APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE CONSUMIDOR. Prof. Dr

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APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE CONSUMIDOR.
Prof. Dr. Pascual Martínez Espín.
1. Sobre el concepto de consumidor.
2. Normas consumeristas versus normativa general de protección
3. Panorama de Derecho comparado
4. El Texto Refundido de la Ley de Consumidores.
5. Protección material y protección instrumental
6. El reparto competencial en materia de consumo
7. Los límites de la competencia autonómica en materia de consumo en la doctrina
del TC.
8. Derecho público y Derecho privado como criterio de distribución competencial
9. El principio de unidad de mercado.
10. La competencia estatal en la planificación de la economía nacional.
11. La competencia local en materia de consumo
1. Sobre el concepto de consumidor
1.1. El concepto de consumidor en el TRLGDCU y en la legislación sectorial estatal
Con carácter general, pueden distinguirse dos nociones diferentes de consumidor. Una
noción concreta, que considera consumidores a quienes adquieren bienes o servicios
para uso privado, y una noción amplia o abstracta, según la cual son consumidores
todos los ciudadanos que, en cuanto personas, aspiran a tener una adecuada calidad de
vida. Un ejemplo de esta noción amplia se encuentra en la Resolución del Consejo de la
CEE, de 14 de abril de 1975, relativa a un programa preliminar de la Comunidad
Económica Europea para una política de protección y de información de los
consumidores, cuando establece en su número 3 que "en lo sucesivo el consumidor no
es considerado ya solamente como un comprador o un usuario de bienes o servicios
para un uso persona, familiar o colectivo, sino como una persona a la que conciernen los
diferentes aspectos de la vida social que pueden afectarle directa o indirectamente como
consumidor".
El legislador establece un específico concepto de consumidor (noción concreta), para
atribuirle determinados derechos en cada caso. Conviene advertir, en todo caso, que en
el Derecho español no existe una única noción de consumidor, no ya porque las
Comunidades Autónomas con competencia en materia de consumo hayan establecido
un concepto propio de consumidor, sino porque, incluso dentro del Derecho estatal, las
nociones varían en función del concreto ámbito que se pretende disciplinar con cada ley.
El propio artículo 3 TRLGDCU deja a salvo lo dispuesto expresamente en sus libros
tercero (responsabilidad por bienes o servicios defectuosos) y cuarto (viajes
combinados). Otras leyes en cambio contienen su propio concepto de consumidor. Este
es el caso de la Ley 7/1995, de 23 de marzo, de crédito al consumo, que define al
consumidor como "la persona física que, en las relaciones contractuales que en ella se
regulan [en esta Ley], actúa con un propósito ajeno a su actividad empresarial o
profesional" (art. 1.2); o el art. 151 del TRLGDCU para el cual consumidor o usuario es
"cualquier persona en la que concurra la condición de contratante principal, beneficiario
o cesionario", considerando contratante principal a "la persona física o jurídica que
compra o se compromete a comprar el viaje combinado".
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El Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios
y otras leyes complementarias pretende, asimismo, aproximar la legislación nacional en
materia de protección de los consumidores y usuarios a la legislación comunitaria,
también en la terminología utilizada. Se opta por ello por la utilización de los términos
consumidor y usuario y empresario.
Así, el concepto de consumidor y usuario se adapta a la terminología comunitaria, pero
respeta las peculiaridades de nuestro ordenamiento jurídico en relación con las
«personas jurídicas».
La Ley 26/1984 no se pronunciaba sobre si las personas jurídicas podían ser tratadas
como consumidores a efectos de la normativa de protección. La normativa comunitaria
excluía radicalmente la posibilidad de que pudieran ser considerados consumidores
sujetos de derecho distintos de las personas físicas. Algunas normas autonómicas habían
aceptado que determinadas personas jurídicas pudieran ser consideradas como
consumidores. Según el TR (art. 3) son consumidores las personas jurídicas que actúan
en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional. Pero no bastará que
actúen, y, a diferencia de las personas físicas, no podrá predicarse la posibilidad de
conductas económicas no consumeristas de entidades que típicamente actúen en el
mercado. Será preciso que el objeto social de tales entes no incorpore una actividad
profesional o empresarial. Más aún, no basta el objeto social, sino que será decisivo el
tipo de personificación. Una SA o una SRL no pueden ser nunca consumidores, aunque
se hayan constituido y registrado para desarrollar una actividad sin ánimo de lucro.
No había ninguna necesidad de atribuir a las personas jurídicas la condición de
consumidores, y seguir contraviniendo de esta forma el Derecho comunitario. Mucho
más necesario hubiera sido tratar los supuestos frecuentes de comunidades de
propietarios en las que se integran, naturalmente, los propietarios de locales
comerciales, y que pretenden la protección derivada del Derecho de consumo frente a
empresas de mantenimiento o promotores inmobiliarios.
En el TRLGDCU, el concepto de consumidor se suministra en el art. 3, según el cual: “a
efectos de esta Norma y sin perjuicio de lo dispuesto expresamente en sus libros tercero
y cuarto, son consumidores o usuarios las personas físicas o jurídicas que actúan en un
ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional”.
El consumidor y usuario, definido en la Ley, es la persona física o jurídica que actúa en
un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional. Esto es, que interviene en las
relaciones de consumo con fines privados, contratando bienes y servicios como
destinatario final, sin incorporarlos, ni directa, ni indirectamente, en procesos de
producción, comercialización o prestación a terceros.
Se incorporan, asimismo, las definiciones de empresario, productor, producto y
proveedor, al objeto de unificar la terminología utilizada en el texto. Las definiciones de
empresario, productor y producto son las contenidas en las normas que se refunden. El
concepto de proveedor es el de cualquier empresario que suministra o distribuye
productos en el mercado, distinguiéndose del vendedor, que, aunque no se define, por
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remisión a la legislación civil es quien interviene en un contrato de compraventa, en el
caso de esta Ley, actuando en el marco de su actividad empresarial.
1.2. El concepto jurisprudencial de consumidor en la derogada LCU.
En cuanto a la jurisprudencia sobre el concepto de consumidor, no puede extrañar que,
teniendo en cuenta la definición que del mismo se hacía en el artículo 1 LCU/1984
(todavía no tenemos jurisprudencia sobre el texto refundido), un gran número de
sentencias versen en torno a la noción de "destinatario final" de los bienes o servicios.
Así, por ejemplo, es "destinatario final" el paciente sometido a una intervención
quirúrgica en un centro de la Seguridad Social (STS 20 diciembre 1999), el comprador
que adquiere un vehículo de un concesionario oficial (SAP Málaga 18 enero 2000), el
prestatario que libra un pagaré en blanco a una entidad bancaria (SAP Castellón 28 julio
1999), el conductor que estaciona su vehículo en un parking y celebra un contrato de
aparcamiento que la entidad encargada de la explotación del mismo (SAP Castellón 17
febrero 1999), la persona que sufre los daños causados por la deficiente instalación del
suministro de gas en una vivienda (SAP Guadalajara 8 marzo 1999), la persona que
celebra con un detective privado un contrato de prestación de servicios (SAP La Rioja 1
marzo 1999), y el usuario de una autopista que demanda a la empresa concesionaria
encargada de su explotación por la falta de mantenimiento de la misma (SAP Tarragona
9 diciembre 1996).
También existe abundante jurisprudencia que niega la aplicación de la LCU/1984 por no
existir un "destinatario final" del bien o servicio, siendo así que quien alega la
aplicación de esta Ley es un sujeto que adquiere ese bien o servicio con el fin de
integrarlo en procesos de producción, transformación, comercialización o prestación a
terceros. Los contratos celebrados entre empresarios están excluidos del TRLGDCU.
Por eso, el TRLGDCU es inaplicable en los casos de leasing, cuando el bien así
adquirido es destinado por el arrendatario a integrarlo en una explotación empresarial
(SAP Huesca 30 septiembre 1994), o en los contratos de crédito estipulados por las
entidades de crédito con empresarios o comerciantes (STC 10 febrero 1992).
Pero junto a esta jurisprudencia, que permanece fiel al concepto de destinatario final de
los bienes y servicios, se detecta una tendencia a extrapolar la protección de la
LCU/1984 al contratante en general, sobre todo cuando se aprecia una predisposición de
las cláusulas contractuales por parte del empresario dominante en la relación
contractual. Así, la LCU/1984 suele ser utilizada a modo de refuerzo argumental en los
procesos entre pequeños comerciantes y grandes distribuidoras, cuando se entiende que
el Código Civil y el de Comercio serían suficientes para llegar al mismo nivel de
protección. Como ejemplos podemos mencionar aquí la SAP Lleida 21 enero 2000, que
consideró consumidor a una cooperativa agraria, o la STS 18 junio 1999, que hizo lo
propio – aunque sin incidencia en el fallo- con una sociedad agraria de transformación.
Pero sí obtuvo conclusiones prácticas de la calificación de consumidor la SAP Asturias
9 junio 2000, sobre la reclamación de un camionero por obras de reparación no
presupuestadas. Cuando se trata de reclamaciones de responsabilidad por cortes de
suministros eléctricos o de servicios esenciales, la jurisprudencia suele utilizar la
protección derivada de la LCU/1984, sin considerar el tipo de destinatario del servicio
que reclama contra el suministrador (por ejemplo, SAP Girona 13 enero 1997).
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1.3. Sectores enteramente "consumerizados" y protección general
En algunos sectores de la contratación, la protección que se otorga a la parte más débil
no deriva de su condición de destinatario final del producto o servicio, o de la finalidad
-privada- en la que se pretenden emplear los mismos. Se le protege, más bien, en su
condición de contratante, de simple usuario, o de persona relacionada de un
determinado modo con el profesional. Así sucede, por ejemplo, en materia de
arrendamientos urbanos, donde el simple arrendamiento de una finca urbana hace
aplicable la Ley 29/1994, de 24 de noviembre; o en materia de vivienda, pues la Ley
38/1999, de 5 de noviembre, de ordenación de la edificación, regula los aspectos
esenciales del proceso de la edificación, con el fin de otorgar una adecuada protección a
los intereses de los adquirentes. Otros ejemplos se encuentran en la normativa sobre
telecomunicaciones, energía (Ley 54/1997, de 27 de noviembre, de regulación del sector
eléctrico), salud (Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad), seguridad de los
productos (RD 44/1996, de 19 de enero, por el que se adoptan medidas para garantizar
la seguridad general de los productos puestos a disposición del consumidor), productos
sanitarios (RD 1907/1996, de 2 de agosto, sobre publicidad y promoción comercial de
productos, actividades o servicios con pretendida finalidad sanitaria), y productos
alimenticios (RD 1334/1999, de 31 de julio, por el que se aprueba la Norma general de
etiquetado, presentación y publicidad de los productos alimenticios).
El ejemplo más claro de esta protección objetiva del contratante es la normativa sobre
transparencia y protección de la clientela bancaria. En la Orden de 12 de diciembre de
1989, sobre tipos de interés y comisiones, normas de actuación, información a clientes y
publicidad de las Entidades de crédito, y normativa que la desarrolla (Circular del
Banco de España 8/1990, de 7 de septiembre, a Entidades de crédito, sobre
transparencia de las operaciones y protección de la clientela, sucesivamente modificada
de la forma que expondremos en su lugar correspondiente), se hace referencia a la
protección de los "legítimos intereses de los clientes". Esta fórmula, que tanto recuerda a la
utilizada en las leyes de protección del consumidor en sentido estricto, no diferencia al
sujeto pasivo en razón de los criterios consumeristas , porque no va dirigida solamente al
destinatario final, sino a la clientela en general, por lo que su protección subjetiva es más
amplia que las de las leyes de protección a los consumidores.
1.4. Entidades y grupos como consumidores
El TRLGDCU se aplica siempre que una persona física o jurídica adquiera, utilice o
disfrute de un bien, producto o servicio como destinatario final del mismo. En algunas
ocasiones, la jurisprudencia ha extendido el ámbito de aplicación de la LCU/1984 para
considerar protegidos por la misma, como consumidores o usuarios, a entes sin
personalidad jurídica. Especial importancia tienen los pronunciamientos judiciales que
aplican la LCU/1984 a las comunidades de propietarios. En este sentido, son numerosas
las decisiones judiciales en las que se aplica la LCU/1984 a un litigio planteado entre
una comunidad de propietarios y la empresa encargada del mantenimiento y
conservación de los ascensores, en el que se discute la consideración como abusivas de
algunas cláusulas incluidas en el contrato de mantenimiento de ascensores.
Son básicamente dos las cláusulas cuya validez se discute judicialmente. En primer
lugar, la cláusula que establece una duración muy larga del contrato (normalmente de
diez años), la cláusula que impone su prórroga, y la cláusula que establece una pena
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convencional excesivamente elevada para la hipótesis de desistimiento del contrato por
la comunidad de propietarios. Numerosas sentencias declaran la nulidad; SAP Navarra
17 octubre 1994; SAP Lleida 24 abril 1995; SAP Madrid 8 mayo 1996; SAP Córdoba
26 febrero 1996; SAP Madrid 3 enero 1996.
Un segundo tipo de cláusulas discutidas son las de sumisión expresa a fuero en
contratos de mantenimiento de ascensores. Hoy constituye doctrina jurisprudencial
consolidada la tesis de que esta cláusula es abusiva, pues implica un desequilibrio
importante en los derechos y obligaciones de las partes, en la medida en que dificulta la
defensa del consumidor. Y es abusiva incluso en el supuesto de que el litigio se entable
por una comunidad de propietarios. Son muchas las sentencias del Tribunal Supremo
que así lo declaran (SSTS 14 septiembre 1996; 3 julio 1998; 20 julio 1998).
2. Normas consumeristas versus normativa general de protección
2.1. El criterio subjetivo de identificación en el TRLGDCU
Tanto el TRLGDCU como las respectivas leyes generales autonómicas proceden a
definir el consumidor, con objeto de delimitar el ámbito de aplicación del régimen de
protección de la norma. De hecho, la noción misma de “Derecho de los Consumidores”
se construye a partir de un elemento de identificación subjetivo. No es el tipo de
negocio ni la clase de interés o bien jurídico considerado lo que hace el Derecho de
consumo, sino las condiciones subjetivas que recaen en la persona que adquiere bienes o
servicios. Derecho del consumidor es el Derecho de las relaciones jurídicas privadas
entre un profesional o empresario y un adquirente final de los mismos.
La identificación sustentada en este criterio meramente subjetivos tiene sus problemas.
¿Se es consumidor siempre o la aplicación de la norma depende de que en cada
circunstancia la persona en cuestión reúna las condiciones requeridas?. ¿Hay personas
que están sistemáticamente excluidas de la protección consumerista por el hecho de que
sean profesionales o empresarios?. ¿Será entonces el Derecho de consumo algo así
como un Derecho para colectivos definitivamente identificados, como puede ocurrir en
otros ámbitos con los trabajadores por cuenta ajena, amas de casa, desempleados o
niños?. Es claro que no. Consumidores somos todos en algún momento de nuestra vida
y nadie es consumidor de modo permanente. No existe un criterio subjetivo que permita
una previa identificación del colectivo destinatario de la norma. No todos pueden ser
ancianos, o incapacitados o mujeres, y los que lo son constituyen un colectivo estable.
No ocurre lo propio con el concepto de consumidor: todos lo son ocasionalmente y
nadie lo es de modo permanente ni a todos los efectos.
2.2. La caracterización objetiva: negocios privados
Si no existe un criterio subjetivo de identificación previa del colectivo afectado por las
normas, el Derecho de consumo tendrá que definirse de acuerdo con criterios objetivos.
El Derecho de consumo no es el Derecho que afecta a un colectivo predeterminado de
personas, sino un Derecho que contiene una regulación específica y singular para cierto
tipo de relaciones jurídicas contractuales caracterizadas porque una de las partes de
esta relación actúa con la finalidad de satisfacer a través del contrato sus necesidades
personales o familiares. Es consumidor el sujeto que adquiere bienes o servicios con
objeto de realizar su valor en uso y no su valor en cambio.
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Procedamos a descomponer este concepto en sus elementos definitorios.
(i)
En primer lugar, tiene que existir una regulación normativa específica. Si la
protección se depara por la norma a favor de una parte contractual, con
independencia de la finalidad subjetiva que satisface el intercambio (personal o
empresarial), la regulación en cuestión será una regulación protectora de una
determinada clase de contratantes, pero no será propiamente una normativa de
consumo. El Derecho que regula hoy el régimen de ventas a plazos de bienes
muebles (ley 28/1998), por ejemplo, se encuentra en este caso. Ocurría lo mismo
con el Derecho de los arrendamientos urbanos antes de la reforma de 1994.
Ocurre en la actualidad igualmente, y a modo de ejemplo, con la regulación
específica de las academias privadas de enseñanza no oficial.
La situación descrita es, paradójicamente, de presencia creciente. Existe
normativa que se quiere presentar a sí misma como regulación consumerista,
pero que sin embargo contiene un régimen de protección cuyas condiciones de
aplicación prescinden de la finalidad de satisfacción concreta de necesidades
personales o familiares. Aunque no siempre se haya reparado en ello, la
normativa sobre viajes combinados (arts. 150 y sig. TRLGDCU) no requiere una
relación de consumo para que se aplique la protección legal; también el que viaja
por negocios en una combinación de prestaciones como las descritas en el art.
151 se halla cubierto por la protección legal. Lo mismo cabe decir con la
regulación específica de los talleres de reparaciones de automóviles, o con el
régimen de las estaciones de servicios. Y hoy cabe destacar de modo singular las
regulaciones sectoriales de servicios de interés general (telecomunicaciones, gas,
electricidad), en los que la misma referencia legal a los consumidores y usuarios
no puede ocultar que la protección se ofrece de modo indiscrimado a todo
usuario del servicio, con independencia de la finalidad que quiere satisfacer con
el servicio contratado.
(ii)
En segundo lugar, tiene que tratarse de una regulación contractual, aunque no
es preciso que se trate de una contratación puramente privada (vgr. el régimen de
las cláusulas abusivas se aplica también a las prestaciones realizadas por
Administraciones Públicas) Sólo dentro de un contrato cabe discriminar fines o
necesidades a satisfacer con el intercambio de bienes y servicios. El Derecho
que regula conductas empresariales de promoción o publicidad o el Derecho que
construye un determinado régimen de responsabilidad extracontractual por
daños, no es propiamente un Derecho de consumidores. Las normas contenidas
en la Ley General de Publicidad no subordinan su aplicación a que el
destinatario de la misma sea una persona que, movido por la publicidad, se
decida a adquirir bienes para cubrir necesidades o apetencias domésticas. Las
normas que rigen la responsabilidad civil por productos, incluso las contenidas
en el TRLGDCU, no discriminan entre la persona que sufre el daño con motivo
de un viaje profesional en carretera o el que lo sufre con ocasión de un viaje
vacacional, o entre quien sufre una intoxicación en una comida de negocios o en
una merienda campestre. El Derecho de la Publicidad engañosa o el Derecho de
Daños (productos o servicios defectuosos) constituyen un régimen e protección
frente a determinadas conductas empresariales, pero no es propiamente un
Derecho de consumo, pues su aplicación se independiza de la condición
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subjetiva del destinatario y de la finalidad que persigue al encontrarse en la
situación considerada por la norma.
(iii)
Es preciso en tercer lugar que sólo una parte del contrato se encuentre en la
situación de satisfacer con el bien o servicio una finalidad privada. Si ambas lo
están, no hay Derecho de consumo. El intercambio jurídico entre particulares no
es objeto de regulación específica. De hecho, puede ocurrir que una determinada
normativa producida por una autoridad competente en materia de consumo
afecte a este tipo de intercambio (por ejemplo, garantías a prestar en ventas de
segunda mano), pero la relación jurídica no es relación de consumo. De hecho, si
a un vendedor no profesional se le impone un determinado deber suplementario
al que resulta de la aplicación del régimen jurídico común (Código Civil),
entonces no existe justificación para que este deber se imponga sólo cuando la
otra parte sea un consumidor. Por eso, puede haber normas protectoras de los
compradores o de los arrendatarios en general, que no es normas consumeristas.
(iv)
Por último, el Derecho del Consumo no es un Derecho que se construya a
posteriori, ad hoc, según las necesidades específicas de protección que puedan
presentarse en cada caso. El Derecho de consumo no puede ser un Derecho para
casos de necesidad o un Derecho de excepción. Su ámbito de aplicación queda
determinado según los parámetros expuestos. Si dentro de los mismos resulta
que una persona “consumidora” de hecho no necesita una especial protección en
su circunstancia concreta, no por ello decae la aplicación de la norma. El
pequeño empresario o profesional no es nunca consumidor, aunque pueda ser
persona necesitada de protección jurídica.
2.3. Normativa materialmente consumerista
Existen regulaciones especiales que son automáticamente regulaciones de consumo, sin
necesidad de proceder a posteriori a una especial discriminación de las finalidades que
en cada caso puedan haber perseguido los adquirentes del bien o servicio determinado
ni de la condición subjetiva de los mismos. Se trata de supuestos en los que el tipo de
contrato objeto de regulación es un contrato que institucionalmente satisface en
exclusiva necesidades privadas o domésticas. Por eso, estos contratos no requieren de
un criterio específico de aplicación.
La regulación de arrendamientos urbanos de vivienda es una regulación típicamente
consumerista. El bien adquirido satisface de modo típico las finalidades consideradas en
el art. 3 TRLGDCU y además constituye un Derecho especial frente al general de
arrendamientos de cosas del Código Civil. Una regulación específica de la adquisición
de bienes para la satisfacción de necesidades turísticas o vacacionales, como los
derechos de aprovechamiento por turno, constituye una regulación consumerista de
modo típico, pues la finalidad no profesional es la que define el objeto mismo de la
regulación. Toda la regulación específicamente orientada a proteger los intereses del
adquirente de derechos sobre la vivienda (Ley 57/1968, RD 515/1989) constituye de
modo típico normativa de consumo, pues el objeto del contrato satisface de modo típico
una necesidad de las definidas en el art. 3 TRLGDCU; y tanto da que se trate de la
vivienda en la que habita un abogado (no así si se trata de un despacho profesional)
como aquélla en la que habita un ama de casa: las necesidades de vivienda son idénticas
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para cada ser humano. Los servicios funerarios son servicios típica y necesariamente
consumeristas.
En estos casos, Derecho de Consumo y Derecho del sector regulado en cuestión
coinciden de modo pleno. Es ya una simple cuestión de convención el que se diga que el
Derecho de los arrendamientos urbanos de vivienda es una parte del Derecho de
Consumo, como efectivamente lo es.
2.4. Normativa protectora no consumerista
Desde una perspectiva inversa a la anterior, consideramos ahora la posibilidad de que
exista una regulación protectora de determinada clase de sujetos que entran en una
relación contractual, y que sin embargo no constituye una normativa de consumo en
sentido estricto.
La regulación de los arrendamientos rústicos, como la de los urbanos, es una regulación
protectora de un grupo determinado de contratantes. Es incluso más protectora que la
regulación actual de los arrendamientos de vivienda. Y sin embargo no es una
normativa de consumo, pues el sujeto protegido satisface de modo típico una finalidad
lucrativa profesional. Igual ocurre, sin agotar los ejemplos, con la regulación contenida
en la Ley del Contrato de Agencia de 1992.
2.5. Regulación protectora del usuario genérico
En todos aquellos sectores que constituían monopolio antes de su liberación, o estaban
sujetos a un régimen intenso de intervención, la liberación se ha saldado normalmente
con un compromiso, que abre el sector a la iniciativa privada a cambio de su
calificación definitiva como servicios no públicos de interés general. Esta condición,
que no basta para someter la prestación del servicio a un régimen concesional de
servicio público, sí es suficiente para justificar la intervención pública con objeto de
imponer a los operadores obligaciones de servicio público en interés y protección de los
usuarios globales del sector. Todos estos sectores liberalizados quedan así compensados
con un aparato normativo más o menos intenso de intervención regulatoria de los
intereses de los usuarios. Normalmente estos usuarios vienen calificados por la norma
como “consumidores”, aunque no se exige que concurra en ellos la condición de
destinatarios finales del art. 3 TRLGDCU. De hecho, ha adquirido carta de naturaleza
esta denominación genérica de consumidor para todo usuario de los servicios
liberalizados de interés general [cfr. arts. 52 ss RD 1736/1998 (telecomunicaciones), 1.2
a), 10 y 50 Ley 54/1997 (sector eléctrico), 49 Ley 34/1998 (sector de hidrocarburos)].
En otras regulaciones, como la disciplina de transparencia bancaria, como hemos visto,
los conceptos de consumidor y “cliente” genérico acaban siendo intercambiables.
Es manifiesto que ello ha provocado a la vez una vulgarización del concepto de
consumidor y una pérdida de la función técnica de delimitación de normas que el
término desempeñaba en el art. 1 LCU/1984. Pero más allá de ello, esta nueva
intervención normativa de protección ha producido una pérdida de la necesidad de
protección singular del colectivo de consumidores stricto sensu en estos sectores
liberalizados. Cuando el legislador provee una protección suficiente al colectivo
genérico de usuarios de un servicio de interés general, desaparece la necesidad de
procurar una nueva y suplementaria protección a la clase de usuarios que dentro de
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dicho colectivo reúnen los caracteres del art. 3 TRLGDCU. La singularidad queda
entonces reducida a algunas especialidades procedimentales, como puede ser la
posibilidad de acudir o no al sistema arbitral de consumo. Por resaltar la importancia de
este hecho, debe repararse que año tras año sigue siendo el sector de la telefonía el que
ocupa el primer lugar en la estadística de asuntos resueltos por las juntas arbitrales de
consumo.
Esta revolución conceptual y sustantiva tiene además consecuencias competenciales.
Una vez que la norma sectorial (estatal) establece un régimen sustantivo de protección
genérico en el ámbito de usuario, igualmente se atribuye la competencia de regulación y
de sanción de las conductas infractoras del régimen legal. Ello no quiere decir que las
CCAA competentes no puedan actuar sobre esta materia a través de su título
competencial de consumo, sino que sólo pueden hacerlo en aplicación de la normativa
típicamente consumerista, pero no en ejecución de la normativa sectorial estatal de
protección de los usuarios genéricos del sector regulado, precisamente porque esta
normativa sectorial estatal no es propiamente una normativa de consumo, que las
CCAA pudieran desarrollar o ejecutar.
