5. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL

Anuncio
PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL
5. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL
1
ANTONIO GODOY
I. INTRODUCCIÓN
Distintos autores suelen proponer un número diferente de pasos en la
realización de una evaluación conductual (Barrios y Hartman, 1986;
Fernández Ballesteros, 1980; Llavona, 1984; Nelson y Hayes, 1986b;
Silva, 1985). En la mayoría de los casos se está de acuerdo en que
pueden distinguirse, al menos, tres fases principales:
a. Selección y descripción de las conductas problema.
b. Selección de las técnicas de intervención con las que se incidirá
sobre las conductas descritas en el paso anterior
c. Valoración de los efectos producidos por la intervención realizada.
Algunos autores (p.ej., Llavona, 1984), tras la fase de selección y
descripción de las conductas problema (análisis topográfico o
morfológico y análisis funcional de las mismas) sitúan, en nuestra
opinión muy acertadamente, la elección de los objetivos del tratamiento.
En el presente capítulo se añadirá alguna fase más, en un intento por
describir y clarificar los distintos pasos a través de los cuales el
terapeuta de conducta se enfrenta a los problemas que le plantea el
paciente y le ayuda a solucionarlos. Las fases, pues, que a continuación
se detallan representan aquello que el terapeuta hace desde que se
dispone a enterarse de los problemas que aquejan al paciente hasta que
finaliza su intervención.
Seguidamente describiremos cada una de las fases del proceso de
evaluación conductual.
II. LAS FASES DEL PROCESO DE EVALUACIÓN CONDUCTUAL
II.1. Análisis del motivo de consulta
Posiblemente no existe una fase del proceso de evaluación
conductual menos estudiada que el análisis del motivo por el que el
paciente acude a consulta o por el que otras personas importantes de su
1
Universidad de Málaga (España)
1
medio lo traen. Prácticamente toda la literatura existente versa sobre el
resto de las fases, aun cuando algunas hayan sido estudiadas con
mucha mayor profusión que otras. Es más, la mayoría de los autores
suelen pasarla casi completamente por alto, comenzando con la
traducción del motivo de consulta en conductas operacionalmente
definidas, de tal forma que a lo más que suelen llegar es a dar algunos
consejos de tipo general. Así, algo frecuentemente recomendado, es
pedir al paciente que ponga ejemplos del problema del que se queja, o
de cosas que deberían ocurrir para que éste mejorara (Nelson y Hayes,
19866). Lazarus (1971), por su parte, pide a los pacientes que señalen
tres cosas en que su vida podría mejorar. Sin embargo, como resulta
obvio, antes de traducir a conductas es absolutamente necesario tener
perfectamente claro qué es lo que se necesita traducir. Sin embargo, la
importancia de atender a una descripción completa de cuáles pueden
ser las quejas y demandas del paciente y de su ambiente, aparece clara
en los llamamientos de algunos autores para que el evaluador
conductual se asegure de que la conceptualización teórica que hace del
problema representa adecuadamente los motivos por los que se realiza
la consulta (Baer, 1982; Evans, 1985; Hawkins, 1986; Kanfer, 1985;
Kazdin, 1985b). Así, por ejemplo, Baer (1982) manifiesta que «esta
disciplina (el análisis funcional aplicado) necesita conocer... cómo
traducir cualquier queja del paciente en conductas a cambiar, de modo
que, si se las cambia, convertirán las conductas de queja del paciente en
conductas de satisfacción» (p. 286). Para ello, desde luego, es necesario
conocer con exactitud y de forma completa cuáles son las conductas de
queja del paciente. Igualmente ilustrativo puede resultar el siguiente
caso propuesto por Hawkins (1975):
Se trataba de un joven biólogo, con el grado de doctor, que
recientemente había desarrollado, sin causa orgánica alguna que lo
justificara, una ceguera, supuestamente histérica, y había perdido su
puesto de trabajo como profesor universitario. El terapeuta de conducta
construyó un aparato de laboratorio con el que el paciente debía realizar
discriminaciones visuales gruesas, recibiendo choques eléctricos en
caso de no realizarlas. Conforme el paciente iba mostrando cada vez
mayor efectividad en la realización de los problemas de discriminación
que se le proponían, éstos fueron haciéndose cada vez más complejos y
sutiles hasta que el paciente mostró una discriminación visual
considerada normal.
Esta forma de actuar, como dice Hawkins al describir el caso, puede
resultar razonable para muchos terapeutas conductuales. Sin embargo,
un estudio más detenido de la vida del paciente mostró datos
interesantes: el biólogo había tenido grandes dificultades para terminar
UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991).
MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5
PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL
sus estudios en la facultad, su trabajo como profesor era su primera
ocupación, lo llevaba desempeñando sólo unos cuantos meses cuando
se quedó «ciego», durante esta época mostraba grandes signos de
ansiedad en todo lo que se relacionaba con el trabajo, y siempre había
manifestado un inusual grado de dependencia [pp. 196-197].
Como concluye Hawkins en un escrito posterior, al comentar el caso
(Hawkins, 1986), «los problemas del paciente eran, desde luego,
bastante más que una ceguera histérica» (p. 357).
Esta necesidad de atender y clarificar todo el conglomerado de
quejas y demandas que presenta el propio paciente, así como las
demandas que el entorno en que vive le presenta, requiere una
exploración minuciosa y activa por parte del evaluador, si es que no
quiere quedarse únicamente en aquellos problemas más llamativos o
más molestos que son los primeros en salir a la luz en las entrevistas
diagnósticas iniciales y que pueden quedar como los únicos existentes
(al menos durante un largo período del proceso evaluador y terapéutico),
si el terapeuta no se mantiene vigilante.
Esta exploración activa de los posibles motivos de consulta parece
necesaria aun en aquellos casos en los que el problema aparentemente
resulta «monosintomático», como es el caso anteriormente expuesto de
Hawkins (1975). Si el sujeto acude a consulta es porque el «síntoma» es
importante. Esto es, porque influye sobre aspectos importantes de su
vida o de su entorno. Por ejemplo, nadie acude a consulta porque le
tenga miedo a subir a los aviones si ello no acarrea consecuencias
importantes en su vida diaria.
