Ius Soli. Carlos Contreras

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Ius Soli
Pseudónimo
Caspar Neher
DRAMATIS PERSONAE
VOCIS PERSONAE
ZAGAL (Tercer actor)
PREGONERO
PATRÓN (Primer actor)
PINTOR
JUSTA (Primera actriz)
VOZ FEMENINA
JUANA(Segunda actriz)
VOZ FEMENINA 1
SOMBRA (Tercer actor)
VOZ FEMENINA 2
DOMINGO (Primer actor)
VOZ FEMENINA 3
SALVADOR (Segundo actor)
EL PRESENTADOR
MUJER (Segunda actriz)
EL PÚBLICO
GREGORIO MAYORAL (Primer actor)
LA COLIFLORERA
EL CAPEA (Tercer actor)
VOZ MASCULINA 1
REPORTERO (Primer actor)
VOZ MASCULINA 2
CAPUCHÓN (Primer actor)
VOZ MASCULINA 3
NIÑO (Segundo actor)
ESTROFA
ANTISTROFA
(Nueve personajes propuestos para un reparto de tres actores y dos actrices.)
CONFIGURACIÓN ESCÉNICA
A excepción de los actores, que formarán parte de su construcción, la configuración escénica
será la que el director, en el libre ejercicio de su creatividad, requiera. Para el montaje del
decorado, el autor propone que se sigan las necesidades establecidas durante los ensayos con los
intérpretes, tal y como determina lo que Brecht llamó el principio Neher.
La acción en España, durante la segunda mitad de un siglo XIX cegado en sus propias luces.
Derechas e izquierdas, las del espectador.
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PRÓTASIS
Exterior rural y nocturno. A un lado de la escena dos aldeanas charlan frente a frente.
Ambas vestidas con falda negra, leotardos negros, calzado negro y gruesa chaqueta
de lana negra. Sus cabezas están cubiertas por un pañuelo negro que esconde su
perfil a nuestra vista. Lo único que las diferencia es lo que cada una de ellas carga en
su mano. De la diestra de JUSTA, que así se llama la de la izquierda, se columpian un
par de codornices vivas. La MUJER, por su parte, suspende un botijo de su siniestra.
En el ambiente, una tuna de grillos está rondándole a la luna.
MUJER.― (Girándose, furtiva.) He de irme.
JUSTA.― (La impide del brazo. Acercándola las perdices.) Espera. Toma, te he traído
este presente en agradecimiento.
MUJER.― No tienes que agradecérmelo, Justa, lo justo, justo es.
JUSTA.― Pero las he recortado hasta las piojeras y pronto comenzarán el celo.
MUJER.― Créeme que lo siento, pero no puedo volver a casa con ellas y no darle
una explicación de su procedencia a mi patrono. Con lo que le gusta la caza con
reclamo.
JUSTA.― (Encogiendo el brazo de la ofrenda y soltando el de la MUJER.) Entiendo.
MUJER.― He de irme. Recuerda: has de salir de la ciudad por Val de la Fuente,
pasar la Tenada de los Gitanos y girar hacia la derecha hasta Val pinarejo. Una vez
allí, sólo tienes que andar media centena de metros hasta situarte entre el vallejo que
llaman La Tenada y el páramo que dicen de Latena. Suerte. (Yéndose.) Adiós.
JUSTA.― (Cogiéndola del brazo.) Espera Felisa. ¿Y el pilón está bien a la vista?
MUJER.― A la de la que es mañosa para fijarse entre la fronda, sí. Pero a la de la
que no, debe adentrarse en ella y se lo encontrará de pronto entre las estepas y los
restos de un caserío que domina el valle que en las tardes sirve de sestil para las
vacas.
JUSTA.― Y una vez en él, la corta cincuenta y siete.
MUJER.― Sí, hay varias suertes repartidas por la zona. Aparte del número, están
selladas con un hacho de marco negro, como se ha hecho toda la vida, sobre la
corteza. Las iniciales que este año han caído en suerte allí son las de P. C, el
prestamista que vive al lado del palomar. No tiene pérdida. Ahora, he de irme. Nadie
tarda tanto en aguar un sólo botijo.
JUSTA.― En torno a la leñera preparada para cargar.
MUJER.― (Yéndose.) En torno a la leñera, en algún lugar, metro arriba metro abajo.
(Haciendo mutis por la derecha del proscenio.) Adiós.
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JUSTA.― (Aparte.) Adiós.
La MUJER hace mutis por la derecha mientras JUSTA camina en dirección
contraria al ritmo que marca su preocupación. Tres pasos después, se detiene,
saca una bolsita de su sostén y se lía un cigarro. Una vez colgado de sus
labios extrae una cajita de cerillas del mismo sitio y lo enciende. Su cuerpo
oscuro, seguido por el espíritu de humo del tabaco, desaparece por la
izquierda del proscenio, quedando la escena iluminada únicamente por la luz
blanda de la luna. Cuando una nube ciega el ojo níveo de la noche, los grillos
siguen cantando al negro en que se funde.
OSCURO
PRIMERA JORNADA
(LUNES)
Interior vespertino en la mitad derecha de la escena, quedando la izquierda a oscuras.
En ella una mesa vieja, rectangular y de madera. De su panza se abren dos cajones
de los que cuelgan un par de trapos de cocina. Los tobillos de sus patas están unidos
por un tablero que sujeta talegas y jofainas. Al rededor de ella vemos tres sillas, dos
en los extremos y una en el centro de su anchura, de cara al espectador. Son igual de
viejas que la mesa y también de madera, pero con el asiento de paja. En el suelo,
junto a las dos patas de la profundidad derecha, un botijo blanco y en el foro dos
ventanas de madera con dos puertitas abatibles cada una. Entra, vestido de faena,
silbando y sudoroso, DOMINGO. Su madurez temprana ase el botijo, lo alza y deja
caer en su labio superior un chorro redondo de agua que resbala en cascada hasta su
boca. Una vez saciada su sed, levanta un poco más el recipiente y comienza a
regarse la cara y la cabeza mientras resopla sobre el pequeño charco que ha creado
su fatiga. Finalmente va a la mesa y le arranca un trapo de la boca. Se está secando
la cara, cuando entran JUSTA y, de su mano izquierda, SALVADOR. La treintañera
camina sobre unas zapatillas negras manchadas de barro casi hasta los leotardos,
también negros. Contonea una falda negra bajo chaqueta de lana negra, pañuelo
negro y lleva un atado de flores silvestres en la mano que le queda libre. La palidez
del niño contrasta con los retales negros de su pantalón ceniza, su chaqueta de lana
negra y su gorra gris, pero hace juego con el conejo degollado que lleva colgando de
su mano izquierda. El hombre no repara en ellos hasta que termina de secarse la
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cara. Para entonces JUSTA ya ha llegado a la mesa, ha tirado el atado de flores a uno
de los sacos que hay entre sus patas y ha puesto sobre ella el conejo degollado.
DOMINGO.― (Mirándola los pies, de espaldas al espectador.) ¿Otra vez con lo
mismo? (La mujer no contesta. Sienta en la silla central a SALVADOR, le quita la
gorra y le revuelve el pelo cariñosamente.) Ya no sé cómo hay que decirte las cosas.
Al menos podrías dejar al crío en casa. Conseguirás que la gente crea que le estás
enseñando lo que no tiene que saber para que en el futuro haga lo que no tiene que
hacer. (JUSTA saca un gran cuchillo de despiezar de uno de los cajones y comienza a
pelar el conejo de cara al espectador). Dime tú si merece la pena. (Se acerca a la
mesa, coge el conejo, lo examina, lo huele y lo devuelve a ella con aprobatorio
desdén). Y ni siquiera es liebre... (Pausa.) ¿Merece la pena? (Silencio. Se quita la
chaqueta y se la pone a la silla del extremo izquierdo de la mesa. Luego se suelta los
tirantes y se sienta mientras observa a SALVADOR observando cómo su madre pela
el conejo). Si desde pequeño ve tus imprudencias nunca será un hombre de bien.
Acabará como su padre.
JUSTA.― (Erradicando el pelo del conejo cada vez con más ímpetu.) Puedes estar
tranquilo, no me ha visto nadie.
DOMINGO.― No te ha visto nadie que tu hayas visto que te vea, pero aquí hasta las
paredes son orejas. Mira si tardaron en enterarse de lo de la señora Juana.
JUSTA.― Son cosas diferentes. La pobre fue muy poco discreta.
DOMINGO.― Y demasiado curiosa, por lo que tengo entendido. Cierra la puerta.
JUSTA.― ¿Qué?
DOMINGO.― Que cierres la puerta. Y las ventanas. He dicho.
JUSTA.― (A SALVADOR.) ¿Has dado ya de comer a Thor?
SALVADOR hace dos ruidos nasales de negación, sacude la cabeza.
JUSTA.― (Saca una cubeta de debajo de la mesa y pone los primeros sobrantes del
conejo en ella. Dándosela.) Pues toma. Corre.
SALVADOR, muy contento por lo contento que se pondrá Thor, hace mutis por
la derecha. A su paso, JUSTA cierra la puerta, las ventanas y regresa a su
labor peladora, frente a la mesa.
DOMINGO.― (Chismorreando.) Dicen los papeles periódicos que fue por dinero.
