Enfoque ecocrítico de la poesía de Manuel J. Castilla Aldo Parfeniuk Facultad de Lenguas- ISEA- U.N.C. RESUMEN Ante una realidad literaria como la de nuestro país, en la que los trabajos de ecocrítica sobre autores locales aún no constituyen una presencia significativa (tanto en ámbitos académicos como no académicos), la ponencia propone mostrar algunas de las posibilidades y resultados que tal modalidad de abordaje permite. Se toma como caso-ejemplo aspectos de la poesía del salteño Manuel J. Castilla (1925-1982), continuando y ampliando líneas de investigación iniciadas hace ya bastante tiempo y de la que resultaron distintos libros : sobre el mismo Castilla (1990) y sobre el poeta cordobés Romilio Ribero (2006) entre otros. La referencia no es únicamente a los poetas que le cantan a los diferentes aspectos que tienen que ver con la tierra en tanto ambiente y mundo para el hombre en términos amplios, este trabajo pretende demostrar que, si existen eficientes abogados ambientalistas aún no debidamente reconocidos, estos son los artistas y, entre ellos, los poetas-; también se indaga sobre aspectos vinculados con las formas de hacer, con las poéticas, lo cual permite verificar la producción y uso de modos ecologizados y sustentables: aptos para discurrir relacionalmente con el todo de una situación “ambiental” vivible y amigable y que bien puede ser aplicada al cuidado del lenguaje, sobre todo ante las evidencias del desgaste a que se lo somete desde diferentes funciones ( por decirlo desde la teoría jakobsoniana). Además de bibliografía de críticos como Certeau (1996), Zulma Palermo (2002) y Vich y Zavala (2004) se tienen en cuenta aportes ya clásicos en este campo (aunque poco referenciados en nuestro país), procedentes, la mayoría, del mundo anglosajón -que es donde nació la ecocrítica- según son Cheryll Glotfelty (1989), Michael Branche (1999), Scott Slovic (2000), Thomas K. Dean (http:1994), Lawrence Buell (1992) y Jonathan Bate (2000) entre otros. -------------------------------------Si bien en nuestro país los trabajos de ecocrítica no tienen todavía una presencia relevante, (quizás ni visible: tanto en la Universidad como fuera de ella es poco lo que se produce como tal), el intento de ponerla en práctica, según se procura hacerlo aquí, tiene que ver con un proceso de profundización, pero especialmente de adaptación, de lo ya hecho en trabajos anteriores (por ejemplo sobre el mismo Castilla, en 1990, o sobre el poeta cordobés Romilio Ribero en 2006, en libros publicados sobre sendos autores) en años en los cuales había entre nosotros muy pocas noticias sobre la existencia de la ecocrítica. Debido a tal proceso de adaptación es que este artículo guarda algunas diferencias con aquellos trabajos, que pueden considerarse iniciales. Fue escrito teniendo en cuenta bibliografía, si bien relativamente reciente, ya clásica en este nuevo campo, según son los libros de Cheryll Glotfelty (1998), Michael Branche (1999), Scott Slovic (2000), Thomas K. Dean (http:1994), Lawrence Buell (1992) y Jonathan Bate (2000), entre otros, algunos de los cuales todavía no fueron traducidos al español. Algo necesario de señalar es el hecho de que los mencionados trabajos, aunque de buena estructuración teórica, en muchos casos sostienen una mirada bajo la cual nuestras expresiones responden bien a sus criterios y valoraciones, pero no a los nuestros: siempre somos “objeto de estudio” y nunca sujetos. Un intento por corregir este desequilibrio fue mediante el aporte de bibliografía ( Federovisky, Auyero, Brailovsky y otros) producida aquí, en el país, a partir de intereses locales: tan decisivos en cuestiones relacionadas con lo ecológico. Medio ambiente, ciencias sociales, lenguaje y poesía En términos amplios, en este trabajo se sostiene que, si existen eficientes abogados ambientalistas aún no debidamente reconocidos, estos son los artistas y, entre ellos, los poetas. La referencia no es únicamente a los poetas que le han cantado -y lo siguen haciendo- a los diferentes aspectos que tienen que ver con la tierra en tanto ambiente y mundo para el hombre en su actualidad y en su futuro-, especialmente en lo que atañe a sus relaciones