2.6. Pluralidad de fuentes materiales de regulación
Las consideraciones que se acaban de hacer ponen de manifiesto una tendencia de
desestabilización de la homogeneidad del sistema normativo de consumo. En último
extremo se trata de que existen pluralidad de fuentes normativas de regulaciones
consumeristas y pluralidad de títulos competenciales hábiles para producir tales
regulaciones. Esta concurrencia plural y de niveles diversos queda ya sancionada por la
STC 15/1989, y acaba concretándose en todas aquellas ocasiones en que el TC ha tenido
ocasión de manifestarse sobre conflictos competenciales entre Estado y CCAA en
materia de consumo.
¿Puede producir el Estado normativa consumerista a través de su título competencial en
materia de telecomunicaciones, o de energía o del servicio postal, o por su reserva de
competencia básica sobre el régimen de sanidad, etc?. Es evidente que puede, como por
lo demás se constata por los hechos. El problema sin embargo no se halla en la
pluralidad de títulos para producir normativas consumeristas, sino en la pluralidad de
títulos competenciales para atribuir de diversas maneras las funciones y
responsabilidades de gestionar administrativamente el sistema de protección.
En este sentido cabe destacar una evidente diferencia entre la regulación consumerista
sectorial en las que las competencias de gestión del sistema se entrega a la
Administración, y aquéllas otras en que el sistema de protección corresponde a la
jurisdicción civil. En último extremo, la diferencia, por ejemplo, entre el régimen
consumerista de la legislación de telecomunicaciones y el propio de la ley 22/1994 de
responsabilidad por daños causados por productos defectuosos. En este segundo caso no
existen propiamente problemas competenciales. Como ya sugirió la STC 86/1988, el
título “técnico-instrumental” del Estado (sobre el Derecho civil o mercantil) se impone
al título sectorial (protección del consumidor) de las CCAA; en último extremo, la
competencia de ejecución del sistema de protección corresponde a órganos y poderes
ajenos a las Administraciones estatal y autonómica.
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Pero en el caso de una competencia estatal igualmente “sectorial” (vgr.
telecomunicaciones) en concurso con una competencia autonómica sectorial (protección
de los consumidores) no sólo existe una relación de concurrencia simétrica, sino que, y
esto es lo más problemático, ambas fuentes de producción normativa se reservan para
sus propios aparatos administrativos la competencia de ejecución (gestión y sanciones).
Esta situación no es solucionable si no existe consenso entre todos los implicados, y el
Derecho puede hacer muy poco para suministrar criterios seguros y aceptables por
todos. Pues realmente no existe una regla de distribución que sea segura. El criterio de
la “competencia prevalente” utilizado en ocasiones por el TC es de escasa utilidad, pues
presupondría lo que en efecto debería probarse con anterioridad. Cabría en último
extremo apelar a la regla de prevalencia de la legislación estatal del art. 149.3 de la
Constitución, pero no por aplicación directa, sino por una construcción analógica, que
viniera a significar en último extremo que los títulos competenciales exclusivos del
Estado serían “más fuertes” que los títulos competenciales exclusivos de las CCAA. Es
dudoso que esta regla pueda formularse como tal en Derecho español, al margen de las
aplicaciones concretas de reglas de "supercompetencias" como puede ser la del art.
149.1.1ª.
•
Conclusión: Derecho de Consumo como convención
Las consideraciones hechas en el apartado anterior nos conducen a conclusiones que
pueden parecer paradójicas, pero, que más allá de ello, plantean dilemas regulatorios y,
sobre todo, competenciales.
(i)
Existen sectores regulatorios típicamente consumeristas, que proveen un
régimen de protección plenamente congruente con el ámbito de aplicación
delimitado por el art. 3 TRLGDCU, y que sin embargo convencionalmente no
son considerados como materia propia de consumo. Lo que a efectos prácticos
quiere decir: sobre los que no se extiende como regla la competencia de las
Administraciones responsables de la protección del consumidor. Seguramente
nadie considerará que el INC tiene competencia dentro del Estado para liderar
una reforma de los arrendamientos urbanos ni que las CCAA son competentes
para regular las obligaciones recíprocas entre arrendador y arrendatario.
(ii)
Existen sectores regulatorios de protección no consumeristas que
convencionalmente han sido considerados como materia y competencia propia
del Derecho de Consumo, siendo así que el régimen jurídico que delimita la
protección sectorial no subordina su aplicación a que se satisfaga el paradigma
del art. 3 TRLGDCU. Los talleres de reparaciones de automóviles, los viajes
combinados, el suministro de gasolina en estaciones de servicios, etc,
constituyen ejemplos de esta clase. En cambio, por razones ajenas a la
racionalidad del sistema, el Derecho de los usuarios de telecomunicaciones no
ha sido aún captado por el Derecho de consumo, y seguramente acabará
estabilizándose como un sector regulatorio competencialmente diferenciado del
Derecho de Consumo.
(iii)
Existen sectores regulatorios caracterizados por la existencia de un régimen de
protección especialmente acusado de una parte contractual, que sin embargo no
constituyen sectores de regulación consumerista, bien porque su base subjetiva
no se sustenta en la delimitación del art. 3 TRLGDCU, bien porque el contrato
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en cuestión satisface necesidades profesionales o empresariales de la parte que
recibe en bien o servicio.
(iv)
Existen sectores de regulación en los que la norma ha proveído un régimen
especial de protección de los usuarios genéricos del servicio regulado,
alcanzándose en este régimen un nivel tal de protección que deja de tener
sentido – e incluso posibilidad- una regulación suplementaria a favor de los
consumidores stricto sensu.
En conclusión, no todo lo que constituye un régimen jurídico de protección especial de
determinada clase de contratantes constituye Derecho de Consumo; no todo lo que se
considera convencionalmente como Derecho de Consumo satisface los requisitos de
especialización del art. 3 TRLGDCU; no todo lo que es Derecho de Consumo
constituye materia atribuida a la competencia de las Administraciones competentes en
materia de Consumo.
3. Panorama de Derecho comparado
En los países europeos de nuestro entorno la normativa protectora del consumidor se ha
organizado utilizando diferentes esquemas. Pueden diferenciarse hasta tres modelos
distintos, en función de si existe un único texto legal que contiene todas las normas
protectoras del consumidor, de si existen una ley general y varias leyes especiales, o de
si coexisten sin más numerosas leyes especiales. Veamos con detalle ejemplos de cada
uno de estos modelos.
3.1. Primer modelo: unificación normativa del derecho de consumo.
Un primer modelo es aquel en el que toda la normativa de protección de los
consumidores se contiene en una única norma. A este esquema responden países como
Francia o Austria.
El mejor ejemplo de este modelo es, sin duda, el francés. En Francia, el Code de la
Consommation, publicado mediante Ley núm. 93-949, de 26 de julio de 1993, engloba
toda la normativa de protección de los consumidores. Se trata de un auténtico Código,
en el que se insertan todas las normas sobre protección de los consumidores. En cuanto
a su estructura, el Code consta de cinco Libros. El Libro I se refiere a la información de
los consumidores y formación de los contratos (información al consumidor, prácticas
comerciales, condiciones generales de la contratación); el Libro II a la conformidad y
seguridad de los productos y servicios; el Libro III al endeudamiento (crédito al
consumo, crédito inmobiliario, actividades de intermediación en el crédito, situaciones
de sobreendeudamiento); el Libro IV a las asociaciones de consumidores (asociaciones,
cooperativas, legitimación para demandar en juicio); y el Libro V a las instituciones
públicas en materia de consumo (Consejo Nacional de Consumo, órganos de
coordinación administrativa, Instituto Nacional de Consumo, y los laboratorios de
ensayo). Además de la parte legislativa del Code, que es la citada, existe una parte
reglamentaria, compuesta de Decretos del Consejo de Estado y simples Decretos,
mediante los cuales se desarrollan determinados aspectos del Code de la
Consommation.
11
En el Code se incluye toda la normativa francesa existente hasta 1993 sobre protección
de los consumidores. Además, las Directivas comunitarias que se han traspuesto al
Derecho francés después de esa fecha se han incorporado mediante la oportuna
modificación del Code de la Consommation. Así sucede, por ejemplo, en materia de
cláusulas abusivas, puesto que la Directiva 93/13/CEE se incorpora mediante la Ley
num. 95-96, de 1 de febrero de 1995, que introduce los artículos 132-1 y ss. del Code; o
con la Directiva 94/47/CE, relativa a la protección del adquirente en lo relativo a
determinados aspectos de los contratos de adquisición de un derecho de utilización de
inmuebles en régimen de tiempo compartido, incorporada al Derecho francés por la Ley
num. 98-566, de 8 de julio de 1998, y que es el contenido de los artículos L. 121-60 a
121-76 del Code de la Consommation.
Las ventajas que presenta este modelo son evidentes. Se gana en seguridad jurídica,
puesto que en un único cuerpo normativo consta la legislación completa sobre
consumidores, y se evitan las discordancias entre las diferentes leyes consumeristas que
regulan, directa o indirectamente, la misma materia.
Este mismo modelo también se adopta, con alguna particularidad, en Austria. En efecto,
en este país existe una ley general de protección del consumidor, la
Konsumentenschutzgesetz (KSchG), de 8 de marzo de 1979, que pretende regular todos
los aspectos relativos a la protección jurídica del consumidor. Se trata de una ley
extensa, con más de cuarenta parágrafos, y que ha sido modificada en varias ocasiones
con el fin de incorporar al derecho austríaco las diferentes Directivas sobre consumo.
Así, por ejemplo, con una Ley de 16 de abril de 1993 (publicada en el boletín oficial del
Estado austríaco, el BGBl I 247/1993), de modificación de la KSchG, se incorporan la
Directiva 90/314/CEE, sobre viajes combinados, y la Directiva 87/102/CEE, de crédito
al consumo; la Ley de 10 de enero de 1997 (publicada en el BGBl I 6/1997) incorpora al
derecho austríaco la Directiva 93/13/CEE, sobre cláusulas abusivas, introduciendo
determinados preceptos en la KSchG; con la Ley de 19 de agosto de 1999 (publicada en
el BGBl I 185/1999) se modifica de nuevo la KSchG, para incorporar la Directiva
97/7/CE, de contratos a distancia. Sin embargo, alguna Directiva no se ha incorporado
mediante la oportuna modificación de la KSchG, sino que se ha dictado una ley
autónoma. Así sucede con la incorporación de la Directiva 85/374/CEE, de
responsabilidad por los daños causados por productos defectuosos, que ha dado lugar a
la Ley de responsabilidad por productos, de 21 de enero de 1988 (publicada en BGBl I
1988/95).
3.2. Segundo modelo: Coexistencia de una norma general con legislación protectora
sectorial
El segundo modelo es aquel en el que existe una ley general de defensa de los
consumidores y usuarios, y varias leyes específicas que protegen al consumidor en cada
concreto ámbito. En el ámbito europeo, responden a este esquema, entre otros, países
como Portugal, Luxemburgo o Grecia.
En Portugal, existe una ley general para la defensa de los consumidores, que es la Ley
n.º 24/96, de 31 de julio de 1996, que establece el régimen legal aplicable a la defensa
de los consumidores. Se trata de una ley general, que consta de veinticinco artículos, y
cuya estructura es bastante similar a la anterior Ley española 26/1984. Después de
definir al consumidor, la ley enumera cuáles son los derechos básicos de éste (derecho a
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la información, a la protección de sus derechos económicos, a la protección de su salud
y seguridad, derecho a su formación y educación, derecho de representación, derecho a
una justicia accesible y rápida), pasando después a analizar por separado cada uno de
ellos. Además de esta ley genérica, se han dictado numerosas disposiciones sobre temas
concretos. Así, por ejemplo, el Decreto-Lei n.º 383/89, de 6 de noviembre de 1989, de
responsabilidad por productos defectuosos, que traspone la Directiva 85/374/CEE; el
Decreto-Lei n.º 359/91, de 21 de septiembre de 1991, que establece normas relativas al
crédito al consumo, incorporando así las Directivas 87/102/CEE y 98/88/CEE, de
crédito al consumo; el Decreto-Lei n.º 275/93, de 5 de agosto de 1993, que aprueba el
régimen jurídico de habitación periódica, modificado por el Decreto-Lei n.º 180/99, de
22 de mayo de 1999, con el fin de incorporar al derecho portugués la Directiva
94/47/CEE; el Decreto-Lei n.º 311/95, de 20 de noviembre de 1995, de seguridad
general de los productos, que incorpora la Directiva 92/59/CEE, y que es
posteriormente modificado por el Decreto-Lei n.º 16/2000, de 29 de febrero de 2000; el
Decreto-Lei n.º 209/97, de 13 de agosto de 1997, que regula el acceso y el ejercicio de
las actividades de las agencias de viajes y turismo, y que deroga el Decreto-Lei n.º
198/93, de 27 de mayo de 1993, que se dictó para incorporar al derecho interno la
Directiva 90/314/CEE, de viajes combinados. Sobre cláusulas abusivas, el Decreto-Lei
n.º 446/85, de 25 de octubre de 1985, que regula el régimen de las cláusulas
contractuales generales, modificado por Decreto-Lei n.º 220/95, de 31 de enero de 1995,
para incorporar la Directiva 93/13/CEE, y también por Decreto-Lei n.º 249/99, de 7 de
julio de 1999.
En Luxemburgo, la Ley general de protección jurídica del consumidor es de 25 de
agosto de 1983. Al margen de esta ley, se han dictado numerosas leyes que tienen por
objeto incorporar las Directivas comunitarias. Así, por ejemplo, la Ley de 21 de abril de
1989, relativa a la protección civil en caso de productos defectuosos, que incorpora la
Directiva 85/374/CEE; la Ley de 9 de agosto de 1993, que regula el crédito al consumo,
incorporando la Directiva 87/102/CEE, de crédito al consumo; la Ley de 14 de junio de
1994, que incorpora la Directiva 90/314/CEE, de viajes combinados; la Ley de 26 de
marzo de 1997, que traspone las Directivas 93/13/CEE, de cláusulas abusivas, y
85/577/CEE, de contratos negociados fuera de los establecimientos comerciales; la Ley
de 27 de agosto de 1997, relativa a la seguridad general de los productos, que traspone
la Directiva 92/59/CEE, de seguridad general de los productos; y la Ley de 18 de
diciembre de 1998, relativa a los contratos sobre adquisición de un derecho de
utilización a tiempo parcial de bienes inmuebles.
3.3. Tercer modelo: Protección a través de normas sectoriales
El tercer modelo posible es aquel en el que, en ausencia de una ley general sobre
protección del consumidor, la normativa consumerista se diluye en numerosas leyes
especiales, cada una de las cuales concede al consumidor una especial tutela jurídica en
un determinado ámbito. Como ejemplos de este esquema pueden citarse a Italia y
Alemania.
En Italia no existe una ley general de protección de los consumidores, sino mucha
normativa específica sobre cada concreto ámbito. Así, por ejemplo, el Decreto n.º 124,
de 24 de mayo de 1988, que incorpora la Directiva 85/374/CEE, de responsabilidad por
los daños causados por productos defectuosos; la Ley n.º 126, de 10 de abril de 1991, de
normas sobre la información del consumidor; el Decreto legislativo n.º 74, de 25 de
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enero de 1992, que incorpora la Directiva 84/450/CEE, sobre publicidad engañosa; los
arts. 121 a 126 del Testo Unico en materia bancaria y crediticia, aprobado por el
Decreto legislativo n.º 385, de 1 de septiembre de 1993, que incorpora la Directiva
87/102/CEE, de crédito al consumo; el Decreto legislativo n.º 111, de 17 de marzo de
1995, que incorpora la Directiva 90/314/CEE, de viajes combinados; el Decreto
legislativo n.º 115, de 17 de marzo de 1995, que incorpora la Directiva 92/59/CEE,
relativa a la seguridad general de los productos; el Decreto legislativo n.º 50, de 15 de
enero de 1992, que incorpora la Directiva 85/577/CEE, de contratos negociados fuera de
los establecimientos comerciales; y la Ley n.º 281, de 30 de julio de 1998, de disciplina
de los derechos de los consumidores y usuarios.
En Alemania la normativa sobre consumo se contiene en distintas leyes: la Ley sobre
condiciones generales de la contratación, de 9 de diciembre de 1976, modificada por
Ley de 19 de julio de 1996, para incorporar la Directiva 93/13/CEE; la Ley sobre el
derecho de revocación en los contratos celebrados fuera de establecimiento y similares,
de 16 de enero de 1986; la Ley de responsabilidad por productos defectuosos, de 15 de
diciembre de 1989; la Ley de crédito al consumo, de 17 de diciembre de 1990; la Ley de
viajes combinados, de 24 de junio de 1994; Ley sobre los derechos de utilización de un
inmueble a tiempo compartido, de 20 de diciembre de 1996; Ley sobre la seguridad de
los productos, de 22 de abril de 1997. Adviértase, sin embargo, que la reciente Ley de
Modernización del Derecho de Obligaciones (Gesetz zur Modernisierung des
Schuldrechts), que entró en vigor el 1 de febrero de 2002, modifica sustancialmente esta
situación, en la medida que deroga algunas de las leyes citadas, pasando su contenido a
estar incorporado al BGB. Así sucede, entre otras, con la Ley sobre condiciones
generales de la contratación, con la Ley de crédito al consumo, con la Ley sobre los
derechos de utilización de un inmueble a tiempo compartido, y con la Ley sobre el
derecho de revocación en los contratos celebrados fuera de establecimiento y similares.
Del mismo modo, las Directivas sobre el comercio electrónico y sobre las garantías de
los bienes de consumo se incorporan al derecho alemán mediante la oportuna
modificación del BGB, operada por la citada Ley de Modernización del Derecho de
Obligaciones.
3.4. El modelo español
De los tres modelos expuestos, el Derecho español se encuadra en el segundo,.
Efectivamente, el Derecho estatal español sobre protección de los consumidores se
caracteriza por la existencia de una ley general, el Real Decreto Legislativo 1/2007, de
16 de noviembre, que aprueba el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de
los Consumidores y Usuarios, y de varias leyes específicas que protegen al consumidor
en determinados aspectos, leyes que normalmente son dictadas con el fin de incorporar
al derecho interno una Directiva comunitaria.
Conviene tener presente, en todo caso, que en muchos países se advierte una tendencia
hacia la concentración de la normativa protectora del consumidor en un único cuerpo
legal. Un ejemplo magnífico de esta corriente es el de Brasil, donde en 1990 se publicó
un Código de protección y defensa de consumidor. Se trata de un auténtico Código de
119 artículos, en el que confluye la normativa protectora del consumidor en sus más
variados aspectos. En esta misma línea se mueve buena parte de la doctrina italiana, que
propugna la elaboración de un Código de Consumo.
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4. El Texto Refundido de la Ley de Consumidores.
El Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, cumple con la previsión
recogida en la disposición final quinta de la Ley 44/2006, de 29 de diciembre (RCL
2006, 2339), de Mejora de la Protección de los Consumidores y Usuarios, que habilita
al Gobierno para que, en el plazo 12 meses, proceda a refundir en un único texto la Ley
26/1984, de 19 de julio (RCL 1984, 1906; ApNDL 2943), General para la Defensa de
los Consumidores y Usuarios y las normas de transposición de las directivas
comunitarias dictadas en materia de protección de los consumidores y usuarios que
inciden en los aspectos regulados en ella, regularizando, aclarando y armonizando los
Textos Legales que tengan que ser refundidos.
se integran en el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los
Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias las normas de transposición de
las directivas comunitarias que, dictadas en materia de protección de los consumidores y
usuarios, inciden en los aspectos contractuales regulados en la Ley 26/1984, de 19 de
julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, y que establecen el
régimen jurídico de determinadas modalidades de contratación con los consumidores, a
saber: los contratos celebrados a distancia y los celebrados fuera de establecimiento
comercial.
La regulación sobre garantías en la venta de bienes de consumo, constituye
transposición de directiva comunitaria que incide en el ámbito de la garantía regulado
por la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, procediéndose,
igualmente a su refundición.
Asimismo, se incorpora a la refundición la regulación sobre viajes combinados, por
tratarse de una norma de transposición de directiva comunitaria que se integra en el
acervo comunitario de protección de los consumidores y establece un régimen jurídico
específico en la contratación con consumidores no afectado por las normas estatales
sectoriales sobre turismo.
Además, se incorpora al Texto Refundido la regulación sobre la responsabilidad civil
por daños causados por productos defectuosos, norma de transposición de directiva
comunitaria que incide en aspectos esenciales regulados en la Ley General de Defensa
de los Consumidores y Usuarios, y que, como de manera unánime reconoce la doctrina
y jurisprudencia requiere aclarar y armonizar sus respectivas regulaciones, al objeto de
asegurar una adecuada integración entre ellas, superando aparentes antinomias.
Otras normas de transposición de las directivas comunitarias citadas en el anexo de la
Directiva 98/27/CE, sin embargo, instrumentan regímenes jurídicos muy diversos que
regulan ámbitos sectoriales específicos alejados del núcleo básico de la protección de
los consumidores y usuarios.
Tal es el caso de las leyes que regulan los servicios de la sociedad de la información y el
comercio electrónico, las normas sobre radiodifusión televisiva y la Ley 29/2006, de 26
de julio (RCL 2006, 1843), de Garantías y Uso Racional de los Medicamentos y
Productos Sanitarios.
La Ley 7/1995, de 23 de marzo (RCL 1995, 979, 1426), de Crédito al Consumo, aun
cuando contiene una regulación específica de los contratos con consumidores, no se
incorpora a la refundición en consideración a su incidencia específica, también, en el
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ámbito financiero. Tales circunstancias determinan que las prescripciones de la Ley de
Crédito al Consumo se completen no sólo con las reglas generales contenidas en la Ley
26/1984, de 19 de julio (RCL 1984, 1906; ApNDL 2943), General para la Defensa de
los Consumidores y Usuarios, sino también con aquellas propias reguladoras de los
servicios financieros, en particular las referidas a las obligaciones de las entidades de
crédito en relación con la información a los clientes, publicidad y transparencia de las
operaciones. Por ello, se considera que se integra de manera más armónica la regulación
sobre crédito al consumo en este grupo de disposiciones financieras. Coadyuva esta
decisión la incorporación al ordenamiento jurídico interno, mediante Ley 22/2007, de
11 de julio (RCL 2007, 1356), sobre comercialización a distancia de servicios
financieros destinados a los consumidores, de la Directiva 2002/65/CE del Parlamento
Europeo y del Consejo, de 23 de septiembre de 2002 (LCEur 2002, 2613), relativa a la
comercialización a distancia de servicios financieros destinados a los consumidores, y
por la que se modifican la Directiva 90/619/CEE (LCEur 1990, 1309) del Consejo y las
Directivas 97/7/CE (LCEur 1997, 1493) y 98/27/CE (LCEur 1998, 1788).
El peculiar régimen de constitución de los derechos de aprovechamiento por turno de
bienes inmuebles de uso turístico y el establecimiento de normas tributarias específicas
en la Ley 42/1998, de 15 de diciembre (RCL 1998, 2916), que transpuso al
ordenamiento jurídico interno la Directiva 94/47/CE, del Parlamento Europeo y del
Consejo, de 26 de octubre de 1994 (LCEur 1994, 3610), desaconseja, asimismo, su
inclusión en el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores
y Usuarios y otras leyes complementarias dada su indudable incidencia también en los
ámbitos registral y fiscal, ajenos al núcleo básico de protección de los consumidores.
Tampoco es objeto de refundición la Ley 34/1988, de 11 de noviembre (RCL 1988,
2279), General de Publicidad, ya que su ámbito subjetivo de aplicación incluye también
las relaciones entre empresarios y su contenido está pendiente de revisión como
consecuencia de la aprobación de la Directiva 2005/29/CE, del Parlamento Europeo y
del Consejo, de 11 de mayo de 2005 (LCEur 2005, 1143), relativa a las prácticas
comerciales desleales de las empresas con los consumidores en el mercado interior, que
debe ser incorporada a nuestro ordenamiento jurídico.
Por último, las normas reglamentarias que transponen directivas dictadas en materia de
protección a los consumidores y usuarios, tales como las relativas a indicación de
precios, etiquetado, presentación y publicidad de productos alimenticios, etcétera, no se
incorporan al Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores
y Usuarios y otras leyes complementarias, toda vez que, como ha declarado el Consejo
de Estado, la delegación legislativa no autoriza a incorporar al Texto Refundido
disposiciones reglamentarias, ni para degradar el rango de las disposiciones legales
excluyéndolas de la refundición.
En consecuencia, el cumplimiento del mandato contenido en la disposición final quinta
de la Ley 44/2006, de 29 de diciembre, de Mejora de la Protección de los Consumidores
y Usuarios, exige incorporar al Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de
los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias, la Ley 26/1984, de 19 de
julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, la Ley 26/1991, de 21
de noviembre (RCL 1991, 2806), sobre contratos celebrados fuera de los
establecimientos mercantiles; la regulación dictada en materia de protección a los
consumidores y usuarios en la Ley 47/2002, de 19 de diciembre (RCL 2002, 2980), de
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reforma de la Ley de Ordenación del Comercio Minorista (RCL 1996, 148, 554), para la
transposición al ordenamiento jurídico español de la Directiva sobre contratos a
distancia; la Ley 23/2003, de 10 de julio (RCL 2003, 1764), de Garantías en la Venta de
Bienes de Consumo, la Ley 22/1994, de 6 de julio (RCL 1994, 1934), de
Responsabilidad Civil por los Daños Causados por Productos Defectuosos y la Ley
21/1995, de 6 de julio (RCL 1995, 1978), sobre viajes combinados.
En consecuencia, se derogan las siguientes disposiciones:
1. Los artículos 48 y 65.1, letras n) y ñ) y la disposición adicional primera de la Ley
7/1996, de 15 de enero (RCL 1996, 148, 554), de Ordenación del Comercio Minorista.
Igualmente se derogan en la disposición final única de la Ley 7/1996, de 15 de enero,
las menciones que se realizan al artículo 48 y la disposición adicional primera en su
párrafo primero e íntegramente su último párrafo.
