QUE SEPAN LAS ROSAS, JAMÁS SE VIO MORIR A UN JARDINERO Lo que voy a contar aquí me lo contaron a mi. Y voy a contarlo tal como me lo contaron. No digo que sea verdad pero la persona que me lo contó nunca dijo mentiras. Todo sucedió hace tiempo en un país muy lejano pero pudo pasar aquí mismo. Es la historia de un rey, sus dos hijas y un jardinero real. Durante mucho tiempo el rey Thuram había sido querido y respetado por su pueblo. Famoso por su fabuloso jardín, había sido tan delicado con las flores como rudo con los enemigos. A pesar de que éstos se habían acercado varias veces a las puertas del reino, jamás habían osado penetrar en él. Una fiel y eficaz guardia real y un honrado y tenaz jardinero eran parte de su secreto. Pero de lo que más orgulloso se encontraba el rey era sin duda de sus dos hijas. Las princesas habían heredado de su madre la simpatía y belleza y desde la temprana muerte de la reina se habían convertido en la alegría y el sentido de vivir del rey. Poco a poco, Thuram había ido delegando sus funciones de tal modo que Petrón, el jefe de la guardia se encargaba de la defensa del reino y Fontanelle, el jardinero, del maravilloso jardín de palacio, dando cuentas ambos al rey cuando éste se lo pedía. Así disponía cada vez de más tiempo para estar con sus hijas, jugando con ellas y velando por su educación. Con el paso de los años, las princesas, que estaban cada día más guapas, se convirtieron en unas inteligentes señoritas muy capacitadas para recoger el testigo que un día su padre les dejaría. Y así, entre juegos, lecturas y paseos transcurrían los felices días en palacio. Cada primavera, el jardín se vestía con multitud de colores. Fontanelle hablaba con las flores, se abrazaba con los árboles y éstos parecían corresponderle pues no había rosas, ni margaritas, ni cedros, ni siquiera arbustos más bonitos que los del jardín de Thuram. Muchos en el pueblo pensaban que Fontanelle estaba loco, pero dada la estima que le tenía el rey nadie expresó nunca tal cosa en público. Y pasó que poco a poco el rey empezó a encontrarse mayor. Ya no tenía la fortaleza ni el vigor de antaño. Se fatigaba en el jardín, corriendo tras las niñas y ya no se interesaba por las cuestiones de defensa. Una tarde, en el banco del parque, mientras observaba cómo el fiel jardinero podaba con dulzura un pequeño bonsái, se descubrió pensando en algo en lo que hasta entonces nunca había reparado: Quizás sus niñas necesitaran una madre En el palacio trabajaba mucha gente; había doncellas, cocineras, costureras, varias maestras y un ama de llaves a la que las princesas adoraban. Pero el rey pensó que ahora que se le acababan las fuerzas quizás sería mejor que alguien que llevara sangre real se encargara personalmente de velar por sus hijas. Pensó entonces en su prima, la condesa de Trocaz. No se había casado nunca y adoraba a los niños. Aunque era algo ambiciosa pensó que sería la mujer ideal para desempeñar el papel de madre con sus hijas. Mandó llamar a la condesa para invitarla a palacio. Allí le expuso sus ideas. La condesa aceptó aunque pidiendo a cambio una parte del reino. El rey pensó que era lo justo, pues ella debía abandonar el condado y dejar atrás su vida relajada allí. Y en una elegante fiesta, a la que, como era costumbre en tiempos del Rey Thuram, fue invitado todo el pueblo, le dio oficialmente la bienvenida cediéndole el Castillo de Castrón, donde residía Petrón y la Guardia Real. Viendo que todo estaba como quería, que alguien de su confianza se encargaba de sus hijas y que éstas eran cada vez más felices, una noche el Rey se retiró pronto a descansar. Se tumbó feliz y tranquilo en el lecho real y ya no se levantó a la mañana siguiente. Los funerales reales duraron 7 días y según la costumbre las puertas del reino permanecieron abiertas para que todo aquel que lo deseara pudiera acudir a despedirse del monarca. Los enemigos lo sabían y respetaban y ninguno quiso aprovecharse de la circunstancia. A partir de entonces, sin embargo, las cosas empezaron a cambiar. La condesa emitió un edicto por el que el pueblo ya no debía asistir a las fiestas y reuniones de palacio. El jardín, hasta entonces abierto al público quedó cerrado para el sólo disfrute de la realeza y se mandó construir un alto muro para que no pudiera ser visto desde fuera. Las flores de Fontanelle, se las arreglaron, cómo no, para trepar por el muro y poder ser admiradas y disfrutadas por todos. Una mañana, Petrón fue cesado y acusado de traición, pues según la Condesa le descubrió