Más allá del «techo de cristal - Ministerio de Empleo y Seguridad

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Más allá del «techo de cristal»
Diversidad de género
ESTER BARBERÁ HEREDIA *
AMPARO RAMOS, MAITE SARRIÓ, CARLOS CANDELA **
V
alorar la situación actual de las mujeres en el mercado del trabajo exige,
como condición previa, ubicar la información disponible en unas coordenadas temporales y geo-políticas determinadas. El
marco general en el que se sitúa este trabajo
es el de los países desarrollados a comienzos
del siglo XXI. Si bien las referencias más
concretas se analizan en el contexto español,
en estrecha interacción con los demás países
que integran la Unión Europea, la presencia
dominante del imperio norteamericano se
deja sentir tanto en el tono discursivo como
en gran parte de los conceptos y explicaciones importadas.
Una característica de la situación laboral
—que comparten entre sí países como España, Gran Bretaña, Italia, Francia, Alemania,
Canadá y Estados Unidos— es la persistencia de discriminación de género. Esta discriminación se explicita a nivel horizontal y vertical, tal y como registran indicadores estandarizados relativos a las tasas de actividad
laboral de hombres y mujeres, de empleo y
desempleo, así como a los niveles salariales
* Catedrática del Departamento de Psicología
Básica. Universitat de València.
** Becarios de Investigación del Institut Universitari
d’Estudis de la Dona. Universitat de València
comparativos. Otros índices más cualitativos,
referidos al reconocimiento social del trabajo
o a las oportunidades de promoción profesional, ofrecen resultados semejantes que avalan la existencia de discriminación generalizada contra las mujeres (Barberá, Sarrió y
Ramos, 2000).
La distribución desproporcionada de
mujeres y varones por sectores laborales
específicos —segregación horizontal— es un
hecho constatable, que se evidencia a través
de la calificación de masculino o femenino en
tanto características atribuidas a bastantes
trabajos. Socialmente, la carrera de magisterio, y en particular la educación infantil, se
considera un trabajo femenino, mientras que
las actividades de ingeniería en obras públicas suelen etiquetarse como masculinas. La
segregación de género se convierte en discriminatoria en la medida en que las actividades laborales femeninas van acompañadas de
sueldos más bajos, mayor índice de desempleo, menor valoración social y mayor inestabilidad. Es bastante frecuente, en muchas
unidades familiares en las que trabajan
ambos miembros de la pareja, que cuando
surge algún contratiempo inesperado, sea la
mujer la primera en abandonar su puesto, so
pretexto de haber sido explícita o implícitamente asumido por toda la familia como actividad subsidiaria. A su vez, el carácter de
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complementariedad, característica del trabajo femenino, deriva fundamentalmente de la
menor dedicación temporal y de la menor
retribución económica, con lo que los indicadores previamente mencionados —salario,
tiempo, valoración, estabilidad— se realimentan entre sí y generan el «efecto madeja».
Además de discriminación horizontal, la
documentación existente presenta como
hecho significativo que, sea cual sea el sector
laboral analizado, incluidos los más feminizados, la proporción de mujeres disminuye a
medida que se asciende en la jerarquía piramidal, de modo que su presencia ocupando
posiciones de poder y asumiendo responsabilidades laborales es mínima. Esta discriminación vertical se observa tanto si comparamos los porcentajes de varones y mujeres por
categoría laboral en un determinado sector,
como si se toma en consideración la cantidad
de mujeres que, hoy en día, figura entre la
población activa, teniendo en cuenta, además, su nivel de formación y preparación profesional. Según datos recientes, el porcentaje
de mujeres que desempeñan actividades
laborales situadas en la cúspide de la pirámide organizacional se sitúa en torno a un 2%,
cifra que presenta pocas variaciones en países como España, G. Bretaña, Italia, Canadá
y EE.UU (Barberá, 2000a).
La existencia de una situación discriminatoria generalizada en el mercado del trabajo
es el argumento fundamental para sostener
la necesidad de incorporar la perspectiva de
género en el análisis de la organización laboral. Sin embargo, conviene resaltar que ninguna de las afirmaciones anteriores significa
considerar ni que todas las mujeres están discriminadas en sus trabajos ni tampoco que
cualquier mujer está en peor situación laboral que cualquier varón. Es más, la situación
socio-laboral de las mujeres está, hoy por hoy,
tan diversificada que se puede afirmar que
las diferencias existentes entre distintos grupos de mujeres —privilegiadas versus no privilegiadas— son mayores que las que puede
haber entre hombres y mujeres que ocupan
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posiciones profesionales con estatus elevado.
En el análisis de la situación laboral actual
de las mujeres hay dos indicadores que resultan muy útiles para delimitar sus posibilidades reales de acceso a posiciones con capacidad de decisión y autonomía. Ellos son: i) el
nivel de formación y preparación profesional
conseguidos y ii) el contar con ayuda para
afrontar las responsabilidades y cargas familiares (Villota, 2000).
Incorporar la perspectiva de género en el
análisis organizacional, aunque sea necesario, no resulta una tarea fácil. La complejidad
del género como categoría de análisis deriva
de su propia conceptuación. El género no se
interpreta ni como una esencia ni tampoco
como una naturaleza inherente a la especie
humana. Se concibe, por el contrario, como un
sistema dinámico que se desarrolla a partir
de las continuas interacciones entre componentes biológicos, sociales y psicológicos. La
reproducción sexuada, característica que
comparten las especies animales más evolucionadas, hace que en los humanos se inicie,
desde el momento mismo de la concepción,
una serie de procesos diversos, en los que las
atribuciones sociales y los factores genéticos,
hormonales y neurales van a intervenir de
manera compacta e intrincada. Nacemos ya
con la etiqueta puesta de niña o niño y dicha
etiqueta se va a ir llenando de significados
sociales y psicológicos que irán jalonando el
curso de nuestras vidas (Barberá, 1998 a).