2. La Ley 26/1984, de 19 de julio (RCL 1984, 1906; ApNDL 2943), General para la
Defensa de los Consumidores y Usuarios.
3. Ley 26/1991, de 21 de noviembre (RCL 1991, 2806), sobre contratos celebrados
fuera de los establecimientos mercantiles.
4. Ley 22/1994, de 6 de julio (RCL 1994, 1934), de Responsabilidad Civil por los
Daños Causados por Productos Defectuosos.
5. Ley 21/1995, de 6 de julio (RCL 1995, 1978), Reguladora de los Viajes Combinados.
6. Ley 23/2003, de 10 de julio (RCL 2003, 1764), de Garantías en la Venta de Bienes de
Consumo.
4.1. El alcance de la refundición.
La decisión de refundir unos textos legales y dejar otros fuera de la refundición es en
gran parte arbitraria. Cierto que no toda la Ley de Servicios de la Sociedad de la
Información – no refundida- contiene regulación de consumidores, pero sí contiene una
parte importante de regulación contractual con consumidores, que ha quedado
absurdamente fuera de la parte general del TR y al margen de las normas (refundidas)
sobre ventas a distancia, régimen con el que forzosamente aquella regulación no
refundida se solapa.
No convencen tampoco las razones por las que las leyes 7/1995 y 22/2007 (crédito al
consumo y servicios financieros a distancia) no se han refundido, cuando especialmente
la última se estructura sobre la existencia de un derecho de desistimiento, que ha
quedado fuera de la regulación general del desistimiento que se contiene en la nueva
Ley. Por las mismas razones dadas por el legislador para excluir de la refundición la
legislación de crédito al consumo, debería haberse dejado fuera la Ley 21/1995 (viajes
combinados), que, sin embargo, se refunde. Y con más razón aún, pues todas las reglas
relevantes generales de los contratos con consumidores (como el derecho de
desistimiento o el tipo de información a ser suministrada) difieren de las soluciones
particulares que se han dado para este tipo de contrato (cfr. arts. 156 y 160 TR), y ni tan
siquiera la tipificación de conductas infractoras ni las sanciones de los arts. 49 a 52 TR
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le son aplicables (art. 165 TR). Por lo que finalmente no queda nada más que una pura
labor de compilación desordenada de normas.
El TR tampoco refunde la normativa inmobiliaria relativa a los consumidores, sin
perjuicio de que el nuevo texto introduce un tipo de responsabilidad que va más allá de
las obligaciones impuestas al promotor inmobiliario por la normativa existente. El
Derecho Público de consumo (básicamente, normativa reglamentaria de calidad y
seguridad y tipificación y procedimiento sancionador) no se refunde, más allá de las
escasas normas jurídico administrativas que se contenían en la Ley 26/1984, y que se
recogen en el nuevo texto. En parte por la inevitable carencia del legislador estatal de
competencia para producir normas de Derecho público de consumo si éstas no están
aseguradas por alguna de las competencias básicas del art. 149 CE, ninguna de las
cuales tiene al consumo como objeto.
En cambio se incluye en la refundición la Ley 22/1994, de responsabilidad por
productos defectuosos, siendo así que, como toda regulación de una relación jurídica
extracontractual, en la que no existe una vinculación nacida de contrato, no puede ser
propiamente una normativa de consumo, aunque se limite la cobertura por daños
materiales a los daños a bienes de consumo.
4.2. El resultado de la refundición.
De la refundición no se derivan normalmente ventajas de tipo práctico, sino una mayor
facilidad en el manejo de las normas preexistentes. Con todo, hay ocasiones en que la
refundición habría cumplido efectos materiales de importancia. Destaca por su interés el
art. 60 TR, que unifica las normas preexistentes y uniformiza la clase de obligación
precontractual que debe darse en la contratación con consumidores. Claro está, que esta
ventaja se diluye claramente cuando se piensa qué cantidad de material normativo queda
fuera de la armonización, y cómo el legislador sectorial (y el mismo legislador estatal:
RD 515/1988) no se encuentra limitado en su competencia para reglamentar en este
punto sin sujeción a normas básicas. Más aún, allí donde el esfuerzo armonizador habría
tenido que demostrar su fortaleza, no lo ha hecho, y volvemos a encontrarnos con que
en cada una de las modalidades contractuales y tipos contractuales refundidos, el
legislador ha dispuesto normas especiales sobre la información precontractual exigible
(cfr. arts. 97, 152 TR). ¿Para qué sirve entonces el art. 60 y cuál es su ámbito material
de aplicación?
Tampoco existe armonía interna entre las distintas modalidades contractuales sobre las
que había de practicarse la refundición, que han permanecido con el mismo nivel de
disparidad que padecían antes de la refundición. Piénsese, por ejemplo, en la
incongruente y asistemática lista de inclusiones y exclusiones que resultan si se
comparan los arts. 93 (contratos a distancia) y 108 (contratos fuera de establecimiento
comercial). No existe ninguna razón para las diferencias que aquí resultan, y no se
entiende la lógica por la que algunos contratos están excluidos bajo una modalidad y no
bajo otra, sobre todo teniendo a la vista que la venta por catálogo del art. 108 h) podría
haber sido incluida indistintamente en una u otra modalidad. Todavía más inconsistente
en la pretendida armonización del derecho de desistimiento. La sedicente norma general
está desmentida por el art. 110 para uno de los dos casos en los que habría de aplicarse.
¿Por qué las excepciones al derecho de desistimiento de art. 102 (contratos a distancia)
no se han extendido a los contratos fuera de establecimiento, donde existe la misma
18
lógica? La norma relativa a la nulidad relativa por incumplimiento de requisitos
formales (art. 112 TR) continúa, como antes, “aparcada” en la regulación de las ventas
fuera de establecimiento, cuando muy bien podrían haberse generalizado. Sin contar con
la interna inconsistencia que produce articular una salida de nulidad contractual para los
incumplimientos relativos al derecho de desistimiento, cuando el art. 69 TR había
optado por una medida sancionadora de alargamiento de plazos, que es más conveniente
para la naturaleza de este tipo de contravención. ¿Y por qué se queda la norma
equivalente del art. 101 TR “descolgada” de esta sanción de nulidad? ¿Y por qué no se
ha reparado en la necesidad y conveniencia de generalizar la norma de responsabilidad
solidaria del art. 113 al resto de las modalidades especiales de compraventa?
4.3. Derecho de desistimiento
Podía haberse esperado que el TR hubiera aprovechado la ocasión para generalizar el
derecho de desistimiento a todos los contratos celebrados por consumidores, más allá de
los supuestos específicos en que había sido reconocido por ley. Especialmente se
esperaba que el derecho de desistimiento fuera reconocido también en la normativa de
crédito al consumo. Pero no ha sido así. En rigor, la armonización que se hace del
derecho de desistimiento es banal. En las materias y leyes no refundidas, el derecho en
cuestión, de haberlo, sigue regulándose por la norma aplicable (vgr. ventas a plazos,
aprovechamiento por turnos de bienes inmuebles, comercialización a distancia de
servicios financieros). En las materias refundidas tampoco se atribuye el derecho con
alcance general, sino que se reconoce, en su caso, en la sección dedicada a cada
modalidad de venta elegida por el legislador histórico. La única aplicación novedosa del
derecho de desistimiento es la que se contiene en el art. 77. Se permite que si el
consumidor puede desistir del contrato que haya sido financiado tercero o por el
empresario contratante, el ejercicio del desistimiento implicará la resolución del crédito
sin penalización.
Lo que sí se hace es armonizar el régimen del desistimiento, al menos para aquellas
modalidades contractuales que han sido objeto de refundición (ventas fuera de
establecimiento). Y esta armonización no está libre de reproche. Por ejemplo, el
“documento de desistimiento” de obligatoria entrega tenía y tiene sentido en la venta
domiciliaria, pero no en la venta a distancia, donde un requisito de esa clase destruye la
contratación en línea, salvo que se quiera entender (y no parece el caso) que el
documento de desistimiento se reduce a ser un mecanismo virtual de cancelación de la
adquisición hecha. Por lo demás, como se dijo arriba, inmediatamente después de
establecer una pretendida norma general, el legislador del TR traiciona el propósito,
pues de hecho el desistimiento que finalmente se provee para los contratos a distancia es
sustancialmente distinto del que se mantiene para los contratos domiciliarios. Ni los
plazos de ejercicio ni las excepciones ni las consecuencias están armonizados, por lo
que la aparente generalización que se hace viene a desmentirse luego cuando se regulan
las modalidades concretas de contrato.
4.4. Obligación de seguridad e infracción administrativa por inseguridad
No es nueva la norma que establece que “Los bienes o servicios puestos en el mercado
deben ser seguros” (art. 11.1 TR). Tampoco es nuevo el tipo de infracción
administrativa de consumo consistente en “el incumplimiento de los requisitos,
obligaciones o prohibiciones establecidas en esta norma y disposiciones que la
19
desarrollen” [art. 49.1 k) TR; art. 34.10 Ley 26/1984]. Pero sí es nuevo el alcance de
esta infracción, pues, habiéndose incrementado notablemente la extensión material de la
Ley, lo hace también el campo de aplicación de esta cláusula residual. Es seguro que
esta norma es inconstitucional (ya lo defendió con contundencia REBOLLO PUIG en
1992), por sufrir un grave déficit de tipificación y construirse como una norma
cuasipenal en blanco, que va más allá de las clásicas tipificaciones residuales, ya que
penaliza incluso el incumplimiento de normas de desarrollo (cuales fueran) de este TR.
Más allá de esta consideración hay que advertir lo siguiente. Si se observan los tipos de
conductas tipificados como infracción en la antigua y en la nueva Ley, las conductas
sancionables son conductas (1) que realizan un daño efectivo (se trata de tipos de daño)
[art. 49.1 b), e) segundo y tercer inciso, i), j)], o (2) que crean un peligro concreto, como
consecuencia de una infracción de una determinada norma de conducta (tipos de peligro
concreto) [art. 49.1 b), c), d), g) ] o (3) se trata de infracciones abstractas de normas de
conducta determinadas cuyo objeto de protección es en especie la salud o seguridad o
los intereses patrimoniales de las personas, con independencia de su afectación de
peligro (tipos de contravención cualificados) [art. 49.1 a), e) primer inciso, f), g); 49.2 a)
y b)]. Pero la conexión del deber de conducta del art. 11.1 con el tipo genérico de
infracción del art. 49.1 k) conduce a que deba reputarse infracción de consumo, sin más,
la puesta en el mercado de productos no seguros, aunque no se incumpla ninguna
normativa específica que reglamente un extremo de esta clase y aunque no exista
afectación concreta a un peligro real [comparar con art. 49.1 g)]. Esto constituye un
exceso inadmisible, y una prueba de lo inaceptable que es legislar estableciendo
mandatos o prohibiciones de conducta en abstracto y al mismo tiempo tipificar
infracciones por cláusulas residuales o cláusulas de remisión a las normas materiales.
4.5. Representatividad de las asociaciones de consumidores
Ha habido ya numerosos pleitos civiles en los que se han ejercitado acciones de clase en
defensa de intereses difusos o colectivos de consumidores. Entre los extremos
problemáticos que estas controversias han planteado destaca el de la legitimación para
actuar en juicio civil por sustitución de los interesados particularmente afectados. El art.
11 LEC atribuye la legitimación para la defensa de intereses difusos a las asociaciones
de consumidores “representativas”. Desde siempre- aunque incomprensiblemente- los
jueces civiles se han negado a restringir o delimitar este concepto en función del status
administrativo de tales asociaciones. Más en concreto, se han negado a que sea una
condición de representatividad civil hallarse representada en el Consejo de
Consumidores y Usuarios. El nuevo art. 24.2 del TR salva la carencia de rango
normativo que los jueces civiles achacaban a la normativa anterior, e introduce
expresamente este requisito como una condición para litigar civilmente por sustitución.
Al día de hoy la consecuencia más evidente de esta restricción es que la asociación
AUSBANC no podrá seguir demandando a las empresas en nombre de los intereses
colectivos de los consumidores.
4.6. Competencia y concurrencia de potestades sancionadoras
Lo que de verdad podía y debía haberse esperado del legislador estatal de consumo, y
un cometido para el que indudablemente estaba investido de competencias, era la
determinación de la Administración competente y de la ley aplicable cuando las
conductas tipificadas como infracciones se desarrollen o se manifiesten o se proyecten
20
sobre distintas Comunidades Autónomas. No lo ha hecho, y se ha limitado a repetir en
el art. 47.2 la regla preexistente, según la cual las infracciones se entenderán cometidas
“en cualquiera de los lugares en que se desarrollan las acciones u omisiones
constitutivas y además en todos aquéllos en que se manifieste la lesión o riesgo”. En
consecuencia, en las infracciones difusas se declaran competentes todas las
Comunidades Autónomas afectadas, y no se establece regla de preferencia o de orden.
Ni tan siquiera se atreve el legislador estatal a introducir una modesta regla de prioridad
temporal en la instrucción, ni a idear otro mecanismo cualquiera que impida que se
produzcan situaciones de sanciones bis in idem.
4.7. Infracciones de consumo e infracciones sectoriales
El art. 47.3 del TR es una de las normas más importantes de la nueva ley, y, desde
luego, no es una norma preexistente que se haya refundido. Se parte del siguiente
supuesto. Una normativa sectorial (telecomunicaciones, la más importante, pero
también servicios eléctricos, vivienda, etc) impone deberes de conducta y tipifica
infracciones sectoriales, estando aquellos deberes principalmente referidos a la
protección de un colectivo que, al menos en la relación de contratante o cliente del
servicio o prestación, debe considerarse como consumidor. Cierto que la norma
sectorial no lo considera expresamente bajo esta adjetivación, sino como contratante
del producto o usuario del servicio. Pueden ocurrir dos cosas. O que la naturaleza de la
prestación (vgr. compraventa de vivienda) sea de tal condición que típicamente genere
una relación jurídica de consumo; o que la relación jurídica sea de suyo neutral, pero
que una parte de los usuarios del servicio lo adquieran para la cobertura de necesidades
personales o familiares (vgr. telefonía móvil). Las variaciones pueden aumentarse.
Porque también hay diversas formas de afrontar este problema cuando se trata de elegir
el método de tipificación de las conductas como infractoras. De esta forma, (1) la norma
sectorial puede tipificar específicamente como infracción una conducta que sólo puede
ser referida a una relación con consumidores; (2) la norma consumerista puede tipificar
como infracción de consumo cualquier infracción cometida a una norma protectora de
consumidores; (3) la normativa consumerista puede tipificar per relationem y considerar
tipos de infracción los que se establezcan como tales por la legislación vigente; etc.
La nueva norma habilita a las autoridades competentes en materia de consumo
(básicamente, las Comunidades Autónomas) para sancionar “las conductas tipificadas
como infracciones en materia de defensa de los consumidores y usuarios de los
empresarios de los sectores que cuenten con regulación específica”. No queda claro si
(1) basta que la conducta haya sido tipificada como infracción en el sistema sectorial, de
forma que el órgano consumerista competente pueda entender que el objeto de
protección de esa norma es el interés de los consumidores destinatarios del bien o
servicio, y que el legislador sectorial no consumerista elabora un tipo de infracción cuya
competencia ejecutiva corresponde a otra Administración; (2) o si será preciso que en
el sistema sectorial la tipificación haya tenido lugar precisamente como tipificación de
una infracción de consumo; o (3) si será necesario además que el sistema consumerista
haya tipificado por su propia cuenta (o per relationem, al menos) esta conducta como
infracción en el seno de su propio sistema normativo. En definitiva, si la autoridad
competente en el sistema consumerista puede utilizar para su propia consecha
tipificaciones elaboradas en otros sistemas sectoriales, o si es necesario que la
competencia de ejecución se sustente en normas sancionadoras producidas en el propio
sistema consumerista.
21
4.8. Liquidación de las indemnizaciones a particulares en el procedimiento
administrativo
Es evidente que el art. 48 del TR no incorpora ninguna norma preexistente en el
Derecho de consumo estatal. En alguna norma sectorial se había establecido la
posibilidad de que el procedimiento administrativo sancionador pudiera ser utilizado
por los particulares lesionados, más allá de su condición de interesados, para pretender
que la resolución administrativa impusiera como condena accesoria la indemnización de
los daños sufridos por el consumidor. Algunas leyes autonómicas de consumo han
concretado esta posibilidad, que no deja de presentar inconvenientes serios si no se
toman las precauciones adecuadas. Naturalmente una posibilidad de esta clase presenta
problemas de todo tipo con la litispendencia, la cosa juzgada, el derecho a la tutela
judicial efectiva, la ejecución procesal de la resolución indemnizatoria, etc. El TR no se
ha atrevido a tanto y se queda en una vía muerta que carece de propósito. El órgano
instructor puede determinar en el procedimiento sancionador la indemnización
correspondiente al consumidor lesionado. Esta resolución se comunicará al infractor
para que en el plazo de un mes proceda a su satisfacción, “quedando, de no hacerse así,
expedita la vía judicial”. ¿Qué se ha querido decir? ¿Queda expedita la vía judicial para
el consumidor o para el sancionado? ¿La vía judicial civil o la contencioso
administrativa? ¿Pero es realmente esta determinación administrativa de la infracción un
acto administrativo recurrible? ¿Puede el particular pedir la ejecución forzosa (vía de
apremio) de la resolución administrativa? ¿Es ejecutiva la resolución indemnizatoria o
simplemente caduca cuando el sancionado o el consumidor recurren a la vía judicial?
¿Está de alguna manera el juez (civil) vinculado por esa determinación administrativa?
La interpretación más razonable de lo que ha querido decir el legislador es que si el
sancionado no paga voluntariamente, el consumidor tendrá que demandar de la manera
ordinaria. Suponemos que la reclamación administrativa interrumpirá la prescripción de
la acción civil, pero no existe seguramente litispendencia ni prejudicialidad entre las
vías procedimentales disponibles.
4.9. Cláusula arbitral y convenio arbitral
Un convenio arbitral con consumidores podría encontrarse: en una cláusula
individualmente no negociada, en una cláusula negociada o en un contrato aparte,
específico de arbitraje, en el que la sumisión a un sistema arbitral distinto del de
consumo pudiera ser el objeto mismo del contrato. Para evitar el posible uso de
estrategias de elusión del monopolio del sistema arbitral, el TR redunda en la sanción de
nulidad. Es nula la cláusula individualmente no negociada que imponga un sistema
arbitral distinto del de consumo (art. 90.1), y es nulo el “convenio arbitral” autónomo,
distinto del arbitraje de consumo, salvo que se haya pactado una vez surgida la
controversia (art. 57.4). Pero, en rigor, no sería nula la cláusula negociada en un
contrato distinto del convenio arbitral. Esto no puede proponerse, por artificioso, por lo
que la expresión de convenio arbitral debe comprender toda cláusula de arbitraje. Es
claro que en las presentes condiciones la norma del art. 90.1 sobra.
La ley excluye de la nulidad en ambos casos los arbitrajes “institucionales” creados por
normas para un sector determinado.
22
Según el art. 58.2 TR quedarán sin efecto las ofertas públicas de arbitraje y los
convenios arbitrales de consumo cuando el empresario sea declarado en concurso. La
norma es procedente si a través del sistema arbitral pretendieran hacerse valer créditos
preconcursales de los consumidores. Pero no tiene sentido impedirle acceso al sistema
arbitral de consumo si la empresa continúa en actividad y repecto de reclamaciones que,
de surgir, serían deudas de la masa del concurso conforme al art. 84 LC.
4.10. Cláusulas abusivas de las Administraciones Públicas
Sorprende que, sin antecedentes previos en la legislación estatal, el régimen de cláusulas
abusivas se aplique no sólo a contratos de consumidores con concesionarios de servicios
públicos, sino también a las cláusulas que “promuevan las Administraciones públicas”.
Como este régimen es un puro régimen jurídico civil de nulidades, el resultado al que se
llega, no por paradójico menos necesario, es el siguiente. Primero, cuando las
Administraciones públicas competentes – que sólo podrían ser las estatales, en buen
Derecho- aprueben modelos de cláusulas tipo en contratos de prestadores de bienes o
servicios esenciales con consumidores (por ejemplo, en servicios de
telecomunicaciones), estas cláusulas podrán ser combatidas en vía civil ordinariamente,
sin tener que pasar previamente por una especie de recurso directo o indirecto contra
reglamentos administrativos y sin que se absorba la competencia judicial
correspondiente por la jurisdicción contencioso-administrativa. Segundo, y más notable
aún, si la propia Administración pública es parte del contrato- por ejemplo, una
prestación directa de servicios públicos al ciudadano sin entidad pública interpuesta- los
correspondientes contratos podrán ser combatidos en cuanto a las cláusulas (que por
definición serán cláusulas no negociadas individualmente) conforme a las reglas civiles
ordinarias de nulidad establecidas en el TR. Queda ahora en la sombra si esta remisión
al régimen civil comportará igualmente una competencia del orden judicial civil. No se
nos ocurre cómo no iba a ser así, dado que la estructura de las acciones abstractas
declarativas de nulidad y las acciones de cesación no pueden articularse
convenientemente ante una jurisdicción revisora de actos administrativos. Cierto que la
cosa no va más allá. El ejercicio de las potestades públicas que tenga lugar sobre la base
de potestades administrativas que no sean contractuales no podrá ser combatido
conforme al régimen de cláusulas abusivas.
4.11. Cláusulas negras y grises y la escala de control
Para una vez que el legislador del TR quiso ser original, le sale mal. En la lista de
cláusulas negras-grises de la antigua DA 1ª de la Ley 26/1984, existían descripciones
aclaratorias con funciones de simple orden de la lista de cláusulas. Es decir, se
ordenaban conforme a un criterio determinado, que explicaba la secuencia y evitaba la
impresión de abigarramiento. Pero ahora estos antiguos criterios de clasificación
desempeñan, parece, una función sistemática diversa. Los antiguos criterios de
clasificación pasan a ser ahora en el art. 82.4 TR estándares de control autónomos.
Según la norma, “en todo caso son abusivas las cláusulas que, conforme a lo dispuesto
en los artículos 85 a 90: a) vinculen al contrato a la voluntad del empresario (…); f)
contravengan las reglas sobre competencia y derecho aplicable”.
Los artículos 85 a 90 contienen, en preceptos separados, la antigua lista de cláusulas de
la DA 1ª Ley 26/1984. Tomemos, por ejemplo, las enumeradas en el artículo 85. “Las
cláusulas que vinculen cualquier aspecto del contrato a la voluntad del empresario serán
23
abusivas y, en todo caso, las siguientes”. El cambio es de importancia. En primer lugar,
el antiguo criterio de orden se ha convertido ahora en una subcláusula general (“las
cláusulas que vinculen cualquier aspecto del contrato a la voluntad del empresario”), de
la cual la antigua lista son aplicaciones no exhaustivas. Por tanto, hay cláusulas – que
ahora serán grises-grises- que no están listadas, pero que se refieren a una subcláusula
residual que no se agota en la lista.
Mas cabe una segunda interpretación. Volvamos al artículo 82.4. Recordemos que “en
todo caso” serán abusivas las cláusulas de la lista que vinculen el contrato a la voluntad
del empresario, etc. Es como si la lista de cláusulas grises-negras de los artículos 85 a
90 debieran pasar un segundo filtro para que fueran consideradas abusivas. En efecto,
ahora no sólo se exigiría una congruencia de la cláusula enjuiciada con el supuesto de
hecho que se describe en cada enumeración de la lista, sino que sería preciso además
que se produjera el resultado prohibido por la rúbrica en la que se incluyen. Es cierto
que muchas veces este doble nivel de control sería redundante, y la apreciación de que
la cláusula se correspondería con el supuesto de cada elemento de la lista será suficiente
para declararla abusiva (por ejemplo, la imposición de garantías “desproporcionadas”,
de los arts. 82.4 d) y del 88.1). Pero no se puede descartar en el orden de los principios
que en ocasiones un segundo nivel de control dejara de tener sentido y espacio.
Es probable que nada de lo dicho llegue a tener importancia en la aplicación práctica de
la lista de cláusulas abusivas. Pero la porfía del legislador por conseguir aquí una
mejora de estilo puede de hecho interpretarse de una de estas dos formas. O que el
legislador ha introducido subcláusulas generales grises-grises, o que todas las cláusulas
grises-negras están sujetas a un ulterior control de resultado, por lo que acaban siendo
también grises-grises.
5. Protección material y protección instrumental
5.1. Descripción del sistema de protección
El sistema regulatorio español de protección de consumidores se construye sobre
normas de tres clases.
En primer lugar, se hallan las normas de protección material. Se trata de leyes o
reglamentos (estatales y autonómicos) que establecen reglas de conducta, en forma de
deberes públicos, obligaciones privadas y derechos privados, que regulan el intercambio
horizontal de bienes y servicios, y que se caracterizan de modo básico por imponer a un
sujeto una regla de conducta especial, motivada por la protección de la otra parte
contractual, y cuyo incumplimiento tendrá consecuencias civiles o administrativas.
La segunda clase de normas la constituye el régimen procedimental. Se trata de normas
que no atribuyen derechos ni crean deberes específicos en el orden material, sino que
instauran procedimientos para la mejor satisfacción de los derechos correspondientes.
La protección procedimental es de muy distinto tipo. Así, contamos con las normas que
crean procedimientos propios y pretendidamente más eficaces de protección de
derechos de los consumidores (vgr. arbitraje de consumo, RD 636/1993), con normas
que facilitan la legitimación procesal (acciones colectivas en la LJCA o en la LEC;
Directiva 98/27/CE) o suavizan los costes de la justicia (beneficio de justicia gratuita,
Disp. Adic. 2ª ley 1/1996).
24
La tercera clase de normas son las de promoción y fomento. Realmente se trata de
normas relativas al régimen financiero de las Administraciones Públicas, para dotar de
medios, vía subvención, a las asociaciones de consumidores o para financiar programas
de información o educación.
5.2. Pronóstico
Los documentos comunitarios revelan que existe en la actualidad un convencimiento
generalizado de que seguramente en materia de consumidores no se puede conseguir
mucho más por vía de reglamentación material de sucesivas relaciones contractuales
entre el consumidor y el empresario, según vaya demandando la evolución del mercado.
