Identidad y racionalidad: en defensa del

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RACIONALIDAD SIN UTILITARISMO:
LOS FUNDAMENTOS COMUNITARIOS DE LA CONDUCTA INDIVIDUAL
CAMPESINA
Jesús Izquierdo Martín
El propósito de este primer capítulo es ofrecer una hipótesis explicativa de la comunidad
rural opuesta al boyante dictum del programa utilitarista según el cual la reflexión sobre
cualquier realidad social debe partir del análisis los individuos cuya conducta se reduce a la de
un operador en el mercado1. El modelo económico se asienta, consiguientemente, en dos
pilares: por una parte, en el individualismo metodológico según el cual todo macrofenómeno
debe estar microfundamentado en el individuo, de tal manera que la comunidad rural tiene que
ser explicada a partir de los miembros que la componen. Y por otra, el programa se basa en una
noción económica de la conducta del sujeto que forma comunidad: se trata de un campesino
soberano de sus propios intereses que actúa para satisfacerlos desde parámetros de racionalidad
instrumental, esto es, calculando costes contra beneficios. De ambos supuestos se sigue toda
una sociología de la comunidad en la que se realiza la transposición de lo micro a lo macro: la
comunidad es un mero efecto de las conductas maximizadoras de sus miembros, resulta de la
agregación interesada de los individuos.
Sin duda, parte del argumento neoclásico es a priori juicioso, ya que la observación
revela que son los individuos y no los grupos los que tienen intereses, de acuerdo a los cuales
actúan. La recuperación de un sujeto intencional es, además, una sana reacción contra las
interpretaciones estructuralistas que durante las décadas de 1960 y 1970 invadieron la
comunidad científica con un discurso oscuro y afecto a las explicaciones radicalmente
funcionales2. Otros supuestos del programa son, sin embargo, menos aceptables. Por ejemplo,
que los intereses individuales estén autodeterminados, o que los sujetos operen siempre de
acuerdo a los intereses que declaran y que, por tanto, su racionalidad sea reducible al canon
conductual que les imputa la teoría. Esta investigación no pretende reemplazar la obsesión
utilitarista por traducir el nivel micro al macro por otra de signo contrario; si acaso, afirma que,
aunque sea cierto que macrofenómenos tales como la comunidad puedan tener algún
1
Los fundamentos del programa y su reciente trayectoria teórica y epistemológica pueden rastrearse en dos obras
colectivas hoy en día imprescindibles: B. BARRY y R. HARDIN (comps.) (1982); y P.K. MOSER (ed.) (1990).
2
Sobre el dominio del holismo metodológico y ontológico en las ciencias sociales durante este largo período,
puede consultarse Ch. LLOYD (1988), pp. 196-216 y 237-260.
1
microfundamento, no es menos evidente que las microconductas de los miembros que
conforman aquélla poseen algún tipo de macrofundamento. La hipótesis de trabajo se distancia,
por tanto, del frente anti-individualista suscitado hace ya treinta años, según el cual toda
investigación social debía empezar por el grupo, por las estructuras, para terminar en el
individuo. El paradigma del individualismo metodológico no es per se el caballo de batalla de
este trabajo, sino el reduccionismo económico con que la teoría neoclásica define todo patrón de
racionalidad en cualquier contexto dado.
La presente crítica al reduccionismo utilitarista no está inspirada en la reflexión
metafísica. Surge, por el contrario, de la constatación empírica de que, cuando el programa es
aplicado fuera del estricto marco de las decisiones tomadas dentro de un mercado privado, sus
fundamentos pierden toda potencia explicativa. Como tendremos la oportunidad de desarrollar,
el paradigma se encuentra con un obstáculo crucial a la hora de dar cuenta de fenómenos
sociales que, como la comunidad rural, requieren una acción colectiva recurrente. Desde esta
perspectiva, la investigación histórica de la comunidad rural en Castilla adquiere legitimidad
epistemológica: el análisis empírico a largo plazo de estos fenómenos cooperativos permite
juzgar la validez de los fundamentos de una teoría de la acción, la neoclásica, que predice
precariedad para todo orden social, a no ser que se introduzcan múltiples y complejas
condiciones -casi de laboratorio- que incentiven la participación de los individuos económicos
en la producción y mantenimiento de bienes públicos.
Este libro apuesta, pues, por abandonar la asunción antropológica de la economía
política según la cual el sujeto es metodológica y ontológicamente un homo oeconomicus, un
ahistórico maximizador de funciones de utilidad privadas. Un sujeto interesado que,
dependiendo de determinadas condiciones, puede agregarse con otros para conformar una
comunidad. Lo que aquí se propone es un replanteamiento de la perspectiva naturalizada del
sujeto, según la cual la identidad de un individuo se puede dar por descontada antes de que
comience la sucesión de acontecimientos que desencadenan la acción hacia la conformación de
un grupo comunitario. Se trata de superar la obsesión utilitarista de considerar al sujeto como un
dato, como un ente racional que precede siempre a la acción colectiva y sobre el cual se pueden
ofrecer predicciones respecto a su participación en la formación y mantenimiento de una
comunidad. Por el contrario, lo que en esta investigación se defiende es que el sujeto es presa de
la incertidumbre sobre su propia constitución por lo que se ve compelido a construir o confirmar
grupalmente una identidad en una operación que es, ante todo, social. La identidad del sujeto,
por tanto, no precede a la acción, sino que se deduce de ella. Bajo esta perspectiva, los
macrofundamentos pueden realizar su reentrada en la explicación de conductas como las
campesinas en el Antiguo Régimen: ya no se trata de observar, obsesionados por la transición de
lo micro a lo macro, si los campesinos metodológicamente racionales contribuyen o no a la
2
formación y conservación de la comunidad rural, sino de asumir que ésta es ante todo una
estructura o un movimiento que produce sujetos. Antes que un individuo soberano, el
campesino es un sujeto de comunidad. No es, por tanto, un individuo que preexista al grupo,
sino un sujeto que se constituye como tal cada vez que realiza las prácticas que lo forman o
reconfirman el colectivo. El objetivo empírico de análisis es qué tipo de comunidad se encuentra
respaldando a los individuos en cada contexto dado.
El "programa reduccionista" asume que el historiador interesado en el mundo agrario
premoderno debe predecir que, contando con una representación de situaciones de interacción
interindividual y una teoría más o menos sofisticada del equilibrio, los campesinos
metodológicamente egoístas producen comunidades más o menos bien instituidas. Por el
contrario, este trabajo parte de la base de que en la explicación de la acción social no cabe
predicción alguna: la mayor parte de las veces consiste en un acto de identificación que hacemos
del sujeto, el cual nos dice quién es a través de sus acciones. No se trata tanto de desentrañar lo
que sucedió, como quién hizo aquello que aconteció. Por tanto, frente al utilitarismo la
propuesta de esta investigación consiste en colocar al sujeto después de sus acciones; o lo que es
lo mismo situar, como resultado conocido de prácticas cooperativas, a la comunidad antes que a
los campesinos que la producen y, a partir de ahí, interpretar cuál era canon de racionalidad que
se encontraba en vigor entre ellos cuando los acontecimientos se precipitaban.
3: El campesino representado o una interpretación macrofundamentada de la
comunidad rural
El programa reduccionista del utilitarismo pretende dar una respuesta al planteamiento,
a priori plausible, de que es el campesino individual, y no la comunidad o cualquier otro
agregado existente en ella (familias, clases, cofradías, gremios) o fuera de ella (regiones,
naciones, religiones), el que actúa siguiendo sus propios objetivos y propósitos. Para el
programa, los fundamentos micro explican macrofenómenos tales como la comunidad rural3. La
máxima utilitarista predecirá que, mientras cada uno de estos jueces de sus propios intereses
considere instrumentalmente racional agregarse en comunidad, interactuará con otros
campesinos para que aquel fenómeno social subsista. Si el interés desaparece, la agregación no
se producirá y, consecuentemente, la comunidad rural colapsará. Sin embargo, la investigación
empírica revela que existe demasiada comunidad inferible de unos microfundamentos que,
3
La teoría responde así a una consigna que procede la economía neoclásica y pretende armonizar macrosociología
con una indagación empírica cada vez más conductivista-individualista. Para ello parte de una teoría de la acción
intencional en la que el individuo es fundamento primero de la sociedad.
3
llevados hasta sus últimas consecuencias lógicas, predicen formas de interacción campesina
muy precarias o inexistentes y, por tanto, bienes públicos comunitarios efímeros.
La evidencia registrada en esta investigación precisa de una teoría que supere al
programa utilitarista, puesto que su principal fundamento, una antropología que concibe al
campesino como un maximizador autodeterminado de funciones de utilidad privada, no es
capaz de dar cuenta de la conformación y, sobre todo, de la persistencia a largo plazo del orden
comunitario. En definitiva, a pesar de la complejización ad nausean del programa, éste sigue sin
resolver la anomalía olsoniana: ¿por qué cada campesino, como calculador racional de sus
propios intereses, soporta el coste en acción colectiva que conlleva una comunidad?
Ciertamente, el programa ha contribuido decisivamente a recuperar al sujeto para el análisis de
la comunidad rural y la explicación intencional de su conducta, con lo cual supera las
limitaciones extremadamente holistas que el estructuralismo y el funcionalismo impusieron
sobre el análisis histórico en las décadas de los sesenta y setenta. Sin embargo, la noción
económica del sujeto de la comunidad genera serías tensiones lógicas entre fundamentos y
fenómenos, lo que ha ocasionado el repliegue degenerativo de la teoría.
Las prácticas colectivas que promueven bienes comunitarios parecen guiadas por una
racionalidad que va más allá de la instrumental. En ellas aparecen involucrados sentimientos de
lealtad, que implican costes elevados y beneficios fugaces, en donde la participación y no el
resultado es el aspecto crucial. Y la explicación de estas conductas requiere el abandono de la
lógica de la utilidad. Éstas no pueden ser abordadas desde las premisas asociales que conlleva la
teoría de la acción racional: los intereses que el campesino individual encarna y su agregación
en forma de comunidad tienen una dimensión social y temporal que los sostiene y reconoce.
