20. La interpretación de la realidad

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Los nuevos líderes son buenos intérpretes de la realidad en la que
trabajan diariamente.
Por Miguel Espeche
La interpretación de la realidad MIGUEL ESPECHE
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NUEVOS LÍDERES
M
iguel es psicólogo y le gusta trabajar con la salud mucho más que con la enfermedad. Cada vez que tiene la oportunidad, afirma que la salud es eso que tenemos
todos, aun cuando suframos o estemos atravesando alguna situación muy difícil.
Debido al trabajo de diplomático de su padre, vivió en el exterior algunos de los años de
su infancia, hecho que lo marcó pero que, sobre todo, hizo que valorara mucho a su país.
En la lejanía, recuerda, supo rescatar lo mejor de la Argentina, sin ese lujo que nos damos
tantas veces los que vivimos acá, de maldecir nuestro destino y hablar de “este país” en
lugar de “nuestro país”.
En el Programa de Salud Mental Barrial del Hospital Pirovano encontró un lugar en el
mundo, un espacio en el que el barrio es una sucursal generosa del Universo. Allí descubrió que es posible hacer una red comunitaria a partir de lo que los hombres tenemos, sin
victimizarnos por lo que nos falta.
Por otro lado, durante años hizo, y sigue haciendo, algo así como “periodismo psicológico” en distintos medios. También trabaja como psicoterapeuta, da charlas y escribe sin
descanso sobre un tema que lo apasiona: la paternidad y sus aristas insospechadas.
Se ve como un hombre sorprendido por las cuestiones que lo habitaron desde chico y
que hoy son la base y el corazón de su profesión. Por eso, Miguel piensa que es un regalo
de la vida y se siente agradecido. La verdad…no se puede quejar.
Cuando encuentro el mundo en mi propio fundamento, resulta imposible alienarse en él.
Thomas Merton
Cuando sueñas solo, sólo es un sueño; cuando sueñas con otros,
es el comienzo de la realidad.
Hélder Cámara
Para empezar a hablar
Dicen los que saben que la interpretación de la realidad es la realidad. Al menos,
la realidad de los hombres. Es decir: no hay tanto un “conocer” una realidad más allá
de nosotros (un conocer que se liga al “dominar”), sino una interpretación (individual,
colectiva) de ella. Dicha interpretación, según los entendidos, a su vez, y de maneras
misteriosas, constituye y genera lo real, y nos hace partícipes, como en una danza, de
lo que va “siendo”. Lo antedicho nos libera de percibirnos tan solo como víctimas o
victimarios, fieles o traidores, de eso que llamamos realidad objetiva.
Esto tranquiliza un poco. Es que hacerse cargo de la Realidad (así, con mayúsculas) para captarla (engullirla) en su totalidad y, de esa forma, dominarla, es demasiada
presión para nuestras pobres humanidades. Uno hace lo que puede, no lo que no
puede, y, en verdad, me gusta la idea de que uno interpreta y, sobre esa interpretación, mueve su mundo y, a partir de mover su mundo, mueve al mundo.
Chesterton decía que el poeta quiere ubicar su cabeza en el cielo y que el hombre
racional quiere ubicar el cielo todo en su cabeza, por lo cual ésta explota. Uno participa
de lo real como la cabeza del poeta participa del cielo, y esa participación tiene la medida de nuestra propia vivencia personal y comunitaria. Digamos que ese espacio de
participación, circunscrito a nuestro lugar en un “cielo” que nos trasciende, es el punto
a partir del cual moveremos el universo. No es el “todo” lo que nos corresponde como
humanos que somos. Sí lo es el “algo”: lo que nos toca en nuestro punto de poder.
Viene al caso lo anterior a la hora de escribir acerca de lo que es interpretar la realidad. Y apunta a una forma de vivir el poder y lo poderoso del liderazgo (o de lo que
sea) “en”, “desde” y “a partir de” la realidad y no “sobre” ella.
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a nosotros, por la cual existamos... Es un misterio viviente y autocreador
del que yo mismo soy una parte, y hacia el que no tengo otra puerta que yo mismo.