Cualquier aproximación al conocimiento del
significado del género que no tome en consideración las interacciones continuas entre
todos estos factores, así como los progresivos
solapamientos de la dimensión género con
otras características de muy diverso tipo,
demográficas, caracteriales, sociales y contextuales, van a dificultar la comprensión de
la multiplicidad de aristas que posee la realidad psico-social en la que vivimos.
La psicóloga experimental Rhoda Unger
(1985) alude metafóricamente a dicha complejidad interactiva a través del juego de desgranar una cebolla. Cuando la tenemos en la
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mano, recien extraida de la tierra, podemos
referirnos a ella como un objeto concreto y
bien definido, que posee un cuerpo integrado.
Sin embargo, si pretendemos acceder al corazón de este bulbo y empezamos a quitar capas
podemos llegar, tras quitar la última, a
encontrar que el objeto inicial se ha desvanecido por completo. En un sentido similar, se
puede pensar que la categoría género (el
hecho de sabernos mujeres o varones y las
connotaciones que dicha percepción social
acarrea) se construye en interacción con otras
dimensiones centrales, como son la etnia, la
edad, la clase social o el nivel de formación
adquirida, generando como resultado una
enorme diversidad cultural, social, biológica
y psíquica. Querer acceder a la esencia que la
constituye, separándola para ello de los
diversos envoltorios que la circunscriben,
puede ser una pretensión bienintencionada,
pero posiblemente infructuosa.
1. AFRONTAMIENTO DE LA
DISCRIMINACIÓN LABORAL DE
GÉNERO: EL ENFOQUE DEL
TECHO DE CRISTAL
La evidencia empírica de que las mujeres
están discriminadas en el mercado del trabajo
ha alentado una serie considerable de investigaciones. A pesar de la variabilidad de enfoques teóricos y de planteamientos metodológicos, el objetivo compartido por muchos investigadores ha sido conocer las causas explicativas
de la discriminación, requisito imprescindible
para proponer opciones alternativas y medidas de cambio. La lógica que ha guiado el desarrollo de muchos trabajos ha sido la siguiente:
para afrontar la discriminación laboral de las
mujeres hay que conocer cuáles son sus causas, por qué y cómo se produce y desde dicho
conocimiento ver qué se puede hacer para
modificar la situación (Monacci, 1997).
Bastantes explicaciones cifran el inicio de
la discriminación laboral de género en la clásica división sexual del trabajo entre activi-
dades productivas y reproductivas (Borderías
y Carrasco, 1994; Hartmann, 1994). Otras,
sin embargo, analizan las desigualdades
como una consecuencia derivada de las respectivas posiciones sociales desempeñadas
por los hombres y las mujeres en la estructura organizacional. De acuerdo con la teoría de
Kanter (1977), el problema no es ser mujer, ni
la naturaleza femenina ni la prioridad que
históricamente las mujeres han dedicado a
las actividades de reproducción y cuidado. La
razón explicativa de la discriminación laboral
radica en las distintas posiciones que las personas ocupan en el mercado y en el
interés/desinterés intrínseco que los trabajos
conllevan. Lo que suele ocurrir es que en la
medida en que, por regla general, las mujeres se sitúan en los escalafones laborales
inferiores, ha habido un solapamiento entre
posición laboral y género. Esta explicación
incorpora asimismo el efecto madeja, haciendo operar la re-alimentación del siguiente
modo:
i)
las mujeres acceden tarde y sin preparación al mercado laboral
ii)
entran, por tanto, en él por la puerta
de atrás, ocupando las posiciones
que los varones dejan libres y asumiendo que sus aportaciones tienen
un valor subsidiario y de total precariedad
iii)
los intereses y dedicaciones laborales de las mujeres van a ser inferiores
Desde hace ya algunas décadas, el nivel de
formación y cualificación profesional de las
mujeres de los países desarrollados ha variado de forma drástica, hasta el punto de que,
en la actualidad, en España, el porcentaje de
alumnas que obtiene graduación universitaria es superior al cincuenta por cien (promedio de 55% en carreras de ciclo largo y 64% en
carreras de ciclo corto). Nos encontramos con
la generación de mujeres jóvenes mejor formadas y con mayor nivel cultural de toda la
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historia de España. No se puede esgrimir, por
tanto, el argumento de la falta de preparación
profesional de las mujeres como un criterio
generalizado.
1.1. La metáfora del techo de cristal
La perspectiva de género ha puesto de
relieve que ni el incremento vertiginoso en el
nivel formativo ni tampoco la participación
generalizada de mujeres en el mercado del
trabajo ha generado un incremento proporcional en posiciones de poder y puestos laborales con capacidad de decisión. Incluso en el
caso de muchas mujeres bien preparadas que
han tenido el privilegio de acceder a una profesión con estatus y reconocimiento social,
resulta desconcertante observar cómo, en un
determinado momento, se estancan y encuentran barreras en la promoción de su carrera.