JUSTA.― Siempre es por dinero. Por eso hombres y pesetas se acaban en España.
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DOMINGO.― A ella, que había estado en Londres, en Venecia... Debió abrir la puerta
a un desconocido.
JUSTA.― Nunca abría a nadie. La semana pasada tuve que llevarle un encargo y me
pidió que lo dejara en la portería, que ya se lo subiría su marido o Julito cuando
volvieran. Estando sola prefería no atender a llamadas.
DOMINGO.― Pues se ve que aquella le picó la curiosidad, porque...
La voz de DOMINGO se va silenciando en fade out mientras la mitad derecha
de la escena funde a negro. Se ilumina entonces -y sólo hasta la penumbra- la
de la izquierda, adivinándose apenas una salita de estar. Sobre la sombra de
una mesa, el contorno de un cuerpo resbala una plancha a carbón cuyas
ascuas dibujan en la oscuridad el movimiento de su brazo. Mientras y a su
derecha el negativo de una cocinilla calienta una pequeña cazuela. En el foro
vemos la cara cerrada de una puerta a la que dos nudillos llaman tres veces.
Al escucharlo la silueta deja sus labores para acercarse, sigilosa, hasta ella.
JUANA.― (Se detiene y grita hacia afuera.) Quién llama.
SOMBRA.― (Desde afuera.) Soy yo otra vez señora Juana. Tengo que localizar a su
marido, ya le he dicho que es urgente.
JUANA.― Deje el mandado en portería, lo recogerá el mismo cuando venga del taller.
SOMBRA.― El mensaje no puede esperar. Déjeme, al menos, usar el teléfono.
JUANA.― (Volviendo hacia la plancha.) Vaya al taller y déselo usted allí.
SOMBRA.― Será sólo un momento.
JUANA detiene sus pasos, pensativa.
SOMBRA.― Por favor.
JUANA.― (Aparte.) El caso es que esa voz... (Hacia afuera.) Está bien, dos minutos.
JUANA vuelve y abre la puerta. A su silueta se une otra, de corta estatura,
fuerte y con coleta.
SOMBRA.― Gracias. Sería tan amable de indicarme dónde está el teléfono.
JUANA.― Sígame.
JUANA conduce a la SOMBRA hacia una esquina oscura de la sala.
SOMBRA.― ¿Y Juanito?
JUANA.― En el taller, con su padre.
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SOMBRA.― Me han dicho que se nos casa.
JUANA.― Sí, el próximo diecinueve de junio.
SOMBRA.― Vaya, ya no queda mucho entonces.
JUANA.― Nada.
SOMBRA.― ¿Y cómo van los preparativos?
JUANA.― Pues mira hijo, me tienen loca. Que si el traje, que si las arras, que si las
flores, la iglesia, el banquete. El caso es sacarnos las perras entre todos. (Señalando
un teléfono que no vemos.) Ahí lo tiene. No esté mucho, que sale muy caro.
SOMBRA.― Descuide.
JUANA se da media vuelta y se dirige a la plancha. De repente y por detrás, la
SOMBRA sale de su esquina y le estampa el teléfono en la cabeza. El chillido
de la señora pone letra al golpe de campanillas del aparato contra el suelo.
JUANA.― ¡Socorro! ¡Socorro!
Ya junto a la mesa y viendo que la mujer se resiste, la SOMBRA ase la
plancha y continua su agresión. Le golpea, incesante, el vientre y la cabeza.
JUANA.― (Ahogándose en su sangre y huyendo a gatas hacia la puerta.) ¡Ayuda!
La SOMBRA la impide por una pierna, saca un cuchillo de su chaqueta y la
degolla. Después retira la leche del fuego y comienza el registro de la casa.
Tranquilamente, va metiendo en una bolsa los objetos de valor que va
encontrando. Cuando termina, se enciende un cigarro cuya luz anaranjada
hace un lento mutis por el foro. Poco después llega una voz de afuera.
VOZ FEMENINA.― ¿Señora Juana, está usted ahí? (Llama a la puerta.) ¿Señora
Juana, me oye?
PINTOR.― ¿Qué han sido esos gritos?
VOZ FEMENINA.― ¿Usted también los ha oído?
PINTOR.― No vea si ha retumbado el patio.
VOZ FEMENINA.― Pues aquí nadie contesta.
PINTOR.― Déjeme.
La puerta cae abajo y la escena funde a negro mientras oímos.
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VOZ FEMENINA.― ¡Señora Juana, que ha pasado! ¡Señora Juana, me oye usted!
¡Corra, busque a la guardia civil!
Una luz creciente nos devuelve entonces a la mitad derecha, donde JUSTA ya
ha terminado de mutilar las articulaciones del conejo.
DOMINGO.― Quien quiera que fuera se apoderó de setenta mil trescientas pesetas,
en billetes, que estaban guardados en el armario ropero de la alcoba conyugal.
JUSTA.― (Comienza a mutilar las articulaciones del conejo.) ¡Arrea! ¡Setenta mil
trescientas pesetas! Si cuando el río suena...
DOMINGO.― Y otras mil trescientas que estaban en la cartera de Julito, en un bolsillo
de la americana.
JUSTA.― ¿Eso detallan los papeles? Es increíble. Hasta el redactor más adocenado
encuentra lucimiento en la narración de esas crónicas. Como que estaban allí para
verlo.
DOMINGO.― Dicen que si ha sido algún familiar, porque tuvo tiempo hasta para
quitar el cazo de leche que tenía en el fuego la señora, para que no se saliera.
JUSTA.― (Suelta una carcajada.) Lo que digo. La prensa está más atenta a sus
intereses que a los fines morales que no debería jamás perder de vista; gratifica a sus
suscriptores y entretiene durante unos días a cuantas personas ociosas y
desocupadas se hallan en la corte y fuera de ella, harto numerosas, por desgracia. Y
a los que protestan por su falta de ética les dicen que todo está dentro de la libertad
de imprenta... ¡Como si la imprenta fuera libre!
DOMINGO.― No tardarán en averiguarlo.
JUSTA.― No estés tan seguro.
De la calle llega un toque de corneta.
EL PREGONERO.― Se hace saber, que el miércoles por la mañana, a las doce del
mediodía, en la plaza mayor…
JUSTA.― (Ensordeciendo el bando hasta la incomprensión.) La ley se parece mucho
a esos malos actores que vienen en fiestas a comediar: exageran tanto sus papeles
que cuando pretenden hacerle a una reír, la hacen llorar.
DOMINGO.― (Urgente y ceñudo, se levanta para aguzar el oído.) ¡Schhhh, calla!
Con el silencio del pregonero, regresa lentamente y se vuelve a sentar. Llaman
a la puerta. JUSTA deja entrar al niño, que le devuelve la cubeta y se sienta.
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JUSTA.― ¿Qué?
DOMINGO.― Pues si te hubieras callado me hubiera enterado. Sólo he entendido
que el miércoles no se trabaja. Así que los tres iremos a la plaza. Esperemos que la
bestia de esta vez de más de sí. El último era viejo y apenas aguantó cuatro vueltas.
Estaba tan chupado que ni siquiera berreó. Le faltó poco para dar las gracias cuando
le entró el acero por la nuca. ¿Os acordáis?
JUSTA.― Él aún estaba en mi barriga. Pero yo... cómo olvidarlo.
DOMINGO.― El penúltimo, sin embargo, fue la naturalidad personificada. Sencillez y
finura, condiciones que aliñadas con la de la firmeza recrearon una verdadera obra de
arte. Aquel despertó a toda la plaza con varias vueltas completas y un trincherazo de
cartel. Y cómo se viviría la faena que hasta se gritó ¡Viva el Rey Alfonso! Lo de
aquella tarde fue como las campanas de Sevilla, que repican noche y día para
despertarnos de un sueño de rosa y jazmín. Y es que cuando sale uno de esos la
gente llora lágrimas amargas por no verlo morir. Aún escucho la ovación, el momento
exacto en que la vida se detuvo entre el pasado y el futuro. (Destemplado.) El silencio
de después dejó bien claro a las autoridades que el público pedía el indulto. Pero la
concurrencia tuvo que conformarse con mirar sus últimos estertores de lejos, con los
gemelos del teatro.
SALVADOR.― Madre, ¿me subirá usted a hombros para verlo mejor?
DOMINGO.― (Contundente.) Claro que sí, hijo. Y si no te sube ella te subo yo, que
soy más alto. Serás el mejor situado de la plaza. Debes endurecer tu corazón y
hacerte un hombre. Aprenderás a saborear la satisfacción que experimenta un buen
ciudadano cuando, entre aplausos, los caballos arrastran fuera de la plaza los restos
del animal.
JUSTA.― No creo que el niño deba mirarse tan pronto en el espejo de un disparate.
Ni su mirada ni su desarrollo mental saben filtrar aún ciertas violencias. El placer de
ese espectáculo envenena también el espíritu y, con frecuencia, deja sembrado un
germen de pesadillas que se agarra con mayor fuerza en las personas sensibles.
(Pausa.) No hay noche que no me sobresalte de la cama al recordar la última vez que
fuimos, cuando acompañamos a mi Mariano. (Se santigua.) Dios le tenga en su gloria.
(Emocionada.) No es necesario tanto escándalo.