Aparte de estas llamadas de atención y ejemplos señalando la
necesidad de realizar un estudio exhaustivo de lo que puede ser el
motivo de consulta, poco se ha hecho en el estudio de esta fase de la
evaluación. Así, en el momento presente, se echan en falta guías
teóricas o reglas de procedimiento que permitan enfrentarse con esta
fase de la evaluación de forma segura. Cabe destacar, no obstante,
algunos esfuerzos realizados en este sentido por autores como Lazarus
(1981) con la creación de su Cuestionario Multimodal de la Historia de
Vida, o, entre nosotros, el tratamiento recibido por la historia clínica en el
libro de Bartolomé, Carrobles, Costa y Del Ser (1977).
II.2. Establecimiento de las metas últimas del tratamiento
Hace ya algunos años que Rosen y Proctor (1981) diferenciaron entre
lo que ellos denominan los «resultados finales» (lo que nosotros hemos
venido llamando metas últimas, «goals»), los «resultados
instrumentales» (conductas objetivo, «target behavior») y los «resultados
2
intermediarios» del tratamiento.
Para estos autores (Rosen y Proctor, 1981), los resultados finales
hacen referencia a los criterios utilizados para considerar el tratamiento
como un éxito. A estos resultados, por tanto, se les pedirá que posean
validez clínica y social. Por ello, los cambios directa o indirectamente
logrados deberán ser clínicamente relevantes y socialmente
significativos. Ello supone que su valoración debe enfocarse desde
diversos puntos de vista: tantos como criterios puedan utilizar los
distintos valoradores sociales que resulten pertinentes. Esto es, los
resultados finales deben haber solucionado las demandas del paciente y
de los agentes sociales significativos que lo rodean.
Los resultados instrumentales, para Rosen y Proctor, son aquellos
que son suficientes para alcanzar otros resultados sin intervención
adicional. Deben, pues, poseer validez clínica, en el sentido de que con
su consecución se logre afrontar con éxito las respuestas clínicas que se
persiguen (p.ej., todas y cada una de las conductas que se conciben
propias de la depresión). De la misma forma, deben valorarse también
según su contribución en la consecución de los resultados finales. Esto
último tiene una doble vertiente: que los resultados instrumentales sean
suficientes para alcanzar los resultados finales, y que exista alguna
forma de intervenir sobre los resultados instrumentales.
Por último, Rosen y Proctor diferencian lo que ellos denominan
resultados intermediarios, es decir, aquellos que facilitan la continuación
del tratamiento o posibilitan la aplicación de determinadas técnicas de
intervención (p.ej., la capacidad de imaginar para aplicar la
desensibilización sistemática por medio de la imaginación).
Con las expresiones «metas», «objetivos últimos de la terapia», o
«resultados finales», en palabras de Rosen y Proctor (en la literatura de
lengua inglesa suele utilizarse el término «goals»), suele hacerse
referencia a las metas o efectos finales que se espera produzca el
tratamiento (por ejemplo, un mejor rendimiento académico, un mejor
ajuste laboral, la mejoría de las relaciones familiares, etc.). Las
conductas objetivo («target behavior») hacen referencia a aquellas
variables concretas de la conducta o del contexto en el que ésta sucede
y sobre las que se enfoca el tratamiento (de ahí que se las proponga
como «resultados instrumentales»). Los objetivos últimos de la terapia,
por el contrario, se expresan en términos de los efectos que deben
producir las conductas cambiadas durante el tratamiento. No se trata ya
de que la conducta o la situación manipuladas se hayan modificado en la
dirección deseada. Se hace necesario que hayan cambiado en la
magnitud y con la generalización y perdurabilidad necesarias para
producir los efectos que se pretendían. Estos cambios, pues, deben
UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991).
MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5
PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL
haber alcanzado las metas últimas deseadas incidiendo en el
comportamiento y el ambiente del sujeto.
Puede pensarse, pues, que a la vista de la diferenciación conceptual
previamente realizada, no siempre explicitada en los escritos sobre
terapia y evaluación conductual, queda claro que la famosa frase de
Eysenck (1960) «controla el síntoma y habrás eliminado la neurosis»
queda ya lejos de lo que se pretende sea la moderna terapia de
conducta.
Dada la complejidad e interrelación entre las distintas partes de la
intervención, quizá conviene, como han señalado algunos autores, no
olvidar que existen covariaciones entre distintas clases de conductas
(p.ej., Kazdin, 1985b) y dependencias funcionales entre conductas, y
que, más que modificar un conjunto inconexo de las mismas sobre lo
que se está interviniendo es sobre un sistema funcional (Evans, 1985;
Voeltz y Evans, 1983).
II.2.1. Variables de las que dependen las metas últimas del
tratamiento
Las metas últimas del tratamiento dependen fundamentalmente de
los juicios de valor de los que directa o indirectamente intervienen en la
terapia (Wilson y O'Leary, 1980). En terapia de conducta se supone que
los objetivos finales que deben alcanzarse son un asunto a consensuar
entre el paciente (o, como en el caso de los niños, otros que tienen
responsabilidad sobre el mismo) y el terapeuta (Nelson y Hayes, 19866).
Resumidamente, pues, las metas últimas del tratamiento puede decirse
que dependen de:
a. El sistema conceptual y de valores del terapeuta. Distintas
terapias y distintos terapeutas parecen tener objetivos finales
diferentes.
b. El sistema conceptual y de valores de quien realiza la consulta.