El marxismo, por su parte, tiene la ventaja de plantear que las microconductas
campesinas poseen macrofundamentos: adopta una perspectiva grupal según la cual la clase -la
posición reconocida de ciertos sujetos en una determinada estructura económica- constituye los
intereses de los campesinos individuales. Sin embargo, el marxismo carece de una teoría del
sujeto y de la acción colectiva que sean consistentes con este dictum. Es preciso que abandone la
concepción utilitarista de las clases y, por tanto, la noción naturalizada del interés colectivo. Y
este objetivo requiere, en primer lugar, fundamentos realmente sociales del interés común. Para
ello necesita una teoría del sujeto que relacione individuos e intereses colectivos y que dé cuenta
de la demanda de dichos intereses, de las condiciones de su formación y, finalmente, de su
traducción en acciones individuales. En segundo lugar, el marxismo necesita una observación
más histórica y empíricamente comprobable que confronte los intereses colectivos de clase que
predica. Debe dotarse, para ello, de una teoría de cómo los campesinos interpretan el contexto,
esto es, en función de situaciones reales en cada momento y de las representaciones subjetivas e
intersubjetivas de tales situaciones. Tiene que contar, consiguientemente, con otros cánones de
4
racionalidad e identificar aquellos que hay detrás del surgimiento de los principios
colectivamente compartidos en los cuales reside el significado de las acciones individuales. Es
preciso también que dé cuenta de la variación de los intereses grupales, reflexionando sobre las
condiciones que hacen que aquellos principios permanezcan o se transformen. Y finalmente
debe determinar la traducción del interés colectivo en acciones individuales. Se trata, en suma,
de algunas recetas con las que dar historicidad a la identidad de clase y recuperar, allí donde lo
tiene, el valor de la interpretación marxista en la fundamentación macro de las conductas
individuales.
Para desarrollar una teoría alternativa de la comunidad, en este apartado adopto una
postura conscientemente relativista. Del individualismo metodológico asumo que para
abordar el fenómeno comunitario es preciso partir de la observación de los sujetos que
forman para de él y dar cuenta de sus conductas a través de explicaciones intencionales. Sin
embargo, me distancio radicalmente del reduccionismo económico con el que el programa
interpreta al hombre en cualquier contexto histórico dado. Y me distancio en tres aspectos
específicos. En primer lugar, considero que existen aspectos extraeconómicos que inciden en
la conducta individual conducente a la formación de fenómenos sociales. En segundo lugar,
sostengo que estas conductas metaeconómicas no son irracionales, sino que éstas obedecen a
formas de racionalidad que si resultan inapreciables para el observador neoclásico, es por la
estrecha matriz epistemológica con la que opera. En tercer lugar, frente a la antropología
unitaria del individuo neoclásico, me adhiero a una noción filosófica del sujeto según la cual
éste no es per se ni unitario en el espacio ni permanente en el tiempo: es, por el contrario, un
agente cuya identidad no puede tomarse como una premisa, que precisa de comunidades para
mantener intertemporal y interpersonalmente la identidad que le permite obrar
instrumentalmente y que es esta actividad, irrenunciablemente comunitaria, la que compele al
sujeto a poner en marcha otras racionalidades.
Del marxismo asumo que las microconductas poseen algún tipo de macrofundamento,
en la medida que existen intereses colectivos. Considero que los actores no son individuos
soberanos de sus propios intereses, sino sujetos de comunidad: el sujeto se constituye en el
interior de grupos valorativos que le dotan de identidad en el tiempo y le ofrecen el marco
referencial -a través del proceso colectivos de representación- en el que tienen sentido sus
prácticas. Los individuos interpretan, consiguientemente, su mundo con imágenes colectivas
del hombre, de la naturaleza, del tiempo. También me adhiero a la necesidad de recuperar
explicaciones causales, inherente al marxismo, si bien las aplico fundamentalmente a la
formación y cambios de identidad colectiva. Me distancio del programa marxista en cinco
cuestiones fundamentales. Considero que las representaciones colectivas, más que ficciones
ideológicas, son reales en tanto que dan sentido a las prácticas de los sujetos. En segundo
5
lugar, frente al “panclasismo” o la idea de que la identidad de clase está naturalizada,
considero que ésta es histórica: la constitución intersubjetiva del agente con referencia a su
posición económica es una posibilidad entre otras que depende del contexto. En tercer lugar,
difiero de la interpretación teleológica -y teológica- de que a cada clase le correspondan
determinados intereses “verdaderos”, siendo los del campesinado la defensa y promoción de
comunidades rurales ex definito clasistas. Cualquier observación empírica revela que el
campesino bien puede constituirse por referencia a otras comunidades, ya sean éstas
domésticas, confesionales, territoriales o individualistas. En quinto lugar, difiero de la radical
interpretación económica que el marxismo hace de la conducta de las clases; considero, por el
contrario, que éstas actúan por referencia a matrices valorativas que varían históricamente.
Finalmente, frente a la interpretación “hobbesiana” que de la historia tiene el marxismo más
economicista, recupero al Marx más hegeliano y suscribo su noción de lo histórico como una
recurrente lucha por el reconocimiento valorativo interindividual e intergrupal. Visto de otra
manera, la historia es resultado de la concurrencia de imágenes colectivas a través de las
cuales el hombre se interpreta así mismo y al mundo que habita; es resultado, en suma, de la
lucha de representaciones comunitarias por el alma de los sujetos.
En la reflexión teórica que sigue planteo que la explicación de la comunidad debe
comenzar con una teoría del sujeto considerado individualmente, cuya actividad intencional
precisa de colectivos que le doten de identidad. Consiguientemente, difiero de las
explicaciones marcadamente holistas en cuanto que el análisis del fenómeno comunitario no
puede iniciarse desde la tautológica existencia de un grupo per se. Necesitamos, pues, una
teoría de la demanda de acción colectiva que comience en los individuos. El individualismo
metodológico ha concurrido triunfalmente al mercado intelectual con una teoría según la cual
la explicación de los fenómenos colectivos debe partir de agentes instrumentales e interesados
en la agregación comunitaria. Sin embargo, sus déficit explicativos son tales que me veo
obligado a distanciarme también de sus premisas individualistas y asumir una teoría del
sujeto en la que lógicamente tengan cabida fenómenos sociales tales como la comunidad.
3.1 Los macrofundamentos de la conducta campesina: la comunidad constitutiva del
sujeto
Es cierto que lo que identifica al campesino como individuo es su orden de preferencias,
esto es, sus valores, sus creencias o sus hábitos. Más concretamente son los criterios que usa en
sus elecciones, aquellos que utiliza para orientar sus actos, los que le permiten presentarse ante
los demás, y por los cuales pueden ser anticipadas sus acciones y reacciones. Sin embargo, todas
sus decisones están sometidas a una asincronía entre el aprecio presente del coste de la elección
y el disfrute futuro de sus beneficios, lo cual implica que el individuo debe poder evaluar las
6
consecuencias de sus elecciones en relación con su propio interés, anticipar la utilidad de las
elecciones que toma, y comparar intertemporalmente sus utilidades. Para elegir, para calcular la
utilidad de los costes actuales a cambio de beneficios futuros, y vicersa, el individuo precisa
estabilizar sus criterios de valoración y mantener idéntico su orden de preferencias en el tiempo.
En definitiva, el decisor debe conservar su identidad intertemporalmente ya que sólo a través de
ella puede fundamentar sus propios cálculos, comparando pérdidas actuales y ganancias futuras.
En su ausencia, el concepto de individuo maximizador deja de tener sentido lógico: el principio
de utilidad exige que el sujeto anticipe la utilidad de sus decisiones4.
En la teoría utilitarista, la continuidad de la identidad del sujeto no es problemática; se
trata, por el contrario, de una premisa sobre la que se ha construido toda una filosofía moral
basada en el individualismo posesivo. Sobre la base del racionalismo cartesiano y lockeano, la
teoría económica sostiene que cada individuo es el mejor juez de sus propios intereses y da por
supuestas la autogénesis y durabilidad de su identidad calculadora. Asume que los intereses del
yo actual coinciden con los de sus futuros yoes; o lo que es lo mismo, que el individuo cuenta
con un sistema endógeno de convertibilidad que posibilita la comparación diacrónica de
utilidades. La premisa, sin embargo, omite precisamente lo que debe demostrarse: la
autogénesis de criterios de valoración y su conservación en el tiempo5. Puede ser que la máxima
utilitarista funcione en un laboratorio donde se creen condiciones de información perfecta. No
obstante, en situaciones reales el calculador está sometido a la terrible angustia de la
incertidumbre. No se trata sólo de la incertidumbre sobre los estados futuros del mundo, la que
hace que el individuo se pregunte sobre la situación en que sus decisiones presentes le habrán de
colocar mañana. Se refiere, sobre todo, a la "incertidumbre valorativa", a la incertidumbre
respecto a los estados futuros del yo que debe evaluar, del sujeto sobre sí mismo, de la
estabilidad en su forma de ordenar preferencias, de la permanencia de sus intereses. Es esta
incertidumbre del sujeto sobre su propia constitución, sobre su propia identidad, la que lleva al
decisor a preguntarse sobre cómo evaluarán sus yoes futuros las consecuencias que para ellos
tendrán las acciones de sus yoes precedentes6.
4
A. PIZZORNO (1985, 1989 y 1994), pp. 57, 36-37 y 136, respectivamente.
5
A. PIZZORNO (1989), pp. 36-37; L. MOSCOSO (2000), p. 18. Fue D. Hume quien cuestionó por vez primera
la interpretación racionalista y unitaria del sujeto tal y como la formuló J. Locke. Para el primero, la identidad del
sujeto ya no puede entenderse como una premisa sobre la que construir la filosofía analítica, sino como una
federación de yoes que se construye mediante las prácticas. Este cambio epistémico en la representación del sujeto
puede percibirse comparando dos textos de ambos autores que se hallan separados cronológicamente por menos de
media centuria. J. LOCKE (1986) [1690], pp. 310-333; y D. HUME (1998) [1739-1740], pp. 353-383. La imagen
reduccionista de la identidad hunde sus raíces en la obra de R. Descartes, especialmente en sus Meditaciones, cuyos
fundamentos fueron criticados por D. PARFIT (1987).
6
Existe, por tanto, una equivalencia entre "un estado de elección" y "estado de incertidumbre". A. PIZZORNO
(1989), pp. 36-37. Sobre la incertidumbre valorativa puede consultarse, además, H. STEWARD (1995), p. 68.
