la autoridad en la iglesia

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CARLOS PALACIO
LA AUTORIDAD EN LA IGLESIA
El origen del artículo es una conferencia pronunciada en una asamblea de superiores
mayores de la Conferencia de religiosos del Brasil. El autor es consciente de las
dificultades que se le presentan. ¿Cómo hablar de la autoridad a los superiores
mayores? ¿Cómo hablar de autoridad en la iglesia cuando actualmente se vive un
"síndrome de afirmación de la autoridad en la misma" ? ¿Cómo hablar teológicamente
y de un modo nuevo de un tema tan tratado? Estos son los desafíos a los que sale al
paso el autor del artículo, basándose en autores como Y. Congar, J. Delumeau, A.
Acerbi, R. Etchegaray, etc.
Da autoridade na igreja. Formas históricas e eclesiologias subyacentes, Perspectiva
teologica, 19 (1987) 151-179
I. Delimitacion del problema
¿Es posible decir algo nuevo y relevante desde el punto de vista teológico sobre el temacomplejo es sí mismo y delicado por varios factores- de la autoridad en la iglesia sin
limitarse a repetir generalidades ya conocidas?
1. Cuestión ideológica
La autoridad en la iglesia tiene también su faceta humana por la cual queda expuesta a
la curiosidad y a la investigación de las llamadas ciencias humanas (sociología,
psicología...) que pueden levantar (y levantan) "sospechas" sobre el fenómeno del poder
o sobre el ejercicio de la autoridad en la iglesia. Estas ciencias humanas -que nunca nos
revelarán lo original, lo específico, lo que debería ser la autoridad en la iglesia- pueden
iluminarnos positivamente sobre lo que ella es muchas veces realmente.
Algo semejante podría ser dicho de la perspectiva histórica. ¿Cómo ignorar las
profundas metamorfosis que la figura de la autoridad en la iglesia ha sufrido a lo largo
de la historia? Conocerlas es saber lo que ellas tienen de relativo, y asumir también consciente y libremente- sus condicionamientos sobre nosotros y mantener abierto un
margen de creatividad que deja (y exige) esa "asunción" de la historia. Identificaremos
algunos de los rasgos de las distintas formas históricas que acabarán configurando dos
figuras de autoridad en la iglesia. Su ,comparación equivaldrá a confrontar, en último
análisis, dos eclesiologías, ya que la autoridad es una realidad relativa (no un valor
absoluto) que sólo se entiende dentro de una totalidad.
Teológicamente, pues, el problema de la autoridad es un problema de eclesiología.
Desde el punto de vista teológico el problema comienza cuando una comunidad eclesial
es incapaz de ver reflejada en una determinada figura histórica de la autoridad la
conciencia que ella tiene de sí misma y de lo que debe ser la autoridad según el
evangelio. En este momento es necesario preguntarse - la vieja cuestión del vino y de los
odres de la parábola- por las causas de este divorcio entre teoría y praxis de la autoridad
en la iglesia.
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Es, sin embargo, a partir de ciertos impases históricos que la autoridad se constituye en
problema teológico. Una de las funciones de la teología será darse cuenta del cambio en
la conciencia eclesial y de las transformaciones exigidas, y ayudar a comprender,
interpretar y superar esta distorsión interna. ¿Qué significa teológicamente esta
distorsión?
2. El punto de partida
Nos preguntamos hasta qué punto la actual conciencia eclesiológica se separa de una
cierta concepción de la autoridad heredada del pasado y de qué forma está aún
condicionada por ella. El pasado no es nuestro presente, pero nos condiciona.
El concilio Vaticano II fue la eclosión de una nueva autocomprensión de la iglesia bajo
la moción del Espíritu Santo. Esta nueva autocomprensión alcanza a la iglesia como
totalidad y no puede ser reducida a lo episódico del acontecimiento histórico, ni
limitada a su manifestación jerárquica. En este sentido tomamos aquí el concilio como
punto de partida, como referencia inevitable (histórica y eclesialmente) de este auténtico
"giro eclesiológico".
Veinte años después, el concilio parece volverse cada vez más un "signo de
contradicción" levantado en medio de una iglesia dividida. Esta división, que gira
alrededor de la eclesiología, se extiende a los principales aspectos de la vida cristiana:
concepción de la revelación y de la fe, maneras de entender la tradición, el magisterio,
la teología y la autoridad en la iglesia. Y así es normal que sea la eclesiología el campo
de batalla más importante donde se decidirá la asimilación o no del "espíritu" del
concilio por la segunda generación post-conciliar.