Las quejas y demandas procedentes de los pacientes con
frecuencia se expresan en términos vagos y de teorías de rasgos
(Mischel, 1968; Kazdin, 1985b). Dado que el terapeuta de
conducta suele adoptar una postura activa en la recopilación de
información, los datos que proporciona el paciente, sin embargo,
con frecuencia se encuentran influidos por el sistema conceptual
empleado por el terapeuta (Kazdin, 1985b; Kratochwill, 1985).
c. Los requerimientos del medio físico y social en el que vive y se
desenvuelve el paciente.
3
II.3. Análisis de las conductas problema
Desde el punto de vista del paciente, o de los otros usuarios de la
psicoterapia, los problemas que se plantean son de dos tipos: a) quejas,
y b) demandas. Ambas suelen agruparse en lo que se considera «el
motivo de consulta». Las quejas suelen referirse a lo que va mal y se
quiere eliminar, a lo que causa problemas, a lo negativo y molesto. Las
demandas, a su vez, hacen referencia a lo que se quiere adquirir, a lo
positivo. Las demandas no siempre coinciden con la eliminación de lo
que constituye una queja. En general, puede decirse sin embargo que
toda queja encierra una demanda: una nueva forma de comportarse
(p.ej., más desinhibida, menos impulsiva, más persistente, etc.) o un
cambio en el ambiente (p.ej., en los padres, en un determinado alumno,
en la pareja, etc.). Tanto las quejas como las demandas, en nuestra
cultura, suelen plantearse bien en términos de clases de conductas
(p.ej., «se pasa el día sentado», «no hace más que llorar», etc.), o bien
en términos de capacidades («no soy capaz de...», «me gustaría
poder...», etc.).
Las quejas y demandas del paciente, tal como éste las presenta, son
reinterpretadas desde las distintas corrientes teóricas subyacentes a
cada una de las terapias existentes. De la misma forma, en evaluación
conductual lo que el paciente experimenta como un sentimiento sordo de
malestar puede pasar a conceptualizarse como respuestas específicas a
nivel motor, cognitivo y fisiológico.
En lo que llevamos dicho hasta aquí puede verse que estamos
diferenciando entre lo que son: a) los motivos de consulta, b) las
conductas problema, c) el punto sobre el que debe incidir la intervención,
y d) las metas últimas del tratamiento. Aun cuando con frecuencia
tiendan a confundirse los tres últimos elementos, en el estado actual de
nuestros conocimientos parece ventajoso el mantenerlos diferenciados.
Las conductas problema hacen referencia, pues, a la traducción, en
términos conductuales operacionales, del motivo de consulta presentado
por el usuario (paciente u «otros significativos» de su medio). Cuando se
habla de delimitación o definición de las conductas problema en terapia
de conducta suele hacerse referencia a la operacionalización, en
términos conductuales, tanto de las quejas como de aquello que produce
las demandas del paciente.
En algunos casos la conducta problema propuesta por el terapeuta
aparentemente se aleja de las quejas del paciente. Ello no quiere decir
que el evaluados haya descubierto «el problema real» o algún problema
«más profundo». Únicamente el evaluador se ha creado un modelo de
trabajo del funcionamiento del paciente en el que aparecen otros
UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991).
MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5
PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL
comportamientos, previos en la «cadena causal», de los que dependen
las quejas presentadas y que es necesario eliminar, o instaurar para
hacer desaparecer las quejas o conseguir las demandas que se hacen.
Algunos autores (Evans, 1985 y Voeltz y Evans, 1983) señalan que
pueden distinguirse en terapia de conducta y en evaluación conductual
dos enfoques subyacentes: el enfoque mayoritario en la actualidad,
centrado en el problema (o «enfoque eliminador», en términos de
Goldiamond, 1974), y otro punto de vista, siempre existente pero poco
destacado, en el que se defiende que las metas del tratamiento no
siempre llegan a coincidir con la traducción operacional en conductas
aisladas de las demandas del paciente (enfoque al que, a partir de
ahora, llamaremos «enfoque constructivo» o «sistémico» [Goldiamond,
1974, 1984]). En el extremo de este último enfoque cabría situar los
intentos por construir positivamente (en contraposición a la eliminación
del problema, típico de la visión anterior) una nueva forma de ser y
comportarse del paciente, de relacionarse con su medio, e incluso de
cambiar el medio, o de cambiar de medio (Goldiamond, 1974; Hawkins,
1986; Kanfer, 1985; Schwartz y Goldiamond, 1975). No se trataría ya,
por tanto, de eliminar algo (las conductas problemas), sino de dotar al
sujeto de toda una serie de herramientas comportamentales con las que
valerse mejor en su vida diaria.
El elegir uno u otro enfoque influye profundamente sobre todas las
fases de la evaluación. Desde el punto de vista centrado en las
conductas problema, el ideal parece consistir en llegar a una situación
de conocimientos tal que permita un acto diagnóstico completo: la
clasificación de las conductas problema de tal forma que sea posible la
indicación del tratamiento más adecuado (Kanfer y Saslow, 1965, 1969;
Pelechano, 1981b), es decir, el tratamiento que elimine el problema a lo
largo del tiempo y a través de las situaciones. Desde el punto de vista
centrado en la construcción positiva de una nueva forma de
comportarse, la generalización a través de las respuestas, de las
situaciones y del tiempo cambia de perspectiva. Ya no se trata de que el
efecto producido sobre la conducta tratada se generalice a otras
conductas, a otros ambientes y que perdure en el tiempo. El objetivo
consiste, más bien, en cambiar muchas clases de conductas en muchas
situaciones, de tal forma que se automantengan y desencadenen una
nueva forma de relacionarse con el ambiente y/o proporcionen
posibilidades de acceder a otros ambientes. Se trata, en suma, de
cambiar el curso de la vida del sujeto.
Desde el punto de vista centrado en el problema, o enfoque
eliminativo y tópico (en contraposición al enfoque constructivo y
sistémico) se ha propuesto que, dado el estado actual de la cuestión, los
4
trastornos comportamentales, más que con etiquetas diagnósticas,
deben conceptualizarse como excesos o déficit (Kanfer y Saslow, 1969).