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El mundo como puro objeto es algo que no existe. No es una realidad exterior
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Es esta una mirada que nos aparta de una idea de dominación, conquista e intención manipulatoria sobre la vida (la realidad), y nos acerca a las fuentes de lo que es
la vida comunitaria, el liderazgo y, en especial, la vivencia de la política, liberándola de
una concepción desangelada que la transforma en sistema, con ruido a maquinaria
trituradora de almas y de pueblos.
De allí que pensar las funciones de liderazgo como propias de quien interpreta la
realidad (y actúa en consecuencia) más que de quien la domina y sojuzga, es más
amable, más eficaz y, a la vez, es un buen anticuerpo contra la noción de omnipotencia que tanto daño causa y tanto molesta el sano desarrollo de las comunidades.
Dado que el mundo del que somos parte es mucho más que una máquina (por eso
me desagrada la expresión “ponerse las pilas”, que tanto usamos a la hora de nombrar
el entusiasmo), merece pensarse al liderazgo más que como una locomotora o algo
por el estilo, como uno de los frutos y, a la vez, semilla, de una trama holográfica de
interpretaciones comunitarias de la realidad.
Es esa una realidad en la que cada uno de sus actores tiene algo para decir, hacer,
sentir y generar. Esos actores de la comunidad tienen diferentes funciones interdependientes e inter-generantes de igual importancia, aunque, insisto, diferenciadas: se
puede ser líder, se puede ser subordinado, se puede ser músculo o cerebro, y todo
tiene su lugar y valía, porque dicha valía está en que se cumpla cabalmente lo que
corresponda a cada uno, en clave de bien común.
El poder
Entiendo el poder como aquello que aparece cuando pintamos nuestra aldea.
Como decía alguien: más un verbo que un sustantivo. Es desde ese lugar que logramos ser quienes somos y, si toca, influir sobre los otros.
Me gusta aquello de “pintar mi aldea”, “perseverar en el ser” al decir de Spinoza.
Es ingrata la idea de que liderar es convertir a los infieles o educar al soberano. Es
demasiado trabajo y, además, no suele salir bien. El que se sacrifica en nombre de
estas epopeyas de conquista (aunque sea conquistar la supuesta ignorancia de los
otros), luego pretende pasar factura y lo hace de manera cruel, como los tiranos, por
ejemplo.
Así vemos que el poder es una constelación en la que el líder cumple una función
importante. No es el dueño de la voluntad, sino un coordinador, un referente y un es-
Ser o no ser líder
Un autor del que se me perdió el rastro dijo alguna vez que “el que busca la vida
encuentra la forma, y el que busca la forma encuentra la muerte”. En ese sentido,
diría que el asunto no es ser o no líder de acuerdo con una forma estereotipada, sino
resonar o no con lo que uno es, con la vida que se despliega en el camino del propio
entusiasmo. Lo demás, vendrá por añadidura.
Por eso los que adoptan actitudes estereotipadas de liderazgo (la mera forma),
estudian mucho al respecto, aprenden exageradamente técnicas de manejo de personas… ¡uf! se esfuerzan demasiado y lo que logran, a mi gusto, es un rudimento de lo
que es manipular o, en todo caso, saciar la voluntad de que el mundo se convierta en
extensión de la propia mente. Dominan la realidad, no la aceptan como algo que no
es un objeto como para, a partir de allí, hacer lo que corresponda. En realidad, temen
mucho, de allí el afán de dominar buscando formas, ajenos a lo vital.
Pienso en los que leen este libro. ¿Lo leerán porque piensan que ser líder es mejor que no serlo? ¡Error!, lo que importa es encontrar el propio lugar. Vale tanto o más
Sancho Panza que el Quijote. Admiro al sargento Cabral tanto o más que al general
San Martín. Me conmueve la figura del apóstol Pedro, torpe y genuino en su fe, tanto
como la de Jesús. Cada uno ocupaba su lugar en el mundo. Es eso lo que, a mi juicio,
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timulador de las voluntades de la comunidad en la que se inserta.
Hablamos acá de interpretar la realidad con un “para qué” y un “desde dónde”
específico, no una interpretación en el aire, que no tenga raíz en el interpretador concreto del caso.
Interpretamos en clave de una estructura precedente, un deseo, una escala de
valores o una función determinada que nos marca una tarea. Por ejemplo, en este
capítulo el tema es el liderazgo y la interpretación de la realidad, no otra cosa, y es por
allí que enfocamos el tema, interpretándolo en esa clave.