Es ya un lugar común hablar de las "dos eclesiologías" del Vaticano II - la jurídica y la
de "koinonia"- como de dos perspectivas diferentes que no llegaron a encontrar su
síntesis en los textos del concilio. Esta ambivalencia eclesiológica bien comprensible no
puede ser mantenida impunemente durante mucho tiempo: la simple yuxtaposición de
dos eclesiologías de tendencias contrarias tiene un efecto disgregador y paralizante. La
experiencia de estos años postconciliares es la prueba más cabal.
3. Actualidad teológica de la cuestión
Se trata de saber qué significa para la totalidad de la conciencia eclesial (pueblo
cristiano y jerarquía) el concilio Vaticano II como acontecimiento histórico del Espíritu
que no puede ser reducido a la letra del concilio, aunque tenga que pasar por ella.
Es urgente demostrar: a) que las dos eclesiologías del Vaticano II pueden y deben (por
fidelidad al Espíritu con mayúscula) ser articuladas en una unidad superior, a partir de la
eclesiología de "koinonia"; y b) que esa articulación teórica de la conciencia eclesial
debe encontrar en la práctica una traducción jurídica y estructural capaz de soportar la
nueva conciencia que emerge de la eclesiología de "koinonia".
Persiste la sensación de que la eclesiología del concilio no encuentra las estructuras
capaces de permitirle tomar cuerpo en el tejido eclesial. Nos deberíamos también
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preguntar, delante de ciertas manifestaciones eclesiásticas, si el "vino nuevo" conciliar
no acabó siendo la víctima de los "odres viejos" de la parábola evangélica, si esa
"excepcional concentración de la conciencia eclesial" (Congar) no fue subordinada a la
dinámica teológico-canónica del cuadro institucional ya existente, en vez de
desempeñar el papel de levadura en relación a los factores variables que se fueron
pegando a ese cuadro a lo largo de los siglos.
La cuestión de la autoridad en la iglesia debe ser planteada teniendo como telón de
fondo ese conflicto de interpretaciones del concilio, ya que la raíz de las tensiones es de
naturaleza eclesiológica. La autoridad no es un valor absoluto: su concepción y su
configuración histórica cambian según el lugar que ocupa dentro de una determinada
concepción de la iglesia. Eso parecen no haberlo comprendido ni los que luchan
unilateralmente por las "reformas de las estructuras" ni los promotores decididos de la
"restauración" pura y simple.
No estamos ante una crisis de autoridad (no se cuestiona ni su necesidad ni su
legitimidad), sino ante una crisis de una forma histórica de autoridad y del modelo
eclesial que la sustenta. Lo que se está desmoronando en la conciencia eclesial es la
solidez de un modelo histórico de autoridad; es decir, el tradicional equilibrio entre un
modelo eclesial (iglesia como sociedad perfecta) y una concepción de la autoridad
(como la columna vertebral sobre la que descansaba toda la constitución social de la
iglesia). Está en juego el lugar que debe ocupar la autoridad dentro de una comunidad
eclesial que se entiende así misma como "koinonia".
II. Modelos de iglesia y figuras de autoridad
La cuestión de la autoridad -cuestión eclesiológica- es también una cuestión históricocultural: inseparable del tipo de presencia de la iglesia en la sociedad y de la manera de
situarse e interpretar los movimientos históricos.
En cada época la conciencia de la iglesia se articula alrededor de ciertos "polos
estratégicos" o centros vitales. Las urgencias, los desafíos, los impases de cada
momento la obligan a recrear su identidad como tarea siempre nueva de fidelidad a su
ministerio. En esta perspectiva adquiere valor paradigmático la toma de conciencia
histórica de la iglesia en América latina y la aparición de esta nueva conciencia eclesial
se desdobla siempre tanto en la búsqueda de expresiones teóricas adecuadas
(eclesiologías capaces de interpretar la situación de la comunidad cristiana) como en la
necesaria traducción en la visibilidad social de la presencia y acción de la iglesia en la
sociedad.