En los años ochenta se acuña la expresión
techo de cristal, cuya popularidad ha ido en
aumento hasta alcanzar su plenitud en la
década de los noventa ( Peck, 1991). Con esta
metáfora se pretende representar, de una
manera muy plástica y elocuente, las sutiles
modalidades de actuación de algunos mecanismos discriminatorios. En tanto discriminatorios, estos mecanismos obstaculizan el
desarrollo profesional de las mujeres, las
limitan y les marcan un tope difícil de sobrepasar. Pero las barreras no siempre se explicitan ni son evidentes, razón por la cual su
indagación y afrontamiento se convierte, a
menudo, en un camino sinuoso, largo y no
exento de tropiezos. Muchas mujeres no pueden explicar por qué, con frecuencia, no consiguen escalar más puestos en su profesión. Y
es que el techo de cristal, aunque transparente, resulta muy efectivo.
La invisibilidad de las barreras ha favorecido el desarrollo y proliferación de explicaciones que tratan de situar el freno profesional en características internas de las propias
mujeres. No se trata, como ocurría antes, de
la existencia de una legislación laboral discri-
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minatoria, ni tampoco de carencia formativa.
En principio, todos y todas son iguales ante la
ley y pueden promocionarse si han adquirido
la preparación necesaria para ejercer un
puesto determinado. Si las mujeres no alcanzan posiciones más relevantes la responsabilidad es suya. Pero, hoy en día, resulta demasiado incoherente sostener que son poco inteligentes o que no tienen determinadas habilidades cognitivas. Los éxitos académicos obtenidos por muchas mujeres en carreras estereotipadamente masculinas han contribuido a
romper este tópico. Las explicaciones alternativas se vuelven contra ellas por el lado de
los intereses y motivaciones personales. Son
las actitudes de las mujeres, y no sus aptitudes, las principales responsables de un desarrollo profesional lento y deficitario (Barberá, Ramos y Sarrió, 2000).
Teorías psicológicas y sociales recientes
han atribuido como posible explicación del
estancamiento profesional de las mujeres, los
diferentes niveles de compromiso y de dedicación al trabajo, así como los distintos significados que para ellas tiene el ámbito laboral.
En psicología organizacional se ha acuñado la
expresión «centralidad del trabajo» en la vida
de los individuos (Prieto y Zornoza, 1990), y
con frecuencia se alude a diferencias significativas en función de que los individuos sean
mujeres u hombres. Igualmente, el sociólogo
Lipovetsky (1997) ha tratado de explicar, a
través del concepto de tercera mujer, el sentido que tienen las diferentes miradas de los
hombres y de las mujeres ante temas centrales de nuestras vidas. Entre estas diferencias
incluye el significado del trabajo y el valor del
poder.
La investigación psicológica ha explorado
los fundamentos empíricos en los que se apoyan las explicaciones referidas a diferencias
entre mujeres y varones en motivaciones y
rasgos generales de personalidad (ambición,
empatía, motivación de poder, habilidades
interactivas), o en comportamientos y actitudes específicas (nivel de eficacia, nivel de
compromiso o nivel de esfuerzo). Una revi-
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sión de los principales resultados obtenidos
nos lleva a plantear como primera conclusión
que hay mucha investigación, pero poca claridad interpretativa (Monacci, 1997). Las principales conclusiones se pueden sintetizar en
los siguientes términos:
i)
hay poca evidencia empírica que
apoye la existencia de diferencias
significativas entre mujeres y varones en la prioridad que atribuyen al
trabajo,
ii)
las pequeñas diferencias observadas
no siempre son negativas para las
mujeres. Por ejemplo, el «liderazgo
interpersonal» o «las habilidades de
comunicación» son cualidades atribuidas a las mujeres y resultan altamente valoradas en los trabajos de
dirección,
iii)
es posible explicar las diferencias
observadas desde factores personales (edad, nivel de formación o carácter) y, sobre todo, contextuales (vivir
sólo o en pareja, tener o no hijos, cargas familiares asumidas). Lo que
ocurre es que muchos factores contextuales se relacionan estrechamente con los roles de género,
iv)
en algunos casos, incluso, el resultado parece depender del método de
análisis empleado.
En relación con los procedimientos metodológicos es muy importante saber quién contesta a las preguntas planteadas (estudiantes, directivos, subordinados), en quién está
pensando cuando contesta (mujeres y hombres en general, en mi jefe, en sí mismos) y
cómo se pregunta (cuestionario, entrevista,
dinámica de grupos). Por regla general, cuando las personas contestan sobre diferencias
entre mujeres y varones sin tener en la mente a una persona en concreto, las respuestas
tienden a ser más estereotipadas, de manera
que las mujeres se presentan más femeninas,
los hombres más masculinos y, por tanto, las
diferencias se incrementan (Barberá, Sarrió
y Ramos, 2000).
1.2. Cultura organizacional y
conciliación familiar
Existe, en el momento actual, suficiente
investigación teórica y empírica que avala la
persistencia del «techo de cristal» en el desarrollo profesional de las mujeres, a pesar de
los avances sociales conseguidos a favor de la
igualdad de oportunidades y de las medidas y
acciones desarrolladas durante las últimas
décadas. Una prueba evidente de que el problema se mantiene es la aparición del movimiento WIM (Women In Management) entre
cuyos principales objetivos está incrementar
la representatividad de las mujeres en puestos de dirección (Helgesen, 1990). Guiado por
este propósito, el grupo WIM se ha interesado
por conocer el funcionamiento y modo de operar de las barreras implícitas. Este análisis
incorpora la confluencia de múltiples factores
entre los que cabe destacar el fuerte arraigo
de las tradiciones culturales, las relaciones
de poder que sigue habiendo entre mujeres y
hombres, así como otras dimensiones de
carácter psico-social relativas a la construcción subjetiva de la feminidad y la masculinidad (Morrison y Von Glinow, 1990).