Para esto se dice que una conducta se puede catalogar como exceso o
déficit atendiendo a los parámetros objetivos de frecuencia, duración o
intensidad, a que se produzca de forma adecuada o bajo condiciones en
las que socialmente se espera que ocurra. Sin embargo, aunque en
clínica los parámetros de frecuencia, tasa, duración, latencia y, en menor
medida, intensidad pueden ser bastante objetivos, no lo es tanto el «que
se produzca de forma adecuada o bajo las condiciones en que se espera
que ocurra», ya que con frecuencia distintos valoradores sociales
poseen ideas diferentes de lo que puede ser adecuado o no, o de lo que
debería o no ocurrir, dadas unas determinadas condiciones ambientales.
Por otra parte, es obvio que conociendo la frecuencia, la intensidad o la
duración de una conducta problemática no se sabe aún si debe
catalogarse ésta como exceso o como déficit. Se necesitan para ello,
además, normas o criterios acerca de lo que es adecuado o normal, con
los que comparar la frecuencia, la duración o la intensidad obtenidas en
un caso particular. Catalogarlas de una u otra forma sobre la base de lo
que el terapeuta o evaluador conductual considera que es lo normal o
adecuado, posiblemente no es más objetivo que catalogarlas como tal o
cual entidad nosológica.
Barrios y Hartmann (1986) han señalado que para clasificar de forma
objetiva a las conductas problema como excesos o como déficit es
necesario
disponer, bien de normas estadísticas de actuación del grupo social
al que pertenece el sujeto, bien de criterios de ejecución derivados de lo
que se propone en el desempeño completo de las tareas o funciones
que se analizan o de criterios de bondad de los resultados producidos
por dichas tareas o funciones, o bien de criterios de validación social
brevemente expresados en la siguiente pregunta propuesta por Barrios y
Hartmann (1986): ¿qué expectativas existen, en el medio social que
rodea al paciente, acerca de su actuación y de los niveles que debe
alcanzar, de tal forma que quede sometido al juego normal de refuerzos
en dicho medio?
Ante lo que acaba de decirse en el punto anterior, como es obvio, los
criterios contra los que debe contrastarse la bondad del tratamiento son
completamente distintos en uno y otro enfoque de la terapia. En el
primer caso (enfoque eliminador) se trata de averiguar si la
conductaproblema ha desaparecido tras la aplicación del tratamiento y si
continúa sin aparecer durante el seguimiento. El mejor punto de
comparación en este enfoque es la línea base. En el segundo caso
(enfoque constructivo), se trata más bien de contrastar si las
UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991).
MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5
PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL
herramientas comportamentales proporcionadas al sujeto han orientado
su vida diaria por un camino mejor que el truncado por el tratamiento. La
valoración, en este último caso, resulta bastante más compleja y supone
que se evalúen muchas facetas de la vida del sujeto y, posiblemente, de
muchas formas distintas. Desde esta perspectiva, los puntos de
comparación son múltiples. Por otra parte, no se trataría de saber cuánto
nos hemos alejado de la línea base (multilínea base), sino cuánto nos
hemos acercado a los criterios positivamente propuestos. El éxito de los
cambios, pues, no se juzgará por la magnitud de la diferencia entre el
estado actual y el estado reflejado en la línea base, de manera que
cuanto mayor sea dicha magnitud, tanto más efectivo habrá sido el
tratamiento. La bondad de los cambios vendrá dada, más bien, por la
magnitud de la diferencia entre el estado actual y los estados propuestos
como metas, de tal forma que cuanto menor sea dicha magnitud, tanto
mayor habrá sido el éxito del tratamiento.
II.4. El estudio de los objetivos terapéuticos
Las conductas meta, o conductas objetivo, constituyen aquella clase
de conductas a las que se dirige, o sobre las que se centra la
intervención terapéutica (Evans, 1985). Una vez modificadas las
conductas objetivo se supone que deben haber quedado igualmente
satisfechas las quejas y demandas del paciente (Baer, 1982). Sin
embargo, no toda demanda o queja produce una conducta objetivo. Con
frecuencia una demanda o queja supone que el terapeuta debe proponer
varios puntos sobre los que la terapia debe incidir. Y al revés, en algunas
ocasiones se espera poder cubrir varias quejas o demandas con la
intervención sobre un único punto.
Aunque suele hablarse de conductas problema y de conductas
objetivo, en muchas ocasiones el terapeuta de conducta propone como
problemas o como puntos sobre los que debe incidir la terapia, no clases
de conductas, sino más bien determinadas condiciones ambientales. Así
se hace cuando lo que se ve como problemático no es la conducta del
niño, sino más bien la relación entre los padres, o de éstos con el niño, o
la disposición de determinados enseres en el hogar, en una residencia o
en la clase, o el momento y/o el lugar en el que sucede la conducta,
etcétera).
II.4.1. La elección de las conductas meta
Desde un punto de vista centrado en el problema, Nelson y Hayes
(19866) señalan algunas consideraciones que utilizan los terapeutas de
5
conducta para guiarse en la elección de las conductas objetivo y de la
secuencia más adecuada en que debe abordarse cada una de ellas.
Dichas consideraciones son las siguientes:
1. Deben cambiarse los comportamientos que son física, social o
económicamente peligrosos para el paciente o para los que le
rodean (Kanfer, 1985).
2. Una conducta es anormal y debe modificarse si es aversiva para
el propio sujeto o para otros, bien porque se aparta de lo que se
espera del sujeto en ciertas situaciones, bien porque resulta
impredecible (Ullman y Krasner, 1969).
3. Se debe cambiar una determinada conducta si así se flexibiliza el
repertorio del paciente, de tal forma que se aumenta el bienestar
individual y social a largo plazo. Por ejemplo, cuando con la
implantación de una nueva conducta o con la eliminación de la
actual se maximiza la obtención de reforzadores a largo plazo
(Krasner, 1969; Myerson y Hayes, 1978).