DOMINGO.― A nadie le hace mal el vino si se bebe con tino. Le llevarás. Os pondréis
en primera fila, le subirás a hombros y acudirás sin pañuelo en la cabeza. Que todo el
mundo te vea bien. Y si tienes que pagar dos o tres reales a uno de esos pillos que
pasan toda la noche allí para vender el sitio a la mañana siguiente, que no te pese
porque tienes que dar ejemplo y ese dinero estará tan bien gastado como el que se
llevó tu magistrado. (Se levanta, hacia la salida.) Me voy a la bodega mientras guisas.
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JUSTA.― Es muy triste pensar después que el pobre estaba sano y robusto y que la
naturaleza le tenía reservada una larga vida a su lado. Qué tradición más
desagradable la de cambiarle la fortuna para convertirlo en un ser a plazo fijo. Es un
remanente indigno de un pueblo civilizado y cristiano. Deberían haber atendido con
mayor cuidado las propuestas que Moya y Becerra presentaron para la supresión del
espectáculo.
DOMINGO.― (Volviendo.) Pues al menos ahora no descuartizan los restos, como
hacían antes, que luego repartían los miembros y se servían de ellos para marcar
calles y carreteras. Debía resultar muy desagradable para los extranjeros que venían:
tal era la opinión que se formaban de nuestro carácter nacional que algunos ponían
quejas y aún muchos se daban media vuelta por juzgar como dureza lo que sólo es
curiosidad.
JUSTA.― Curiosidad insana. Y muy cara. Esos actos son un gasto innecesario en
tiempos da paz. El último, entre carpinteros, alguaciles de asistencia, suministros de
paja y cebada para los caballos, comida y gratificaciones para la cuadrilla le costó a la
Tesorería de rentas de nuestra provincia ocho mil seiscientos treinta reales que todos
los vecinos pagamos. Eso da para poner alcantarillado en toda la ciudad.
DOMINGO.― (Hacia la salida.) ¿Innecesario? La fiesta es un tiempo fuera del tiempo
y la sabiduría social y cultural que nos da no tiene precio. Hay música, gimnasia,
teatro. ¿Si no por qué iban a incluir este espectáculo los franceses en sus itinerarios
turísticos?
JUSTA.― ¿Qué?
DOMINGO.― En París se hacen excursiones a la plaza de la Roquette o a la de la
Grève para verlo en directo. Y llenan el cuerpo del animal de brea para retrasar su
descomposición y que aguante más tiempo expuesto.
JUSTA.― Cualquier cosa. Dile al que te lea los papeles que a buenos ocios, malos
negocios.
DOMINGO.― (Hacia la salida, escamado.) Los leo yo. Me marcho.
JUSTA.― Sí, claro, tú. (Pausa.) No tardes. Si quieres comer y dormir en caliente hay
que meter diez o doce brazadas de leña antes de que muera la tarde.
DOMINGO, resignado, hace un vigoroso mascullo de conformidad.
SALVADOR.― ¿Madre, cómo acabó padre?
JUSTA.― (Sonriéndole al conejo, ya limpio.) Como acaban los hombres de bien,
cariño: injustamente.La cara de SALVADOR se ilumina de una orgullosa inocencia.
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DOMINGO.― (Desde la puerta, ríe exagerado.) ¡Como un hombre de bien! Si fuera
así tendría una tumba a la que podrías llevar un ramo de flores.
JUSTA.― (Coge un puchero de debajo de la mesa y clava el machete en la tabla con
un golpe seco.) Si Dios quiere, pronto la tendrá. Y me da a mí en la nariz que va a
querer, porque es lo justo y porque todo el mundo tiene derecho a honrar a sus
muertos.
DOMINGO.― (Saliendo.) Pues yo creo que te vas a quedar ayuna. La providencia
tiene demasiado trabajo últimamente en este país como para ocuparse del Quem
Queritis de un pobre bracero ateo y contrariado. (En mímesis irónicamente
gregoriana.) Per secula seculorum...
Y el hombre, tras recolocarse los tirantes, hace mutis por la derecha mientras
JUSTA, con el machete, empuja en la olla los pedazos de conejo. Después
azuza a SALVADOR fuera de la cocina y una vez que el niño ya ha salido,
extrae una bolsita del leotardo de su pierna derecha. Con su contenido se lía
un cigarro. Luego entreabre una de las ventanas y, contrariada, traduce su
desazón en un espeso monólogo de humo.
OSCURO
SEGUNDA JORNADA
(MARTES)
Escena dividida en dos mitades. La izquierda apagada, la derecha encendida. Esta
última es el interior de una pequeña capilla. Desde arriba una luz diagonal se limita a
confirmarse desde un ventanuco que no vemos. En el centro de la escena un altar
provisional revela lo itinerante de su iconografía mariana y hagiográfica. Las imágenes
tiemblan entre dos velas que se derriten sobre sendas palmatorias. Frente a ellas, un
par de sillas encaradas y de perfil al público. Ocupa la de la derecha un veinteañero
de rasgos gitanos, con largo cabello negro peinado hacia la nuca y ataviado con traje
sastre diario. En la de la izquierda otro joven de traje similar, pelo corto y aspecto
despierto desliza con la diestra un lapicero sobre una libreta que apoya en su palma
izquierda. De afuera llega el griterío de una plaza a rebosar.
REPORTERO.― Me han dicho que ha estado algo intranquilo. ¿Ha podido descansar
usted bien, Martín?
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EL CAPEA.― (Eludiendo la pregunta.) Bastante.
REPORTERO.― ¿Le suben a usted las pulsaciones antes de salir a la plaza?
EL CAPEA.― Eso pregúnteselo al médico. A mí sólo me ha dicho que ya estoy en
ciento cuatro por minuto. Como si yo supiera lo que eso significa.
REPORTERO.― (Sin levantar la vista del papel. Escribiendo.) ¿Qué opina de que
haya gente que pierda su jornal por venir a verle?
EL CAPEA.― Eso no es asunto mío. Pregúntele a los que fijan la hora.
REPORTERO.― ¿Qué ha comido?
Ante lo dilatado del silencio de EL CAPEA, el REPORTERO levanta la cabeza
exigiendo una respuesta.
EL CAPEA.― Aún nada. ¿De verdad importa eso?
REPORTERO.― ¿A mí? En absoluto. Pero lo exige el público. (Poniéndose el lápiz
en la oreja, cerrando la libreta y guardándosela al bolso de la americana.) Bueno,
pues con esto tengo más que suficiente. Que tenga usted serenidad.
EL CAPEA.― No me falta.
REPORTERO.― Suerte. Y muchas gracias.
EL CAPEA.― No hay de qué. Adiós.
El REPORTERO sale por la derecha. Largo silencio que rompe la entrada de
GREGORIO MAYORAL, cuya madurez media camina dentro de un elegante
traje de americana negra y bajo hongo del mismo color. En la mano derecha
lleva un maletín de madera de pino y en la izquierda una bolsa de tela.
GREGORIO.― ¿Me perdona?
El joven se gira para mirarle, pero su silencio regresa a la postura inicial.
EL CAPEA.― ¿Y usted a mí?
GREGORIO.― (Ríe.) Se ha convertido en un tipo célebre, joven. Tiene el graderío a
reventar.
EL CAPEA.― (Indiferente.) Sí, ya ve.
GREGORIO.― Llevan días preparando la plaza y ha venido tanto público de carrera
recorriéndose toda la calle de la Amargura que la Guardia Civil montada ha tenido que
poner orden. Y eso por no hablar del público de exposición, que ya está comprando
sitio en primera fila a los que han velado allí su noche para poder verle.
EL CAPEA ni se inmuta.
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GREGORIO.― Los últimos que salieron a esa plaza lo hicieron con mayor entusiasmo
y con la convicción de que no iban a defraudar a toda esa gente. (Deja la bolsa de tela
sobre el altar y saca de ella una botella.) ¿Le apetece un trago?
EL CAPEA.― (Asiente.) No me interesa.
GREGORIO.― (Acercándole la botella.) Fue cuando lo de la A.I.T. bakuninista.
(Silencio.) No me diga que no lo recuerda.
EL CAPEA.― (Tras dar un trago.) Ya le he dicho que no me interesa.
GREGORIO.― Beba. Beba cuanto quiera. El aguardiente ilumina el espíritu, aumenta
la valentía y en consecuencia rebaja el miedo.
EL CAPEA.― Yo no le tengo miedo a la plaza.
GREGORIO.― Vaya, no me diga que usted es de los que temen más por la angustia
de su familia mirando desde la grada que por la suya propia. (Pausa.) Ya veo.
EL CAPEA da otro trago y le devuelve la botella a GREGORIO, que saca un
paquete de tabaco. Tras dar dos golpecitos en la base, le ofrece el cigarro que
asoma.
GREGORIO.― ¿Casado?
EL CAPEA.― (Aceptándolo.) A punto. Le compré el vestido antesdeayer.
GREGORIO.― No sé qué tienen esas malditas telas, pero siempre les sienta de
maravilla ¿eh? (Enciende una cerilla y la acerca al pitillo de EL CAPEA, que inhala el
humo.) Apostaría el brazo derecho a que con ella no es una excepción.
EL CAPEA.― (Echando el humo.) No se quedaría usted manco.
GREGORIO.― Qué jodido, cómo me recuerda usted al último que vino a buscar a
esta capilla el valor necesario para enfrentarse con la plaza. Él tampoco hablaba
demasiado. Sólo repetía que la tierra es para quien la trabaja.
