Sócrates y Dioniso Socrates and Dionysus

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Nueva Etapa. Año XXIII. Nº 46-47
Caracas, 2014, pp. 11-36
Revista de Educación y Ciencias Sociales
Universidad Simón Rodríguez
Depósito Legal: pp.199102Dc4209 ISSN: 1315-2149
Sócrates y Dioniso
Socrates and Dionysus
Josu Landa*
[email protected]
Resumen
La crítica de Nietzsche a Sócrates ha ejercido una considerable influencia dentro y fuera de la tradición filosófica. La idea de una supuesta polaridad entre
Sócrates y Dioniso, expuesta en El nacimiento de la tragedia, es uno de los pilares de esa crítica. En este artículo se somete a cuestión esa idea y se aportan
argumentos en abono de la condición dionisíaca de algunos de los principales
motivos del pensamiento socrático: el alma, el daímon, el éxtasis (en su relación
con el conocimiento).
Palabras clave: alma, daímon, silenos, éxtasis, conocimiento.
Abstract
Nietzsche’s critic to Socrates has influenced, considerably, inside and outside the
philosophical tradition. The supposedly polarity between Socrates and Dionysus, treated in The Birth of tragedy, is one of the fundaments of this critic. In this
article, that idea is questioned. In addition, it gives away arguments that prove
*
Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de
México.
Recibido: 09-01-14 • Aprobado: 05-02-14
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JOSU LANDA
SÓCRATES Y DIONISO
the Dionysus condition of some of the principal elements within the Socratic
thinking, such as the soul, the daemon and the ecstasy (this last one in relation
with knowledge).
Key words: soul, daemon, silenus, ecstasy, knowledge.
E
s bien conocida la disposición al amor-odio de Nietzsche hacia Sócrates. No menos sabida es la tendencia de los lectores del alemán a fijarse más en
sus invectivas contra el griego que en sus alabanzas. Al menos durante un
siglo, ciertas facetas de la interpretación nietzscheana de Sócrates han afectado
–no siempre para bien– la recepción y comprensión del pensamiento de éste.
Nunca estará de más, pues, cuestionar la pertinencia de algunas apreciaciones
negativas de Nietzsche sobre el ateniense.
En un pasaje del escrito póstumo La filosofía en la época trágica de los griegos,
por ejemplo, el joven Nietzsche incluye a Sócrates en lo que Schopenhauer habría llamado «república de los genios» (Genialen-Republik), en contraposición a
quienes integrarían la república de los eruditos o sabios (Gelehrtenrepublik)1
[Nietzsche, 1999: 808]. Sin embargo, los ataques y las muestras de acrimonia
contra el filósofo griego son mucho más frecuentes y atraviesan toda la obra de
Nietzsche. No sería tan exagerado afirmar que, a lo largo de toda la ristra de libros y textos de su autoría, ya desde El nacimiento de la tragedia, Nietzsche tejió
la que cabría diputar como la más extensa y tenaz sátira menipea que jamás se
haya perpetrado contra Sócrates. Tiene razón, por tanto, Crescenciano Grave
cuando en una maniobra de cariz apologético, observa que «la caracterización
nietzscheana de Sócrates y su influencia no puede confundirse con un análisis
histórico-objetivo de su figura y obra»2 [Grave, 1998: 76].
Pero el propósito de estas líneas no consiste en examinar las críticas e
invectivas de Nietzsche contra Sócrates, en obras como La gaya ciencia o El
crepúsculo de los ídolos, por caso, además de las ya citadas. Más bien lo que se
1
2
12
Nietzsche, Friedrich. «Die Geburt der Tragödie». En: Sämtliche Werke, v. I, ed. de Giorgio
Colli y Mazzino Montinari, Berlín-Nueva York, Walter de Gruyter, 1999, p. 808.
Grave, Crescenciano. El pensar trágico. Un ensayo sobre Nietzsche. México, FFL-UNAM,
1998, p. 76.
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pretende aquí es tomar como referencia –casi como pretexto– lo esencial del
antisocratismo nietzscheano en El nacimiento de la tragedia, para mostrar los
alcances de la relación de Sócrates y su proyecto filosófico con Dioniso y, de
paso, evidenciar los influyentes errores de Nietzsche a este respecto.
1. Sócrates según el joven Nietzsche
El sentido de El nacimiento de la tragedia se sustenta cuando menos en
las siguientes tesis:
1. Lo apolíneo y lo dionisíaco son «poderes artísticos procedentes de la
naturaleza misma» o «estados artísticos inmediatos de la naturaleza»; o, también, «instintos artísticos de la naturaleza» (Kunstriebe der Natur)3.
2. Ambos poderes o estados o instintos se diferencian (como lo expresa la
distinción entre el sueño –fenómeno apolíneo– y la embriaguez –trance dionisíaco–) y se oponen, pero asimismo admiten y exigen una correlación o
«reconciliación de dos enemigos» (Versöhnung zweier Gegner): un equilibrio
entre la delectación de la forma definida y el terror-placer suscitado por la
disolución de lo establecido y la verdad trágica4.
3. Esa singular dialéctica se proyecta en términos de un juego entre individuación y olvido de sí o fusión con la totalidad5.
4. La tensa y dinámica disyunción-conjunción de lo apolíneo y lo dionisíaco, cuando se concreta en la compleja experiencia trágica, da pie a la
justificación estética de la existencia y del mundo6.
3
4
5
6
«Wir haben bis jetzt das Apollinische und seinen Gegensatz, das Dionysische, als
künstlerische Mächte betrachtet…»; «Diesen unmittelbaren Kunstzüstenden der Natur
gegenüber ist jeder Künstler ‘Nachahmer’…» Nietzsche, Friedrich. «Die Geburt der
Tragödie». En: Sämtliche Werke, v. I, ed. de Giorgio Colli y Mazzino Montinari, BerlínNueva York, Walter de Gruyter, 1999, pp. 30-31.
Ibídem, p. 32.
Ibídem, pp. 28-29.
«...nur als aesthetisches Phänomen ist das Dasein und die Welt ewig gerechtfertigt».
Ibídem, p. 47.
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5. Al introducirse, en la tragedia, el espíritu socrático –la actitud del
«hombre teórico», la inclinación de quienes procuran el placer de conocer, en
medio de «cultura alejandrina», «socratismo estético»7 y «jovialidad» de
graeculi (‘pequeños griegos’)–, por obra de la dramaturgia de Eurípides y a
causa de la lucha entre «la visión del mundo teórica y la trágica»8, la vieja
pugna entre Apolo y Dioniso se trasunta en una «nueva oposición»: la que se
da entre Dioniso y Sócrates9.