4. La conducta a implantar en lugar de la conducta problema debe
establecerse en términos positivos y constructivos, en oposición a
la visión supresora o negativa. La razón de este consejo reside en
la idea de que las conductas positivas, constructivas, tenderán a
mantenerse si tienen validez ecológica, en tanto que la eliminación
de las conductas negativas puede ser sólo temporal,
especialmente si tenían por función, como suele ser el caso,
obtener reforzadores que con la eliminación de dichas conductas
ahora no se obtienen (Goldiamond, 1974; McFall, 1982; Winett y
Winkler, 1972).
5. Deben obtenerse niveles óptimos de funcionamiento, y no sólo
niveles medios (Foster y Ritchey, 1979; Van Houten, 1979).
6. Se deben seleccionar para su modificación únicamente aquellas
conductas que el contexto continuará manteniendo (Ayllon y Azrin,
1968). Debe entenderse aquí por «contexto» no sólo el entorno
físico y social que rodea al paciente, sino también su sistema de
valores y creencias, especialmente cuando éstas son consonantes
con el medio social en el que se desenvuelve (Kanfer, 1985).
7. 7. Sólo se deben considerar como conductas objetivo aquellas
que son susceptibles de ser tratadas, dados los recursos con que
cuentan el paciente y el terapeuta y con los medios disponibles en
un determinado momento de desarrollo de las técnicas
terapéuticas (Kanfer, 1985; Kanfer y Grimm, 1977).
II.4.2. La prioridad en las conductas objetivo
UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991).
MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5
PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL
La cuestión acerca de qué conducta objetivo se debe intentar
alcanzar en primer lugar se plantea siempre que el problema no es
«monosintómatico», es decir, siempre que exista más de una conducta
objetivo. En estos casos, la conducta a modificar en primer lugar será:
6
y prolonga el tiempo necesario para realizar la evaluación
pretratamiento, pensamos que posiblemente resulte más económico a
largo plazo, teniendo en cuenta la duración total del proceso evaluacióntratamiento-valoración de los efectos.
II.5. Criterios directrices para la elección del tratamiento adecuado
1. La conducta que resulte más molesta para el paciente o los otros
significativos, ya que de esta forma el propio paciente o los otros,
como mediadores, estarán más motivados a continuar con el
tratamiento si se benefician con la intervención (Tharp y Wetzel,
1969).
2. La conducta más fácil de modificar, ya que los resultados rápidos
motivarán al paciente y/o a los otros significativos y los llevarán a
esforzarse y a colaborar en los intentos terapéuticos (O'Leary,
1972).
3. La conducta que produzca la máxima generalización de los
efectos terapéuticos (Hay, Hay y Nelson, 1977).
4. La primera conducta de la cadena en el caso de que varias
conductas constituyan una cadena comportamental (Nelson y
Hayes, 19866).
Estos consejos generales, surgidos del sentido común o de las
teorías subyacentes a los modelos conductuales, no parecen
universalmente aplicables, excepto en lo que respecta a los puntos tres y
cuatro. Así, por ejemplo, puede aducirse con respecto al primer aserto,
que cuando se elimina lo más molesto para el paciente o para los otros
significativos, existe cierta probabilidad de que se abandone el
tratamiento, ya que, habiendo eliminado la conducta más molesta, el
coste de seguir con el tratamiento pudiera resultar mayor que el que
supondría abandonarlo. Algo semejante puede decirse con respecto a la
segunda afirmación. Aunque en algunos casos el elegir una conducta
sobre la que los efectos de la intervención sean rápidos puede llevar al
sujeto a implicarse más en la terapia, en otros casos puede crearle
expectativas de que todo lo que resta es igualmente fácil y rápido,
llevándolo a desanimarse, e incluso a abandonar, ante los primeros
inconvenientes, dificultades o recaídas.
En nuestra opinión, parece más sensato intervenir en primer lugar
(excepto en aquellos casos en que existen conductas peligrosas o muy
aversivas para el sujeto o los que lo rodean) sobre aquellos elementos
(conductas o factores ambientales) que produzcan un proceso de
intervención más rápido, parsimonioso y dotado de efectos más
generales. Aunque el análisis de tipo sistémico es mucho más complejo
Se supone, como se ha dicho anteriormente, que la evaluación debe
señalar, de alguna manera, cuál es el tratamiento más adecuado. Ello
supone que la existencia de un sistema de conocimientos que permita
que, conociendo el diagnóstico, se sepa igualmente si existe o no
tratamiento y, en el caso de que lo haya, cuál es el apropiado.
Nelson (1984) y Nelson y Hayes (19866) han propuesto que las
estrategias principales para elegir tratamiento pueden agruparse en tres
categorías clasificatorias: el análisis funcional, la estrategia de la
conducta clave («keystone behavior») y la estrategia diagnóstica. A
estas tres estrategias de actuación posiblemente pueda añadirse una
más, denominada «estrategia de la guía teórica».
II.5.1. La estrategia del análisis funcional
El análisis funcional es la estrategia clásica en terapia de conducta
para unir evaluación y tratamiento, esto es, para derivar el tratamiento
adecuado a partir de los datos de la evaluación.
Con frecuencia, sin embargo, el análisis funcional, fiel a sus orígenes
dentro de las teorías operantes, ha sido un análisis funcional operante y,
con más frecuencia aún, se ha venido haciendo en exclusiva cuando lo
que se pretendía era la eliminación de conductas problema. En estos
casos, como repetidamente se ha señalado, el estudio de las conductas
problema debe realizarse mediante un cuidadoso análisis topográfico, al
que sigue el análisis funcional propiamente dicho.
Cuando de lo que se trata no es de la eliminación de alguna conducta
problema, sino más bien de la creación de nuevas conductas en el
repertorio del paciente, parece ser que el análisis funcional no se realiza
con el mismo esmero, limitándose, en la mayoría de los casos, a
exponer de forma gruesa en qué debe consistir la conducta a implantar,
pero prescindiendo de definirla en términos de los mismos parámetros
de frecuencia, intensidad, duración, etc., empleados en otras ocasiones.