Desde el punto de vista eclesial estamos asistiendo a una mutación histórica: la lenta
sustitución del modelo de iglesia como "sociedad perfecta" por otro (modelo de
"koinonia") que es el resultado de la interpretación teológica de la situación de la iglesia
en la sociedad moderna. Este modelo ya posee una expresión teológica sólida (una
eclesiología), pero está aún a la espera de una traducción jurídica e institucional
coherente con esa eclesiología.
Con el riesgo de todas las generalizaciones, es lícito afirmar que si la eclesiología del
primer milenio cristiano creció bajo el signo de la "koinonia", la del segundo milenio se
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desenvolvió bajo el signo de la autoridad, representando la reforma gregoriana (siglo
XI) el giro decisivo. El concilio de Trento (momento de afirmación y de consolidación)
y el Vaticano I (cenit de la uniformización y centralización progresiva) son puntos
decisivos en esta historia. El espacio de tiempo que separa los dos concilios vaticanos es
simultáneamente el tiempo de apogeo y de declive de esa eclesiología estructurada a
partir del "principio de autoridad".
Todo indica, a pesar de ciertos indicios, que nos encaminamos en este fin de siglo y de
milenio a una superación dialéctica de esta eclesiología: la vida eclesial se abre a una
nueva síntesis histórica.
1. Modelo jurídico-institucional
a) Rasgos eclesiológicos. Dos rasgos caracterizan este modelo: el desarrollo de la
eclesiología como un tratado de "derecho público eclesiástico" y la decidida afirmación
de la iglesia como visibilidad social en su expresión jerárquica.
La manera de la iglesia de estar presente en la sociedad no podía ser la misma en las
diversas fases del segundo milenio, pero una de las constantes de esta evolución es lo
que podríamos llamar la "afirmación de la iglesia dentro de la sociedad", fascinada por
una utopía, la cristiandad, ese gran sueño tomado por realidad.
A medida que avanza el proceso de desintegración de la cristiandad -crisis de la
Reforma, convulsiones del siglo XVIII, los diversos "asaltos" a la iglesia (absolutismo,
regalismo, liberalismo...) por parte del estado moderno-, se opera también una nítida
inversión de los términos del problema: no es ya el estado quien necesita justificarse
delante de la iglesia; en adelante es ella la que deberá luchar para garantizar su posición
en las nuevas situaciones históricas y sociales.
Esta es una de las razones que explican la progresiva "invasión" de lo jurídico en la
concepción de la iglesia: la necesidad de poseer una doctrina capaz de ofrecerle un
soporte jurídico frente a los "otros" poderes temporales. Tal doctrina se remonta al siglo
XI (reforma de Gregorio VII), primeras colecciones canónicas). A partir de este
momento lo jurídico es cada vez más dogmático pasando a formar parte de la propia
definición de la iglesia, y dilatándose hasta constituirse en el aspecto central y
englobante de la realidad eclesial: la iglesia se convierte en un "sujeto jurídico" con
derechos y poderes; la eclesiología en un tratado del "derecho público eclesiástico".
Esta hipertrofia jurídica está en la raíz de la visión de la iglesia como poder.
La importancia creciente del derecho, del poder de legislar, de la organización...
confirió paulatinamente a la iglesia una fisonomía muy semejante a la de los estados
profanos. El estado secular acabó siendo el modelo, a nivel práctico, del enfoque y de la
concepción de la propia eclesiología durante muchos siglos.
A partir del siglo XIV la primacía de la "potestas" (inherente al sacerdocio y sobre todo
al papado) acabará imponiéndose sobre la realidad teologal y sacramental de la
"ecclesia". El resultado de esta transposición de la "mística" en "derecho" fue una
verdadera teología política. Será necesario esperar la Mystici Corporis (1943) de Pío
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XII y a la Lumen Gentium (1964) del Vaticano II para encontrar, a nivel oficial, las
señales de un cambio de perspectiva en la eclesiología.
b) El lugar de la autoridad. Colocadas estas premisas jurídico- institucionales de la
Iglesia, el "principio de autoridad" emerge naturalmente como pilar sobre el que se
apoya la visibilidad de la iglesia como sujeto de derechos y poderes. En la lógica de tal
eclesiología están inscritos dos rasgos de su evolución posterior: la primacía de lo
institucional y la hipertrofia de lo jerárquico.