Para explicar el proceso de marginación
continuada hacia las mujeres que acontece en
los entornos laborales, diversas teorías han
intentado aglutinar algunos de los argumentos previamente expuestos a través del concepto de cultura organizacional. Con este término se alude al conjunto de significados,
valores y normas que comparte cada organización, dirigiendo las relaciones entre las
personas, creando redes y atribuyendo significados, hasta el punto de llegar a establecer
una identidad colectiva (Alvesson y Billing,
1997). Es evidente que cualquier persona se
siente, en mayor o menor medida, implicada
en aquellos grupos de los que forma parte, de
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modo que la atmósfera general que allí se respira llega a formar parte de la propia identidad.
La teoría del capital humano (Jacobs,
1999) considera que el proceso de automarginación de las mujeres deriva, en parte, de su
falta de tiempo para dedicarlo al reciclaje,
fuera de su horario laboral. La idea central de
esta hipótesis es que las habilidades y aprendizajes que se adquieren con la experiencia
laboral dentro de la organización resultan
fundamentales para el progreso profesional.
Una gran mayoría de mujeres quedan marginadas de dicha promoción, ya que no disponen de tiempo suficiente para invertirlo en
completar su formación. De este modo, las
diferencias mujer-varón en comportamientos
laborales –dedicación y eficacia en el trabajo— o en actitudes –centralidad del trabajo
en la vida— tienen su origen en el proceso de
marginación que la estructura social ejerce
contra las mujeres y en el mantenimiento de
los roles y funciones estereotipadas de género.
El alejamiento progresivo de las mujeres
de los puestos de responsabilidad lo han analizado Ohlott, Ruderman y McCauley en un
trabajo titulado «Gender differences in managers´developmental job experiences». Este
análisis establece métodos cuantitativos
objetivos para evaluar las experiencias laborales que tienen las personas durante el
periodo de promoción y de las que, por los
motivos previamente mencionados, quedan
excluidas las mujeres. Tales experiencias,
que serán decisivas en la carrera profesional,
consisten básicamente en afrontar dilemas y
resolver problemas específicos, tomar decisiones y superar posibles obstáculos, diseñar
estrategias concretas de trabajo y desarrollar
modalidades cooperativas entre los miembros del equipo (Berenguer, Castellví, Cerver, Juan, Torcal y de la Torre, 1999).
Resulta lugar común afirmar que, por
regla general, son las mujeres quienes suelen
asumir como propias la mayor parte de res-
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ponsabilidades familiares y cargas domésticas, incluso aunque trabajen a tiempo completo y compartan su vida con compañeros
que tienen una actitud positiva para la colaboración doméstica. Para ellas, compatibilizar su profesión con las responsabilidades
familiares ha sido y continúa siendo muy difícil, algo que exige mucho esfuerzo, una gran
organización personal y una fuerte carga de
estrés adicional. Las dificultades se agravan
cuando se trata de actividades directivas que
conllevan una dedicación prolongada y una
gran disponibilidad de movimiento. De
hecho, bastante mujeres que han llegado a
ocupar un puesto directivo relevante afirman
que, en algun momento de su vida, han tenido que afrontar el dilema de conceder prioridad al trabajo o a la familia (Headlam-Wells
y Mills, 1999).
En este sentido, la teoría de la elección
racional (Hakim, 1996), complementaria de
la anteriormente expuesta, se ha interesado
por conocer las decisiones que deben tomar
las mujeres para incorporar en sus desarrollos profesionales sus compromisos familiares, lo que suele restar posibilidades a su
carrera y complicar el ejercicio laboral.
Hakim argumenta que muchas mujeres tienen que hacer una elección consciente entre
mantenerse en el campo de batalla de la
competencia profesional o relegar esta faceta para compatibilizarla con las obligaciones
familiares. Esta elección polariza la posición
de las mujeres en el mercado laboral. Tal
planteamiento coincide con lo que Bologh
(1990) denomina «racionalidad femenina»
por contraste con el concepto clásico de
«racionalidad masculina» weberiana. A diferencia de esta última, que sólo toma en consideración las actividades instrumentales
dirigidas a la meta, las elecciones racionales
femeninas incorporan, dentro de las estructuras sociales y económicas, los sentimientos y emociones propios y ajenos. Las diferencias entre estos dos modos racionales de
situarse ante el trabajo y la vida en general
son determinantes de la posición que suelen
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ocupar las mujeres en la jerarquía laboral y
social.
La documentación disponible permite sintetizar que, en el momento actual, el techo de
cristal lo apuntalan dos consistentes pilares
referidos a la cultura organizacional dominante, caracterizada por la persistencia de
creencias sociales estereotipadas sobre los
géneros, y a las responsabilidades familiares
asumidas mayoritariamente por las mujeres
1.3. Intervenciones y medidas
Para contribuir al resquebrajamiento de
estos dos pilares hay que intervenir con acciones específicas, que deberán dirigirse tanto a
la modificación de la cultura organizacional
como a desarrollar acciones de conciliación
entre trabajo público y tareas domésticas.