Es probable que exista en la actualidad en determinados sectores una amplia saturación
de normas materiales cuya sucesión en el tiempo dificulta su efectividad y que en último
extremo sólo vienen a justificarse no por el fracaso de la regulación preexistente, sino
por su falta de efectiva aplicación. De hecho, las quejas que constantemente se escuchan
relativas a que sobre diversos extremos existe una desprotección derivada de una
carencia de normas o laguna regulatoria, son hoy en su mayoría injustificadas.
La experiencia diaria muestra que los principales avances en la consecución de niveles
de protección aceptables para los consumidores se producen allí donde se facilita y
abarata el acceso a la realización judicial o parajudicial del Derecho. Es decir, creemos
que el futuro protector se halla en la promulgación de normas como las que regulan las
acciones colectivas en la nueva LEC o las que financian y sostienen un sistema arbitral
de consumo, las que crean nuevas figuras de legitimación y las que permiten sistemas
colectivos de ejecución de las sentencias producidas en procesos donde se litiga por
intereses colectivos. Existe todavía mucho que hacer en este punto. Nos parece que el
déficit de protección más acusado hoy día es la existencia de un procedimiento
administrativo específico de consumo y que, sin embargo, por el sistema de
procedimiento administrativo español, no permite que sean satisfechos en él los
intereses individuales.
5.3. Globalización y regulación
El impacto que la globalización de los mercados produce en las políticas de defensa de
los consumidores se hace sentir en varios frentes.
En primer lugar, la globalización impide que puedan prosperar en el futuro políticas
consumeristas que pretendan afectar al modo de producir bienes y servicios. Desde el
momento en que los bienes y los servicios se pueden prestar desde cualquier parte del
mundo, las obligaciones internacionales de la UE hacen imposible e indebido cualquier
intento serio de mejorar la protección mediante el expediente de limitar el volumen y
condición de los intercambios por medio de medidas que afecten al modo de producir
los productos o prestar los servicios.
En segundo lugar se ha producido una modificación de los canales de comercialización.
Las medidas activas de protección que limitan las cualidades de los productos o de los
servicios disponibles en el mercado son escasamente realistas si los canales de
comercialización pasan hoy por la supresión del elemento detallista o importador dentro
de la UE. Piénsese, pro ejemplo, que el nervio del sistema de responsabilidad por daños
25
causados por productos defectuosos en el régimen actual se encuentra en que el
importador de un producto en la UE se considera a todos los efectos como su fabricante.
Desaparecido el eslabón detallista, muchas otras regulaciones, como la de ordenación
del comercio minorista, dejan igualmente de tener sentido, y, en último extremo, la
regulación de producto o de servicio se enfrenta al reto de su más que posible ineficacia
extracomunitaria.
•
Conclusiones sobre la delimitación del ámbito del Derecho de consumo
(i)
El concepto de consumidor en España no es constante. No sólo divergen
ocasionalmente la regulación del Estado y la de las CCAA, sino que en la propia
legislación estatal se utiliza el concepto con significados diversos. Esto conlleva
que en cada caso existen distintos ámbitos de aplicación de las mismas normas.
El consumidor de viajes combinados puede no ser el consumidor de cláusulas
abusivas, y uno y otro pueden no coincidir con el consumidor de servicios y
bienes eléctricos. Mismas normas existentes en cuerpos legales estatales y
autonómicos pueden referirse a colectivos diversos.
(ii)
Existen sectores enteramente consumerizados, en el sentido de que el tipo de
relación jurídica que regulan es típica y necesariamente una relación de
consumo. Así, los arrendamientos urbanos de vivienda. Sin embargo, puede
ocurrir que por medio de convenciones implícitas, sectores de esta clase no se
declaren propiamente pertenecientes al Derecho de consumo, al menos en el
nivel del trabajo diario y del ejercicio de las competencias administrativas.
(iii)
Existen, cada vez más, sectores en los que la protección se depara al usuario o
cliente en general. Especialmente es el caso en los servicios esenciales
recientemente
liberalizados.
En
todas
las
normas
sectoriales
(telecomunicaciones, electricidad, servicio postal, hidrocarburos) existen
previsiones de protección al consumidor-usuario del servicio, en términos
genéricos, distintos del concepto específico de consumidor del art. 3
TRLGDCU. La regulación en estos sectores es de tal tipo que con toda
seguridad hace innecesaria, y contraproducente, una regulación específica de
protección suplementaria a los usuarios que a su vez sean destinatarios finales.
Al menos, como ocurre en el sector de las telecomunicaciones, cuando la
protección dispensada por la norma sectorial sea especialmente intensa y
comprometida con los intereses del usuario del servicio.
(iv)
Los tribunales españoles no han dado una importancia decisiva al concepto
técnico de consumidor, y en ocasiones determinan el ámbito de aplicación de la
legislación consumerista sin importar si el destinatario del bien o servicio reúne
las condiciones exigidas en el art. 3 TRLGDCU.
(v)
La regulación protectora de consumidores no es una protección ad hoc, basada
en las necesidades puntuales de protección de determinados sujetos. Tampoco es
el único criterio de selección de normas protectoras de colectivos determinados;
junto al consumidor como colectivo se hallan las mujeres, los desocupados, la
tercera edad, el mundo rural, etc. Hay que evitar un sincretismo normativo en el
que todo caiga en el mismo saco. Si el Derecho de consumo se transformara en
26
el abanderado de todas las causas “débiles”, seguramente podrían obtenerse
resultados socialmente deseables en la mejora del tejido social, pero el Derecho
de consumo como tal habría dejado de existir. Y también las competencias y
autoridades específicas en este ramo.
(vi)
Existe saturación normativa en España en el sector de la protección de los
consumidores. En gran parte las normas estatales y las autonómicas son
repetitivas. No se aprovechan tampoco las posibilidades de desarrollo del
Derecho vigente en cada momento, y se legisla para satisfacer muchas veces
compromisos políticos pasajeros o para atender a urgencias perentorias. En
múltiples sectores se produce una reglamentación especial que se hubiera podido
evitar con pensar que la regulación más general es suficiente, o se traslada a ella
el cuerpo de regulación que ya existe para otro sector. Se crean subgrupos
normativos caracterizados simplemente por introducir deberes de información
que ya estaban presentes en la norma más general.
(vii)
Mientras que la producción de normas civiles es económicamente neutra, ya que
son los particulares quienes se encargan, si quieren, de su puesta en práctica, la
ejecución de normas jurídico- administrativas exige la dotación de presupuesto
público. Muchas veces no se hace esta consideración, y se reglamenta un sector
de tráfico con un propósito de protección que, para ser alcanzado, exigiría, más
que normas, personal especialmente dedicado a la inspección y gestión. En
muchísimos sectores de regulación (estatal y especialmente autonómico) se
producen reglamentaciones vacías de futuro, pues no existen los cuerpos de
funcionarios o de personal, ni los recursos públicos para pagarlos, que deberían
gestionar y ejecutar los programas que se establecen. En todos estos casos la
regulación acaba fracasando, y las normas y las Adminsitraciones públicas
acaban desacreditándose y perdiendo credibilidad.
(viii) No ha sido posible en España la refundición del Derecho de Consumo. Tampoco
ha sido factible una codificación del Derecho de consumo. Ni sería posible por
razones competenciales, ni tendría utilidad alguna por razones de contenido.
(ix)
La globalización del mercado vendrá acompañada con una progresiva
desaparición del comerciante detallista tradicional y con la eclosión de
relaciones jurídicas de consumo en las que el elemento empresarial o profesional
puede fácilmente hallarse en un territorio ajeno a la jurisdicción de los jueces y
autoridades del país de domicilio del consumidor. Pero nuestro modelo actual de
Derecho de consumo, y especialmente nuestro modelo jurídico-administrativo,
se corresponde con un estadio de la evolución de los mercados en los que
proveedor y destinatario del bien o servicio se encuentran en una zona de
jurisdicción o competencia administrativa común.
6. El reparto competencial en materia de consumo
6.1. Delimitación.
En las páginas que siguen, la exposición de las competencias sobre defensa de los
consumidores se ha estructurado distinguiendo la distribución competencial entre el Estado
y las Comunidades Autónomas, de un lado, y las competencias locales, de otro. La
27
diferenciación no es caprichosa, sino que, como veremos, el tratamiento separado viene
exigido por la diversa configuración del sistema de distribución competencial de tales
entes territoriales determinado en la propia Constitución Española de 1978.
6.2. La distribución competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas.
La cuestión del reparto de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas referida
al ámbito del Derecho de Consumo se encuentra en España con el problema fundamental
de la propia falta de precisión de la defensa de los consumidores como título de reparto
competencial. La "defensa de los consumidores" no es, con buen criterio, una materia
específicamente comprendida en el elenco que, a modo de reparto competencial,
establecen los arts. 148 y 149 CE, aunque la atribución de tal competencia a las
Comunidades Autónomas se ha llevado a cabo a través de la habilitación contenida en la
LO 9/1992, de 23 de diciembre, que transfirió competencias de desarrollo sobre defensa de
los consumidores, mientras que otras CCAA procedieron inicialmente a incluir este sector
entre sus competencias exclusivas, al no estar enumeradas entre las reservadas al Estado
por el art. 149.1 CE. Expondremos a continuación las razones que demuestran la falta de
consistencia de este pretendido título competencial para actuar auténticas funciones de
reparto competencial, para pasar, en epígrafes posteriores, a exponer los límites de las
competencias en materia de consumo derivados de la distribución competencial entre el
Estado y las Comunidades Autónomas.
6.3. La falta de consistencia competencial de la defensa de los consumidores.
La defensa de los consumidores y usuarios - como finalidad normativa impuesta por el art.
51.3 CE- que pueda predicarse de una norma no resuelve el problema del ente (Estado o
Comunidad Autónoma) que, dentro del reparto de competencias previsto por los arts. 148
y 149 CE, es competente para legislar. Ello es así por varias razones de distinto peso, que
enunciaremos de menor a mayor:
6.3.1. Materia pluridisciplinar
Como ya afirmó la SSTC 71/1982 (FJ 1º y 15/1989, FJ 1º), el consumo es una materia de
contenido pluridisciplinar, dificultad, que en la medida en que supone el solapamiento de
diversos títulos competenciales en la regulación de una misma parcela de la realidad, es
compartida por otras competencias enumeradas en los arts. 148 y 149 CE. El
entrecruzamiento de títulos competenciales se ha agravado tras la reforma de los
Estatutos de Autonomía propiciada por la LO 9/1992. Ahora la generalidad de las
Comunidades que accedieron a la autonomía por la vía del art. 143 CE, cuentan, entre
otras, con competencias exclusivas en las siguientes materias: 1) mercados interiores; 2)
industria (sin perjuicio de las reservas estatales del art. 149.1.11ª y 13ª CE), 3) publicidad
(sin perjuicio del art. 149.1.1ª, 6ª y 8ª CE), 4) comercio interior, y 5) fomento del
desarrollo económico regional. Sin embargo, tan sólo se dispone de competencias de
desarrollo legislativo y ejecución en materia de consumo, siendo así que se trata de una
competencia de persecución de ciertos fines que perfectamente pueden ser conseguidos
con un uso instrumental de competencias sobre las que se ostenta un título en exclusiva..
Como también ha afirmado el TC, la sujeción a los límites constitucionales es una
característica común al ejercicio de toda competencia. De esta dificultad resulta que la
competencia en materia de consumo ha de respetar los límites establecidos para las
28
competencias estatales exclusivas el art. 149 CE. La STC 88/1986, enumera expresamente
los límites impuestos por los arts. 38 CE (libertad de empresa en el marco de la economía
de mercado) y 149.1 CE en las materias 1ª (condiciones básicas que garanticen la igualdad
de los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes
constitucionales), 6ª (legislación mercantil), 8ª (legislación civil, sin perjuicios de la
conservación, modificación y desarrollo de las especialidades forales previas) y 13ª (bases
y coordinación de la planificación general de la actividad económica) CE. Por cierto, que
el art. 13 de la LO 9/1992 no menciona las materias de los núms. 6º y 8º citados, aunque
añade la mención del núm. 16º, consistente en las bases y coordinación general de la
sanidad y legislación sobre productos farmacéuticos.
6.3.2. Competencias orientadas a la realización de fines
Pero el principal problema resulta ser que la competencia no puede atribuirse de modo
razonable, porque la regulación en cuestión se trate de una regulación finalísticamente
orientada a la protección de los consumidores.
Ello es así, en primer lugar, porque cabe que concurran una finalidad de protección de los
consumidores y otra finalidad distinta y compatible, cuya titularidad sea competencia del
Estado. Por ejemplo, la del art. 149.1.29ª CE, (cfr. SSTC 33/1982, FJ 7º; 71/1982, FJ 7º y
15/1989, FJ 3ºc) o las bases de la sanidad (149.1.16ª, STC 147/1996, que confirmó el
carácter básico del RD 1122/1998, Norma General de etiquetado, presentación y
publicidad de los productos alimenticios envasados); o la planificación general de la
actividad económica y las bases sobre el régimen energético (STC 197/1996). El
paradigma de concurrencia de finalidades normativas en el sector que nos ocupa, es el que
se produce entre la finalidad de protección al consumidor y la de defensa de la
competencia.
En segundo lugar, porque este modo de tratar el problema es compatible con otro que
identifique el título competencial en función de la técnica regulatoria empleada por la
norma. Así, la protección de los consumidores en el mercado puede realizarse - y de hecho
se realiza mayormente- a través de normas civiles o mercantiles, cuya competencia es
exclusiva del Estado (art. 149.1.6ª y 8ª CE).
Por último, cabe que la finalidad de protección de los consumidores en el comercio interior
deba realizarse sobre un objeto de regulación que sirva de criterio para identificar una
competencia estatal. Resulta, así, por ejemplo, que el título autonómico de defensa de los
consumidores en el mercado interno puede concurrir con la competencia estatal para el
establecimiento de las bases de la sanidad, de manera que, aunque la finalidad de
protección de los consumidores se realice mediante regulaciones de Derecho público, la
norma sobre prevención de riesgos para la salud procedentes de la actividad comercial sea
encuadrable en el art. 149.1.16ª CE (cfr. SSTC 71/1982; 69/1988, FJ 4º; 80/1988, FJ 4º;
136/1991, STC 147/1996, FJ 5º, 15/1989; en esta última, la norma sobre venta domiciliaria
de productos alimenticios del art. 5.2.d LCU/1984, tiene su título competencial propio en
la regulación sanitaria y no en la defensa de los consumidores).
Lo anterior conduce a que esta competencia, interpretada desde el punto de vista "finalista"
de la protección de los consumidores, ceda siempre ante otros títulos que, en una
interpretación teleológica (vgr. es la razón o fin de la regla el criterio que sirve para
determinar la regla competencial que debe prevalecer: entre muchas otras, v. SSTC
29
71/1982, FJ 2º y 62/1991, FJ 4º), el Tribunal Constitucional considere más específicos, y,
como la experiencia ha demostrado, cualquier título estatal potencialmente aplicable al
conflicto de que se trate, resulta más específico que el de consumo (y que el de comercio
interior). Así, por ejemplo, en las SSTC 225/1993, 228/1993, 264/1993 y 284/1993, la
genérica reserva estatal del art. 149.1.13ª CE prevalece sobre las competencias sobre
consumo y comercio para regular los horarios comerciales. Es decir, el fin de protección
puede ser realizado de múltiples formas, y no todas ellas son de exclusiva titularidad
estatal o autonómica (cfr. SSTC 88/1986, FJ 4º), y el conflicto entre fin normativo
(competencia autonómica) y la reserva estatal determina normalmente la prevalencia de la
competencia estatal.
Bastará recordar los resultados del pronunciamiento sobre la constitucionalidad de la
LCU/1984. La competencia exclusiva sobre defensa de los consumidores - y lo que sigue
es trascripción casi literal de la decisión jurisprudencial- sólo determina la aplicación
supletoria de las normas estatales que no pueden ampararse en ningún título competencial
propio del Estado (por ejemplo, los arts. 6, 14 y 15 LCU/1984, STC 15/1985, FFJJ 3ºd y
5ºb). A fortiori, tampoco puede concluirse que las normas autonómicas cuya finalidad sea
la protección del consumidor en el comercio interior puedan ser siempre constitucionales
por ser fruto del ejercicio de la competencia sobre defensa de los consumidores.
6.3.3. ¿Cuáles son los contenidos posibles de una competencia específica sobre protección
de consumidores?
Llegados a este punto, hay que cuestionar si, dado el diseño de distribución competencial
que resulta de los arts. 149.1 y 148.1 CE, existen contenidos posibles para una
competencia sobre defensa de los consumidores. El recuento de los usos (constitucionales)
de los que han sido objeto tales títulos competenciales, revela que los extremos que se han
asignado a la competencia sectorial sobre protección de consumidores tenían también
cabida en otros títulos competenciales. Veámoslo.
(i)
La competencia sobre defensa de los consumidores ha sido utilizada para dictar
normas sancionadoras de conductas ilícitas, en muchos casos tipificadas
también en la legislación estatal (v. por ejemplo, los arts. 3-6 de la Ley catalana
1/1990, de 8-I, reproducción de lo dispuesto en el RD 1945/1983). Así, la
generalidad de las infracciones del RD 1945/1983 - muchas de las cuales, por
cierto, encuentran amparo en la competencia estatal sobre defensa de la
competencia- constituyen ahora ilícitos sancionables por las Comunidades
Autónomas que han asumido la competencia sobre consumo y legislado sobre
ella, y que hoy son todas. Posiblemente para ello no era necesaria una
competencia sobre consumo, bastaba con las competencias sobre sanidad (art.
148.1.21ª CE) - para aquellas disposiciones que tipifican infracciones que
versan sobre la salubridad de los productos alimenticios- sobre agricultura y
ganadería (art. 148.1.7ª CE) - por lo que hace a la producción agroalimentaria -,
sobre fomento del desarrollo económico regional (art. 148.1.13ª CE), y sobre
industria (competencia exclusiva en la generalidad de las Comunidades
Autónomas tras la reforma estatutaria subsiguiente a la LO 9/1992). Bien es
verdad que también la competencia sobre consumo ha sido utilizada para
disponer sanciones por hechos no tipificados en la legislación estatal. Sobre los
límites a la creación de nuevos ilícitos volveremos más tarde, pero cabe decir
que también este "fruto" de la competencia sobre consumo podía serlo a su vez
30
de otras competencias autonómicas. Véase por ejemplo la STC 71/1982: la
titularidad de la competencia sobre vivienda legitima la norma autonómica que
impone obligaciones de información al promotor, cuando su contravención
genera tan sólo la imposición de una sanción administrativa.
(ii)
La competencia sobre consumo ha servido también para determinar la
legitimidad de los reglamentos autonómicos de etiquetado de productos
alimenticios (STC 69/1988). Hubiera bastado con entender que ello era una
competencia sobre sanidad (art. 148.1.21ª CE) con exclusión de la reserva
estatal para el establecimiento de las bases, art. 149.1.16ª CE, que, como ya
hemos dicho, legitimó al Estado para dictar con carácter básico el RD que
contiene la Norma General de etiquetado, presentación y publicidad de
productos alimenticios envasados.
(iii)
Se ha utilizado para ordenar la distribución de la oferta comercial en el propio
ámbito territorial. Para este fin hubieran bastado las competencias del art.
148.1.3ª y 13ª CE, asumidas por la generalidad de los Estatutos de Autonomía.
Hoy día quedan solapados en esta función los títulos competenciales sobre
protección de los consumidores y los de regulación del comercio interior.
(iv)
Ha servido para legitimar un registro autonómico de comerciantes y la
imposición de requisitos administrativos para el ejercicio del comercio. Sobre
ello volveremos más tarde, pero el propio Tribunal Constitucional parece
apuntar que tal posibilidad se justifica en la necesidad de planificar y fomentar
la oferta comercial dentro del ámbito regional, por tanto, en la competencia del
art. 148.1.13ª CE (cfr. STC 225/1993, FJ 6ºC).
En los restantes casos, la competencia sobre consumo no era "relevante" a la hora de
determinar el ente competente para producir la regulación de que se tratase.
6.3.4. No hay diferencias en los techos competenciales
El resultado del carácter huidizo de las competencias sobre defensa de los consumidores
(y, por extensión, del comercio interior) ha sido, en primer lugar, que pueden disponerse
normas protectoras del consumidor o usuario cuando se regule sobre otras materias de
competencia autonómica. Ilustrativo es también aquí el ya citado FJ 10º de la STC
71/1982, o la Ley 3/1994, de 3 de noviembre, de Castilla La Mancha, sobre Protección
de los Usuarios de Entidades, Centros y Servicios Sociales, donde, con la única
justificación en la competencia exclusiva sobre servicios sociales, se contienen normas
de defensa de los intereses económicos de los usuarios de los mismos, entre ellas el art.
4.12, que permite al usuario desistir unilateralmente del servicio, en contra de la
competencia estatal exclusiva del art. 149.1.8ª CE. Es más, la propia limitación de la
competencia sobre defensa de los consumidores y usuarios explica que, hasta la fecha, el
techo de regulación constitucionalmente lícito haya sido idéntico para las Comunidades
Autónomas que tenían competencias exclusivas en la materia y para aquellas que contaban
tan sólo con competencias de desarrollo. El caso paradigmático ha sido el de Aragón, que,
teniendo tan sólo competencias de desarrollo sobre comercio interior y defensa de los
consumidores, promulgó una Ley de Ordenación de la Actividad Comercial, la 9/1989,
con contenidos similares a los de las regulaciones procedentes de Comunidades
Autónomas que ejercitaban competencias exclusivas sobre tales materias.
31
El Tribunal Constitucional ha resuelto siempre considerando el título de defensa del
consumidor y comercio interior de un modo global, sin distinguir entre las Comunidades
Autónomas que disponen de competencias legislativas plenas y las que sólo disponen de
una competencia de desarrollo. La jurisprudencia constitucional ha optado por contraponer
a los títulos estatales (ninguno de los cuales es el establecimiento de las "bases de la
protección del consumidor y comercio interior") los títulos autonómicos como una reserva
material "horizontal", y no como un desarrollo "vertical" de ciertas competencias estatales.
La racionalidad de tal solución se justifica en lo ya señalado: no es posible adivinar un
eventual precepto normativo que pudiera decirse dictado exclusivamente en base a la
competencia de consumo (a pesar de lo sostenido en la STC 15/1989, no lo hay en el
TRLGDCU), pues la protección de los consumidores no es una materia ni una técnica
normativa, sino una finalidad de protección de ciertas normas de contenido y técnica muy
diversa. Por ello, el núcleo de lo "básico" dentro del TRLGDCU no lo es por referencia a
la materia exclusiva de consumo, sino porque tal carácter, que determina la aplicación
directa de la mayoría de sus preceptos, deriva de la concurrencia de títulos competenciales
del Estado, distintos y específicos (por ejemplo, Derecho de contratos, Derecho procesal,
bases de la sanidad, etc.). En definitiva, no sólo no existe espacio normativo exclusivo
imaginable para una competencia propia en materia de defensa de los consumidores
perteneciente al Estado, sino que tampoco existe cuando una Comunidad Autónoma
desarrolla esta legislación, que no necesitará ni utilizará un título específico de protección
de los consumidores, sino los títulos sobre sanidad, urbanismo, desarrollo y planificación
económica regional, etc.
6.3.5. Protección de consumidores y comercio interior
Lo anterior todavía se ha complicado más si se pone en conexión con las competencias
que quieren basarse en la regulación del comercio interior. Aunque el criterio de
identificación aquí es claro, acaba resultando igualmente embarazoso para resolver el
problema competencial.
El comercio interior sólo viene identificado, a diferencia de la perspectiva finalista de la
protección de los consumidores, en función de la materia objeto de regulación, pero,
puesto que en este espacio material son constitucionalmente admisibles desarrollos
normativos fruto del ejercicio de otras competencias (que son, en muchos casos, de
titularidad estatal), resulta evidente que la competencia para disponer una regulación que
deba aplicarse en el mercado nacional no corresponde tan sólo porque se regule sobre la
actividad comercial. Es decir, que el criterio de identificación del comercio interior es en
gran parte inútil para resolver la cuestión competencial. 67/1996. Y de hecho, como
afirma la STC 313/1994, existe una clara tendencia a encuadrar las actividades públicas
relativas al establecimiento y control de las características que deben poseer
determinados productos en el ámbito de las materias competenciales que tiene como
objeto estas características o los productos a los que las mismas se refieren, en lugar de
las materias relativas al comercio. Así, por ejemplo, que la determinación y control de
las medidas técnico-sanitarias que deben cumplir los productos alimenticios
corresponde a la materia de sanidad, no a la de comercio (SSTC 71/1982, 32/1983,
91/1985). A esta misma conclusión se llegó respecto de la predisposición de las
condiciones técnico-sanitarias que deben poseer los establecimientos comerciales
minoritarios de alimentación (STC 13/1989) o la prohibición de efectuar ventas
domiciliarias de determinados productos (STC 15/1989). Igualmente, la determinación
32
de la información que debe darse al consumidor corresponde a la materia de defensa del
consumidor, no a comercio (STC 15/1989).
Las Comunidades Autónomas lo han regulado indirectamente aprovechando otros títulos
competenciales que, si no tienen como contenido propio el comercio interior, sí que lo
afectan (por ejemplo, ordenación del territorio ["urbanismo comercial"] del art. 148.1.3ª
CE; fomento del desarrollo económico regional del 148.1.13ª CE), y cómo no, en la
defensa de los consumidores y usuarios, habida cuenta que, por mandato del art. 51.3 CE,
las normas sobre comercio interior habrán de contener aquélla entre sus fines.