7
El sujeto, por tanto, está compelido a escapar de la dramática situación en la que el
tiempo lo coloca, al hacer que toda comparación diacrónica de utilidades resulte endógenamente
arbitraria. Es cierto que la teoría económica incorpora la primera de las situaciones certidumbre-, caracterizándola como aquélla en la que el agente puede establecer una
distribución objetiva de probabilidades que le permite seguir efectuando cálculos. Respecto a la
segunda, denominada por la teoría como riesgo, no es posible distribución alguna ni,
consiguientemente, cálculo alguno. El programa acepta, por tanto, que en relación con el riesgo
poco es lo que puede aportar. Es más incluso cuando los economistas emplean las llamadas
"tasas de descuento” para corregir las situaciones de incertidumbre objetiva, deben tener en
cuenta que aquéllas sólo pueden aplicarse si los riesgos sobre los cambios en el mundo resultan
computables y, sobre todo, si es posible la constitución de una identidad duradera. No obstante,
ésta no puede tomarse como una premisa. Es más, cuanto más a largo plazo sean los intereses,
esto es, cuanto más separados estén en el tiempo la decisión de emprender una acción y los
objetivos de la misma, mayor será la incertidumbre sobre la propia identidad.
Para evitar la incertidumbre, el sujeto tiene que estabilizar los criterios que utiliza en sus
elecciones. Necesita garantizar que sus futuros yoes no cambien su manera presente de ordenar
preferencias. Sin embargo, dado que el individuo no puede per se afrontar la inmutabilidad de
su propia identidad, está compelido a rodearse de un grupo que lo reconozca como un sujeto
estable. Es el grupo, cualquier grupo, el que reconoce los criterios -la identidad- que el
individuo utiliza para hacer sus elecciones, convirtiéndolo así en un agente reconocible y
singular. Su pertenencia grupal le asegura la comparación diacrónica de utilidades al dotarlo de
un estado de identidad duradero.
Desde esta perspectiva, un sujeto es una sucesión de yoes que eligen y pueden tener algo
en común en la medida que pertenecen a un grupo, a un círculo de reconocimiento. En efecto,
su identidad personal consiste, primero, en algún tipo de conexión intertemporal, vertical, entre
los sucesivos decisores de un ser humano que sólo resulta posible por medio la vinculación
interpersonal y horizontal entre los distintos decisores individuales. Estas vinculaciones
interpersonales o intertemporales de yoes forman las estructuras descriptibles y clasificables que
son los grupos o las comunidades. Lo relevante no es que sean grupalmente visibles para el
actor, sino que den sentido a sus actos; incluso, pese a las prédicas del liberalismo, los
individuos del presente estamos abocados a actuar dentro de una comunidad de referencia que
nos reconoce en tanto que individuos soberanos y nos da identidad en tanto que practicantes
individualistas.
En la identificación del sujeto con su grupo es concebible la gradación. Sin embargo, su
lógica no es la de un calculador utilitarista cuya lealtad hacia el colectivo dependa del nivel de
8
recompensa que éste le aporta7. La lógica de la identificación es otra. Cuando el sujeto se
identifica con el grupo recibe su identidad individual al tiempo que aquél reconoce
subjetivamente la realidad del colectivo al que pertenece. El grupo existe mientras él se sienta
identificado con colectivo. El proceso inverso implica la desaparición subjetiva del colectivo
para el sujeto, y la desaparición, igualmente subjetiva, del identificador. La identidad personal
es, por tanto, indistinguible de la identidad colectiva del grupo o grupos a los que pertenece.
Si la identificación con un grupo implica un orden de preferencias estabilizado para el
individuo, también implica un orden de preferencias compartido: el grupo y el individuo
comparten ciertos valores respecto a un determinado tipo de elecciones. Se trata de
“evaluaciones fuertes” sobre determinados comportamientos, objetos e ideas que son
compartidos por todo un grupo8. Son cualidades que ponderan los motivos del individuo al
ponerse en juego cada vez éste que actúa. Estos contrastes cualitativos impregnan las
interpretaciones sobre sí mismo y los motivos de sus acciones, y, consiguientemente, sobre sus
preferencias9; y lo hacen a través del lenguaje; de un lenguaje valorativo que materializa la
expresión de aquellas cualidades y que resulta esencial para articular las motivaciones y los
actos individuales. Desde esta perspectiva, un grupo es también una comunidad valorativa, al
tiempo que ésta es la articulación de un lenguaje expresivo: un medio en el que el sujeto está
inmerso constituyéndolo10. Porque es precisamente con este lenguaje colectivo -formado no
sólo por palabras sino también por procedimientos o por el propio arte- a través del cual el
sujeto se comprende así mismo y manifiesta a los demás su identidad. El lenguaje incorpora una
manera de comprender el mundo para actuar en él. Su adquisición no es intencional; el
individuo lo descubre dialógicamente, esto es, a través del diálogo vitalicio con las personas que
encarnan o encarnaron horizontes significativos; o dicho de otra forma, con sujetos
significativos que personifican comunidades valorativas en las cuales se ordenan
jerárquicamente las valoraciones fuertes respecto al hombre y al mundo que habita11. La
7
La lógica de la identificación es bien distinta a la lógica de la lealtad: un individuo es leal a una organización
dependiendo del grado de satisfacción que ésta ofrezca a sus utilidades privadas. A diferencia del identificador, el
abandono del sujeto ex-leal a la organización no implica cambios subjetivos del individuo ni de la organización.
A.O. HIRSCHMAN (1970), pp. 77-98.
8
A este respecto sigo a Ch. TAYLOR (1994 y 1996).
9
En el seno de la antropología cultural es lo que se han denominado entramados “densos”. A este respecto, desde
1988 se desató en la propia disciplina un enconado debate sobre si las preferencias son en sí colectivas o los
individuos las generan a partir de valores culturales o de representaciones grupales instituidas. A. WILDAVSKY
(1996/97a y 1996/97b); y D. LAITIN (1996/97).
10
Esta interpretación wittgensteiniana del lenguaje se opone tajantemente a las concepciones instrumentales que
lo reducen a un simple medio que opera entre sujetos y objetos. E. WITTGENSTEIN (1988).
11
El carácter dialógico de la condición humana fue identificado por M.M. Bajtin en el primer tercio de siglo
XX. En palabras del filósofo ruso, “Ser significa ser para otro y, a través del otro, ser para sí mismo”. M.M.
9
identidad precisa, consiguientemente, del reconocimiento de los demás, de fundamentos
sociales.
La identidad del sujeto es, en cierto sentido, la encarnación de una identidad colectiva.
Es en este entramado de vínculos interpersonales o intertemporales de yoes o en este marco
referencial donde orienta sus acciones. Aquí puede actuar instrumentalmente, disfrutando
beneficios o sufriendo costes individualmente, sean éstos y aquéllos tangibles o intangibles. No
hay incentivos selectivos sin entornos colectivos. No se pueden disfrutar recompensas ni sufrir
castigos sin otros individuos capaces de reconocerlos. Los valores se reconocen en los sistemas
de intercambio, en los “mercados sociales”, que el grupo constituye y con las monedas que sólo
éste reconoce. Todo puede circular si existe un mercado social que lo reconozca, si se ha
construido una identidad colectiva o un sistema de relaciones en el que adquiere identidad la
persona que porta algo que porta un valor, por así decir, “monetario”12. La reciprocidad, el
prestigio, la confianza, el afecto, la solidaridad, son algunas de las "monedas" reconocibles entre
el grupo. Pero, también pueden serlo otras como la competencia o la desconfianza. Es el grupo,
por tanto, el que establece el valor relativo de la conducta de sus miembros, el que define su
altruismo o su egoísmo13. Porque es el colectivo el que "inventa" los distintos procedimientos a
través de los cuales cada uno de sus miembros expresa su pertenencia a una determinada
identidad colectiva. Como veremos en esta investigación, la defensa y promoción de los bienes
públicos comunitarios fue una práctica a través de la cual los representantes del concejo rural
informaban a sus representados de su pertenencia a una misma entidad colectiva. Y del mismo
modo, el seguimiento de actividades en apariencia individuales, tales como la caza, revelaba la
adscripción de cada cazador a una comunidad de referencia.
Lo que es crucial es que sin grupo o sin círculo de reconocimiento la identidad no puede
ser reconocida o lo que es equivalente, sin el uso de las monedas que sólo el grupo reconoce, el
sujeto es tan sólo un "sin rostro" (un faceless), sencillamente no existe para su colectivo y
viceversa. Muy al contrario, el agente se habrá convertido en otra persona para la cual aquel
grupo con el que se identificaba, con el que compartía valores y creencias, ha desaparecido.
Habrá nacido un nuevo sujeto con nuevos vínculos respecto a una nueva identidad colectiva. La
historia, pues, puede ser vista como una sucesión de procesos de identificación y
BAJTIN (1982), p. 312. Sobre el “dialogismo”, véase T. BUBNOVA (1996), pp. 13-72. Otras interpretaciones
similares sobre esta cuestión clave en la constitución del sujeto son las de Ch. TAYLOR (1994), pp. 67-76; y
G.H. MEAD (1972).
12
Sobre el equivalente monetario de los valores personales, véase G. SIMMEL (1977), pp. 437-534.
13
Desde esta perspectiva la distinción entre bienes tangibles o intangibles, bienes materiales o simbólicos, es per
se espúrea. La distinción depende de las implicaciones que las monedas tengan en el mercado en el que los sujetos
actúan. A. PIZZORNO (1989), p. 37.
10
desidentificación en la que los individuos y grupos aparecen y desaparecen subjetivamente para
los actores, objetivamente para el observador. La desidentificación sólo puede tener lugar a
través de una nueva identificación. El campesino que no sigue los procedimientos de su
comunidad rural no está expresando deslealtad hacia una entidad colectiva a la que considera
económicamente ineficiente. No se trata de un acto llevado a cabo tras realizar un cálculo
maximizador que le informe sobre la irracionalidad económica de los procedimientos colectivos
para satisfacer sus utilidades privadas. El abandono de las pautas de conducta comunitarias
manifiesta, por el contrario, un distanciamiento respecto a un grupo que se pone en marcha
cuando el campesino ya no puede dar por descontadas las interpretaciones instituidas del mundo
y los sujetos que lo habitan. En estas situaciones de "bloqueo", el grupo preexistente se ha
convertido para él sujeto en algo diferente, no reconocido, al tiempo que se ha implicado en las
representaciones de otro colectivo con el que ahora comparte nuevos valores y creencias. Un
campesino, pues, puede pasar de una situación donde domine la identidad comunitaria territorial
a otra donde sea hegemónico algún tipo de representación clasista, familiar o estatal14.
Detrás de la estructura de preferencias del sujeto y del mantenimiento o disolución de la
misma existen, por tanto, macrofundamentos: un grupo que lo reconoce y al que el individuo
responde. Cada sujeto actúa con referencia a alguna identidad colectiva15. A partir de aquí, la
certidumbre de cada sujeto dependerá de la estabilidad del grupo que lo reconoce. La solución al
problema de la incertidumbre individual supone, por tanto, la de la incertidumbre respecto al
futuro de su grupo. El sujeto debe estar alerta ante la posibilidad de que su colectivo de
identificación desaparezca, perdiendo así su correspondencia con las cosas y su comprensión de
las personas. El grupo puede dejar de ser lo que es. Y esta incertidumbre sólo puede resolverse
si la comparte con los demás miembros de su colectivo: el sujeto cooperará inexorablemente en
acciones colectivas dirigidas a preservar el grupo que reconoce su identidad siempre que perciba
que la persistencia de aquél está amenazada o deteriorada. La preocupación por un destino
compartido y amenazado genera movilización colectiva. Esta es la única manera de asegurarse
de que el “mercado social” donde se consumen sus valores permanezca inalterado. Para
disfrutar de los beneficios de sus elecciones debe conservar la identidad colectiva que los
reconozca.
Cuando la identidad colectiva está siendo creada o se encuentra en entredicho, los
sujetos constituidos por ella eliminarán la incertidumbre de los fines comunes cooperando
14
Sobre el distanciamiento y la implicación del sujeto en representaciones colectivas, puede consultarse N. ELIAS
(1987b), pp. 1-41.
15
Desde esta perspectiva, no es posible mantener lógicamente el dictum utilitarista según el cual en las funciones
de utilidad del sujeto puede encontrarse algún parecido a una preferencia por la sociedad. La noción del sujeto
presocial es empírica y teóricamente descartable. L. MOSCOSO (1992), p. 140.
11
incondicionalmente con su grupo. Se trata de un tipo de escenario en el cual los sujetos no
pueden dejar de participar, asumiendo los objetivos colectivos del grupo como principios
innegociables. En estas situaciones en la que la identidad del decisor está cuestionada, su
contribución a la producción de un bien público no puede explicarse instrumentalmente: no se
trata de una actividad que necesariamente implique costes para el sujeto, ya que éste no sabe qué
efectos van a tener aquéllos sobre sus futuros yoes ni conoce quién va a ser él en el futuro. La
potencial desaparición de su "círculo de reconocimiento" y la consiguiente privación de la
certidumbre valorativa del sujeto, suponen asimismo su incapacidad para anticipar beneficios.
No importa que los sujetos involucrados sean conscientes de la carga identitaria de su acción,
como tampoco importan los resultados formales de la misma: lo relevante es participar para
confirmar la identidad colectiva y renovar el grupo dentro del cual el sujeto puede ser
reconocido como la misma persona. La acción contributiva es una práctica constitutiva para el
individuo, una acción autoformativa a través de la cual el actor expresa quién es. Es un contexto
en el que se activa la lógica del “hago lo que soy”, en el que el actor dice quién es por medio de
acciones cuyos costes y beneficios son irremisiblemente inciertos. Una gran parte de los ritos y
ceremonias son experiencias colectivas necesarias para la reconfirmación de las identidades
colectivas; son, en suma, manifestaciones que reaseguran la identidad al margen de los fines
declarados en el proceso de la acción16.
Únicamente cuando el "grupo de reconocimiento" que afianza una identidad colectiva
está bien constituido, sus miembros pueden aparecer como portadores de intereses individuales
susceptibles de ser estratégicamente negociados. La lógica aquí es la de “soy lo que hago” en
acciones de fuertes resonancias instrumentales. El utilitarismo suele dar por descontada la
existencia de este escenario en cualquier contexto dado, obviando que éste ha de ser creado y
mantenido incondicionalmente por sus propios actores. Pero sólo cuando el círculo de
reconocimiento está bien instituido, cuando la identidad colectiva que define es estable y ofrece
certidumbre valorativa a los sujetos que la comparten, pueden éstos actuar como maximizadores
de funciones de utilidad privada. Entonces pueden emerger conductas gorronas entre sujetos que
perciben sus intereses como individuales y negociables. Es este un contexto en el que el sujeto
puede aparecer como un “gorrón”, beneficiándose del bien público sin participar en su
producción. Desde esta perspectiva, este sujeto instrumental sólo es plausible mientras esté
representado en un grupo, en una comunidad.
16
La cooperación incondicional es completa en momentos en los que se está formando una identidad colectiva. En
estas situaciones, el individuo no puede calcular porque no posee el criterio (la identidad) para evaluarlo. Su único
objetivo es formar una identidad, asegurarse un mercado, una comunidad, que acepte -reconozca- su propia oneda.
A. PIZZORNO (1994), p. 136.
12
Hasta ahora, he considerado que la cooperación es irrenunciable en escenarios en los
que la identidad colectiva está bajo amenaza o se está formando, pero ¿cómo es posible la
cooperación en grupos bien instituidos, donde los individuos aparecen como portadores de
intereses y, consiguientemente, pueden negociar su participación en acciones colectivas? La
cooperación aparece en situaciones en las que el grupo no se encuentra amenazado o no está
siendo conformando porque entre las preferencias que incorporan los sujetos se encuentran el
altruismo, la solidaridad, el compromiso personal17. El escenario es, a priori, perfectamente
individualista. Ahora bien, se trata de "monedas" morales que, como el egoísmo, han de ser
reconocidas en un determinado "mercado social", en una comunidad valorativa. Son fenómenos
de “oferta conjunta” (joint supply) imposibles de desagregar. O contemplados desde otra
perspectiva, se trata también de procedimientos a través de los cuales el sujeto comunica a la
comunidad quién es, recibiendo identidad. De ahí que incluso en contextos donde no está en
juego la pertenencia a un grupo sino el disfrute de un determinado beneficio, la lógica de la
identificación colectiva impregne la acción instrumental. Al igual que las conductas altruistas,
las conductas "gorronas" requieren una comunidad moral para la cual "ir por libre" es un
lenguaje procedimental a través del cual sus distintos miembros expresan a los demás su
pertenencia a dicho grupo comunitario18. Esto quiere decir que cada comunidad genera sus
propias convenciones, sus propios formatos conductuales. Frente a las sociedades tradicionales
comunitarias, las sociedades contemporáneas han desarrollado pautas de conducta más
individualistas que describen un sujeto más fragmentado. No obstante, continúan siendo
procedimientos significativos que cada individuo sigue para comunicar a los otros su lealtad al
grupo que constituye el marco referencial donde puede actuar socialmente19. Con el seguimiento
de tales convenciones, el individuo contribuye decisivamente a reproducir la matriz
interpersonal e intertemporal que le da identidad, porque con la puesta en práctica de estos
"habitus" cada individuo reactiva el entramado significativo de una comunidad y, por tanto, la
17
Sobre la importancia de los otros en la cooperación, véase NAGEL (1970), pp. 102 y ss.
18
En la sociedad contemporánea son frecuentes las comunidades que cuentan con procedimientos "free-rider" a
través de los cuales sus miembros expresan pertenencia. No obstante, en ellas concurren otras convenciones de
signo contrario, cooperativas, que corrigen los dramáticos efectos de las prácticas egoístas: de no ser así, no habría
sociedad alguna que repartirse entre los individuos gorrones. En este sentido, ha sido la baja experiencia
participativa en el sistema democrático norteamericano la que ha desatado el reciente interés de la teoría política por
rescatar un discurso moral cívico o republicano, cuyo objetivo es promover precisamente la circulación de esas otras
"monedas" morales con las que activar la movilización ciudadana. Sobre esta cuestión, véase W. KYMLICKA y W.
NORMAN (1997), pp. 5-39. El mismo problema pero con la pervivencia del estado del bienestar como telón de
fondo, en F. OVEJERO LUCAS (1997), pp. 93-116.
19
Una teoría sobre la realización de prácticas individuales a partir de interpretaciones subjetivas de matrices
procedimentales generadas colectivamente es la de A. SWIDLER (1996/97), pp. 127-162.
13
historia mutua que hermana a los individuos con su grupo20.
Para el observador, la identificación del sujeto con un grupo tiene implicaciones
importantes, ya que su conducta sólo puede explicarse intencionalmente cuando éste se
encuentre bien reconocido en la comunidad de referencia que le faculta para emprender acciones
instrumentales. En este escenario, de tiempo lógico, la neoclásica resulta una herramienta
sumamente eficaz. Otra cuestión bien distinta es su utilidad a la hora de enfrentar el tiempo
histórico, a la hora de dar cuenta de escenarios en donde el sujeto se está desidentificando o
reidentificando para convertirse en un nuevo yo. ¿Es que acaso puede el ateo decidir
racionalmente convertirse en creyente o el enamorado elegir desenamorarse? Detrás de estos
casos hay cambios de intereses, de preferencias que no son explicables en términos
instrumentales; se trata, de cambios de identidad, de conversiones del sujeto, de problemas
realmente dinámicos cuyo discernimiento requiere el abandono de las explicaciones
intencionales en favor de otras de índole causal.
Porque respecto a los “valores fuertes” que forman su identidad y la del grupo que lo
reconoce, el sujeto no está en condiciones de distanciarse intencionalmente, de situarse por
encima de un horizonte de valor, y calcular conforme a criterios externos -cuantitativos- las
motivaciones y las consecuencias de su adhesión o abandono a aquellos valores. La elección
ilimitada es tan sólo un espejismo del subjetivismo utilitarista: los individuos no eligen entre
horizontes de valor, se descubren en uno, al que subjetivamente otorgan una existencia objetiva
y trascendente. Los valores fuertes no son pues susceptibles de negociación, ya que encierran
contenidos cuyo abandono va contra la manera de ser del sujeto así constituido.
Cuestión bien distinta es que los actores puedan dar explicaciones intencionales a estas
conversiones. No obstante, esta actividad no implica que estas mutaciones en el sujeto sean
discernibles instrumentalmente. Se trata más bien de actos de reconocimiento a través del cual
el sujeto comunica a los demás el cambio experimentado de la única manera posible en el orden
social: dando explicaciones intencionales de carácter retroactivo a conversiones personales,
paradójicamente, no instrumentales. En términos epistemológicos, se trata más bien de prácticas
a través de las cuales los actores comprenden su mundo, y no de explicaciones del mismo.
A no ser que entremos en explicaciones ad hoc, no podemos dar cuenta del
comportamiento del "free-rider" desde una teoría de la acción racional, al tiempo que
explicamos la cooperación del resto del grupo según la lógica de la identificación. El sujeto no
está ante la alternativa de tener que decidir entre una utilidad privada y el compromiso con la
identidad colectiva. Una persona debe actuar siempre con referencia a alguna identidad: aquel
20
Tal y como sostiene el acuñador del vocablo, P. Bourdieu, el efecto del "habitus" es "la producción de un
mundo de sentido común dotado de una objetividad que se encuentra asegurada por el consenso sobre el sentido
de las prácticas y del mundo". P. BOURDIEU (1977), p. 80.
