reflexiones sobre la realización personal del acontecimiento

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KARL RAHNER, S. I.
REFLEXIONES SOBRE LA REALIZACIÓN
PERSONAL DEL ACONTECIMIENTO
SACRAMENTAL
Überlegungen zum personales Vollzug des sakramentalen Geschehens, Geist und
Leben, 43 (1970) 282-301
LA ANTIGUA CONCEPCIÓN: EL SACRAMENTO COMO ENCUENTRO
AISLADO CON DIOS
El cristiano normal experimenta la recepción de un sacramento, más o menos, así: el
cristiano se sabe viviendo en un mundo profano- En este mundo se sabe llamado por
Dios, un Dios que le pide obediencia y que le espera como su futuro más allá de su
muerte. Para ponerse ahora ya en contacto con este Dios, ha de evadirse
circunstancialmente de la profanidad mundana y adentrarse en el "templum", lugar del
encuentro con Dios- Un Dios que entonces se revela como un Dios que salva y da
fuerzas, que no es mera exigencia. De este modo, en los sacramentos, la acción salvífica
de Dios acude desde fuera a los hombres, los santifica y los transforma. Salvados y
fortificados por la acción de Dios en Jesucristo, los hombres son remitidos y enviados,
de nuevo, a la profanidad del mundo.
No negamos la legitimidad de este modo de concebir el acontecimiento sacramental,
pero sí afirmamos que no es el único posible. Se dan otras formas de vivir los
sacramentos, de "vivenciarlos". Hallar estas formas es tarea urgente porque el modelo
descrito se encuentra amenazado seriamente. Veamos por qué.
En primer lugar, podríamos hablar de la conciencia secular del hombre actual; esta
conciencia encuentra en los sacramentos unos "ritos religiosos" que no tienen en cuenta
la "realidad real"; ritualismo vacío sostenido por una extraña ideología incapaz de
repercutir en la vida. Y no vale decir que el hombre piadoso siente "consuelo" en ellos,
porque aquí radica, precisamente, la dificultad del menos piadoso: que sean huida de la
dureza de la vida a un mundo ideológico e irreal. Por otra parte, hablar de "llevar a la
vida" los sacramentos, el sacrificio del Señor, no es más que cargarnos de nuevo con
una norma moral para ocultar la verdadera ineficacia de aquéllos. Pues no serían los
sacramentos los que nos llevasen a la vida, sino uno mismo y el propio esfuerzo moral;
lo que experimentaríamos como fuerza sacramental sería, en realidad, el nuevo esfuerzo
moral, con que trataríamos de responder a nuestras exigencias ideales. La sensibilidad
actual no acaba de ver que la frecuencia de los sacramentos tenga un sentido religioso
auténtico; tiene miedo de reducir el sacramento a "obra buena", cuyo valor aumentase
con su frecuencia, olvidando y contradiciendo así su verdadero sentido.
Independientemente del juicio que podamos emitir sobre las actuales tendencias
desacralizadoras, su valor sintomático es indudable: nos revelan que el hombre actual
no se encuentra a gusto en el acontecimiento sacramental.
Pero, quizá, esté en juego en todo esto algo más hondo y fundamental que el proceso de
"secularización". Cada día se capta más claramente que no se puede identificar la
realidad existencial auténtica y originaria y los modelos conceptuales que esta realidad
se crea y en los cuales se actualiza y expresa. Por ejemplo, si alguien dice: "Oh Dios, yo
te amo de todo corazón...", es dato que, aun a pesar de su sinceridad, no por eso este
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hombre ama a Dios con todo su corazón. Lo que este hombre ha hecho es erigir en su
conciencia un modelo conceptual-verbal, con el que objetiva ese amor, para a
continuación afirmar en alguna manera tal modelo. Pero este modelo, este duplicado, no
es el amor mismo que trata de objetivar. En primer lugar, porque este amor (si es que se
da), como todo acto libre, es más originario que cualquier modelo reflejo en el que se
exprese. Además, porque la libertad no puede, en cada instante de su historia individual,
realizar aquello que es su sentido: disponer, radical y definitivamente, sobre la totalidad
de la persona. Pero resulta que el sacramento es esencialmente un intento de tal decisión
ante y para Dios. Y es esta decisión radical la que se cuestiona el hombre actual; la
libertad se experimenta hoy más que nunca como algo que, en último término, siempre
se sustrae a una manipulación refleja por el sujeto. De ahí que los sacramentos se vivan
hoy problemáticamente, sobre todo cuando se reciben con frecuencia y sin referencia
alguna a la propia historia de la libertad y a su kairos (oportunidad). Se tiene la
sensación de falsedad e inautenticidad, y esto precisamente cuando se trata de
relacionarlos casi exclusivamente con la propia historia individual, ya que no se ve por
qué ha de acontecer algo decisivo cada vez que un individuo se acerque a la celebración
ritual de un sacramento.