La educación de la sociedad en valores de
género —coeducación— se vislumbra como la
vía más provechosa en el proceso de transformación de la cultura organizacional. Coeducar en valores igualitarios significa diseñar
un curriculum explícito, pero también el desarrollo de otro implícito en el que niñas y
niños, chicas y chicos, mujeres y hombres
aprendan a compartir las actividades productivas y las funciones reproductivas (Bonilla y
Martínez, 2000). Todos debemos valorar que
tan importante como producir riqueza o beneficios económicos es saber disfrutar de los
bienes producidos, compartiendo con los
demás afectos y sinsabores como modo de
hacer frente a los sentimientos de enajenación
y soledad. Es necesario coeducar a la sociedad
desde las aulas, desde los medios de comunicación y desde el propio contexto familiar para
poder escoger y desarrollar en libertad la propia identidad individual. Se trata, sin duda,
de un camino lento, cuyos resultados habrá
que analizarlos con una perspectiva de medio
o largo plazo. Pero, desde nuestra particular
consideración, es la forma más segura de
incorporar cambios en los estereotipos de
género y en el sistema de valores sociales.
Otra medida a medio plazo es lograr una
mayor visibilidad de las mujeres en los entornos laborales. Su progresiva experiencia profesional, junto con la formación académica
recibida, han contribuido al aumento de su
seguridad personal, al tiempo que han incrementado el sentido de competencia y responsabilidad profesional. Sin embargo, en términos generales, los varones continúan teniendo mayor visibilidad en el trabajo. Son más
políticos y prestan más atención al desarrollo
de su imagen para hacerse visibles ante quienes pueden ayudarles en sus carreras profesionales. Las mujeres tenemos, por tanto, que
aprender a desenvolvernos y a saber manejar
«las reglas no escritas» que rigen los entornos
directivos. Debemos aprender a hacernos
más visibles e incorporarnos en las redes
informales del poder real (Barberá, 2000b).
Este proceso de cambio actitudinal es lento y presenta limitaciones generacionales.
Está bien decir que las mujeres deben hacerse más visibles o que tienen que esforzarse
por compartir responsabilidades familiares
y, a veces, perder dominio y sentido de pertenencia con los hijos. O que los varones tienen
que colaborar en las tareas domésticas y no
plantear la colaboración como un apoyo auxiliar sino como un reparto razonable y equitativo. Pero cada generación tiene sus límites.
Por tanto, hará falta que pase algún tiempo
antes de observar cómo estos cambios han
calado profundamente en las actitudes de las
nuevas generaciones.
Para posibilitar que hombres y mujeres
compatibilicen la actividad laboral con las
responsabilidades familiares se han propuesto, también, algunas medidas, cuyos resultados y consecuencias empiezan ya a evaluarse.
La serie de acciones, planteadas como medidas a corto plazo, tienden básicamente o bien
a incorporar mayor flexibilidad en el trabajo o
bien a proporcionar ayuda familiar. Las prácticas de trabajo flexible han tenido una cierta
implantación empresarial en algunos países,
como Estados Unidos, Canadá o Gran Bretaña. Bastantes compañías han sido sensibles a
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algunas de estas innovaciones y las han acogido de muy buen grado, por el ahorro considerable de costes y el aumento de beneficios
que tales iniciativas conllevan. Desde el punto de vista de los trabajadores, la principal
ventaja es la posibilidad de un mejor aprovechamiento del tiempo y una mayor racionalización para equilibrar actividad pública y
trabajo doméstico. El peligro, sin embargo, de
estas prácticas es la posible percepción social
de que las personas que las asumen tienen un
nivel inferior de compromiso y capacidad,
sobre todo si se difunden como medidas femeninas, de las que sólo se benefician las mujeres. En este caso, se favorece el efecto contrario del que se pretende, es decir que sigan
siendo las mujeres quienes asuman todas las
responsabilidades domésticas.
Las medidas de apoyo familiar han tenido,
por regla general, una implantación social
más lenta y suelen ser cuestionadas por el
gasto económico que conllevan. Un balance
global de este tipo de acciones muestra una
clara desventaja en comparación con las
medidas tendentes a flexibilizar el tiempo y
modo de trabajo. Es evidente que, al menos
de forma inmediata, estas opciones conllevan
un coste empresarial considerable y se perciben como medidas que básicamente benefician a los empleados. Es importante sensibilizar a las empresas acerca de las ventajas
que a medio plazo puede suponer este tipo de
acciones, en la medida en que redundan en
beneficio del bienestar físico y psíquico de sus
empleados y, por tanto, del clima organizativo general.
En España, tanto las prácticas de trabajo
flexible como las opciones de ayuda familiar
dentro de la empresa están muy poco extendidas. La mayor flexibilidad laboral existe en
relación con la gestión del tiempo de trabajo,
en particular en lo que hace referencia a los
horarios de entrada y de salida. Por el contrario, están poco difundidas la flexibilidad en el
número de horas trabajadas (tiempo parcial,
trabajo compartido, tiempo reducido voluntario), en el espacio de trabajo (teletrabajo, tra-
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bajo a distancia) e incluso en las interrupciones (pausas de carrera, licencias familiares).
