Depresión mayor y distimia: bases relacionales y guías para

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Depresión mayor y distimia: bases relacionales
y guías para la intervención
Juan Luis Linares (*)
(*) Profesor Titular de Psiquiatría. Universidad Autónoma de Barcelona.
Resumen
Se destaca la importancia de distinguir dos modalidades fundamentales de depresión: una más
grave, heredera de la antigua psicosis maniaco-depresiva (la depresión mayor) y otra más leve,
de estirpe neurótica (la distimia). En la familia de origen del depresivo mayor se encuentra
generalmente una pareja parental bien avenida, con una relación complementaria, y un fracaso
de las funciones parentales bajo el signo de una fuerte exigencia sin valoración. Descalificado,
el paciente tiende a construir a su vez una pareja complementaria, que se rigidifica cuando, tras
verse frustradas sus expectativas de protección y valoración, intervienen los síntomas cerrando
el círculo de la descalificación. El distímico, en cambio, procede de una familia con padres mal
avenidos, que lo triangulan decantándolo por la coalición con uno de ellos y el antagonismo
con el otro. Imitando el modelo parental, el paciente tiende a construir una pareja simétrica, en
la que los síntomas se integran participando en los juegos de poder.
La intervención terapéutica focalizará fundamentalmente a la pareja, aunque, en el caso de la
depresión mayor, beneficiándose mucho de un abordaje a la familia de origen y también de un
trabajo individual con el propio paciente.
Palabras clave: depresión mayor; distimia; familia de origen; pareja; mitología; organización.
Introducción
Las depresiones son el territorio donde, desde hace unos años, se libra la más
importante batalla en el campo de la salud mental. La psiquiatría de ideología biologicista y su
poderoso sponsor, la industria farmacéutica, apuestan fuerte por unos trastornos que, además de
estar muy extendidos, representan la cara más respetable de los trastornos mentales.
Los depresivos, en efecto, encarnan a la perfección el viejo sueño de la psiquiatría de
ser una especialidad médica como las otras, puesto que ellos se avienen sin dificultades a ser
considerados enfermos como los otros. No deliran diciendo cosas extrañas ni adoptan
comportamientos provocativos, sino que se limitan a estar tristes y a sufrir en silencio. Aceptan
de mil amores la medicación que se les ofrece y, en el colmo de la delicadeza, lejos de protestar
si no se curan, se auto-culpabilizan. Sumamente apegados a la respetabilidad de las apariencias,
no se rebelan contra las metáforas biológicas que les interpretan sus sufrimientos en términos
de problemas bioquímicos del cerebro. Al fin y al cabo, ellos han crecido en ambientes que
desaconsejan la crítica y la expresión de emociones hostiles, por lo que se sienten más seguros
en medios médicos que psicoterapéuticos.
Por otra parte, respecto de la capacidad de consumo de fármacos de los depresivos (de
unos fármacos antidepresivos con precios escandalosos), no cabe la menor duda. Baste con
recordar el fenómeno Prozac, que, aunque superado por otros productos más modernos ya
casi no se estudia en las facultades de medicina, sigue estudiándose en las escuelas de bussiness
administration.
Y, sin embargo, si hay un trastorno psicológico capaz de expresar sin la menor
ambigüedad la realidad relacional subyacente, es la depresión, con un argumento tan sencillo
como que la gente se entristece cuando tiene motivos para ello. Sólo que los motivos no son
siempre aparentes ni existe autorización para hablar de ellos. Por eso es una responsabilidad
social, ética y hasta política, además por supuesto de profesional, liberar a los depresivos de la
inmensa mistificación que los presenta, ante los demás y ante ellos mismos, como simples
consecuencias casuales de una disfunción fisiológica.
Pero, antes de avanzar en una propuesta de comprensión de los fenómenos depresivos,
se hacen necesarias dos puntualizaciones. Cuando denunciamos la biologización de las
depresiones no estamos negando la importancia del substrato biológico. Es obvio que el
cerebro les brinda un hardware imprescindible, como a todos los procesos mentales. Y, como
en todos los procesos mentales, el software entra por los órganos de los sentidos, que
vehiculizan la comunicación y la relación. Focalizar sólo la bioquímica cerebral del depresivo es
tan absurdo como llamar al electricista cuando nuestra computadora se desprograma, pero
nadie en su sano juicio pretenderá hacerla funcionar sin fluido eléctrico.