Naturalmente que esta problemática no se soluciona del todo al introducir el sacramento
-cosa que intentaremos aquí- en la perspectiva de la historia salvífica universal y de la
gracia como dinámica y principio de esta historia; esta gracia insertaría entonces al
hombre concreto en la historia salvífica universal y se crearía su "epifanía" en la vida
concreta e individual por medio del signo sacramental. Sin embargo, aunque la solución
sea insuficiente, es indudable que la problemática se suaviza por el mero hecho de que
el cristiano se sepa a sí mismo inserto, ya desde siempre, en esta historia "cósmica" de
la gracia.
UN NUEVO MODELO: A PARTIR DE LA TOTALIDAD DE LA VIDA
Existe otra posibilidad de acercarnos a los sacramentos: a partir de la gracia (Dios)
como realidad ofrecida al hombre siempre y en todas partes. Es un hecho que Dios se
está dando siempre y salvando al hombre mientras éste no se cierre culpablemente a su
acción salvífica. Esta gracia se actualiza -aunque en cierta medida anónimamente- en la
concentración de la historia y de la vida humana siempre que se vive y se muere sin
cerrarse a ella.
Dios y su salvación en el fundamento de la existencia
El mundo está transido por la gracia y los sacramentos son acontecimientos de ésta.
Pero no en el sentido que esta gracia irrumpiese desde fuera en un mundo profano para
luego disolverse de nuevo. El mundo está cogido desde sus raíces más hondas, desde el
núcleo más íntimo de las libertades personales, por el mismo Dios. Y esto desde
siempre, previo al comportamiento que la creatura libre puede adoptar respecto a esa
gracia cósmica y personal. Aunque la cotidianidad no ofrezca esta impresión, la realidad
es ésta. Y precisamente para el hombre actual, la realidad de esta gracia es la condición
de credibilidad de los sacramentos; de tal modo que unos sacramentos como fuentes
intermitentes y puntuales de gracia resultan inaceptables.
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Lo que llevamos dicho sobre esta gracia queda aún muy abstracto. Tampoco puede ser
en principio de otro modo. Sobre Dios, el Misterio sin nombre, no se puede hablar más
que muy abstractamente y, por esto, la referencia de la existencia humana a este
Misterio tiene igualmente algo de innominable. ¿Cómo hablar de la gracia, clara e
inteligiblemente, si es Dios mismo el que al darse nos introduce en el misterio de
nuestra libertad que es la entrega al Misterio que es Él?
Y, sin embargo, algo hemos de acentuar en esta gracia: no es un fenómeno especial que
tiene lugar junto a la vida normal del hombre; es, simple y llanamente, la profundidad y
radicalidad de todo aquello que la creatura libre realiza, vivencia, hace y sufre y, por
eso, acontece cuando el hombre ríe, llora, acepta responsabilidades, ama, vive, muere;
cuando es fiel a la verdad, rompe con su egoísmo, espera, no se deja amargar. Aquí la
gracia es siempre acontecimiento porque ya no existe la mera "naturaleza"; Dios ha
acabado con todo limite y frontera y quiere que su infinitud acoja la finitud de toda
creatura.
Este dinamismo radicado en la profundidad de la vida cotidiana y "profana" del hombre
halló su máxima expresión en Jesús de Nazaret, donde se ha mostrado real y
definitivamente victoriosa. Y esto en una vida que ha sido en todo semejante a la
nuestra. Creer que en la vida de Jesús se nos ha prometido irrevocablemente la victoria
definitiva de nuestra propia vida v que en ella Dios nos ha dicho ya la palabra última y
escatológica, es afirmar lo que la cristología tradicional pretende afirmar sobre Jesús. Al
mismo tiempo, quien acepta la gracia como la radicalidad de su vida, da también su sí a
la aparición histórica de la definitividad de la gracia, que es Jesucristo;
independientemente del conocimiento que pueda tener de su realidad histórica.