De la misma forma, el análisis de los estímulos ambientales que deben
evocar y mantener la conducta a implantar ha consistido, más en señalar
qué estímulos se van a emplear durante la fase de tratamiento que en
prever qué estímulos deberán provocar y mantener la conducta en el
UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991).
MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5
PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL
medio natural en el que vive el sujeto.
Por otra parte, como han indicado Nelson y Hayes (1986b), el análisis
funcional realizado en la clínica con frecuencia ha distado bastante de
parecerse al análisis experimental del comportamiento en el que decía
basarse, ya que las variables controladoras de la conducta que se
proponen son hipotéticamente controladoras y no ha habido
comprobación previa de que efectivamente controlan la conducta a
modificar. En la mayoría de los casos, el tratamiento constituye la única
contrastación empírica de las hipótesis funcionales formuladas.
Por último, conviene hacer notar que en algunos casos el análisis
funcional (operante) parece resultar bastante irrelevante, especialmente
en aquellas ocasiones en las que se ha dado una explicación pavloviana
a los problemas.
II.5.2. La estrategia de la conducta clave
Dentro de la evaluación conductual se ha venido desarrollando cada
vez con más fuerza una nueva tendencia, que tal como es propuesta por
algunos autores (p.ej., Patterson, 1976; Wahler, 1975; Evans, 1985),
más que contradecir el análisis funcional clásico, lo complementa. Esta
corriente ha venido ganando terreno, especialmente desde la entrada
dentro de la modificación de conducta de la terapia cognitiva. La
estrategia de la conducta clave («keystone behavior») parte del supuesto
de que los trastornos conductuales están constituidos por clases de
conductas que se interrelacionan en los tres sistemas de respuestas:
motor, cognitivo y fisiológico (Evans, 1986). Se supone, igualmente, que
el modificar alguna clase de conductas, o algunas conductas de una
determinada clase, modifica otras clases o la clase entera. Un ejemplo
de ello son las conductas que se conciben como cadenas causales y en
las que se espera que el cambio de la primera conducta (conducta clave)
cambie toda la cadena.
En palabras de Evans (1986), la estrategia de la conducta clave
pretende cambiar una conducta para que ésta cambie otra, y ésta a otra,
y así sucesivamente. Por ejemplo, podemos aumentar las habilidades de
comunicación para facilitar las relaciones sexuales que, a su vez,
disminuirán la depresión, lo que debe reducir la ingesta de bebida. O
podemos enseñar estrategias de autocontrol para reducir la
impulsividad, de tal forma que aumenten los logros académicos, de
manera que mejoren las habilidades y conocimientos básicos que, a su
vez, facilitarán las oportunidades laborales.
Desde este punto de vista puede fácilmente concluirse que raramente
existe una conducta objetivo de tratamiento que deba elegirse en primer
7
lugar, sino que se extrae de un conjunto de conductas objetivo de más o
menos la misma importancia. Este enfoque implica que lo que existe son
ciertos puntos de comienzo, anteriores a las conductas objetivo a
cambiar, que se eligen por la facilidad o rapidez con que el terapeuta
puede modificarlos y por los efectos en cascada que sobre tales
conductas objetivo producen.
Como puede apreciarse, pues, en tanto que el análisis funcional
pretende descubrir relaciones estímulo-respuesta, la estrategia de la
conducta clave intenta descubrir relaciones respuesta-respuesta (Evans,
1985; Kazdin, 19856).
II.5.3. La estrategia diagnóstica
Aunque en otras ramas de la medicina el diagnóstico suele hacerse
en función de los factores etiológicos que causan la enfermedad, en
psiquiatría el diagnóstico se basa más bien en la forma, topografía o
propiedades estructurales de la conducta, en oposición a sus
propiedades funcionales.
A pesar de estas diferencias importantes con los enfoques más
usuales en evaluación conductual, la estrategia diagnóstica es
encontrada de utilidad por muchos autores de este campo (Nathan,
1981; Taylor, 1983).
Según este enfoque, una vez que se le ha asignado a la persona un
diagnóstico determinado, se elegirá el tratamiento que se ha encontrado
más efectivo para ese tipo de trastorno, suponiendo que tal tratamiento
exista. Así, para la depresión puede aconsejarse la terapia cognitiva de
Beck; para las fobias, técnicas de exposición; para el exhibicionismo,
sensibilización encubierta, etc.
Posiblemente, como han señalado Nelson y Hayes (1986b), este
enfoque esté siendo frecuentemente utilizado por los evaluadores
conductuales, aun cuando suela hablarse con más frecuencia de la
utilización del análisis funcional. Por ejemplo, los hallazgos de Felton y
Nelson (1984) señalan que los evaluadores conductuales concordaban
más acerca del tratamiento indicado que acerca de las variables
controladoras de las conductas a modificar, lo que desde el punto de
vista del análisis funcional resulta poco explicable. Posiblemente, como
concluyen Nelson y Hayes (19866), muchos evaluadores conductuales
para elegir el tratamiento, más que el análisis funcional, utilizan
estrategias diagnósticas.
II.5.4. La estrategia de la guía teórica
UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991).
MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5
PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL
Si se admite, como hace ya casi veinte años propuso Yates (1970),
que la terapia de conducta se basa en cualquier teoría o sistema de
conocimientos procedentes de la psicología científica, y no únicamente
en aquéllos derivados de las teorías del aprendizaje, puede proponerse
una cuarta estrategia de diagnóstico a la que podemos denominar «de la
guía teórica» y de la que el análisis funcional no es sino un caso
concreto.
El procedimiento, brevemente expresado, puede describirse de la
siguiente forma: enfrentados con las quejas y demandas del paciente, el
terapeuta recurre al arsenal de teorías y conocimientos científicos
existentes en busca de un sistema conceptual que verse sobre la región
de fenómenos con que se encuentra, de tal forma que le sea posible
describirlos con precisión y encontrar estrategias de actuación para
pasar de un estado A (coincidente con el que actualmente presenta el
paciente) a un estado B (coincidente con las metas últimas propuestas).