Por ello puede afirmarse que en la regulación de la actividad comercial no existe una
barrera normativa para las Comunidades Autónomas que no dispusieran (hoy todas
disponen de él) de un título específico sobre comercio interior. La licitud de este
planteamiento ha sido confirmada por la jurisprudencia constitucional. Valga nuevamente
como ejemplo la STC 71/1982: el título sobre vivienda del art. 148.1.3ª CE legitima la
norma autonómica que -como se dice expresamente-, teniendo por objeto el comercio
interior desde la perspectiva de la defensa de los consumidores, impone obligaciones de
información al promotor de viviendas, siempre que su trasgresión conlleve tan sólo efectos
jurídico-públicos (FJ 10º). Y es que, en efecto, el comercio interior no es una competencia
autónoma, sino que constituye o bien una competencia implícita instrumentalizada al fin
de protección de los consumidores (o eventualmente a otros, por ejemplo, desarrollo
económico regional), o, en segundo lugar, el comercio interior es tan sólo un ámbito
material sobre el que se proyecta una reglamentación cualificada por la consecución de tal
fin.
Sea cual fuere la opción elegida, lo cierto es que existe una necesaria correlación entre
ambos títulos competenciales. Por ello causa cierta perplejidad la LO 9/1992, que transfirió
competencias de desarrollo sobre consumo y tan sólo competencias de ejecución sobre
comercio interior. Ello implica: a) que por vez primera se rompía la equivalencia
competencial entre ambos títulos; b) que sería necesario discernir cuál es el título correcto,
cuando antes la alegación de títulos era indiferenciada (v., por ejemplo, el RD 1945/1983,
de 22-VI, donde, entre otras, se sancionan como infracciones de consumo puras
infracciones del mercado, y cuya DF 2ª deroga el régimen reglamentario anterior en
materia de disciplina de mercado); y c) planteaba el problema (nuevo) de saber si el
comercio interior podía aparecer como un título implícito de consumo.
En efecto, la jurisprudencia constitucional producida hasta la fecha de dicha LO no
distinguió nunca - porque no era necesario- entre defensa del consumidor y comercio
interior. Tampoco lo hacía la legislación autonómica existente hasta entonces. Con la
distinción propiciada por la LO 9/1992, las Comunidades Autónomas afectadas por la
misma podrán legislar en términos más amplios cuando las normas persigan la protección
de los consumidores, pero no podrán regular el comercio interior ni el régimen de prácticas
o establecimientos comerciales. Esta obligada distinción plantea problemas de difícil
solución haciendo mucho más difícil la delimitación del título competencial de defensa del
consumidor de lo que ya de suyo era antes, pues este título concurre en este momento con
otro nuevo (el comercio interior) que antes se utilizaba precisamente para fortificar la
competencia que se quería apoyar en el título de defensa del consumidor.
La LO 3/1997 transfirió a todas las CCAA la competencia exclusiva en materia de
comercio interior. Esto provocó un nuevo reajuste de títulos. Para aquellas CCAA que
33
tuvieran una competencia exclusiva en materia de consumo, la cuestión carecía de
transcendencia, pues también disponían de esta competencia exclusiva en materia de
comercio interior. Para aquellas que disponían exclusivamente de una competencia de
desarrollo en materia de protección a consumidores, ahora se les entregaba una
competencia exclusiva paralela con la que poder legislar prácticamente con la misma
libertad y las misma restricciones con las que podían operar las CCAA que dispusieran de
una competencia exclusiva sobre defensa de consumidores.
7. Los límites de la competencia autonómica en materia de consumo en la doctrina
del TC.
Como ya hemos adelantado en el subepígrafe anterior, los límites a la regulación
autonómica sobre defensa de los consumidores y usuarios pueden ser estructurados en tres
grupos, de la forma siguiente.
7.1. Reservas de competencia exclusiva del Estado
En primer lugar, la reglamentación autonómica está limitada por las reservas estatales
del art. 149.1 CE. Aquí el grado de dificultad de aplicación de la regla competencial
será distinto según que se trate de una reserva sobre una técnica de resolución de
conflictos (vgr. competencia sobre el Derecho de contratos), sobre una finalidad
normativa (vgr. la defensa de la leal competencia, la igualdad básica en las condiciones
de salud de todos los españoles) o sobre un objeto de regulación (vgr. productos
farmacéuticos, armas y explosivos, sanidad interior [dificultad añadida porque la
competencia estatal se reduce a las "bases"], igualdad básica en el ejercicio de la
libertad de empresa [objeto también de complicada delimitación]).
7.2. Unidad de mercado
El segundo tipo de límites al ejercicio de las competencias autonómicas viene
constituido por el principio de unidad de mercado, que por el momento no ha
determinado por sí sólo la inconstitucionalidad de ninguna legislación autonómica sobre
las modalidades de venta, aunque sí se ha apreciado su transgresión en la regulación de
otros aspectos de la actividad comercial. Así, según la STC 71/1982, FJ 9º, es
inconstitucional la norma autonómica que prohibe con carácter general la circulación de
productos que impliquen riesgos para la salud, sin que la aplicación de tal medida se
reduzca a los productos cuyo proceso de fabricación esté sometido a la competencia
autonómica. Por razones similares, la existencia de un registro autonómico sanitario de
alimentos no supondrá una fragmentación inconstitucional del mercado cuando la
exigencia de inscripción se refiera a productos que ingresen al mercado nacional a través
del territorio autonómico, y siempre que la misma se practique también en el registro
nacional (STC 87/1985, FFJJ 5º y 6º).
7.3. Bases de la ordenación económica
Hay un último límite a la regulación autonómica, que es el de la ordenación general de la
economía, título competencial desarrollado íntegramente por la jurisprudencia
constitucional, que ha elaborado un título material a favor del Estado desborda el tenor
literal del art. 149.1.13ª CE. Hasta el presente, su incidencia en las modalidades de venta
ha sido nula (sí que ha tenido aplicación, por ejemplo, en la materia de horarios
34
comerciales), pero su potencial es enorme dados los términos en los que el Tribunal
Constitucional ha formulado esta competencia general en favor del Estado.
7.4. Alcance de la concurrencia
Se expone a continuación el alcance de cada uno de los límites concretos contenidos en
cada uno de los grupos expuestos, adelantando ya que, en todos los casos, la técnica de
argumentación utilizada por el Tribunal Constitucional - por lo demás profusamente
empleada en otras materias diversas a la del presente estudio- es similar: la determinación
de la norma competencial "relevante" se realiza atendiendo a la finalidad tanto de las
normas competenciales en juego como de la disposición cuya constitucionalidad se
cuestiona. Una vez delimitada la norma competencial prevalente, la determinación del ente
competente se opera por medio de un proceso de subsunción. Cuando las normas
seleccionadas son varias, a tal proceso precede la utilización de algún criterio de resolución
adicional. Se emplean aquí reglas de uso incierto: basta a veces entender que la
competencia estatal limita la autonómica (STC 192/1990, sobre la sanidad exterior y la
competencia autonómica exclusiva en materia de agricultura; STC 67/1996 en la que las
bases de la sanidad limitaron la competencia exclusiva sobre ganadería en lo referente a
las autorizaciones de los aditivos destinados a la alimentación de animales con incidencia
en la salud humana); en ocasiones el título específico prima sobre el genérico (bases de la
sanidad sobre defensa de consumidores, SSTC 71/1982, 147/1996; comercio exterior
sobre agricultura STC 71/1982; y a veces el conflicto se resuelve en favor del título más
genérico, por ejemplo, porque deba preservarse la autonomía local (v. STC 213/1988).
Sin ir más lejos, esta última ha sido la solución en relación con la regulación autonómica
sobre horarios comerciales: aunque ésta sea una submateria del comercio interior,
prevalece la competencia estatal (genérica) del art. 149.1.13ª CE (v. SSTC 225/1993,
228/1993, 264/1993 y 284/1993).
8. Derecho público y Derecho privado como criterio de distribución competencial
8.1 La reserva estatal sobre el Derecho de contratos
La regla decisoria estadísticamente más relevante y cualitativamente de mayor
envergadura utilizada por el Tribunal Constitucional para resolver los conflictos de
concurrencia entre defensa del consumidor/comercio interior y reserva de competencia
estatal, ha sido la que distingue entre regulación jurídico administrativa y regulación
jurídico privada (civil y mercantil) del Derecho de contratos. En la medida en que las
normas autonómicas sometidas a examen son normas de regulación de una actividad
comercial, y dado que esta actividad se desarrolla y manifiesta en la contratación con
adquirentes finales, el tema a dilucidar es cómo se reparten las competencias de regulación
del Derecho de contratos.
La regla, elaborada por el Tribunal Constitucional desde sus primeras resoluciones, es
clara en su manifestación general, aunque pueda presentar problemas de concreción en
cada caso. Dicha regla reza como sigue: ninguno de los títulos competenciales que puedan
ostentar las Comunidades Autónomas es bastante para regular el contenido de los
contratos entre empresarios y consumidores, y la regulación que puedan producir las
Comunidades Autónomas en el ámbito de su competencia no puede llegar hasta el punto
de determinar consecuencias jurídico privadas para la infracción o contravención de las
disposiciones autonómicas reguladoras de la actividad comercial. En otros términos: la
35
constitucionalidad de las normas autonómicas queda salvada en la medida en que su
efectividad sancionadora no interfiera en los mecanismos de defensa propios del Derecho
privado contractual (doctrina contenida en las SSTC 37/1981, 71/1982, 88/1986, 62/1991,
264/1993 y 284/1993).
La aplicación de la precitada regla ha llevado al Tribunal Constitucional a declarar lo
siguiente.
8.2. Aplicación de la regla
De la regla anteriormente expuesta deduce el TC que es inconstitucional la norma
autonómica que innova el Derecho de contratos. Aunque el art. 149.1.8ª CE sólo reserve
exclusivamente al Estado las "bases" de las obligaciones contractuales, la jurisprudencia
constitucional no ha distinguido entre bases del Derecho de contratos y desarrollo de
aquéllas, de manera que toda norma privada de Derecho de contratos es competencia
estatal. El Tribunal Constitucional se refiere al Derecho privado de contratos como un todo
sometido a la reserva estatal. Y es esto, lo que, como veremos, explica la mención
conjunta, inespecífica, a las reservas estatales sobre el Derecho civil y mercantil. De ello
derivan las siguientes consecuencias:
(i)
Es inconstitucional la disposición autonómica que incluye nuevas cláusulas
abusivas no previstas en la legislación estatal (STC 62/1991, FJ 4ºb); que
dispone un régimen de responsabilidad por daños (STC 71/1982, FJ 19º); que
impone la obligación, contractualmente exigible, de mantener un servicio
postventa (STC 71/1982, FJ 17º); que establece que en las ventas
condicionadas no se contrae ninguna obligación de pago (STC 264/1993, FJ
4º); o que en la venta domiciliaria dispone un periodo de reflexión de siete
días para rescindir el compromiso de compra, con los efectos de la devolución
de cosa y precio (SSTC 264/1993, FJ 4º y 284/1993, FJ 5º); o que determina la
responsabilidad solidaria del titular del establecimiento y del titular de la
explotación comercial de la máquina expendedora en la venta automática
(STC 264/1993, FJ 4º). Inconstitucionales serán también las previsiones de los
arts. 28.e y 42.d de la Ley canaria 4/1994.
(ii)
Es inconstitucional la norma autonómica que impone obligaciones generales
de información a los empresarios y el correlativo derecho de los consumidores
a exigirla, sin que sea preciso - como hace la STC 71/1982, FJ 18ºargumentar que, además, la Comunidad Autónoma carece de competencias
sobre los "sectores" afectados. El establecimiento de una obligación de
información cuya transgresión tenga efectos jurídico privados no puede ser
nunca competencia autonómica, y ello aunque tal obligación no se formule en
términos generales y se relacione con "objetos" de competencia autonómica.
(iii)
Obviamente, las Comunidades Autónomas no pueden tampoco determinar el
ámbito de aplicación de una norma privada del Derecho de contratos. Ver por
ejemplo, el art. 22.2 de la Ley canaria 4/1994.
(iv)
Es inconstitucional la norma autonómica que reitera una norma estatal jurídico
privada. Es inconstitucional la norma autonómica que reitera el listado de
cláusulas abusivas de los arts. 85 y sig. TRLGDCU o los efectos contractuales
36
de la garantía de los bienes duraderos del art. 114 y sig TRLGDCU (STC
62/1991, FJ 4ºb y c), aunque no es inconstitucional toda reiteración
autonómica de normas estatales fruto de reservas exclusivas del Estado, v.
por ejemplo el FJ 8º de la STC 71/1982, donde se determina la
constitucionalidad de las normas autonómicas que reproducen la regulación
estatal sobre productos farmacéuticos, competencia exclusiva del Estado ex
art. 149.1.16ª CE.
8.3. Interpretación reductora
Ahora bien, con el objeto evidente de salvar la constitucionalidad de una norma si es
posible ofrecer de ella una "interpretación conforme a la Constitución", el Tribunal
Constitucional estima la validez de disposiciones autonómicas que contienen prohibiciones
o crean obligaciones "contractuales", bajo la presuposición (que, en el fondo no es otra
cosa que una reducción del alcance natural de la norma enjuiciada) de que no incorporan
ninguna consecuencia jurídica interprivados para el caso de contravención. Con este
argumento, sobre el cual haremos algunas consideraciones en el epígrafe siguiente, el
Tribunal ha decidido la constitucionalidad de diversos tipos de normas autonómicas:
(i)
En primer lugar, se declara la validez de lo que el Tribunal considera
declaraciones programáticas, aunque se trate de objetivos que se consiguen
principalmente a través de medios reservados a la competencia estatal. Por
ejemplo, que se velará por el cumplimiento de las normas sobre contratos, o
para que no se impongan cláusulas abusivas en los negocios celebrados con
consumidores (STC 71/1982, FFJJ 12º y 14º), por la correspondencia
calidad/precio (STC 62/1991, FJ 4ºc); que se responderá por daños (STC
71/1982, FJ 19º).
(ii)
La segunda aplicación es aquella que determina la licitud de las normas
autonómicas que prescriben obligaciones "contractuales" o que prohiben
conductas o pactos "contractuales", pero cuya transgresión comporta una
sanción propia del Derecho administrativo sancionador, sin comprender las
medidas específicas del Derecho contractual (en este sentido, es
particularmente explícito el pronunciamiento contenido en el FJ 4º de la STC
62/1991). Son, así, constitucionales las sanciones autonómicas creadas para
los casos de contravención de las obligaciones del vendedor referidas al
servicio postventa, o a la garantía de bienes duraderos (SSTC 71/1982, FJ 16º
y 62/1991, FJ 4ºc), o que sancionan la infracción de ciertas obligaciones de
información al consumidor (STC 62/1991, FJ 4ºc), o la transgresión de las
obligaciones de información del promotor de viviendas (STC 71/1982, FJ
10º), o la contravención de la prohibición de ofertas condicionadas a la
obtención de otros productos o servicios (SSTC 71/1982, FJ 8ºc y 264/1993,
FJ 4º). En el FJ 5º de la STC 284/1993, la norma catalana cuestionada refundida hoy en el DLeg. 1/1993, de 9-III- sería constitucional si se limitase a
sancionar al vendedor que incumple la obligación de informar al comprador
del derecho que le confiere el art. 5 de la Ley 26/1991. Por lo que se refiere a
las normas que definen las distintas prácticas o modalidades de venta
comercial, la exclusividad estatal a la hora de reglamentar estas definiciones
sólo existe en cuanto que de las mismas pudieran derivarse consecuencias en el
ámbito del Derecho privado. Las Comunidades Autónomas no quedarían
37
constreñidas sin más por estas definiciones a la hora de reglamentar su propio
Derecho sancionador de disciplina de mercado. Por ello no se comprende el
carácter directo que la Disp. Final de la Ley 7/1996, de Ordenación del
Comercio Minorista, otorga a la previsión que define la venta de saldos (art.
28), porque de tal calificación no se sigue ninguna consecuencia jurídico
privada en los siguientes preceptos.
(iii)
Igualmente, son lícitas las remisiones autonómicas a la legislación estatal para
configurar la infracción de las normas de ésta como supuesto que da lugar a
infracción propia de la regulación autonómica (cfr. STC 225/1993, FJ 6ºE,
sobre las obligaciones relativas a la Seguridad Social).
En definitiva, cuando el Estado disponga de competencia exclusiva sobre una determinada
técnica normativa de resolución de conflictos, esta competencia no queda excluida por el
hecho de que la técnica en cuestión (vgr. regulación jurídico privada del Derecho de
contratos) se aplique en persecución de un fin (vgr. defensa del consumidor) o en un
ámbito material (vgr. comercio interior) que sea una competencia estatutariamente
asumida de forma exclusiva. Así, las disposiciones autonómicas no pueden contener
regulación propia del Derecho de contratos, y, además, las normas autonómicas que
contienen obligaciones y prohibiciones se interpretan como si no dispusieran
consecuencias jurídico-privadas para el caso de contravención. Por ello, es erróneo el
carácter supletorio que la Disp. Final de la Ley estatal 7/1996, de Ordenación del
Comercio Minorista, predica de la definición de ventas con obsequio (art. 32), o de las
ventas en promoción (art. 27), cuando resulta que a ambas modalidades de venta se les
aplica el art. 33, que determina consecuencias jurídico privadas de tales calificaciones. Y
no menos desacertado es que, según la misma Disp. Final, la previsión que obliga a
cumplir las ofertas de venta hechas al público (art. 9.1) tenga carácter supletorio con
respecto a la normativa autonómica; porque con ello se limita el alcance natural de una
norma que, para que tenga verdadero sentido como técnica de protección de los
consumidores, ha de interpretarse como Derecho privado de la contratación, y no sólo
(como parece indicar su carácter supletorio), como base de una tipificación de ilicitud
administrativa.
8.4. En particular, Derecho civil y mercantil
La doctrina constitucional reseñada y ciertas aplicaciones de las que ha sido objeto,
requieren alguna reflexión.
Existe una confusión entre las competencias de los núms. 6º y 8º del art. 149.1 CE, que son
objeto de alegación indiferenciada cuando se está dirimiendo el alcance de la competencia
estatal en materia de Derecho de contratos. Es más, se habla mayormente del Derecho de
contratos en relación con la competencia sobre legislación mercantil del art. 149.1.6ª CE
(v. particularmente las SSTC 88/1986, FJ 5º y 62/1991, FJ 2º), cuando resulta que las
compraventas celebradas con consumidores son civiles. Lo cierto es que la distinción
anterior carecería de sentido práctico si no fuera porque la distribución competencial no es
igual para los contratos civiles que para los mercantiles (la STC 71/1982, FFJJ 14º y 19º,
contiene una mención al derecho foral como salvedad a la reserva estatal del art. 149.1.8ª
CE, que, según se dice, no es de aplicación en el caso). Bien es verdad que hasta el
presente ninguna Comunidad Autónoma ha pretendido la competencia para dictar, como
desarrollo de un derecho foral propio, una norma de Derecho privado de contratos
38
finalísticamente orientada a la defensa de los consumidores. En todo caso, si una
Comunidad Autónoma tuviera Derecho civil propio sobre contratos, sería irrelevante que
dispusiera, además, de competencias sobre comercio interior o sobre consumo, porque en
desarrollo de aquél podría dictar una norma civil aplicable a cualquier ámbito y en
persecución de cualquier fin o de ninguno. Lo que no podría hacer, por el mandato del art.
51.1 CE, es disponer una norma civil que perjudicase al consumidor.
Ahora bien, lo que el Tribunal Constitucional quiere afirmar con la referencia conjunta a
los núms. 6º y 8º del art. 149.1 CE es la competencia exclusiva del Estado para regular el
Derecho privado de los contratos, normas que serán de aplicación directa incluso en
aquellas Comunidades Autónomas que dispongan de competencias de "modificación y
desarrollo" del Derecho civil especial propio. Como indicamos supra, el Tribunal
Constitucional no ha distinguido entre bases de las obligaciones contractuales (de
exclusiva competencia estatal) y desarrollo de las mismas (que podría corresponder a las
Comunidades Autónomas), por lo que cualquier "innovación" o "reproducción"
autonómica de tal materia es siempre inconstitucional.
8.5. La contravención de obligaciones "contractuales" como infracción administrativa
De la jurisprudencia constitucional se desprende que la regulación jurídico administrativa
autonómica de los contratos entre particulares puede producirse fundamentalmente en dos
sectores de la dinámica contractual. En primer lugar, mediante una regulación
anticipatoria, que exija condiciones varias y autorizaciones diversas para el ejercicio de la
actividad comercial. En segundo lugar, el régimen sancionador.
La regulación jurídico-pública de los contratos privados se viene produciendo, de esta
forma, mediante la técnica de convertir las infracciones de obligaciones contractuales en
ilícito administrativo: además de llevar aparejadas consecuencias privadas, se adosan a
éstas otros efectos negativos en la forma de sanciones de tipo administrativo. Se produce
entonces una doble trascendencia de la infracción del estatuto contractual, sin contar con
que el Estado no carece de títulos competenciales para disciplinar las infracciones
administrativas en materia de disciplina de mercado, con aplicación incluso a las
Comunidades Autónomas con competencia plena en esta materia: en primer lugar, la
competencia sobre las bases del régimen de las Administraciones públicas (art. 149.1.18ª
CE); en segundo lugar, la apelación al carácter básico del orden económico de una
regulación mínimamente congruente en materia de sanciones propias del régimen de
disciplina de mercado (art. 149.1.13ª CE); por último, la propia competencia de
armonización de las condiciones básicas de igualdad en el ejercicio de los derechos (art.
149.1.1ª CE). Pues bien, varios son los puntos de reflexión que sugiere esta doctrina:
El primero de ellos está relacionado con la pregunta sobre los límites a la creación
autonómica de nuevas obligaciones "contractuales" sancionables en vía administrativa.
Esto es: ¿pueden crearse obligaciones "contractuales" no dispuestas en el Derecho privado
de contratos cuya transgresión constituya un ilícito administrativo autonómico? Hasta el
presente la jurisprudencia del Tribunal Constitucional no ha sido lo suficientemente
explícita al respecto, aunque los resultados obtenidos permiten responder afirmativamente.
No otra cosa se desprende de lo resuelto en la ya citada STC 71/1982. En este
pronunciamiento se determinó la constitucionalidad de la norma vasca que sancionaba
administrativamente el incumplimiento de las obligaciones de información del promotor
de viviendas que, en 1981 - antes del RD 515/1989, de 21-IV-, no existían en la legislación
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estatal (FJ 10º), y que, por ello mismo, ni eran exigibles por el contratante, ni su
transgresión podía generar ningún efecto jurídico-civil. Siguiendo esta doctrina, la STC
62/1991 declara la constitucionalidad de la norma que impone sanciones para la
transgresión de las obligaciones del vendedor referidas al servicio postventa, y ello aunque
la disposición autonómica no constituya una transcripción de la normativa estatal (FJ 4ºc).
No obstante, en el FJ 5º de la STC 284/1993, tras entender que se incluye entre las
competencias autonómicas el cometido de establecer y regular los datos informativos que
deben contener las ofertas de venta, a renglón seguido se introduce una matización:
"siempre, claro está, que se refieran a derechos reconocidos en normas aprobadas por el
legislador que ostente la competencia para ello; en el caso contemplado, el legislador
estatal (sic)". Esta acotación - por lo demás innecesaria, ya que el Tribunal estima que la
norma catalana es inconstitucional por contener una regulación privada de contratos- no ha
de ser interpretada en un sentido literal: si la norma autonómica no constituye Derecho
privado de contratos, sino que consiste en una regulación jurídico-pública, la reserva
estatal en materia de contratos no obsta a la provisión de nuevas obligaciones
"contractuales" cuya transgresión sólo comporte el efecto de constituir un ilícito
administrativo. Ello no impedirá que la norma pueda ser inconstitucional por otras razones,
porque lo cierto es que no existe una libertad omnímoda para que las Comunidades
Autónomas puedan configurar libremente los supuestos de hecho de su Derecho
sancionador y los caracteres de las sanciones que crean.
De hecho, los límites a la competencia autonómica son de dos tipos. El primero es el test
de la proporcionalidad en la intervención administrativa. Se produciría una incidencia en la
unidad del mercado si el régimen administrativo autonómico fuese desproporcionado al fin
pretendido (SSTC 88/1986 y 225/1993). En este orden de cosas, las Comunidades
Autónomas con competencia en la materia pueden disponer sanciones distintas a las
recogidas en la legislación estatal de disciplina de mercado y protección de los
consumidores (básicamente, el RD 1945/1983), estando capacitadas para modular tipos y
sanciones provenientes de la legislación estatal. Eso sí, aunque la lesión de un derecho
contractual no lleve aparejada sanción administrativa conforme a la legislación estatal, la
imposición autonómica de una sanción en tal caso permitiría entender que la norma está a
salvo del reproche de inconstitucionalidad derivado del art. 139.2 CE, por cuanto se limita
a proteger mediante una técnica de Derecho público el mismo bien jurídico tutelado por
una norma de Derecho privado (cfr. STC 85/1987, FJ 8º).
El segundo límite es el derivado de la igualdad en las condiciones básicas en el ejercicio de
los derechos constitucionales (SSTC 88/1986 y 225/1993). Esta ruptura de la igualdad se
produce cuando la sanción prevista es desproporcionada en relación a la gravedad de la
infracción (STC 136/1991). La STC 87/1985 se refiere en este sentido a una "unidad
fundamental del esquema sancionador" y a una proscripción de las "divergencias
irrazonables".
La segunda reflexión que sugiere la precitada doctrina constitucional tiene por objeto
precisamente cuestionar el planteamiento que constituye su premisa: según aquélla, la
norma autonómica que sancione administrativamente la infracción de obligaciones
"contractuales" es lícita por el hecho de no conllevar ningún efecto jurídico interprivados.
Pues bien, si la transgresión de la norma imperativa que verse sobre una obligación
"contractual" no genera efectos interprivados, la finalidad de la disposición no puede ser la
protección del consumidor, porque la misma no se cumple con la imposición de una
sanción administrativa. No quiere decirse que el establecimiento de mecanismos de
40
reacción jurídico-públicos para el caso de infracción de normas imperativas que versen
sobre una relación obligatoria sea inconstitucional, ni que sea contrario a la naturaleza de
las cosas. Ello constituye la elección de una técnica legislativa, de uso creciente por el
legislador estatal, y cuyo acierto o desacierto no vamos a entrar a considerar aquí. Lo que
quiere decirse es que esta técnica normativa no tiene por objeto la protección de los
consumidores, sino la defensa de la competencia (porque, como veremos infra, tales fines
son absolutamente fungibles), materia que es de exclusiva competencia del Estado.