Finalmente, esta gracia nos hace a rodos solidarios en el amor y en el destino común.
El sacramento como signo de la liturgia del mundo
Desde esta perspectiva, los sacramentos son la epifanía de la santidad y de la situación
redenta del hombre y del mundo. El hombre no entra en un templo, en un fanum
contrapuesto al mundo profano, sino que erige en un mundo divino un signo de la
pertenencia divina de este mundo; entonces el sacramento nos dice que Dios se deja
experimentar y aceptar no sólo en Jerusalén sino en todas partes como el Dios que ha
liberado ya todo por su gracia. Es el pequeño signo -aunque necesario- que nos recuerda
la ¡limitación de la presencia de la gracia divina que, a su vez, se hace acontecimiento
en esta anámnesis.
Trataremos de concretar lo dicho -que vale de todo sacramento- aplicándolo a la
eucaristía. El mundo y su historia son la liturgia, terrible y sublime, que Dios se celebra
a través de la historia libre de los hombres. La verdadera liturgia del mundo es esta
historia de nacimiento y de muerte, llena, por una parte, de superficialidad, locura,
insuficiencia y odio, y, por otra, de sumisión silenciosa, responsabilidad hasta la muerte.
Y a esta liturgia pertenece la liturgia del Ojo en la cruz, verdadero origen y punto
culminante de aquélla. Esta liturgia del mundo se encuentra como encubierta para el
corazón obcecado del hombre. Por esto, esta liturgia tiene que ser interpretada y hecha
refleja en lo que normalmente llamamos liturgia; sólo de este modo podría ser celebrada
aquella liturgia cósmica por los individuos concretos de un modo libre y responsable.
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Esta necesidad, este "tener que", es fundamentalmente la necesidad con que toda
realidad trascendental del hombre se crea su aparición histórica.
En todo caso, quedémonos con lo siguiente: realizaremos la liturgia con plenitud de
sentido, sin convertirla en un rito vacío, sólo si partimos de esta liturgia del mundo, de
la liturgia existencial de la fe.
La eucaristía
Y así se va a misa. Convencido del drama, en el que su vida está inserta
permanentemente: el drama del mundo, la tragicomedia divina. Pensando que otros
están muriendo y que éste es también su destino; gimiendo con toda creatura por un
futuro mejor; sintiendo el llanto de los niños hambrientos, el sufrimiento de los
enfermos, la desilusión del amor traicionado, la dureza de la vida de los que luchan por
una humanidad liberada. Y si se encuentra con su corazón endurecido e incapaz de
vibrar con esta historia de la humanidad, no por eso deja de saber que esa primitivez y
superficialidad anhelan llenarse con todo aquello que mueve el mundo y su historia. Y
no se admira cuando la secreta esencia de la historia mundana invade su corazón desde
el fondo de su existencia y la experimenta como la gracia del mundo, que alcanza su
victoria definitiva en la cruz. Experimenta en la fe que esta cruz es presencia
permanente en la historia y sabe que los que sufren lloran las lágrimas de Jesús, que los
consolados participan de la alegría del Señor y los solitarios de sus noches en soledad.
Sabe que los hombres y el Hijo del hombre sólo pueden ser comprendidos en esta
indisoluble polaridad entre ellos y él, porque el misterio del hombre sólo se comprende
en él y porque el Ojo del hombre degenera en una ideología si no se le comprende desde
los hombres y su destino. El que va a misa se encuentra ya desde siempre en el Gólgota
-piense o no en ello-, en el drama que protagonizan a una Jesucristo y los hombres.
Así se va a misa- No comienza entonces algo extraño al mundo, sino que la eucaristía es
la aparición refleja y cúltica de lo que ya acontece en el mundo y en la historia. En ella
se hace palpable la presencia misteriosa de la cruz de Jesús en el mundo, de lo que ya es
realidad viva en el corazón del hombre que se dirige a la misa. Éste ofrece el mundo
bajo la forma de pan y vino, pero a sabiendas que este mundo se está ofreciendo ya al
Misterio en la alegría, en las lágrimas y en la sangre. Anuncia la muerte del Señor a
sabiendas que esta muerte es el centro de la historia del mundo y que es la muerte de
todo el que -sabiéndolo o no- "muere en el Señor". Anuncia la venida del Señor a
sabiendas que ya está viniendo en todo aquello que lleva el mundo a su fin. Recibe el
cuerpo del Señor a sabiendas que esto serviría de poco si no comulgara con el cuerpo de
Dios, que no es otra cosa que el mundo y su destino.
