las horas de vigilia de su vida a trabajar... de modo que a esta altura creo haber dejado claro que el efecto es evidente. Al principio... Dejando planteadas las dos principales concepciones de la espiritualidad que conozco–y dejando claro que me inclino por la segunda-, deseo exponer en las siguientes líneas una posible explicación del modo como nos alejamos de nuestra fuente de goce interno, y luego sugeriré formas de permanecer conscientemente en contacto con la omnipresente dimensión espiritual. Cuando llegamos a esta vida, vivíamos inmersos en el “Todo”, aunque sin consciencia de éste, tal como el pez en el agua no tiene conciencia de ella hasta que lo sacan de su elemento. Vivíamos en el presente, nos involucrábamos enteramente en lo que estábamos haciendo, éramos “totales” a la hora de expresar emociones, y estábamos en estrecho contacto con nuestras claves internas. El paraíso... sólo que sin consciencia de estar allí, elemento que al parecer surge cuando venimos de vuelta. Por tanto, sin consciencia de tener un tesoro, lo perdemos a consecuencia del lavado de cerebro del condicionamiento y de nuestra necesidad de conservar el afecto de los adultos que nos rodean. Y en el proceso, asimilamos una serie de patrones de conducta, rígidos y limitantes, que eufemísticamente reciben el nombre de “personalidad”. Los patrones son respuestas automáticas, repetitivas y predecibles que se nos detonan frente a determinadas circunstancias. Por ejemplo, frente al sexo opuesto o frente a figuras a quienes atribuyamos autoridad, vamos a reaccionar de modo similar cada vez. Los patrones nos evitan la incertidumbre y la angustia de decidir, pero nos encasillan en una alternativa estrecha de conducta que no corresponde a la riqueza multifacética de nuestro potencial. Nos adaptamos y olvidamos el paraíso. Nos sentimos “grandes”, “maduros”, con “nuevas e importantes responsabilidades”, aparentamos seguridad en nosotros mismos... pero por lo general, la magia que vivimos en la niñez se ha ido. 3 La situación auto-frustrante del neurótico común Cuando hablo de “neurótico común” me refiero a la mayoría de nosotros: no en un tono peyorativo sino simplemente indicativo. Es un hecho que gran parte de la Humanidad vive internamente una situación que se aleja mucho de la paz y la armonía internas. Producto del condicionamiento, vivimos en la mente –preocupados de ser cautelosos, calculadores, pensando en las consecuencias antes de actuar, evitando las situaciones que pondrán a prueba nuestros escasos recursos-. Damos crédito a nuestros pensamientos por sobre cualquier otra señal: nos hemos desconectado del cuerpo, de la intuición y de las señales de nuestra sensibilidad. Sostenemos opiniones, creencias y juicios que aprendimos de los demás a través del condicionamiento, y los repetimos como loros sin darnos cuenta de que no son nuestros. Somos invadidos por estados de ánimo pegajosos y persistentes, y ni siquiera sabemos de dónde salieron... sólo que de pronto estamos enteramente impregnados de uno de ellos. La auto-crítica, la duda, el auto-sabotaje continuo que solemos producirnos a nosotros mismos – producto también de las críticas que recibimos en nuestra niñez y adolescencia- no nos permiten seguir nuestros impulsos de expresión y expansión, no nos permiten satisfacer fluidamente nuestras necesidades, más allá de las de estricta supervivencia. Deseamos acercarnos a alguien; pero no, no conocemos a esa persona o tememos su rechazo. Deseamos expresar una opinión o un sentimiento en un grupo, pero tampoco nos lo permitimos: la auto-crítica –que se anticipa a la posibilidad del rechazo de los demás- nos sabotea desde la aparición misma del impulso. Deseamos hacer algo, pero tememos sufrir; y entonces se da la paradoja de que anulamos nuestro impulso –y sufrimos por ello- para evitar un hipotético sufrimiento futuro (!). A consecuencia de esto, acumulamos frustración: una serie de asuntos inconclusos que merodean en nuestra mente y que son, a la vez una distracción continua y un argumento más que, desde nuestra persistente auto-crítica, “demuestran” nuestra incapacidad de vivir en forma satisfactoria. Llamo asuntos inconclusos, entonces, a situaciones en que debido a mis inhibiciones no he expresado lo que mi impulso me dictaba, quedando en consecuencia “ruido” en la mente –incesantes reflexiones respecto a lo que pude haber hecho y no hice, diálogos internos con las personas involucradas, fantasías de realización, etc-. Nuestro estado de insatisfacción nos deja en un estado de ánimo quejumbroso, en una actitud de reclamo frente a una realidad construida por nosotros mismos, pero de la cual nos negamos a responsabilizarnos. El camino de vuelta: el elemento clave Sin embargo y a pesar de todo, tenemos la sensación de tener las cosas controladas, así que por lo general no nos interesa modificar este estado de cosas... a menos que tengamos algún tipo de crisis. Puede que los demás observen la situación –siempre es más fácil ver las cosas desde afuera- y nos den consejos y sugerencias. Sin embargo, poco vale la opinión de los demás respecto a lo que constituye o no un problema para nosotros: somos precisamente nosotros quienes debemos percibirla como un problema que debemos solucionar. 