En primer lugar, primacía de lo institucional Una eclesiología que se define
primordialmente a partir de criterios extrínsecos acabará expulsando del "cuerpo" social
la dimensión propiamente teologal y sacramental. Porque cuando la vida del Espíritu -el
misterio de la iglesia: la realidad de su comunión en la vida trinitaria- es confinada a la
intimidad de las personas, concerniendo sólo a sus miembros como individuos, la
"ecclesia" (el "nosotros" concreto y vivo de los cristianos) es sustituido por una
abstracción jurídica: la iglesia como sujeto de derechos y poderes. El cuerpo
institucional queda substraído al influjo de lo pneumatológico (la confrontación con el
evangelio y con el Espíritu de Jesucristo) y entregado a las mismas leyes y criterios de
cualquier institución humana.
Estamos lejos - mutilado así el "cuerpo", al qué ya no se le pueden aplicar las categorías
de conversión, tentación, lucha contra el hombre viejo, muerte y resurrección
histórica...- de la patrística y de la propia práctica litúrgica, para las cuales la
eclesiología es en su totalidad una antropologíacristiana: el sujeto de la "ecclesia" es el
"nosotros" cristiano y no un sistema o una estructura jurídica.
No es una simple cuestión de acentos ni la inevitable tensión entre carisma e institución:
es el verdadero impase inscrito en la lógica de una eclesiología que hace de lo jurídicoinstitucional el principio estructurante de su autocomprensión. El Vaticano II, a partir de
su noción de misterio, cambió el principio estructurante de la autocomprensión de la
iglesia, en una inversión de perspectivas a través de la cual lo institucional es definitiva
y coherentemente subordinado al misterio del cual vive la "ecclesia".
La hipertrofia de lo jerárquico es el segundo aspecto. Es la "jerarcología", expresión
acuñada por Congar para designar esa concepción de la iglesia como "sociedad
organizada que se constituye por el ejercicio de los poderes de que están investidos el
papa, los obispos y los sacerdotes". La autoridad - la expresión visible más adecuada de
la persona jurídica que es la iglesia en el modelo de "societas perfecta"- acabará
sustituyendo en su forma jurídica a la comunidad hasta convertirse pura y simplemente
en sinónimo de iglesia: la comunidad se condensa en el sacerdote, la diócesis en el
obispo, la iglesia en el papa (como lo confirma abundantemente el lenguaje común de la
catequesis, de la predicación, de los documentos pastorales e incluso de la teología).
Esta identificación de lo eclesial y lo eclesiástico, además de ser indebida y sin
fundamento, es peligrosa por sus consecuencias. La primera es la clericalización de la
iglesia y la definición de sus miembros por su cota de participación en el "poder", que
da lugar a una concepción pasiva y sumisa del laicado condenado a una minoría de edad
crónica y reducido a "objeto" del mandato de la jerarquía en su acción apostólica.
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La segunda consecuencia es la aceptación de la desigualdad fundamental como hecho
natural de la existencia cristiana, que es la transposición teológica de una situación
jurídica (poder de orden y de jurisdicción).
La polarización es inevitable dentro del esquema jerarquía- laicado. Pero la existencia de
ministerios institucionalizados (que no puede ser negada en el nuevo testamento) puede
ser interpretada como simultaneidad e interdependencia entre ministerios y comunidad,
lo cual -además de desclerizar a la figura del ministerio- devolvería a los cristianos su
dignidad plena y su participación activa en la vida eclesial que siempre les fue
reconocida en los primeros siglos.
El resultado de estas premisas sólo puede ser la afirmación cada vez más intensa de la
visión piramidal de la iglesia: la autoposición de la autoridad como fuente de poder, la
centralización progresiva de la autoridad (en Roma), su concentración intensiva en la
persona del papa, la divinización y sacralización de las personas revestidas de
autoridad... Rasgos más próximos a los moldes del poder soberano en los estados
modernos y de la filosofía social nacida del absolutismo que a la figura del ministerio
como servicio en el nuevo testamento.
Se llegó ("la Tradición soy yo" diría Pío IX) a una identificación de la autoridad
interpretativa de la tradición (magisterio) con la propia Tradición (la vida misma de la
iglesia), operándose una reducción en el concepto de tradición y dilatándose
ostensiblemente la función de la autoridad en la iglesia para el ámbito doctrinal
(creación del santo oficio, órgano de gobierno con una innegable función "magisterial").