Por otra parte, hablar de depresiones en general supone incurrir en una importante
simplificación, porque existen muchas modalidades de depresión correspondientes a contextos
relacionales muy diversos (Linares y Campo, 2000). En lo sucesivo, usaremos el término
depresión para referirnos a la depresión mayor, heredera de la vieja psicosis maníaco-depresiva y
representante de la gama alta de la serie en lo que a gravedad se refiere. Reservaremos, en
cambio, el término distimia para denominar a las formas menos graves de los trastornos
depresivos, correspondientes a la esfera neurótica.
La familia de origen
El futuro depresivo viene al mundo en una familia definida relacionalmente por una
relación conyugal de la pareja parental de signo complementario, es decir, no generadora de
grandes confrontaciones o conflictos y tendente a funcionar de forma razonablemente
armoniosa. Priorizando la conyugalidad sobre la parentalidad, dicha pareja experimenta
dificultades en el ejercicio de las funciones parentales. Tales dificultades suelen traducirse en
altos niveles de exigencia y escasa valoración de los esfuerzos realizados para responder a ésta.
Se trata desde luego de condiciones coyunturales, que pueden durar más o menos tiempo
dependiendo de las circunstancias y que suelen personalizarse en el trato que recibe un hijo, y
no el resto. Un ejemplo típico sería la hija que, en otros tiempos, se quedaba soltera para cuidar
de los padres en su ancianidad, o simplemente la que, con independencia de su estado civil, era
más exigida que valorada en sus servicios a la familia. No es que los padres fueran exigentes y
poco valoradores en general, sino que a ella en concreto le tocaba someterse a esa pauta
relacional. Y también le tocaba cierta predisposición a la depresión.
La organización de la familia de origen del depresivo mayor presenta generalmente una
apariencia aglutinada, bajo la cual subyace un fondo desligado y hasta expulsivo. Se habla
mucho de unidad, pero el paciente puede tener la impresión de que su presencia es, en
realidad, superflua. La pareja parental se muestra, como hemos dicho, cohesionada, en contraste
con la mayor distancia emocional que evidencia con respecto a los hijos y, particularmente, con
el paciente. Ello se corresponde, en consecuencia, con importantes diferencias en el seno de la
fratría, donde el paciente puede reproducir la historia de la Cenicienta: explotación y
marginación cruelmente combinadas aunque, desde luego, explícitamente negadas. La jerarquía
familiar suele mostrar un panorama autoritario, aunque no necesariamente con formas
despóticas. El progenitor que ocupa la posición complementaria superior (“one up”) suele
ejercer la autoridad y también desempeñar el papel más activo en la pauta relacional
depresógena: más exigente, rechazante y descalificador. Y no sirve de mucho para neutralizar
dicha pauta que el progenitor “one down” sea formalmente más afectuoso y aceptador si, en
cualquier caso, se respetan las reglas del juego complementario. La adaptabilidad muestra
familias tendentes a la rigidez, que cambian poco con la modificación de las circunstancias
externas y con el desarrollo del ciclo vital.
En la mitología (Linares, 1996) de la familia del depresivo se distinguen unos valores y
creencias presididos por la descalificación del paciente. Se valora sobre todo dar la talla en el
cumplimiento de los criterios de éxito social: lo que está bien, lo que debe ser, el qué dirán...
En definitiva, el culto a las apariencias y a la honorabilidad de la fachada. Como todo ello se
traduce en un alto nivel de exigencia y en unos objetivos imposibles de alcanzar, el fracaso, y la
subsiguiente descalificación, están casi garantizados. El clima emocional muestra el contraste
entre una apariencia de calidez solidaria y un fondo de gran frialdad e hipercrítica. Se da por
sentado el fracaso del paciente, dadas su incapacidad, su insignificancia y sus escasos recursos.
Por ello no hay que dramatizar si las cosas le van mal: es lo más natural. En cuanto a los
rituales, presididos por la alta exigencia, son rígidos y de obligado cumplimiento, con asignación
de roles no intercambiables de los que, ciertamente, corresponden al paciente los más ingratos.
Crecer en un ambiente de hiperexigencia, donde está prohibido rebelarse, conduce a
construir una identidad que incorpora narrativas coherentes con ese contexto. En ellas ocupan
lugares preferentes la responsabilidad, el deseo de quedar bien con los demás, la necesidad de
preservar la respetabilidad de las apariencias y de comportarse por encima de cualquier sospecha.
Ello explica que, como decíamos antes, el depresivo sea el principal cómplice de la biologización
de su trastorno, que lo absuelve de cualquier participación en turbios juegos relacionales. Y
también explica que, si sucumbe a la desesperación, busque en el supremo acto depresivo que
es el suicidio la solución a su situación. Suicidándose se castiga por una parte por no haber sido
capaz de estar a la altura de las circunstancias respondiendo a lo que se le exigía, pero también
se venga del injusto trato de que ha sido objeto dejando un amargo legado de culpa a los que le
sobreviven.
