EL DERECHO DE LLAMARSE

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EL DERECHO DE LLAMARSE
DONI ZÄNÄ
Víctor Núñez Jaime
En México las niñas y los niños indígenas sufren la
discriminación de la sociedad, las autoridades y hasta del
sistema de cómputo. Ni siquiera se les respeta un derecho
tan básico como tener un nombre. En el Estado de Hidalgo
un padre y una madre recorrieron un largo camino lleno de
obstáculos para registrar a su hija con un nombre otomí.
Esta es la historia.
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l sol no tarda en ocultarse y en el sembradío de cempasúchil el viento empieza
a soplar. Desde hace un buen rato César Cruz y Marisela Rivas cortan flores
de muerto. Sus manos y sus ropas ya tienen algunas manchas de tierra e
impregnado el fuerte olor del cempasúchil. Forman montones de flores que
luego venden para adornar las ofrendas del día de muertos en su pueblo, San
Ildefonso, municipio de Tepeji del Río, Hidalgo, y así colorear un poco el gris
cemento de sus calles esparcidas por llanos y colinas.
Marisela tiene 35 años, la piel morena, el cabello rizado, el rostro redondo, los
ojos negros y está embarazada. Sabe, porque lleva sus cuentas junto con el médico
que la atiende y porque su vientre ya es enorme, que “está en días” de dar a luz
a una niña, su quinta y última hija. Lo sabe y, sin embargo, esta tarde está aquí
cortando flores porque lo hace desde hace varios años, porque le gusta hacerlo y
porque gracias a eso se gana unos buenos pesos.
Antes de salir de su casa se sentía muy bien. Este, como los cuatro anteriores,
ha sido un embarazo sin complicaciones serias. Pero ahora, en medio de esa
pequeña jungla que va del amarillo intenso al anaranjado, Marisela comienza
a sentir piquetes en la cadera. Dolores que van y vienen cada vez más rápido
mientras su rostro levemente se desencaja. Quizá ya viene el parto. Se lo dice a
César, su esposo.
Es el último día de octubre, mes en que, como dice la canción, “la luna es más
hermosa” y César, 37 años, alto, moreno, delgado, con reflejos dorados en su
cabellera negra, tiene algo de músico y poeta y siempre se ha sentido orgulloso de
sus raíces indígenas, de ser y de hablar otomí o hñähñu. Por eso interpreta todos
los elementos de la situación, sonríe y exclama:
— ¡Ya sé cómo le vamos a poner a la niña!
— ¿Cómo?, pregunta Marisela, entre aturdida y curiosa.
— Doni Zänä
Licenciado en Ciencias de la Comunicación con la especialidad en Periodismo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Reportero desde los 17 años. Sus textos, en
todos los géneros periodísticos, han sido publicados en los periódicos Humanidades, La Crónica
de Hoy, Reforma, La jornada, el sitio web del Centro de Investigación e Información Periodística (CIPER,
Chile) y en las revistas Universo de El Búho, Sucesos, Séptimo sentido (de La prensa Gráfica de El Salvador) y Nexos. Ha obtenido el Premio Nacional de Periodismo “José Pagés Llergo Humanismo
Joven” 2005. Actualmente escribe para Milenio Diario y Milenio Semanal.
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— ¿Por qué?
— Por la flor y por la luna.
— Ah, sí..., pero ya me duele, contesta Marisela con un tenue quejido.
Para ambos es tan especial este momento que no imaginan, ni por un instante,
todo lo que les va a acarrear esa decisión. Porque, en México es toda una hazaña
registrar a una hija con un nombre en lengua hñähñu. A César y Marisela les
esperan casi dos años de discriminación y naufragio entre la burocracia. Se
enfrentarán a las autoridades que desdeñan instrumentos jurídicos nacionales
e internacionales y hasta al sistema de cómputo por el respeto, la tolerancia
y la aceptación de su lengua indígena. Y, al paso de ese tiempo, Doni Zänä se
convertirá en todo un símbolo de esa lucha.
Pero todo eso ocurrirá después, porque ahora Marisela resiste las contracciones
y, aunque en forma más lenta, continúa cortando flores de cempasúchil. Piensa
que, al llegar a su casa, formará pequeños manojos hasta llenar una tina y los
venderá a 10 pesos cada uno. César y Marisela acomodan los tercios de flores en
su vieja camioneta y regresan a su pueblo.
Al día siguiente los dolores se vuelven insoportables. A toda prisa hacia el
centro de salud. Revisan a Marisela y la pasan a la sala de expulsión. Pero nada.
El médico que la atiende, uno de los pocos que están trabajando este primero de
noviembre de 2005, le dice a César que mejor se la lleve al hospital de Tula. De
nuevo, a toda prisa. Al llegar recuestan a su esposa en una cama custodiada por
una doctora y una enfermera. Una de cada lado:
—Vamos a esperar un ratito. Si no hay dolores, le hacemos cesárea. Y le
ligamos las trompas, para que ya no tenga más familia. Su esposo ya firmó la
autorización, le dicen.