con la naturaleza en general: aire, mares, ríos, paisajes, etcétera. Es decir, no sólo se procura analizar lo que han llevado a cabo, y siguen haciéndolo, algunos artistas, a modo de tareas de sensibilización, divulgación y/o denuncia que, en muchos casos -especialmente en lo que atañe a cantautores e intérpretes musicales- se trata de eficaces acciones que permitieron conocer, y en algunos casos detener, procesos de deterioro, desequilibrios ecológicos e impactos negativos en general. En ocasiones se trata de hechos que sin esas intervenciones seguramente seguirían impunes; pero también, -y sobre todo- esta investigación procura indagar aspectos vinculados con las formas de hacer, con las poéticas, a partir de las cuales se producen y usan modos (modos de producción, pero también de uso y circulación) ecologizados y sustentables: aptos para discurrir relacionalmente con el todo de una situación “ambiental” vivible y amigable, lo mismo que para valerse de unos recursos renovables con un ojo puesto en la necesidad expresiva y el otro en los peligros de su agotamiento: algo que tanto y tan bien nos hace presente con su poesía Manuel J. Castilla. Dicho lo anterior, desde la historia misma del arte es posible que haya más de una reacción crítica ante la invitación a administrar “ecológicamente” los recursos, puesto que si hay algo que el arte defiende enfáticamente, es el hecho de mantenerse ajeno a cualquier tipo de legislación o subordinación, a cualquier atadura o compromiso con algún otro objetivo que no sean las propias necesidades autonómicas, es decir de un desarrollo de si mismo. De cualquier manera y teniendo en cuenta ideas que -por ejemplo- por estos días nos hablan de biopolítica, algo que quizás, en términos parecidos, podríamos proyectar respecto de una posible y necesaria biopoética, nadie ignora que en pocas prácticas hay tanto desecho, -en forma de estilo, corriente, poética, movimiento u obra muerta- como en el arte; al menos en el arte occidental, que pareciera no saber vivir fuera del vértigo de lo perentorio de las modas y su complemento imprescindible: el consumo y, consecuentemente, la producción de basura.. Ante esta gran producción de desechos -algo constitutivo, ya, del propio ser del arte occidental, es decir de nuestra historia del arte-, un pensamiento ecológico ( entendido como un pensamiento no del consumismo, sino del máximo aprovechamiento de lo que se tiene, con un mínimo de desechos) no puede sino volver su mirada sobre poéticas que prefieran la profundización a la innovación; en todo caso la innovación, pero a partir de una profundización de lo conseguido y no de su negación. De cara al presente que vivimos, una sociología del arte no puede dejar de considerar, tanto a lo que producen los artistas de determinados países y culturas, como a sus estéticas, en el contexto de las circunstancias de tiempo y de lugar en las cuales estas aparecen y, por así decirlo, funcionan. Cuando vemos de qué manera, por ejemplo, desde el poder económico y desde las naciones más industrializadas se establece, en estos momentos y desde el campo del ambientalismo, qué porciones del planeta proteger o qué prácticas recomendar, muchas veces se usa a la ecología para conservar lugares de privilegio. Hay gente que compra miles de hectáreas en países en los cuales se las necesita quizás para darle de comer a su gente. Es decir, hay quienes son ecologistas con lo ajeno, pero para sustraer o proteger lo propio. Por lo que vemos, se trata de indagar si algo (o mucho) de lo que le sucede al medio ambiente o, por decirlo de otra manera, al mundo tangible de lo bio físico humano, también le sucede al mundo intangible de lo simbólico, que además de lo artístico incluye a lo filosófico, científico, político, religioso, etcétera. Ciertamente, compartimos la generalizada premisa que establece espacios diferenciados para animales y hombres: los primeros habitantes de ambientes y los segundos habitantes de mundos, es decir, de construcciones simbólicas, en el sentido de que el hombre habita lenguas, culturas… Es por esto que la realidad biofísica que nos rodea (sea en forma de geografía paisajística, naturaleza