INTRODUCCIÓN El cambio del siglo XIX al siglo XX supuso para la

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INTRODUCCIÓN
El cambio del siglo XIX al siglo XX supuso para
la burguesía un momento de crisis profunda, percibida por los mismos burgueses como una crisis
moral, y su reflejo en el campo de la literatura se
concretó en todo un abanico de tendencias que
pretendían asumir un compromiso más o menos
radical con la realidad, atestiguando al hacerlo
la renovación del modo burgués de entender el
mundo. Una de estas tendencias, considerada
de las más radicales, fue el Naturalismo (18801900). El compromiso con la realidad cristalizaba
aquí en un intento de reproducción de ésta en sus
menores detalles, con la idea de que el escritor
era un mero observador que debía ser lo menos
visible posible en el marco de realización de la
obra. Surgieron así las grandes obras de Zola en
Francia, o Dostoievski y Tolstói en Rusia. En los
países de habla germana, sin embargo, la producción naturalista fue eminentemente dramática,
fundamentalmente porque se entendió que el drama era el medio literario que acercaba más al autor
a su papel de científico dedicado a juntar unos
elementos y observar cómo reaccionan. Arno Holz
llegó a formalizar esta idea mediante la ecuación
Arte = Naturaleza-x, en la que x era la forma literaria, que, según sus ideas, debía tender a cero. A
pesar de ello, sí que hubo producción naturalista
en prosa, una producción prácticamente desconocida en nuestro país, de un raro valor literario.
Relatos de tiempos críticos es una serie de relatos de autores del Naturalismo germano que debe
su nombre al testimonio que aportan aquéllos de
un momento de crisis moral, social y artística.
Son cinco relatos que sorprenden, en conjunto,
por la violencia con la que están escritos, como
si la aproximación a la realidad no fuese posible
más que mediante una inmersión, un «lancémonos» que le dejase a uno desnudo ante los hechos.
También sorprenden por su sentido del humor, un
humor negro y absurdo, el de los hechos desnudos, el de la observación directa, sin concesiones
narrativas, de la x que tiende a cero. Y, una vez
desnudos lector y autor ante los hechos desnudos,
esa x halla su última frontera en el lenguaje. En
mayor o menor medida, hallamos en cada uno
de los textos bien un intento de reproducción del
lenguaje natural, bien un intento de reproducción
de la representación mental. Si bien el segundo
caso es el que requiere una mayor atención por
parte del lector, es el primer caso el que constituye un auténtico infierno para el traductor. La
reproducción del lenguaje natural, lleno de vulgarismos y aun vulgaridades, resulta tanto más
difícil cuanto que se trata de un lenguaje de hace
más de un siglo. Afortunadamente, existen diccionarios Prusiano Oriental Vulgar - Alemán (!).
Sin embargo, la decisión más compleja es la que
atañe al tipo de castellano idóneo para la traducción. Optar por un castellano vulgar del XIX me
ha parecido arriesgado y poco eficaz, así que he
optado por un castellano estándar que, aunque no
da la reproducción exacta de los textos originales
en nuestro idioma –si es que ésta fuera posible– sí
permite que podamos disfrutar la belleza y la ironía de estos pequeños prodigios narrativos.
Eva Fructuoso
Relatos de tiempos críticos
Naturalismo germano: von Liliencron, Panizza,
Conradi, Wedekind, Holz.
El loco (1888),
de Detlev von Liliencron
Pusimos cerco a la gran fortaleza.
Yo, junto con tres suboficiales y treinta hombres, había recibido la orden de incendiar a la media noche el palacio que se extendía ante nuestra
línea avanzada, La Grenouille. Tan pronto como
el enemigo se retiró a descansar, nos escondimos
en su interior. Se trataba de una disputa eterna.
Ahora debía ponérsele fin.
A las diez de la noche mandé a formar y, una
hora después de haber puesto en conocimiento de
los centinelas más cercanos la misión que me había sido encomendada, me hallaba ante la guardia
doble.
Sí, como diría, como si me hallase apartado de
la tierra, en el aire, fuera de nuestro planeta, en
el espacio. Estábamos muy solos; sin más sentimiento que ése. Le había pedido al comandante
de los centinelas que no permitiese a la furtiva
patrulla ir a la vanguardia para no dar motivo a
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una confusión, y ahora todo había enmudecido a
nuestro alrededor.
