Carcelero de almas Mª Carmen Llopis Feldman (…) “ni el menor sonido de las calles brumosas quebrantaba el silencio. Una sombra se agitó entre la penumbra y solo cuando la sentí envolverme en su frío abrazo blando, grité “(…) Arthur Benthley A tu memoria Prólogo Nos es difícil creer que el destino está escrito y se extiende en el horizonte como los colores del arco iris mostrándonos su efecto y variedad. Olvidamos que existen almas bendecidas, destinadas al altar y a la gloria, y otras almas condenadas, destinadas a marchar irremediablemente hacia la oscuridad y la muerte. Incrédulos, no aceptamos que las pistolas de esta ruleta rusa nos son entregadas a muy temprana edad, incluso antes del nacimiento, y que nuestras almas en vano se debatirán, en vano intentarán acostumbrarse al mundo, a sus engaños, sus perversiones y sus astucias. Perfeccionarán la prudencia y taparán todas las salidas protegiendo las ventanas contra las balas del azar. Pero el aliento implacable del sino penetrará por las cerraduras, se colará por las rendijas de las puertas y se dejará resbalar por la imperfección de nuestras corazas, consiguiendo, incluso, que una cualidad superlativa sea la semilla de nuestra condenación.... 5 Primera Parte 1 Alta mar, otoño 1941 Los tímidos rayos de la luna parecían buscar el fondo del abismo. No se podía distinguir nada claramente a causa de la espesa bruma que lo envolvía todo y a través de la cual surcaba el Atlántico como suspendido en el aire, en perpetua alerta y vigilancia, el buque norteamericano USS Westpoint. El ruido de una puerta que se cerraba interrumpió su imprevista nube de sueño. Desorientado, intentó durante unos instantes poner en orden su mente. Gradualmente y con suma lentitud consiguió recordar la cena con el capitán Kelley y un fuerte dolor de cabeza que le obligó a retirarse a la antigua sala de baile, ahora ocupada por unas quinientas literas de viaje. Al recostarse maltrecho por su indisposición debió quedarse dormido. Tenían que haber transcurrido unas horas a la vista de la amplia ocupación del resto de los lechos. El silencio reinante entre las literas en penumbra solo acentuaba el imponente respeto que causaba esa travesía en plena Gran Guerra. Su camastro colgaba en una de las esquinas del salón, lo que le permitía un atisbo de holgura entre tanta invasión de intimidad. 5 De repente, se hizo presa de él una extraña e irresistible fuerza que avocaba todos sus pensamientos hacia un único objeto, un manuscrito recién iniciado y que guardaba celosamente, cual oscuro objeto de deseo. Lo sacó de debajo de la almohada dispuesto a comenzar un relato, cuando una creciente pesadez, con una sensación dolorosamente nauseabunda y un fuerte zumbido en los oídos, hicieron que cayera de nuevo en un profundo abotargamiento. Transcurrido un tiempo, la sensación gélida de una presencia cercana lo volvió de nuevo en él. Durante unos instantes permaneció inmóvil, como una estatua. Estaba impaciente por servirse de sus ojos pero no se atrevía. Tenía miedo del primer golpe de vista. Pero la desesperación, la incertidumbre y la curiosidad lo forzaron a levantar sus congestionados párpados apareciendo ante sus desorbitados ojos, como un relámpago, una terrorífica y espectral sombra. Se sentó de un solo brinco en la litera mientras le temblaba convulsivamente cada fibra de su cuerpo y las gotas de sudor resbalaban por su rostro. Quiso gritar pero, presa del terror, no pudo arrancar de su pecho ningún sonido. Un helado estremecimiento recorrió su cuerpo y una insuperable ansiedad se apoderó de su alma. Aquel espectro le había robado su manuscrito. Le bastó un minuto para ponerse en pie y, cruzando entre las vacilantes luces y sombras de la pieza, se precipitó hacia la cubierta. 