TEORIA DE LA ABUELA (Donde se quiere explicar-también

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ENCUENTROS EN VERINES 1991
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
TEORIA DE LA ABUELA
(Donde se quiere explicar-también-la novela)
Víctor. F. Freixanes
De pequeño también a mí me llevaron a la meiga. Era en la Galicia de los años
cincuenta. Pero no en la montaña, ni en una aldea perdida, ni hablo tampoco de la noche
de los tiempos, sino de la ciudad de Pontevedra en el año cincuenta y ocho o cincuenta y
siete.
Mi madre murió cuando yo era muy niño, apenas la recuerdo. Acaso su rostro de
ojos grandes, luminosos, y el paño rojo y negro de una bata que se ponía para levantarse
de la cama. Quedamos huérfanos mi hermano y yo. Él con tres años y yo con cinco. En
mi casa no se iba a misa, nunca se aceptó la injusticia de dios, pero se rezaba mucho,
sobre todo mi abuela, que hablaba con mi madre porque ella era la abogada en el Cielo
de todos nosotros. Y crecíamos felices, pues los niños lo aceptan todo.
Pero así como mi hermano José salió alegre y rollizo, dicen las crónicas
familiares que yo me criaba muy mal, enfermizo, con muchas vueltas de salud y fiebres
imprevistas, más bien dado a la delgadez exagerada y a la melancolía. Los médicos no
encontraban una explicación, y aquello en algún momento debió preocupar a mi padre,
porque me llevó a Santiago en tren, a ver a un catedrático importante, por si la ciencia
compostelana hallaba algún remedio que no conocía la ciencia pontevedresa.
No hubo grandes resultados, francamente. De aquel viaje recuerdo el abrazo que
le dimos al apóstol- mi hermano, mi padre y yo-, el santo dos croques arrodillado al pie
del Pórtico y un flan en vasito de metal que nos dieron de postre en el restaurante
alameda. Pero mi salud seguía exactamente igual, y la preocupación de la familia en
aumento.
Entonces, mi abuela, sin encomendarse a nadie y sin decírselo ni a mi padre ni a
mi abuelo, que era guardia civil y volteriano, decidió actuar por su cuenta y llevarme a la
meiga.
Recuerdo perfectamente dónde y cómo recibía aquella mujer de edad indefinida,
agradable de aspecto, que vivía en una casa de planta baja en la Rúa Nova de Arriba,
donde comienza el viejo barrio marinero de la Moureira. Aquí les llamamos casas de
outón o de pincho, porque tienen un pequeño altillo, el pincho, sobre la única planta.
Olía a yerbas. Quizás a ruda. Y a aceite. Pero también a limpio, y la mujer recibía en el
comedor, con las contras entornadas y un baúl en el centro. Esa es la idea que tengo de
aquellas visitas: un arcón enorme en el medio de la estancia sobre el que me mandaban
que me tendiese.
- ¿Cómo se chama a rapaz?- preguntó la señora a mi abuela.
- Víctor.
- Non digo o nome de bautismo. ¿Cómo lle din na casa?
-
Nós sempre lle chamanos Tuco.
Mi padre, para sus amigos, era Vituco. Y a mí, por abreviar, Tuco. Lo de Víctor
más solemne y oficial, comenzó en la escuela y, cuando oía al profesor pronunciar mi
nombre repasando la lista de sus alumnos, siempre tenía la impresión de que en mi lugar,
en algún pupitre de aula, se levantaría un extraño.
La mujer me tendió sobre el arcón, me desnudó de cintura para arriba, tomó un
trozo de papel de estraza y escribió con lápiz: Tuco, que era mi nombre verdadero.
Luego, después de ponerme algo de aceite y de rociarme con un ramo de laurel, me
colocó el papel sobre el estómago y me enfajó con una venda.
-Xa pode ir a rapaz.
Según mi abuela – a través de la cual, muchos años después, conocí algunos de
estos detalles- las visitas se prolongaron semanalmente durante algo más de un mes. Yo
vivía con aquella faja, jugaba, corría, sudaba, dormía con mi nombre pegado a la piel, y
la mujer decía que lo que me pasaba es que tenía o estómago caído, que es diagnóstico
que los médicos no reconocen.
Cada ocho días la meiga me desenfajaba, retiraba los restos del papel, que
aparecía hecho migas, y lo sustituía por otro pedazo en el que volvía a escribir: Tuco.
Contaba mi abuela que, según transcurrían las visitas, las letras aparecían cada
vez más claras y el pedazo de papel cada vez en mejor estado, hasta que al fin la señora
de la Rúa Nova de Arriba mostró el último prácticamente seco, con mi nombre
perfectamente legible, y dijo:
-O rapaz xa está ben. Eu acabei.
Ni los médicos pontevedreses ni el sabio compostelano lograron lo que la meiga
de la Moureira consiguió: que yo ahora recuerde y escriba en la presente aquella
anécdota, superadas la postración y las fiebres de aquellos días. Nunca más he vuelto a
tener el estómago caído. Y si lo tengo, no me he percatado de ello.
La reflexión sobre la anécdota de la meiga vino después. ¿Qué había hecho
exactamente aquella mujer conmigo?
Años más tarde, siendo estudiante en Compostela, asistí a una conferencia de
Alvaro Cunqueiro en el Hostal de los Reyes Católicos, organizada por el Colegio Oficial
de Médicos, en la que el escritor hablaba sobre las artes y la ciencia de la medicina
popular. Fue la primera vez que oí reflexionar en voz alta sobre el valor mágico de las
palabras, donde –según Platón- habita la memoria y el alma de las cosas, y el escritor de
Mondoñedo evocó la antigua tradición medieval de los nombres secretos de las viejas
ciudades de antaño.