2. LOS BENEFICIOS DE LA DIVERSIDAD
DE GÉNERO
A comienzos de siglo se percibe un nuevo
modo de afrontar la discriminación laboral de
las mujeres. La perspectiva de género, que
desde la década de los ochenta ha venido desarrollando explicaciones plausibles sobre el
techo de cristal y los posibles modos de resquebrajarlo, da un giro en su planteamiento y
propone otro enfoque en el análisis de la realidad social. El foco de atención no se dirige a
reivindicar los derechos fundamentales que
poseen las mujeres ni tampoco a analizar los
obstáculos que se interponen en su desarrollo
profesional. Con un tono mucho más positivo,
se apela a las ventajas del «criterio de diversidad» y a los beneficios que la «diversidad de
género» puede aportar a las organizaciones y
al progreso social general.
El criterio de diversidad, cuya filosofía se
ha plasmado en diversos enfoques educativos y psico-pedagógicos, procede de la tradición anglosajona y en fechas recientes se ha
empezado a aplicar a diversos entornos organizacionales con el propósito fundamental
de aprovechar al máximo los recursos humanos disposibles. En principio, la diversidad
enfatiza el valor de la variabilidad individual, de manera que cada persona se valora
por lo que es y puede aportar por sí misma.
La valoración de este criterio supone fundamentalmente un cambio de perspectiva, en
la medida en que la diversidad se concibe
como un potencial a explotar y no como un
problema que precisa tratamiento (Jacobson, 1999).
Desde un planteamiento utilitarista, la
diversidad se presenta como un hecho irreversible y las múltiples formas que la diversidad adopta se ofrecen como una tendencia
característica de los entornos organizacionales, que va a ir en aumento durante los próxi-
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mos años. La economía mundial del siglo XXI
se muestra tremendamente compleja y en
ella destacan las características de inestabilidad, dinamismo y globalización creciente. El
proceso de globalización de los mercados se
especifica mediante la convergencia de algunos factores, entre los que destacan la apertura de nuevos mercados y la caida de barreras comerciales, el diseño y distribución de
productos estandarizados a todos los países y
el afianzamiento de la capacidad que la publicidad tiene para modular las preferencias de
los consumidores. Además, las consecuencias
derivadas de la revolución tecnológica han
superado con creces las expectativas sociales
existentes hasta hace unos cuantos años. Por
todos estos motivos, la economía se encuentra
en una fase de intenso cambio, tanto a nivel
organizativo como de filosofía empresarial.
Las organizaciones se ven obligadas a transformarse para asegurar su supervivencia, lo
que conlleva la adopción de actitudes estratégicas innovadoras. Las empresas se encuentran ante un entorno social incierto, complejo
e inestable y van siendo conscientes de que su
éxito depende, en gran medida, de la disponibilidad de recursos humanos y del impacto
positivo que estos recursos puedan tener
sobre la actividad empresarial.
Los cambios que ha tenido que abordar la
organización laboral durante los últimos
años han afectado a las demandas del mercado y a la oferta de trabajo. Por un lado, cada
vez existe mayor variabilidad en la fuerza
laboral. El incremento espectacular en el promedio de vida activa de las personas, el acceso generalizado de las mujeres al mercado del
trabajo, las emigraciones masivas de la
población de los países en vías de desarrollo,
los conflictos bélicos entre distintas nacionalidades son todos ellos factores que contribuyen al fomento de la diversidad generacional,
de género, racial o nacional. El asentamiento
de todas estas diversidades se ofrece como un
hecho constatable en la vida cotidiana, y se
perfila como una alternativa que puede ser
útil para mejorar la competitividad laboral y
para optimizar el aprovechamiento de los
recursos disponibles.
Por parte de la demanda, cada vez se hace
más explícita la necesidad de innovar y de
ofrecer soluciones creativas ante los nuevos
problemas que van surgiendo sin tener previsiones establecidas para abordarlos. El
aprendizaje de un oficio y su práctica estable
de por vida representan vestigios laborales
de una época que ya se ubica en el pasado
(Barberá, 2000a). Hoy, sin embargo, una
gran mayoría de trabajos exigen la aplicación
de recursos diversos a la resolución de nuevos
problemas. Todo ello precisa el fomento de
una serie de cualidades personales, como flexibilidad, rapidez y capacidad de aprendizaje, en tanto recursos humanos esenciales
para avanzar. La movilidad laboral es tan
grande que el concepto de diversidad se ha
convertido en básico para fomentar el progreso social.
2.1. Diversidad de género
También es posible aplicar la filosofía de la
diversidad a colectivos humanos, por ejemplo, las mujeres. En tales casos, las personas
no son consideradas como un grupo desfavorecido que reivindica derechos, sino como
sujetos que tienen valores que aportar a la
sociedad, en general, y a la organización
laboral, en particular. El valor potencial del
género en el momento de cambio actual ha
sido descrito recientemente con estas palabras:
«El valor del género debería formar parte
de un proyecto más amplio de cambio
organizacional que abarcara a toda la
fuerza laboral. Cualquier compañía debería poder desarrollar el potencial ofrecido
por las mujeres: buena comunicación y
habilidades de relación, capacidad para
manejar el estrés e innovación creativa.
Más aún, puesto que las mujeres no han
interiorizado los valores, creencias y
métodos convencionales de la organiza-
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ción laboral, pueden actuar como mejores
agentes de cambio 1».
En el actual proceso de cambio, los modelos tradicionales de organización laboral se
muestran caducos y no resultan demasiado
provechosos. Esta inadecuación se explicita,
de manera clara, en las actividades directivas, actividades que, hoy en día, requieren
grandes dosis de iniciativa, asunción de responsabilidades y buen entendimiento con el
equipo de trabajo. El estilo directivo clásico,
de jefe único que ordena y manda, no se adapta a las necesidades empresariales del
momento. En su lugar aparecen nuevos
modelos directivos, cuyo éxito procede, más
que de mandar, de liderar a un grupo y conseguir que entre todos se desarrolle un sentido
de equipo y de empresa común, que haga que
sus miembros se sientan partícipes del trabajo y responsables de sus respectivas competencias. Carisma, capacidad de liderazgo,
innovación, dirección horizontal son conceptos que parecen más acordes con esta nueva
modalidad de dirección.