Insertos en esa estructura que precede a la interpretación de la realidad, están
nuestros sueños, nuestros deseos ocultos o no, nuestros dolores, miedos, rencores,
amores, tradiciones, genes… La interpretación está constituida, teñida y sesgada por
todo esto. Por eso es bueno conocernos lo más posible a la hora de interpretar, para
que aquello que nos habita no cierre las puertas a lo nuevo, a la alteridad, a lo que lo
otro nos trae, al misterio...
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merece la dedicación de nuestros afanes: encontrar nuestro lugar, sin confundirnos,
porque el propio lugar es el mejor de los lugares. De hecho, es siempre mejor lo que
es que lo que debiera (o pudiera) haber sido.
Es lo que hay
Estoy un poco irritado con la idea jamás discutida de que el cambio vale por sí mismo, sin que quede claro qué es lo que hay que cambiar, para qué y cómo.
En un tiempo en el que todo se cuestiona a partir de la creencia de que la inteligencia
sólo vale por su aspecto corrosivo y descreído, paradojalmente esta idea omnipresente
del cambio se impone con un absolutismo sorprendente.
Soy conservador. Prefiero ahondar en lo que existe antes que pretender nuevas realidades que no son las que están allí frente a nosotros o en nosotros. La Utopía habita en
el caracú del presente, no en otro lado. Creo más en procurar percibir, valorar, vivenciar
e interpretar la hondura de la realidad, que en su cambio por otra “realidad” comprada
en algún laboratorio de fantasías o mandatos. En verdad, el cambio permanente no es
cambio, así como la revolución permanente no es revolución.
Demasiado hemos consumido combos ideológicos, con ideas congruentes en sí mismas que rara vez apuntan a tener en cuenta lo que no está dentro de sus premisas. Y
el “cambiar por cambiar nomás” es, a mi gusto, otro combo ideológico que se impone
subrepticiamente dentro de nuestras mentes y espíritus. Con la idea del cambio automático uno no sólo cambia de modelo de auto, sino que pierde de vista el valor de lo
que permanece como corazón de las circunstancias. Es una huida del presente, no su
transformación amorosa.
De allí que me guste la frase “es lo que hay”. Me produce alivio, tranquilidad y, sobre
todo, me ayuda a marcar el terreno sobre el cual sembraré las semillas del caso.
La ideología (casi una teología) del cambio por el cambio mismo tildaría de resignado,
quedado, mediocre o similares, a esta percepción de la vida. Por alguna razón se suele
ver la frase “es lo que hay” como un final de camino, sin percibir que es, en verdad, un
punto de inicio de un recorrido que respeta la índole de la materia, sin menospreciarla
por no ser “lo que debiera ser”.
“Es lo que hay” es una frase balsámica, generosa, amorosa. Si hasta Dios en el Génesis miró Su obra (lo que “había”) y “vio que era bueno”, lo que no significó que allí
terminara la historia, sino, más bien, convengamos que fue su inicio.
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Es aceptando y valorando “lo que hay” que lograremos seguir el camino, sin que “lo
que podría ser” o lo que “hubiera sido bueno” nos enloquezca con sus pretensiones. Es
reconociendo lo que “hay” que podremos crecer para que a eso se sume lo que “queremos que sea”.
Esto también podría ser visto como relacionado con el interpretar la realidad que
convoca este capítulo. La común-unión de “lo que hay” con “lo que queremos que
sea”. Una alianza, no una competencia. Un diálogo en el que tercia un paradigma de
colaboración, no de guerra.
Cuando nos la pasamos pelándonos con lo que hay, difícil imaginar cómo lograremos
llegar a sumar a lo habiente algún sueño del que somos portadores. Por eso es un poco
loco el dejarnos hipnotizar por la idea de que, como dioses de medio pelo, podremos
cambiar la realidad en vez de encontrarle o construirle sentido, insuflándole nuestros
deseos a ver si prenden. “Lo que hay” es el barro con el que, volviendo al Génesis si se
me permite esta nueva mención bíblica, se creó al bueno de Adán, a quien, luego, hizo
falta soplar divinamente para que fuera plenamente hombre. Si uno se pelea con ese
barro básico, no hay dónde soplar nuestros sueños y deseos más trascendentes.