EL CAPEA.― ¿Y no es cierto eso? (Pausa.) ¿Qué fue de él? Nunca me enteré muy
bien de por qué terminó todo aquello de la manera que terminó. (Da otra calada.)
GREGORIO.― ¿No lee los papeles?
EL CAPEA.― No fui a la escuela. Sólo he oído versiones.
GREGORIO.― El zagal tenía algo de vacuno en un terrenito que le llevó toda la vida
concentrar. Aquel año no vino de aguas y el pasto comenzaba a avejentarse...
Oscuro retrospectivo en la mitad derecha de la escena. Se enciende entonces
la izquierda mostrándonos un exterior rural y nocturno. La mitad izquierda de la
escena está dividida en dos por un muro de piedra que tiene aproximadamente
un metro de altura. La mitad derecha la ocupa un árido vergel. Su follaje
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amarillo traduce un pasto que ha comenzado a avejentarse. Al otro lado de la
cerca, en la mitad izquierda, se levantan cinco olivos. Tras ellos vemos una
finca cuya hierba está disfrutando del riego automático y discontinuo que le
suministra un canal. Por la derecha entra el ZAGAL, veinteañero vestido de
labriego. Se agacha, toca la hierba y niega con la cabeza. Acto seguido se
acerca al muro y, mirando al otro lado, vuelve a negar con la cabeza. Tras
percatarse de que no hay nadie mirando, comienza a dar patadas al
mampuesto hasta que abre un hueco en él. Disimulando, desaparece por el
lado derecho del proscenio. Oscuro. Al clarear una nueva mañana, vemos que
el muro ha sido reconstruido. Entramos en una charla in media res, que el
ZAGAL y su PATRÓN, un terrateniente cincuentón, están teniendo en la finca
del primero.
PATRÓN.― Mira Mariano, otra vaca más que metas en mi finca y te la mato.
ZAGAL.― Mire Patrón, yo no tengo la culpa de que este año no haya venido de
aguas. Créame que son ellas solas las que buscan su acomodo. Los animales son
inocentes, no haga usted que me los maten.
PATRÓN.― Otra y te la mato. Ya van para cinco las veces que he tenido que mandar
levantar la cerca.
ZAGAL.― Igual son sus vacas las que lo tiran. (Pausa.) Las mías... no hay diferencia
entre que me las mate usted o que ellas solas se me mueran. Le ofrezco la mitad de
mi jornal por una hora de pasto al día.
PATRÓN.― Acepto. Te restaré la mitad de tu jornal, pero por el pasto que ya has
tomado como tuyo. De aquí en adelante cobrarás cuatro reales.
ZAGAL.― Bien sabe usted que no es justo lo que hace.
PATRÓN.― (Saliendo.) Bien sabes tú que cuando hablo no es en vano.
El PATRÓN hace mutis por la derecha del proscenio. MARIANO, pensativo,
sigue sus pasos con la mirada. Oscuro. Cuando la escena alza de nuevo sus
párpados, vemos a un jornalero reconstruyendo el muro de piedra desde su
lado izquierdo. Al derecho, un ternero muerto está siendo el festín para las
moscas. Junto a él MARIANO se lamenta de rodillas. Oscuro interludio y
segundos después media luz nocturna. MARIANO se acerca a la muralla con
un hacho en la mano izquierda, salta y tala los cinco olivos. Luego hace mutis
por la derecha del proscenio. Oscuro. Al despertar a un nuevo día vemos a
MARIANO trabajando con una azada en la finca de la izquierda. Por la derecha
entra, con paso decidido y armado con una escopeta, el PATRÓN. Apunta
) 13 (
fuera de escena y dispara cinco veces, oyéndose a lo lejos los postreros
mugidos de un toro bravo.
ZAGAL.― (Alarmado, salta el muro y corre hacia su patrón. Forcejeando.) ¡Pero qué
hace!
PATRÓN.― (Quitándosele de encima.) El que avisa no es traidor.
ZAGAL.― (Saliendo de escena por la derecha, desde afuera.) ¡Iba a cubrirlas esta
tarde! ¡Es el único que tengo! ¡Y bien sabe usted que mi futura está encinta!
PATRÓN.― ¿Te importó a ti que mis olivos estuvieran a punto de dar su recogida?
ZAGAL.― (Desde afuera.) ¡Mal nacido. La tierra debería ser de aquel que la trabaja!
PATRÓN.― (Saliendo.) Con que esas tenemos. Muy bien.
ZAGAL.― ¡Adónde va! ¡No, perdóneme, lo siento!
El PATRÓN hace mutis por la derecha y MARIANO vuelve, lloroso a su labor
en el huerto izquierdo. Al rato regresa el PATRÓN, quedándose a la entrada.
PATRÓN.― (A alguien que está afuera.) Este es.
VOZ MASCULINA 1.― (Desde afuera.) ¿Es usted Mariano Crespo? Haga el favor de
acompañarme.
ZAGAL.- ¿Yo? ¿Y por qué si puede saberse?
PATRÓN.― El otro día estaba leyendo la Revista Social, ahí, en su chavola.
VOZ MASCULINA 1.― Lo que faltaba. Eso es basura de la ATC, relacionada con la
FRTE.
ZAGAL.- Pero oiga, que yo no sé ni leer.
VOZ MASCULINA 1.― Ya, ya, sé cómo me dice. Acompáñeme. ¡Vamos, si entro por
usted le pego un tiro aquí mismo!
El ZAGAL sumiso, sale de la finca. Se oyen algunos golpes y quejidos.
VOZ MASCULINA 1.― Camina, bakuninista de mierda. Te va a caer una buena por
traicionar a tu patria.
El ZAGAL.― ¡Suélteme, yo no he hecho nada!
VOZ MASCULINA 1.― Ya, ya, ya. Todos repetís...
El PATRÓN, mirando hacia afuera, les ve alejarse desde su frondosa finca. La
mitad izquierda de la escena funde a negro y cuando el oscuro de la derecha
) 14 (
retrocede a la luz la VOZ MASCULINA 1 vuelve a ser la de GREGORIO.
Estamos, de nuevo, en la capilla.
GREGORIO.―...la misma cantinela.
EL CAPEA.― (Ceñudo.) Embustero. Esta sociedad nuestra olvida demasiado a
menudo que no es si no quien recibe el provecho de un crimen el que lo ha cometido.
GREGORIO.― Como se tuvo por suya la culpa de sus vacas, fue juzgado con la pena
con que se castiga a un animal y doce días después, le dieron garrote ordinario por
traición a la patria. Él sólo pidió el encargo de que cuidaran a su novia y a su futuro
hijo; al igual que tú cuando dices que no temes la plaza sino a su graderío, buscó
reinos para otros y abandonó los suyos. ¿Y sabes lo que pasó? Que por hacerlo
echaron el guante también a la mujer. Algo vale que se libró de la misma receta por
estar preñada, ya que en los cuarenta días posteriores al alumbramiento el caso
cambió de magistrado y nunca más se supo. Pero su marido… el garrote estaba en
mal estado y viendo que no moría después de media hora girando la manivela, el
piquete de la tropa que subió al cadalso y le pasaron por las armas con tres tiros. Su
cadáver permaneció expuesto al público en la finca del patrón, junto a los olivos que le
había talado, hasta la caída del sol y no fue entregado a la familia. Después le
enterraron fuera de la ciudad, en una sepultura a la que, como ordena la ley, no se le
puso señal alguna.
EL CAPEA.― Si la verdad de una afirmación importara tanto como la boca que la
pronuncia se entendería que algunas sangres derramadas no manchan la inocencia.
El que roba a un ladrón...
GREGORIO.― Ya veo de qué pie cojea. Para usted debe ser inocente aquel que por
usted es culpable.
EL CAPEA se mantiene en silencio, mirando tranquilamente cómo se
desvanecen hacia el techo las espirales de humo de su cigarro.
GREGORIO.― Pero, en fin, no he venido aquí para hablar de política. Y menos
delante de Nuestra Señora. Si no para traerle al señorito los encargos que ha pedido.
Por un lado, su acordeón (Se lo entrega. EL CAPEA lo mira con amor, lo acaricia y se
lo calza en los hombros.) Y por otro, los manjares. (Mientras el joven afina las teclas,
saca un paquete de papel de la bolsa de tela. Entregándoselo.) Pata negra, de bellota,
como usted quería. (Busca de nuevo en la bolsa. Sacándolo.) Ah, y la hogaza de pan
con el aceite y dos tomates. (Lo deja todo sobre el altar.) No se quejará, le tenemos
atendido a capricho.
) 15 (
EL CAPEA con el acordeón suspendido sobre su pecho, abre el paquete, saca
una loncha y comienza a saborearla lentamente, con los ojos cerrados.
GREGORIO.― Se cansa uno antes del joder que del jamón, ¿eh?
EL CAPEA le está ignorando cuando llaman a la puerta.