Esta parece ser la forma de actuar de algunos autores conductuales.
Así, ante algunos problemas de tipo depresivo, pueden llegar a
plantearse qué estímulos discriminativos los provocan y qué estímulos
reforzantes los mantienen (hipótesis operante de las «ganancias
secundarias de los síntomas»), de cara a someter al sujeto a procesos
de extinción. En tanto que ante otros casos, en los que las mismas
conductas van acompañadas de una extensa pérdida de reforzadores
puede recurrir a las hipótesis de Fester (1965), o a la de Lazarus
(1968b), en las que se considera que el sujeto está sometido a un
programa de extinción de las conductas más adaptativas (y, quizá, a un
programa de refuerzo de conductas de evitación). En otras ocasiones,
por el contrario, puede pensarse que las quejas y demandas del
paciente y sus familiares quedan mejor conceptualizadas desde la visión
de Lewinsohn (1974), en la que se propone que el paciente carece de
las habilidades necesarias para obtener reforzadores en su medio social
habitual; o desde la teoría de la «indefensión aprendida» de Seligman
(1975; Abramson, Seligman y Teasdale, 1978), o desde la posición
cognitiva de Beck (1979), etc. De este modo, las quejas y demandas
planteadas de forma semejante, tras un análisis más detenido, pueden
quedar conceptualizadas en una forma distinta y requerir la evaluación
de unos u otros contenidos, así como desembocar en uno u otro tipo de
tratamiento.
Sobre las ventajas relativas de uno u otro enfoque de elección del
tratamiento existen discrepancias entre los distintos autores. Lo que sí
parece claro en este momento es que no se justifica la recomendación
que hacen algunos de que el análisis funcional debe hacerse de forma
rutinaria. En primer lugar, porque en algunos casos puede resultar inútil.
8
En segundo, porque en otros casos, aun cuando no resulte gratuito, la
razón coste/beneficio, si se compara con otros procedimientos, no lo
hace aconsejable.
Posiblemente, como han señalado algunos autores (Haynes, 1986;
Nathan, 1981; Nelson y Hayes, 1986b), en algunas situaciones sea
mejor el empleo de una estrategia y en otras el empleo de otra. Así por
ejemplo, Nathan (1981) ha propuesto que en los trastornos con una
etiología biológica relativamente clara, puede resultar de más utilidad el
enfoque diagnóstico. En tanto que el análisis funcional sería más idóneo
en los trastornos altamente dependientes del ambiente circundante.
Haynes (1986), por su parte, propone que el acercamiento diagnóstico
puede resultar preferible al análisis funcional cuando existe, para un
determinado tipo de trastorno, un tratamiento que sea suficiente y
proporcione una alta probabilidad de éxito (p.ej., la desensibilización
sistemática o las técnicas de exposición con las fobias).
II.6. Evaluación de los resultados del tratamiento
II.6.1. Razones para realizar una valoración sistemática de los resultados
Existen muchas razones que aconsejan la realización de una
valoración sistemática de los resultados de las intervenciones
psicológicas (Hayes y Nelson, 1986; Nelson y Hayes, 1986b). Entre las
señaladas más frecuentemente se encuentran las siguientes:
1. La calidad del servicio al paciente se mejora, ya que la valoración
proporciona información acerca de la magnitud y dirección de los
cambios, así como acerca de en qué medida se camina hacia la
consecución de las metas últimas del tratamiento, permitiendo con
ello la corrección de los fallos o deficiencias que se observen
(valoración formativa).
2. Cuando la valoración se realiza tras la terminación de la
intervención, bien inmediatamente después de la misma, o bien
durante el período de seguimiento, la valoración permite apreciar
el grado con el que se han alcanzado las metas últimas del
tratamiento y, por tanto, si el tratamiento puede considerarse o no
como un éxito, en qué medida lo es y con respecto a qué criterios
de los utilizados (valoración normativa).
3. La valoración normativa realizada sobre los procedimientos de
intervención nos da seguridad acerca de su calidad y permite
diseminar mejor los tratamientos, como productos psicológicos
que son, entre sus consumidores: terapeutas, responsables de la
administración indirecta de intervenciones psicológicas (gerentes,
UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991).
MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5
PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL
directores médicos, responsables de salud, etc.), y pacientes
(Pelechano, 1980b, 1980c).
4. Por último, la realización de valoraciones sistemáticas y
cuidadosamente realizadas hace avanzar las ciencias clínicas y
contribuye al aumento de nuestros conocimientos técnicos y
aplicados.
II.6.2. Valoración de las metas últimas del tratamiento
Las conductas objetivo, sobre las que se realiza la intervención,
habitualmente son escogidas por el terapeuta de conducta, con
frecuencia de forma consensuada con el paciente, sobre la base de su
consideración como conductas adaptativas; es decir, sobre la base de su
adecuación para alcanzar las metas últimas del tratamiento. Estas se
eligen sobre criterios de valores culturales y personales (Wilson y
O'Leary, 1980) y para establecerlas en terapia de conducta se debe
realizar un contrato, previamente consensuado, entre el terapeuta y el
paciente o quien lo representa (Davison y Stuart, 1975; Nelson y Hayes,
1986b).
Desde un punto de vista centrado en las conductas problema, puede
pensarse que el establecimiento de las metas últimas de la intervención
dependen del paciente o de las personas bajo cuya tutela se encuentra,
en el caso de los sujetos incapacitados. Desde un punto de vista
sistémico, más amplio, el establecimiento y la valoración de la
consecución de las metas últimas puede resultar bastante más complejo.