Recuerdo en la crisis del 2001 cuando veía los desmanes, los saqueos, las muertes
y, sobre todo, la crispación y la violencia que nos enloquecía como sociedad. Todo estaba en contra, los bancos se engullían ahorros, las plazas estaban llenas de odio, las balas
mataban argentinos, y helicópteros presidenciales partían hacia la nada.
Los miraba por televisión, junto a Lucía, mi hija, en ese entonces de unos 12 años.
En un momento la veo incorporarse y, casi como quien no quiere la cosa, me dijo:
“Sabés papá, cuando veo todo esto siento que quiero más a la Argentina”, y se fue a
la cocina a llevar el vaso que portaba en su mano. Yo me quedé como si nada frente al
aparato. Como cuando uno se hace un tajo en el dedo y la sangre tarda un segundo en
salir… hasta que sale. Y lo que me salió fue la emoción enorme de escuchar lo escuchado. ¡Y ella lo dijo así, como quien convive con esa idea de que el amor no se vale de
perfecciones ni idealizaciones para existir!
Esa Argentina era “lo que había”. Puro dolor y bronca, pasiones desencontradas,
desesperanzas crispadas, latrocinio y rencor. Pero la mirada de mi hija la redimió. Y la
de tantos otros que, a esa tierra tantas veces maldecida por la locura, la manipulación
de los codiciosos y la bronca, le sumó lo que “queremos que sea” para entender que la
semilla de nuestros sueños se siembra allí, en el humus de lo que es aun cuando lo que
se percibe aparezca como terrible y carente de todo destino.
Se me ocurrió lo anterior como ejemplo de lo que significa “interpretar” lo que “hay”,
donándole a lo “real” nuestros mejores sueños, no sólo nuestras pesadillas.
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El camino y el éxito
Muchos se acordarán de la tragedia de Los Andes, aquella epopeya de los chicos
uruguayos que, volando hacia Chile, cayeron en medio de montañas que jamás habían visto antes en su vida.
Eran chicos de familias acomodadas de Montevideo, ciudad con playas pero sin
nieve, que iban a jugar un partido de rugby y se encontraron, de repente, con el frío
jamás imaginado, la muerte en directo, el dolor, la agonía y la más absoluta incertidumbre, en medio de una soledad que trascendía cualquier palabra.
Tras más de dos meses de espera sobre la ladera de la montaña sobre la que
habían caído, cobijados dentro de los restos del avión en el que iban viajando cuando
ocurrió el accidente, exhaustos y desesperados, al final el grupo de sobrevivientes
decidió enviar una expedición en búsqueda de auxilio.
Fernando Parrado y Roberto Canessa fueron esos expedicionarios que partieron
hacia la esperanza de encontrar el rescate anhelado.
En su libro Milagro en Los Andes, Parrado hace una descripción conmovedora
de lo que sufrieron durante esos largos días. En particular, el relato de lo sufrido en la
caminata en búsqueda de ayuda, calzados con botines de rugby, vestidos con harapos
y bajo temperaturas de decenas de grados bajo cero, es de los más vívidos que se
puedan recordar.
En los largos primeros días de travesía, los expedicionarios habían atravesado valles y más valles, subido montañas heladas, trepado riscos inexpugnables y, sobre
todo, confiado en que, tras esa última y altísima elevación que tanto le costaba subir,
aparecerían los verdes valles de Chile. Confiaban en que esa montaña que se plantaba
frente a ellos fuera el último obstáculo antes de ver alcanzada su salvación. Lo que
encontraron allá arriba, sin embargo, no fue lo esperado…
Al llegar a la cima, los ojos fueron hacia el nuevo horizonte que ahora la altura
permitía. Y lo que vieron, para su espanto, fue más de lo mismo. Nieve y roca, valle
blanco y montañas y más montañas que, como murallas, se reían de la esperanza de
los expedicionarios.
Parrado cuenta que cayó de rodillas y se dio por perdido. Yo vi la foto del paisaje
que estaba frente a ellos y, la verdad, era un territorio imposible, nada vivo podía habitarlo, y menos, dos veinteañeros famélicos, harapientos y… desilusionados.