GREGORIO.― Esos deben ser el nuevo señor cura y su cuadrilla. Es menos amable
que el anterior, pero aquel arrastra una perturbación nerviosa desde la última vez que
tuvo que oficiar en la plaza y ya no ejerce. Confiésese con él y rece en condiciones la
Salve. La oración se parece mucho al aguardiente: ayuda para salir a la plaza con
mejor carácter. Él le trae su traje; le ayudará a vestirse y le asistirá en coche aquilón
hasta la plaza, para que llegue usted con mayor descanso y discreción. Si me permite
un consejo, no haga mucho caso durante la carrera: esa mala costumbre, aunque
aumenta la afluencia de público tanto como la publicidad, es el verdadero martirio. No
en vano ya la han suprimido en plazas tan ilustres como Sevilla. Pero bueno, no le
entretengo más, pues por lo poco que he hablado con usted tengo el convencimiento
de que afrontará sus acciones con la misma valía y contundencia con que dirige su
lengua.
Y, sonriéndose, hace mutis por la derecha mientras EL CAPEA, melancólico,
agacha la cabeza y, con el rostro parcialmente cubierto por su melena
azabache, comienza a pronunciar con el acordeón el susurro sin palabras de
su miedo, cerrándose la sala en un completo
OSCURO
TERCERA JORNADA
(MIÉRCOLES)
Espacio exterior vacío. Una hermosa mañana de verano ilumina la mitad derecha de
la escena, quedando la izquierda completamente ciega. Por la visible, entre un gran
tumulto de voces y tambores, asoman DOMINGO, con SALVADOR a hombros, y
JUSTA, los tres ataviados de fiesta. El aspecto de figurín apócrifo del primero, de
chaqué negro, está acentuado con un sombrero de copa; la tercera, con ademán de
resignación y pelo recogido, oscila con garbo involuntario un vestido marrón de raso
) 16 (
fofo que es un eco mudo de los de la burguesía; el segundo, con pantalón corto gris,
medias grises hasta la rodilla, chaqueta negra y pelo peinado a raya al lado podría ser
tomado por un auténtico hijodalgo si se suprimiera su compañía. A su paso, voces
menopaúsicas e incorpóreas comentan desde afuera lo que ellos prefieren no
escuchar. Una ley tácita frena entonces el avance de la familia, que queda impedida
cuando sus miembros apenas se han adentrado dos pasos en ese extremo de la
escena.
VOZ 1.― Mírela, Eustaquia, si será desvergonzada. Venir sin el pañuelo y comprar el
sitio en nuestra primera fila. Algo vale que su vista está menos centrada y que el
adobasillas ya ha alquilado todos sus asientos. Pero ¡Como si fuera digno de orgullo
ser madre soltera y encima nos lo quisiera restregar en las narices! Si Doña Rosarito y
Don Leocadio vivieran... Se estarán retorciendo de bochorno en sus sepulcros.
VOZ 2.― Pues al pillo le he preguntado yo esta mañana y, además de no pedir
menos de cinco duros por el sitio, me ha querido despachar unas avellanas de las
Indias.
VOZ 3.― Yo la vi la otra noche, fumando a escondidas en las huertas. Es tan... sucio.
JUSTA.― (A DOMINGO.) Ya están esas malditas brujas mirando hacia nosotros y
murmurando. A las romerías y a las bodas van las locas todas. Ojalá se muerdan la
lengua y se envenenen.
DOMINGO.― No te están mirando, lo que pasa es que te lo parece porque las miras
tú a ellas. Así que calla y apaña. No hemos venido aquí a afrentarnos con los nobles
si no a ganarnos su indulgencia. (Se baja al niño de la espalda y le da una moneda.)
Corre al puesto de comestibles a por pipas de girasol y al de bebidas a por una jarra
de vino.
SALVADOR, corriendo, hace mutis por la derecha.
JUSTA.― ¿Pero los puestos no los había suprimido Cristino Martos?
DOMINGO.― Eso dijeron, pero parece que aún pagando la multa tienen ganancia.
VOZ 3.― ¡Ay, Señor! Dios quiera que empiece pronto porque como mi Cristóbal se
entere de que estamos aquí, mezclados con el vulgo...
VOZ 1.― Como no les dejaran abandonar su trabajo para venir a verlo, no harían que
esto parezca la carpa del Circo Price en la feria del Prado de San Sebastián.
(Transición.) ¿La has visto echar limosna en las mesas petitorias?
VOZ 2.― No, pero porque a la Cofradía de la Paz y Caridad ya no se le permite hacer
la cuestación, que si no allí la tenías la primera.
) 17 (
VOZ 3.― La que sí está es la condesa de Pardo Bazán. Y su hijo.
VOZ 2.― ¡Dónde!
VOZ 3.― Allí, en la zona de prensa, entre el grupo de periodistas. ¿Les ves?
VOZ 2.― Pues así, con el de sol de frente...
VOZ 1.― Yo tampoco.
VOZ 3.― Anda, toma los gemelos. Están allí, en sombra: justo encima de la reja de la
enfermería, tres filas detrás de los Lanceros de Montesa, entre la señora de sombrilla
blanca y la del sombrero verde con aigrette.
VOZ 1.― ¡Ya la veo!
VOZ 2.― ¡Dónde!
VOZ 1.― Toma. Mira, ahí, bajo el pendón de grana y oro.
VOZ 2.― ¡Ah, sí! (Pausa.) ¡Cómo ha medrado el niño! Pero a ella se le ve algo
desmejorada ¿no?
VOZ 1.― ¿Puedes ver eso a cincuenta metros? ¡Menudo ojo! Con la mañana tan
buena que hace teníamos que haber subido a los desmontes para verlo mejor. Pero
que si no hay que acercarse demasiado para no distraer al joven de sus meditaciones,
que si...
VOZ 3.― (Cortándola.) Aquellos zagales lo han intentado y la Guardia Civil de
Infantería se lo ha impedido por el peligro que supone que la gente se caiga y ruede
desmontes abajo.
SALVADOR regresa con una jarra de barro y un cucurucho de papel periódico
que entrega a JUSTA antes de volver a elevarse sobre los hombros de
DOMINGO. Una vez arriba, JUSTA estira el recipiente hasta la mano derecha
del hombre -que lo coge- y mantiene el cucurucho para que se vaya sirviendo.
De lejos, se acerca el ruido procesional, sordo e intermitente de los
tamborileros. De vez en cuando se detienen en favor de una voz publicista.
PRESENTADOR.― (De lejos, difuminándose en su propio grito.) Martín Gutiérrez
Cubella, “El Capea”...
VOZ 2.― Pues se ve que a los señores sacerdotes les protege de caer la providencia,
porque a ellos si les han dejado colmar su dilettantismo. ¡Con la iglesia hemos topado!
VOZ 3.― A medida del Santo son las cortinas.
Se oyen carreras y gritos, gentes que se pelean por un mejor sitio. Empujones
y relinchos autocráticos que hacen que DOMINGO -con el niño puesto- y
JUSTA se desplacen, bruscos, hacia la derecha. De afuera llegan las quejas.
) 18 (
VOZ 1.― ¡Haber pagado mejor sitio! ¡Sin vergüenzas!
VOZ 3.― ¿Pero se quiere tener? ¡Como le arree con el quitasol verá si deja de
empujar como empuja!
DOMINGO.― (Con SALVADOR a hombros y mirando hacia el foro, contesta a alguien
que está fuera de escena.) Perdone señora, que estrechan del otro lado y uno no
puede frenar tanto envite. Pero ya parece que se calman las masas.
VOZ 3.― ¡Por la cuenta que le trae! Si no fuera por que lleva al muchacho encima...
VOZ 2.― Témplate, Josefa.
SALVADOR.― Tío ¿me bajo?
DOMINGO.― (Sonriendo, entre dientes.) No, niño, no. Tú estate, que donde estás,
estás muy bien.
SALVADOR.― (A DOMINGO.) ¿Queda mucho?
VOZ 2.― Pues ya están tardando más de la cuenta. Ocho minutos pasan del
mediodía. Lo ponen a estas horas para que haya más público y cuando ya no cabe ni
un alfiler van y se retrasan. A ver si luego me da a mí tiempo de mandar hacer el
puchero antes de que llegue mi hijo de recaudar lo de la finca. Porque las sirvientas,
como bien ha dicho Úrsula antes, con la excusa de que estas emociones no se
propagan en días de regocijo, tienen gran facilidad para olvidar sus tareas.
DOMINGO.― (A SALVADOR. Dando un trago de vino.) Pues no sé, a estas cosas
uno sabe cuando llega, pero no cuando empiezan. Menos mal que el sol acompaña a
la mañana y la mañana al espectáculo.
PRESENTADOR.― (Más cerca, borrándose entre el clamor popular y el repique de
ocho herraduras sobre empedrado.) “El Capea”, que tras visitar la capilla de Nuestra
Señora de los Dolores llega a esta plaza…
La familia mira el oscuro que tiene delante, a la izquierda del espectador.
SALVADOR.― (Señalando con el dedo hacia la sombra.) ¡Ha salido un señor!
VOZ 1.― ¡Ya empieza, ya empieza!
VOZ 2.― ¡Ahí viene! ¡Anda! No sabía que el marqués de Valdeiglesias, el marqués de
Bogaraya y el duque de Alba fueran hermanos de la Paz y de la Caridad.
VOZ 3.― Claro Eustaquia, como que son de los de la conquista.
El ambiente ya es un murmullo general cercano al grito.