Según la tradición, las ciudades del Medievo tenían nombres secretos que nadie
conocía, sólo el monarca, y en el lecho de muerte el rey entregaba a su sucesor, entre los
más valiosos tesoros del reino, la llave de cada ciudad, que era aquel nombre misterioso,
cabalístico, pues si alguien que no fuese él lo conociera la ciudad se rendiría sin
necesidad de batallas, ni de cercarla siquiera, entregada sin resistencia. Compostela,
Toledo, Córdoba, Zamora, París, roma, Bolonia...poseían sus nombres propios, ocultos,
que las guardaban y, al mismo tiempo, frente a la traición o la indiscreción, las
convertían en extraordinariamente frágiles, como de cristal.
Dios, en el mito bíblico, crea el mundo en siete días y cuando decide colocar al
primer Hombre y a la primera Mujer en el Paraíso, les concede el don de la palabra –que
es lo que nos diferencia de los animales en todas las culturas y en todas las mitologíaspero también la posibilidad de dar un nombre a cada cosa; el árbol , el agua, el ave, el
caballo, el león... Nombrando las cosas el ser humano se adueña de las mismas: señorea
el Paraíso. Apoderándonos, pues, de la palabra –platónicamente- nos adueñamos de sus
significaciones : el Conocimiento.
Alvaro Cunqueiro lo evocaba de otro modo, ensalzando el valor de su lengua
gallega, que era el idioma de su infancia mindoniense. “ Agradezco a Dios”, dijo poco
antes de morir, “que me haya dado el don de la palabra y de mi lengua, porque en mi
lengua antigua he podido decir árbore, rula, auga, bolboreta, y diciendo cada una de ellas
yo me he sentido dueño del árbol, de la tórtola, del agua y de la mariposa”.
Ionesco, en La lección, enfrenta al profesor y a su alumna, y ésta acaba matando a
aquél apuñalando con la palabra cuchillo, que ha tomado antes del diccionario. Lewis
Carol nos recuerda en Alicia que lo importante es saber quién es el dueño de las palabras,
porque las palabras son el Poder. En las antiguas Sagas germánicas los caballeros heridos
son auxiliados en el campo por las diosas que utilizan, para coser sus heridas, palabras:
la palabra aguja, o la palabra hilo, por ejemplo; y la palabra espada vence a todas las
espadas, porque ella misma es el valor y la esencia del arma.
Siempre he creído que el mito explica la realidad tanto como pueda explicarla la
ciencia. Que el mito es otra manera de ver las cosas, anterior, pero que persiste en
nosotros. Es el conocimiento poético, intuitivo, frente a lo racional, empírico, medible.
El hombre de Occidente –nosotros-, producto del capitalismo, la revolución
burguesa y la Ilustración, ha construido su propio mito cerrándose aparentemente las
puertas al mito anterior. El hombre de nuestro tiempo cree en el mito de la Ciencia
Omnipotente y se enfrenta, perplejo, a su derrumbamiento escandaloso en los últimos
decenios. ¿Quién sabe por qué otra ficción lo sustituirá?
Mi abuela, que no creía en los médicos, me llevó a la meiga. Y aquí estoy. Lo que
hizo aquella mujer –con su rito mágico en el papel de estraza – fue recuperar mi nombre:
recuperarme. Analfabeta ella, transmitía la tradición platónica y religiosa de la palabra
curadora y, al mismo tiempo, reivindicaba el “nombre secreto”, que en mi caso era Tuco,
como depositario de las esencias (el alma) de las cosas (o de las personas). ¿Cómo
entender la literatura de García Márquez, Juan Rulfo, Isabel Allende, Alvaro Cunqueiro,
por citar sólo algunos ejemplos, sin la meiga de la Moureira detrás?
Cuando se comenzó a hablar del “realismo mágicos” para definir un cierto modo
de abordar la literatura por parte de algunos escritores hispanoamericanos, algunos
críticos llamaron la atención sobre la existencia de “otras” literaturas similares. En
Galicia, por ejemplo, Alvaro Cunqueiro, Anxel Fole, algunos textos de Rafael Dieste,
etc., son de los años cuarenta, si no anteriores. En la misma línea podríamos situar la
obra de Gonzalo Torrente Ballester, aunque posterior, sobre todo a partir de La sagafuga de JB, y otros narradores contemporáneos. Escritores leoneses como José María
Merino, catalanes, vascos, alemanes, irlandeses tienen todos a la abuela detrás. Y con la
abuela, la meiga. Es decir, una memoria popular extraordinariamente viva, activa, que
contempla y explica el mundo a través de una visión esencialmente mítica (no
racionalista).
Dios (la idea o el mito de la divinidad engendradora) no le dio al hombre sólo la
palabra, le dio el Conocimiento, incluso para rebelarse contra Él. La palabra es el
Conocimiento y la Memoria, el Futuro y el Pasado juntos, la búsqueda en el horizonte y
las raíces que nos permiten saber que pertenecemos a un sitio determinado, un grupo,
otra memoria que actúa. A través del Mito –a través de las palabras, territorio de la
literatura- el ser humano intenta explicar constantemente aquellos puntos oscuros de su
propia realidad, de su existencia, también de su fragilidad, todo desde el principio de los
tiempos ( o de la memoria), pero sin renunciar al presente más inmediato. La Novela es
uno de sus habitáculos posibles. Y no hay Novela sin Abuela.
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