Un hombre va a misa. Esto no implica que tenga que llevar a plenitud su comunidad de
destino con el mundo y la historia. Puede bastar con que su conciencia experimente la
profundidad divina y graciosa de su vida- Pues ésta, como parte del drama del mundo,
ha sido ya introducida por la gracia de Dios en la absolutez de su Misterio. Este hombre
puede experimentar, en la fe, que su profana cotidianidad es sólo apariencia; la
cotidianidad es siempre más que el puro dato empíricamente inmediato. Los sucesos
cotidianos nos hablan silenciosamente del Dios que nos libera por su gracia. Sólo hace
falta escucharle, conocer y reconocer esta pretensión de la cotidianidad.
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Este hombre no tiene por qué asustarse ni sentirse impugnado en su fe si descubre, de
repente, que los ritos sacramentales le resultan "ceremonias vacías". En una tal situación
un cristiano -si pretende mantener tales ritos- no necesita sobreañadir mentalmente, en
función de un postulado ideológico, un acontecimiento divino, que no acontecería sin
este rito. Lo que tiene que "sobreañadir mentalmente", la postura desde donde tiene que
vivir esos ritos (sin crearla con su ideología), lo que tiene que hacer para así no
"sobreañadir mentalmente" nada, es, simplemente, acercarse a los sacramentos desde la
profundidad divina de la vida real. De ella proceden esos ritos y sin ella serían
verdaderamente vacíos. El que crea que los sacramentos son puro ritualismo no tiene
más que apelar a la experiencia de la gracia en su vida aparentemente profana y decir:
esta experiencia y su objeto adquieren una realidad palpable ritual y cúlticamente.
Naturalmente, esto supone que se haya tenido esa experiencia de la gracia; experiencia
que siempre es de la fe, pero de una fe que es verdadera "experiencia". Quien diga que
su vida no deja margen a una tal experiencia, no tendría que acercarse a los sacramentos
ya que éstos exigen la fe (es decir, la "experiencia que cree"), precisamente para que no
resulten un ritualismo mágico. Con todo, la cuestión es si verdaderamente no se da nada
de esa experienc ia.
La eucaristía y la liturgia del mundo
En esta perspectiva la misa no es más que el pequeño signo de la "misa del mundo", a la
que pertenece también Cristo. Y, sin embargo, no por eso es algo superfluo. Es cierto
que la eucaristía constituye, muy condicionadamente, la cumbre y la fuente de la vida
cristiana. Es cumbre sólo en la medida que dejamos que Dios disponga en qué momento
de nuestra vida nos entregamos de un modo definitivo a Él. Y fuente únicamente en
cuanto procede de la verdadera fuente de la salvación que es Dios y su muerte en
Jesucristo. Con otras palabras, la eucaristía es fuente de vida sólo para aquél que sabe
que en su corazón está siempre irrumpiendo la gracia de Dios. Cabe la siguiente
objeción: sólo en la misa se recibe el cuerpo del Señor real y sustancialmente. Nuestra
respuesta sería: la presencia sustancial de Cristo será para nosotros salvífica y no
condenatoria, sólo si este Señor está ya previamente irrumpiendo del núcleo de nuestra
vida.
Sin embargo, sería erróneo deducir de ol que llevamos dicho que el sacramento es
superfluo y vacío de sentido. Es testimonio de lo que siempre se encuentra oculto en las
tinieblas del mundo y en la profundidad de la conciencia. El acontecimiento cúltico nos
posibilita arrojar una mirada sobre el mundo y reconocer en él algo que siempre está
escapándosenos. No nos dispensa de la noche del mundo, pero nos dice que ahí está la
luz y nos promete que ésta acabará por vencer. La "res sacramenti" significada por el
sacramento es la historia de la salvación que acontece en la historia profana y es
idéntica con ella. Pero, ¿tendrá por eso menos importancia que si se tratara de algo
puramente individual y privado?