DOMINGO.― (Dejando de comer pipas del cucurucho que sujeta JUSTA, bebe de la
jarra antes de que ella se la quite para darle un tiento largísimo. Al darse cuenta,
) 19 (
DOMINGO se la veda con contundencia, derramándose algunas gotas sobre el
vestido de la mujer.) Pero estás tonta o qué. Lo que faltaba por ver. (Mientras la mujer
se limpia en silencio. A SALVADOR.) Y ahora que ves entrar a la bestia en la plaza,
con ese valor y esa serenidad, desconfía. Es sólo el reflejo de su amor a una vida que
no teme perder de la misma manera que no teme matar. Recuerda cómo ha vivido y
piensa en morir igual de bien, sin dar señales de debilidad que puedan hacernos
pensar que teme a la muerte. Por que la sangre deja una mancha menos fea que la
cobardía y por eso la bestia, como un gladiador romano, cuidará de caer en una
postura noble para que no le silbe la multitud. Será una buena faena, ya lo verás.
Dicen que el matador de hoy, antes de hundir el acero en la nuca del animal, tiene los
arestos de darle un beso en el morro.
VOZ 3.― ¡Qué entero va! ¿Quién es?
VOZ 2.― ¿Va sereno el animal?
VOZ 1.― ¡Ay, pues no le reconozco, pero yo le veo que ya va muerto!
PRESENTADOR.― (Ya claramente, desde afuera.) Este es Martín Gutiérrez Cubella
“El Capea” que tras visitarse en la capilla de nuestra señora de los Remedios llega a
nuestra plaza en el interior de este coche, acusado del homicidio de Doña Juana
Fernández Morales, mujer de su patrón, así como de traición a la patria por lanzar
durante su detención proclamas bakuninistas. El Ministerio de Gracia y Justicia ha
impuesto para él la pena de muerte por garrote ordinario.
Cuando las ocho herraduras sobre adoquín detienen su traqueteo, se hace a la
luz la mitad izquierda de la escena, en la que un cadalso de madera forrado de
estameña negra se eleva metro y medio sobre el suelo. Sujeta un asiento de
cuyo altísimo respaldo cuelga una traba, un corbatín metálico y un potente
tornillo en el centro de los brazos en cruz de una manivela que queda a la
espalda. A la izquierda del escabel, un maletín de madera espera abierto.
Cuando la mitad derecha de la escena queda a media luz el cadalso avanza
un metro hacia ella, retrocediendo esa misma distancia DOMINGO,
SALVADOR y JUSTA, que de esta manera quedan fuera. Poco después entra
por la izquierda, ya sobre el cadalso, CAPUCHÓN -con su identidad enlarvada
bajo túnica y capirote negro- y poco después -entre desórdenes, confusión,
maldiciones y blasfemias- el cuerpo rígido y tembloroso de EL CAPEA oculto
bajo hopa negra de merina, feo birrete sobre cabeza pálida por rapada, manos
atadas al dorso y sendos carteles en pecho y espalda en los que leemos
“Traidor” y “Homicida”. Asomando tras ellos se detiene el orgullo alzado de una
gran cruz procesional de talla y plata custodiada en semicírculo por dos largos
) 20 (
cirios encendidos. CAPUCHÓN sienta los espasmos de EL CAPEA en el
banco y comienza a ajustarle el cinturón que inmoviliza los brazos contra el
cuerpo. Del rumor general descuella algún grito.
EL PÚBLICO.― (Una voz.) ¡Traidor! (Otra distinta.) ¡Ladrón! (Otra.) ¡Asesino!
JUSTA.― (A DOMINGO.) ¿Le conoces?
DOMINGO.― Coño, como que es el del Ricardo y la Rosa.
JUSTA.― ¿El del medio?
DOMINGO.― Sí.
JUSTA.― ¿Pero ese no iba a casarse?
DOMINGO.― (Dándole la jarra a JUSTA para que se la sujete.) Y yo que sé. (De
puntillas. Gritando.) ¡Sinvergüenza! ¡Animal!
JUSTA aprovecha para dar un largo trago. De repente, la escena queda en
silencio y, la voz masculina de un presentador se apodera de la plaza.
PRESENTADOR.― (Alto y despacio.) Ciudadanos: ningún delito ataca más a la
sociedad que aquel que se dirige contra su modo de existir. Luego este es el delito
que merece mayor pena. Esta razón es pues el argumento en que se funda la doctrina
de la pena de muerte para los derechos políticos. (Pausa.) Por eso y por desgracia
una vez más nos hemos reunido para que la justicia humana tenga oportuno
cumplimiento.
El público lo celebra. Cuando calla casi por completo, el magistrado continúa.
PRESENTADOR.― en la persona de este desgraciadísimo criminal arrastrado por
miserable estímulo de mezquina recompensa a la perpetración del delito que es causa
de su triste fin. Como es sabido, el confeso Martín Gutiérrez Cubella, apodado “El
Capea” y de veintidós años de edad, se entró el pasado once de enero por la tarde en
la casa familiar que el dueño del taller mecánico en el que ayudaba en las faenas de
pintura de los automóviles, señor Don Rafael Gómez Sepúlveda, tiene en el segundo
piso de la calle Écija número seis. Allí, cegado por la envidia a la riqueza ajena y para
no dejar testigos, murió con alevosía y nocturnidad a la señora Doña Juana
Fernández Morales, esposa del citado señor, haciéndose con una cantidad de setenta
mil trescientas siete pesetas, un reloj, una pulsera de oro y dos plumas estilográficas
objetos que, encontrados en su domicilio, fueron reconocidos como propiedad de la
víctima. Del mismo modo se encontraron huellas de sangre pertenecientes al acusado
) 21 (
en las paredes de la casa de la difunta. Ante tales pruebas, el acusado no tuvo más
remedio que confesar su crimen, no privándose en su detención de lanzar proclamas
anarcosindicalistas de clara influencia bakuninista en contra del dueño del taller que le
alimentaba, por haberse negado aquel a adelantarle tres jornales que este le pidió con
la intención de poder casarse. El traje que llevaba puesto durante el asesinato lo
había limpiado su propio padre, Ricardo Gutiérrez Álvarez, de cincuenta y ocho años,
que había sido empleado en una tintorería. Los funcionarios policiales le detuvieron
junto a su madre Rosa Cubella Rodríguez, su novia, Elisa Alba Mejía, de veinte años,
y al padre de esta, Vicente Alba Carpio. (Abucheo general.) Para comprender mejor el
tipo de vida que llevaba este sujeto, baste decir que antes de su detención, apenas
dos días después de su fechoría, ya había gastado ocho mil pesetas en un vestido de
novia para su prometida, la citada señorita Elisa Alba Mejía, con quién había acordado
adelantar repentinamente la fecha de los esponsales que por razones económicas
aún no habían podido celebrar, en la compra de un acordeón de la prestigiosa casa
Juan Moreno -instrumento que, según declaró, siempre había querido tener- y un
bocadillo de jamón que compró minutos después de perpetrar un crimen que al
parecer no sólo no le había revuelto la conciencia, sino que tampoco le había quitado
el hambre. (Murmullos entre la muchedumbre.) El atribuido reo, juzgado por un doble
delito de asesinato y de traición a la patria, ha recibido en sus últimos momentos
inefable y religioso consuelo de nuestro ilustre cura párroco que, con admirable celo,
le ha auxiliado. Que la justicia se cumpla, pues, por el bien de este país y por el del
alma del ajusticiado. Haciendo sentir su acción, aunque dolorosa, infaliblemente, y
dejando lo demás a la instrucción que modifica los malos hábitos y mejora las
costumbres groseras, y que por lo mismo con incesante empeño es preciso clamar un
día y otro por que se difunda a las clases que tanto la necesitan. Poco a poco habrá
que ir curándose de esta profunda llaga moral que acusan crímenes atroces tan
frecuentemente repetidos.
Sesenta mil personas jadean sedientas de justicia, pero cuando CAPUCHÓN
alza la mano, callan para escuchar las últimas palabras del reo.
EL CAPEA.― (Gritando hacia la multitud.) ¡Pueblo de mi corazón en que nací,
perdóname! (A CAPUCHÓN, balbuciéndole su pathos.) Tenga su señoría pulso para
no hacerme sufrir.
CAPUCHÓN.― Amigo, para mí un hombre vivo vale más que uno muerto. Si por mí
fuera, le ponía de por vida a sacar cantos del río. Pero no es un servidor, ni mis
compañeros, si no la ley, quien te va a dar muerte. (Se acerca para darle un beso.)
) 22 (
EL CAPEA.― ¡Te juro que como se te ocurra darme el beso que acostumbras mi
espíritu te perseguirá en la oscuridad de tus noches!
EL PÚBLICO.― (Una voz.) ¡Indulto para el reo! ¡El amor ciego no es digno de la
muerte aunque la cause! (Otra voz.) ¿Indulto? ¿Y quién le devuelve la mujer al viudo y
la madre a sus hijos? ¡Que el asesino y su familia paguen por una sociedad limpia! ¡El
que a hierro mata a hierro muere! (Otra.) ¡Dignidad para el inmaduro contra su
expiación! ¡Tiempo habrá de corregirle! (Otra voz.) ¡Muerte al traidor, justicia para el
viudo y los hijos! ¡Ojo por ojo y diente por diente! (Otra más.) ¡A mucho amor, mucho
perdón! ¡Si nuestros políticos pensaran así en los suyos! (Otra.) ¡No queremos vivir
anclados a la barbarie del medioevo! ¡Por una sociedad civilizada! (Y otra.) ¡Fuera, el
que defiende al criminal está repitiendo su delito! ¡Que el culpable expíe su culpa!