biológica, etc…) sólo deja de ser meramente tal, para transformarse en ambiente humano (en mundo), cuando pasa por la escritura y la voz del poeta, del artista. El geógrafo y el biólogo pueden describirla y medirla en todos sus pormenores y detalles, pero la trascendencia propiamente humana requiere de otras intervenciones. Tomemos brevemente como ejemplo lo que sucede, en términos de deterioro e imprevisibilidad, con el lenguaje, que es el medio que expresa a ese mundo intangible del que hablamos. George Steiner explica bien, en uno de sus tantos ensayos -más precisamente en el que comenta la renuncia al idioma alemán por parte de Thomas Mann, debido a la corrupción producida en el mismo por el nazismo (1983)- sobre los procedimientos mediante los cuales los totalitarismos, y los políticos y comunicadores que trabajan para ellos (algo que lamentablemente nuestro país ha vivido durante prolongados períodos en carne propia), corrompen y vacían los idiomas (es decir el lenguaje) sin preocuparse por su salud, renovación y diversidad, es decir por ese carácter autosustentable que, por ejemplo, la poesía tuvo a su cargo, desde siempre, preservar. Ante los grandes predadores del lenguaje (los políticos, los publicistas, la tecnología informática y la mayoría de los medios masivos; a lo cual últimamente se le han sumado los fabricantes de bestsellers: todo lo cual, junto, bien puede ser calificado como “las industrias del lenguaje”) la poesía se mantiene como la principal reserva sustentable del lenguaje. Su intransigencia ante las demandas del mercado -por hablar de una de las principales causas actuales de depredación lingüística- y su búsqueda permanente de recursos expresivos, logran como ningún otro género y/o uso, que el lenguaje se mantenga fresco, vivo y apto para desarrollar, en su productividad, posibilidades infinitas. No existen, en la historia, grandes escritores que, o desde el interior de sus obras o en reflexiones paralelas a las mismas, no se hayan ocupado del lenguaje -o de los lenguajes-, tanto para saber más sobre su instrumento expresivo como por el sólo hecho de lograr un conocimiento trascendente por sí mismo, según es todo nuevo conocimiento. Repasemos juntos algo de lo dicho por uno de esos autores actuales -John Berger en este casohablando desde el hoy del mundo en que vivimos, en el cual gravitan decisivamente -entre otrasdos características propias y condicionantes de la marcha misma del mundo; características en torno de las cuales gira una constelación de palabras ya vaciadas, corrompidas, por lo tanto convertidas en “discurso tóxico”. La primera característica del mundo actual que postula Berger –siguiendo en esto en buena medida a Zygmunt Bauman-, es la de cárcel: el planeta como una prisión, de la cual los gobiernos nacionales -lo mismo de derecha que de izquierda- no pueden sino ser los “pastores” que garantizan obediencia; es decir, condiciones propicias para los inversores que, sin ningún compromiso ni responsabilidad con cada singular lugar (región, país, continente) y sus puntuales necesidades, sólo están para recoger los beneficios. Unido a ello, la segunda gran característica-condición, complementaria de la carcelaria, es el dominio del ciberespacio. En efecto, el ciberespacio otorga al mercado una velocidad de intercambio que es casi instantánea, y que es utilizada en todo el mundo de día y de noche para negociar. Con esta velocidad, con esta rapidez, la tiranía del mercado obtiene su licencia extraterritorial. Dicha velocidad, sin embargo, tiene un efecto patológico en sus usuarios, los anestesia. Pase lo que pase, Business As Usual. Ya cada vez se ven -y se verán- menos los tiranos-hombres, con nombre y apellido, y lo corriente son los engendros tecno-económicos, sin sentimiento alguno, programados para operar alcanzando con la mayor precisión y los menores costos los objetivos buscados. ¿Y las palabras? Bueno, Berger -a quien aquí cuando no citamos parafraseamos- apunta que lo que dicen estos carceleros-pastores es lisa y llanamente una basura: “Sus himnos, sus lemas, sus palabras mágicas como Seguridad, Democracia, Identidad, Civilización, Flexibilidad; Productividad, Derechos