En su mayoría, esas tesis son endebles. Por ejemplo, la postulación de lo
dionisíaco y lo apolíneo como poderes, estados e instintos artísticos de la
naturaleza –es decir, universales y, por ende, totales– tiene bastantes trazas
de una petición de principio, no tan intuitiva desde que activa claras reminiscencias de la inmensa argumentación schopenhaueriana en pro de la
distinción-conjunción entre voluntad y representación. Por su parte, la dinámica de esos dos principios, que por momentos se repelen y se atraen, no
parece ser proyectable, en términos de ley universal, al conjunto del ser; es
decir, sus alcances ónticos sólo incumben al orden de las concreciones artísticas, en la medida en que se viva como experiencia trágica, es decir, como
confluencia de optimismo, conocimiento, equilibrio, individuación... con
pesimismo (certeza intuitiva de lo rudo, horrendo y patético), disolución del
yo, desmesura... A su vez, el intento de justificar el mundo como hecho estético, en contraste con las de índole moral, apuesta por una polarización de
cariz reductivo, si se tiene en cuenta la síntesis entre lo bueno, lo bello y lo
verdadero, que en ningún momento niega el sentido estético de la existencia,
por mucho que esa trinidad canónica haga rechinar los dientes a Nietzsche.
Las grandes justificaciones del mundo –no todas ellas teodiceas– son a la vez
éticas y estéticas, como también lo es la que propone Nietzsche.
Sin menoscabo de la importancia de ahondar en esas impugnaciones, lo
que más interesa considerar aquí son las que se deriven de la quinta de las tesis
7
8
9
14
Ibídem, p. 87.
«…einen ewigen Kampf zwischen der theoretischen und der tragischen Weltbetrachtung…». Ibídem, p. 111.
«Dies ist der neue Gegensatz: das Dionysche und das Sokratische, und das Kunstwerk der
griechischen Tragödie ging an ihm zu Grunde». Ibídem, p. 83.
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registradas, sobre todo, en virtud de la innegable influencia ejercida sobre
filósofos y legos, en lo tocante a la imagen de Sócrates, por El nacimiento de la
tragedia. Como puede observarse, Nietzsche registra ahí un desplazamiento
–más que una real identificación– del tradicional principio apolíneo hacia un
nuevo poder, estado o instinto de carácter socrático. Sócrates sucede a Apolo
como potencia opuesta a Dioniso. Para Nietzsche, este acontecimiento
histórico comporta una lamentable pérdida, una deriva decadente cuyos
pormenores no viene al caso examinar aquí.
Un primer reparo a esta caracterización nietzscheana de Sócrates consideraría la pluralidad de facetas que entornan a la figura de éste. El filósofo ágrafo
terminó encarnando un libro abierto en el que se pueden leer demasiados
textos. O, como prefiere imaginarlo Pierre Hadot –concordando, por cierto,
con Nietzsche–, Sócrates se distingue por ser alguien que «siempre se esconde
a sí mismo» y por alcanzar «tan perfecto grado de disimulo que sólo su máscara ha pasado a la historia»10. Esta peculiaridad del pensador ateniense,
estrechamente vinculada a su idea de la ironía, debería alentar en cualquiera
una prudencia y una apertura de mente ante la complejidad, de las que parece
estar muy lejos el joven Nietzsche.
La ‘nueva’ polaridad entre Dioniso y Sócrates asentada por Nietzsche,
conferiría supuestamente al ateniense un poder inédito en la formación del
mundo moderno. De hecho, el orden cultural fraguado por la Modernidad se
basaría en el ideal del hombre teórico, cuya máxima expresión es Sócrates,
figura a la que se asemeja la del Fausto de Goethe11. El triunfo secular del homo
socraticus comporta la instauración de lo que Nietzsche llama repetidamente
«cultura alejandrina» (Alexandrinischen Cultur) y su estela de optimismo, jovialidad bobalicona, progresismo y demás actitudes contrarias al espíritu
trágico. En último término, la palabra ‘Sócrates’ designa para Nietzsche –y no
sólo para el joven autor de El nacimiento de la tragedia– todo lo opuesto a lo
que representa Dioniso: la vitalidad raigal de lo existente, el placer de acceder
10
11
Hadot, Pierre. «La figura de Sócrates». En: Ejercicios espirituales y filosofía antigua. Trad.
de Javier Palacio, Madrid, Siruela, 2006, p. 81.
Nietzsche, Friedrich. «Die Geburt der Tragödie…», p. 116.
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a lo divino desde el éxtasis y el furor humanos –superando, de ese modo, el
sufrimiento de existir–, la comunión con las fuerzas que afirman la vida, la
posibilidad de aprovechar los saberes, poderes y procederes de Apolo con
miras a enrostrar y asimilar lo bello, lo sublime y lo verdadero.
Tal imputación apunta a pergeñar la imagen de Sócrates como el execrable daímon racionalista que, ya a las alturas de la Modernidad, estorba la
resurrección del espíritu trágico, por obra de Richard Wagner. Pese al enorme
poder que a sabiendas o no le confiere Nietzsche, ese Sócrates es tan solo una
parte de la caricatura que el también autor de Crepúsculo de los ídolos trazó del
gran pensador griego.
En el fondo, Nietzsche reprocha a Eurípides y a Sócrates haber asumido
los cambios que venía experimentando la Grecia de su tiempo, en el plano
espiritual y artístico. Al hacer esa imputación a quienes, según él, tendrían la
responsabilidad de «asesinar» la tragedia antigua12, Nietzsche pierde de vista
que Ésquilo y Sófocles –junto con Eurípides, máximos exponentes de la poesía trágica clásica– resultan de la estetización –por ende, apolinización– de los
tremendos rituales dionisiacos, en los que los grandes dramas esquíleos y
sofócleos tuvieron su origen. Como advierte Blumenberg, la configuración
estética del mito implica una suerte de ‘humanización’, un proceso de llegar a
ser más ‘humano’; así, «la humanidad del mito es algo tardía, ya es pérdida de
inmediatez respecto de los horrores originarios, cuyo alejamiento, dilación y
conjuración consolidados en el culto son reintrepretados, por así decir, en un
primer nivel de ‘alegoresis’, como algo susceptible de ser narrado»13. Por lo
demás, Nietzsche se aleja de la congruencia –y se acerca al etnocentrismo–
cuando alaba a «dionisíacos griegos», como los mencionados poetas, en detrimento de «los bárbaros dionisíacos» (den dionysischen Barbaren)14, esto es, de
los adeptos de Dioniso adscritos al «mundo extra-apolíneo, es decir, el mundo
de los bárbaros»15. A esta incoherencia de Nietzsche se suma la de censurar a
12
13
14
15
16
Ibídem, p. 87.
Blumenberg, Hans. El mito y el concepto de realidad. Trad. de Carlota Rubies, Barcelona,
Herder, 2004, p. 54.
Nietzsche, Friedrich. «Die Geburt der Tragödie…», p. 31.
«...der ausser-apolinischen Welt d.h. der Barbarenwelt…». Ibídem, p. 40.
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Eurípides y a Sócrates, por haber continuado el indetenible proceso de modernización del espíritu trágico, pese a que nunca renunciaron al fecundo
patrocinio de Dioniso.