La tercera reflexión está relacionada precisamente con el Derecho de la competencia. Lo
cierto es que, por virtud de lo dispuesto en el art. 15 LCD - que contiene una norma de
cierre importante en la regulación del comercio interior -, las normas autonómicas sobre la
actividad comercial sí que van a tener un efecto jurídico privado: cualquier infracción de
normas administrativas (estatales o autonómicas) que tengan por objeto la disciplina del
mercado (reglamentaciones de precios, de horarios, monopolios de ventas, requisitos de
titulación y colegiación, etc.) no sólo constituirá un ilícito administrativo sancionable por
la Administración actuante, sino una conducta objetivamente ilícita desde el punto de vista
jurídico privado, que podrá ser combatida en vía civil (acciones de cesación, de
prohibición y de indemnización en su caso) por los competidores, las corporaciones o
asociaciones profesionales y las asociaciones de consumidores.
Como cuarta reflexión: hay que destacar que la multiplicación de infracciones de tipo
administrativo que tienen como supuesto de hecho puras contravenciones contractuales no
es irrelevante para la competencia entre empresarios. La concurrencia de una sanción
administrativa, junto al coste económico (eventual) de un resarcimiento por daños
contractuales, aumenta los costes de las empresas sometidas a la aplicación de la norma
administrativa. Estos costes excedentarios son costes de producción que no tienen que
soportar empresas sujetas territorialmente a un Derecho administrativo no intervencionista.
Con ello se alteran las condiciones de la competencia en la medida en que por vía indirecta
se incide sobre los precios de los productos. Cierto que no estamos ahora ante una
intromisión en el Derecho privado de la contratación, pero sí ante una modificación, ajena
al mercado, de las condiciones de partida para el ejercicio de una competencia leal en el
mercado nacional.
La quinta reflexión viene referida a la calidad de las leyes. Como consecuencia de que las
normas autonómicas vienen practicando (porque así lo impone la jurisprudencia del
Tribunal Constitucional) una especie de autorrestricción en su alcance normativo, se
multiplican las normas que consisten en puras prohibiciones abstractas de conductas
contractuales o precontractuales que después no van acompañadas de un efecto que incida
en la estructura de la relación contractual. La normativa autonómica se colma de productos
legislativos superfluos, de puras "metanormas" cuyo contenido único se reduce muchas
veces a recordar que la Administración regional dispone de una competencia de la que se
recuerda que se hará uso en el futuro, o de la que se predica una actualización futura
acomodada a los intereses para cuya protección viene atribuida esta competencia. Son
cuerpos legislativos amorfos, cargados de preceptos cuyo supuesto no es otro que prometer
o amenazar con una conducta administrativa futura veladora del cumplimiento de las leyes.
Como cuando se dice, por ejemplo, que la Administración regional pondrá en práctica las
medidas adecuadas / velará / cuidará / etc., de que la publicidad ofrecida por los
empresarios se acomode o sujete a los principios de suficiencia o veracidad, "poniéndose
todos los medios adecuados" para que sea respetada la legislación general (civil) relativa a
la publicidad.
41
Una última consideración. Aunque anteriormente renunciamos a pronunciarnos sobre la
conveniencia de una técnica legislativa como la que estamos contemplando, sí que
interesa, no obstante, llamar la atención sobre la existencia de un límite constitucional al
establecimiento de sanciones por infracciones de intereses puramente contractuales. El
mismo se encuentra en el art. 103 CE que, al determinar que "la Administración Pública
sirve con objetividad los intereses generales [..]", impide la publificación de intereses
particulares. No es sólo que la tipificación de ilícitos administrativos por la lesión de
derechos contractuales sea, por sus altos costes de administración, una norma ineficiente.
Es que el art. 103 CE constituye también una cláusula competencial negativa, de manera
que la Administración no puede ser puesta al servicio de intereses particulares. Como
argumento que abona esta afirmación, piénsese en lo siguiente: no toda práctica desleal
supone un ataque a la competencia en el mercado que ponga en marcha la maquinaria
administrativo sancionadora diseñada en la LDC, para ello es preciso que el acto desleal
pueda falsear de manera sensible la competencia, y que, por su dimensión, afecte al interés
público (cfr. arts. 15 LCD y 7 LDC, y una muchedumbre de resoluciones en este sentido
del Tribunal de Defensa de la Competencia.
8.6. Imposición autonómica de requisitos para el ejercicio del comercio.
Es doctrina constitucional que las normas sobre capacidad del empresario son contenido de
la competencia estatal sobre legislación mercantil del art. 149.1.6ª CE (SSTC 88/1986, FJ
8ºf , 225/1993, FJ 5º, 133/1997). Sin embargo, el Tribunal Constitucional ha entendido que
la instauración autonómica de sanciones y requisitos administrativos para los comerciantes
no permite concluir sin más que estamos ante una regulación (inconstitucional) de la
actividad mercantil. Para que exista exceso competencial es preciso que la regulación sea
de carácter esencial y definidor de la actividad, por lo que se remite a un juicio de
proporcionalidad caso por caso entre la restricción y el objetivo de protección de los
consumidores (v. SSTC 88/1986, FJ 5º; 225/1993, FJ 6ºb y 284/1993, FJ 2º). Así, no son
inconstitucionales las normas que condicionan el lícito ejercicio del comercio al
cumplimiento de la regulación estatal, ni tampoco las normas autonómicas que introducen
nuevos requisitos para la realización de la actividad comercial (típicamente, la inscripción
en un registro autonómico de comerciantes, SSTC 88/1986, FJ 8ºc y g; 225/1993, FJ 5ºc;
284/1993, FFJJ 2º y 3º), o para la práctica de ciertos tipos de ventas (STC 88/1986, FJ
8ºc) o, en general, para la venta fuera de establecimiento (no sedentaria, domiciliaria y
venta a distancia, STC 225/1993, FJ 6ºc). Es inconstitucional, por desproporcionada y por
invadir la competencia estatal del art. 149.1.6ª CE, la prohibición, durante tres años, de
ejercer una actividad similar tras una venta en liquidación (STC 88/1986, FJ 8ºf).
Pues bien, varias son las consideraciones que sugiere la doctrina expuesta:
En primer lugar, exceptuando el Derecho de la competencia, la reserva estatal del art.
149.1.6ª CE se ciñe exclusivamente a la regulación jurídico-privada mercantil. Sean cuales
sean los ámbitos que comprenda el Derecho mercantil, no está sometida al Estado
cualquier regulación cuyos destinatarios sean los empresarios. Esta interpretación - que,
por lo demás, se desprende sin esfuerzo de la sistemática del propio art. 149.1 CE, donde,
por ejemplo, se reserva al Estado la reglamentación de ciertos sectores empresariales,
núms. 11º y 20º- ha sido la adoptada por el Tribunal Constitucional [v. SSTC 37/1981, FJ
3º; 14/1986, FJ 7º, 88/1986, FJ 5º, 133/1997, FJ 10,b)]. En efecto, la competencia estatal
sobre legislación mercantil es una reserva sobre una técnica de regulación, no sobre un
42
objeto de reglamentación (vgr. la empresa, o el mercado de valores). Como se dice en el FJ
3º de la STC 37/1981, a los efectos de la distribución de competencias, el problema de la
delimitación conceptual del Derecho mercantil se traslada entonces al de la delimitación
entre Derecho privado y Derecho público), de manera que, tratándose de normas de
encuadrables en este último, habrá que situar la institución de que se trate dentro de otros
criterios de reparto competencial (STC 133/1997). Ahora bien, las normas sobre capacidad
no son ni de Derecho público ni de Derecho privado, sino que simplemente constituyen el
presupuesto de cualesquiera relaciones de Derecho. Así, la competencia no es estatal
porque se trate de una norma de Derecho privado, sino tan sólo cuando el establecimiento
de un ámbito de capacidad al empresario o a cualquier participante en el ámbito
empresarial de que se trate determine consecuencias jurídico privadas, precisamente
porque la norma en cuestión sea el presupuesto de una relación jurídico privada (vgr.
según la STC 133/1997, las incompatibilidades mínimas de Administradores, Corredores
de Comercio y Notarios, o las normas de conducta de las agencias de valores conforman
las bases de la ordenación del crédito reservadas al Estado también en relación con las
bolsas de valores creadas por las Comunidades Autónomas, porque garantizan la
transparencia del mercado en interés del cliente, mientras que en la aprobación y
modificación de los estatutos de las sociedades rectoras son competentes las Comunidades
Autónomas en cuyo territorio esté ubicada la Bolsa de que de cuya sociedad rectora se
trate).
De acuerdo con lo anterior, ninguna norma autonómica que establezca requisitos para el
ejercicio del comercio o la práctica de ciertos tipos de venta, y cuya contravención genere
tan sólo efectos jurídico-públicos, podrá ser inconstitucional por invadir la competencia
estatal del art. 149.1.6ª CE, sin perjuicio de que pueda ser inconstitucional por otras
razones (vgr. por introducir una barrera en el mercado nacional [art. 139.2 CE], por
vulnerar el derecho a la libre empresa [art. 38 CE]). Por ello, y a pesar de la desafortunada
justificación contenida en el FJ 8ºf de la STC 88/1986, la norma autonómica que prohibe
durante tres años el ejercicio de una actividad comercial similar tras una venta en
liquidación, disponiendo sanciones administrativas para el caso de contravención, no
puede ser inconstitucional por invadir la reserva estatal sobre legislación mercantil.
La invasión de la competencia estatal del art. 149.1.6ª CE no puede ser baremada
atendiendo al carácter "esencial y definidor de la actividad" del requisito que imponga la
regulación autonómica. La capacidad no es un atributo graduable: se tiene o no capacidad
para el ejercicio del comercio si se reúnen las condiciones del art. 4 CCom, norma ésta que
tampoco contiene requisitos esenciales y no esenciales, sino que todos ellos condicionan
por igual el ejercicio de la actividad comercial. Aunque el Tribunal Constitucional ha
admitido que no toda incidencia en la competencia estatal es inconstitucional (SSTC
125/1984, FJ 1º; 153/1989, FJ 8º, 76/1991, FJ 4º; 100/1991, FJ 5º; 149/1991, FJ 4ºBe), lo
cierto es que en la materia de capacidad del comerciante no caben términos intermedios: la
norma regulará o no la capacidad, y ello, obviamente, con independencia de que la misma
deba aplicarse tan sólo a un sector empresarial determinado (por ejemplo, al comerciante
minorista).
Entender que el estándar de licitud varía en función de la esencialidad del requisito
introducido por la regulación autonómica, sólo tiene sentido si se interpreta que la
constitucionalidad de las exigencias administrativas para el ejercicio de la profesión de
comerciante está relacionada - como de hecho lo está- con el principio de libertad de
empresa del art. 38 CE (en conexión con el art. 149.1.1ª CE), o bien porque el parámetro
43
de constitucionalidad de la norma sea - que siempre lo es- el art. 139.2 CE. Es en esta sede
donde la regulación autonómica podrá ser inconstitucional por desigualar las condiciones
básicas para el ejercicio del comercio en el territorio nacional, y/o cuando la restricción
conlleve un sacrificio para la unidad del mercado que sea desproporcionado con respecto a
la finalidad perseguida por la norma (v. en este sentido la STC 225/1993, FJ 5ºc).
Por último, es evidente que la constitucionalidad de las exigencias administrativas
autonómicas para el ejercicio del comercio no puede justificarse - como hacen las SSTC
225/1993, FJ 6ºb y 284/1993, FJ 2º-, en el art. 9.1 CE, porque el argumento sería
necesariamente circular: se dice que la norma es constitucional porque hay que obedecer
las normas, con lo que la obligación de sujeción a la norma se fundamenta en su mera
existencia, cuya constitucionalidad se deja sin justificar.
8.7. La defensa de la competencia.
Desde el primer momento en que las Comunidades Autónomas legislaron en materia de
defensa del consumidor, y esta legislación optó por la regulación o prohibición de formas o
prácticas comerciales determinadas, el ejercicio de la competencia autonómica entraba en
conflicto con la reserva estatal del art. 149.1.6º CE, puesto que no comporta ninguna
consecuencia práctica la mención separada del Derecho mercantil, de un lado, y de la
legislación de defensa de la leal competencia, de otro, ni la segunda no se corresponde
con un título competencial autónomo del Estado distinto de la propia competencia sobre
Derecho mercantil del art. 149.1.6ª CE. Si la defensa del consumidor se instrumenta a
través de la imposición de obligaciones contractuales o de otro tipo, que inciden sobre los
empresarios, éstos podrían considerar que la norma en cuestión no produce un resultado en
la relación "vertical" con el consumidor, sino que, además, interfiere en las relaciones
"horizontales" con otros concurrentes y/o delimita el ámbito lícito de la libertad de
empresa.
El Tribunal Constitucional se ha enfrentado a la problemática delimitación de uno y otro
ámbito y los criterios de selección utilizados se fundan en el fin u objetivo preponderante
de la norma cuestionada (SSTC 88/1986, FJ 4º y 228/1993, FJ 5º). En aplicación del
mismo se dirá lo siguiente:
(i)
La protección horizontal de los competidores es defensa de la competencia,
aunque ésta se realice a través de normas que pretendan tutelar al consumidor,
en cuanto sujeto cuya libertad de elección racional se considere un factor de
regulación del mercado. Por ejemplo, se protege al consumidor frente a actos
de confusión o engaño, porque merced a esta protección se tutela la
competencia leal entre empresarios concurrentes.
(i)
La protección vertical del consumidor es derecho de consumo, aunque este fin
último se quiera conseguir a través de la tutela de los empresarios. Se dirá, por
ejemplo, que el legislador protege a los empresarios frente a la venta a pérdida
realizada por un competidor como medio para proteger a los consumidores
frente a prácticas de confusión o engaño.
Este criterio de selección finalista no es nada seguro. Lo prueba la relativa arbitrariedad de
su aplicación en los casos resueltos. Con fundamento en este criterio del fin preponderante
se declara la inconstitucionalidad de la regulación catalana que prohibe o limita la venta a
44
pérdida (habrá que considerar que también lo será la prohibición canaria del art. 32.1 de la
Ley 4/1994, y el núm. 2º del precepto, en cuanto viene a reproducir normas de
competencia estatal), así como la fijación autonómica de periodos fijos para la práctica de
rebajas (STC 88/1986, FJ 8ºd y e), igualmente declarada inconstitucional en su regulación
vasca (STC 148/1992; regulación que, por cierto, ha vuelto a reiterarse en el art. 24.1 de la
Ley 4/1994, con el matiz de que lo que se limita es la "publicidad" de esta práctica
comercial, que sólo podrá realizarse en dos periodos anuales, con una duración máxima de
dos meses por temporada); pero, al contrario, y sin que se adivine un fundamento claro
para ello, se considera que en la reglamentación de las ventas en liquidación el objetivo
preponderante lo constituye el interés de consumidores (STC 88/1986, FJ 8ºf). Lo mismo
se puede decir del juicio salomónico por el que se acaba resolviendo la constitucionalidad
de la regulación aragonesa de la venta a pérdida en la STC 264/1993: se reputa
inconstitucional la prohibición autonómica de esta venta, como desleal, cuando su práctica
tienda a la eliminación de un competidor; pero si el designio de la venta a pérdida es
inducir a error a los consumidores sobre los precios de otros productos, se considera
cubierta por el título de defensa de los consumidores. Este título ampara también la
prohibición de prácticas de envíos no solicitados o la prohibición de ventas en cadena o
sistema de "bola de nieve" (FJ 4º). Parecidamente se resuelve en la STC 228/1993: Galicia
tiene competencia para regular las ventas de saldo y liquidación, pero no puede imponer
determinaciones temporales imperativas a las prácticas de venta (FJ 6º).
Es claro que con ambos títulos se puede restringir la libertad comercial de los operadores
económicos, de manera que no tiene sentido justificar después la inconstitucionalidad de
una regulación autonómica limitativa con el fundamento de que restringe el libre ejercicio
de la actividad comercial, como hace la STC 88/1986 (FJ 8ºd).
Pues bien, la aceptación por parte del Tribunal Constitucional de dos conjuntos normativos
diferenciables en función del objeto de protección no se corresponde con la concepción
actual del Derecho de la competencia español, a la luz de lo que resulta de la Ley de
Competencia Desleal. No es cierto que el Derecho de la competencia tenga por objeto la
protección corporativa de los empresarios frente a actos concurrentes que deban juzgarse
incorrectos conforme a los usos del mercado. El objeto de protección del Derecho de la
competencia es la corrección de la competencia como institución, al servicio de todos los
que se hallan implicados en ella: empresarios, consumidores y colectividad en general. Es
ésta la razón por la que los arts. 18 y 19 LCD confieren a las asociaciones de consumidores
legitimación propia, en defensa de los intereses específicos de los colectivos a quienes
representan, y no como agentes fiduciarios o delegados de intereses de los empresarios
concurrentes en el mercado. El Derecho público y privado de la competencia protegen,
entre otros, el interés de los consumidores a través de la protección de la competencia, en
la que la colectividad entera se halla interesada. De ahí que en numerosos casos el ilícito
competencial se defina en la Ley a través de descripciones en las que es decisorio el daño
que la práctica en cuestión pueda producir en los intereses y derechos de los consumidores.
Tómense como ejemplos las tipificaciones de ilícito de los arts. 6.2 (confusión), 7
(engaño), 8 (reclamos), 11.2 (imitación), 16.1 (discriminación del consumidor), 17.2.b
(venta a pérdida). En estos casos la protección del consumidor es igualmente un
instrumento de protección del resto de los concurrentes, que, por ello mismo, están
legitimados para contestar judicialmente una práctica que, al lesionar los intereses
legítimos de los consumidores, atenta del mismo modo a la igualdad de concurrencia leal
entre competidores. Basta remitir a este respecto a la Exposición de Motivos de la Ley
45
cuando se refiere a la protección de los consumidores como un "refuerzo" o
"complemento" de la política de defensa de la competencia.
La correspondencia entre defensa del consumidor y defensa de la competencia se aprecia
también en la Ley de Defensa de la Competencia. Una de las razones para autorizar una
práctica colusoria, inicialmente prohibida por la Ley, aunque con reserva de dispensación,
es la ventaja que de esta práctica puedan obtener los consumidores (art. 3.1.a). En esto no
se ha hecho otra cosa que seguir el modelo del Derecho comunitario (art. 85.3 del Tratado
de Roma).
La regla del "objetivo preponderante" es desmentida en la propia praxis del Tribunal
Constitucional, cuando se enfrenta al enjuiciamiento de una normativa autonómica que
regula y restringe determinados tipos de ventas, con la finalidad preponderante de proteger
a los consumidores adquirentes, pero a través de técnicas de Derecho privado; entonces el
Tribunal declara la inconstitucionalidad "aunque su finalidad sea la protección del
consumidor" (STC 62/1991). De esta doctrina resulta con claridad que la línea divisoria no
se halla en la concurrencia entre defensa de la competencia-defensa del consumidor, pues
ambas políticas son concurrentes, y pueden constituir ambas el fin de protección de la
norma; la razón diferencial ha de hallarse en la persecución de una u otra finalidad
(defensa de los consumidores o defensa de la competencia) con técnicas propias del
Derecho público o del Derecho privado. Esto explica la racionalidad de la decisión
contenida en la STC 264/1993, en lo que respecta a la competencia autonómica de
redacción y aprobación de un Plan General para el equipamiento comercial. Las
Comunidades Autónomas no invaden con ello la competencia estatal relativa a la defensa
de la competencia, ni aunque se encuentre entre los objetivos de ese Plan la "protección de
la competencia dentro de la defensa de la pequeña y mediana empresa"; pues, como
advierte el Tribunal, sólo podría ser inconstitucional esta previsión una vez que se
predeterminara en determinado sentido el contenido concreto de la directriz en cuestión,
pero no por el hecho de perseguir un objetivo o finalidad determinada.
En resumen, el criterio de selección se encuentra en la instrumentalización técnica a
determinados fines, no en la contrastación de los fines que persigue la norma. No se
pueden distribuir las materias normativas entre el Estado y las Comunidades Autónomas
según que el fin preponderante de la norma sea la protección de la competencia mercantil o
la protección de los consumidores. Las finalidades de las normas o sus objetivos, en este
ámbito, son fungibles, recíprocamente instrumentales e intercambiables. Y si el bien
jurídico protegido por la sanción administrativa es tanto la leal competencia como la
defensa de los consumidores, supone una contradicción valorativa carente de justificación
el hecho de que una conducta lícita en el Derecho de la competencia sea ilícita por
contravenir el fin de protección de los consumidores. Por ello es absurdo que según la
Disp. Final de la Ley 7/1996, de 15 de enero, de Ordenación del Comercio Minorista,
modificada por Ley 55/1999, de 29 de diciembre, la determinación temporal en la que es
admisible la venta en rebajas (art. 25) sea Derecho de la competencia, mientras que la
previsión que impone una duración máxima para la venta en liquidación sea una norma
supletoria (art. 31.1), al igual que la previsión del art. 9.2, que prohibe limitar el número de
unidades susceptibles de ser adquiridas por cada consumidor y también la concesión de
incentivos para las compras que superen un determinado volumen. Evidentemente, las tres
previsiones constituyen Derecho de la competencia. En realidad, el Legislador estatal no
ha hecho otra cosa que reiterar la igualmente injustificable diferenciación contenida en la
STC 88/1986.
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9. El principio de unidad de mercado.
9.1. Su alcance como título competencial.
El Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de aclarar que el art. 139.2 CE no contiene
una distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, sino un
límite a toda competencia (SSTC 1/1982, 87/1987, 52/1988). En concreto, no es un título
competencial en cuya virtud pueda reservarse el Estado la facultad de "preservar la libre
circulación de bienes en el territorio nacional" (STC 95/1984, FJ 7º). A pesar de este
carácter neutral de la regla, sin embargo es evidente que su potencial limitador será más
intenso en relación con la normativa autonómica. Desde el momento en que una regulación
autonómica pretenda reglamentar el comercio de bienes y servicios mediante la
instauración de condiciones, requisitos y prohibiciones de intercambio, esta regulación
está, siquiera sea de modo indirecto, creando una barrera en el mercado interior, en la
medida en que dificulta que los bienes y servicios que provienen del ámbito externo a esta
Comunidad puedan circular con el solo cumplimiento de las reglas o condiciones de
comercialización impuestas a nivel general o en el propio territorio desde el que se practica
el intercambio o tráfico del producto. Y ello sin contar con que el límite a la posibilidad de
una regulación particular de origen autonómico no sólo proviene de las competencias
estatales, sino de los compromisos que el Estado tiene contraídos en su conjunto con la
Unión Europea, y que derivan del principio de libre circulación de mercancías del art. 30
del Tratado de Roma.
9.2. La ponderación entre unidad interior y autonomía.
Expuesto en los términos que acabamos de adelantar, el problema parecería insoluble. En
efecto, el art. 139.2 CE se traduciría de hecho en la imposibilidad de que una Comunidad
Autónoma pudiera hacer uso de su competencia cuando el resultado de aquél fuera la
creación de una barrera en el mercado interior o de un obstáculo que dificultara el
intercambio o que lo hiciera no uniforme para los distintos operadores en el mercado.
El Tribunal Constitucional ha sostenido que si una norma es de indiscutible competencia
autonómica, no se puede contrarrestar o anular el efecto que se sigue de su aplicación en
aras de un principio de unidad de mercado que no se compadece con la forma compleja de
nuestro Estado (STC 87/1987). La existencia de un único orden económico en un mercado
nacional no excluye la existencia de la diversidad jurídica que resulta del ejercicio por los
órganos autonómicos de competencias normativas sobre un sector económico cuando éstas
hayan sido asumidas en el Estatuto de Autonomía (STC 225/1993).
Esta doctrina es ajustada al principio de efectividad de las competencias, que impide
negársela a una Comunidad Autónoma cuando está claramente atribuida en su Estatuto (v.
también la STC 52/1988). Con igual alcance restrictivo ha de interpretarse el límite de la
competencia estatal exclusiva sobre comercio exterior (art. 149.1.10ª CE), ya que, como se
insiste en varias sentencias, una aplicación extensiva de este título competencial
acabaría por vaciar de contenido la premisa, consolidada en la doctrina constitucional,
conforme a la cual el ingreso de España en la CEE y la consiguiente transposición de las
normas de Derecho comunitario derivado no altera las reglas constitucionales de
distribución de competencias «ya que sería muy difícil encontrar normas comunitarias
que no tuvieran incidencia en el comercio exterior, si éste se identifica, sin más
47
matización, con comercio intracomunitario» (STC 236/1991 y en sentido similar STC
79/1992 y 313/1994).
En estos términos, la concurrencia ya no puede resolverse en función de reglas de
aplicación abstracta, y será preciso una labor de ponderación caso por caso para fijar los
límites que el principio de unidad de mercado impone al ejercicio autonómico de
competencias que se proyectan sobre la reglamentación del mercado.
El Tribunal Constitucional se ha servido de dos mecanismos a través de los cuales realizar
la ponderación. El primero consiste en el enjuiciamiento de los niveles de incidencia de la
regulación autonómica. El segundo, en la elaboración de subreglas más específicas que las
contenidas en el art. 139.2 CE.
El primer mecanismo de ponderación consiste en postular la diferencia entre la incidencia
y la obstaculización del mercado (cfr. SSTC 37/1981 y 64/1990). Este test es de escasa
utilidad. Sustituye la necesaria ponderación entre unidad y autonomía por otra no menos
huidiza entre obstaculizar e impedir, lo que remite a nuevos niveles y criterios de
ponderación suplementarios.
El segundo mecanismo consiste en la elaboración de diversos test de concreción del
principio de unidad en subreglas. Estas subreglas - por lo demás, profusamente utilizadas
por el Tribunal Constitucional en ámbitos distintos al presente- son las siguientes: el test de
proporcionalidad y la igualdad de condiciones básicas en el ejercicio del derecho.