Humanos, Integración, Terrorismo, Libertad, son repetidos incesantemente para confundir, dividir, distraer y sedar a todos los compañeros de prisión”(Ñ,19/07/08-p.12), en suma -agregamos nosotros-: constituyen un discurso tóxico. Sobre este punto Berger señala que para los que aún se sienten fuera del muro de la prisión esas palabras dichas por los carceleros no dicen nada y no sirven para pensar nada. Los prisioneros en cambio tienen un vocabulario propio para pensar (y como todo prisionero, muchas de esas palabras son secretas, del clan); y las que no son secretas, pertenecen a la tribu, al círculo pequeño de la localía. “Palabras y frases pequeñas, pequeñas pero cargadas de un mundo, como: Yo te mostraré cómo, a veces me pregunto, pajarillos, algo pasa en el sector B, desvalijado, guardate este aro, murió por nosotros, dale, etc.” ¿Pero cómo? -podemos preguntarnos-: parecería que estamos hablando de poesía, de un nicho expresivo (que bien puede metaforizarse como nicho ecológico, por la lógica autosustentable subyacente) estructurado para sobrevivir en su singularidad a pesar de las direcciones impuestas por lo generalizado (o lo establecido) y sí: así es. Manuel J. Castilla: la tierra en uno Tomando nota de las señaladas reservas y cuidados a observar, aunque sin dejar de estimar como variable fructífera a la imaginación, haciendo su aporte en esta tarea de intentar nuevas miradas sobre viejos problemas (y en buena medida muchos de los problemas ambientalistas, hoy por hoy, son viejos problemas) tomamos el riesgo de ensayar una interpretación de lo artístico-cultural desde el paradigma de lo ecológico; algo que permite establecer entre ambas esferas (la cultural y la natural ), lo mismo que entre lo antiguo y lo actual, más de una relación. En efecto -y ya entrando en materia- una cultura como la que el conquistador encontró en marcha aquí, en estas tierras del Sur, y que sin autoproclamarse como tal resultó ser mucho más respetuosa (más “culta”) que la que trajeron los españoles, especialmente en sus relaciones con la tierra y con el concepto, tan en uso hoy, de desarrollo sustentable, es la que da vida, en gran medida, a la obra de Manuel José Castilla (Salta, 1918-1980). La muestra abordada en esta ocasión no es sólo un ejemplo representativo de toda la poesía (o mejor: de la poética) de Castilla, sino de un vasto conjunto de obras y autores argentinos y latinoamericanos, con buena parte de los cuales la obra del salteño se identifica plenamente Convengamos en que toda la obra del poeta salteño se enmarca en lo que se puede entender bajo la denominación de panterrismo (la tierra en todo) y que es propia, natural, de una milenaria cultura andina que, mixturada con la vertiente hispánica, compone un entramado que aún se mantiene vivo en las sociedades de nuestro noroeste, y que en otras provincias y grandes conglomerados urbanos del país es algo que ya desapareció en tanto componente activo -y sobre todo visible- de lo socio cultural. Lo cierto es que el hombre de la poesía de Castilla es este argentino/latinoamericano en general no debidamente considerado respecto de su americanizad subyacente ( nos referimos a la americanidad cobriza y con tonada); americanidad que vive de unos vínculos diferenciadores y que los establece no sólo con sus semejantes y con la naturaleza, sino con el tiempo, con sus dioses láricos -o lares, de los lugares- y con lo absoluto; es decir, en tanto deudor físico y metafísico de la Madre Tierra y del Padre Sol. Se trata de un hombre que al mirar hacia adentro (de sí mismo, del tiempo y de la tierra..) lejos de sentirse en un descampado existencial -como el que promueven la mayoría de las religiones y creencias de la tradición occidental dominante-, se sabe al cobijo de una historia y un entorno que, al tiempo de preservar su alma, su espíritu, actúa como un operante principio fundante que también es un fin, un destino cierto. Este hombre latinoamericano de Castilla (el que ocupa actualmente una gran superficie física de nuestro interior argentino) todavía vive sin fracturas la continuidad entre lo cósmico y lo humano, entre lo físico y lo espiritual, aún cuando incorpore