Pero esas palabras disparan las contracciones. De pronto, el dolor es tan fuerte
que Marisela grita y expulsa a la niña. Todo ocurre tan rápido que ni la enfermera
ni la doctora tienen tiempo de recibirla.
—¡Ay señora. Espérese, espérese!...
Pasaron las semanas y los meses y por no tener donadores de sangre el hospital
no entregó el certificado de alumbramiento, documento necesario para registrar
a la niña. Entonces Marisela viajó a la cabecera municipal de Tepeji del Río para
obtener un Acta de No Registro. Era el viernes cinco de octubre de 2006 y la
niña pronto cumpliría un año. Al llegar al Registro Civil, Marisela dijo lo que
necesitaba y el “licenciado” que la atendió le preguntó el nombre de la niña:
— Doni Zänä
— ¿Cómo?, inquirió el funcionario con el gesto de quien muerde un limón
demasiado agrio. A ver, escríbamelo aquí, y le extendió a Marisela una hoja de
papel y un bolígrafo.
Luego, arrogante, miró el nombre.
—¿Y esto qué es?
—Un nombre hñähñu.
—...¿?
No sabía, no entendía ni se esforzó por comprender. Vio a Marisela de pies a
cabeza y se metió a una oficina anexa al lugar. Intentó escribir el nombre en la
computadora pero no supo hacerlo. Salió y, malhumorado, espetó:
—No se puede señora. La computadora no lo pone. No sale la “o” subrayada ni
las diéresis en la “a”. El hñähñu es un dialecto que no puede escribirse bien.
—Sí se puede. Mi esposo lo ha escrito en su computadora.
— ¿Qué no entiende que no se puede?, respondió con el tono de voz más elevado.
—Sí...
De todos modos Marisela tuvo que pagar el trámite en la caja del Registro. En
el recibo creyeron poner el nombre de la niña: Dini.
—Así no se escribe, reclamó Marisela.
—No importa.
Una tensión silenciosa acabó con el diálogo.
Marisela avanzaba hacia la salida y una frase de desprecio retumbó en sus oídos:
—¡Pinche vieja, no entiende!
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Al lunes siguiente, César viaja a Pachuca. Piensa que en la capital del estado,
en las oficinas centrales del Registro Civil de Hidalgo, está la solución. Lo escucha
(o eso parece) el “licenciado Sigifredo”, quien tampoco encuentra la forma de
escribir correctamente el nombre. Pero su optimismo no ve la situación tan
complicada y suelta:
— ¡Cámbiele el nombre! Es lo mejor. Mire: después la niña va atener problemas
con sus documentos oficiales.
César no da crédito. Se siente subestimado. Abre más los ojos y dice:
—Póngase en mi lugar. Si usted tuviera un hijo y quisiera registrarlo con el mismo
nombre de usted, Sigifredo, y le dicen que le cambie el nombre, ¿usted lo haría?
—No, no me gustaría. Pero ya le dije: no es que yo no quiera. Es el sistema
el que no registra esos caracteres. Ni en Tepeji ni aquí ni en el DF se puede. El
sistema es el mismo. Mejor cámbiele el nombre. ¡O póngaselo en español!... “Flor
de luna” suena bonito, ¿no?
La explicación del “licenciado Sigifredo” siembra la duda en César. Pero
el momento en que eligieron Doni Zänä pesa más. Y los padres tienen todo el
derecho de elegir el nombre de sus hijos. ¿Cómo que no se puede?
—No, mejor luego a ver cómo le hago. Es que ese es el nombre que queremos.
Y yo sé que es mi derecho.
— ¡Tú qué sabes!, le dice el “licenciado” antes de acomodarse en su silla para
poner fin al encuentro.
Y César quiso saber.
Para ese entonces, César y Marisela habían asistido a un curso sobre Derechos
Indígenas impartido por el Centro de Desarrollo Humano y Comunitario, una
asociación civil que desde hace ocho años trabaja con los vecinos del pueblo de
San Ildefonso en la organización ciudadana y en la educación, asesoría y defensa
de los derechos humanos y de los pueblos indígenas.
En aquel curso explicaron que las lenguas indígenas son parte del patrimonio
cultural e histórico de México y que son igual de válidas que el español para
hacer trámites públicos. Dijeron, además, que el Estado tiene la obligación de
preservar el uso de las lenguas indígenas. En consecuencia, Doni Zänä tiene todo
el derecho de llamarse así gracias a la existencia de una serie de leyes, tratados y
reglamentos que, por separado y en conjunto, contienen los fundamentos legales
que la respaldan: desde la Constitución mexicana, pasando por la Convención
sobre los Derechos del Niño, la Convención Americana de Derechos Humanos,
la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la Ley Federal
para Prevenir y Eliminar la Discriminación y la Ley para la Protección de los
Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, hasta el Reglamento de la Ley General
de Población y el Reglamento Interior de la Secretaría de Gobernación.
Pero luego de que en Tepeji y en Pachuca no registraron a Doni Zänä, César y
Marisela entendieron que debían iniciar un lento vía crusis. Estaban conscientes
de que sus peticiones en forma oral y escrita podían perderse entre los montones
de papeles y la indiferencia de los burócratas. