La gaviota; Anton Chéjov

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La Gaviota de Antón Chéjov
Por Carmen Garrido
La primera vez que La Gaviota fue representada en el Teatro Alexandrinsky de San Petersburgo, un 17 de
octubre premonitorio de la fecha que harÃ−a saltar las relaciones chejovianas entre nobles y sirvientes, la
actriz Vera Komissarzhévskaya, que representaba el personaje de la inocente, idealista y soñadora Nina,
fue abucheada y perdió la voz. Antón Chéjov, el padre de esta comedia en cuatro actos y diez personajes,
huyó de la ciudad optando por no escribir más teatro, aunque revocarÃ−a su decisión para alumbrar sus
otros tres clásicos: TÃ−o Vania, Las tres hermanas y El jardÃ−n de los cerezos. No corre la historia del
actor y director Rubén Ochandiano (Madrid, 1980) paralela a la del dramaturgo ruso. Pero sÃ− tiene
algunas coincidencias: las ganas de apostar por el teatro, por provocar con él. Y por ese amor a las tablas
reunió a un elenco de actores encabezados por Toni Acosta en el papel de Irina, Silma López como Nina,
Javier Pereira como Kostia y Javier Albalá como Trigorin y, sin apenas financiación, montó su propia
versión de este clásico en el hall del Teatro Lara. Si La Gaviota original saltó al Teatro de Arte de
Moscú, dirigida por enorme éxito por Stanislavski, La Gaviota de Ochandiano pasó del Escena Off del
Lara al Teatro Galileo, donde se representará a lo largo de siete semanas en un escenario más amplio, en el
que interactúan actores y espectadores.
A pesar de que su experiencia en la dirección es corta (el cortometraje El ParaÃ−so, en 2010) una de las
virtudes de Ochandiano a la hora de dirigir La Gaviota es que no ha sucumbido a esa moda contemporánea
de querer “traer” la obra hasta la actualidad. Si bien muchos de los elementos de escena corresponden al
mundo de hoy (el dramaturgo Trigorin escribe en un ordenador, Max sucumbe a los “encantos” paliativos del
Orfidal o el Tranxilium, Irina hace Pilates para mantenerse en forma) y el personaje original de Masha ha sido
sustituido por Max para crear un idilio homosexual, el resto de la obra permanece fiel al original de Chéjov.
Se respetan los diálogos, las caracterÃ−sticas de cada personaje, los tiempos, las escenas. Aunque
Ochandiano tiene ya una sólida carrera como actor (inolvidables aquel César, protagónico de Tapas o su
Ernesto Martel en Los abrazos rotos) ha sido todo un acierto que se haya pasado al campo de la dirección
teatral y más con un texto chejoviano. Dice mucho de su valentÃ−a y de sus gustos.
En el Galileo, hay una cálida proximidad con el público que asiste, al igual que los habitantes veraniegos
de la hacienda Sorin, a la puesta en escena de la primera obra del dramaturgo experimental Konstatin Kostia
Gavrilovich, hijo de la gran actriz de teatro Irina Nikolaievna. A esa declamación del texto, llevada a cabo
por Nina Zarechnaia, la amada de Kostia, asistimos en una noche de estÃ−o, alrededor de un lago
-representado en escena por un barreño- convirtiéndonos, en un primer momento, en meros oyentes del
libreto para transformarnos, en pocos minutos, en voyeurs de los entresijos de una familia cuyo epicentro es el
afán protagónico de Irina Nikolavievna, personaje inolvidable que “refresca” una Toni Acosta
hiperfemenina, que hace gala de una frivolidad graciosa al principio, evanescente. Más tarde, Acosta nos
mostrará el cinismo y el ombliguismo de una mujer que sólo piensa en su fama y su belleza. Y es en ese
momento cuando el espectador se da cuenta de que Ochandiano le ha invitado a algo más que a una
lectura teatral. Puro juego.
El texto de La Gaviota es una especie de trenzado de mimbre, lleno de tramas principales y subtramas. Amor,
maternidad, muerte, enfermedad, pasión por el teatro, fama... Y el paso del tiempo, revelado en ese
enfrentamiento entre la jovencÃ−sima Nina y la ya ajada Irina. Silma López, en su primer protagonista, no
necesita apenas expresar pensamientos para convencernos de su papel. Su sonrisa constante al principio de la
obra, su despreocupación, ese caminar errado y sin propósito fijo, los ojos que miran absortos a su
admirado Trigorin, el hombre que representa la fama que tanto ansÃ−a o su carcajada sin venir a cuento son
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los atributos perfectos de la juventud que posee. Atributos que virarán trágicamente cuando la vida le
decepcione, todo un cambio de registro que López interpreta con gran altura. Y es que Nina Zarechnaia tiene
20 años, es rubia, dorada, posee ese algo de Natalie Wood en Resplandor en la hierba. En ella conviven lo
gozable, lo admirable, los sueños imposibles propios de una cabecita alocada, el sol de los árboles de la
finca de Sorin reflejándose en el cabello, la piel pecosa, los pies trenzados, la despreocupación en sÃ−, la
vida por delante sin problemas (en los sueños de los veinte años no entran los problemas), el transcurrir de
una existencia plácida y feliz con el único obstáculo de un padre rÃ−gido y de los encuentros fugaces con
Kostia. Silma López es la niña-mujer cuya femineidad no ha explotado y que duerme esperando que llegue
su hora mientras el mundo de viejos, enfermos y deprimidos burgueses que hay a su alrededor la contemplan
como si fuera un recuerdo de lo que pudieron ser, una esperanza alta y hermosa que hace brillar la existencia y
les hace decantarse por el optimismo, a pesar de que los azares vitales se hayan cebado con ellos.
En medio de la contemplación del lago, de los atardeceres llenos de adulaciones y reverencias al maquillaje
estucado y al olor a polilla de la célebre actriz Irina Nikolaievna, de los velones que parpadean temiendo el
enfrentamiento que estallará entre la madre que niega el talento del hijo y el hijo que detesta la frivolidad de
la madre, se alza el Ã−mpetu de Nina, sus revoloteos, sus esperanzas de aparecer rodeada de admiradores en
el Teatro Nacional recitando los textos de autores famosos como ese Boris Trigorin del que se enamora, a
pesar de ser el amante de Irina.
El lago de la finca Sorin, alumbrado por una luna permanente, quizá posee un humor propio y cambiante que
influye en los caracteres de los personajes que habitan a su alrededor. Mientras Nina lo contempla con ojos
poéticos, para la famosa actriz Irina Nikolaievna-Toni Acosta, la presencia de esas aguas es algo banal, a
pesar de que en ese lugar se decidirá el futuro de su propio hijo, traicionado por el amor caprichoso que
surge entre Nina y el dramaturgo Trigorin. Y es que frente a la cuidada sencillez de la vestimenta de Silma
López como Nina, los encargados de vestuario bien merecen un aplauso por su “particular” Irina. Acosta
aparece como la caricatura de una vieja vedette, recubierta de polvos blanquecinos, de perfume añejo, de
kimonos rojos, de medias de cara seda y chapines salidos de una colección de Agent Provocateur. Con su
aspecto de Madame Butterfly, sus discursos y sus pontificaciones es todo lo opuesto a Nina, a la que detesta,
por su juventud, por esa aura que ella perdió hace mucho. Lo "barroco" frente a lo "rafaelista".
Extraordinaria la aparatosidad que requiere la vida de una mujer cuya autoestima depende de la adoración
del público, de los amigos aduladores, de los amantes ocasionales como Trigorin, obsesionado con la
escritura y que interpreta un cautivador Albalá, actor que se crece en un de los clÃ−max de la obra: el
diálogo sobre la escritura que mantiene con Nina. De hecho, Ochandiano ha logrado que los actores estén
soberbios en momentos de enfrentamiento como el que sostiene Irina con Kostia, éste mismo con su madre
o Irina con Trigorin.
Aunque sean la juventud de Nina y la decrepitud de Irina y la tensión entre la actriz-madre y el
dramaturgo-hijo los dos pilares de la obra, hay toda una subtrama en torno al resto de personajes en la que
destaca un elenco elegido con mimo. El submundo de La Gaviota está sutilmente hilado: todos dependen
emocionalmente de todos. Alito Rodgers (como Ilya, el guardés de la finca); Viviana Doynel (como su
esposa) son los sirvientes propios de esa época zarista, plegados a los exigentes dictados y cambios de la
orgullosa señora. Doynel se crece en la piel de esa mujer callada cuyos ojos barruntan todo lo que ocurrirá
y todo lo que acontece en los rostros aburguesados. MagnÃ−fica también Irene Visedo como Simona (el
maestro Simón Medvedenko se convierte en un personaje femenino en esta versión), una maestra ortodoxa,
inteligente y dulce pero firme que contempla resignada las desviaciones de los señores. Poseedora de la
misma juventud que Nina, Simona es su antÃ−tesis. Veinte años también en el cuerpo de una mujer
reflexiva, ya madura para tan temprana edad, quizá porque su situación social es la de pertenecer a la clase
de los que sufren mientras que Nina ha crecido en una finca llena de las comodidades. Simona apuesta por
aquello en lo que cree o por aquél a quien ama, en este caso, el atribulado Max (en el original, Masha, hija
de los administradores de la finca) un personaje atormentado por el imposible amor homosexual que siente
hacia Kostia. Depresivo, tortuoso, con tintes de negrura y perro faldero del amado, Max es interpretado por un
excelente Pepe Ocio, un actor de largo recorrido al que recordamos por aquel opusino cura en “Camino” y que
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ahora vuelve a crecerse con un personaje que retrata sus conflictos vitales a través de una mirada, profunda,
tiznosa, de un caminar lento y de un hartazgo vital que se refleja en los diálogos que mantiene con Simona,
reconvertida en fiel esposa.
Los dos viejos del lugar son también la antÃ−tesis el uno del otro. Julio Vélez (el médico retirado
Sergei Dorn) representa al único personaje auténticamente fiel a su modo de vida, que no aspira a
cambiar, portador de una serenidad que se convierte en el apoyo de Irina. Frente a él, el anciano Piotr Sorin,
Petrushka, dueño de la finca y también de un humor en constante queja. Es el estereotipo de hombre
amargado y descontento con todo lo vivido, en cuyos diálogos sólo tienen cabida las enfermedades que
padece y cuya existencia transcurre entre el sofá y la cama. Vélez hace un Dorn sereno, complaciente con
Kostia, que comprende las virtudes y los defectos humanos.
La obra ya obtuvo el placet del público madrileño tras pasar por el Escena Off del Lara. Se merecÃ−a ya
un teatro como el Galileo y una productora como Smedia. El poder estar en contacto con los actores, que
actúan a pie de pista, el ver sus cambios de registro, la seducción que emana Acosta, el poderoso cambio
obrado en Nina, la sombra sumisa de Simona o el rostro demudado de Ocio es un privilegio para el
espectador, acostumbrado, en demasiadas ocasiones, a mirar a los intérpretes como seres de otro mundo.
Los conflictos de La Gaviota, sin embargo, pertenecen a éste y Chéjov estarÃ−a orgulloso de la versión
del novel Ochandiano.
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