Una perspectiva evolutiva ayuda a contextualizar las depresiones en una dimensión de
ciclo vital. Puede ocurrir, efectivamente, que, ya en la infancia, sea tanto el peso de la exigencia
y tan dura la falta de valoración, que el niño sucumba en un proceso que, probablemente, no
evidenciará los síntomas característicos de la depresión pero podrá desembocar en un suicidio.
Si el sujeto consigue superar la adolescencia, es posible que el desencadenamiento del trastorno
se produzca en la edad adulta, cuando, como veremos, una relación de pareja que frustre las
expectativas de recibir, por fin, ayuda y apoyo, puede constituirse en factor decisivo. Pero,
incluso si la pareja no basta para poner en marcha la depresión, ésta puede precipitarse en la
vejez, cuando no faltan las pérdidas relevantes ni las ocasiones de trasladar a la relación con los
hijos el frente conflictual más significativo.
Lucía, la hija mayor de Raquel, solicita terapia familiar para ella, su madre y sus hermanos, con el
objetivo de superar el duelo por la muerte del menor de éstos, Luis, acaecida hace seis meses. Raquel, de
72 años y viuda desde hace tres, tiene cuatro hijos vivos: Lucía, de 39, Juan Pedro, de 37, Lucas, de
35 y Ernesto, de 33. Luis tenía 31 años y murió de AIDS, tras haberse contagiado en prácticas
homosexuales en un contexto personal y relacional altamente caótico.
Iniciada la terapia, destaca sobre todo el estado depresivo de la madre, que no responde a psicofármacos
y que empeora con las constantes provocaciones de Lucas, quien vive con ella desde su reciente
separación.
La historia de Raquel es sobrecogedora. De niña, ella quería estudiar pero sus padres no se lo
permitían, exigiéndole que trabajara para colaborar en la economía familiar. Incluso la lectura le
estaba prohibida “para no gastar electricidad”, debiendo practicarla clandestinamente con la ayuda de
velas y de su abuela, que se apiadaba de ella y la apoyaba.
Apenas llegada a la edad núbil, Raquel se casó con Enrique, un buen chico que la conocía desde niña
y que también le ofrecía apoyo y seguridad. Sólo que, al poco tiempo, la madre de Enrique enviudó y
fue a vivir con la joven pareja. Raquel intentó resistirse, pero Enrique se lo impuso sin posibilidad de
alternativas. La única compensación de Raquel fue, poco tiempo después, llevar a su propia madre,
igualmente recién enviudada, a vivir con ellos. Pero fue una triste compensación, porque las dos
ancianas se odiaban y desarrollaron una guerra que desgarró a la familia y parceló la casa. En efecto,
el pequeño apartamento estaba dividido en dos territorios impenetrables por “el enemigo”, y la cocina y
el cuarto de baño debían ser usados por turnos por cada abuela, que acusaba a la otra (y,
probablemente, no sin razón) de querer envenenarla.
La terapia destacó la heroicidad de Raquel, quien, en circunstancias tan adversas, consiguió
mantenerse a flote y sacar adelante a sus hijos, y, a medida que se desarrollaba esta argumentación,
ella mejoró espectacularmente, desapareciendo totalmente los síntomas depresivos.
Sin embargo, de forma paralela, los hijos parecían encontrarse incómodos y Lucas incrementó sus
conductas provocadoras con la madre. Se abría paso un discurso en el que ellos aparecían como
damnificados de una situación que la madre no había sido capaz de controlar; todos habían debido
abandonar la familia demasiado pronto y en condiciones precarias, ninguno había podido realizar
estudios y, aún ahora, sus vidas carecían de estabilidad emocional y económica. Por no hablar de Luis,
que, en cierto sentido, había muerto a causa de la debilidad de su madre. A medida que se legitimaba
esta mitología emergente, que reconocía el sufrimiento de los hijos y en la que los comportamientos
agresivos de Lucas adquirían una cierta dimensión vindicativa, la madre se volvió a deprimir mientras
los hijos se tranquilizaban.
Era como si intentaran abrigarse con una manta demasiado pequeña para todos que, cuando era
estirada para cubrir a los hijos, destapaba a la madre y viceversa.