Parece que duró poco ese momento de quebranto. Fue el mismo Parrado el que
dijo que prefería caminar a quedarse quieto esperando la muerte. Un sueño lo llevaba
a tomar esta decisión: el de encontrarse con su padre. En conmovedoras líneas cuenta
Autopsias de la realidad
En general, en diversos medios se da prestigio a formas de ver lo real que son un
“descripcionismo” casi forense de lo que es la vida y sus circunstancias. Así abordada,
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que lo que lo sostenía en ese momento era el amor, al que percibía más fuerte que
toda esa legión de montañas frías que ocultaban el horizonte.
Al final, tras un caminar incansable durante muchos días, llegaron al verde. Se
encontraron con un arriero, que avisó a las autoridades y así se produjo el rescate.
Salvaron sus vidas y, de esa manera, también salvaron la de sus compañeros. Pero en
verdad diría que el final no es lo más importante de esta historia, sino que lo es ese
instante inicial, frente a las montañas, cuando Parrado, aun sintiéndose muerto, decidió, junto a su amigo, emprender un camino con una sola certeza: la de su deseo de
llegar lo más cerca posible de su casa, el lugar en el que este muchacho de anteojos
gruesos sabía que el amor de su padre lo esperaba.
Quería relatar esta historia que me conmueve. Porque es un profundo ejemplo
de lo que es, de manera trascendente, interpretar la realidad. Una realidad tallada,
también, por un deseo hondo, un sueño, un eco de nosotros mismos que le da un
sentido al camino, y una energía a veces gigantesca. Eso hizo Parrado: a la realidad
implacable de la montaña le insufló y agregó la energía de su deseo de llegar lo más
cerca posible de su hogar, marcándole a la muerte algunas condiciones, sin quedarse
sentado a esperarla.
Aun cuando no hubiesen llegado, el éxito de los dos estaba asegurado desde el
momento en que decidieron marcar el cómo de su morir en vez de esperar la llegada
del final, abrumados por lo imponente del obstáculo que los enfrentaba.
Entiendo que este tipo de actitud nos hace capaces de ser libres aun en las peores
circunstancias. No es un negar esas circunstancias sino, en todo caso, hacer algo con
ellas teniendo siempre algo que ofrecerle a lo que el destino nos marca.
Eso hizo Parrado junto a su amigo, y de allí que elija su vivencia como una muestra
de lo que es ser un interpretador de lo real sin que eso signifique ser objeto pasivo de
“eso” llamado “realidad”. No ser un “algo” frente a lo real sino un “alguien”, en una
relación sujeto-sujeto con el mundo. Cuando eso pasa, no hay derrota posible más allá
de lo que sean los resultados del caso. Y el destino se transforma en inicio del camino,
no en su final.
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la realidad es vista como una autopsia, más que como un proceso vivo. Los hechos
se nos presentan como una cordillera implacable, y sus detalles se señalan en forma
de minuciosos mapas del desasosiego. Como si sacáramos una foto de una herida y,
obviando la posibilidad de la cicatrización, llamáramos realidad a lo que se ve en la
imagen congelada.
Así percibida, la realidad se nos impone como tragedia y no como drama. Es sabido que la tragedia tiene un final cerrado e inexorable, mientras que el drama tiene
un final abierto. Si nos fijamos bien, veremos que las lecturas de la realidad se dan
en el marco de estas dos opciones de abordaje. La tragedia abate, roba el coraje y…
nos niega la fuerza de la vida antes de ponerla en juego. El drama es un final abierto
y siempre algo tenemos para aportarle, aunque más no sea un ir caminando hacia
donde el corazón nos indica, a modo de lo que hizo Parrado.
Como dije antes, el deseo profundo no se subordina a la probabilidad de alcanzar
la meta. Es algo diferente, sobre todo cuando lo que se desea es un “caminar hacia”
más que llegar (el llegar, si se da, se da por añadidura). En ese contexto, ir yendo ya es
llegar.
Parrado no traicionó su deseo de llegar a su hogar. Su caminar a través de los valles
helados fue posible por lo que “caminó” dentro de sí para encontrar lo más profundo de
su deseo de vivir. Llegara o no, él caminaría en esa dirección. Reitero la idea central y, a
mi gusto, más importante: en ese caminar y no tanto en el arribar estaba su éxito.
El hacer
Dice Mamerto Menapace: "No tenemos en nuestras manos la solución del mundo,
pero para los problemas del mundo contamos con nuestras manos. Cuando el Señor
de la Historia venga, nos mirará las manos".