Desde este último punto de vista, el establecimiento del éxito del
tratamiento depende de diversos criterios que pueden diferir según los
agentes sociales u otras personas significativas que realicen la
valoración de los resultados. Esto hace que sea necesario hacer un
muestreo de los otros significativos en los distintos ambientes en que se
desenvuelve el paciente para establecer cuáles son los criterios de éxito
que utilizan. De un ambiente a otro y de un valorador a otro estos
criterios pueden diferir, tal como se ha puesto de manifiesto en algunas
obras relacionadas con la valoración de programas de intervención
(p.ej., Stufflebeam y Shinkfield, 1987). Así los criterios empleados para
valorar una misma actuación difieren dependiendo del sexo, la edad o el
«rol» del que actúa (McFall, 1982). De la misma forma, los criterios con
los que se valora la adecuación de una determinada actuación pueden
ser muy distintos, según quién sea el que la valora.
Así, parece simplista suponer que la adecuación del cambio depende
única y exclusivamente del grado de cambio que se ha producido con
respecto a la línea base y de la dirección del mismo. Una misma
9
magnitud de cambio en determinada dirección puede ser valorada como
muy relevante y adecuada, o irrelevante y contraproducente, según los
criterios de adecuación que utilicen los agentes sociales que se toman
como jueces.
II.6.3. Procedimientos de valoración de los resultados
Puede decirse que existen dos formas fundamentales de valorar los
resultados del tratamiento: con respecto a la línea base y con respecto a
los objetivos meta o fines últimos de la intervención.
11.6.3.1. Valoración de los resultados del tratamiento con respecto a la línea base
La comparación del estado del paciente, en cada una de las
conductas elegidas como conducta objeto de intervención, y su situación
en las mismas durante la línea base es propia de los acercamientos
centrados en el problema, y más que una valoración de la mejoría o
eficacia supone una valoración del impacto del tratamiento.
La diferencia entre los valores actuales y los valores de las mismas
variables durante la línea base proporcionan una medida de la magnitud
y dirección del cambio producido entre uno y otro momento. Si el diseño
según el que se ha llevado a cabo el tratamiento resulta
metodológicamente adecuado, puede concluirse además que dicho
cambio probablemente ha sido debido a la manipulación o intervención
realizada. Sin embargo, no siempre es posible, emplear en la práctica
clínica diseños metodológicamente apropiados que permitan concluir,
con un alto grado de seguridad, que ha sido el tratamiento aplicado y no
algún otro factor el responsable de los cambios producidos.
La comparación de los valores actuales en las variables elegidas con
sus valores en la línea base a lo más que llega es a mostrar que se ha
producido cambio en la dirección esperada, pero no que dicho cambio
sea altamente relevante.
II.6.3.2. Valoración de los resultados de la intervención por comparación con las
metas últimas del tratamiento
Como acabamos de manifestar, quizá no interesa tanto la magnitud
del cambio como su relevancia clínica y social. Sin embargo, la
relevancia clínica no se extrae de la comparación del estado actual con
el estado durante la línea base, sino de la comparación del estado actual
con los objetivos meta previamente fijados. Cuanto mayor es la
coincidencia del estado producido por el tratamiento con los objetivos
UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991).
MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5
PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL
meta propuestos, tanta mayor relevancia clínica posee el cambio
operado. El criterio de bondad que, según parece, conviene utilizar no es
la significación estadística de las diferencias pre y postratamiento, o
entre el grupo control y el experimental, sino la concordancia entre el
estado producido tras el tratamiento y el estado que se deseaba
conseguir, así como la estabilidad temporal del estado alcanzado. Es
esta estabilidad la que asegura que el nuevo estado no es una
fluctuación azarosa. Por otra parte, la concordancia entre el estado
deseado y el estado conseguido asegura que el cambio no es
despreciable, que es clínicamente relevante, sea o no estadísticamente
significativo.
En nuestra opinión, pues, la línea base es de utilidad para establecer
si se ha de emprender o no algún tipo de intervención y para calcular la
magnitud del cambio producido tras el tratamiento. En ningún caso para
juzgar acerca del éxito de dicho cambio, dando por supuesto que se
haya producido.
Si el comportamiento que el sujeto manifiesta en el estado
conseguido concuerda con los comportamientos del universo (o
universos) definido como meta y el estado instaurado perdura, el
terapeuta dirá que el tratamiento ha tenido éxito, ya que se ha logrado la
meta que se buscaba. Esto, obviamente, supone que los universos
definidos como metas, así como el muestreo realizado de cara a la
evaluación de los mismos, se han elegido con cuidado, habiéndose
incluido qué conductas deberá manifestar el sujeto, qué conductas no
deberá manifestar, en qué situaciones deberán aparecer y en cuáles
no..., así como qué criterios de adecuación va a emplear el propio
paciente y los distintos agentes sociales que van a valorar los resultados
alcanzados. De esta forma, más que una medida del cambio o impacto
de la intervención realizada, se obtienen diferentes valoraciones de la
adecuación, bondad o éxito del cambio logrado.
10
Bellack, M. Hersen y A. E. Kazdin (comps.), International handbook of
behavior modification and therapy, Nueva York, Plenum Press, 1982.
Kanfer, F. y Schefft, B., Guiding the process of therapeutic change,
Champaign, 111., Research Press, 1988.
Nelson, R. O. y Hayes, S. C. (comps.), Conceptual foundations of
behavioral assessment, Nueva York, Guilford Press, 1986.
III. LECTURAS PARA PROFUNDIZAR
Barrios, B. A., «On the changing nature of behavioral assessment», en
A. S. Bellack y M. Hersen (comps.), Behavioral assessment: a
practical handbook, 3.' ed., Nueva York, Pergamon Press, 1988.
Egan, G., The skilled helper, 3.' ed., Pacific Grove, Calif., Brooks/Cole,
1986.
Fernández Ballesteros, R. y Carrobles, J. A. 1. (comps.), Evaluación
conductual: metodología y aplicaciones, 3.' ed., Madrid, Pirámide,
1986.
Goldfried, M. R., «Behavioral assessment: an overview», en A. S.
UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991).
MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5
Descargar