- 1 - BENITO PÉREZ GALDÓS Y SANTILLANA DEL MAR Marcelo

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BENITO PÉREZ GALDÓS Y SANTILLANA DEL MAR
Marcelo Cortés
En el artículo que apareció en el último número de “Renglones” estudiamos la
relevante presencia del novelista Benito Pérez Galdós (1843-1920) en Reocín y
buscamos las huellas literarias que esa presencia dejó en su obra. Como comentábamos
también en ese mismo artículo, Galdós recorrió otras zonas que nos son muy cercanas.
En este artículo nos vamos a ocupar de rastrear las huellas que en la obra de Galdós dejó
Santillana del Mar, a la que nombró como la “villa difunta”. Dejamos para otro artículo
venidero las vivencias que le inspiró al escritor la visita a Alfoz de Lloredo.
Cuarenta leguas por Cantabria
Comenzamos recordando algo que ya escribimos en el anterior trabajo.
El novelista Benito Pérez Galdós eligió Santander como lugar de veraneo
después de visitar la ciudad por primera vez en el verano de 1871. Aquí se
construyó una casa en El Sardinero a la que le dio el nombre de San Quintín –en
homenaje a una obra suya de idéntico nombre- y aquí veraneó hasta 1917.
Unos años después de esta primera visita, concretamente a finales de
agosto de 1876, Benito Pérez Galdós fue invitado por el también novelista José
María de Pereda a una excursión en compañía de otras amigos santanderinos a
conocer la zona occidental de Cantabria. Los periódicos de la región
comentaban así los preparativos: “El conocido novelista Sr. Pérez Galdós se
dispone a hacer en compañía del Sr. Pereda y otras conocidas personas una
excursión a las montañas de Liébana y algunos otros puntos de la provincia y
publicar después las impresiones de este viaje en una acreditada revista
madrileña” (El Aviso, 31 de agosto de 1876).
El viaje, efectivamente, se llevó a cabo en la primera semana de
septiembre. Galdós y sus acompañantes salieron de Santander y pasaron por
Torrelavega, Puente San Miguel, Santillana del Mar, Cóbreces, Comillas, San
Vicente de la Barquera, Unquera, Potes y regresaron por Cabezón de la Sal.
Tal y como recogía el periódico, Galdós recogió las impresiones de esta
excursión en sus cuadernos de viaje; después las publicó en la Revista de España
entre octubre y diciembre de 1976 agrupadas bajo el sonoro título de Cuarenta
leguas por Cantabria.
La primera sensación del viajero
La contemplación del paisaje a medida que se va acercando a la zona
occidental de Cantabria le inspirará a Galdós un sentimiento de majestuosidad
que lo devuelve al tiempo de la Reconquista, al tiempo de la épica. Lo dice así:
“El viajero que sigue el camino hacia el oeste marcha de la tierra del idilio a la
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tierra de la epopeya. El valle de Torrelavega, Reocín, Alfoz de Lloredo, Val de
Cabezón están pidiendo caramillos; pero en estos montes parece que resuenan
el eco de aquellas cacerías legendarias en que un oso se merendaba a un rey”.
Los caramillos son las flautas, de tono muy agudo, que se usaban tiempo atrás
como acompañamiento al canto y a la recitación. Galdós retoma esta imagen
musical para ambientar la descripción en época medieval. Y continúa
refiriéndose a estos valles así, desembocando en una referencia de tipo literario:
“Aquí grandioso y guerrero. Al ver las soberbias figuras que a lo lejos
conservan en sus altos capacetes los últimos rayos de sol, la imaginación no
puede apartarse de los héroes de la reconquista. Dejamos atrás al Marqués de
Santillana, poeta y cortesano, y las deliciosas tierras que podemos llamar
abuelas, si no madres de Quevedo, Calderón y Lope de Vega”.
Efectivamente, estos tres autores del Siglo de Oro español (añadiríamos
también a Garcilaso de la Vega) tienen antepasados cántabros.
Primera parada: Santillana del Mar
La primera parada que Benito Pérez Galdós realiza en su viaje es en
Santillana del Mar; y el libro Cuarenta leguas por Cantabria comienza por las
impresiones que le causa esta villa: “Al entrar en Santillana parece que se sale
del mundo. El camino mismo, al ver de cerca la principal calle de la antiquísima
villa, tuerce a la izquierda y se escurre por junto a las tapias del palacio de CasaMena, marchando en busca de los alegres caseríos de Alfoz de Lloredo.”
Para mostrar ese carácter esquivo y de alejamiento del mundo que posee
Santillana, Galdós comenta la ausencia de los nuevos medios de comunicación
de la época y dice: “El telégrafo, que ha venido desde Torrelavega, por Puente
San Miguel y Vispieres, en busca de lugares animados y vividores, desde el
momento en que acierta a ver las calles de Santillana da también media vuelta y
se va por donde fue el camino. Locomotoras jamás se vieron ni oyeron en
aquellos sitios encantados”.