En realidad, Nietzsche imputa a Sócrates una operación análoga a la que
él hace con el mito de Dioniso: reinterpretar y reinventar el relato mítico. En
este punto, Nietzsche actúa como un lejano continuador de la crítica teológica de Heráclito de Éfeso y de Jenófanes de Colofón, así como de las
reflexiones en ese sentido del propio Sócrates y Platón –por lo menos–. Todos
ellos sometieron a cuestión muchos de los mitemas que heredaron, en un proceso no necesariamente negativo, limitado a ‘racionalizar’ creencias carentes
de fundamento teórico, sino en general destinado a actualizar y consolidar
diversos motivos de sus mitologías de referencia. Así que las elaboraciones
mitológicas relativas a Dioniso asumidas por Nietzsche eran ya el resultado de
una reconfiguración teorético-estética de muy antigua data.
Ningún mito está libre de manipulaciones ad hoc, en función de diversos
intereses. Parece razonable la hipótesis de que los mitos están condenados a
moverse conforme a los sinuosos meandros de la inocencia poético-fantasiosa
–por ende ‘mentirosa’– y la rectitud teórica, ética y política. Así, como apunta
Blumenberg, cuando se observa el relato mítico al modo socrático-platónico,
es decir, bajo la sospecha de que no da cuenta cabal de lo real, «la facilidad con
la que el mito es sorprendido en incoherencias demuestra que arcaicamente
precedía a la obligación de la verdad»16. Pero el propio Nietzsche se encargará
de precisar que:
el sacerdote trama los mitos de sus dioses [del mismo modo que el poeta
épico]: la mentira justifica la sublimidad. Es extraordinariamente difícil revitalizar el sentimiento mítico que permite la mentira. Los grandes filósofos griegos
viven todavía enteramente en el ámbito de su justificación de la mentira. La
mentira está permitida en los casos en que es imposible conocer la verdad17.
16
17
Blumenberg, Hans. El mito y el concepto de realidad…, p. 45.
Nietzsche, Friedrich. El libro del filósofo. Retórica y lenguaje. Trad. de Ambrosio Berasain,
Madrid, Taurus, 1974, p. 29.
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A fin de cuentas, el mito juega el juego del sentido y alcanzarlo parece ser
uno de sus máximos desiderata. Aunque no siempre lo logre o apenas obtenga
módicos resultados en sus empeños, siempre está dispuesto a intentarlo. De
ahí que, «cuanto más coherente y acabado [un mitema], más evidentes las
huellas del quehacer filosófico y dogmático»18.
Salta a la vista que la relación entre mito y filosofía es multidireccional: se
da desde los intereses del mundo mítico, tanto como desde los del pensamiento. Determinado agente relacionado con ciertos cultos y sistemas de creencias
y valores busca en la teoría las fuentes en qué saciar su sed de sentido, así como
por su parte los poetas y los filósofos se valdrán de los mitemas del caso para
redimensionar su sentido y, con ello, dar cuenta del mundo, en modo de poesía y/o de teoría. Que Eurípides y Sócrates y Platón y tantos otros pensadores
hayan practicado ciertas maniobras con esa intención no sólo es legítimo, sino
que puede estar relacionado con procederes atribuibles al propio dios; en este
caso, al mismísimo Dioniso.
En palabras de María Daraki, «Dioniso es el hijo de la tensión, un dios
que sale de su puesto en tiempos de crisis»19. Esto puede explicar que el dionisismo desempeñara un papel espiritualizador y moderador, en el conflictivo
momento en que la «Grecia de la tierra» transitaba hacia la «Grecia de la ciudad»20. Aparte de la cauda de atributos que con justeza le reconoce Nietzsche,
Dioniso se distingue también por «domar el ‘salvajismo’» en el terreno del
culto y de la vida político-social, de manera que las prácticas primitivas –es
decir, privadas de refinamiento y excedidas de violencia– se trasuntan en «cosa
pensada»21. Estaríamos, pues, ante una potencia civilizadora, presta a procurar el equilibrio que la vida exige entre formas y fuerzas mortalmente arcaicas
y formas y fuerzas germinales, anhelantes de nuevos modos de existencia, sin
18
19
20
21
18
Blumenberg, Hans. El mito y el concepto de realidad…, p. 30.
Daraki, María Daraki. Dioniso y la diosa Tierra. Trad. de Belén Gala Valencia y Fernando
Guerrero Jiménez, Madrid, Abada, 2005, p. 284.
Ibídem, p. 281.
Ibídem, p. 284.
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que la tensión entre ambos impulsos desaparezca del todo. Así que no se trata
de un vaivén dialéctico de cariz hegeliano, no estamos ante la negación de una
negación de la que habría de resultar una ‘síntesis’, una novedad superadora
de un conflicto. Lo que Daraki descubre al final de esa contradicción dinámica es la quintaesencia del “reino de la Tierra”, que viene a ser «el universo
mental en que fue producido»22.
2. El alma
Es históricamente falso, pues, que Sócrates rompiera con Dioniso; más
aún, que aquél se convirtiera en el sucedáneo de Apolo en su relación antitética con el dios del éxtasis, la manía y la embriaguez.
El núcleo y fundamento de la vida teórica de Sócrates –como es harto
conocido– es la tematización y la atención del alma propia. Los diálogos platónicos ofrecen incontables noticias y datos sobre esta gran opción y
maniobra, con la que el ateniense actualizó y repotenció el «Me investigué a
mí mismo», de Heráclito23. Baste recordar la advertencia de Sócrates a sus
jueces, según la Apología que le dedicó Platón: «[No pienso hacer otra cosa,
aunque hubiera de morir muchas veces, [que] intentar persuadiros, a jóvenes
y viejos, de no ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes, antes que del alma,
ni con tanto afán...» (30a-c)24.
Como bien señala Werner Jaeger, la alta valoración de lo anímico que sustenta la labor filosófica de Sócrates se cimienta, a su vez, en la postulación de
la idea de que el alma es «lo que hay de divino en el hombre»25. Esa divinidad
del alma explica, según Jaeger, el hecho de que Sócrates ponga siempre en el
22
23
24
25
Ibídem.
Cappelletti, Ángel J. Los fragmentos de Heráclito. Caracas, Tiempo Nuevo, 1972, p. 118.
Platón, «Apología de Sócrates». En: Apología, Critón, Eutifrón, Ion, Lisis, Cármides, Hipias
menor, Hipias mayor, Laques, Protágoras. Trad. y notas de J. Calonge Ruiz, E. Lledó Íñigo
y C. García Gual, Madrid, Gredos, 1981.
Jaeger, Werner. Paideia. Los ideales de la cultura griega. Trad. de Joaquim Xirau y Wenceslao Roces, México, FCE, 1962, p. 416.
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vocablo psyché «un acento sorprendente, una pasión insinuante y como un
juramento. Ninguna boca griega había pronunciado así esta palabra»26. Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad podrá constatar, en estas palabras
del gran filólogo e historiador alemán, la expresión de algo radicalmente
refractario al chato racionalismo al que Nietzsche quiere reducir a Sócrates.
Contra toda apariencia y todo prejuicio de cariz nietzscheano, ese firme
psicocentrismo socrático es, en lo esencial, dionisíaco.