La trayectoria del paciente distímico es radicalmente diferente, aunque, en la práctica,
existen múltiples vías de paso o variedades mixtas con la depresión. En principio, el distímico
procede de una familia definida por una conyugalidad disarmónica de la pareja parental, que no
duda en utilizar a sus hijos como aliados para intentar resolver sus conflictos. Triangulado en
ese juego disfuncional, el futuro distímico experimenta una ansiedad ligada a su conflicto de
lealtades, que, al decantarse por la alianza con uno de los progenitores, se asocia pronto a la
pérdida de la relación con el otro. Dicha pérdida provoca tristeza, que será evocada más
adelante, cuando la vida genere nuevas pérdidas relacionalmente significativas, traduciéndose
en el conglomerado de síntomas ansioso-depresivos, típicamente neuróticos, que caracterizan a
la distimia.
La organización de la familia de origen del distímico se basa en una pareja parental
simétrica, en la que la disarmonía conyugal coexiste con una razonablemente bien conservada
parentalidad. El interés inicial por el bienestar de los hijos se ve interferido por la dificultad
para resolver los conflictos, lo cual conduce a la búsqueda desesperada de aliados. El hijo que
queda enganchado en una coalición transgeneracional con uno de los progenitores, sufre la pérdida
relacional del otro, que se retira negándole el acceso en lo que constituye la modalidad de
triangulación manipulatoria típica de la distimia.
En cuanto a la mitología, los valores y creencias se presentan presididos por la alta
polarización que caracteriza a la familia del distímico. Se trata de una atmósfera relacional
hiperpolítica, en la que los juegos de alianzas y coaliciones se corresponden con contínuas
rivalidades. Si el primer hijo cae en el campo de la madre, lo más probable es que el segundo (o
la segunda, y las leyes edípicas favorecerán el juego) lo haga en el del padre. Competitividad y
lealtad, castigo y recompensa, estarán muy presentes. El clima emocional es tenso y, a menudo,
explosivo, con un alto nivel de explicitación de los conflictos. La irrupción de los síntomas
rebaja la tensión al principio, si bien este efecto tiende a disminuir con el paso del tiempo. Los
rituales, por su parte, están definidos por la división en bandos o partidos, que incluyen a “los
propios” y excluyen a “los otros”. Se hacen cosas con los aliados, pero puede haber una
extrema incomunicación con los antagonistas.
La pareja y la familia creada
Mientras le queda capacidad de resistencia, el futuro depresivo mayor busca protección
intentando escapar cuanto antes y con indisimulable urgencia a los lazos que lo aprisionan en la
descalificación. Por eso su elección de pareja viene definida por la premura y por la necesidad
de obtener aquello de lo que carece: una relación más protectora y valorizadora que exigente. Si
la encuentra, es probable que ahí se acaben sus problemas, pero la urgencia es mala consejera, y
también es posible que, en las prisas, se deje engañar por una oferta relacional sólo
superficialmente adecuada a sus demandas.
El típico cónyuge del depresivo (o esposo de la depresiva, para hacer justicia a la
estadística) es alguien que necesita demostrarse a sí mismo y demostrarle al mundo que es
capaz de proteger y apoyar generosamente a quien pueda requerir su ayuda. El problema surge
porque esa ayuda que brinda y que, inicialmente, beneficia a la persona potencialmente
depresiva que la recibe, es ejercida menos por las necesidades de ésta que por las propias del
dispensador, por lo que no existen garantías razonables de la continuidad ni de la adecuación
de dicha ayuda. Cuando el futuro paciente se siente objeto de un nuevo engaño (no olvidemos
que procede de una familia en la que las respetables apariencias encubren graves carencias
relacionales), puede darse por vencido, sucumbiendo definitivamente a la depresión.
CÓNYUGE
PACIENTE
La pareja así construida, evoluciona dominada por una complementariedad rígida, en la que
el paciente se abandona progresivamente a los síntomas y a la descalificación, mientras que el
cónyuge acumula siempre más responsabilidades y prestigio. Y no es raro que, de nuevo, esta
fachada sirva para que se oculten los puntos débiles del cónyuge, que lucirá en su esplendidez
llena de abnegación de forma paralela al hundimiento del depresivo en la miseria de la
cronicidad.
Demanda
masiva
Frustración de
expectativas
Respuesta
descalificadora
Síntomas: depresión y
hostilidad negada
Sobreimplicación
y abnegación
Compromiso
de apoyo
Figura nº 1
La Figura nº 1 muestra esquemáticamente algunos circuitos relacionales viciosos de la
pareja del depresivo. El futuro paciente, acuciado por sus carencias y necesidades, plantea unas
demandas de protección y atención masivas, que despiertan el interés del candidato a cónyuge.