14
que no sigue las convenciones colectivas es simplemente un sujeto identificado con otro grupo
ajeno a la comunidad traicionada. Sin embargo, mientras continúe identificado con su
comunidad, o lo que es lo mismo, mientras ésta mantenga la identidad de sus miembros, no
habrá cabida para la desafección ante las convenciones grupales.
La actividad emprendida por el sujeto en favor de la formación o confirmación de una
identidad colectiva puede ser o no intencional21. Algunas acciones que crean o confirman
comunidad parecen sometidas a la razón instrumental. Sin embargo, como ya hemos
considerado, la acción colectiva difícilmente puede ser explicada exclusivamente por la
racionalidad de los objetivos a la que nos tiene acostumbrados el utilitarismo. La aseveración
implica que o bien este tipo de conductas es ajeno a los dictados de la racionalidad, o bien que,
en contra del dictum utilitarista, no toda racionalidad debe ser explicada de forma instrumental.
Y a no ser que la acción colectiva se conciba como una enfermedad crónica del ahistórico homo
oeconomicus, se debería admitir que posiblemente detrás de estas actividades cooperativas del
sujeto exista algo más que la finalidad reconocida por el observador y declarada por el actor22.
En efecto, en el trasfondo de este tipo de acción colectiva parecen operar otros cánones de
racionalidad que resultan incomprensibles en términos instrumentales. Cuando el sujeto necesita
activar el reconocimiento de su identidad, de constituirse, de ser representado o de adquirir
carácter activa la racionalidad expresiva. Es ella la que crea la demanda colectiva de
procedimientos comunitarios -normas, convenciones, hábitos, rituales, códigos, creencias,
movimientos o instituciones-. La racionalidad procedimental, por su parte, establece la oferta
social de las prácticas mediante las cuales el sujeto expresa su identidad colectiva. Cuando el
sujeto sigue los procedimientos no sólo transmite finalidades, sino también se está formando o
conformando como actor. Los procedimientos, en la medida que son parte de un lenguaje
colectivo, son inteligibles para el grupo y para el actor, y su seguimiento hace que aquél lo
reconozca y éste exprese su pertenencia. La práctica permite que el carácter del sujeto sea
inteligible, reconocido y representado. En último extremo, ambos cánones de racionalidad son
cruciales para asegurar las bases del orden en el que se desenvuelve el sujeto. La primera
resuelve la incertidumbre respecto a la cooperación comunitaria, ya que fuerza al individuo a
actuar sin atender a los costes. Y la segunda solventa la incertidumbre sobre la predecibilidad
del mundo que lo rodea23.
21
Que los individuos expliquen intencionalmente sus acciones no implica que toda su conducta sea intencional.
No obstante, la conducta intencional es básica para estructurar el orden sociológico, ya que implica un ejercicio de
reflexibilidad de auto-observación. A. PIZZORNO (1993).
22
Sigo aquí los argumentos de L. MOSCOSO (2000).
23
Detrás de estos dos tipos de racionalidad hay una serie de procesos -subintencionales y supraintencionales- por
los cuales el sujeto aprende a relacionar aquello que observa con lo que socialmente significa. Los procesos
subintencionales indican que el individuo actúa de acuerdo a determinados procedimientos comunes de la
15
Pero ¿cómo se forma una identidad colectiva? Frente al utilitarismo y el marxismo, el
proceso de identificación implica la formación de intereses y no su preexistencia. En cada grupo
el proceso opera fijando fronteras de inclusión y exclusión respecto a otros colectivos, sean
éstos familiares, territoriales, estamentales o estatales. Los límites comunitarios se establecen a
través de un determinado mecanismo colectivo de selección/inclusión -agregación- de un flujo
constante de intereses24. En el espacio, el proceso opera incluyendo jerárquicamente los
intereses dominantes o prioritarios al tiempo que excluye intereses específicos. En el tiempo,
funciona mediante una dinámica de distorsión que prioriza intereses a largo plazo y sacrifica los
más inmediatos25. La identificación es, consiguientemente, un proceso constante en el que se
fijan los intereses a largo plazo del grupo, esto es, los objetivos futuros hacia donde deben
dirigirse cada uno de los actos de sus miembros y que dan sentido a sus acciones. El resultado
final es la creación de una representación, una ficción, una imagen compartida de los actores y
del mundo en que habitan.
Los intereses han de ser identificados selectivamente mediante una operación aditiva
que es una interpretación. Se trata, en último extremo, de una actividad de representación. A
través de ellas se crean los intereses en la medida que éstos sólo existen mientras están
representados. Y todo el proceso ha de ser necesariamente colectivo dado que los intereses sólo
pueden reconocerse en relación con los demás. Es por eso que la representación adquiere formas
colectivas como grupos, movimientos o instituciones. Cuando este proceso se realiza se están
estableciendo los límites de un determinado sistema comunitario, se están fijando las fronteras
entre los intereses que pertenecen a un grupo y aquellos que quedan fuera de él. Desde esta
colectividad en la que se inserta. El actor no se plantea el mejor mundo posible sino que sigue las convenciones que
le hacen sujeto social en una determinada comunidad. Por su parte, los procesos supraintencionales hacen que el
individuo incorpore una serie de preferencias en su relación con los otros. La formación de preferencias se explica
por el reconocimiento intersubjetivo que se da en la relación de los individuos y que no es parte de un plan
consciente del agente. La relación con los demás consiste en una interacción según la cual incorporar preferencias,
normas o estilos de vida, es un acto expresivo en el que el sujeto se reconoce. S.H. HEAP (1989). Una reflexión
sobre ambos procesos en la teoría de la acción M. GÓMEZ GARRIDO (2000).
24
Esta teoría implica: a) que los intereses deben entenderse dinámicamente, de forma paralela al proceso de su
interpretación; b) que deben establecerse empíricamente atendiendo a la posición social de los agentes y a los
principios y valores colectivos que los articulan y explicitan; c) que son susceptibles de reconstrucción en su
contenido y significado; d) que no se trata de intereses colectivos, empíricamente descartables, sino de intereses de
los individuos en una perspectiva social y temporal determinada. Se escapa de la perspectiva de la agregación a la
de grupo: el individuo no tendrá interés alguno, sino es en referencia a una sociedad y a una historia con respecto a
las cuales el interés pueda ser formulado. Esta teoría es contraria a la noción marxista no empírica de que existen
intereses objetivos, sin implicar la noción infalsable del utilitarismo según la cual cada individuo es el mejor juez de
sus propios intereses. L. MOSCOSO (1992), pp. 150-151.
25
Analíticamente se pueden aislar las distintas fases del mismo proceso: la formación de intereses, la construcción
de identidades y el establecimiento de límites comunitarios. No obstante, la formación e interpretación son procesos
empíricamente indistinguibles.
16
perspectiva, el contexto comunitario no sólo es un marco que constriñe las posibilidades
objetivas de sus miembros, tal y como ha terminado por asumir el utilitarismo, es sobre todo un
marco creador de preferencias individuales26.
El proceso de representación es, además, simultáneo al proceso de selección del
representante y de los procedimientos de representación. La comunidad debe consensuar reconocer- quién o quiénes tienen el monopolio de la certeza, quienes están legitimados para dar
la voz y el rostro a una determinada ortodoxia. Lo relevante es que el proceso representativo
deja sin razón a todos los que están fuera de la imagen colectiva que la representación genera.
La representación es, por tanto, el mecanismo que reduce la incertidumbre. Desde esta
perspectiva, el sujeto no es el mejor juez de sus propios intereses, sino que son sus
representantes, aquellos que, una vez reconocidos por el grupo, toman las decisiones colectivas
según la interpretación de sus consecuencias sobre todo el colectivo. Son ellos los que tienen
reconocido el derecho y el deber de decir al colectivo cómo es el mundo y los sujetos que lo
habitan.
El representante es, consiguientemente, el guardián de la gramática simbólica, de los
recursos interpretativos, a través de la cual los miembros del colectivo se reconocen y
comunican. Crea imágenes que pueden ser fácilmente identificables, establece una audiencia, un
público, una iglesia. Fija la liturgia, los procedimientos colectivos. Los representantes, si lo son,
inspiran confianza y generan solidaridad, establecen lealtades duraderas e intensas. Su actividad
es, por tanto, identificadora: son los maestros de ceremonia, los augures que definen los
intereses a largo plazo de la comunidad y aseguran que éstos se cumplan. Su acción es definir y
redefinir los intereses de la colectividad, establecer los límites de la exclusión y la inclusión,
hacer, por tanto, política.
El utilitarismo presupone que el político actúa en una sociedad en la que los intereses
están ya estructurados antes de que aquél intervenga, en la que los límites del sistema ya están
fijados y compartidos por la colectividad a la que el político pertenece. Desde esta perspectiva,
la política sólo puede ser entendida como una práctica en la que se adjudican beneficios y
recursos a los grupos de interés previamente constituidos27. Sin embargo, la política es algo más
que eso: es ante todo una actividad representativa por medio de la cual se crean o recrean
identidades colectivas protegiendo al grupo frente a la incertidumbre que el futuro genera. Lo
específico de la política es, pues, el ejercicio del "poder espiritual" que los representantes tienen
reconocido en su comunidad. Son ellos quienes controlan en su grupo el conocimiento
26
Tras décadas de críticas, el utilitarismo ha asumido que los actores no eligen sus opciones ex ante, sino en un
determinado contexto. M. GÓMEZ GARRIDO (2000).
27
Una interpretación de la política como "contienda" entre intereses establecidos en M. DUVERGER (1982). Así
mismo, un enfoque de la política como práctica del enfrentamiento en C. SCHMITT (1998).
17
trascendental, aquel que atañe a los fines últimos de la sociedad y el individuo. Si las decisiones
tomadas en relación con los fines últimos generan consecuencias desconocidas, inciertas e
impredecibles, los representantes están ahí para confortar a su representados ante tanta
incertidumbre. Fijan y reproducen un conocimiento eterno del espacio y del tiempo, básico en la
composición de la identidad colectiva en tanto que conecta su comunidad con el pasado y con el
futuro. Este es el mecanismo que permite que el conocimiento particular de cada miembro
comunitario adquiera significado, y que la comunicación entre todos ellos se haga posible,
duradera y generalizable. La fijación de los fines últimos de la comunidad y su conocimiento
trascendental permiten que el grupo se prolongue más allá de lo momentáneo y local, que
sobreviva al ciclo biológico de sus miembros.