Tampoco vale decir que entonces se oscurece o se niega la eficacia sacramental. El
significado del bautismo de un adulto no se niega ni se oscurece porque se exija que
éste se acerque al agua bautismal en fe y amor y, por tanto, ya justificado. Y lo mismo
puede decirse de la penitencia, de la que la teología tradicional afirma que el cristiano
acude normalmente a ella ya justificado. Al parecer, Pedro no minusvaloró el bautismo
cuando bautizó a Cornelio porque éste ya había recibido el Espíritu Santo. ¿Qué quiere
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enseñarnos la tradición teológica cuando sostiene que el que recibe el sacramento no
tiene que carecer de lo que el sacramento otorga? Tener ya la gracia significa,
propiamente, estar ya inserto en la dinámica divina que da consistencia al mundo y lo
conduce a su fin, que no es otro que el mismo Misterio de Dios. Si tenemos esto
presente, es dato que nuestra concepción del sacramento no implica nada contra su
significado y necesidad. Reconocemos que no es fácil reconciliar la comprensión de los
sacramentos a partir de la gracia interior al mundo con la teoría clásica, más "desde
fuera". Pero esta reconciliación es una tarea impuesta a la teología actual.
Eficacia del sacramento en el signo
¿Qué decir de la eficacia de los sacramentos en esta concepción? Al considerar los
sacramentos como signos nos situamos en la mejor y más antigua tradición teológica.
Esta misma tradición habla de la eficacia sacramental como de algo no sobreañadido
desde fuera a la función de signo; se trata de una eficacia de los signos mismos como
tales signos. Y en esta misma línea se encuentra la teología actual.
Esta eficacia del signo como tal podemos desarrollarla en varios pasos. El acto humano
concreto e histórico tiene siempre, en su exteriorización corpórea, carácter de "símbolo
real" de la actitud fundamental del hombre, de su opción fundamental. En aquél se
realiza ésta y, a su vez, la realización concreta repercute en la actitud interior. Gesto
exterior y actitud interior son verdadera unidad; la misma que constituyen el cuerpo y el
espíritu en el hombre. Por eso, el símbolo real es signo que expresa y "causa" de lo
expresado; no causa que produzca "desde fuera" algo distinto de ella misma, sino causa
en cuanto que la verdadera causa, la decisión libre, sólo lo es al realizarse en su
exteriorización.
Todo lo dicho puede aplicarse a cualquier acto realizado en la gracia. Como tal, se
realiza al expresarse y su expresión es, en el sentido dicho, causa de tal acto y de su
gracia. A partir de aquí se comprende lo que la teología tradicional quiere decir cuando
afirma que el sacramento "aumenta" la gracia del ya justificado.
Finalmente, esta gracia es la gracia que le ha sido ofrecida y dada al mundo desde
siempre como finalidad última y más profunda de su historia; es la gracia que se
explicita a sí misma en la historia de la salvación y de la revelación, y que produce los
sacramentos cuando esta explicitación acontece en los momentos decisivos de la vida
humana a través de unos actos en los que la Iglesia se compromete con la totalidad de su
ser- Según lo dicho, tales actos, al expresar la realidad de la gracia, realizan la propia
historia de ésta, "aumentando" así su ser- En este sentido son "causa" de la gracia que
expresan y se les puede atribuir una verdadera causalidad, la del "símbolo real".
La Iglesia como sacramento fundamental
Aproximémonos a lo dicho desde otra perspectiva: la relación entre Iglesia y mundo.
¿Qué significa que la Iglesia sea "sacramento de salvación" para el mundo? Hasta ahora
se pensaba que la Iglesia es signo de salvación para los que ya pertenecen a ella. En
contraste con la Iglesia, el mundo se concebía como el reino del mal. No todo es falso
en esta forma de ver las cosas; de hecho, existe un mundo en el que dominan los
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poderes enemigos de Dios. Evidentemente este "mundo" se encuentra también dentro de
lo que llamamos, empírica y sociológicamente, Iglesia...). Sin embargo, hoy la Iglesia -y
precisamente como dimensión histórico-social- no es, en primer lugar, promesa de
salvación para los que están "dentro" sino para los que (aún) están fuera y quizá no
lleguen nunca a pertenecer en un sentido empírico-social a la Iglesia. Pues hay
santificados y salvados por la gracia que no pertenecen a la Iglesia, ni pertenecerán,
porque Dios no niega su salvación a quienes son fieles a su conciencia, aun cuando no
hayan llegado a conocer, expresamente, la existencia misma de Dios. Para estos
salvados anónimos la Iglesia es el signo socio- histórico de la salvación, porque es la
comunidad visible de aquellos que confiesan que Dios ha salvado ya definitivamente al
mundo. Los creyentes no son tanto los predestinados -como si los otros no lo fuerancuanto los que manifiestan la salvación de los otros. Los creyentes realizan su salvación
precisamente al cumplir su función de signo. Esto no excluye que, en principio, estén
llamados todos los hombres a tal función y que, en consecuencia, no se pueda decir de
nadie que no alcanzará aquel punto en el que no sólo se recibe la gracia, sino que para
recibirla hay que anunciarla.