La relación se consolida y formaliza sobre la base de un compromiso de apoyo incondicional,
que más tarde fracasa, tanto por la intensidad de la demanda como por las limitaciones del
propio cónyuge. La frustración de las expectativas del paciente provoca una primera respuesta
descalificadora por parte del cónyuge (“¡Nunca tiene bastante!”), que se une al coro descalificador
ya existente en la familia de origen de aquél (“¡Qué nos vas a decir, ya sabemos cómo es!”). Ese el
contexto en el que suelen aparecer los síntomas: depresión manifiesta y hostilidad negada
subyacente. El cónyuge tiende a reaccionar sobreimplicándose y desarrollando una conducta
abnegada, dispensadora de cuidados (respuesta al célebre “care eliciting behavior” (Henderson,
1974), comportamiento provocador de cuidados). Se cierra así el círculo con la confirmación
de un compromiso de ayuda inexorablemente condenado al fracaso, en una atmósfera de
creciente descalificación (Loriedo, 2004) que no hace sino aumentar la desmesura de las
demandas, progresivamente centradas en la enfermedad y la invalidez.
La pareja del distímico se construye en términos distintos de la del depresivo mayor,
puesto que lo hace en base a la igualdad. En efecto, el futuro distímico elige a alguien con un
patrimonio relacional parecido al suyo, estableciendo una pareja de corte simétrico. Cuando una
nueva pérdida (v.g., muerte del progenitor aliado, marcha de los hijos a la escuela, desempleo,
etc.) es procesada de modo sintomático, la igualdad se rompe, aunque los síntomas restablecen
un nuevo equilibrio que, por la precariedad que le confiere la cambiante participación de éstos,
será una simetría inestable.
En la Figura nº 2 se aprecian algunos circuitos relacionales viciosos de la pareja del
distímico. Ante el impacto de eventuales pérdidas significativas, el futuro paciente expresa
quejas que son percibidas por el cónyuge como exigencias, lo cual le impide atenderlas con
respuestas adecuadas de apoyo solidario. Su actitud crítica es percibida por aquél, que responde
con retiro y hostilidad. En una dinámica de ataque y defensa, el cónyuge responde con más de
lo mismo: retiro y hostilidad. Los síntomas hacen irrupción y el paciente se muestra triste y
ansioso, lo cual genera en el cónyuge, ahora sí, una reacción de acercamiento y afecto que
induce una mejoría. Pero este efecto benéfico es interpretado en términos de manipulación, lo
cual evoca en el cónyuge la exigencia y el ataque ya experimentados y le provoca un reflejo de
rechazo. Ello cierra el círculo de la simetría inestable, alimentado por los síntomas. Con el
tiempo se instaura el cansancio, que abrevia el circuito generando un “by pass” directo entre el
rechazo y los síntomas: es la cronicidad.
Maribel y José Luis se conocieron cuando los dos eran jóvenes y activos, trabajando exitosamente como
administrativos en reconocidas empresas. Maribel era la mayor de dos hermanas y, desde pequeña,
había tenido una relación privilegiada con su padre, hombre tradicional y autoritario pero justo y muy
trabajador. La hermana menor, Marisa, era, en cambio, la aliada de la madre, y siempre había
mantenido con Maribel relaciones de rivalidad. José Luis era hijo único y, aunque de pequeño fue el
apoyo incondicional de la madre, con el paso del tiempo extendió esa función también a su padre,
convirtiéndose en el báculo de la vejez de la pareja parental.
PACIENTE
CÓNYUGE
Pérdida
y queja
Percibe crítica :
retiro y hostilidad
Percibe ataque:
retiro y hostilidad
Síntomas:
tristeza y ansiedad
Acercamiento
y afecto
Mejoría
Rechazo y
cansancio
Percibe
exigencia
Figura nº 2
La joven pareja tuvo tres hijos muy seguidos, motivo por el que Maribel debió dejar de trabajar para
dedicarse al cuidado de los niños. Mientras tanto, José Luis creó una empresa propia con notable éxito.
Pero, a pesar de la boyante situación económica, los problemas no tardaron en presentarse. El padre de
Maribel murió, dejándola en una situación de cierto desamparo frente al tándem constituido por su
madre y su hermana. Simultáneamente, la progresiva dedicación de José Luis al cuidado de sus padres
la sacaba de quicio, provocando continuas discusiones entre ambos.
Maribel ya había tenido algunas dificultades en la adolescencia, pero ahora los síntomas reaparecieron
con más intensidad: la angustia y la tristeza la obligaban a permanecer en la cama descuidando las
tareas domésticas y la pareja alternaba períodos de alta conflictividad con otros de relativa
reconciliación, desgraciadamente cada vez más raros. Cuando, ya sesentones, acudieron a terapia,
Maribel estaba diagnósticada de distímica desde mucho tiempo atrás y la pareja llevaba más de diez
años sin apenas hablarse.
