EL REY Y LA LEY EN LA CULTURA ESCRITA DE LA EDAD MEDIA Tomás Puñal Fernández Profesor de Ciencias y Técnicas Historiográficas Universidad de Extremadura Introducción La Edad Media es uno de los periodos culturales de la historia más importantes, debido a su larga duración, más de 10 siglos, a través de los cuales se fueron desarrollando diversas manifestaciones culturales. Se puede afirmar que la historia de la cultura tiene en el medievo uno de sus más fuertes punteros. Pero por cultura entendemos toda manifestación derivada de una adaptación del hombre al medio y las circunstancias que le rodean. Este concepto antropológico define la cultura de una manera plural y abierta, por cuanto cualquier actividad del hombre encaminada a obtener un beneficio o provecho para su propia vida utilizando los medios que le rodean y de los que puede servirse, se puede considerar como una actividad cultural. En este sentido, y siguiendo esta definición, tenemos como durante la Edad Media el hombre se relacionó con su medio a través de la comunicación. Cuando el ser humano se comunica hace cultura y del tipo de comunicación de que se trate podemos hablar de un tipo de cultura u otra. Se ha afirmado a menudo, con demasiada ligereza, el carácter oscurantista de la cultura medieval, en el sentido de tratarse de una cultura poco desarrollada, entendiendo el desarrollo con los parámetros de la sociedad actual basada en unos valores concretos que no son los que predominaban en época medieval. Muchos de estos valores tenían que ver con el cristianismo, por cuanto la civilización medieval es, ante todo, cristiana. Si a ello unimos la forma de comunicarse del hombre medieval, tendremos una de las claves culturales de este periodo. La comunicación en la Edad Media fue oral. En este sentido se valoraba mucho el gesto como parte de un universo simbólico de raíces profundamente cristianas. Pero la comunicación a la vez fue también escrita. En este sentido el mundo medieval es heredero de la cultura clásica, pero adaptada a los nuevos esquemas cristianos. Algunos autores hablan de un Renacimiento medieval, y hasta de varios renacimientos a lo largo de los más de 10 siglos medievales, en paralelo a ese gran movimiento cultural, social y filosófico que fue el Renacimiento moderno de finales del siglo XV y siglo XVI. Estos renacimientos medievales supusieron un florecer de la cultura escrita, siguiendo los modelos clásicos y paganos de Grecia y Roma y adaptándolos a los nuevos valores cristianos. Surgen así en el campo de la literatura, la teología, la filosofía o la historiografía, por poner algunos ejemplos, importantísimas manifestaciones culturales escritas. Las mismas que en la jurisprudencia con la recuperación del derecho romano, sobre todo, a partir del siglo XIII. Todo ello debe relacionarse con una nueva definición del poder político que se manifiesta a través del concepto de soberanía. La soberanía es poder, pero en una sociedad cristiana como la medieval, ese poder procede directamente de Dios como señor, dueño y creador del universo. Se trata de la visión antropomórfica, es decir, humana, de la divinidad. La materialización de ese poder divino se manifiesta en el rey. El rey medieval es soberano, es decir, ejerce la soberanía o poder por delegación de Dios y como tal se le atribuyen una serie de características propias. El rey debe ser ante todo justiciero, pues la justicia procede de Dios en último término y el soberano la debe ejercer con rectitud y objetividad. Si Dios es justo, el rey deber serlo también. La justicia real como manifestación terrenal de la divina se expresa a través de la ley. Si el rey representa la justicia, es también el que hace y dispone la ley, es decir, el rey legisla. La legislación real basada en el derecho romano es inmutable, puesto que proviene del rey. Esta legislación constituye una forma de comunicación escrita, o lo que es lo mismo, la ley se expresa, se comunica y se aplica por escrito. Lo que vamos a ver a continuación son las maneras y los procedimientos de cómo se produjo este hecho. El rey hace la ley y la comunica por escrito a sus súbditos, quienes, a su vez, la conocen de una determinada forma. En todo el proceso se combinan comunicación oral y escrita, es decir, cultura oral y escrita. EL PROCEDIMIENTO DE LA LEY COMO CULTURA ESCRITA Cuando el soberano medieval legisla, lo hace siguiendo un determinado modelo. La decisión sobre qué o cuándo se debe legislar pertenece exclusivamente al rey, de modo que se trata de un asunto personal, pero con matices. El qué se debe legislar aparecía frecuentemente unido a la consulta previa que el rey mantenía con las personas de su máxima confianza quines se encargaban no de decidir, sino sólo de asesorar o informar al soberano. Se trata del conocido “consilium” feudal o Consejo quien daba la respuesta apropiada al rey sobre determinados asuntos legales. A partir de este momento, y una vez efectuada la correspondiente consulta y dada la pertinente respuesta, el rey procedía a legislar, según su real voluntad. Sabemos que en Castilla durante la llamada baja Edad Media (siglos XIV y XV), fue Juan I quien creó el Consejo Real como órgano oficial vinculado a la Corona y formado por miembros de la nobleza laica y eclesiástica, es decir, duques, condes y demás junto a la alta jerarquía de la Iglesia como