CAPUCHÓN desiste y una vez atado el CAPEA al aparato, le calza la argolla
al cuello, uniendo a ella el tornillo.
EL CAPEA.― ¡Catorce mil duros! ¡Al menestral el taller! ¡Los ricos fuera del derecho
de gentes! ¡Dios mío, ya me han matado!
CAPUCHÓN.― (Saca un pañuelo negro del maletín y se lo pone al reo en la cabeza.)
¡Bueno, ya está bien! ¡Vuestra vida se ha concluido; Dios tenga piedad de vuestra
alma!
La cruz procesional que asoma por la izquierda entra en trance y quince
coreutas comienzan a representar su tropo acompañados del tintineo lúgubre
de las campanillas.
ESTROFA.― Credo in unum Deum, Patrem omnipoténtem, factórem caeli et terrae,
visibílium óminum et invisíbilium. Et in unum Dóminum Iesum Christum Filium Dei
unigénitum. Et ex Patre natum ante ómnia saécula. Deum de Deo, lumen de lúmine,
Deum verum de Deo vero. Génitum, non factum, consubtantialem Patri: per quem
ómnia facta sunt...
De pronto, la cualidad vibratoria de una voz femenina le remanga al ambiente
su manto de silencio.
LA COLIFLORERA.― (De afuera. Gritando.) ¡A las ricas, a mis buenas coliflores, a
las ricas, que las tengo muy buenas y hermosas! ¡Gústenlas que son de crema!
¡Coliflores! ¡Miren qué hoja y qué tallo, que prietas y blancas son! ¡Coliflores de todos
) 23 (
los tamaños para todos los bolsillos! ¡Vengan y aten un ramo, que yo soy la que surte
al Shah de Persia! ¡Probadlas señores, probadlas señoras, antes de que me las
compren todas y no quede ni el cesto en que las llevo! ¡Coliflores! ¡Coliflores!
CAPUCHÓN comienza a girar la manivela y gran parte del público grita el
número de vueltas completas que va dando. Mientras, EL CAPEA patalea
entre estertores.
EL PÚBLICO.― ¡Una! (Pausa.) ¡Dos! (Pausa.) ¡Tres! (Pausa.)
Cuando lleva tres vueltas, CAPUCHÓN se inclina por el lado derecho y le toma
el pulso al reo. Luego se incorpora de nuevo, vuelve a apretar el manubrio con
toda su fuerza, haciendo palanca con el peso de su propio cuerpo. El rostro y
el cuello de EL CAPEA se contraen y convulsionan en un gran salto que, a
pesar de todas las ligaduras, dispara cadalso abajo una de sus zapatillas.
EL PÚBLICO.― ¡Y Cuatro!
CAPUCHÓN.― (Se lleva una mano al oído.) Ya...
EL PÚBLICO.― (Completando la frase.) ¡No existe!
CAPUCHÓN retira de la cabeza del cadáver el pañuelo que le cubre y la
frivolidad caníbal del populacho culmina con un grito general de celebración.
EL CAPEA ha quedado con la cabeza caída hacia adelante y el ejecutor de
justicia ha hecho mutis por la izquierda seguido de la cruz y los cirios
procesionales. La plaza se recoge entonces en un silencio tan absoluto que
sólo escuchamos el alegre trinar de algunos pájaros. Luego, los silbidos de
denuncia se mezclan con la autoridad de los aplausos y el ruido sordo y
monótono de los tambores con el grácil repicar de las campanas.
JUSTA.― (Tras dar otro trago a la jarra. Rabiosa.) ¡Qué vergüenza! Hacerlo en la
plaza más céntrica y a la hora que más público puede venir para convertir la muerte
en motivo de solaz y entretenimiento. El pudor que no tienen debería llevar este teatro
al extrarradio.
DOMINGO.― (Quitándole la jarra.) Ahora es muy fácil derramar alguna lágrima que
convierta al villano en un héroe. Siempre el humano propende a compadecer los
grandes infortunios. Pero no deberías olvidar el crimen que perpetró. Es curioso como
) 24 (
sólo unos pocos seguimos teniendo presente la saludable prevención que supone
para los que estuvieran en camino de imitarlo.
PRESENTADOR.― (De afuera al general.) Se informa de que, según el artículo
cuarenta y seis del Código Penal de mil ochocientos veintidós, el cadáver del asesino
traidor a la patria quedará expuesto al público hasta una hora antes de oscurecer,
momento en el que se le dará sepultura en el campo y en sitio retirado, fuera de lo
cementerios públicos, sin permitirse poner señal alguna que denote el lugar de su
sepultura.
Luz a la mitad izquierda de la escena.
VOZ 1.― (Llorosa.) ¡Alabado! ¡Dios le haya acogido en su seno! ¡El pobrecillo!
VOZ 2.― Merecido lo tiene. (Convenciéndose.) Y estarás de acuerdo conmigo en que
es preferible esto a que pague con una deshonrosa existencia en la cárcel.
(Transición.) ¡Qué entero ha quedado! Hacía tiempo que no se moría uno tan bien.
VOZ 3.― Y lo tranquila que se queda una. Porque con esos calabozos, que hasta el
más tonto se escapa...
VOZ 1.― Sí, fíate tú de que el que han matado sea el criminal y no le hayan dado al
verdadero un indulto clandestino. No sería la primera vez que agarrotan a otro por las
relaciones, las riquezas o el parentesco del que en realidad debería sufrir la pena.
VOZ 2.― Eso... No te creas todo lo que ves y verás cómo vuelves a creer.
DOMINGO.― (A SALVADOR.) ¿Has visto? Con esto quedan avisados los criminales
cuyos crímenes no se han podido castigar. (Le da un bofetón.) No olvides nunca el fin
trágico de los malvados. (Dándole otro a JUSTA.) Y tú tampoco.
JUSTA.― (Lastimada.) Pues yo creo que esto, más que intimidar, sólo aumenta los
delitos menores. El ratero sabe que no le darán garrote por su hurto y al ver la
demasía de esta pena menospreciará la correccional a la que él se expone. Y la gente
no dice nada, es increíble. Ya no aguanto más este atropello.
DOMINGO.― (Bebiendo.) Deja de rundinar.
JUSTA.― ¿Pero es que no ves que en los delitos políticos no hay ninguna clase de
falta de moralidad? ¡No pueden existir los delitos de opinión!
DOMINGO.― De acuerdo, pongamos que no existen. ¿Resucita eso a Doña Juana?
VOZ 2.― (Transición.) ¿Hoy también vais a esperar a ver si veis de cerca al verdugo?
VOZ 3.― Qué ocurre Eustaquia ¿no tiene usted curiosidad por verle la cara?
VOZ 2.― Pues...
VOZ 1.― A mí por el porte se me parece al pequeño del Manolo y la Micaela.
JUSTA.― (Alzándose de puntillas.) ¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos!
) 25 (
DOMINGO.― (Tapándole la boca con la mano.) ¡Pero qué haces! ¡Cállate mujer, vas
a conseguir que nos lleven presos!
SALVADOR.― (Desde arriba.) ¡Asesinos! ¡Asesinos!
DOMINGO.― (Bajándole de sus hombros.) ¿Hijo de un demonio, quieres callarte?
JUSTA.― ¡Asesinos! ¡Asesinos, todos! ¡Abajo los legisladores! ¡Abajo los Tribunales
de Justicia! ¡Abajo los que no trabajan y a cualquier precio viven del pueblo!
Un sordo murmullo se extiende por la plaza. De él despuntan algunas voces
que secundan la de JUSTA y, gritando sus proclamas, organizan gran
escándalo.
VOZ 1.― ¡Pero será desvergonzada, juzgar de asesinos la viuda del que mató!
¡Fuera!
DOMINGO.― (A los de detrás, con cara de circunstancias.) No hagan caso agentes,
salta a la vista que no está sana del entendimiento.
Por la derecha y de afuera asoman dos picas.
VOZ MASCULINA 2.― (Con aire de Miles Gloriosus) Cállela usted o la callamos
nosotros.
DOMINGO.― Discúlpenla, que va sin juicio.
JUSTA.― ¡Asesinos! ¡La sociedad es cómplice! ¡Las leyes castigan el mismo delito
que cometen! ¡Fuera la pena de muerte in terrorem!
Parte del público la abuchea, lanzándola pedazos de pan, vino, salivazos.
DOMINGO.― (Ahogándola contra su pecho, con medio cuerpo fuera.) ¡Cállate, loca!
VOZ MASCULINA 2.― Señorita, enséñeme su cédula de vecindad.
JUSTA.― (Dándole la espalda, sin inmutarse y zafándose del abrazo de DOMINGO.)
¡Los que no pueden vivir sin matar se creen perfectos! ¿Cuándo veremos una
sociedad sin bayonetas? ¡Guerra a las Cortes, arriba las ideas de Latorre, Becerra y
Salmerón!
DOMINGO.― (Apretando los dientes.) ¡Muérdete la lengua o te la cortan!
VOZ MASCULINA 2.― Torres, llévesela.
VOZ MASCULINA 3.― Pero mi comandante, es la novia del difunto Carreño.