sincréticamente contenidos eurocentristas universalizados. Un fragmento de uno de sus poemas dice por ejemplo: “…Me mira Dios y sé que aquí, yaciendo/ lo estoy haciendo despaciosamente// De cara al infinito/ siento que pone huevos sobre mi pecho el tiempo./ Si se me antoja, digo, si esperase un momento,/ puedo dejar que encima de mis ingles/ amamante la luna sus colmillos pequeños…” (“El gozante”, 1972). La “colonialidad” (por decirlo con la terminología de Aníbal Quijano) ejercida por las culturas dominantes europeas, lejos de convalidar un mismo status entre la naturaleza y el hombre, sentó como premisa el hecho de que quienes se identificaban con la naturaleza eran hombres que pertenecían a un nivel inferior, mientras que quienes tomaban distancia y la manejaban según sus intereses y sus modos, conformaban una clase superior ( detrás de esto se encuentra, en realidad, la construcción del concepto de raza ) La determinación de lo físico referido a lo inferior y lo no físico como actividad superior, es algo que desde la historia griega ya viene justificando la naturalizada dualidad que establece diferencias. Con el tiempo, la dualidad racionalidad-cuerpo recibirá fundamentaciones más complejas, especialmente a partir de Descartes. Esto es algo de suma importancia para este análisis -puesto que en las culturas nativas no habría tal dualidad, al menos con esos propósitos y en tales grados- ya que nos permite entender mejor el conjunto de relaciones entre el hombre y cuanto lo rodea, especialmente respecto de lo que hoy entendemos como lo ambiental. Según el análisis de Aníbal Quijano ( 2000 ), lo anterior establece un límite que marca las diferencias entre unos y otros: dominadores: blancos (los que piensan, categorizan, definen y mandan) y dominados: indios: negros: mestizos (los que trabajan, aportan contenidos, ganancias, obedecen, etcétera) Sobre la profundización cartesiana de dicha dualidad, vale la pena leer directamente a Quijano: Con Descartes lo que sucede es la mutación del antiguo abordaje dualista sobre el “cuerpo” y el “no cuerpo”. Lo que era una co-presencia permanente de ambos elementos en cada etapa del ser humano, en Descartes se convierte en una radical separación entre “razón/sujeto” y “cuerpo”. La razón no es solamente una secularización de la idea de “alma” en el sentido teológico, sino que es una mutación en una nueva id-entidad, la “razón/sujeto”, la única entidad capaz de conocimiento “racional”, respecto del cual el “cuerpo” es y no puede ser otra cosa que “objeto” de conocimiento. Desde ese punto de vista el ser humano es, por excelencia, un ser dotado de “razón”, y ese don se concibe como localizado exclusivamente en el alma. Así el “cuerpo”, por definición incapaz de razonar, no tiene nada que ver con la razón/sujeto. Producida esa separación radical entre ”razon- /sujeto” y “cuerpo”, las relaciones entre ambos deben ser vistas únicamente como relaciones entre la razón/sujeto humana y el cuerpo/naturaleza humana, o entre “espíritu” y “naturaleza”. De este modo, en la racionalidad eurocéntrica el “cuerpo” fue fijado como “objeto” de conocimiento, fuera del entorno del “sujeto/ razón”. (2000,195) De igual modo sucederá (sucede) para con la naturaleza -me permito agregar- ante la cual el hombre, en lugar de interactuar, se considera con derechos absolutos. Volviendo a los versos de “El gozante”: ese hacer despaciosamente a su dios, desde la experiencia de sentir que sobre su pecho va poniendo huevos el tiempo; y de saber que otros componentes del cosmos, como la luna, puede amamantar encima de sus ingles sus colmillos, nos dicen de un “estar siendo” en conjunción con lo físico y lo metafísico de un universo complejo, armónico e incluyente: ecológico. El uso que Castilla hace del gerundio, lo mismo que su tendencia a la nominalización de verbos, a efectos de lograr la duración de las cosas en el tiempo y su actividad permanente, son recursos preferidos para este proceso de recreación. “Brotando”, “pintando”, “ardiéndose” (en el poema “El ají”, en el cual, como en tantos otros poemas, el poeta le presta su voz a los elementos de la naturaleza ), son modos tan abundantes en su poesía