arzobispos y obispos, todos ellos con el título de consejeros reales y el deber de asesorar al monarca. El rey actúa, pues, con el Consejo, aunque manteniendo siempre su capacidad de decisión en materia legal como hacedor de leyes en nombre de Dios. Pero si reconocemos al rey la decisión última de hacer la ley, aunque asesorado por el Consejo real, también debemos tener en cuenta que la voluntad regia de legislar venía dada, en muchas ocasiones, por la petición de sus súbditos a los que el rey tenía la obligación de hacer justicia. Esta petición se expresaba a través de los representantes del pueblo, llamados procuradores que se reunían con el rey en unas asambleas denominadas Cortes, por tener lugar en la Corte, es decir, en el lugar donde residiese el soberano y su familia en ese momento, teniendo en cuenta que la Corte era por entonces itinerante. En las Cortes, pues, los representantes de las ciudades exponían al rey sus peticiones y demandas, las cuales se ponían por escrito para serles presentadas. En este oficio destacan los profesionales de la escritura, los escribanos, llamados públicos porque actúan en nombre del rey y por designación real, que al mismo tiempo son también notarios en cuanto con su presencia y su firma dan testimonio notarial de todo los actos jurídicos, es decir, legales, que se ponen por escrito. Había escribanos y notarios públicos al servicio exclusivo del rey, los llamados escribanos de Cámara, que ponen por escrito las leyes. Estas personas son auténticos profesionales de la escritura, dominan su ejecución y poseen además conocimientos básicos de derecho, filosofía y otras materias. En la Edad Media los escribanos constituyen, en medio de una población mayoritariamente analfabeta, el símbolo más evidente de la cultura escrita. Puestas por escrito las peticiones presentadas al rey en las Cortes, este decidía transformarlas o no en leyes. En caso afirmativo se recurría a todo un proceso en el que intervenía constantemente la escritura. El objetivo final no era otro que hacer constar la ley por escrito como testimonio de perdurabilidad, y al mismo tiempo, como garantía jurídica de derechos y deberes. El proceso de escrituración de la ley era largo y complejo. Es lo que conocemos como la génesis del documento a través del cual se manifiesta la ley. Este proceso se llevaba a cabo en oficinas especializadas llamadas cancillerías donde un canciller se encargaba de supervisar todo el proceso. En la cancillería real trabajan los profesionales de la escritura o escribanos bajo el control del canciller. Cuando se decidía poner por escrito la ley, el rey trasmitía su orden a la cancillería encargada de su redacción y de darle forma documental. A partir de este momento eran los profesionales de la escritura o escribanos quienes se ocupaban de todo el proceso. Muchos de sus conocimientos derivaban de la lectura de manuales jurídicos y formularios donde se establecía la forma de proceder, ya que se cuidaba mucho el contenido, pero también lo que podríamos denominar la presentación, es decir, la manera en como la ley debía llegar al pueblo. En este caso se ponía especial interés por el tipo de materia a usar, pergamino o papel, tipo de tinta, formato del documento, tipo de letra, forma o estilo de redacción, etc. Uno de los aspectos más importantes era cómo se procedía a redactar la ley de forma válida y conveniente. Lo primero que se debía expresar era que la ley era obra del rey. Para ello se hacía constar su nombre seguido de los títulos reales, generalmente aquellos territorios sobre los que ejercía su soberanía. El objetivo, que la ley fuese de aplicación efectiva en todos ellos como territorios del rey. En ocasiones a los títulos regios le precedía una fórmula de invocación divina en forma de cruz o mediante el nombre de Jesucristo, la Virgen y los santos, como forma de destacar que el rey actúa en nombre de Dios y que la divinidad está presente en la ley. Del mismo modo esta fórmula de invocación hacía del documento legal un documento sagrado que había que obedecer. Las reminiscencias bíblicas a la Ley de Moisés en el Monte Sinaí están de esta manera presentes. Realizada la invocación y tras la intitulación real, se enumeraban todos y cada uno de los sectores sociales a los que la ley iba dirigida: nobles, prelados, funcionarios reales y gentes del pueblo en general. La ley era de todos y a todos, por tanto, iba dirigida. En este sentido el rey no hacía sino comunicar a sus súbditos el ejercicio de su soberanía como rey que hacía la ley y la aplicaba. Tras ello, la salutación que el rey dirigía a todos expresando su deseo de salud y gracia, para proceder a la notificación del hecho o circunstancias que habían concurrido en la elaboración de la ley en forma de una exposición pormenorizada de motivos. La exposición daba paso a la aprobación real en forma de mandato, la parte más importante del documento y lo que le daba su auténtico sentido, que convertía una simple petición o idea en ley de obligado cumplimiento. El conjunto de fórmulas jurídicas tomadas del derecho romano eran las que otorgaban validez y seguridad al contenido de la ley. Su función, que la ley se cumpliese por todos y fuese obedecida como ley real. Para ello era frecuente amenazar a los posibles trasgresores mediante penas y multas de diverso carácter: La ira o amenaza del rey que se traducía en el consiguiente castigo, junto a los más atroces penas divinas que condenaban al infierno y privaban de la gracia espiritual mediante la excomunión de la Iglesia a aquellos que no cumpliesen la ley. Desobedecer al rey era hacerlo con Dios, puesto que la ley procedía de Dios a través del rey. En otras ocasiones se recurría a las multas en dinero o castigos corporales, todo ello como forma de asegurar el cumplimiento de lo estipulado legalmente. El resto de las fórmulas que se repetían invariablemente y de una forma estereotipada en casi todos los documentos venían a señalar el mismo objetivo: cumplir y obedecer la ley. La ley terminaba con las referencias cronológicas o fecha y lugar de expedición, así como las firmas del rey y escribano que había redactado el documento. Estas firmas eran las que otorgaban validez jurídica a la ley, eran el símbolo de la procedencia real de la ley, otorgada por el rey al pueblo por su sola voluntad. Una vez elaborado el documento con el contenido de la ley, y habiendo sido validado, era preciso que fuese conocido por el pueblo a quien iba dirigido. Entramos de esta forma en el complejo sistema de información del mundo medieval. Se trata de una información oral, ya que la ley se hace por escrito pero se comunica oralmente. Esto indica que la cultura oral se mantuvo vigente al compás de la escrita y que se le dio el mismo significado e importancia. La información se escribe, pero se comunica de viva voz a través de los pregoneros locales, quienes por plazas, calles y mercados locales y, en ocasiones, con la presencia de un notario que diese testimonio de lo dicho, se encargaban de comunicar la ley ante el pueblo congregado atento al relato del pregonero. Es lo que podríamos denominar una lectura oral de la misma, teniendo en cuenta que la mayor parte del pueblo era analfabeto. Los súbditos acceden a la ley y la conocen, no a través de su lectura, sino de su escucha. A partir de esto, podríamos preguntarnos, ¿no contribuyó este sistema a que el pueblo no se preocupase de alfabetizarse?. No existía una necesidad acuciante de acceder a la cultura escrita, llámese ley u otra cosa, a través de la lectura, pues el sistema ofrecía las posibilidades necesarias para acceder a lo escrito sin necesidad de aprender a leerlo. De este modo podríamos hablar de una profesionalización de la cultura escrita a través de los escribanos . A ello se unían los pregoneros encargados de su trasmisión al pueblo. Todo aparecía perfectamente diseñado: los que escriben y los que comunican lo escrito. Por otro lado el dominio de la escritura como forma de comunicación suponía poder. Era una forma mas de diferenciación social, los que escriben y leen frente a los que no pueden hacerlo. Este hecho que hoy en día nos puede parecer algo superfluo, no lo era en la sociedad medieval. A menudo los historiadores olvidan que a la diferenciación de tipo social o económica que existía entre las personas se unía la cultural, todas ellas formas de segregación y desigualdad. Se era diferente socialmente por razón del nacimiento. La sociedad medieval establecía, de esta forma, estamentos sociales: nobles y no nobles. En realidad la situación se presentaba mucho más compleja, con grados intermedios en función del nivel de riqueza. Ésta propiciaba una segunda diferenciación, la económica, entre ricos y pobres. A ella habría que añadir una tercera, entre alfabetos y analfabetos. Siempre el primer grado de esa diferenciación era sinónimo de poder. Así nobles, ricos y alfabetos, lo que en muchas ocasiones equivalía a decir cultos. La consideración del grado contrario, es decir no nobles, pobres y analfabetos, significaba, a veces, marginación social, motivo de segregación y sometimiento. Sin embargo no debemos ser taxativos a la hora de enjuiciar a la sociedad medieval en función de estos parámetros. Muchos ricos y nobles no sabían leer ni escribir, con lo que la cultura escrita no era tan sólo patrimonio de los más poderosos, porque podía serlo también de los otros. Las posibilidades de acceder a esa cultura era mayor entre los estamentos privilegiados, pero no estaba prohibida al resto. La realidad es que muy pocos eran alfabetos y sí muchos los analfabetos. La escritura se convertía en un privilegio más y la lectura en su complemento. La sociedad medieval y sus individuos se organizaba por las leyes. Para acceder a la ley no hacía falta saber leer. La ley era comunicada al pueblo, sólo había que hacer el esfuerzo por entenderla y cumplirla. La falta de preparación para la lectura se suplía mediante la comunicación oral. En cierto modo dicha comunicación se manifestaba también como una de las muchas formas de dependencia social en la Edad Media, de los que no sabían leer frente a los que lo hacían. Todo ello indica que el acceso a la cultura escrita, y por extensión a la lectura, no resultaba del todo imprescindible para conocer la ley y sus mecanismos, para el comportamiento social cotidiano y para, en general, el desenvolvimiento en la vida diaria. El rey hace la ley para el bienestar de sus súbditos y ésta llega al pueblo y se transmite de forma oral. Cultura escrita como forma de comunicación y cultura oral para su trasmisión formaban parte del mismo esquema cultural con el que muchos hombres y mujeres de la Edad Media aprendieron a vivir.