La sensación de soledad que asola a Galdós en su visita a Santillana se
completa con los elementos del paisaje: “El mar, que es el mejor y más generoso
amigo de la hermosa Cantabria; el mar de quien Santillana toma su apellido,
como la esposa recibe la del esposo, no se digna mirarla ni tampoco dejarse ver
de ella. Jamás ha pensado hacerle el obsequio de un puertecillo; y si por
misericordia le concede la playa de Ubiarco, las colinas no le permiten hacer
uso de ese desahogo”. Como concluye Galdós, “contra Santillana se conjura
todo”.
Los siguientes párrafos de la descripción de la villa sirven para
completar la sensación de desamparo que asola al autor cuando se asoma a sus
calles: “El viajero no ve a Santillana sino cuando está en ella”, no dice. “Desde el
momento en que sale la pierde de vista [...] Para verla es preciso visitarla. ” Y
continúa mostrando cómo la villa es ajena a los avances del nuevo tiempo: “Es
preciso dejar el coche [de caballos, entiéndase] a la entrada, no sólo porque aquí
no hay longitudes fatigosas, sino porque los que empedraron estas calles no
pensaban que algún día habría carruajes en el mundo”.
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Tras estas primeras y sobrecogedoras impresiones, la descripción de
Santillana del mar que nos ha dejado Galdós se detiene en el aspecto de las
casas y en los principales monumentos de la villa, deteniéndose en tres: la
Abadía, la Colegiata y el Palacio de Casa-Mena.
Posiblemente si se hiciera una antología con las mejores descripciones
que se han hecho de Santillana sin ninguna duda figurarían allí las que realizó
Galdós: “Todo es soledad, un silencio como el del sepulcro o, mejor, como el del
campo. Ni paso de hombre ni de bruto perturban el sosiego majestuoso que
rodea las venerables casas [...] A todas les ha salido de tal manera el musgo que
parecen vestidas de una piel verdinegra. En las junturas y en los desperfectos,
varias especies vegetales muestran su pomposa lozanía. [...] Ejércitos de
helechos en fila coronan el muro de un extremo a otro”.
“Y se acabó Santillana, se acabó la villa difunta”, concluirá Benito Pérez
Galdós.
Las ofensas de los santillaneros
Algunas de las alusiones que Galdós hizo en la obra sobre la villa de
Santillana, como la de llamarla la “villa difunta” o “venerable villa muerta”, no
sentaron nada bien a los habitantes del lugar. La analogía es clara: si ellos vivían
en un “sepulcro”, lógicamente los habitantes de la villa eran reducidos a la
categoría de muertos o de simples espectros, algo que no entraba en las
intenciones de Galdós, que sólo quiso recoger en el libro la soledad
sobrecogedora que lo envolvió en su visita a Santillana.
En marzo de 1877, tres meses después de aparecer la obra en la revista,
Galdós le escribía desde Madrid a su amigo José María de Pereda y le confesaba
en la carta: “no esperaba haber ofendido a los santillaneros”.
Sin embargo, lejos de que arrojara al olvido y al desprecio a la villa de
Santillana, esta descripción provocó una notable atracción por la misma.
Efectivamente, el hecho de que el autor más importante de la literatura
española de segunda mitad del siglo XIX se detuviera en pintar el singular
encanto de este pueblo, alejado en aquel entonces de todo avance de la
civilización y apartado de cualquier ruta de comunicación, suscitó un enorme
interés del mundo del arte por sus rincones, por sus edificios, por la extraña
permanencia del tiempo pasado en todos sus rincones.
Por esta razón, a Benito Pérez Galdós se le considera actualmente como
un prematuro descubridor literario de Santillana.
Explicación a un olvido
Al llegar hasta aquí el lector que nos haya seguido se estará
preguntando: ¿y por qué a Benito Pérez Galdós no lo llevaron a visitar las
cuevas de Altamira?
Existían, claro que existían: estuvieron allí desde hace miles de años.
Sencillamente, Galdós no las visitó porque todavía no se habían
descubierto.
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Ironías del destino: ese mismo año de 1876 Marcelino Sanz de Sautuola,
descubriría las pinturas de la galería “quinta”, las primeras de todas.
Cuatro años después, en 1879, la comunidad científica asistía atónita a la
divulgación del descubrimiento. Por aquellas fechas sólo el científico
santanderino Augusto González Linares y el profesor valenciano Juan Vilanova
y Piera creyeron en la enorme trascendencia del descubrimiento de Sanz de
Sautuola.
Pero estamos en 1879. Todavía faltan quince años para que a Sanz de
Sautuola le llegue el reconocimiento científico internacional, aunque para
entonces él ya había muerto.
Bibliografía
Benito Pérez Galdós, “Cuarenta leguas por Cantabria”, Revista de España,
números 210-212, septiembre-octubre de 1876.
Benito Pérez Galdós, Cuarenta leguas por Cantabria, ed. de Benito
Madariaga, Santander, Colección del Centro Cultural Municipal del Dr.
Madrazo, 1989.
Benito Madariaga, Pérez Galdós. Biografía santanderina, Institución
Cultural de Cantabria, Santander, 1979.
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