como las fórmulas morfosintácticas personales, especialmente el dativo de interés de la primera persona (“me llueve” en lugar de “llueve”) y todas aquellas partículas y giros que le permiten expresar posesión, identificación y duración: cobrando preeminencia el uso del presente durativo “está siendo”, que manifiesta cabalmente esa marcada necesidad de privilegiar una pertenencia y una permanencia dinámicas dentro del todo (por ejemplo: “Estoy brotando húmedo y soy la misma saliva de la vida” dice en “Espero que me llueva”). Permanencia no sólo de hechos y acciones, sino de la naturaleza misma y del hombre en tanto naturaleza, dentro de ese marco espacial preñado de futuro, como es el de una América recién haciéndose, según es lo que el poeta vivencia desde la señalada cosmovisión panterrista. Castilla practica, como artista, una ética de la responsabilidad, en el sentido de hacerse responsable de lo próximo que lo rodea, es decir de su prójimo: de lo que le dio y le sigue dando vida y lo conforma física y metafísicamente. El (no hace mucho tiempo) publicitado caso, por parte de la prensa, del nativo australiano que renunció a los cinco mil millones de dólares que una empresa francesa procesadora de uranio le ofrecía por 12 kilómetros cuadrados del desierto en donde están enterrados sus antepasados (en la región de Kongarra, en las afueras del parque nacional Kadaku) nos habla de esa misma responsabilidad: la de no contribuir a dañar, a molestar a la tierra, obligándola a que produzca mareas, tifones y terremotos destructivos, según las afirmaciones del nativo en cuestión. Y no se trata de mantenerse en un pasivo estado de contemplación y conformismo con lo meramente dado, en este caso, por la madre naturaleza. Pero tampoco se trata de intervenir desde los presupuestos del otro extremo, el de las intervenciones sin previsión alguna por las consecuencias que sufrirán los recursos no renovables. En este punto se hace necesario incorporar al análisis el concepto de equilibrio, al que posiblemente nunca -implícita o explícitamente- debiéramos separarlo de lo ecológico. Sergio Federovisky en su brevísimo Historia del medio ambiente (2007), libro en el cual entre otras cosas hace una enfática crítica a las posiciones ecologistas que defienden -en ocasiones a ultranza, en ocasiones moderadamente, según las distintas pertenencias ideológicas- la respetuosa obediencia a las leyes propias (y/o a los designios) de la naturaleza, ofrece un ejemplo histórico de un trato equilibrado con la naturaleza, y que, en rigor, según el autor, más que trato sería un interaccionismo. Casualmente el caso-ejemplo tiene que ver con las culturas andinas, de insustituible presencia en la poesía de Castilla. En efecto, Federovisky, parafraseando lo que Antonio Brailovsky anota en su Historia ecológica de Iberoamérica (2005), con relación a la contraposición de las modalidades de las actividades agrícolas de los Incas y la de los españoles (esta última adoptada, lamentablemente, por nuestros agricultores actuales) dice: Los Incas, grafican los estudiosos, idearon un método agrario que exacerbaba la potencialidad del medio natural: los cultivos en terrazas representaban verdaderos ecosistemas de máxima productividad en los que se buscaba obtener aquellos productos que mejor rendimiento brindaban en cada configuración ambiental.. Eso es el resultado de una interacción, en la que cada una de las partes impuso sobre la otra las mejores características y de la cual salió un nuevo equilibrio. La naturaleza puso su clima, su geografía, su régimen de lluvias, su altitud. La sociedad incaica interpuso sus necesidades de obtener alimentos. Cada una produjo una acción recíproca sobre la otra. (2007 30). Oponiéndose al modelo de sometimiento de la naturaleza y la tierra, implícito en el concepto de lograr los máximos resultados en el menor tiempo posible y atendiendo solamente a los intereses de una sola de las partes, Castilla -exageradamente si se quiere, aunque ello debido a su necesidad expresiva de dramatizar la injusticia- se hace cargo de lo que la tierra padece y, tomando su voz, habla, dice con/por ella. Desequilibrada pero necesariamente, lo