La evolución registrada en los estilos de
dirección refleja, a su vez, algunos cambios
históricos, entre los que cabe destacar, por un
lado, una reducción en la consideración del
«estilo de liderazgo» como una esencia, que se
desarrolla al margen de la experiencia personal, de las condiciones situacionales y del
aprendizaje. Y, por otro lado, el incremento
del número de mujeres profesionales y la consiguiente redefinición del «perfil directivo
ideal» tomando en consideración las ventajas
de las cualidades femeninas.
La investigación procedente de la Psicología de las Organizaciones ha sintetizado dos
tipologías dominantes en la cultura laboral,
denominadas respectivamente estilo transaccional y estilo transformacional. En el liderazgo transaccional (Rosener, 1990), la dirección se orienta a conseguir los objetivos labo-
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64
Aeropuerto de Roma.
rales propuestos. De ahí la denominación de
que es un estilo «orientado a la tarea». La
actividad directiva consiste en una serie de
transacciones con los subordinados, intercambiando recompensas por los servicios
prestados, o castigos por los desempeños
inadecuados. Es un estilo caracterizado por el
poder de la autoridad formal, donde el directivo inicia actividades en el grupo, las organiza y define la manera en que hay que hacerlas, y que incluye como comportamiento insistir en los estándares y decidir en detalle qué
se debe hacer y cómo hay que conseguirlo.
El liderazgo orientado a las personas o
estilo transformacional se define como aquél
que promueve la participación de los miembros del equipo, de los grupos y de la organización en su conjunto. Se caracteriza por
prestar mucha atención al funcionamiento
del grupo y saber crear un clima de confianza
con los miembros del equipo. Este estilo de
dirección tiende a fomentar la interacción
personal y la motivación hacia el trabajo,
realzando el valor de la relación y el poder
compartido.
Aunque, en tanto tipologías teóricas que
son, ninguno de los dos estilos descritos se
corresponde con el comportamiento habitual
de las personas, el estilo de dirección orientado a la tarea refleja, hasta cierto punto, el
pensamiento estereotipado masculino, mientras que el estilo orientado a las personas se
asocia con las características del estereotipo
femenino.
Según Grant (1988), hay seis ámbitos de la
experiencia, históricamente vinculadas con el
desarrollo de la feminidad, que pueden ser
relevantes para las demandas que plantea la
nueva organización laboral actual en relación
con el ámbito de la dirección: i) comunicación
y cooperación; ii) afiliación y vínculo; iii)
poder; iv) concreción; v) emotividad y vulnerabilidad; y vi) empatía. En el entorno laboral
directivo, la mayor capacidad general de las
mujeres para participar y hacer partícipes a
los miembros de su equipo de las decisiones a
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tomar, así como su mayor inclinación hacia
comportamientos cooperativos es determinante para favorecer el bienestar psicológico
y el nivel de compromiso de los empleados con
sus respectivos trabajos. La afiliación, es
decir el sentirse miembro de un equipo, casi
una familia, favorece la integración y puede
ser un remedio eficaz para hacer frente a los
sentimientos de alienación y soledad. El
poder femenino, entendido no como capacidad
sobre el grupo sino del grupo y por el grupo, se
puede convertir fácilmente en una fuerza
transformadora, beneficiosa para la organización laboral. Por su parte, el pensamiento
concreto, la mayor facilidad de las mujeres
para mostrar emociones y sentimientos y su
mayor empatía constituyen recursos humanos que pueden ser beneficiosos tanto para el
clima organizacional como para la mayor
efectividad del trabajo en equipo.
Autores como Helgesen (1990) o Loden
(1986) sintetizan en dos las características
básicas del estilo de dirección femenino. Por
un lado, una relación horizontal basada en la
colaboración interactiva y poco jerarquizada
entre el directivo y los miembros del equipo,
y, por otro, la utilización de la intuición y la
empatía como modos eficaces de resolver problemas.
En un momento como el actual, caracterizado por la globalización, inestabilidad e
imprevisibilidad, la conjunción de ambos
estilos puede resultar provechosa para la
organización. Con ello se consigue compatibilizar el sentimiento compartido de que el
equipo es artífice de los logros conseguidos
con la orientación de esfuerzos comunes
hacia una meta.
2.2. Valor de la diversidad de género y
cambio organizacional
La diversidad de género en la fuerza laboral, la heterogeneidad en los equipos directivos y la variabilidad en los estilos de liderazgo aporta nuevos valores y presenta ventajas
para las personas y para el progreso social,
además de poder evaluarse por su rentabilidad económica. Desde una consideración
individual, las consecuencias comportamentales y actitudinales positivas que tiene la
diversidad en la vida de las mujeres son evidentes. La progresiva profesionalización
femenina y el incremento de mujeres ocupando posiciones directivas repercute sobre su
nivel de autoestima, sentido de auto eficacia
y motivación de logro. Socialmente dicho
incremento contribuye al aprovechamiento
de los recursos humanos disponibles y sirve,
además, para modificar los prejuicios sociales
sobre la carencia de aptitudes y/o actitudes
directivas de las mujeres, consiguiendo así
una valoración simbólica de las mujeres, en
general, y de los rasgos prototípicos femeninos. Finalmente, el argumento empresarial
básico para sostener la diversidad de género
es que este criterio puede contribuir a aumentar los beneficios económicos.