La política también dota a los representantes de otros "recursos espirituales" más allá de
la definición de los fines últimos de su comunidad. Se trata de la provisión de los medios para
conseguirlos y las instrucciones para utilizarlos. El poder espiritual faculta al representante para
controlar las prácticas devocionales a través de las cuales los representados se identifican con
los fines últimos del colectivo, transcendiendo su propio interés y asignando una parte de su
actividad, tiempo y recursos materiales a la causa colectiva. La política también implica el
control de las reglas, de las normas que fijan el comportamiento cotidiano y hacen congruentes
los fines a corto plazo. Y, finalmente, define al enemigo, esto es, a aquellos que están dentro y
fuera de los límites de la comunidad28.
El resultado del proceso de representación es la creación de una imaginería compartida
que define una determinada antropología del sujeto y del mundo donde éste actúa. La
representación constituye, por tanto, sujetos y contextos donde éstos operan. La imagen recoge
las estructuras sociales conformadas mediante los vínculos interpersonales o intertemporales de
yoes que son los grupos. Establece las fronteras a las posibilidades de la acción, traza las líneas
maestras de un único mundo de certidumbres. Para ello incorpora objetivos colectivos a largo
plazo, fines futuros que dan estabilidad temporal al sujeto. Asienta así los límites de los
intereses y preferencias de los actores; define la lógica ante la cual la acción es considerada
racional; fija las formas de acción e intercambio que dotan aquel universo de estabilidad,
predecibilidad y sentido; y establece las prácticas a través de las cuales el sujeto expresa quién
es y con qué comunidad se identifica. En suma, si la representación crea imágenes colectivas
28
Esta perspectiva niega la interpretación estructural-funcionalista del cambio social según la cual dos tipos de
funciones que en un principio eran realizadas por un sólo individuo o una estructura pasan a ser ejecutadas por
varios individuos o instituciones. Según esta interpretación evolucionista, el poder espiritual y el poder temporal
estuvieron en manos de la Iglesia hasta su diferenciación funcional una vez que aparecieron los Estados territoriales
durante la Baja Edad Media: el surgimiento de estructuras separadas -Estado/Iglesia- se explica como un proceso de
emancipación del uno respecto a la otra. Desde nuestro punto de vista, cualquier institución ejerce sobre sus
miembros el poder de la trascendencia. A. PIZZORNO (1987), p. 33.
18
que dan sentido a la acción social de los sujetos, quizás debamos asumir que la parte irreal de la
realidad sea, probablemente, la más real que hay en ella; que las apariencias están en el mismo
centro de la operatividad social29.
Si la imaginería colectiva indica a los sujetos que la comparten cómo es su mundo,
también les muestra cuáles son sus partes mutables y cuáles sus partes imperecederas30. La
representación crea, por tanto, el tiempo social. Organiza la comprensión temporal de los
miembros de una comunidad posponiendo o anteponiendo preferencias, hábitos, símbolos e
ideas que permiten la comunicación intersubjetiva. Define la identidad colectiva mediante las
diferencias temporales que separan a los distintos colectivos, como grupos temporalmente
diferenciados31. Crea tradiciones que dan cohesión grupal, especialmente cuando tales valores
están amenazados32. Establece, por tanto, qué es lo temporal y qué es lo sacro. Construye,
mantiene y activa la memoria: es la memoria del grupo la que preserva su identidad33.
La representación establece, además, el abanico posible de riesgos y expectativas que
cabe incluir en las percepciones de los actores. Sólo así sus miembros son capaces de calcular y
afrontar los riesgos que las instituciones hayan hecho socialmente aceptables. Cuando la
29
El argumento de que en la apariencia de las cosas radica el funcionamiento de la sociedad está bien anclado en
la cultura occidental. El menos materialista de los textos de Marx, estableció una crítica a la sociedad industrial
sobre la base de la ruptura entre los sujetos y su propia actividad y cómo ésta se cosificaba en objetos que adquieren
independencia de los seres humanos y terminan gobernando sus vidas. K. Marx
30
El tiempo, por tanto, no puede explicarse, tal y como hacen los filósofos o los psicólogos, desde la conciencia
individual. El tiempo manifiesta un ritmo de vida social, por lo que hay que suponerle un origen social. La
sociología del tiempo se ha convertido durante los últimos años en un campo de investigación muy fructífero, tal y
como avala el conjunto de ensayos compilado por R. RAMOS TORRE (1992). También, N. ELIAS (1989) quien
sostiene que el tiempo no es un dato a priori de la naturaleza humana, tal como consideraba Kant, ni una propiedad
de la naturaleza no humana, sino resultado de una síntesis humana que sólo puede entender quien la refiere a ciertos
procesos sociales. La hegemonía de las representaciones físicas y naturalistas del tiempo son recientes.
Afortunadamente, la historia es un buen campo de observación de las distintas interpretaciones sociales del tiempo.
Como ejemplos, pueden consultarse E.P. THOMPSON (1979), J. LE GOFF (1983); y D. LANDES (1983); y G.J.
WHITROW (1990).
31
A menudo esta operación se realiza a través del establecimiento de cómputos de tiempo diferenciables entre
distintas comunidades, especialmente en los calendarios agrícolas o festivos. Véase, E. ZERUBAVEL (1992), pp.
361-395. Esta interpretación ha sido especialmente desarrollada por la antropología, véase D.N. MALTZ (1992),
pp. 325-359.
32
Las tradiciones inventadas son respuestas colectivas a situaciones inciertas: son "un conjunto de prácticas,
normalmente gobernadas por reglas abiertas o tácitamente aceptadas, y de un ritual o naturaleza simbólica, que
buscan inculcar ciertos valores o normas de comportamiento por repetición, que normalmente implican
continuidad con el pasado". E. HOBSWAWM (1983), p. 1. Diversos ejemplos históricos de tradiciones colectivas
inventadas en E. HOBSBAWM & T. RANGER (1983).
33
Esto implica que todo pasado ha de ser reconstruido desde un presente colectivo que difiere de él. G.H. MEAD
(1992), pp. 63-71. Sobre la memoria como fenómeno colectivo puede consultarse el trabajo clásico de M.
HALBWACHS (1980).
19
comunidad fija los límites del riesgo está desarrollando una operación de reducción y control de
la incertidumbre. El tabú es, entre otros, un mecanismo de protección colectivo contra las
conductas que crean peligro y no creencias incomprensibles34.
La representación crea, consiguientemente, una comunidad cognitiva: determina las
precondiciones de todo conocimiento y fija aquello que se puede considerar pregunta razonable
o respuesta verdadera o falsa. Así pues, a través de su entramado conceptual, la comunidad
limita y controla la cognición de cada uno de sus miembros en los que imprime un modelo de
orden social que enraíza los vículos sociales interpersonales35.
Recapitulando, las acciones individuales sólo pueden adquirir sentido dentro de los
grupos cognitivos y valorativos; sólo dentro de sus fronteras puede actuar racionalmente. No es
preciso una única pertenencia grupal: el mundo contemporáneo es un ejemplo de la existencia
de sujetos “plurifrénicos”, individuos cesurados por multitud de pertenencias a distintas
identidades colectivas. Esta es una de las precondiciones de su irrefrenable cambio social. Por
su parte, en la acción colectiva implícita en la formación y defensa de un grupo de
reconocimiento -un bien público- no cabe desafección alguna. Las prácticas dirigidas a
conservar colectivos estabilizados tampoco están libres de la lógica de la identificación,
interviniendo racionalidades que están más allá de su apariencia más instrumental. Cada una de
estas afirmaciones refieren a la existencia de macrofundamentos que afectan también
indiscutiblemente a cada campesino.
La cuestión empírica relevante es detectar qué identidad o identidades fueron cruciales
en las conductas campesinas en cada contexto dado. Porque potencialmente distintas
representaciones grupales pueden afectar a la constitución de los campesinos: individualistas,
familiares, comunitarias, territoriales, funcionales y estructurales. Y esto quiere decir que frente
al utilitarismo o al marxismo, los habitantes del campo no pueden tomarse como una premisa
individualista ni clasista. Tampoco la comunidad rural es per se objetivo indiscutible de los
campesinos. Todos estos apriorismos son meras naturalizaciones producidas por programas de
investigación que son también representaciones colectivas.
La observación recogida en esta investigación en la Castilla del Antiguo Régimen revela
que sus campesinos fueron constituidos dentro de comunidad rural de fuerte sesgo territorial. Es
cierto que otras ficciones grupales intervinieron dando sentido cognitivo y valorativo a sus
acciones, sin embargo, la representación vecinal acabó siendo hegemónica en la determinación
de sus conductas. Los campesinos fueron, ante todo, vecinos de comunidades locativas. La
34
Sobre la noción colectiva del riesgo puede consultarse, M. DOUGLAS & A. WILDAVSKY (1982); y M.
DOUGLAS (1973, 1988 y 1992).
35
M. DOUGLAS (1996), pp. 27-40, 95-115, y 121-133.
20
historia de Castilla fue, en cierto sentido, la de la progresiva institucionalización de dicha
identidad territorial. Las instituciones rurales operaron definiendo y asegurando la identidad
locativa de la comunidad en el espacio y en el tiempo. La institución esencial de la comunidad
campesina fue el concejo rural, el cual dio estabilidad al círculo de reconocimiento comunitario
ya que se constituyó en el principal garante de los fines colectivos a largo plazo, definiendo los
futuros estados del mundo campesino y de los sujetos que lo habitaban. Creó así un entorno lo
suficientemente estable para ser reconocido por cada individuo que realizaba elecciones. Para
ello, las instituciones comunitarias se legitimaron fundamentándose en la naturaleza y la razón,
controlaron la memoria de sus miembros, suministraron categorías de pensamiento,
establecieron identidades y sacralizaron sus principios de justicia. Y sobre todo identificaron,
esto es, polarizaron, excluyeron, trazaron límites, clasificaron y definieron lo idéntico frente a lo
distinto36.
El campesino individual se formó en aquellos grupos e instituciones que le transmitieron
pautas de comportamiento, percepciones y preferencias, dieron carácter y sentido colectivo a sus
prácticas, ubicándolo en el espacio social. Fue la comunidad locativa la que definió sus reglas
de interacción estableciendo los comportamientos virtuosos y desviados, las recompensas y las
sanciones. El campesino fue socializado grupalmente, de manera que adquirió una identidad
duradera gracias a la cual pudo fundamentar sus propios cálculos. La comunidad locativa le
proporcionó certidumbre sobre lo que existía, así como sobre las expectativas de lo que
esperaba o deseaba. En suma, aquella representación territorial fue hegemónica en la recurrente
pugna de las distintas imágenes históricas que concurrieron en Castilla por el alma de los
sujetos.