VOZ MASCULINA 2.― Como si es Santa Teresa vestida de pingona. Llévesela, he
dicho.
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JUSTA.― ¡Cuanto encierran los graneros es el sudor de nuestra frente! ¡Son ellos los
ladrones!
VOZ MASCULINA 2.― Vamos. ¿A qué espera? ¿Pero es que no ve que esta es de
las de la Sociedad de Pobres contra Ladrones y Verdugos?
VOZ MASCULINA 3.― Apesta a vino.
VOZ MASCULINA 2.― ¡Pues que la duerma en el cuartelillo! ¡Es una orden, Torres!
JUSTA es cogida del brazo que tiene fuera de escena y hace un mutis
obligado. SALVADOR quiere seguirles pero DOMINGO lo impide sujetándole
del hombro.
EL PÚBLICO.― (Alguien.) ¡Cállate fresca! ¡Más respeto para la familia de la difunta!
JUSTA.― (De afuera, alejándose.) ¡Se puede aprender sin instrumentos de muerte!
¡Abajo el liberalismo autoritario! ¡Viva la Non Nata del cincuenta y seis!
SALVADOR.― (Proyectando el brazo hacia el cuerpo invisible de JUSTA.) ¡Madre,
madre!
VOZ MASCULINA 2.― ¡Llévesela, Torres! ¡Parece que la muy insensata confunde
justicia con venganza!
DOMINGO.― Excúsela señor, se ha visto muy afectada por el espectáculo.
VOZ MASCULINA 3.― (Fuera. Callándola.) No me lo ponga más difícil, señorita.
VOZ MASCULINA 2.― Caballero, la justicia no amedrenta a nadie: ni a la buena
gente, porque ésta no delinque, ni a aquellas personas cuya ignorancia las convierte
en criminales, porque al olvidarse de las leyes demuestran que no las temen.
DOMINGO.― Déjenla ir, les prometo que no volverán a escucharla renegar.
VOZ MASCULINA 2.― Torres, recuérdeselo usted.
VOZ MASCULINA 3.― En todos los carteles y pregones se anunciaba el arresto de
cualquiera que turbare este acto, pudiendo además ser corregido sumariamente,
según el exceso, con dos a quince días de cárcel, o con una multa de uno a ocho
duros. Todo el que viene sabe que si levanta grito o da voz puede ser castigado por
sedicioso.
JUSTA.― (Asomando la cabeza desde la derecha, donde le vuelven a lanzar algunos
trozos de pan.) ¡Como si me echas veinte, que no los tengo!
EL PÚBLICO.― (Una voz.) ¿Y qué esperabais, eh? ¡Este teatro sólo induce a
delinquir! (Otra.) ¡Esto no evita crímenes impremeditados! (Otra.) ¡Muerte a la muerte
pública! ¡Fuera el salvajismo reestablecido por Castelar! ¡Arriba la equivalencia con
Europa y Torres Campos! (Otra.) ¡Sí, eso, viva el marqués de San Carlos!
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VOZ MASCULINA 2.― ¡Señores, por su bien, cállense, que no saben lo que dicen!
¡Para su información, en países como Francia, Italia, Bélgica, Turquía o Noruega se
sigue haciendo así y en algunos cantones de Suiza se ha restablecido! ¿Y por qué?
¡Porque la pena capital desaparecerá cuando haya desaparecido el asesinato, cuando
en la conciencia pública esté lo innecesario de este castigo! ¡Así que sólo se les ha
proporcionado el placer de un dolor buscado! ¡A quien le gustan las brevas no hable
mal de la higuera!
SALVADOR.― ¡Dejadla en paz! ¡Madre!
VOZ MASCULINA 2.― (A DOMINGO. Alejando SALVADOR con la basa de la pica.)
¡Y usted sujete al crío si no quiere que nos le llevemos con ella, que esta vez ni el la
libra! Guarde la ley y su pie no tropezará.
SALVADOR.― ¡Madre, madre!
EL PÚBLICO.― (Una voz femenina.) ¡Basta de gastos innecesarios! ¡Que los pongan
de corrigendos, se
mueran de asco en las prisiones y hagan más obras públicas!
DOMINGO.― (Arrastra hacia sí al niño) Ven aquí, modorro y habla callando.
Los cuerpos de tío y sobrino se encogen en uno hasta que desaparecen,
agolpadas, las lúgubres puntas de las picas La escena queda poco a poco en
una aparente quietud. Tras unos segundos de prudencia, la pareja hace un
lánguido mutis por la derecha del proscenio. Les sigue como un perro la luz,
que al irse en fade out va cerrando la escena con su reverso de luto. Oscuro.
APÓDOSIS
Exterior vespertino. La plaza ha quedado desocupada de público. En el cadalso, una
agradable brisa de verano agita los cabellos y la hopa de EL CAPEA. Junto a él,
CAPUCHÓN fuma a través de la falda de su capirote. Mientras el NIÑO persigue a un
gato por la plaza, habla con alguien que está fuera de escena.
CAPUCHÓN.― (Contrariado.) La manivela que he usado hoy no me gusta. Lo menos
he tenido que dar cuatro vueltas. Parecía desoldada la hembra de la rosca.
El gato se ha subido al cadalso y el NIÑO le tira un par de piedras que, en
lugar de hacerle bajar, alcanzan el rostro apagado de EL CAPEA.
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CAPUCHÓN.― (Girándose, al NIÑO.) ¡Niño, estate quieto, cojones, que como me
hagas bajar te cae una somanta de palos que te avío! (Hacia afuera, más tranquilo.)
Con la de Valladolid hubiera sido otra cosa; pues con aquella, con dos solas vueltas
hubiera acabado enseguida.
El felino, violentado por el nerviosismo de CAPUCHÓN, brinca cadalso abajo y
el NIÑO por fin logra atraparlo. Con él en brazos, hace mutis por el foro.
CAPUCHÓN.― En fin, otra vez será. (Precipitando la piedra de un puntapié, se
acerca al cadáver y le examina el rostro. Aparte.) ¿Y no sería mejor que bajaran el
cuerpo a una iglesia por pocas horas y allí vaya a verlo quien quisiera antes de
entregarlo a la familia o a personas piadosas para su inhumación? No sé yo si es
necesario tanto para que las gentes se convenzan de que ya hay un peligro menos.
(Inspeccionando el rostro del reo. Hacia afuera.) Felisa, ve donde el cirujano a decirle
que este ojo ya no sirve para la operación anatómica que convenía.
(Para sí.) Jodido granuja, me cago en la leche que mamó.
NIÑO.― (De afuera, acallando como un corifeo el alboroto de otros niños.) Se acusa
al señor Don Gato de haber matado al señor Don Ratón en su propia casa, que está
en la esquina de la plaza que llaman de la ratonera. (El grupo de niños lo celebra con
una sonora ovación.) Aunque el acusado se ha negado a hablar por no conocer
nuestra lengua, este tribunal ha decidido condenarle a pena de muerte por tener
restos de sangre en uñas y bigotes.
ANTISTROFA.― (Un niño) ¡Asesino! (Otro) ¡Muerto de hambre! (Una niña) ¡Abusón,
ya podrás con un pobre ratón! ¡Verás como así aprendes!
NIÑO.― Será agarrotado con una gran piedra de inmediato y su cadáver será llevado
en procesión a la puerta de la casa de la viuda de Don Ratón, donde quedará
expuesto al público hasta que la familia se lo lleve. De no ser así, se dará permiso a
los pájaros para que aprovechen de su cuerpo lo que quieran. Los huesos se
enterrarán fuera de la ciudad, sin señal alguna que permita identificar la tumba.
La pequeña résis del NIÑO es aprobada por un grito general.
CAPUCHÓN.― (Hacia afuera.) ¿Pero muchacha, has mirado bien que se hayan ido
ya las señoras? ¿O voy a tener que volver a salir con el capirote? (Contrariado.)
¿Acaso van a verle la cara al juez después de que firma la sentencia? ¡Bastante
drama tengo ya por tener que ganarme la vida así! (Saliendo.) ¿Y los periodistas?
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¿Todavía no han terminado de escribir sus crónicas sobre las últimas horas del
chaval?
Y cuando CAPUCHÓN sale por la izquierda en busca de su verdadera
identidad, el último y desesperado maullido de un gato sacude los cimientos
bienpensantes de la plaza. Luego, al mismo ritmo en que va cayendo el telón,
un coro de doce niños se aleja cantando el popular romance francés del señor
don Gato.
ANTISTROFA.― (En celebración trenética. De afuera, hacia más lejos.) Estaba el
señor Don Gato/sentadito en su tejado/marramiau, miau, miau,/sentadito en su
tejado.//Ha recibido una carta/por si quiere ser casado,/marramiau, miau, miau,
miau,/por si quiere ser casado.//Con una gatita blanca/sobrina de un gato
pardo,/marramiau, miau, miau, miau,/sobrina de un gato pardo.//El gato por ir a
verla/se ha caído del tejado,/marramiau, miau, miau, miau,/se ha caído del tejado.//Se
ha roto seis costillas/el espinazo y el rabo,/marramiau, miau, miau, miau,/el espinazo y
el rabo.//Ya lo llevan a enterrar/por la calle del pescado,/marramiau, miau, miau,
miau,/por la calle del pescado...
TELÓN
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