4 Supongamos que, por ejemplo, tengo un problema de timidez que ya no soporto, porque me limita en un sinnúmero de situaciones: no me atrevo a hablarle a las personas, no logro expresar lo que siento en forma coherente, me aterra imaginarme siquiera acercándome a personas del sexo opuesto que me atraen, no expongo jamás mi opinión porque no siento que tenga importancia. Puede que durante un tiempo considerable me haya resignado a esta situación, sintiendo que no tiene salida. Sin embargo, por el motivo que sea, ahora ya no la soporto más y estoy dispuesto(a) a hacer lo que sea necesario para cambiarla. Con eso, se ha logrado el primer elemento de cambio, y quizás el más importante: un deseo propio y auténtico por modificar la situación. Ni siquiera es importante que a esa altura no tengamos idea de qué hacer para generar el cambio; el primero es el factor clave, y tanto así que es este impulso original el que nos guiará a dar los pasos necesarios. Los métodos tienen importancia secundaria: el marketing de técnicas de nombres rimbombantes lleva a engaño, pues no es la técnica lo que genera el cambio, sino la voluntad del interesado. El cambio global Quizás los más grandes obstáculos que enfrentamos en nuestro camino hacia una mayor plenitud son la resignación y la comodidad, las que constituyen un verdadero lastre que nos mantiene pegados al statu quo; de allí que este primer impulso resulte tan importante. Una vez realizado algún cambio con éxito –como el ejemplo anterior- las cosas se ponen considerablemente más fáciles, puesto que le hemos tomado el sabor a nuestras verdaderas capacidades, hemos recuperado algún grado de fe en la vida y, por tanto, es menos probable que nos resignemos de nuevo. Puede que nos atasquemos en el camino, pero es también probable – aunque depende enteramente de nosotros- que sigamos adelante en un proceso más radical, globalizado, que sacuda las raíces de aquello que nos mantiene insatisfechos. Daré algunas sugerencias para aquellos que opten por esta alternativa. Quizás la segunda clave –tanto o más importante que la primera- es la honestidad. Fundamentalmente, honestidad para con nosotros mismos, para escucharnos y no autoengañarnos. Y, ¿qué es lo que escuchamos? Las claves internas: las señales del cuerpo y de la intuición. Para esto, deberemos volver a sensibilizarnos donde nos hemos adormecido. Pero, repito, la voluntad y la intención de cambio son lo más importante, no el cómo. Ponemos atención: ¿qué señales recibo? ¿Cuáles asuntos inconclusos insisten en crearme “ruido” en la mente? ¿Qué impulsos me surgen? Es importante minimizar los motivos que me alejan del presente: todo asunto –actual o antiguoque me surge una y otra vez en la mente requiere atención de mi parte. Quizás por un tiempo deba dedicar considerable energía a cerrar los asuntos inconclusos que dejé mientras “invernaba”. Deberé hablar con personas, escribir cartas, realizar rituales: lo que sea necesario para sentir que la inquietud se ha minimizado lo más posible. Y después de eso, estaré más presente en el aquí-ahora, y quizás me sea posible detectar en el momento los impulsos que me surgen –y también la fuerza inhibitoria, producto del hábito-. Donde sintamos discordancia, 5 “ruido” o limitación –es decir, donde no nos sintamos siendo verdaderos con nosotros mismosdeberemos correr riesgos si queremos descondicionarnos. El hábito de la represión ha sido poderoso, y nos encontramos en la situación de no saber cómo actuar en forma más satisfactoria. Como dije: deberemos correr riesgos, buscando por ensayo y error conductas alternativas que reflejen mejor nuestra realidad; asumiendo, por cierto, las consecuencias de nuestros experimentos. A la inversa del caso del neurótico, deberemos optar activamente por poner atención al presente: a nuestras claves sensoriales y corporales, en desmedro de la atención puesta durante prácticamente la vida entera a los pensamientos, en su forma de monólogos mentales repetitivos. Esto nos desconecta del poder de este hábito repetitivo, el que a mi juicio constituye la principal forma en que se perpetúa el condicionamiento. Para finalizar, un elemento que en mi opinión es un motor de cambio fundamental: invertir activamente la división de que hablábamos al principio y proponernos abrazar cada vivencia, cada experiencia que la vida nos pone por delante. Si nos observamos en el día a día, veremos que es frecuente que dediquemos gran cantidad de energía a oponernos a lo que está de hecho ocurriendo –otra expresión de la división que aprendemos-; es necesario, entonces, revertir esto, desconectar el hábito de la oposición y simplemente permanecer abierto y alerta frente a cada situación que se nos presenta, en el entendido de que es una oportunidad más de experimentarnos a nosotros mismos. La misma apertura debemos practicar, por supuesto, con nuestras vivencias internas. Otra clave estrechamente relacionada con la anterior es revertir nuestro patrón de queja y comenzar a agradecer por lo que tenemos. La gratitud es, sin duda, un motor sorprendente en su efecto: con sólo agradecer cotidianamente aquellas cosas que normalmente damos por sentadas en nuestra vida –por ejemplo, que estemos vivos, que tengamos salud, que tengamos oportunidades de aprender, que existan personas que nos amen- el corazón se abre y el mundo se ve diferente. Y, como decía el Principito, los ojos del corazón ven cosas muy diferentes: ven el Paraíso en esta misma Tierra que creíamos conocer tan bien. Y para entonces ya no nos preguntaremos por la dimensión espiritual, pues la tendremos frente a nuestros ojos. -----------------------Charla dictada en el Evento “Semillas de Luz”, edificio Diego Portales de Santiago, Sábado 10 de Agosto 2002.