Esta evolución sólo fue posible a partir del momento en que la autoridad (en su forma
suprema: el papa) pasó a formar parte de la definición dogmática de la iglesia. En este
camino de una interpretación autoritaria de la tradición, la propia tradición corría el
riesgo de volverse autoritaria: petrificada, intocable, y obsesivamente vuelta hacia el
pasado. Como si el "depositum fidei" no fuera vida siempre nueva e historia inédita.
He aquí la paradoja de este modelo eclesiológico. La exaltación unilateral de la
jerarquía acaba encubriendo la alteridad irreductible de Jesucristo resucitado como
único y permanente Señor de la iglesia, que la juzga, interpela, enseña y conduce por su
Espíritu. Sin esta alteridad real e interpelante, la autoridad de la iglesia corre el riesgo de
ser absolutizada y divinizada, la acción de Jesucristo limitada al impulso inicial del
"fundador" y la función del Espíritu reducida únicamente a garantizar la infalibilidad
final de los actos de la autoridad.
A esta mística de la autoridad corresponde una mística de la obediencia, exaltada como
la virtud fundamental en la iglesia. Obediencia, sin embargo, más jurídica que teologal,
más virtud moral que categoría de existencia cristiana, más sumisión que obediencia en
su sentido etimológico (ob-audire). Es el corolario comprensible de una concepción
formal, jurídica y burocrática de la autoridad.
2. Modelo de "koinonia"
a) El contexto conciliar. El modelo de "koinonia", más próximo a la experiencia de las
comunidades primitivas y característico del primer milenio, no tiene los contornos tan
definidos y desde el punto de vista de nuestra experiencia histórica es algo nuevo y
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(¿quién sabe?) el umbral de lo que podría ser la conciencia de la iglesia y su modo de
presencia en la sociedad durante el próximo milenio.
Un síntoma de esta nueva conciencia eclesial es la rapidez con la cual cuestionó en la
iglesia postconciliar el modelo jurídico- institucional que dominara durante tanto tiempo
la vida de la iglesia y cuyo rápido declive debe ser buscado en la articulación de esta
nueva conciencia.
El modelo de "koinonia" no rechaza el aspecto encarnatorio (social, histórico) de la
comunidad cristiana ni desprecia su necesaria traducción en categorías jurídicas.
Rechaza la invasión indebida de lo teológico por lo jurídico, la dogmatización de lo
jurídico, la pretensión de la concepción jurídica de dar razón de la totalidad teológica (y
teologal) de la iglesia, la dilatación de la perspectiva jurídica hasta convertirse en el
aspecto central y englobante de la realidad eclesial.
El Vaticano II fue el crisol en que se mezclaron y se fundieron todos los esfuerzos de
renovación y las diferentes tendencias teológicas que desde el inicio de este siglo (sobre
todo a partir de la gran guerra) iban trabajando la conciencia eclesial. De ahí salió una
nueva conciencia cuya significación teológica debe ser buscada a través del
enmarañamiento de posiciones, opaco y confuso por la propia condición humana.
Esta nueva conciencia representó una verdadera inversión de perspectivas: de la
tendencia hasta entonces dominante -que se había afirmado ocupando el espacio eclesial
en la fase preparatoria del concilio- a la eclosión de una nueva autocomprensión que se
abrió paso lentamente a lo largo de las sesiones e intersesiones del concilio. Este es el
fundamento que permitió después hablar de "dos eclesiologías" del concilio.
El Vaticano II no fue la simple yuxtaposición de dos tendencias irreconciliables o el
simple relevo de dos modelos entre conservadores y progresistas, sino que caminó hacia
una síntesis superior, en una tentativa fascinante de unificar la eclesiología. La aparición
y, finalmente, el liderazgo de la minoría progresista es el surgimiento de una nueva
conciencia eclesial (hecho teológicamente significativo si creemos en la acción del
Espíritu Santo) que constituye, entonces, el lugar hermenéutico no sólo del "espíritu"
del concilio, sino sobre todo de la propia eclesiología.