9.3. El test de proporcionalidad.
Según éste, la norma autonómica no respeta el mandato del art. 139.2 CE cuando no existe
proporción entre el fin constitucionalmente lícito y la medida obstaculizadora del mercado
(SSTC 37/1981, 88/1986, 87/1987, 64/1990). Esta regla es también utilizada por la
jurisprudencia comunitaria en el ámbito de aplicación de los arts. 30 y 36 del Tratado de
Roma. Utilizando la versión comunitaria de la misma, más desarrollada que la del Tribunal
Constitucional, podremos decir que una medida autonómica es contraria al principio de
libre circulación cuando la medida obstaculizadora no esté justificada por el fin legítimo
perseguido o cuando entre la medida y el fin no exista proporcionalidad, por poderse
asegurar el cumplimiento del fin con una medida menos gravosa para el libre intercambio
en el mercado interior (cfr. la exposición de esta regla en la famosa sentencia de Cassis de
Dijon, As. 120/78, Rec. 1979, p. 649; apuntada ya en la sentencia Dasonville, sentencia de
11 de julio de 1974, As. 8/74, Rec. 1974, p. 837. En aplicación de la misma, en el asunto
GB-INMO-BM -As. 362/88, sentencia de 7 de marzo de 1990, Rec. 1990, p. I-667-, el
Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas entendió que la libertad de los
consumidores queda comprometida cuando se les niega el acceso a una publicidad sobre
rebajas, pues sería contraria a estos intereses una norma nacional que, bajo el pretexto de
defenderlos, prohibiera la publicidad sobre rebajas, cuando esta publicidad sea veraz).
Sin embargo, este test padece de una laguna difícil de colmar, lo que impide que sea
utilizado con exclusividad. Se trata de que con el mismo no es posible determinar cuándo
una Comunidad Autónoma persigue un fin constitucionalmente legítimo. Es decir, el
Tribunal Constitucional sitúa la aplicación del art. 139.2 CE en el terreno de la aplicación
de los medios, pero no en el terreno de la selección y control de los fines perseguibles, que
es, seguramente, donde la regla constitucional encuentra su máxima virtualidad. Es este
48
control de objetivos el que puede decir hasta qué punto es aceptable un sacrificio de la
unidad de mercado.
9.4. La igualdad de las condiciones básicas del ejercicio de los derechos.
De acuerdo con este test, el art. 149.1.1ª CE, sería un principio, del cual la unidad de
mercado aparece como una concreción; o bien aquel precepto se configura por sí mismo
como límite a la posibilidad de reglamentaciones diferenciadoras. De acuerdo con ambas
ideas - que no aparecen debidamente delimitadas en la jurisprudencia constitucional- la
posibilidad de reglamentaciones que impongan obstáculos al libre comercio de bienes o
servicios, excederán del ámbito autonómico cuando comporten desigualdad en las
condiciones básicas de ejercicio de los derechos o posiciones jurídicas fundamentales por
los españoles (v. SSTC 37/1981, 32/1983, 88/1986, 87/1987, 64/1990, 62/1991).
Tampoco este test se halla exento de dudas.
En primer lugar, porque el art. 149.1.1ª CE no es un límite al ejercicio de sus competencias
por las Comunidades Autónomas, sino un título competencial propio del Estado que
permite a éste regular las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los
españoles en el ejercicio de los derechos fundamentales. Se trataría, pues, de una
competencia de armonización, pero no de una imposibilidad por parte de las Comunidades
Autónomas de regular ciertos ámbitos de la realidad social. Es decir, el art. 149.1.1ª CE no
impide que las Comunidades autónomas legislen, sino que permite que el Estado armonice
dicha legislación. Hay que observar al respecto que -a diferencia, por ejemplo, de lo que
ocurre en Derecho Comunitario, a resultas del art. 100.A del Tratado- no se supone en la
norma constitucional que la competencia estatal sea una competencia de cierre, de tal
forma que, una vez ejercitada, precluyera la posibilidad de que las Comunidades
Autónomas produjeran una norma propia en el mismo sector.
En segundo lugar se encuentra la dificultad misma de aprehender el alcance de esta
igualdad básica. Esto conduce a que este límite constituya una regla de uso incierto y de
resultados poco contrastables en la generalidad de los casos. Ello se ha constatado, en
relación con la igualdad de los españoles en el ejercicio de sus derechos como
consumidores, en la STC 313/1994. Según la misma, para sostener la competencia estatal
sobre las actividades de normalización y homologación de productos industriales, no
puede acogerse la invocación del título competencial consagrado en el art. 149.1.1 CE,
que permite al Estado regular las condiciones básicas a fin de salvaguardar la igualdad
de todos los españoles en el ejercicio de sus derechos como consumidores. Y ello,
porque las actividades relativas a la seguridad de los productos industriales encuentran
un encaje más preciso y directo en la materia de seguridad industrial, que en la más
general de protección de los consumidores. A la misma conclusión de no aplicación del
art. 149.1.1 se llegó en las STC 100/1991 y 236/1991 relativas a una cuestión metrología- que poseía una gran similitud con la planteada en la STC citada, y, aunque
en obiter dictum, en la 146/1996, que entendió que el carácter específico de la
publicidad determina que la regla del art. 149.1.1.º CE invocada por el Abogado del
Estado, en relación con el derecho a la información de los consumidores y usuarios (art.
51 CE), por su más amplio alcance debe ceder a la regla de carácter más específico, en
este caso, la relativa a la publicidad.
49
9.5. La limitada aplicabilidad del principio de unidad de mercado en el enjuiciamiento de
la constitucionalidad de las regulaciones sobre las modalidades de venta.
En realidad, las declaraciones de inconstitucionalidad de las normas autonómicas sobre las
modalidades de venta no se han fundado nunca en la transgresión del principio de unidad
de mercado. El Tribunal Constitucional ha declarado que la diversidad de regulaciones
sobre las modalidades de venta no supone necesariamente una fragmentación
inconstitucional del mercado nacional (SSTC 88/1986, FJ 7º; 62/1991). Esta afirmación es
absolutamente correcta, y no sólo porque la reglamentación divergente pueda ser
proporcionada o porque no introduzca una desigualdad de condiciones básicas de ejercicio
de la actividad comercial, sino porque no toda regulación de la actividad comercial
amenaza de igual modo la unidad de mercado.
En efecto: cuando la reglamentación afecta a productos (por ejemplo, etiquetado,
envasado, etc.) no puede ser adoptada por una Comunidad Autónoma salvo que se aplique
a productos producidos en dicha Comunidad, y siempre que su exigencia no resulte
desproporcionada, hasta el punto de desequilibrar la relación de igualdad de concurrencia
entre todos los competidores en el mercado nacional (cfr. SSTC 37/1981; 71/1982, FJ 9º;
48/1988, FJ 4º; 53/1988, FJ 1º). Así, es ilícita la prohibición autonómica de circulación de
productos que impliquen riesgos para la salud, sin que tal medida se concrete a los
productos cuyo proceso de fabricación esté sometido a la competencia de la Comunidad
Autónoma (STC 71/1982, FJ 9º). Será, por el contrario, constitucional la norma
autonómica que restringe tan sólo el tráfico vinculado al comercio que tenga lugar en el
ámbito regional (cfr. STC 37/1981).
Mayor amplitud existe cuando la reglamentación no versa sobre productos, sino sobre
instalaciones o establecimientos empresariales. Es perfectamente admisible el desarrollo
autonómico en lo que respecta a reglamentaciones sanitarias e higiénicas de
establecimientos de producción y venta. Igualmente, la unidad de mercado no exige un
régimen monolítico en materia de grandes superficies comerciales (STC 227/1993), ni
tampoco la diversidad de horarios comerciales es discriminatoria o rompe la unidad de
mercado (STC 225/1993), como tampoco lo hace que la autorización administrativa para el
establecimiento de instalaciones de distribución de carburantes sea competencia de las
Comunidades Autónomas (STC 197/1996).
Tal diferenciación ha sido aplicada también por el Tribunal de Justicia de las Comunidades
Europeas: no se opone al art. 30 del Tratado de Roma la normativa nacional que prohibe
de modo general la reventa a pérdida, siempre que aquélla sea indistintamente aplicable a
los productos nacionales y a los procedentes de otros Estados miembros (sentencia de 24
de noviembre de 1993, Ass. 267/91 y 268/91), sin embargo, las reglamentaciones
nacionales relativas a los requisitos que deben cumplir las mercancías están sometidas al
rígido escrutinio de validez que resulta de las reglas Dasonville y Cassis de Dijon.
La razón que justifica tal diversidad en el enjuiciamiento de las diferentes
reglamentaciones sobre la actividad comercial, reposa en el hecho de que el objeto
regulado constituya o no capital circulante dentro de un ciclo de comercialización en el
mercado interno. Se explica con ello, por ejemplo, la diferencia entre productos y
establecimientos a efectos del Registro General Sanitario (RD 1712/1991): la autorización
sanitaria de funcionamiento de industrias o establecimientos corresponde a las
Comunidades Autónomas, y será previa a la inscripción del producto en el Registro estatal.
50
Similar situación existe en lo que respecta al sector petrolero tras la STC 197/1996, según
la cual el Registro estatal de Instalaciones de distribución de gasolinas y gasóleos de
automoción dependiente del Ministerio de Industria y Energía (que entre otras cosas se
justifica como instrumento de control del cumplimiento de la normativa básica estatal
sobre distancias mínimas entre establecimientos) no puede constituirse como requisito de
la autorización para la instalación por parte de las Comunidades Autónomas.
De esta forma, las reglamentaciones de la actividad comercial sólo supondrán una
restricción que fragmente el mercado nacional cuando afecten a capital circulante dentro
del mercado nacional. En otro caso, la unidad de mercado queda salvaguardada por el
hecho de que las reglas del juego son idénticas para todos los oferentes, de tal forma que
ninguno pierde cuota de mercado. Esta segunda circunstancia concurre de modo general en
la regulación de las modalidades de venta. Sólo hay que excepcionar la regulación relativa
a las ventas fuera de establecimiento: al oferente que ingresa en el mercado nacional no se
le puede exigir el cumplimiento de normativas diversas en función de la localización del
potencial comprador del producto. En este caso, el capital puesto por el oferente en el ciclo
de comercialización sí que circula en todo el mercado interior. Por el contrario, no
infringirá el principio de unidad de mercado una reglamentación autonómica de la venta a
distancia que se aplique sólo a los oferentes ubicados en el territorio afectado por la
regulación, y cuando la oferta se proyecte exclusivamente sobre tal territorio (v. el art. 28.3
de la Ley canaria 4/1994). Por lo dicho, es particularmente criticable que la Disp. Final de
la Ley estatal 7/1996, de Ordenación del Comercio Minorista, no se prevea la aplicación
general de todos los preceptos destinados a las ventas a distancia (arts. 38 y ss.). Aparte de
que algunas de estas previsiones contienen una reglamentación jurídico privada de tales
ventas (v. por ejemplo, el art. 43, sobre el plazo de entrega y pago).
En definitiva, la no afectación del tráfico estatal salvaría la medida autonómica del
reproche derivado del art. 139.2 CE. Ello no quiere decir que la medida no pueda ser
inconstitucional por razones materiales, por ejemplo, por infringir el art. 38 CE. Por
último, hay que señalar que, exceptuadas las competencias estatales identificadas por el
empleo de una técnica de regulación de Derecho privado, o las intervenciones amparables
en la competencia sobre defensa de la competencia, la barrera normativa de las
Comunidades Autónomas viene en todo caso constituida por la unidad de mercado y por
los límites impuestos por el art. 149.1.13ª CE, que veremos a continuación.
10. La competencia estatal en la planificación de la economía nacional.
10.1. Concepto y alcance de bases y coordinación de la economía.
El art. 149.1.13ª CE reserva al Estado la competencia sobre "bases y coordinación de la
planificación de la actividad económica". El concepto de "bases" a que se refiere este
precepto no es idéntico al que utiliza la propia Constitución en otros lugares de los arts.
148 y 149. En el precepto ahora comentado, bases no hace referencia a la regulación
nuclear de una institución, cuyo desarrollo correspondería a las Comunidades Autónomas.
La interpretación que hace el Tribunal Constitucional de la norma de referencia no pasa
por una concepción verticalmente articulada de las bases, que distribuyera la materia
regulable según el grado de principalidad de sus aspectos relevantes. Para el Tribunal es
una determinada materia económica la que se reserva como básica al Estado, y no la
regulación nuclear de la materia económica. Basta que, en el entender de la jurisprudencia
51
constitucional, un determinado sector sea básico por razones materiales (en el sentido que
a continuación expondremos), para que el Estado extienda sobre él su competencia.
En este concepto de bases en sentido de materia regulable importante, el alcance de la
competencia estatal se viene concibiendo como exclusiva, incluyendo la potestad de dictar
normas concretas y regulación de detalle, hasta el punto de no dejar espacio normativo
alguno sobre el que pudiera proyectarse una eventual competencia de desarrollo
autonómico (cfr. STC 26/1986, FJ 4º).
Queda con esto justificado que las medidas concretas y de detalle, e incluso las facultades
de ejecución material, pueden ser calificadas como básicas en el sentido del precepto, pues
el sentido de este concepto no es correspondiente a medida general o regulación nuclear,
sino a importancia de la materia sobre la que se regula (SSTC 32/1983, 29/1986, 59/1990).
Es importante constatar que el Tribunal Constitucional no ha reconducido esta
competencia a la potestad de planificación estatal a que se refiere el art. 131 CE. El Estado
puede, pues, ordenar globalmente la economía sin necesidad de recurrir a una planificación
económica.
Se explica entonces una doctrina jurisprudencial que de hecho ha venido utilizando el art.
149.1.13ª CE de una forma tal que prácticamente se pone en manos del Estado la
competencia exclusiva para regular parcelas económicas que el propio Estado considera
importantes para el país en su conjunto, sin considerar si esta competencia se ejercita o no
en la persecución de fines que, en el reparto competencial, corresponden a las
Comunidades Autónomas. Se sostiene, de esta forma, que el Estado define los objetivos de
política económica y las líneas de actuación tendentes a alcanzarlo, y adopta las medidas
necesarias para la realización de aquéllos (SSTC 132/1988, 186/1988, 96/1990).
El fundamento de esta extensión competencial se quiere hallar en el principio de unidad
económica (el art. 2 CE establece el principio de unidad, que se proyecta en la esfera
económica, STC 1/1982, FJ 1º). Y la atribución y ejercicio de esta competencia sólo está
sometida a la condición de que sea precisa la acción unitaria en el conjunto del Estado, por
la necesidad de asegurar un tratamiento uniforme a determinados problemas económicos, y
siempre que la coherencia de la política económica global exija decisiones unitarias y no
pueda articularse sin riesgo para la unidad del Estado (STC 28/1986, FJ 4º). En el mismo
sentido, SSTC 152/1988, 186/1988 y 96/1990.
Ello supone configurar el art. 149.1.13ª CE como una auténtica competencia general, que
se solapa con las que pudieran tener al respecto las Comunidades Autónomas, las cuales
claudicarán ante el ejercicio de la competencia estatal. Lo que es tanto más singular cuanto
que es el propio Estado el que define en gran medida los objetivos de política económica
global que debe perseguir. Esto acaba suponiendo, de suyo, que es el propio Estado el que
sustancialmente viene a decidir en cada caso cuál es su competencia en el orden
económico (véanse al respecto las SSTC 186/1988 y 225/1993). De esta forma, la
definición de objetivos por parte del Estado se traduce en una apropiación competencial de
los medios para conseguirlos, como si de hecho se estuviera aplicando una regla en cuya
virtud el Estado dispone de todas las competencias implícitas necesarias para la realización
de objetivos globales, aunque no estén enumeradas entre las competencias reservadas del
art. 149 CE.
52
Podemos resumir diciendo que la jurisprudencia constitucional - quizá porque ello esté en
la naturaleza de las cosas y derive sin más de la propia lógica del poder estatal- ha
convertido el art. 149.1.13ª CE en una competencia de resultados, para cuya consecución
se entiende implícitamente apoderado el Estado con todas las competencias instrumentales
precisas. Y ello en lugar de concebir el precepto en cuestión como lo que realmente es a la
luz de una interpretación literal de la norma constitucional: como una competencia
instrumental más, junto a otras, de ordenación de la actividad económica, y caracterizada
frente a otras competencias instrumentales por el hecho de afectar a la realidad económica
mediante la determinación de las bases y la coordinación de tal actividad.
Afortunadamente, esta es la interpretación, más correcta, que cabe derivar de la STC
197/1996, que declaró la facultad estatal para la planificación general de la actividad
económica presupone de suyo la existencia de otras competencias autonómicas que deben
ser respetadas. Así, según la STC citada, la competencia estatal exclusiva sobre la
planificación de la actividad económica y las bases del régimen energético justifica la
regulación de las distancias mínimas entre instalaciones (cuya comprobación
correspondería, sin embargo, a las Comunidades Autonómas), la autorización estatal de la
distribución al por mayor de carburantes y el establecimiento de un régimen de existencias
mínimas y la creación de un Registro dependiente del Ministerio de Industria y Energía,
pero no legitima al Estado para la inspección, el control y la sanción de las vulneraciones
de esta normativa, ni para la autorización de carburantes al por menor, que corresponden a
las Comunidades Autónomas en virtud de sus competencias sobre defensa de los
consumidores, comercio interior, medio ambiente etc.
10.2. Límites constitucionales al ejercicio de la competencia.
El control que ejerce el Tribunal Constitucional sobre la aplicación de este título ha sido
hasta la fecha bastante difuso. Como resulta que las competencias instrumentales se
encuentran implícitas en la definición de los fines perseguibles, el eventual control
jurisprudencial se cifra en la legitimidad del fin alegado y en la suficiencia de este fin para
justificar la necesidad de aplicar en su consecución una política económica global
homogénea.
Para que se entienda atribuida la competencia no basta la simple utilidad del
establecimiento de la medida (STC 75/1989), ni que dicha medida tenga algún efecto sobre
la economía o sobre el sistema productivo (STC 192/1990). También es preciso considerar
la correspondencia de la medida en cuestión con el fin que justifica la intervención (STC
225/1993). En la STC 26/1986 se propuso otro límite al ejercicio de esta competencia,
límite del que, al parecer, después no se ha hecho el uso que prometía; se establece en
dicha resolución, aunque, en verdad, casi de paso, una especie de principio de
subsidiariedad de dicha competencia, que sólo podrá ser actuada cuando la finalidad
económica homogénea no pueda ser conseguida con la regulación básica (en el sentido
propio del término) o a través de medidas de coordinación.
Los términos con los que el Tribunal Constitucional quiere delimitar la competencia estatal
son excesivamente inaprehensibles. Hasta el presente se puede presentir que el Tribunal
actúa bajo la consideración de que los fines económicos deben ser "significativos", aunque
todavía no ha formulado una regla en este sentido, susceptible de operar un control de los
objetivos económicos asumibles por el Estado. Esto es importante, porque la declaración
de inconstitucionalidad que ha recaído sobre la regulación de las Comunidades Autónomas
en materia de horarios de establecimientos comerciales ha sido propiciada precisamente
53
porque el Tribunal Constitucional no se ha planteado seriamente cuáles son los límites
admisibles en la asunción estatal de los objetivos económicos. En el caso resuelto por la
STC 225/1993 y las que han seguido en este sentido (SSTC 227/1993, 264/1993 y
284/1993), el Tribunal asume de manera bastante acrítica que el establecimiento de un
régimen de horarios es un objetivo suficiente para justificar una intervención estatal en
orden a imponer una política económica ante la que claudican las competencias
autonómicas sobre comercio interior. En último extremo queda por justificar por qué son
de más peso en este caso los objetivos de política económica alegados por el Estado que
los objetivos de salvaguardia de las estructuras comerciales tradicionales, alegados por las
Comunidades Autónomas.
11. La competencia local en materia de consumo
11.1. El problema
A los problemas expuestos en el epígrafe anterior, hay que sumar el problema de las
competencias municipales sobre la actividad comercial, particularmente, sobre ciertas
modalidades de venta. Porque lo cierto es que la legislación básica sobre régimen local y
ciertas regulaciones sectoriales (el TRLGDCU, Ley 6/1997, de Ordenación del Comercio
Minorista, la Ley General de Sanidad) confieren a las Corporaciones locales competencias
en defensa de usuarios y consumidores así como sobre materias que inciden directamente
en la actividad comercial (por ejemplo, control sanitario de la distribución y suministro de
productos alimenticios), asignación competencial que, además, en algún caso supone la
expresión de la garantía institucional de la autonomía local de los arts. 137 y 140 CE (cfr.
SSTC 32/1981, FJ 6º y 214/1989, FJ 3º).
De esta forma, la intervención municipal en la actividad comercial en la que de una u otra
forma están involucrados los consumidores puede producirse desde diversos frentes:
ordenación urbanística (vgr. licencias municipales), seguridad en lugares públicos,
salubridad pública, la propiamente consistente en defensa de consumidores y usuarios, etc.
Tales "materias", comprendidas en el art. 25 LBRL, son potencialmente aptas para fundar
la producción de una reglamentación local que determine, por ejemplo, la regulación de la
venta ambulante en el término municipal, o el régimen de reservas de suelo para el
establecimiento de grandes superficies.
El problema a dilucidar es en qué medida estas competencias municipales pueden ser
mermadas o suprimidas cuando la Comunidad Autónoma correspondiente ejercite una
competencia que "concurra" con la local, sobre todo en aquellas materias en las que es más
difusa la frontera entre la defensa de consumidores y usuarios (prevista expresamente en el
art. 25 LBRL citado) y la actividad comercial, no expresamente prevista como
competencia municipal en ninguna norma. Y no sólo eso, se trata también de determinar si
- también cuando la regulación pueda considerarse claramente comprendida en la defensa
directa de consumidores y usuarios -, el ámbito de la competencia local constituye tan sólo
un círculo dentro del espacio competencial autonómico, o si, además, las Corporaciones
locales son competentes para producir una reglamentación que anteceda a la regulación
estatal (o que la reproduzca) en materias reservadas al Estado por el art. 149.1 CE. Por
ejemplo: como realización de algunos intereses - en el sentido del art. 137 CE- de los entes
locales fijados en la LBRL y en ciertas legislaciones sectoriales (vgr. defensa de los
consumidores, control sanitario de la comercialización de productos para el consumo
humano, v. arts. 25.2.g y h LBRL, 42.3.d de la Ley General de Sanidad), ¿pueden los
54
Ayuntamientos disponer una reglamentación que determine la nulidad de los contratos
que, celebrados en el Municipio, versen sobre productos insalubres? ¿Sería lícita una
Ordenanza que determinase la responsabilidad civil del vendedor por los daños causados
por el producto defectuoso? ¿Podría un Ayuntamiento dictar una Ordenanza que dispusiese
el derecho del comprador a resolver el contrato durante quince días y que obligase al
vendedor ambulante a devolver el precio pagado? ¿Y una Ordenanza que determinase la
obligación del vendedor de mantener las ofertas de venta durante un tiempo mínimo? Si la
respuesta a estas cuestiones es negativa - como intuitivamente parece serlo -, ¿cuáles son
las razones que impiden la producción de una normativa local jurídico privada?
11.2. La garantía institucional de la autonomía local
La Constitución se limita a garantizar en el art. 137 la autonomía de los entes locales para
la gestión de sus intereses respectivos. Tras ello, lo cierto es que el texto constitucional no
determina esos intereses, ni asigna un contenido competencial mínimo. Ello supone que la
concreción del principio de autonomía, esto es, la asignación de competencias a los entes
locales, corresponde al legislador (cfr. SSTC 4/1981, FJ 3º; 32/1981, FJ 3º, 37/1981, FJ 1º;
84/1982, FJ 4º; 170/1989, FJ 9º).
La cuestión que el mimetismo constitucional obliga a resolver es triple: en primer lugar, se
trata de determinar cuáles sean los intereses respectivos de las Corporaciones locales, para
cuya gestión tales entes deberán contar con las competencias suficientes. Igualmente, habrá
que resolver a qué legislador compete la fijación de tales intereses y del acervo
competencial local necesario para su realización. De todas ellas, por la ausencia de
criterios constitucionales de decisión, la cuestión más delicada es la primera y, por
conexión necesaria, la segunda.
Pues bien, la mayor dificultad proviene de la identificación de lo que sean esos "intereses
respectivos" para cuya gestión el art. 137 garantiza la autonomía de las Corporaciones
locales, garantía que, según jurisprudencia constitucional, no se traduce exclusivamente en
una reserva de ley para la regulación de la materia, sino que existe un núcleo indisponible
para el propio legislador, sea estatal o autonómico (cfr. SSTC 32/1981, FJ 5º; 170/1989, FJ
9º; 214/1989, FJ 4º; 148/1991, FJ 7º). Se viene considerando que por intereses respectivos
no cabe entender una delimitación por razón de la materia de una esfera determinada de
intereses que, por definición, se consideren como propiamente locales. Se dirá entonces
que no hay intereses locales por razón de la materia y que todos los intereses públicos son
susceptibles de convertirse en locales desde el momento en que se produce la afectación al
interés de los ciudadanos considerados como miembros de una comunidad municipal. La
consecuencia necesaria de tal planteamiento es entender que existe una reserva o garantía
de intervención de los entes locales en todos los ámbitos que les interesen, y la
consideración de que los propios entes locales no se encuentran constreñidos por una
limitación de los fines que han de perseguir. Se hablará entonces de una "competencia
general de los municipios" referida a los "asuntos que afecten directamente al círculo de
sus intereses".
Nótese que la justificación de tal competencia general es puramente tautológica, porque se
sustituye la definición del "interés respectivo" por otra noción, igualmente inasible, que es
la de "afectación del asunto al interés municipal", cuando, además, se parte de la doble
premisa de que la simple proyección de un problema más allá de las fronteras municipales
no convierte sin más el interés en supralocal, y de que, como se ha dicho, cualquier interés
55
público es susceptible de ser, por ello mismo y a la vez, interés respectivo de las
Corporaciones locales.
La falta de concreción reseñada es predicable también de la legislación básica sobre
régimen local. El art. 2 LBRL establece que el legislador sectorial debe asegurar a las
entidades locales "su derecho a intervenir en cuantos asuntos afecten directamente al
círculo de sus intereses". De igual modo se expresa el art. 25.1 LBRL, el cual añade otra
dificultad, ya que su tenor literal circunscribe la gestión local de tales intereses al ámbito
de las competencias municipales que, como veremos seguidamente, no resultan
especificadas por norma alguna.