3.2 Historia, incertidumbre y grupos: por una teoría identitaria de la comunidad
rural
Como consideramos en el primer epígrafe de este capítulo, la antropología naturalista
condena a la teoría económica al dilema hobbesiano de la acción colectiva. Para ella,
fenómenos como la comunidad rural son problemáticos ya que la cooperación entre homines
oeconomici es, cuanto menos, precaria. El desarrollo de cada una de las soluciones aportadas
por el utilitarismo revela incongruencias lógicas respecto a las premisas teóricas que las
sostienen, una tendencia a ocultar estas inconsistencias con arreglos ad hoc, y un constante
recurrir a aquello cuya existencia se niega, esto es, macrofundamentos: paradójicamente la
comunidad rural es resultado de las preferencias netamente sociales que se predican de un
36
Sobre las instituciones como garantes de la identidad colectiva en el tiempo, A. PIZZORNO (1989), p. 39 y M.
DOUGLAS (1996).
21
campesino presocial. En definitiva, la teoría económica, en sus diferentes versiones, no
consigue explicar la conducta del campesino celoso de su comunidad locativa.
Desde la óptica de una sociología de la identidad y desde una teoría de la representación,
la comunidad rural no está afectada por un problema, el de la agregación individual, que tan
sólo existe para el utilitarista. Esta interpretación afirma, por el contrario, que la comunidad
locativa es un fenómeno macro irreductible a la suma de los miembros que la componen. Es,
ante todo, un efecto de las preferencias de unos campesinos que no pueden evitar ser lo que son.
Más que un instrumento institucional con el que los campesinos maximizan sus preferencias
individuales o más que un fin moral que congrega a sujetos atomizados, la comunidad rural fue
una forma de monopolio de la certidumbre colectiva que constituyó a sus miembros.
La perspectiva defendida hasta ahora se opone a la utilitarista al afirmar que las
decisiones y acciones del campesino individual no son reductibles al canon de racionalidad
instrumental al que nos tiene acostumbrados la teoría económica. El agente que defiende el
utilitarismo es un campesino atemporal y presocial que orienta sus acciones en cualquier
dirección que le pueda aportar beneficios. Es un maximizador de utilidades privadas para quien
no cuadran las cuentas cuando se trata de participar en la formación y conservación de bienes y
valores comunitarios. La comunidad rural es resultado de acciones demasiado costosas para el
homo oeconomicus. La lógica utilitarista es, por tanto, anticomunitaria. La dinámica de la
identificación colectiva tiene un efecto totalmente contrario. Su agente es un individuo situado
en un contexto histórico, cuyas decisiones están abocadas a producir incertidumbre sobre sí
mismo y sobre el mundo en el que opera, compeliéndolo a vivir inexorablemente en sociedad.
En el sometimiento al tiempo radica la necesidad de colectivos. La historia, pues, implica
comunidad. Y la historia de Castilla supuso comunidades rurales de fuerte impronta local. Las
certezas del individuo y, por tanto, su capacidad para actuar dependieron de su constante
participación en aquellas prácticas que forman o confirman vínculos horizontales con sus
convecinos y vínculos verticales con sus yoes futuros. Es así como se creó la estructura de
conexiones interpersonales e intertemporales que conformaron la identidad comunidad locativa
dominante en Castilla.
En este enfoque, la acción colectiva es congruente con las premisas de la teoría y no
tiene que acudir a arreglos ad hoc, tales como los incentivos selectivos. La comunidad rural es
producto de la incertidumbre valorativa del campesino históricamente constituido. Es dentro de
ella donde conforma sus valores y actos. El orden social comunitario deja de ser una anomalía
de la conducta racional que la teoría utilitarista imputa al campesino individual, y se convierte
en efecto lógico de la interacción intersubjetiva para conseguir superar el propio drama del
tiempo. Mientras que la lógica utilitarista condena al individuo al desorden, la lógica de la
identificación lo gratifica con orden. Frente al marxismo, la comunidad deja de ser un objetivo
22
del interés colectivo adjudicado exógenamente a la clase campesina y se erige en una
precondición generalizable a cualquier sujeto social que, por su condición indeterminada, ha de
renovar constantemente la certidumbre de sus compromisos, manteniéndose estable en el
tiempo. Que la comunidad que hegemonizó el horizonte significativo de los campesinos
castellanos fuera comunitaria y vecinal sólo es producto del contexto en el que se constituyeron
los sujetos en el agro castellano a lo largo de la época moderna. Como ilustra el estadounidense,
los campesinos bien pueden constituirse en comunidades de menores dimensiones como la
familiar.
En comparación con otras teorías alternativas del sujeto, una teoría de la identificación
permite sostener una noción fuerte de la comunidad. El Cuadro 2 resume las distintas
propuestas derivadas de las diferentes teorías del sujeto inherentes a la teoría económica.
[CUADRO 2] No es momento de revisar una vez más las soluciones aportadas al problema
utilitarista de la agregación, sino de resaltar que la hipótesis aquí planteada es la única en la que
las premisas y sus resultados son teóricamente congruentes. La relación entre la teoría del sujeto
y la de la comunidad es endógena. Se trata de una concepción según la cual la comunidad es
interna a los sujetos que la conforman, y en donde el problema de la cooperación es inexistente.
Es la comunidad la que constituye el sujeto y el objeto de las motivaciones individuales. Desde
esta perspectiva, la comunidad cobra una dimensión intersubjetiva37. Frente a las concepciones
utilitaristas según las cuales los límites del sujeto -individual o colectivo- están previamente
dados y finalmente fijados, aquí el sujeto está impelido a participar en la constitución de su
identidad y es la comunidad quien lo constituye como tal. Frente a las concepciones
instrumentales y sentimentales del utilitarismo, el campesino no está constituido antes de
agregarse; muy por el contrario la comunidad constituye la identidad del campesino
conformándolo como un agente comprensible y reconocible38. En definitiva, frente al
utilitarismo, los límites del sistema comunitario no están dados, sino que se encuentran en un
constante cambio, el cual se concreta en la aparición y desaparición de intereses y en nuevos
diseños de la representación de la propia comunidad.
3.3 La lógica del orden social: la lucha por el reconocimiento
Desde una teoría de la identificación es posible plantear una interpretación del orden
social según la cual éste se concibe como una tensión por el reconocimiento intersubjetivo de
37
M.J. SANDEL (1982), p. 150.
38
Las concepciones instrumentales y finalistas del liberalismo pueden rastrearse en la obra de J. RAWLS (1979 y
1996). Una crítica en M.J. SANDEL (1982), pp. 147-154.
23
identidades colectivas. En puridad, este enfoque del conflicto tiene una larga tradición. Sus
orígenes se remontan a las numerosas intuiciones teórico-morales contenidas en la
Realphilosophie del joven Hegel39. Sin embargo, fueron el primer y último Marx los que dieron
a la idea de la lucha por el reconocimiento una perspectiva menos filosófica y más histórica. La
antropología originaria de Marx cuenta con influencias notables del propio Hegel. Su noción de
trabajo, por ejemplo, es profundamente normativa: la producción se concibe como proceso de
reconocimiento intersubjetivo, como mecanismo de autorrealización personal. En las sociedades
premodernas, el trabajo directo era un procedimiento crucial por el que los campesinos se
reconocían recíprocamente como sujetos cooperativos vinculados en comunidad. El trabajo no
sólo era el proceso social por el que se creaba valor, sino también la representación pública de la
potencia humana. Era, por tanto, algo más que un factor de producción, pues era también una
práctica de expresión. Fue el desmantelamiento de estos formatos de reconocimiento por parte
del emergente orden capitalista el que desató la prolongada pugna moral de campesinos y
artesanos. Para éstos no cabía renuncia posible, ya que su imagen como sujetos morales estaba
al borde del abismo ante el avance inexorable de la cosificación del hombre proletarizado.
La alternativa que Marx ofrece al enfoque utilitarista del conflicto social se encuentra
todavía más desarrollada en sus escritos tardíos, en los cuales su objetivo no es edificar una
teoría económica del capitalismo, sino esbozar un análisis político en perspectiva histórica. Hay
en ellos un Marx preocupado por una noción de conflicto social que gira en torno a formas de
vida grupal culturalmente determinadas, en torno a convicciones valorativas de distintos
colectivos. El conflicto ya no es sólo la lucha moral entre clases del primer Marx, sino entre
otros grupos con distintas identidades colectivas, todas ellas derivadas de sus distintas
posiciones y funciones sociales40.
A pesar de su aproximación a una noción de conflicto basado en formas colectivas de
reconocimiento, casi todo el marxismo posterior se ha nutrido del Marx más economicista y ha
restablecido una única dimensión del conflicto social: la satisfacción de las necesidades
materiales entre clases sociales. Se trata de una “vuelta de tuerca” de la aproximación del
materialismo histórico a la teoría económica: tras abandonar la clave histórico-filosófica de la
lucha de clases, se ha adherido a un modelo utilitarista o darwinista del conflicto social, según el
cual los grupos son actores de un drama estrictamente instrumental y económico. Según este
39
La interpretación de los escritos hegelianos de Jena como una teoría social del conflicto por el reconocimiento
en H. HONNETH (1997), especialmente, pp. 45-81.
40
El Marx menos utilitarista se encuentra en los Manuscritos de París, el 18 Brumario y en La Lucha de Clases
en Francia. Pese a todo, el pensador alemán nunca realizó una conexión sistemática entre los principios utilitaristas
de los escritos económicos, en los que el conflicto de interés estaba determinado económicamente, y el principio
"expresivista" de los escritos históricos. Ibídem, pp. 176 y 181.
24
enfoque, el único guión posible describe un antagonismo permanente por la maximización de
intereses económicos en un juego imparable de suma cero. Todo gira en torno a la concurrencia
por la vida o por las oportunidades de supervivencia. La protesta obedece al intento de grupos
sociales de conservar su poder de decisión sobre determinadas oportunidades de reproducción o
a incrementarlo. Son luchas orientadas por intereses amoralizados, concurrencias en torno a
bienes escasos, donde uno se juega su reproducción material. Ambas interpretaciones del
conflicto se unen en una única racionalidad -instrumental- que sentencia a individuos y
colectivos a interrelacionarse como portadores de intereses naturalizados sempiternamente
antagónicos. La vida social queda así reducida a una lucha incesante por la conservación física,
a una matriz de interminables interacciones estratégicas entre individuos y colectivos por
maximizar sus funciones de utilidad, sean éstas públicas o privadas. En definitiva, para estos
sujetos ahistóricos sólo existe una forma posible de reconocimiento, igualmente naturalizada: la
de depredadores que compiten in extremis y entre los cuales no cabe vínculo moral alguno.