Teníamos luna creciente. La vieja abuela había
tenido la amabilidad de ocultarse por completo
tras una nube. Le lancé un beso con la mano por
su gentileza, pues estaba oscuro, pero no en la medida en la que todo se desvanece, irreconocible.
Vamos... shhh... gatos de correría... ningún ruido... cuidado, cuidado, arrastrándonos despacio,
primero largo tiempo en un foso, después por un
cercado de jardín, hombre tras hombre, a veces a
cuatro patas, a veces de cabeza a la carretera, pst,
de nuevo agachados como un boticario en el lodo,
alto... adelante... ¿Qué ha sido eso? Una parada
más larga. No era nada... de nuevo continuamos...
«Pásalo hacia atrás, en voz baja: Meier no debería
resoplar así»... seguimos... pst... «Alto»... y parada
larga... Muy bajito: «¡Sargento Barral!» «¡Aquí,
mi teniente!» «No grite de esa manera... Hansen,
aquí» Uno se acerca a mí... «Adelante». Yo siempre
adelante. Tengo preparado el revólver (mi sable,
como era inútil, lo he dejado atrás). Tras de mí, el
sargento Barral y el cabo segundo Hansen.
Seguimos... silenciosos... gatos de correría... ningún
ruido... «Alto» (en silencio, pasamos hacia atrás; uno le
arma a otro una bronca). «Tranquilos, muchachos...»
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Muy cerca ante nosotros aparecen el castillo
La Grenouille y dos edificios anexos, todo en un
gran jardín...
¿Está ocupado?... Parada... Silencio profundo. Se
podría haber escuchado al emperador de China y a su
augusta madre la emperatriz estornudar en Pekín.
Me arrastro solo hacia delante... ¿Qué es esto?
Una barricada. Maldición. Atrás. Con un susurro:
«Adelante» De nuevo en la barricada. Empiezo a
trepar. Despacio, despacio... Cada momento puede
suponerme un disparo enemigo en las costillas.
El enemigo puede haberse percatado de ello; nos
deja entrar primero en la ratonera. Algo cruje:
estoy en medio, sobre la barricada, con una bota
atrapada entre los radios de una rueda. Logro liberarme... Mi comando me sigue afanoso... Ahora
ya la hemos sobrepasado todos; nos hallamos en
el patio. El enemigo no está... Pero ahora todo ha
de ir veloz como un rayo. Cojo a Barral y a diez
hombres para colocarme frente al enemigo, ante
las edificaciones, como medida de seguridad para
el comando incendiario...
Escucho sin respirar la oscuridad. A mi lado izquierdo está Barral, al derecho, Hansen. Por un instante
aparece la luna. Miro a Barral, miro a Hansen: sus
rostros se ven pálidos, pero tensos. Hansen dijo en
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voz baja: «Teniente, teniente». «¿Qué ocurre?» «Hay
espahíes1 ahí delante». «Tonterías, Hansen...»
Ni rastro del incendio aún. Entonces se inflama
súbitamente en el fuerte de delante de nosotros y,
como a una señal dada, obuses enormes sobrevuelan
alto hasta el campamento que hace rato hemos dejado atrás. Dejan tras de sí una larga estela de fuego.
Luz azul brilla ahora aquí, ahora allá, en las aberturas de las casamatas...
Ahí se eleva un solitario cohete verde hierba; allí,
a una media milla, uno rojo púrpura... Y, a pesar de
ello, está todo tan, tan silencioso...
Ahora estalla el fuego detrás de nosotros... Gritos
contenidos... Un cerdo gruñe lastimeramente. «Hansen,
retroceda inmediatamente: ha de pasarse por el cerdo
el garrote sin ruido». «A la orden, mi teniente.»
Crepitares, farfulleos...
Había cumplido mi misión. Había presentado mi
informe. «¿Sabe ya que un casco de obús ha herido
esta noche a Helmsdorff de gravedad?», me dijo el
coronel. «No, mi coronel, no había oído nada. ¿La
herida es mortal?» «No lo sabemos. Le he hecho llevar a Grand Doubs, fuera del alcance de los obuses».
«Me une a Helmsdorff una estrecha amistad.
(Del fr. spahi) Soldado de caballería del ejército francés en Argelia
1
(N. del T.)
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¿Me autoriza a cabalgar por unas horas hasta
donde se encuentra?» «Hágalo, se lo ruego. ¿Me
informará tras su vuelta de su estado?» «A la orden, coronel.»