El Vaticano II cambió el principio articulador y estructurante de la eclesiología,
afirmando la prioridad absoluta de lo mistérico-sacramental como fundamento de la
estructura eclesial. Así el concilio mantiene la distinción entre los dos polos (carisma e
institución) sin separarlos (condición indispensable para que lo "exterior" pueda ser
auténtica expresión -símbolo, sacramento- de la cara interna que anima y vivifica la
iglesia), pero subordinando claramente lo institucional a lo mistérico.
b) Rasgos eclesiológicos. El modelo de "koinonia" queda definido por el principio
teológico a partir del cual se construye y se estructura la "ecclesia". La "koinonia" es la
óptica, la perspectiva a partir de la cual se contempla la totalidad (divina y humana,
espiritual y social) de la iglesia, y a partir de la cual se comprenden y se articulan sus
dimensiones. Tal perspectiva es decididamente la visión de la iglesia como misterio
teologal a la luz del misterio trinitario. La "ecclesia" se constituye en comunidad (plebs
adunata) en la medida en que forma parte y vive de la unión del propio Dios. La
comunión de las personas en Dios está en el origen (la mutua relación y autodonación
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de las personas abriéndose y entregándose al hombre como designio salvífico de la
historia) y en el término de la vida de la "ecclesia" (comunión real de la vida con el
Padre, en Jesucristo, por el Espíritu; y por eso entre los hermanos).
De este enfoque surgen algunas consecuencias. En primer lugar se recupera una
perspectiva tradicional muy presente en la patrística y que ha seguido estándolo en la
liturgia: la afirmación de "ecclesia" como realidad primera y fundamental. El misterio
de la iglesia es el misterio de la "antropología cristiana" comunitaria, el misterio por el
cual el don de la vida trinitaria hace surgir el "hombre nuevo", el "nosotros" comunitario
como sujeto primero de la iglesia. Y así no pueden separarse iglesia y vida cristiana de
los fieles. Desarrollar una teología de la iglesia concebida como el "nosotros" de los
cristianos, como comunión de los discípulos de Jesucristo, sólo es posible a partir de un
modelo trinitario en el cual la perspectiva paternal y la visión piramidal y clerical son
completadas y corregidas por la dimensión pneumatológica, por lo que significan el don
y la comunicación del Espíritu como principio y fundamento de la participación de
todos en la construcción del "cuerpo" de Cristo.
La "ecclesia" -como expresión comunitaria de la unidad y comunión de la vida
trinitaria- no puede contentarse con reproducir los "esquemas de este mundo" (Rm
12,2), sino que debe recrear cristianamente las relaciones (personales, sociales,
religiosas, políticas, antropológicas...) que la constituyen como comunidad nueva. Y así
las estructuras en la iglesia deben estar decididamente subordinadas y sometidas al
misterio de la "ecclesia" La totalidad de este misterio, vista a partir de la realidad
primera y fundamental, equivale exactamente a lo que nosotros llamamos hoy
"comunidad cristiana" o a lo que, en una categoría más histórica, el Vaticano II designó
como "pueblo de Dios".
La segunda consecuencia es la afirmación de la igualdad fundamental de todos los
cristianos dentro de la "ecclesia", igualdad que no puede ser confundida con la simple
reivindicación democratizante de un igualitarismo jurídico y nivelador. En el pueblo de
Dios todos son plenamente miembros, con los mismos derechos y deberes, y la raíz de
ello es la comunión en la misma condición cristiana, a partir de la cual crece y se
construye el "hombre nuevo" (personal y comunitario) en la plena dignidad y libertad de
los hijos de Dios.
Esta comunión no impide que la "ecclesia" esté estructurada según una pluralidad de
vocaciones, funciones y carismas, sin que esta distinción de funciones suponga la
constitución de "estratos sociales" dentro de la iglesia. La relación entre ministerio y
comunidad es de simultaneidad e interdependencia: no hay comunidad sin ministerio s ni
ministerios sin comunidad. Pero esta simultaneidad (la Lumen Gentium habla de
"recíproca necesidad") es incomprensible dentro del esquema jerarquía- laicado.
Una última consecuencia (resultado de las dos precedentes) es la inversión del modelo
eclesiológico "piramidal" que acababa haciendo de la autoridad jerárquica y del misterio
instituido una realidad anterior (y exterior) a la comunidad de los fieles, reducida ésta a
la condición de pueblo impotente y pasivo. Ahora bien, tal inversión exige una
verdadera teología del pueblo de Dios o una eclesiología total capaz de desarrollarse
dentro del esquema "ministerios-comunidad".
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Y la puerta de entrada, coherente con este enfoque, sólo puede ser la comunidad: la
"ecclesia" como realidad primera y diversificada. No se niega a la jerarquía una función
originaria y específica, sino que se la sitúa en la totalidad estructurada de la comunidad:
no es superior ni inferior a la comunidad sino que está situada en la comunidad, dentro y
al servicio de ésta. El papel específico de ella lo descubrirá mejor en comunión con
todos los otros carismas y ministerios. Su función no es constituirse en centro motor,
sino en articular y mantener unida la comunión de fe, de culto y de acción apostólica de
la "ecclesia" como totalidad.
c) El lugar de la autoridad. La diferencia entre los dos modelos, por lo que se refiere a la
autoridad, radica en el lugar que ocupa dentro del conjunto. En el esquema jurídicoinstitucional, la autoridad jerárquica constituye el principio estructurante, el centro
motor de todos los impulsos y la realidad primordial y autónoma (realidad anterior,
exterior y superior a la comunidad eclesial).
En el modelo de "koinonia" (y dentro del esquema comunidad- ministerios) la autoridad
está doblemente desabsolutizada: por su referencia a Jesucristo (reconocido
efectivamente como único Señor) y por su reinserción en la comunidad.
Situar el ministerio jerárquico dentro de la "ecclesia" no es atentar contra el carácter
"instituido", querido por Jesucristo, de la estructura jerárquica de la iglesia. Es en la
comunidad de los discípulos que Jesús escogió a los apóstoles: la autoridad no emana de
la comunidad, pero ésta es la realidad englobante dentro de la cual los ministerios están
situados como servicio que capacita a los "santos" para realizar el ministerio: la
construcción del "cuerpo de Cristo" (Ef 4,12).
Al ser desabsolutizada y relativizada, se transforma la función y la figura de la autoridad
en la iglesia. La autoridad no puede ser ya concebida como la realidad primera y
fundamental, ni interpretada en términos de poderes poseídos personalmente y de
manera absoluta. La sacramentalidad del ministerio ordenado es volver presente
(representar) en la comunidad y para la comunidad la soberanía actual y permanente del
único Señor Jesucristo. Por eso su función primordial será animar la vida que el Espíritu
libremente suscita (respetarla, aceptarla, orientarla, promoverla). El papel de la jerarquía
es ayudar a discernir, sin olvidar que la libertad de Espíritu supera y se expande más allá
de las fronteras previstas por el derecho, afirmando siempre la vitalidad de una
comunidad bajo la acción del Espíritu creador de Jesucristo resucitado. Es inevitable
entonces que la jerarquía tenga más de una vez la sensación de "perder el control" de los
acontecimientos.
Conclusión
La "figura" y el modo de ejercer la autoridad en la iglesia están doblemente
condicionados: a) sociológicamente, por las formas históricas y por la mentalidad de
cada época; b) teológicamente, por el modelo eclesiológico dentro del cual funciona.
La creciente acentuación de lo "democrático" en la mentalidad contemporánea y el paso
de un modelo jurídico- institucional a una concepción de la iglesia como "koinonia"
exigen traducciones jurídicas e institucionales capaces de responder al cambio teológico
operado en la conciencia de la iglesia y a la sensibilidad social de nuestra época.
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Dentro de esta perspectiva deben ser situados diversos fenómenos actuales (la
contestación dentro de la iglesia, el deseo de diálogo real, la búsqueda de una
participación, la afirmación de las particularidades locales frente al centralismo...) y no
interpretarlos como peligrosas manifestaciones de una falsa "democratización".
Reducirlo todo a una crisis de obediencia y a un rechazo de la autoridad es ignorar el
"giro eclesiológico" operado por el Vaticano II. La eclesiología de "koinonia" exige un
cambio real del centro de gravedad de la autoridad en la iglesia.
Es posible que sea necesario aún mucho tiempo para asimilar una figura diferente de la
autoridad en la, iglesia. La estructura, el ejercicio, la "figura" de la autoridad sólo
mudarán cuando haya mudado la concesión eclesiológica que la sustenta y cuando esa
eclesiología haya encontrado su traducción jurídico- institucional.
He aquí por qué la especificidad cristiana de la autoridad (cuestión propiamente
teológica) no se alcanzará por la simple "democratización" de su ejercicio ni por la
afirmación intransigente de su necesidad. Porque no se trata simplemente del "control
del poder" ni del mantenimiento incondicional del pasado, sino de una nueva
configuración de las relaciones dentro de la comunidad eclesial.
Tradujo y condensó: MIQUEL SUÑOL
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