En este libro se considera que el conflicto social es algo más que una expresión directa
de la pugna maximizadora por recursos escasos. El contramodelo no utilitarista asume una
noción de lucha social más centrada en sentimientos morales de injusticia, y menos en
posiciones de intereses. Y relaciona menosprecio y lucha social41. El conflicto es también una
manifestación de la tensión por el reconocimiento existente dentro de los grupos así como entre
los distintos colectivos. Si el individuo sólo puede interactuar instrumentalmente con sus
semejantes mientras pertenezca a un grupo que da sentido a sus prácticas y valores, entonces
toda su actividad estará plagada de procedimientos subintencionales y supraintencionales
encaminados a recrear la identidad colectiva que permite conservar su rostro social. La
interacción entre distintos grupos dentro de un orden social específico también descansa en el
establecimiento de prácticas consensuadas de reconocimiento colectivo. Se trata de actividades
de alteridad a través de las cuales se identifica al otro como ente diferenciado y reconocible; son
actos que se fijan normativamente en vínculos de reconocimiento recíproco y representaciones
morales y que garantizan la interacción de las distintas identidades colectivas.
La tensión por el reconocimiento tiene, por tanto, dos dimensiones: intragrupal e
intergrupal. En relación con los individuos y sus grupos, cualquier experiencia moral de
privación de reconocimiento intersubjetivo precipita en cada uno de ellos la sensación de
menosprecio, sacude vertiginosamente su identidad y trastoca la autorreferencia de sus
41
Para autores como A. Honneth, la dinámica del reconocimiento lleva implícita la lucha social: "en la
experiencia de una forma determinada de reconocimiento estaba implícita la posibilidad de una apertura de
nuevas posibilidades de identidad, de manera que la lucha en torno al reconocimiento social debía ser una
consecuencia necesaria". Ahora bien, de las tres formas de reconocimiento, el amor, las relaciones de derechos y de
valoración social, sólo las dos últimas pueden dar lugar a conflicto social por su carácter público. A. HONNETH
(1997), pp. 195-196.
25
prácticas. Y ante esta sustracción de reconocimiento no cabe neutralidad alguna: el sentimiento
de menosprecio es fuente de movilización. Cuando éste procede de su propio grupo, el sujeto
debe actuar inexorablemente para recuperar el "rostro" perdido. Ahora bien, cuando el
menosprecio tiene su origen en otros sujetos colectivos, afecta a toda la comunidad valorativa.
Son episodios que hacen detonar el reconocimiento inclusivo de los miembros del grupo y su
reacción defensiva.
Desde esta perspectiva, el conflicto social adquiere un sesgo radicalmente moral:
aparece en contextos históricos en los que se han lesionado los principios valorativos por los
cuales colectivos distintos se reconocen, o en los que se han violado las reglas de identificación
normativa que rigen el interior de un colectivo. Porque si éste es, ante todo, una matriz
significativa que se encarnaba en las prácticas de sus miembros, cualquier menosprecio hacia
alguno de ellos se traduce como un intolerable cuestionamiento de los principios normativos
que constituyen el propio grupo. Desde ese momento, todo el colectivo se transforma en víctima
de un desplante que formalmente sólo afecta a los participantes en la relación menospreciada.
La traducción de lo individual a lo colectivo y viceversa es posible porque en cada grupo existe
una semántica colectiva, una identidad común, a través de la cual cada individuo interpreta que
su experiencia personal de violación o la sufrida por alguno de los miembros de su grupo es
común a éste. Se trata de un puente semántico que vincula la lesión personal y los objetivos
impersonales de la movilización comunitaria. En definitiva, la identidad colectiva es el
determinante en la lógica moral del conflicto social, ya que permite compartir sentimientos de
menosprecio e interpretarlos de manera crítica y normativa. Hace que el grupo comparta la
sensación de injusticia individual como algo específico de su propia situación colectiva. Opera
en aquellas situaciones en las que un acto interpretado como inmoral por cada sujeto puede
terminar implicando a toda un colectivo en la lucha por el restablecimiento de los vínculos
normativos preexistentes42.
Visto desde otra perspectiva, el conflicto es un efecto de innovaciones políticamente
impuestas por un grupo de referencia a otro; son actos que transgreden el consenso tácito por el
que se regulan la distribución valorativa de derechos y deberes entre colectivos. Lo que es
sentido como una situación insoportable provisionalmente económica se mide por referencia a
expectativas morales que los concernidos reciben de su comunidad. Entonces el grupo agredido
resulta invadido por una dramática sensación de menosprecio de su identidad, por una ausencia
de reconocimiento social, por la incertidumbrre. Se desencadena la amenaza de lesión al
autorrespeto y a la autovaloración, sus causas se identifican y, finalmente, aparecen
42
La concepción del conflicto social como una lucha por el reconocimiento tiene la ventaja de ser neutral respecto
al carácter violento o pacífico de sus medios, la intencionalidad o no intencionalidad de sus actores y la distinción
entre motivación personal o no personal.
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movimientos de resistencia y rebelión social. Toda movilización es posible con tal de sacar a los
cuestionados de su humillación colectiva y recuperar las condiciones intersubjetivas de
integridad personal, de identidad43.
Ahora bien, ¿de dónde proceden las innovaciones políticamente impuestas que desatan
la lucha social? Desde la teoría que defiende este libro, la innovación es producto del cambio en
las identidades colectivas existentes dentro de determinado orden social. Más concretamente
procede de perturbaciones en los vínculos recíprocos de reconocimiento intergrupal: afectados
por estos procesos de desindentificación, los grupos comienzan a observarse como si fueran
nuevos colectivos unidos a través de nuevas relaciones. La innovación es, pues, producto de
conversiones intragrupales y intergrupales, es fruto del distanciamiento de colectivos respecto a
las identidades colectivas con la que reconocían a otros grupos y el mundo que habitaban.
En definitiva, el enfrentamiento social es algo más que una acción colectiva de carácter
instrumental: es, ante todo, una práctica en la que está en juego el reconocimiento
intercomunitario44. Desde esta perspectiva, la lucha de clases aparece como una forma más de
conflicto social por el reconocimiento entre grupos cuya identidad se ha levantado a partir de
posiciones económicas. Emerge cuando se lesionan los principios valorativos por los cuales
colectivos distintos se reconocen, o cuando se violan las reglas de identificación normativa que
rigen el interior de cada grupo así constituido. Y esto implica que el conflicto social es
irreductible al conflicto de clases, ya que aquél puede articularse en torno a quiebras en el
reconocimiento de otras identidades dominantes en la sociedad, como por ejemplo las raciales,
nacionales o, como se argumenta en este trabajo, territoriales. Y también supone que la lucha de
clases es, ante todo, una variable empírica que surgirá en aquellas sociedades en las cuales la
identidad de clase se haya convertido en ortodoxia dentro de sus distintas representaciones
colectivas, y cuando se haya quebrantado el consenso tácito del reconocimiento entre los grupos
así constituidos45.
Recapitulando, el conflicto social no es per se antagónico con el orden social. La imagen
43
Son ya numerosos los trabajos que establecen una relación sistemática entre la decepción política de las
expectativas morales y la conmoción de relaciones de reconocimiento concebidas tradicionalmente. Véase, B.
MOORE (1978).
44
A. HONNETH (1997), pp. 175-183. Otros pensadores del siglo XX, tales como Sorel o Sartre, intuyeron que
los movimientos sociales de su época estaban atravesados por el potencial semántico del reconocimiento, si bien no
lograron percibir su sesgo moral. Los dos pensadores sólo consiguieron desarrollar fragmentos de una teoría
contraria a la utilitarista. Por su parte, E. Durkheim y F. Tönnies analizaron la crisis moral de las sociedades
modernas y la necesidad de reintegrarlas, sin embargo, no entraron en los conflictos sociales desde este enfoque. La
perspectiva de M. Weber considera la socialización como un conflicto de grupos sociales en torno a formas
concurrentes de conductas, pero deja de lado la motivación moral. Por último, Simmel apenas remite a la
experiencia por el reconocimiento y menosprecio. Ibídem, pp. 193-194.
45
Una crítica a la lucha de clases como constante histórica, en L. MOSCOSO (1992), pp. 174-187.
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de la historia esgrimida por el marxismo como un perpetuum enfrentamiento transformador
obvia que el conflicto precisa de un orden preexistente en el cual tengan sentido los actos de los
agentes que entran en disputa. Por su parte, la representación del funcionalismo como un orden
bien engranado que constantemente se auto-reforma olvida que el orden se sustenta en luchas
recurrentes por el reconocimiento intersubjetivo. Lo que esta investigación defiende es que la
lucha por el reconocimiento precisa de un escenario valorativo y congnitivo -un orden social- en
el que pueden operar sus distintos actores y que contextualmente semejante lucha puede dar
lugar a cambio social. Cuando ciertos grupos se distancian intelectivamente de aquella matriz
orientativa, se convierten en nuevas identidades colectivas y dejan de reconocer por completo
aquella matriz, entonces se desatan conflictos que pueden transformar el orden preexistente.
Ahora bien, otros procesos de distanciamiento menos intensos pueden generar nuevas entradas
identitarias en el sistema produciendo mutaciones en el orden sin llegar a transformarlo; muy
por el contrario, pueden contribuir a recrear una y otra vez el entramado en través de la cual los
sujetos se reconocen. Este segundo escenario, es que este libro rastrea.
En suma, la historia puede concebirse como una constante concurrencia de
representaciones colectivas que pugnan por el alma de los sujetos ofreciéndoles imágenes sobre
sí mismos y el mundo que habitan. En la Castilla de la época moderna pulularon algunas
ficciones que dieron sentido a las prácticas de sus campesinos. Durante centurias se
transformaron y dando lugar a cambios dentro del orden social y generando nuevos sujetos
colectivos. Y fueron finalmente derrocadas por otras esgrimidas por algunos grupos
distanciados radicalmente del orden preexistente. El liberalismo fue la imagen que aglutinó la
nueva representación del hombre y la sociedad. El utilitarismo fue su versión más naturalizada.
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