La intervención terapéutica en la depresión mayor
Una terapia relacional de un paciente afecto de depresión mayor y su familia debe
plantearse, desde el inicio, la neutralización de mitos yatrógenos del tipo “es una enfermedad
biológica y hereditaria”. Si se acepta sin discusión un planteamiento de ese tipo, se cierran las
puertas a cualquier cambio que pueda proceder del territorio relacional, que queda
inevitablemente descalificado. Además, la terapia y el terapeuta se desvalorizan a los ojos de un
paciente que, en el fondo de su narrativa, sabe que ha sido objeto de un trato injusto que algo
tiene que ver con sus males. Sin embargo, el desmantelamiento de los groseros prejuicios
biologicistas no está exento de dificultad, ya que cuentan con la complicidad del propio
paciente, educado en la evitación de la confrontación y de la explicitación de emociones
negativas. Habrá que proceder a una delicada negociación epistemológica, en la que los conflictos y
las problemáticas relacionales vayan ganando legitimidad progresivamente, a medida que la
pierden los burdos lugares comunes biológicos.
En este sentido, resulta de gran utilidad incluir el control de la medicación como un
recurso más dentro de la estrategia psicoterapéutica. Expresar escepticismo o manifiesto
rechazo de la medicación antidepresiva es un error que se puede pagar caro, pero tampoco
ayuda mucho delegar el control farmacológico en alguien totalmente ajeno a la terapia, puesto
que, en tal caso, lo más probable es que ambos espacios compitan en posición simétrica, con
ventaja para los mensajes favorables a la medicación y críticos con la psicoterapia. Será más útil
que sea un miembro del equipo, o alguien que comparta el modelo y que esté en estrecha
relación con el terapeuta, quien se encargue de la medicación, emitiendo mensajes coherentes,
del tipo: “se trata de unas muletas necesarias mientras usted no gestione su vida de forma diferente.”
La terapia se construirá con distintos sistemas familiares dependiendo del momento del
ciclo vital del paciente. Las cada vez más frecuentes depresiones del niño y el adolescente
serán, obviamente, tributarias preferentes de la familia de origen, y las de ancianos deberán
implicar a los hijos y nietos. Sin embargo, siendo la depresión mayor un trastorno que afecta
mayoritariamente a adultos en edades medias, la involucración más directa será la de la pareja.
No es casual que la escasa bibliografía sistémica existente sobre terapia de depresiones se
refiera, casi exclusivamente, a terapia de pareja (Jones y Asen, 2000; Clarkin et al., 1996; Coyne,
1984). Sin embargo, siempre que sea posible, el proceso se verá beneficiado de la participación
de la familia de origen en una etapa inicial de la terapia, tras unas cuantas sesiones con la pareja.
Y también ayudará, a partir de un cierto momento, la alternancia de sesiones individuales con
el paciente.
En el universo relacional deprivado, cargado de exigencia y descalificación, que
caracteriza al background del depresivo, la terapia se puede construir sobre lo que llamamos
una triangulación recalificadora, como muestra la Figura nº 3. El terapeuta tratará de establecer
Paciente
Terapeuta
Familia
Figura nº 3
una alianza terapéutica con el paciente, pero negociándola con el cónyuge y con la familia de
origen de forma que éstos, lejos de sentirse amenazados, comprendan que ellos serán los
principales beneficiarios. El mensaje puede parecerse al que encuentran los usuarios en las
carreteras en obras: “perdonen las molestias, trabajamos para ustedes.”
La intervención terapéutica sobre la mitología familiar del depresivo ha de prestar
especial atención a los mitos descalificadores, fuertemente arraigados y sostenidos por la narrativa
del propio paciente (“no valgo para nada”; “toda la culpa es mía”). La alternativa buscada debe ser
construir nuevos mitos recalificadores y reparadores.
Ana María se enamoró de Enrique impresionada por la delicadeza y generosidad de éste, que
contrastaba fuertemente con la explotación y el descuido a que estaba dolorosamente acostumbrada en
su familia de origen. Sin embargo, ya casados y con el paso del tiempo, Enrique puso de manifiesto su
tendencia a mostrarse delicado y generoso con todo el mundo, especialmente con los muchos hermanos,
tíos y primos que componían su propia familia. Ana María desarrolló su primer episodio depresivo a
raíz de descubrir que todo su patrimonio había sido hipotecado para capitalizar una empresa
económicamente ruinosa en la que todos los empleados eran parientes de Enrique. A pesar de esa
evidencia, años después Ana María era considerada en la familia de su marido una mujer
incomprensiblemente enferma, incapaz de gestionar su propio hogar, esposa y madre irresponsable, etc.