En abono de esa aserción se debe considerar que Sócrates aparece en el
escenario político, cultural y filosófico de la Atenas del siglo V a. C, en el momento en que se desarrolla y empieza a decaer la llamada Edad de Oro
períclea. La polis ateniense se convierte en modelo civilizatorio, debido a las
cotas que en ella habían alcanzado las ciencias, las artes, diversas técnicas, la
economía mercantil, la política, el derecho... Antes de esa época de esplendor
se cumple el mirífico, tenso y dinámico proceso de conciliación entre la religión olímpica y los misterios dionisíacos; concretamente, el enriquecimiento
recíproco y la cohabitación de Apolo y Dioniso en Delfos. El surgimiento de
la tragedia griega es una proyección de ese movimiento espiritual, que llegará
a su máximo nivel estético con Esquilo, Sófocles y Eurípides, sin que ello signifique que su curso se detuviera con ellos.
En ese contexto florece una nueva noción de ‘alma’ que heredará y repotenciará Sócrates, conforme a las posibilidades que le ofrece para ello el
desarrollo de la idea de filosofía que se forja, a partir de la crítica creativa de la
tradición de la physis y de la sofística más respetable. Conviene, pues, morigerar el entusiasmo de Jaeger cuando pondera la reinvención socrática de la
psyché; pues existen buenas bases para pensar que la «pasión» que detecta el
autor de Paideia en el psicocentrismo de Sócrates, más que a un hallazgo original, se debería a la experiencia de una interioridad autónoma respecto del
cuerpo y de índole divina, procedente del culto dionisíaco.
Es posible que, como sostiene Jaeger, ningún griego hubiera hablado del
alma con la misma intensidad y énfasis que Sócrates, pero eso no inviste al
26
20
Ibídem, p. 417.
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filósofo como descubridor de la entidad que nombra el vocablo psyché. Cuando más, lo presenta como un pensador que pone toda su atención en aquello
que considera manifestación de lo más divino en lo humano y cuyas determinaciones proceden de la experiencia mística dionisíaca, que Erwin Rohde
describe como «una gran conmoción del ser entero, en la cual parecen abolidas todas las leyes de la vida mortal. Estas manifestaciones que rebasan el
horizonte conocido se explicaban entonces suponiendo que el alma de esos
‘posesos’ no estaba ‘dentro de ellos’, que había ‘emigrado’ de su cuerpo»27.
No se le puede endosar a Sócrates la invención de lo que será el centro de
sus afanes teóricos y la fuente de las principales impugnaciones –explícitas y
no– de Nietzsche contra el griego. En todo caso, Sócrates tematiza –si cabe
decirlo así– una realidad asentada en el espíritu griego, desde el momento en
que se da la ‘alianza’ délfica entre Apolo y Dioniso: el hecho de una interioridad humana esencialmente identificada con el ser de los dioses. El
fundamento de esta certeza radicaría en el acto de ‘vivir’ la experiencia dionisiaca; pues, como informa de nuevo Rohde:
a la percepción de los que se hallaban realmente sumidos en el estado de sagrado furor, como verdaderos bacantes, la exaltación orgiástica abría un
mundo de experiencias que la vida diaria no podría suministrarles. Esas percepciones y visiones que les eran comunicadas en el arrebato del éxtasis las
consideraban, en efecto, como una experiencia de contenido objetivo. (...)
Esta sensación de lo divino y de lo eterno, que de manera fulminante se había
revelado al alma en el éxtasis, acababa persuadiéndola de su naturaleza divina,
de que estaba llamada a participar de la existencia de los mismos dioses28.
Es probable que la palabra ‘alma’ (Seele, en la versión alemana del libro
de Rohde), en su uso antropológico tradicional, no aparezca a todo lo largo de
El nacimiento de la tragedia. No obstante, la interpretación nietzscheana del
27
28
Rohde, Erwin. Psique (El culto de las almas y la creencia en la inmortalidad entre los griegos).
Trad. de Salvador Fernández Ramírez, ed. de Manuel Crespillo, Ágora, Granada, 1995,
pp. 423-424.
Ibídem, p. 433.
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socratismo –la actitud y la ‘ideología’ del ‘hombre teórico’, epítome del racionalismo antitrágico– remite implícitamente al alma, en tanto que realidad
más dotada de divinidad y, por tanto, de ser, que es lo mismo que decir de
logos, de racionalidad. Esto puede inducir a pensar que la atención puesta por
Sócrates en el alma y en el recurso a la razón, coloca al ateniense en el polo
opuesto a Dioniso. De hecho, en esa inferencia parece asentarse –en lo esencial– la nueva polaridad propuesta por Nietzsche: Sócrates contra Dioniso.
Sin embargo, como se ha visto, la invención del alma como entidad independiente, divina y, por ende, inmortal, es de raigambre dionisíaca. La figuración
del alma que opera en el discurso socrático –y, por tanto, su singular constitución ontológica– se fraguó a partir de la experiencia del éxtasis debido a la
posesión de los oficiantes por parte de Dioniso, el dios de la comunión con lo
eterno y de la superación del sufrimiento de haber nacido, esto es, de habernos escindido de la totalidad. Todo indica, entonces, que Sócrates impulsa un
giro eticista y psicocéntrico, en la tradición filosófica griega, a partir de un legado recibido del dionisismo. De manera parecida a como, por ejemplo, los
filósofos milesios se valen de la herencia mágico-mítica relativa a la physis,
Sócrates actúa como el albacea de la heredad teórica que le ofrece la vivencia
extática debida al entusiasmo dionisíaco. Así, la maniobra teórica de Sócrates
se inserta en un proceso que Rohde registra de este modo:
...en el mismo terreno en donde florecía el culto extático de los adoradores del
tracio Dioniso29 y bajo la influencia del pensamiento griego acerca de dios,
del mundo y de los hombres, el germen que yacía dormido en ese culto se
29
22
Investigadores como Alain Daniélou han puesto de relieve las deficiencias de El nacimiento de la tragedia y de Psique, en lo tocante al origen de Dioniso. Mientras Nietzsche
tiende a considerarlo una deidad autóctona griega, Rohde da más crédito a los documentos que hablan de la procedencia tracia o frigia o, en general, periférica del ‘dios
extranjero’ que fue Dioniso, para el momento de su tenso encuentro con el orbe espiritual olímpico. Daniélou demuestra la estirpe shivaísta de Dioniso. El historiador francés
descubre en la figura de Dioniso el resurgimiento del shivaísmo en el Mediterráneo, tras
haber sido sepultado por las estructuras religiosas y políticas de los pueblos arios que
invadieron los territorios que, en su momento, conformarían la Hélade. A este respecto,
cf. Daniélou, Alain. Shiva y Dionisos. La religión de la Naturaleza y el Eros. Trad. de
Manuel Serrat, Barcelona, Kairós, 1987.
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desarrolló en una doctrina mística, cuya primera ley proclamaba la naturaleza
divina del alma y la infinitud de su vida (...) A partir de ese momento, la
filosofía griega no tuvo escrúpulo para construir una teoría sobre la inmortalidad del alma30.