cierto es que hasta en su programa estético nuestro poeta incorpora esa ética de regirse por lo que es mandato y fruto de su tierra: los trece libros que publicó Manuel J. Castilla son encabezados por una copla anónima, hecha por el pueblo y la tierra. Así como todavía hoy, en cualquier sitio de la región andina, antes de beber un simple vaso de cerveza el lugareño derrama al suelo el primer trago servido -para que beba la madre tierra- en cada libro de Castilla las palabras iniciales también le son consagradas, a la manera de ofrenda e invocación ritual. También en el orden de lo gnoseológico el poeta adopta tal principio fundante: cuando se le solicitó a Castilla una frase para el frontis de la recién creada Universidad de Salta, él escribió: “Mi sabiduría viene de esta tierra”. Su poesía recrea ese mundo y ese tiempo, propio de las culturas andinas, profundamente ecológicas, dentro del cual cobran vida un herbolario, un bestiario y un fraternario, en cuya memoria se reconocen en continuidad aymaras, quechuas, matacos, gauchos, pastores y mineros, en relación amigable no sólo con el resto del mundo de la naturaleza sino entre sí mismos, en tanto se saben frutos de una madre tierra sometida a la explotación y al envenenamiento. Quizás el poema-insignia de este importante aspecto de la poesía de Manuel J. Castilla que aquí se pone de relieve y se ofrece como ejemplo de las posibilidades de la línea de investigación que propongo, sea el que se transcribe a continuación (“La libertad”): toda una verdadera lección de respeto y hermandad con el medio ambiente. Entre otras cosas, allí se nos enseña (o se nos recuerda, a modo de olvidada verdad) que la tierra es libertad disponible para la felicidad -y no para el sufrimiento- y el gozo de los hombres. Y que ella, la tierra, sólo se entrega a quien demuestre ser capaz de poseerla amorosamente: único acto, único lenguaje que entiende la libertad/la tierra. Hablamos de una tierra -como es nuestra Latinoamérica- constituida por regiones a las que pareciera haberles llegado, finalmente, la hora de su unidad afirmada en su diversidad, mejor: en su bio diversidad. La libertad Déjate llevar con ella de la mano y mójate en su sombra como si le sorbieses lo más puro del alma. Vas a sentir entonces que tu sangre fluye en río sonoro que trepa las barrancas y fecunda las últimas semillas, por qué como salido de su cuerpo va el viento por la tierra alegoso, lleno de arena bailando en remolinos y alegre. Comprenderás por qué el jinete sólo pampa y distancia adentro vaga como un sueño dentro de la patria y que aquí en Salta tocas el olor del maíz y entiendes las comidas y el sabor de las manos de tu madre, el gusto de las frutas del monte, su chañar, su algarroba y hasta el crimen ingenuo de sus pájaros cuchilleros en los crepúsculos. Sabrás desde qué lado del hombre le sube entristecida la baguala y lo cava de huesos hasta hacerlo verter sus cales más profundas como si fuera su fuego fatuo en vida. Sentirás su latido como el paso verde de la primavera trepando en una planta y la flor de esa planta tendrá un aroma a gente viva, desprevenida y pura. Sentirás por ella que el trigo calchaquí que comes con tus hijos sabe a ichuna forjada en herrerías campesinas hinchando el fuelle con los cuatro vientos del mundo. Por qué desde ella avanza el mascarón de proa salpicado de agua de mar con todo el cielo encima de su pelo lo mismo que un gozoso joyerío y peces voladores igual que ahogados queriendo abandonar su cautiverio. Verás a Juan del Monte, el zorro, dar su vida por ella a pura travesura mientras te va enseñando su fatigosa reconquista risueña. Animales montuosos, canciones de la entraña, comidas con que fundas los días de tu vida, padres vivos y muertos, todo vendrá a tus ojos, si te dejas llevar por ella de la mano. Recién entonces la tierra será tuya. Manuel J. Castilla Bibliografía Bate, Jonathan, (2000). The Song of the Heart, Londres: Picador. Branche, Michael (1999). “Introductory Remarks to Ecocriticism at the MLA: A Roundtable”, ASLE News (11) Berger, John, (2008). “El mundo como prisión”, en Revista Ñ, 19/07/08,.12. 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