Desde aquí, la relación entre Iglesia y mundo no es la relación profano-santo, sino la
que existe entre lo ya dado ocultamente y en búsqueda de su autoexteriorización
histórica, por una parte, y la perceptibilidad histórica de esa misma realidad, por otra.
Esta relación implica, naturalmente, que esta existencia histórica y perceptible es la
forma de existencia hacia la que tiende y está orientada la realidad oculta de la gracia.
La dinámica que da consistencia al mundo es la misma que da consistencia a la Iglesia
y, en definitiva, es Dios mismo que se autocomunica libremente al mundo y que da
testimonio de su autocomunicación por su Iglesia. No pretendemos negar con esto que
la Iglesia sea signo imperfecto. Por eso le incumbe la tarea de integrar los momentos
salvíficos que aparecen "fuera" de ella- La "adaptación" de la Iglesia al mundo es, en el
fondo, el reconocimiento de lo anónimamente cristiano y eclesial en el mundo y en su
historia.
El sacramento como autorrealización de la Iglesia
Entonces, resulta que los sacramentos son la autorrealización de la Iglesia como
sacramento originario en su referencia al individuo y a su situación concreta. La
indestructible unión de Cristo con su Iglesia se prolonga en las concretizaciones actuales
de cada sacramento. Esto significa "opus operatum", que no es otra cosa que una
cualidad de un determinado "opus operantis". Opus operatum consiste en el hecho que
el "opus operantis Ecclesiae" (concretizado en el del ministro y en el del que recibe el
sacramento) tiene lugar con el compromiso total de la Iglesia, lo que implica el
compromiso de Cristo con ella y con su actualización concreta. Por consiguiente, los
sacramentos expresan, social e históricamente, la gracia que testimonia la Iglesia como
sacramento originario. Y esto lo hemos de concienciar cuando nos acercamos a ellos.
La realización existencial del sacramento
Esta concepción, aunque válida, ¿no exigirá demasiado de los fieles? En primer lugar,
hay que decir que cualquier concepción sacramental sobrecarga al fiel, pues todo
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sacramento debe ser un encuentro existencial con Dios. En este sentido, nuestra
concepción no exige más de lo que cualquier concepción exige: captar existencialmente
lo que significa gracia de Dios, y captarlo de tal modo que recibir tal gracia sea
realmente algo digno de fe. Lo único que pretendemos es recuperar un concepto de
gracia que sea verificable en la experiencia que el hombre tiene de su realidad cotidiana.
Naturalmente, podemos preguntarnos si es posible vivenciar los sacramentos del modo
descrito y, al mismo tiempo, recibirlos con la misma frecuencia que ha recomendado la
tradición piadosa durante tantos siglos. Pero la cuestión de la frecuencia,
existencialmente auténtica, de los sacramentos es una cuestión que se ha de formular
cualquier concepción sacramental y a la que ninguna responderá fácilmente. Si, a partir
de nuestra concepción, alguien recomendase una frecuencia que sobrecargara la
conciencia existencial de los fieles, esto no diría nada contra la concepción como tal,
sino contra la norma práctica dada. A la hora de determinar la relación adecuada entre
realización auténtica y frecuencia de los sacramentos, hay que tener siempre en cuenta
los derechos de la vida cotidiana. Es raro alcanzar un nivel desde el que el hombre
pueda disponer sobre sí .mismo con definitividad y, sin embargo, no por eso hay que
dejar de ejercitarlo, como si de hecho ahora estuviese aconteciendo. La vida cotidiana
tiene que ir creando las anticipaciones de estas realizaciones radicales por medio de una
continua aproximación a ellas. Éste es el modo de no desperdiciar el kairos de tales
realizaciones, caso que alguna vez sean posibles. "Te quiero" puede y debe decirse en la
cotidianidad normal, aun a sabiendas de que su contenido real sólo se palpa en algún
momento luminoso de la existencia. Y esto mismo vale de los sacramentos, sin
contradecir por eso la crítica que hemos hecho de una frecuencia indiscreta de los
sacramentos.
Tradujo y extractó: ANTONIO CAPARRÓS
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