Las consideraciones anteriores, en consecuencia, imponen la máxima cautela crítica a la hora de examinar las ideas de Nietzsche sobre Sócrates y el
socratismo, en El nacimiento de la tragedia. Todo indica que, para Nietzsche,
solo es aceptable una etapa de la evolución del dionisismo –la que desemboca
en la gran tragedia esquílea y sofóclea–, como si el tiempo hubiera de detenerse en ese punto, y que la deriva posterior de esa corriente espiritual debería
verse como una supuesta aniquilación de sus contenidos esenciales, a manos
de fautores como Eurípides y Sócrates. En definitiva, Nietzsche pierde de vista
que lo dionisíaco es una fuerza dinámica, en perpetuo proceso de adaptación
a sus tiempos de referencia, capaz de ser siempre otro y el mismo, con independencia de determinaciones crónicas y geográficas.
A Nietzsche se le escapa, asimismo, que el socratismo es la primera filosofía de los tiempos del alma heredada de la experiencia dionisiaca, es decir, un
fenómeno espiritual-cultural posterior –y no tan divergente como Nietzsche
y otros suponen–31 a la filosofía del alma heredada de Orfeo, que es el pitogorismo. Nietzsche no alcanza a ver, así, que el proyecto teórico de Sócrates se
afana en proponer una vía de redención del hombre –que, en lo esencial,
aunque no únicamente, es su alma– con base en la concreción de un anhelo
de unión con la totalidad –esto es, con la realidad absoluta– en términos de
conjunción de razón y éxtasis, de dialéctica y catarsis trágica. El alma, a la vez
30
31
Rohde, Erwin. Psique…, p. 436.
Nietzsche ‘afina’ la polaridad Dioniso-Sócrates, identificando a éste con Orfeo y caracterizándolo como «el nuevo Orfeo que se alza contra Dioniso». [«...den neuen Orpheus, der
sich gegen Dyonisus erhebt...»; Nietzsche, 1974: 88] A este respecto conviene tener en
cuenta que, como afirma Daniélou, «el orfismo nació de la influencia [...] del jainismo
sobre el shivaísmo-dionisismo» [Daniélou, 1987: 40]. Se observa, pues, que el dionisismo
y el orfismo comparten una común raíz shivaísta, lo que obliga a morigerar las tendencias
a ver una oposición entre ambas corrientes espirituales.
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sedienta de absoluto y pletórica de eternidad, que regala Dioniso a los hombres en la vivencia entusiástica, puede hallar, dado el caso, en la experiencia
teórica una vía importante de realización. La verdad trágica y la verdad teórica
pueden conciliarse y complementarse. Sócrates es el gran artífice de esa convergencia. En consecuencia, la polaridad Dioniso-Sócrates, que propugna
Nietzsche, resulta una simplificación teóricamente infructuosa.
3. El daímon
La idea de una realidad interior de índole divina –es decir, el alma constituida ónticamente desde el dionisismo– conecta con la figura del daímon
socrático. Pero, a su vez, esta entidad tan significativa para el socratismo
remite a otra referencia fuertemente dionisíaca: Sileno y las esculturas ‘embarazadas’ que llevan su nombre.
Alma, daímon y silenos son motivos adscritos a los diálogos platónicos. Es
cierto que estos textos no son del todo confiables, si se pretende extraer de
ellos una imagen veraz del Sócrates histórico. Las obras de Platón registran
una interpretación de la vida y la obra de su maestro. Pero tratándose de
formarnos una idea de Sócrates y sus doctrinas ¿es posible evadir las interpretaciones? Quienes, como el propio Nietzsche, sostienen que Platón elaboró
para sus diálogos una «máscara semiótica»32 con el rostro de su mentor, destinada a exponer sus propias ideas, no andan del todo descaminados. Por su
parte, también tiene razón quienes, como Hans Krämer y sus colegas de la Escuela de Tubinga, consideran que esos textos apenas registran los aspectos
publicables de los problemas, las hipótesis y los procesos que animaban la actividad intelectual del propio Platón y un pequeño círculo de iniciados en los
rigores de la dialéctica, dentro de la Academia. Contra lo que sugiere Hadot,
no se trata de visiones incompatibles: Platón, en efecto, da vida en sus obras a
un personaje llamado ‘Sócrates’, para filtrar algunas tesis de su cosecha y se
guarda de dar a conocer lo que se descubre y enseña dentro de la Academia.
32
24
Hadot, Pierre. Ejercicios espirituales y filosofía antigua…, p. 82.
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Sin embargo, más allá de esos límites del discurso público platónico, desde sus
propias páginas y desde otros referentes de sentido (noticias procedentes con
otras escuelas, debates con éstas, influencias en las mismas, etcétera) ha sido
posible observar un complejo socrático-platónico de producción teórica
claramente diferenciado, en el que pueden sustentarse, con razonable fundamento, las ‘lecturas’ de la figura de Sócrates que, de hecho, ha asumido la
tradición filosófica.
Pese a los escrúpulos que impone ese frágil equilibrio entre carencias y certidumbres exegéticas, es posible advertir en los diálogos platónicos momentos
de adhesión relativa al orfismo, junto a momentos de asunción teóricamente
funcional del dionisismo. Fedón alberga un ejemplo representativo de los primeros, pero eso no hace a ese diálogo totalmente opuesto a los que ostentan
una vena dionisíaca. No solo porque, como se ha visto, el orfismo y el dionisismo comparten una raíz shivaísta común, sino porque en Fedón mismo es
donde se da cuenta del mandato que habría recibido Sócrates, con reiteración,
en el sentido de componer música (60d-61a) y, como se sabe, desde la aparición de Dioniso en el escenario otrora copado en exclusiva por los dioses
olímpicos, Apolo ya no ejerce el monopolio en el patronazgo del arte musical,
toda vez que debe admitir la aportación dionisíaca de la melodía33. Incluso,
esto induce al propio Nietzsche a hablar de Dioniso como el dios de la música34, que despoja del título a Apolo, cuyo sentido de ese arte equivaldría a la
«arquitectura dórica en sonidos»35. Por su parte, Banquete evidencia con toda
claridad el elemento dionisíaco en el complejo teórico socrático-platónico,
pero no se privan de él diálogos como Apología de Sócrates.
En efecto, en la célebre defensa póstuma que elabora Platón en honor a su
maestro, se escucha a Sócrates decir que la causa por la que evita la actividad
política abierta «es lo que vosotros me habéis oído decir muchas veces, (...)
que hay junto a mí algo divino y demónico (...) Está conmigo desde niño,
33
34
35
Nietzsche, Friedrich. Die Geburt der Tragödie…, p. 33.
Nietzsche, Friedrich. Die Geburt der Tragödie…, p. 25.
«Die Musik des Apollo war dorische Architektonik in Tönen…». Ibídem.
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toma forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy
a hacer, jamás me incita» (31c-d). Se pueden destacar, al menos, cuatro aspectos en esta confesión socrática: la experiencia de una presencia interior, en
primer término; la índole divina de esa entidad, en segundo lugar; la articulación como inmanencia de una potencia que, dada su divinidad, conecta con
un ser trascendente, en tercera instancia; y, por último, la actuación como
fuerza de contención ética que caracteriza a eso que da en expresarse como
una «voz». No es descabellado advertir las afinidades entre esa potencia
daimónica referida por Sócrates y el alma surgida de las intensidades espirituales del culto dionisíaco. Ambas fijan sus dominios en la subjetividad, en el
orden del ethos (entendido como morada interior, amén de como carácter);
una y otra ostentan una independencia relativa respecto del cuerpo y de cualquier otra determinación externa; y ambas conjugan esa doble condición de
inmanencia y trascendencia que signa a los entes en contextos ontológicos
raigalmente monistas. Estas correspondencias entre psyché de progenie báquica y daímon socrático inducen a pensar, razonablemente, en la raigambre
igualmente dionisíaca de este último.