6 En su frenesí, sentía que solo podría encontrar la paz recuperando su posesión. Era una noche fría y lúgubre. La agobiante negrura lo rodeaba y la intensidad de la niebla lo oprimía y lo sofocaba. Avanzó atarantado con los brazos extendidos y dilatando las pupilas con la esperanza de poder recuperar su tesoro. Dio muchos pasos pero todo estaba negro y vacío. La agitación de su alma aumentaba por momentos y sus miembros no cesaban de temblar mientras la sangre se agolpaba al unísono en su corazón. Tenía que encontrarlo... Seguía tanteando. Continuó avanzando cuando, de pronto, tropezó y cayó por la borda. Sólo se oyeron unos golpes secos sobre la quilla del navío mientras un ahogado grito se perdía en el abismo haciendo, en el mar, sepulcral zambullida... 7 2 Puerto del Rosario, 2000 La calidez de los primeros rayos de sol matutinos que envuelven mi rostro auguran un buen día. He apagado la música de mi radio para disfrutar del sonido de las gaviotas y el arrullo del vaivén de las olas al llegar a la orilla. El verde esmeralda de las aguas se intensifica con el reflejo de la luz solar. Todo transmite paz y serenidad. Cierro los ojos, respiro hondo e intento absorber hasta la última gota de este momento, como una esponja reseca que depende de un líquido elemento para devolverle la suavidad que esperamos de ella. Mientras, las frías aguas de Playa Blanca, salpicando a mi paso, me inyectan en bolo la energía necesaria para realizar el sprint final hasta la meta. Sin parar de caminar cruzo el jardín de mi casa. Abriendo la puerta intuyo el correteo de Bacon, mi perro, un juguetón schnauzer mediano negro que se apresura veloz a darme la bienvenida. Lo saludo con carantoñas y me dispongo para una rápida ducha. Tengo el tiempo justo para tomar el desayuno y encaminarme al trabajo. —Hola, Sofía, ¿preparada para afrontar el día? —me saluda Raúl. —Buenos días, Raúl; totalmente. 8 —Me alegro, porque hoy lo tienes arrequintado. 1 A estas horas de la mañana ya no te quedan huecos para sitar —responde con el característico seseo y peculiar entonación del archipiélago. —Ya sabes, lunes, primavera, era previsible... Como siempre, si hay alguna urgencia, dame un toque de teléfono. —Alguna impasiensia, querrás desir. Pero descuida, te lo haré saber. Raúl es uno de los auxiliares administrativos que trabajan en el mostrador de atención al paciente del centro de salud donde desempeño mi ocupación. Es chicharrero, de Tenerife, diligente en su tarea y demasiado protector conmigo, aunque nunca he sabido muy bien por qué. Moreno, ojos castaños, no muy alto, regordete y con marcada calva frontal, lo que le asemeja, en cierto modo, a la figura de un rétor. Quizá sea por eso que los pacientes tienen predilección por contarle sus tribulaciones y le perdonan con facilidad sus respuestas ácidas y socarronas. Está casado, tiene dos hijos y entre sus hobbies favoritos se encuentran la cerveza, el fútbol, la pesca y, por supuesto, las mujeres. Atravieso con paso ligero, pero firme, el pasillo que desemboca en la sala de espera de pediatría para llegar a mi consulta. Allí me esperan ya varias mamás con sus retoños para ser atendidos. — ¡Buenos días, doctora! ¡Hola, Sofía! —saludan. 1 . Vocablo canario que significa «a rebosar». 9 — ¡Hola, buenos días! Un minuto y empezamos — contesto. Tras entrar, enciendo las luces y el ordenador e introduzco mi clave para acceder al listado de demanda. Hace unas semanas que he conseguido vencer el mareo y la angustia que me suponían estos simples gestos. Todo parece superado y todo permanece como siempre, como yo misma lo dejo todos los días antes de marchar, pero, sin embargo, todo es diferente. Este habitáculo que recibe a las madres y padres con las dudas, anhelos y preocupaciones por sus hijos ha cambiado. Se ha vuelto lejano, distante, extraño. O quizá yo he cambiado, toda mi vida ha cambiado... Dejo pasar solo unos segundos para aparcar mis pensamientos, me pongo la bata, tomo aliento inspirando profundamente y abro de nuevo la puerta para dar paso a mi primer pequeño paciente. Se trata de Pablo, un simpático y pelirrojo pecoso de dos años, asiduo a la consulta por amigdalitis de repetición. Cuando lo conocí tenía dieciocho meses y berreaba para sordos, o más fuerte, desde la puerta de entrada al centro de salud. —Buenos días, Sofía —me saluda la madre—. ¿No dices nada, Pablo?