El párrafo va en la línea de “pintar la aldea” y de hacernos cargo de nuestra potencia, de lo que tenemos y de lo que somos capaces para, desde allí, crecer y hacer. Eso
es viable cuando no nos dedicamos a abundar en lo que no somos capaces, lo que no
tenemos y lo que nos falta, ya que, de tanto mirar esos aspectos de lo que “no hay”,
logramos amargarnos, resentirnos y deprimirnos sin sentido.
Es una falacia eso de que si uno mira lo que le falta y trata de suplir ese faltante se
estimula y mejora. En general, esa actitud genera desasosiego. Uno patalea en el vacío
de lo que “no hay” y desde allí no hay posibilidad de hacer pie. Y si uno no hace pie,
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poco puede hacer para salir de cualquier pozo.
Pienso que nuestra mirada no debiera excederse e ir demasiado por delante de
lo que nuestras manos pueden abarcar con su hacer. De a uno, los cien pájaros que
vuelan algún día estarán en nuestras manos.
A la hora de vérnoslas con los problemas del mundo, es estimulante la idea de
que lo que importa no es tanto haberlos solucionado, sino haber puesto las manos al
servicio de esa solución.
A veces de tanto preguntarnos qué hacer para solucionar los problemas (sobre
todo, los problemas urgentes), perdemos el faro y el necesario anclaje, y creemos que
la solución es salir corriendo compulsivamente hacia una acción que nos salve de
sentirnos culpables de inacción, pero no mejora las cosas.
Por otra parte, tecnócratas e industrialistas como somos, las fichas las ponemos
en el “hacer” técnico sin más, sin que haya un “hacedor” que le dé sentido a lo que
ese hacer implica.
A veces ocurre que cuando alguien logra con su hacer peculiar un buen resultado (imaginemos una buena experiencia cultural, comunitaria o similar, o una buena
manera de dirigir una empresa, crecer en un negocio, hacer dinero, etc.) queremos
replicar industrialmente ese hacer. En general, esa línea de abordaje, tan solo técnica,
no funciona demasiado.
Esto es una pesadilla para los copiones que abundan, y nos obliga a tener paciencia y hacer pie antes de emprender cualquier acción. Los ejecutivos sin cabeza, los
hacedores que quieren descargar su tensión más que lograr algo… entiendo que lo
que sirve es aprender a hacer la jugada cuando es el momento, para no comer las
manzanas verdes y pasarla mal con el resultado de esa acción.
En este sentido, transcribo un texto de Carl Jung, quien en El secreto de la flor de
Oro decía:
“Un antiguo adepto dijo: ´Pero si el hombre erróneo usa el medio correcto, el medio
correcto actúa erróneamente´. Ese proverbio de la sabiduría china, por desgracia tan
solo demasiado cierto, está en abrupto contraste con nuestra creencia en el método
correcto, independientemente del hombre que lo emplea. En verdad, todo depende,
en esas cosas, del hombre, y poco o nada del método. El método es ciertamente sólo
el camino y la dirección que uno toma, mediante lo cual el cómo de su obrar es la fiel
expresión de su ser. Si esto no es así, el método no es más que una afectación, algo
artificialmente aprendido como un agregado, sin raíces ni savia, sirviendo al objetivo
ilegal del autoencubrimiento, un medio de ilusionarse sobre sí mismo y escapar a la
ley quizás implacable del propio ser”.
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El Hacer es algo demasiado importante como para dejarlo en mano de los ansiosos. Y ansioso es aquel que cree en demasía en un método correcto, sin entender que
el buen hacer es fruto de una sabia interpretación de la realidad, una realidad que
acepta la voluntad, pero no el voluntarismo.
“Si encuentras a Buda, mátalo”
¿Cómo interpretará el lector este capítulo, que es parte de la realidad de mis pensamientos?
El temor es siempre a que la frustración de quien desea ideas replicables y sistemas garantidos, se transforme en comentario ácido del estilo: “muy lindo lo suyo,
pero… ¿cómo hago para interpretar la realidad y dar solución a lo que hoy en día es
urgente en nuestro país, en el mundo… o en mi casa?”.
El temor que siento es porque me “engancho”, a veces, con la idea de que debiera
hacer más o mejor de lo que hago (en este caso, escribir mejor o tener mejores ideas).