Hacia el final de la referida apología, Sócrates recurre al daímon como criterio de la corrección de su actitud ante el juicio a que ha sido sometido y la
sentencia que de él deriva. El «espíritu divino» que alberga en sí le muestra al
filósofo que la muerte a la que será condenado no es «el mayor de los males»,
por el hecho de que no ha actuado como fuerza de contención, de cara a sus
actos y dichos frente al tribunal (40a-c)36. El silencio de la voz daimónica sella
36
26
Para una idea más precisa de la argumentación de Sócrates, en este pasaje, conviene reproducirlo in extenso: «...me ha sucedido algo extraño. La advertencia habitual para mí, la del
espíritu divino, en todo el tiempo anterior era siempre muy frecuente, oponiéndose aun
a cosas muy pequeñas, si yo iba a obrar de forma no recta. Ahora me ha sucedido lo que
vosotros veis, lo que se podría creer que es, y en opinión general es, el mayor de los males.
Pues bien, la señal del dios no se me ha opuesto ni al salir de casa por la mañana ni cuando
subí aquí al tribunal ni en ningún momento durante la defensa, cuando iba a decir algo.
Sin embargo, en otras ocasiones me retenía, con frecuencia, mientras hablaba. En cambio, ahora en este asunto no se me ha opuesto en ningún momento ante ningún acto o
palabra. ¿Cuál pienso que es la causa? Voy a decíroslo. Es probable que esto que me ha
sucedido sea un bien...».
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la legitimidad de la ineficaz defensa legal y política de Sócrates, al tiempo que
diviniza su figura como filósofo y hombre ejemplar.
El de Sileno y los silenos es un motivo más claramente dionisíaco, en el
discurso platónico. Aparece con nitidez en Banquete, en el momento en que
Alcibíades, embargado por la alegría y la locuacidad que a algunos depara la
embriaguez, avanza en su larga y agridulce loanza de Sócrates. Antes de llegar
a esa parte, Alcibíades identifica a su amado y evasivo mentor con varias referencias de la simbólica dionisíaca. Para el prepotente político y estratega, en lo
que hace a eficacia incantatoria, Sócrates es un flautista superior a Marsias, el
lujurioso sátiro que desafía al propio Apolo citaredo al ejecutar la flauta,
instrumento dionisíaco por excelencia (215b-216b). Su irresistible elocuencia
–es decir, su mirífico uso de la boca, la lengua y las palabras– colocaría a
Sócrates en un plano equiparable a cualesquiera de los artífices divinos de la
seducción, la posesión y el furor bacante.
Alcibíades se demora más en la identificación de Sócrates con los silenos. A
lo que se refiere el irregular seguidor y pretendiente del filósofo cuando aborda
el asunto, es a tres cosas. En primer término, a las figuras «existentes en los talleres de escultura», es decir, especies de matrioshkas –diríamos hoy– o estatuillas
que guardan en su seno otras efigies. En segundo término, a la dimensión licenciosa y lúbrica que hace del sileno una deidad asimilable al sátiro. Así, para
Alcibíades, los procederes de Sócrates, cuando ejerce de filósofo por las calles y
gimnasios de Atenas, en busca de almas bellas, se asemeja en lo esencial al asedio
erótico al que los sátiros someten, sin escrúpulos ni complejos –pese a que comparten con el maestro de Platón su extraordinaria fealdad– a los cuerpos bellos
(216c-219d). Por último, de lo que también habla Alcibíades en este punto, es
de los discursos de Sócrates, que son asimismo «muy semejantes a los silenos
que se abren», en virtud de que bajo su revestimiento, similar a la piel de un
«sátiro insolente», las palabras del pensador son las únicas que «tienen un sentido por dentro», a la par de que «son las más divinas» y «tienen en sí mismo el
mayor número de imágenes de virtud» (221d-222a).
La referencia originaria de las esculturas de que habla Alcibíades es, desde
luego, la figura del dios Sileno, descollante miembro de la corte de Dioniso,
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célebre por su embriaguez sin fin y por ser el padre de los sátiros, aunque a
veces los relatos míticos confundan a éstos con aquél. Su raigambre dionisíaca
hace de Sileno, como ilustra Hadot, un avatar «del ser puramente natural, de
la fuerza primitiva anterior a toda cultura y civilización» [Hadot, 2006: 97].
Sin embargo, como sucede con todas las dimensiones salvajes del dionisismo,
las que caracterizan a Sileno también asimilan, en el contexto de un variado
proceso de elaboración mitopoética, el lejano rayo formador, armonizador y
embellecedor de Apolo. Sileno habita, así, el imaginario y la cotidianidad de
sus devotos, por medio de las estatuillas ‘embarazadas’, que terminan siendo no
sólo una alegoría de Sócrates, sino una efectiva simbolización del dionisismo
socrático, en la medida en que representa el esquema de un cuerpo rico en almas, la experiencia de una subjetividad daimónica –es decir, privilegiadamente
divina– y el poder de una discursividad polimorfa y seductora en grado sumo.
Según aclara Diotima, en Banquete, al caracterizar a Eros, «todo lo demónico está entre la divinidad y lo mortal» (202d-e). Este es el estado que mejor
define a Sócrates: el interregno entre la mortalidad humana y la condición
divina del filósofo, es decir, de quien se ha divinizado al seguir el mandato
del oráculo délfico, colocándose a la altura de la deidad daimónica que es
Eros y haciéndose él mismo un daímon, en el que confluye lo silénico-dionisíaco con lo apolíneo: Sócrates visto como el nudo humano-divino en el que
se abrazan un Apolo fecundado de vitalidad por Dioniso y un Dioniso refinado por la luz de Apolo.
¿Dioniso contra Sócrates, Sócrates contra Dioniso? Es claro que estamos
ante un polo mítico-simbólico más complejo que lo sugerido por esa antítesis
propuesta por Nietzsche.
4. El éxtasis
Pero todavía conviene examinar un elemento decisivo de la condición
dionisíaca de Sócrates: el éxtasis.
Lo esencial de los misterios dionisíacos es el éxtasis. El eje alrededor del cual
giran todos los motivos y prácticas propios del dionisismo es la disolución del
28
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yo en la comunión entusiástica con la totalidad, simbolizada por Dioniso. De
acuerdo con Rohde, «resulta claro que, en el culto a Dioniso, el elemento originario es el furor o delirio báquico...»37. Se tiende a pensar que el vino es un
componente indispensable y decisivo de la economía espiritual dionisiaca;
pero, pese a su importancia ulterior, no pasa de ser un medio supeditado a la
búsqueda del trance extático, un recurso al que se da cabida en determinado
momento de la evolución y la inserción del culto en las civilizaciones mediterráneas. Como advierte de nuevo Rohde, «sólo más tarde se unió (...) el vino»
al conjunto de elementos que integran la economía cultual dionisiana38.