La terapia fue un laborioso proceso reconstructivo, uno de cuyos hitos consistió en pedirle a Enrique
que reuniera a los miembros más destacados e influyentes de su familia de origen y, ante ellos, revelara
la historia secreta de los sufrimientos de Ana María, denunciando de una vez por todas el trato injusto
de que había sido objeto y definiéndola en positivo como una mujer víctima de unas circunstancias que
ya no se repetirían nunca más.
El culto a las apariencias y a la honorabilidad de la fachada forma parte del núcleo duro
de los valores y creencias de la familia del depresivo. Desafiarlos frontalmente puede generar
reacciones de rechazo a la terapia, pero es necesario relativizarlos para provocar su progresiva
desaparición. Los rituales, tendentes a la rigidez, deben ser sustituidos por otros más flexibles,
en los que desaparezcan los altos niveles de exigencia para con el paciente. Por su parte, el clima
emocional, de cálida apariencia y frío fondo, debe transformarse en el sentido de una
generalización de la calidez.
Berta describía las reuniones familiares con motivo de las fiestas de Navidad como una pesadilla
recurrente cuya sola evocación le hacía temer la recaída en su trastorno depresivo. En tales ocasiones,
mientras se recogían los regalos del árbol y se cantaban villancicos, ella sentía más que nunca el peso de
la fría mirada descalificadora de su madre, que parecía recordarle constantemente su torpeza, la falta
de adecuación de sus regalos y, en definitiva, su insignificancia frente a la magnificencia de sus dos
hermanos y sus respectivas familias. Además, ella era la encargada tradicional de recoger la vajilla y de
quedarse hasta la madrugada fregando y ordenando toda la casa. ¡Y ese horror se repetía con exactitud
cuatro veces precisas: la cena de Navidad, la comida de San Esteban, la cena de Año Nuevo y la
comida de Reyes! La sede de la celebración rotaba entre las casas de los diferentes miembros de la
familia, pero su rol de cenicienta permanecía inalterable. Y ella no se sentía con fuerzas de resistirse.
Hasta que la terapia propició un desafío bien planificado: Berta, su marido y su hijo se irían de
vacaciones a la montaña y, una vez allí, telefonearían diciendo que este año no contaran con ellos para
las fiestas familiares, porque habían optado por celebrarlas por su cuenta. Y en el abrigo de su familia
creada, Berta consiguió la fuerza necesaria para transformar la mitología familiar.
La organización de la familia del depresivo debe ser también objeto de intervención
terapéutica. De entrada, en el dominio de la pareja, el objetivo fundamental será combatir la
complementariedad rígida dando poder al paciente. El término “empowering”, del que tanto se ha
abusado, tiene en este terreno su mejor aplicación.
Enfocando la familia de origen, también será útil disminuir las distancias
intergeneracionales, a diferencia de lo que constituye la práctica habitual de los terapeutas
sistémicos en tantas otras situaciones disfuncionales. Hay que tener en cuenta que, en las
familias a transacción depresiva, es frecuente que el frente parental, unido en su actitud
descalificadora, constituya uno de los más sólidos baluartes de disfuncionalidad, por lo que
disminuir las distancias equivale a suavizar las relaciones jerárquicas y, en definitiva, a
flexibilizar el sistema. Por eso también tiene sentido trabajar para que uno de los progenitores
asuma funciones nutricias renunciando a las actitudes descalificadoras. Esta maniobra será
doblemente eficaz si el que cambia es el progenitor que ocupa la posición de superioridad en la
relación complementaria que suele presidir la pareja parental.
En cuanto a la fratría, conviene ayudarla a cohesionarse y hacerse más solidaria. No es
raro que, si fracasan los intentos por modificar a los padres, los hermanos puedan tomar el
relevo y actuar como frente reparador y facilitador del cambio.
Ya hemos hablado de la conveniencia de introducir, a partir de un momento dado,
sesiones individuales alternando con las familiares o de pareja. La elección del momento es
importante, y debe contar con haberse ganado previamente la confianza del paciente para con
el proceso terapéutico. En caso contrario, el mensaje puede ser malinterpretado por éste como
un retorno al abordaje tradicional y, por tanto, al “más de lo mismo” carente de interés.