No obstante, el art. 25.2 LBRL sí que ha cristalizado en alguna medida la opción
constitucional mediante la determinación de un mínimo asegurado a las entidades locales,
como concreción de la garantía institucional del art. 137 CE, y que no puede ser
desconocido por la legislación autonómica de desarrollo ni por la sectorial que, en el
ámbito de sus competencias, produzcan el Estado y las Comunidades Autónomas. De esta
forma, la imposibilidad de cristalizar definitivamente un régimen competencial sin
referirse a la legislación sectorial, produce el resultado de que el régimen competencial
de las entidades locales sea un sistema abierto en el que sólo se asegura a nivel básico la
existencia de un mínimo indisponible. Esto resulta peculiar, porque supone considerar que
el art. 149.1.18ª CE faculta al Estado para disponer legítimamente de competencias - que,
en muchos casos, no le corresponden- y asignarlas a las Corporaciones locales. No
obstante, el Tribunal Constitucional ha determinado que tal solución es conforme a la
Constitución si el legislador estatal se limita a enumerar las materias sobre las que las
entidades locales deberán tener competencias, sin fijar detalladamente tales competencias
(v. STC 32/1981, FJ 6º y, particularmente, la STC 214/1989, FJ 3º, sobre la LBRL). Esto
es: el legislador estatal está legitimado para producir una regulación básica ex art.
149.1.18ª CE que fije los "intereses" de las Corporaciones locales, pero no puede concretar
el grado de competencia, lo que corresponde al legislador sectorial.
11.3. El Texto Refundido de la Ley de Consumidores
En el título III del libro primero se incorpora la regulación en materia de cooperación
institucional, especialmente relevante en la protección de los consumidores y usuarios
teniendo en cuenta las competencias en la materia de las Comunidades Autónomas y de
las entidades locales. Se integra así en un título específico la regulación de la
Conferencia Sectorial de Consumo incorporada en la Ley General para la Defensa de
los Consumidores y Usuarios en la modificación realizada por la Ley de Mejora de los
Consumidores y Usuarios y las disposiciones específicas sobre cooperación
institucional en materia de formación y control de la calidad.
Se fundamentan, en consecuencia, las disposiciones de este título en el principio de
cooperación, en relación con el cual el Tribunal Constitucional, entre otras en STC
13/2007 (RTC 2007, 13), F. 7, viene señalando que «las técnicas de cooperación y
colaboración "son consustanciales a la estructura compuesta del Estado de las
Autonomías"» (STC 13/1992, de 6 de febrero [RTC 1992, 13], F. 7; y en el mismo
sentido SSTC 132/1996, de 22 de julio [RTC 1996, 132] F. 6 y 109/1998, de 21 de
mayo [RTC 1998, 109], F. 14) y que el principio de cooperación «que no necesita
justificarse en preceptos constitucionales o estatutarios concretos» (STC 141/1993, de
22 de abril [RTC 1993, 141], F.6.ñ; y en el mismo sentido STC 194/2004, de 4 de
noviembre [RTC 2004, 194], F. 9) «debe presidir el ejercicio respectivo de
56
competencias compartidas por el Estado y las Comunidades Autónomas (STC 13/1988,
de 4 de febrero [RTC 1988, 13], F. 2; en el mismo sentido, STC 102/1995, de 26 de
junio [RTC 1995, 102], F. 31) (...)».
La sentencia del Tribunal Constitucional 15/1989, de 26 de enero de 1989 (RTC
1989, 15), y el régimen jurídico vigente, atendiendo a las competencias asumidas por
las Comunidades Autónomas y las entidades locales en materia de protección de los
consumidores y usuarios, ha exigido regularizar y aclarar muchas de las disposiciones
contenidas en la Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los
Consumidores y Usuarios, y ahora incorporadas al libro primero, títulos I y III.
En particular, se circunscriben las obligaciones impuestas a los medios de
comunicación, a la radio y televisión de titularidad estatal, insertándose tales
obligaciones en el ámbito de la potestad de autoorganización de la Administración
General del Estado.
Igualmente, atendiendo a las competencias de las entidades locales en materia de
defensa de los consumidores y usuarios y sin perjuicio de la participación de la
asociación de entidades locales con mayor implantación en la Conferencia Sectorial de
Consumo, conforme previene el artículo 5.8 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre
(RCL 1992, 2512, 2775 y RCL 1993, 246), de Régimen Jurídico de las
Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, se establece
expresamente la cooperación institucional entre la Administración General del Estado y
las entidades locales a través de la asociación con mayor implantación.
11.4. Venta ambulante y licencias de apertura de establecimientos comerciales: de la
exclusividad a la participación municipal
En la determinación de las competencias municipales sobre la actividad comercial, la
tendencia general del legislador sectorial (autonómico) ha sido la de diluir la intensidad de
la intervención local. Los ejemplos paradigmáticos de esta práctica los suministran las
normas autonómicas sobre comercio interior que atribuyen a las Administraciones
regionales la competencia para promulgar Ordenanzas-tipo en materia de venta ambulante,
y también aquellas otras que imponen condicionamientos a la concesión de las licencias
municipales de apertura de establecimientos comerciales.
Por lo que se refiere a la venta ambulante, hasta la llegada de las primeras normas
autonómicas de ordenación del comercio, los Municipios estaban facultados para disponer
sus propias Ordenanzas reguladoras de esta modalidad comercial, sin más
condicionamientos que los establecidos en el RD 1010/1985, que, pese a diseñar una
Ordenanza-tipo sobre venta ambulante, dejaba a los Ayuntamientos amplia libertad para la
configuración de su propia reglamentación municipal. El abanico de regulaciones
autonómicas de la venta ambulante oscila entre este modelo del RD 1010/1985 - supletorio
de la eventual normativa autonómica sobre la materia (DF 1ª) -, esto es, de libertad casi
absoluta de los Ayuntamientos para la configuración de sus Ordenanzas (por ejemplo, las
leyes andaluza, 9/1988, gallega, 8/1988 y navarra, 13/1989), hasta aquellas otras que
excluyen lugares de realización de tal modalidad de venta (arts. 17.3 y 26.1 II de la Ley
aragonesa 9/1989; arts. 15 II y 17 de la Ley vasca 7/1994), o que limitan temporalmente
los días semanales de ejercicio del comercio ambulante (art. 14.2 del DLeg. catalán
1/1993), o las que hacen ambas cosas (art. 23 de la Ley canaria 4/1994). Hasta ahora, y a la
57
espera de la regulación en que se concreten ciertas previsiones habilitadoras de
reglamentaciones autonómicas sobre la venta ambulante (v., por ejemplo, el art. 20.c de la
Ley castellano-manchega 3/1995), la regulación autonómica más intensa de esta
modalidad de venta proviene de la Comunidad Valenciana donde, además de excluirse
lugares de realización de tal venta (art. 4.1 del D. 175/1989) y de limitarse el número de
días semanales en los que la misma puede llevarse a cabo (art. 20.1.c.2 de la Ley 8/1986),
se introduce la exigencia de que la creación de mercados de venta no sedentaria se
acompañe del informe favorable de la Dirección General de Comercio de la Generalidad
(art. 10.1 del D. 175/1989).
Otro ámbito en el que la intervención municipal ha padecido una erosión similar es el del
urbanismo (vgr. licencias administrativas para instalación y apertura de establecimientos
mercantiles), materia ésta que, pese a no guardar relación con las competencias
municipales sobre las modalidades de venta, merece ser mencionada aquí por haberse
dirimido precisamente en esta sede el alcance de la autonomía local en relación con las
regulaciones autonómicas sobre la actividad comercial.
Veamos cómo ha resuelto el Tribunal Constitucional el único conflicto que hasta ahora se
le ha planteado, el de las regulaciones autonómicas sobre las licencias de apertura de
establecimientos comerciales. Tras haber estimado que estas determinaciones legales no
infringen el derecho fundamental a la libertad de empresa, el principio de unidad de
mercado e igualdad básica de todos los españoles, y que tampoco atentan contra los
principios de seguridad jurídica y reserva de ley (STC 225/1993, sobre la regulación
valenciana), en la STC 264/1993 se sostuvo que, además, la ley aragonesa no infringe la
garantía institucional de la autonomía local por la circunstancia de que sea exigible una
autorización autonómica además de la propia licencia municipal de apertura, cuando se
trate de grandes superficies, solución que se justifica -a juicio del Tribunal- en el carácter
supramunicipal de los intereses concernidos por la instalación de un centro de esta especie.
Ahora bien, la corrección de la regulación autonómica no puede fundarse en el carácter
supramunicipal del interés, puesto que, aun así, es innegable que el asunto "afecta" también
al interés de la comunidad vecinal. Lo que el Tribunal hace, en definitiva, no es otra cosa
que renunciar a suministrar - quizá porque no los haya- criterios de decisión utilizables.
Con criterios tan inciertos como el de la razonabilidad de la regulación autonómica (el
único propuesto hasta la fecha en la STC 32/1981), tan justificable es esta solución como
otra cualquiera: ¿es más razonable la regulación valenciana sobre la venta ambulante que
la andaluza? ¿cómo se valora la suficiencia de las "razones" autonómicas (vgr.
competencia sobre ordenación regional de la economía, sobre ordenación del territorio,
etc.)? Según se desprende de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, lo único
irrazonable sería la supresión total de la intervención municipal, mientras exista alguna,
por nimia que sea (vgr. competencia de ejecución), la garantía de la autonomía local
resulta salvaguardada.
11.5. La expansión de las competencias locales
A pesar de que el examen de la legislación de régimen local y de defensa de los
consumidores parece arrojar una perspectiva negativa sobre el ámbito competencial de las
Corporaciones locales en la materia objeto de nuestro estudio, sin embargo esta imagen no
58
se corresponde con la realidad de la ordenación local. En la práctica, los entes locales
disponen de un amplio poder normativo para regular las actividades comerciales.
La justificación de esta práctica se halla en diversos factores. El primero de ellos es la
carencia de una reglamentación sectorial estatal o autonómica que dote de contenido a las
competencias a las que nos hemos referido en el epígrafe anterior. Ante esta ausencia, los
entes locales proceden a reglamentar directamente, sin esperar una habilitación legal
específica.
Otro factor que concurre es la propia ambigüedad de la legislación correspondiente. Con
unas palabras de difícil interpretación, el art. 29 LBRL reconoce a los Municipios
competencias para realizar "actividades complementarias de las propias de otras
Administraciones públicas", y se citan algunas de ellas a título de ejemplo (sanidad,
vivienda, medio ambiente, etc.). Y no se contienen al respecto mayores limitaciones ni se
señalan las condiciones de ejercicio de dicha competencia.
Además, en el ámbito de sus competencias, las entidades locales reglamentan sobre la base
de Ordenanzas (cfr. arts. 47-49 LBRL; art. 55 del Texto Refundido de 1986). Estas
Ordenanzas, como manifestación de la potestad reglamentaria, están sometidas al principio
de jerarquía normativa y limitadas por la reserva de ley. Pero, a diferencia de la
Administración central o autonómica, la Administración local es representativa y
autónoma; confluyen en ella, por así decirlo, el aspecto representativo con poder normativo
y la función administrativa. A diferencia de los reglamentos de las Administraciones
públicas estatal o autonómica, las Ordenanzas locales representan en la Administración
local el papel que técnicamente corresponde a las leyes en el ámbito estatal o autonómico.
La Ordenanza, el reglamento municipal, es la forma técnica de expresión de la autonomía
municipal, mientras que este concepto no puede predicarse del resto de las
Administraciones públicas, pues en éstas es la ley (estatal o autonómica) y no el
reglamento, la forma técnica de realización del principio de soberanía (el Estado) y de
autonomía (las Comunidades Autónomas). El resultado de todo ello es que, la reserva de
ley no puede jugar respecto de la Administración municipal en su sentido clásico, sino
como una habilitación de las potestades municipales, sin determinar el contenido de la
regulación local. De ahí que resulte incorrecto sostener que, en defecto de una ley que
desarrollen o ejecuten, los Ayuntamientos sólo disponen de potestad reglamentaria interna
u organizatoria.
En definitiva, en la reglamentación municipal los Ayuntamientos delimitan su propia
competencia, mediante la autodefinición de lo que sean "intereses propios" de los entes
locales, sin más límites que el principio de legalidad entendido en un sentido puramente
negativo, como imposibilidad de dictar normas reglamentarias contrarias a leyes formales
estatales o autonómicas. La delimitación competencial municipal no se produce entonces
por medio de una habilitación legal de competencias, sino por remisión a alguna de las
"materias" enumeradas en el art. 25 LBRL, y sobre las que las entidades locales han de
tener competencia en el marco de sus intereses propios.
Como ejemplo de reglamentación del comercio a través de la regulación municipal puede
consultarse la Ordenanza del Ayuntamiento de Madrid por la que se aprueba el
Reglamento del comercio minorista de alimentación (BOCM, 22-III-1991). Esta
reglamentación no se limita a los aspectos sanitarios del comercio minorista. El ejemplo
59
sirve para cualquier Municipio español, y muestra cómo las entidades locales hacen uso de
una competencia implícita que nadie les discute.
En resumen, los Municipios pueden regular la actividad comercial desde dos títulos
competenciales diversos:
(i)
En primer lugar, y como contenido de la propia ordenación urbanística, y en la
medida en que la entidad local dispone de competencia para su formulación.
Los límites de esta regulación serán los propios del título competencial de
urbanismo y ordenación del territorio, en la forma en que aparece regulado en
la legislación del Suelo.
(ii)
Los entes locales disponen de competencias sobre las materias enumeradas en
el art. 25 LBRL. Si no existe legislación sectorial estatal o autonómica que
delimite cuál es el grado de competencia local, la propia entidad local podrá
autodefinir cuál es su nivel de interés propio, y reglamentar sobre las materias
enumeradas en el art. 25 por medio de Ordenanzas, que no encontrarán otro
límite que el derivado del principio de legalidad en su formulación negativa:
como imposibilidad para dictar normas reglamentarias contrarias a leyes
formales. Pero sin necesidad de apoyarse en una ley formal como título
habilitador.
Para los efectos de nuestro estudio, las materias enumeradas en el art. 25 de la Ley 7/1985
que pueden servir de apoyatura a una regulación de la actividad comercial son: seguridad
en lugares públicos, ordenación del tráfico, protección del medio ambiente, abastos,
protección de la salubridad pública, defensa de los consumidores. Estas "materias"
constituyen límites competenciales. Los entes locales no pueden reglamentar en
persecución de fines distintos de los aquí enumerados. En concreto, y a título de ejemplo,
los entes locales no pueden regular la actividad comercial con objeto de proteger la
competencia mercantil, ni pueden alterar el régimen general de la contratación. No pueden
los Ayuntamientos reglamentar horarios comerciales como una forma de protección de
determinadas estructuras comerciales, pero sí (y sólo) en la medida en que semejante
reglamentación pudiera considerarse una aplicación de la competencia municipal de
reglamentación en materia de abastos.
Y es aquí donde se manifiesta el delicado problema al que nos referimos en la introducción
de estos últimos epígrafes: en la autodefinición de sus intereses respectivos o como
realización de los que les son reconocidos por la LBRL (por ejemplo, defensa de los
consumidores), y en la medida en que la regulación local no contradiga lo dispuesto en la
ley, ¿pueden los Ayuntamientos disponer una regulación jurídico privada de protección de
los consumidores? Tómense como ejemplos los siguientes preceptos del Reglamento de
las condiciones sanitarias (!) de establecimientos alimentarios del Ayuntamiento de
Albacete, de 29-VIII-1986 (BOP, 13-X, última modificación de 2-IV-1992, BOP 13-V): el
art. 10.3 establece que "los comerciantes están obligados a entregar al comprador los
productos por el precio anunciado y con el peso íntegro solicitado, sin incluir en éste el
peso del papel de envolver, que, en todo caso, será gratuito para el comprador". ¿No es,
cuando menos, una norma que obliga a cumplir las ofertas de venta? Por su parte, el art.
12.2 dispone que "todos los productos que se expongan quedarán afectados a su venta
siempre que sean solicitados". ¿No se trata de una norma que, además de obligar a cumplir
las ofertas de venta, define lo que constituye tal?
60
11.6. Límites a la potestad local
Pues bien, ¿cuáles son las barreras que constriñen la potestad reglamentaria local?. El
primer límite es, como se ha dicho, la imposibilidad de una reglamentación local contra
legem. El segundo deriva del principio de reserva de ley en sentido formal, en la medida en
que la nueva regulación jurídico-privada de que se trate deba tener rango de ley. También
lo es el principio de unidad de mercado del art. 139.2 CE, límite al ejercicio de
competencias infraestatales.
Lo cierto es que los anteriores son los únicos impedimentos evidentes a la producción de
una regulación local jurídico privada. No lo son las barreras del art. 149.1 CE, que no
limitan a las Corporaciones locales. La norma constitucional citada no constituye una
reserva competencial "absoluta" en favor del Estado, sino sólo relativa a las Comunidades
Autónomas. Aparte del argumento sistemático, existe otra razón que abona esta
afirmación: si la Constitución no reconoce competencias a los entes locales, sino tan sólo
la autonomía para la gestión de sus "intereses respectivos", no tiene sentido entender que,
no obstante, el texto constitucional establece límites competenciales (porque el art. 149.1
no contiene "intereses", sino competencias).
Tampoco pueden construirse los límites partiendo de la noción de interés respectivo, ya
que, según vimos, todo interés público que afecte a la comunidad vecinal constituye un
interés del ente local.
El problema de los límites de la reglamentación local no sólo se manifiesta desde la
perspectiva de una regulación jurídico privada de defensa de los consumidores, sino
también desde el punto de vista de la competencia administrativo- sancionadora de los
entes locales que "concurra" con la competencia autonómica: esto es, ¿pueden los
Ayuntamientos producir Ordenanzas de comercio y considerar como infracción a las
mismas la contravención de la regulación autonómica?.
Otro ejemplo: la ya expuesta regulación autonómica sobre concesión de licencias de
apertura de establecimientos comerciales que, por lo general, cercena el poder de decisión
de los Ayuntamientos, ¿impide que éstos, en uso de sus competencias sobre urbanismo,
puedan reglamentar el uso del suelo municipal, previendo la creación de tales
establecimientos? Sobre este último problema, remitimos a la sentencia de la Audiencia
Territorial de Barcelona de 19 de febrero de 1988: la competencia local en materia de
urbanismo es suficiente para la aprobación de un plan municipal de equipamiento
comercial, sin que prospere la impugnación de la Generalidad de Cataluña de que se trata
de una norma sobre comercio interior, pues el precepto no pretende regular el comercio en
el interior de la ciudad, sino la ordenación urbanística y regulación de los usos de las
actividades comerciales alimentarias.
11.7. El problema final: el principio de legalidad
La cuestión más controvertida del alcance de las competencias locales es la de la existencia
de una habilitación suficiente para establecer en sus propias Ordenazas de consumo una
tipificación de conductas infractoras y un Derecho sancionador, teniendo en cuenta las
exigencias del art. 25 CE y la imposibilidad de que tales Ordenanzas adopten la forma de
leyes en sentido propio. Como veremos en el Capítulo IV de este estudio, la jurisprudencia
61
ha sido mayoritariamente contraria a la existencia de esta potestad, lo que equivale a
ahogar las competencias locales en materia de consumo.
•
(i)
(ii)
Valoraciones finales sobre títulos competenciales
La defensa de los consumidores y usuarios no estaba llamada a convertirse en una
regla de reparto competencial entre Estado y CCAA. La universalidad de su
promoción, como establecía el art. 51 CE, hacía imposible que pudiera convertirse
eficazmente en una competencia reservada. Pero desde el momento en que las
CCAA asumieron en sus Estatutos esta competencia, por no estar contenida en el
art. 149.1 CE, hubo que encontrar criterios de reparto competencial que de hecho
prescindirían del criterio de defensa de los consumidores como título específico.
No existe ninguna diferencia de techo competencial entre las CCAA que
asumieron la defensa de los consumidores y usuarios como competencia exclusiva
y las que la asumieron como competencia de desarrollo normativa y ejecución. El
Estado nunca ha producido legislación “básica” de consumo, ni, de cierto, dispone
de título para ello. El Estado produce en su caso regulación fundada en diversos
títulos competenciales que, fundamenta u ocasionalmente, pueden tener como
finalidad la protección de los consumidores. Son aquellos títulos (sanidad,
economía, Derecho privado, Derecho de la competencia) y no esta finalidad lo que
determina la competencia del Estado. Frente a estos límites, todas las CCAA son
iguales.
(iii)
Una competencia diseñada en función de la persecución de ciertos fines (defensa
de los consumidores) es, aunque se defina como exclusiva, concurrente con una
competencia diseñada en función de objetos de regulación (mercado interior) o
técnicas de regulación (Derecho civil o mercantil). Además, como los fines no son
exclusivos, existen casos de normas que desarrollan una pluralidad de fines, que
entre sí pueden a su vez ser instrumentales. En este caso se hallan las normas
reguladoras de la competencia y las que tutelan los intereses de los consumidores.
(iv)
Los resultados a los que puede llegarse en el reparto competencial ponderando la
defensa de los consumidores, la unidad de mercado, la defensa de la competencia,
la ordenación de las bases de la economía, etc, son muy débiles y no pueden
basarse en criterios seguros. En último extremo, la jurisprudencia constitucional ha
procedido mediante criterios intuitivos ad hoc, sustentados en ponderaciones de lo
que en cada caso parecía ser el interés preponderante de la materia regulada. Con
estos criterios es imposible establecer una regla clara de utilidad general y futura.
(v)
Si realmente puede afirmarse que exista una regla de reparto competencial es la
que distingue entre Derecho público y privado de consumo. El segundo
corresponde a la competencia del Estado. El primero corresponde a la competencia
exclusiva de las CCAA, sin más límites que los que pudieran resultar del principio
de proporcionalidad, de la competencia estatal sobre las bases del régimen jurídico
administrativo común y de la competencia que eventualmente pudiera ejercitar el
Estado para asegurar la igualdad básica en el ejercicio de los derechos. A esta regla
debe añadirse otra menos clara, según la cual la competencia exclusiva de las
CCAA sobre el Derecho público de consumo puede concurrir con las
competencias exclusivas del Estado para producir Derecho público en sectores
normativos sobre los que aquél ejerce una competencia normativa (vgr.
62
Competencia, telecomunicaciones, energía, etc), aunque eventualmente esta
regulación atienda también a la protección de los consumidores. En este segundo
campo de coincidencia no cabrá más remedio que proceder a dar soluciones ad a
hoc basadas en el criterio de la finalidad preponderante.
(vi)
El límite de Derecho privado no es siempre un límite competencial al que deben
atenerse las CCAA como tales, sino un mandato al juez ordinario para que no
otorgue eficacia interprivada a las normas autonómicas que imponen deberes o
crean derechos entre proveedores y destinatarios.
(vii)
El Estado dispone de la competencia exclusiva para producir Derecho procesal en
atención al consumo. Esta competencia comprende la definición de los
instrumentos procesales de defensa, incluido el arbitraje, y la legitimación
correspondiente para ejercitar las acciones correspondientes. Pero del hecho de que
el Estado haya dispuesto una protección procesal civil especial para un sector
relativo a la protección de los consumidores, no se deduce que las CCAA no
puedan regular mecanismo públicos alternativos.
(viii)
A pesar de que las CCAA tienen vedado el acceso normativo al Derecho privado
de consumo, sin embargo su regulación jurídico-pública puede tener consecuencias
privadas en la medida en que la infracción de normas públicas de ordenación de la
economía constituye un supuesto de conducta concurrencial desleal conforme al
art. 15 LCD.
(ix)
Las CCAA deben evitar la tentación de hacer uso de su competencia sobre el
Derecho público de consumo para tipificar como infracciones administrativas
puras situaciones de incumplimiento contractual interprivado sin especial
afectación a los intereses públicos. La inflación de este Derecho administrativo
sancionador es contraproducente para las propias Administraciones encargadas de
aplicarlo, pues, además de comprometer recursos públicos en la satisfacción de
intereses escasamente públicos, comprometen su credibilidad social cuando ponen
en funcionamiento la maquinaria del Derecho sancionador sin poder liquidar y
resolver en el propio procedimiento las compensaciones o indemnizaciones que el
interés particular del consumidor reclama en el supuesto concreto.
(x)
Es dudoso que produzca algún fruto, afecta a la calidad de las leyes y a la
credibilidad de las Administraciones públicas, el procedimiento, muy extendido, de
crear normas propias de consumo que no tienen un contenido normativo
específico, sino que indican simplemente los fines a perseguir por una
Administración pública, los compromisos que en el futuro se contraerán, las
medidas que en su caso se puedan tomar y los objetivos que deberán ser tutelados
cuando se aprueben instrumentos normativos más precisos. Las listas de derechos
abstractos de los consumidores y de los compromisos públicos en la defensa de los
mismos, que se hallan en el TRLGDCU y en mucha mayor medida en las leyes
autonómicas de consumo, constituyen un modelo de la asimetría profunda entre la
función publicitaria de las leyes y su efectividad real.
(xi)
Uno de los grandes inconvenientes de disponer de la competencia sobre el Derecho
público y no sobre el privado es que la Administración o el poder que crea la
norma debe disponer de recursos económicos y humanos para gestionar y aplicar
63
las normas producidas. Toda protección pública de los intereses de los
consumidores cuesta dinero, y especialmente en recursos humanos, como la
experiencia enseña. Hay aplicaciones muy puntuales de esta correspondencia, y
especialmente no deberían abrirse nuevos sectores a la intervención normativa de
las CCAA en este campo si la Administración competente no dispone de los
recursos o de la disposición de crear o destinar específicos recursos humanos a las
tareas de inspección y sanción.
(xii)
Las remisiones intranormativas y las competencias que en última instancia
corresponden a las CCAA para definir un modelo de competencias locales,
imposibilitan hoy llegar a un modelo seguro de régimen local de consumo. La
jurisprudencia existente relativa a los límites impuestos por el principio de
legalidad a la potestad sancionadora local constituye el máximo obstáculo al
desarrollo de un régimen normativo propio en esta materia.
64
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