Tampoco la liberalidad sexual y el desenfreno erótico superan en importancia al éxtasis mistérico dionisiaco, aunque en algunas derivaciones del
frenético culto a Dioniso puedan adquirir un notable relieve. En un célebre
pasaje de Bacantes, Eurípides pone a un mensajero:
…que viene de las montañas» a dar noticia a Penteo, rey de Tebas mal avenido
con Dioniso, sobre cierta situación relativa a prácticas báquicas, que le incumben en la medida en que está implicada su propia madre Ágave. Conforme al
relato del heraldo, las bacantes dirigidas por la propia Ágave y sus hermanas
Ino y Autónoe, tras danzar en honor al dios, «dormían con sus cuerpos relajados (...), lo hacían castamente no [...] borrachas del vino de las jarras y del son
de las flautas, buscando la soledad para dar caza a Cipris por el bosque». Pero,
al percibir la cercanía de los hatos de novillos que pastorea el mencionado
mensajero, Ágave pone en guardia a las bacantes, quienes reaccionan con altivez y decoro ante el peligro. Acto seguido realizan una serie de sortilegios de
clara tonalidad dionisíaca, como hacer brotar de la tierra fuentes de vino, de
leche y de miel. Los boyeros y pastores evalúan la circunstancia. Un «individuo que vagabundea por la ciudad» y que, en ese momento, está con ellos, los
persuade de aprovechar la ocasión para cazar a Ágave y entregarla a su hijo, el
rey Penteo. Lo que, en ese caso, habría de suceder a todas las demás bacantes
es fácil de imaginar. Pero el plan termina en catástrofe: Ágave descubre el asedio de aquellos hombres y, cuando está a punto de caer presa del propio
pastor-mensajero de marras, lo esquiva, al tiempo que invoca el auxilio de las
37
38
Rohde, Erwin. Psique…, p. 416.
Ibídem.
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‘perras-ménades’ de que está acompañada, hasta poner la situación a su favor.
Según la relación del mensajero, «nosotros, huyendo, evitamos que las bacantes nos desgarraran, pero ellas atacaron con sus manos, sin armas de hierro, a
las terneras que pastaban39.
Son obvias la fecundidad y complejidad simbólicas de esta historia, pero
por el momento podemos conformarnos con el comentario –breve pero pletórico de implicaciones– de Giorgio Colli:
Ágave reacciona a la agresión sexual e incita a las bacantes a atacar a los hombres. [...] La bacante, para no ser presa sexual, se transforma en una cazadora
que mata. El desmembramiento de hombres por acción de las bacantes, que
se repite [...] en la mayoría de los mitos dionisíacos [refleja] la reacción de la
presa que ataca al cazador a dentelladas, y expresa el odio hacia el varón, al
que no es posible someterse sin ofender al dios, es decir, sin destruir la exaltación orgiástica40.
Desde luego, lo antedicho no debe inducir al error de menospreciar la importancia del elemento sexual en el orbe espiritual dionisíaco. No se debe
olvidar que ‘dioniso’ es el nombre de una potencia de fecundidad, asociada
por ello a la figura del falo. Eso hace del dios un seductor irresistible de cuanta
mujer se le atraviese en el camino. Así, por ejemplo, en la imaginación del
avieso Penteo, Dioniso es un extranjero procedente «de la tierra Lidia», que
«destruye los lechos maritales», porque es un «mago decidor de ensalmos,
que exhala perfume de su rubia cabellera ondulada, de mejillas rojas y con los
encantos de Afrodita en los ojos...»41. El punto a tener en cuenta, en todo
esto, es que la actividad erótica debe subordinarse, en todo caso, al propósito
extático; no puede salirse de los límites de la experiencia báquica, es decir, no
puede estar por encima de los requerimientos del dios.
39
40
41
30
Eurípides. Bacantes. Trad., est. prel. y notas de Nora Andrade. Buenos Aires, Biblos, 2008,
pp. 51-52.
Colli, Giorgio. La sabiduría griega, v. I. Trad. de Dionisio Mínguez, Valladolid, Trotta,
1995, p. 381.
Eurípides, Bacantes..., pp. 38-41.
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El éxtasis mistérico es –cabe insistir– el núcleo del dionisismo. Pero ¿en
qué consiste? Rodhe lo describe de este modo:
El éxtasis es una ‘locura pasajera’, así como la locura es un éxtasis permanente.
Pero el éxtasis, la alienatio mentis momentánea del culto de Dioniso no es una
divagación ligera y ondulante del alma por las regiones de la pura ilusión; es
una hieromanía, una santa locura en la que las almas, fuera ya del cuerpo, se
unen con la divinidad. Ahora están [...] dentro del dios, en estado de ‘entusiasmo’; los que se encuentran en tal estado son henthoi, viven y están en el
interior del dios; en su yo limitado sienten y gozan la plenitud de una fuerza
vital infinita42.
Difícilmente se podrá agregar nada esencial a esta caracterización del
furor báquico hecha por el gran filólogo alemán. Ahí está todo lo que define
a esa intensidad: disolución del yo, transporte más allá de la normalidad
cotidiana, unión con lo divino –algo equivalente a una divinización de sí–,
sensación de plenitud, alegría de vivir, superación del sufrimiento... A este estado se llega por medio de prácticas secretas, en las que la música –en especial
de flautas e instrumentos de percusión–, los cantos, los gritos entusiásticos,
los sonidos que imitan a animales como el toro, las danzas, las libaciones, los
sacrificios de diversa índole... articulan la atmósfera espiritual que posibilita
la experiencia extática.
El frenesí dionisíaco está emparentado, por no decir que identificado, con
la embriaguez. Nietzsche mismo ofrece las claves de esa afinidad, cuando en
el primer capítulo de El nacimiento de la tragedia coloca el sueño en los dominios de Apolo y el de la ebriedad en los de Dioniso. Pero, en el contexto del
rito mistérico y, en general, del dionisismo, la noción de ‘embriaguez’ no se limita a referir el estado debido a la simple intoxicación etílica, aunque por
supuesto ésta no colida del todo con aquél. Las reuniones simposíacas en Grecia –es decir, los encuentros para beber vino conforme a reglas, más o menos
como el que se registra en Banquete, de Platón– cifran su desenvolvimiento en
42
Rohde, Erwin. Psique…, p. 424.
31
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el alcohol, pero siempre en función de propósitos en los que también se nota
la incidencia de Apolo. Se trata, pues, de una ebriedad en la que se conjugan
el entusiasmo erótico –en el amplio sentido platónico, ‘diotímico’– y el placer
de la liberación del logos, en pos de la experiencia, a su modo mistérica, de la
verdad. La encarnación mejor lograda de ese equilibrio apolíneo-dionisiaco es
el Sócrates al que se refiere Alcibíades, como aquel que «beberá cuanto se le
pida y nunca se embriagará» (214a).