Neutralizar los sentimientos de culpa y legitimar, en cierta medida, la hostilidad latente del
paciente serán dos de los primeros empeños de este trabajo sobre la narrativa individual del
depresivo. La culpa es tremendamente injusta, puesto que nace de la convicción de no poder
responder satisfactoriamente a las desmesuradas exigencias de que ha sido objeto. El paciente
lo sabe en el fondo, pero no puede evitar adherir a la hiperexigencia. Por eso termina
acogiendo con alivio una legitimación de su rechazo de la culpa y de su enfado, en cierto
sentido justiciero.
En este plano individual, la medicación también puede ser usada estratégicamente para,
más allá de sus efectos neurofisiológicos, reforzar la adhesión del paciente al tratamiento en la
negociación epistemológica a que ya hemos hecho referencia. No olvidemos que uno de los
constructos más hondamente enraizados en la identidad del depresivo es el deseo de ser
considerado “un enfermo como los demás”.
La intervención terapéutica en la distimia
La intervención terapéutica en la distimia presenta diferencias notorias con respecto a
la de la depresión mayor. De entrada, la trascendencia de la implicación de la familia de origen
es mucho menor, no porque no la haya, sino porque, por regla general, ha producido mucho
menos sufrimiento. En consecuencia, la terapia gravitará en la mayoría de los casos sobre la
pareja, que deberá constituir una suficiente plataforma para el cambio. Dada la relación
simétrica que caracteriza a la pareja distímica, habrá que evitar alianzas unilaterales con el
paciente, cuidando que la relación con ambos cónyuges sea exquisitamente neutral. En las
terapias individuales es aún mayor el riesgo de triangulación, quedando atrapado el/la terapeuta
en una relación pseudo-conyugal con la/el paciente.
Por otra parte, la importancia de la medicación en la narrativa del paciente distímico es
incomparablemente menor que en la del depresivo, por lo que no habrá que preocuparse tanto
por su inclusión en el espacio psicoterapéutico. Por el contrario, el escepticismo respecto de la
ayuda que los fármacos puedan aportarle constituye una facilidad para el desarrollo de la
terapia.
La intervención sobre la mitología en la familia a transacción distímica debe fomentar
nuevos valores y creencias basados en la cooperación y la armonía. Para ello será de gran
utilidad ayudar a los cónyuges a negociar sobre sus respectivas demandas y reproches. Los
rituales excluyentes, basados en la división en bandos opuestos, deberán ceder el paso a otros
integradores y orientados a la reconciliación. Y todo ello en un clima emocional renovado, más
fresco y menos explosivo.
Antonio se jubiló a los sesenta años, gozando de muy buena salud, coincidiendo con la muerte de la
madre de Asunción, su esposa. Ésta, rota la relación privilegiada con su progenitor aliado, quedó en
manifiesta desventaja con respecto al tándem constituido por su padre y su hermana rival, y empezó a
hacer síntomas distímicos. Abatida y angustiada, pasaba largo períodos de tiempo en la cama,
descuidando sus tareas domésticas ante la mirada crítica de Antonio, que ahora tenía todo el tiempo
del mundo para inmiscuirse en un territorio de tradicional responsabilidad de Asunción.
Cuando la pareja acudió a terapia, Asunción era una enferma crónica que, refugiándose en ese rol,
negaba a Antonio cualquier contacto sexual. Éste, a su vez, la había despojado de la administración
de la economía doméstica y la humillaba dándole pequeñas cantidades de dinero para la compra diaria,
so pretexto de que era una malgastadora. Una de las primeras maniobras terapéuticas consistió en
convencerlos de que con su obstinación se estaban perdiendo cosas muy importantes de la vida y de que
era preciso que negociaran una nueva aproximación sexual (objetivo muy deseado por Antonio) y una
nueva distribución de responsabilidades domésticas (meta exigida por Asunción), en la que Antonio
pudiera dedicarse a su hobby, que era la fotografía.
De esta forma se está ya entrando en la intervención sobre la organización de la familia
distímica, donde se deberá intentar sustituir la simetría inestable, pivotando sobre el síntoma,
por una complementariedad flexible, basada en las competencias de cada uno. Se intentará
proceder a una destriangulación, ayudando a deconstruir las coaliciones transgeneracionales,
que, además de confirmar las disfunciones actuales, tienden puentes para transmitirlas a
generaciones venideras. Aunque pueda parecer paradójico, una excelente manera de combatir
las triangulaciones es ayudar a construir múltiples relaciones diádicas: si en una familia todos se
relacionan fluidamente entre sí de dos en dos, sin despertar suspicacias en terceros, la
atmósfera relacional está razonablemente protegida contra veleidades trianguladoras. También
serán de gran utilidad las maniobras clásicas en terapia familiar tendentes a realinear los
subsistemas parental y filial, reforzando los vínculos solidarios entre cónyuges y entre
hermanos.
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