mientras la espiaba. Fue juzgado por un tribunal presidido por la propia Condesa y enviado a la cárcel de Trocaz, de donde ya nunca volvería. Se produjeron entonces muchas deserciones en la Guardia Real. La condesa mandó desterrar a todo aquel que se rebelaba hasta que finalmente no quedó casi ningún guarda. Ordenó entonces que viniera la Guardia del Condado de Trocaz mucho más dura e inflexible con el pueblo. Y, como el pueblo, también las niñas comenzaron a experimentar los cambios que estaban afectando a su tía, la Condesa de Trocaz. La que hasta entonces había sido una amable compañera de juegos se fue volviendo cada vez más dura e intransigente. Cuando una de las princesas se distraía en sus quehaceres, se enojaba enormemente. Su cara se ponía roja y parecía a punto de estallar. Y así, para evitar los despistes de las princesas fue retirándoles sus juguetes, vestidos e instrumentos musicales pues las quería centradas en los libros Una soleada mañana fue a buscar a las princesas a su cuarto para dar la lección. Comprobó con enfado cómo éstas se habían marchado dejando sus camas por hacer. Entonces oyó risas y asomándose a la ventana las pudo ver en el jardín jugando con el jardinero. Fue entonces cuando decidió prescindir de él. De todas formas nunca le había gustado y el jardín era ya tan bonito que cualquiera podría mantenerlo. Las niñas lloraron mucho cuando se enteraron y no entendieron que la condesa ni siquiera les dejara despedirse de Fontanelle, quien además de jardinero había llegado a ser con los años uno de los mejores amigos y confidentes del rey así como un estupendo compañero de juegos de las princesas. Pero ya todo en el reino había cambiado extraordinariamente. En palacio el ambiente era irrespirable, algo se estaba tramando pero nadie sabía qué. Una mañana, tras desayunar, la guardia y los empleados de palacio empezaron a encontrarse mal. Tardaron poco tiempo en descubrir que habían sido envenenados. El enemigo, siempre cercado por el Rey Thuram consiguió entonces entrar en el reino y a la cabeza se pudo ver a la propia Condesa de Trocaz. Ahora era ella la única heredera del reino y su primera medida fue mandar apresar a las princesas. Los soldados enemigos rodearon el palacio, pero cuando llegaron a sus aposentos se dieron cuenta de que las princesas habían huido. Descubrieron entonces que una rama de Olivo había crecido tanto que se había colado por la ventana, formando con sus ramas una escalera. La escalera desembocaba en un Sauce a modo de tobogán a los pies del cual gran cantidad de rosas formaban una mullida alfombra. Los soldados intentaron bajar rápidamente por la rama del olivo pero éste se quebró, intentaron en vano alcanzar el sauce pero extrañamente pareció que éste se apartaba y cayeron directamente sobre las rosas que ya sólo mostraban sus espinas. Como por arte de magia el jardín entero se secó, convirtiéndose en un paraje lúgubre lleno de arbustos y espigas por el que los soldados apenas podían andar. Quedaron todos atrapados y fueron necesarios varios días para sacarlos de allí. La nueva reina fue reino por reino para reclutar a los mejores jardineros, habló con ingenieros de otros países pero ya nunca se pudo recuperar el jardín. He dicho nunca, no, nunca no. La malvada reina aún gobernó con mano dura el reino muchos años más hasta que murió, sola y anciana una noche de finales de mayo. Como no tuvo descendencia el palacio pasó a ser propiedad del pueblo como así había dispuesto en su testamento el rey Thuram. En él se construyó un enorme salón de actos y una gran biblioteca siempre con las puertas abiertas. En el jardín construyeron una plaza y decidieron darle el nombre de Plaza del Rey Thuram. Esa misma tarde comenzó a brotar el césped. Con respecto a las princesas ya nadie en el pueblo volvió a saber nada. No digo que la historia que os he contado aquí sea verdad aunque la persona que me lo contó no solía decir mentiras. Y yo os lo he contado tal como me lo contaron a mí. Cuentan también, que no muy lejos de allí, en un pequeño pueblo se instalaron dos jovencitas muy alegres y simpáticas. Como eran agradables y trabajadoras despertaron enseguida la simpatía de los demás. Pronto se hicieron famosas por su pequeño pero precioso jardín (dicen que cuidado con esmero por un extraño jardinero que hablaba con las flores y se abrazaba con los árboles) allí instalaron una fuente con una bonita placa en la que podía leerse una frase atribuida a un tal Fontanelle: que sepan las rosas, jamás se vio morir a un jardinero.