Aparte de los señalados en su momento43, el éxtasis, el vino, el cuerpo y la
embriaguez son los grandes motivos de Banquete y, como aquéllos, también
éstos incumben intensamente a Sócrates. Tiene razón Hadot cuando advierte
que, en ese diálogo, Platón «ha dispuesto una constelación de símbolos dionisíacos alrededor de la figura de Sócrates»44, aunque el historiador francés se
equivoca al ver en ese hecho un ‘misterio’. Habría tal si Dioniso, la posesión divina, el vino y la ebriedad estuvieran reñidos con el conocimiento y la verdad.
Se va a ver, a continuación, que no es el caso.
El simposio platónico no escatima oportunidades para dar cuenta de la
tendencia socrática a la iluminación extática. En sus páginas se refieren tales
transportes de manera directa e indirecta. Hacia el comienzo del diálogo,
Aristodemo explica el retardo con que va llegando Sócrates a la cita con
Agatón y sus invitados al banquete: se debe justamente a un trance de esa naturaleza, en plena calle, y el mismo personaje informa que se trata de «una de
sus costumbres», esa de apartarse y quedarse «plantado dondequiera que se
encuentre» (174d-175e). Por su parte, en su largo discurso hacia el final del
libro, Alcibíades refiere cómo Sócrates, en plena campaña militar, «habiéndose concentrado en algo, permaneció de pie en el mismo lugar, desde la
aurora, meditándolo y, puesto que no le encontraba la solución no desistía,
sino que continuaba de pie investigando» (220c).
Lo antedicho evidencia los vínculos positivos entre éxtasis, embriaguez y
conocimiento, en el complejo teórico socrático-platónico.
43
44
32
V. sup. los pasajes de este texto relativos a los silenos, el flautista Marsias y motivos afines.
Hadot, Pierre. Ejercicios espirituales y filosofía antigua…, p. 107.
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Si Alcibíades se atreve a exponer sus sentimientos íntimos respecto de
Sócrates, así como a destacar públicamente las mayores virtudes de éste, es
porque el vino actúa en él como liberador de su logos (su pensamiento y su
verbo) y porque esa bebida es ahí el criterio de verdad. En efecto, el joven aristócrata ebrio empieza ese discurso con el anuncio de que dirá la verdad, y lo
ratifica prometiendo que «no falsearé nada, al menos voluntariamente». Aunque también advierte: «...no te asombres si cuento mis recuerdos de manera
confusa, ya que no es nada fácil para un hombre en este estado enumerar con
facilidad y en orden tus rarezas» (214e-215a). Más adelante, cuando nota que
sus confesiones pueden franquear el umbral del pundonor, Alcibíades demuestra percatarse de que sus palabras no resultarían creíbles, «si (...) según el
dicho, el vino (...) no fuera veraz» (217e).
La liga positiva entre dionisismo y saber, que se entrevé en referencias
como las que se acaban de plasmar, es un dato observable en diversos documentos relativos a Dioniso y su vasto ámbito simbólico. Según un texto
órfico, «Hefesto hizo un espejo para Dioniso y el dios, mirándose en él y contemplando la propia imagen, se puso a crear la pluralidad»45. Un poco más y,
asidos al tono plotiniano de esas palabras, cabría imaginarse una identificación de Dioniso con la Inteligencia y el Alma hipostáticas. Como sea, se deja
ver en el dionisismo la presencia de un modo del conocimiento, como cuando
el coro, en la primera estrofa de Bacantes, declara bienaventurado a quien,
«conocedor de los misterios de los dioses», purifica su vida e integra su alma al
tíaso dionisíaco, celebrando bacanales en los montes46. Por eso, Colli advierte
en ese pasaje el indicio de una conjunción, debida a Dioniso, entre iluminación mistérica y experiencia orgiástica47.
Desde luego, el conocimiento que comporta el éxtasis dionisíaco está signado por la inmediatez de lo conocido y, por ello, se distingue radicalmente de
todo saber discursivo, mediado por toda clase de determinaciones ‘apolíneas’.
45
46
47
Colli, Giorgio. La sabiduría griega..., p. 81.
Eurípides. Bacantes..., p. 34.
Colli, Giorgio. La sabiduría griega..., p. 81.
33
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Hay, por ejemplo, una clara diferencia entre una demostración silogística o
una serie de entimemas retóricos, en torno al temor y la compasión, y la sola
experiencia catártica –a su modo, dionisíaca– que ‘purifica’ al espectador de
la tragedia donde se representan esas pasiones, según se refiere en Poética,
de Aristóteles. La intuición directa de lo real implicada en la posesión o identificación del bacante con el propio Dioniso resulta de la dinámica cultual: su
‘método’ viene definido por la música, el canto ditirámbico, la danza, agitaciones frenéticas del cuerpo y la apertura del alma a la hierofanía o presencia
‘real’ del dios. En verdad, una vía muy diferente a la del discurso lógico, pero
no por ello menos efectiva para una representación del mundo. Como señala
Filón de Alejandría, en Sobre la vida contemplativa, «los poseídos del frenesí
báquico o coribántico entran de tal manera en trance que llegan a contemplar
el objeto de sus anhelos más profundos»48.
Otra diferencia entre conocimiento mistérico y saber discursivo es la que
concierne al componente estético de ambas posibilidades. Aquí, el adjetivo
‘estético’ abarca la sensación y el sentimiento. Lo apolíneo y lo dionisíaco
comportan sendos modos de placer artístico-epistemológico. Para decirlo a la
manera platónica, está la delectación dianoética –esa que Nietzsche atribuye
al ‘hombre teórico’– y está el goce de cariz báquico, entre cuyos avatares más
refinados puede contarse la theoría, la contemplación inmediata de lo real, la
experiencia de la verdad última.
En estrecha conexión con el modo dionisíaco de conocer está la adivinación extática, diferente del vaticinio por interpretación de signos, practicado
por Apolo –en el contexto griego– antes de su alianza con Dioniso. De
acuerdo con Eurípides, el delirio báquico comporta una gran eficacia adivinatoria pues, «cuando el dios entra, poderoso, en el cuerpo de aquellos a quienes
enloquece, les hace predecir el futuro»49.
Como se ha visto, hay elementos de peso para destacar un nexo positivo
entre el complejo teórico socrático-platónico y el dionisismo. Ese vínculo se
48
49
34
Citado en Ibídem, p. 77.
Eurípides. Bacantes..., p. 39.
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da, tanto por el lado de las derivaciones de los misterios propiamente dionisíacos como por el de los de índole órfica, ligados entre sí por un común
shivaísmo de base. Esto permite entender la clase de luz que espera –la belleza
en sí–, al final de Banquete, al esforzado dialéctico que sigue la ruta trazada
por Diotima, o las frecuentes referencias platónicas a la posesión divina o el
pasaje de la carta VII, donde el viejo Platón asegura que, tras la larga labor
especulativa del caso, «surge de repente la intelección y comprensión de cada
objeto con toda la intensidad de que es capaz la fuerza humana» (344b). El
socratismo aparece, pues, como la opción filosófica que se cimienta en la articulación de misterio –ciertamente morigerado– y teoría; en la conjunción de
vino y cuerpo con visión del ser en cuanto ser.
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