No a cualquier mujer, por el simple hecho
de serlo, hay que suponerle el desarrollo de
los rasgos que configuran la feminidad. Si
miramos a nuestro alrededor y observamos
cómo se comportan las personas, vemos que
las diferencias entre una mujer y otra pueden
llegar a ser tan grandes como las que se dan
entre un varón y una mujer. Rasgos psicológicos, como la expresividad emocional o las
habilidades comunicativas, y competencias
directivas, como la capacidad de síntesis o de
saber negociar ante una situación conflictiva,
pueden estar muy acusadas en una mujer y
muy poco en otra. Incluso una misma persona, en función del contexto situacional en el
que se desenvuelva, puede mostrarse muy
extravertida o muy reservada, puede aparentar un gran control emocional o, por el contrario, manifestar sus sentimientos sin ningun pudor. Por regla general, en situaciones
públicas, en las que la persona se sabe observada, todos tendemos a manifestar comportamientos más acordes con las prescripciones
sociales de género. Las mujeres nos hacemos
más femeninas y los varones más masculi-
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nos. En la vida privada, sin embargo, los comportamientos se muestran menos estereotipados y suelen presentar mayor riqueza y
variabilidad individual.
nen por qué ser ni más ni menos ambiciosas
que sus compañeros varones, acaban desarrollando menos ambiciones profesionales,
con lo que se da cumplimiento a la profecía.
De igual modo que la riqueza idiosincrática de cualquier individuo supera con creces la
simplificación polarizada de características
masculinas versus femeninas, las personas
comparten entre sí conductas, emociones,
pensamientos, afectos y valores. En términos
comparativos, mujeres y varones tienen en
común más similitudes que rasgos diferenciales. Sin embargo, hemos aprendido a
representarnos mentalmente a unas y a otros
como polos opuestos. Esta representación
polarizada ha favorecido el desarrollo de los
estereotipos, en general, y el fuerte arraigo de
los estereotipos de género, en particular. Un
estereotipo consiste en una simplificación
deformada de la realidad y, por tanto, nunca
coincide con ella. Así, el prototipo de persona
directiva con «estilo transformacional» o
«transaccional» no existe en realidad, aunque
sirve para significar a un determinado colectivo humano.
La metáfora de la profecía autocumplida
frecuentemente utilizada para explicar los
modos en que la cultura organizacional obstaculiza el desarrollo psíquico y social de las
mujeres, puede actuar en sentido contrario, si
se difunde lo que de positivo y valioso hay en
los modos femeninos de actuación. La sociedad no debe perderse lo que las mujeres aportan como valor ni los entornos organizacionales desaprovechar la aplicación de determinadas características femeninas ante los
requerimientos actuales. Hay que contribuir
a transformar la creencia popular que sostiene que las mujeres no tienen motivación de
poder por nuevas representaciones que realcen el valor social de algunos atributos femeninos en los que históricamente se ha socializado a las mujeres.
Por otro lado, los estereotipos de género,
en tanto sistema de creencias que son, no se
limitan a reflejar la realidad de forma esquemática y simplificada, sino que intervienen
activamente sobre ella y contribuyen a modificar comportamientos e interacciones humanas (Barberá, 1998 b). La «profecía autocumplida» evidencia la fuerza que ejercen las creencias sobre la actividad humana. Existen,
en nuestro entorno cultural, bastantes ejemplos ilustrativos del poder que los prejuicios
sociales pueden llegar a tener sobre la conducta. La idea de que las mujeres son menos
ambiciosas que los varones o que no tienen
madera de directivas favorece, por un lado, el
hecho de que las organizaciones directivas las
valoren menos y, por tanto, se resistan a contratarlas; y, por otro lado, el que ellas lleguen
a creerse que no sirven, con lo cual pueden
esforzarse menos y poner menos empeño en
su promoción profesional. El resultado final
es que estas mujeres, que en principio no tie-
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RESUMEN: Este artículo se plantea como objetivo básico aplicar la perspectiva de género al análisis de la
situación laboral en los países desarrollados. A partir del reconocimiento de que la discriminación contra las mujeres pervive en el mercado del trabajo como fenómeno generalizado, se
describen dos modos complementarios de afrontamiento ante esta situación. El enfoque del
techo de cristal se interesa por conocer cuáles son las principales barreras, aparentemente
invisibles, que obstaculizan el progreso profesional de las mujeres. Por el contrario, el enfoque
de la diversidad, con un tono más positivo y novedoso, apela a las ventajas de este criterio y a
los beneficios que la diversidad de género puede aportar a las organizaciones y al progreso
social. La investigación teórica y empírica sobre obstáculos y barreras laborales presenta como
conclusión que, en el momento actual, el techo de cristal lo apuntalan dos consistentes pilares
referidos a la cultura organizacional dominante, caracterizada por la persistencia de creencias
sociales estereotipadas sobre los géneros, y a las responsabilidades familiares asumidas mayoritariamente por las mujeres. Aunque todavía se carece de resultados concluyentes en la aplicación de la diversidad, este enfoque incide en la necesidad de incorporar los valores de género como un modo útil de abordar la complejidad y ambigüedades características de los entornos organizacionales.
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