Pero no, tras temer un ratito y sufrir con esa idea maldita de que debiera hacer más y
mejor, me aflojo y digo “es lo que hay”, y santo remedio.
Todo número multiplicado por cero da cero. Mejor siempre, a mi gusto, es ofrecer
una cifra, no un cero. Con esto digo que la realidad es siempre cifra, y aceptando esa
cifra podemos comenzar a hacer las operaciones del caso. Negar lo real es decir ¡cero!
y barrer con todas las fichas del paño, sin que haya ganadores.
Estas líneas ofrecen mi cifra. Una interpretación de la realidad. Cifras que otros
ofrezcan harán su aporte, reubicando los elementos del tablero. Y así sigue la cosa,
generando realidades desde el presente de nuestro compartir.
La sopa
Para terminar, un cuentito que se suele contar en el Programa de Salud Mental
Barrial del Hospital Pirovano.
Ocurre que una vez un linyera llegó al pequeño pueblo. Era de esos pueblos chicos, que quizás existen o, quizás, solo habitan nuestras idealizaciones. El hombre tocó
la puerta de una casa, y la dueña atendió, algo precavida, pero no mucho (recordemos
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que en esos pueblos las puertas no tienen llave).
“Señora, quiero pedirle un favor”, dice el recién llegado.
“No tengo nada para darle”, le responde ella, reticente ante el pedido.
“Lo que pasa es que tengo acá conmigo una piedra mágica que sirve para hacer
la sopa más rica del mundo, y la pena es que no tengo ni olla ni fuego para poder
hacerla”.
“¿Necesita sólo olla y fuego?, entonces quizás lo pueda ayudar. ¿Cómo es eso de
la piedra mágica?”, curiosa, la señora dejaba pasar al hombre mientras hacía esas
preguntas.
“Mire”, le responde éste, mientras saca de su bolso una piedra que, en apariencia,
era común y corriente. “Esta es la piedra mágica, sólo ponerla en una olla, hervir el
agua, y la sopa más rica se hace al ratito”.
“Acá tiene olla y acá tiene el fuego”, dijo la señora, quien estaba ya intrigada y,
posiblemente, también tentada con esa sopa que, imaginaba, tendría el sabor de la
magia, no como la sopa de su día a día, algo aburrida, quizás.
Fue hirviendo el agua, y la piedra estaba allí, dentro de la olla que prometía lo
mejor. Fue entonces cuando el hombre dijo: “Mire, la sopa es magnífica, pero, le soy
franco, si uno le pone unas papitas, algún pedazo de zapallo, y ni que decirle, un pedazo de carne, por pequeño que sea, ni le cuento. Al manjar que ya de por sí la piedra
nos da, le agregamos esos detalles que la harán mejor aún”.
“Bueno… creo que alguna papita tengo”, respondió la señora. Fue al fondo de la
cocina y volvió con cuatro o cinco papas que agregó al agua, la que ya empezaba a
humear con entusiasmo.
“Magnífico”, dijo el linyera, mientras revolvía el agua que dejaba entrever, no sólo
la piedra, sino ahora también, unas lindas papas que flotaban alegres en lo que sería
la sopa de los cielos. “No importa que tenga sólo papas y no zapallo o carne, igual será
sabrosísima, pero ni se imagina cómo queda con esas dos o tres cositas más que le
digo…”.
“Bueno, yo no, pero quizás mis vecinas tengan algo para poner”, dijo la mujer,
sumergida en la ensoñación y ya con franco apetito. Es así como salió y a los pocos
minutos volvió con tres vecinas, quienes traían algún pedacito de zapallo, alguna zanahoria, un huesito con caracú adentro…
El agua hirvió e hirvió, y la piedra cumplió su cometido. La sopa más exquisita
deleitó a las vecinas y al linyera.
Era verdad que la piedra era mágica. ¿Quién se animaría a contradecir esa afirmación con lo rico que salió, con tanta papita, tanta zanahoria, zapallo, carne…?
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El relato vale como manera de pensar lo real, y, como se verá, abre juego a diferentes maneras de cifrar lo que es una construcción comunitaria de la realidad.
Sabrá cada uno interpretar y generar su propia moraleja. Yo, por mi lado, disfruto
de la sopa y agradezco a la piedra su existencia.
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