— le dice a su hijo agachándose para mirarlo. —Hola, Zofía. Toy malito —me dice compungido acercándose a mí. —Supongo que lo de siempre. Ha vuelto a la guardería y ha durado una semana... Tiene fiebre alta y se 10 queja de la garganta. Esta mañana ha vomitado todo el desayuno —me explica la madre sentándolo en la camilla. — ¿Tos o mocos? —le pregunto a la madre aproximándome a Pablito. —Mocos. Ya sabes que no los suelta... Pablo me mira tendido en la camilla, maltrecho y con los ojos vidriosos por la fiebre. Ya se sabe el protocolo y lo ejecuta como una diversión. —A ver, campeón. Primero vamos a oír si hay «grillitos» en el pecho —le comento colocando el fonendoscopio en su tórax mientras él mismo se levanta la camiseta—.Y ahora... ¡que ruja el león! —Triquiñuela que me permite visualizar bien las amígdalas y la laringe—. Un poco más... ¡Ya está, fierecilla! — ¿Tiene placas? —me pregunta la madre. —Pues sí. Esta vez habrá que darle antibiótico. Mientras le explico a su madre el tratamiento que debe seguir, Pablo se entretiene dibujando y coloreando en la libreta que tengo preparada en mi mesa para ello. Acto seguido los acompaño hasta la salida y llamo al paciente siguiente. Así, poco a poco va trascurriendo una jornada que, como bien ha augurado Raúl, se ha hecho eterna: revisiones, vacunas, mocos, toses, fiebres, resfriados, alguna otitis, infección urinaria. Nada grave, menos mal, y solo una «impaciencia» a última hora. — ¿Qué tal? Vaya diíta hemos tenido hoy…, no hemos podido ni siquiera charlar un rato tranquilas. 11 —Un poco cansada, la verdad, pero ya hemos terminado y nos podemos ir a casa. Por cierto, Zaida — le digo reclamando su atención—, recuerda que mañana vendrá Joel para la vacuna del neumococo, asegúrate de que tengamos en nevera. —Sí, Sofía, sí, lo tenía presente, el pósit amarillo en el ordenador no falla —responde riéndose—. Desde luego, no sé, pero con tantas cosas, cualquier día pierdo el tino y en lugar de venir aquí me largo por ahí y te quedas sin enfermera pediátrica... ¡Ja, ja, ja! —Menos mal que te lo tomas con humor, ¡nos vemos mañana! — ¡Hasta mañana, mi niña, que descansemos! — Con el apoyo de su mano sobre mi hombro me transmite su calidez mientras sus grandes y brillantes ojos grises me miran con aliento. Su blanca piel se camufla tras el precioso dorado adquirido por el sol isleño contrastando a la perfección con sus plateados cabellos cortados al más puro estilo Bob. Las numerosas arrugas acumuladas por el paso de los años, alrededor de cincuenta y ocho, calculo yo, en simbiosis con su cuidada figura, más que desmerecerla, realzan su atractivo. Como de costumbre, inicio mi protocolario cierre, cada vez más parecido a un ritual religioso, sin el cual no puedo irme tranquila a casa: recoger la mesa, apagar el otoscopio de pared, guardar los «fonendos» rosa y violeta (uso estos colores porque tranquilizan y divierten a los niños), comprobar la bandeja de medicación y colocar los muñecos y juguetes en su sitio. Sin omitir desconectar el 12 ordenador, coger la tarjeta clave, quitarme la bata, tomar mis cosas repasando no olvidar las llaves y, por fin, apagar la luz y cerrar la puerta. — ¿Qué? ¿No dirás que no te lo había advertido?... ¿Cómo ha ido? —me pregunta Raúl a la salida. — ¡Pruuueeeba suuuuuperada! —contesto imitando a los presentadores de concursos televisivos. —Ya te digo... Pues por el mostrador tampoco nos hemos quedado cojos. — ¡Anda, pero si estabas aquí! —me dice Raquel, una de las celadoras del centro—. Al no verte en el café creí que no habías venido hoy. —Pues aquí estoy, y con las mismas me voy, que tengo muchas cosas que hacer. Nos vemos mañana. —Déjala, mujer, que ya es tarde —la reprende Raúl. —Vale, vale. Solo quería retenerla un poco, es tan cara de ver... ¡Chaíto! La verdad es que Raquel tiene razón, hace un tiempo que no me relaciono mucho con la gente... pero no tengo por qué dar explicaciones, solo quiero llegar a casa. «¡Dios, cuánto deseo llegar a casa!» En estos momentos es mi refugio y mi fortificación, mi bastilla personal. Allí me encuentro segura y tranquila, puedo abandonarme y ser yo misma sin esforzarme en aparentar nada y rodearme de los recuerdos que me alimentan. 13