Junto al hogar de la casa, en Grand Doubs,
me encuentro con una anciana abuela que tiene bigotes y murmura oraciones, dos niños y un
hombre de mirada adusta. Todos miran fijamente
las llamas. Son los habitantes. El padre, moviendo
el pulgar de su mano derecha hacia atrás, señala sin palabras una puerta. La atravieso. En una
amplia cama francesa yace Helmsdorff. Duerme.
Su rostro está gris amarillento. No se mueve. Hay
tres médicos junto a su cama y dos hermanas grises de Alemania. Un enfermero que lleva en las
manos una gran palangana llena hasta el borde
de sangre (o, tal vez, sopa de vino) se dispone
a salir. Lleva sobre el brazo un pañuelo trocado
en púrpura. La masa roja (tal vez, sopa de vino)
tiembla como gelatina y adopta colores siempre
más oscuros, hasta llegar al azul más profundo.
Los médicos se retiran a una última deliberación
–uno de ellos, el que se había doblado las mangas
de la chaqueta y la camisa por encima del codo, las
vuelve a estirar hacia delante y se abrocha los botones–. Le ruego a la hermana –Alemania, bésales
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el borde de sus ropas; ellas son en las guerras tu
ángel– que descanse por un tiempo: yo vigilaría.
El casco del obús le ha arrancado por completo
al joven oficial la carne del muslo derecho.
Estoy solo con él.
Me arrodillo junto a su jergón, tomo la mano
del durmiente entre las mías y dejo sobre ellas
mi frente. Mis pensamientos son una oración, un
ruego vehemente a Dios: no te lo lleves contigo;
es mi único y mejor amigo.
Me levanto, aunque no dejo ir su mano. Sobre
su rostro parece juguetear un mortecino fuego fatuo. Algo le pasa rápidamente por encima. Como
la sombra de un pájaro al vuelo. Duerme muy
tranquilo; su respiración es regular.
Sobre la mesilla de noche, junto a su cabeza, quema la lámpara. Está tapada con un pañuelo. Sobre
éste, vuelto hacia mí, baila un loco con un gorro de
cascabeles; con un abanico cerrado golpea sobre un
pequeño tambor. Tiene un rostro desagradable.
Yo miro y miro la lámpara, inmóvil, para no despertar al herido con el menor movimiento. Su mano
continúa en la mía. Me invade un cansancio al que
ya no puedo vencer: las muchas guardias, mi comando de la pasada noche, los terribles esfuerzos, yacer
días enteros en las húmedas trincheras en estado
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de defensa constante, las impresiones en mi joven
corazón... en la batalla... No puedo... mantener... la
cabeza... Cae.
Y ante mí danza y salta el loco de aquí para
allá. Qué travieso es este tipo necio. Cómo deforma su boca al sonreír. Y yo le sigo la danza; he
de imitar todos sus movimientos.
Pero yo no quiero, aunque debo...
El espantajo se detiene, queda quieto. Yo estoy
como atado. El loco agacha la cabeza. ¿Qué quiere? ¿Observar una tierra de topos que la minan?
¿Ver crecer una flor? ¿Seguir de cerca el caminar ligero de un escarabajo?... Me hace señas de
que me acerque. Yo le sigo y miro con él un foso
grande y profundo. Y muchos miles de brazos
desnudos –de colores cenicientos– con dedos que
se agarran convulsivamente los unos a los otros
se tienden hacia mí. Brazos como ésos los había
visto a menudo en el campo de batalla...
Y el loco ríe y ríe y da volteretas como un payaso,
y ríe, y señala hacia abajo...
Le quiero golpear... No... puedo... el puesto... perro,
maldito... a cubierto, a cubierto...
Me despierto de golpe. No puedo haber dormido
ni cinco minutos. Levanto la cabeza. La mano de
mi camarada está aún en la mía. ¡Dios mío! ¿Qué es
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esto? Está húmeda, pegajosa, ni fría, ni caliente... aún
queda un poco de última calidez, como el horno que
se enfría... Su rostro está algo levantado hacia la izquierda... los ojos... «¡Helmsdorff! ¡Helmsdorff!»,
grito, y me lanzo sobre él...
La puerta se abre. Aparecen las misericordiosas
hermanas delicadamente, amorosamente... Una,
la mayor, se inclina hacia mí... Yago como un
hijo en los brazos maternos. Me dice palabras tan
bondadosas, calmantes, que inspiran confianza;
siempre habla en el mismo tono. Y en su pecho
sollozo como un muchacho de diez años...
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El gabinete de figuras de cera (1890),
de Oskar Panizza
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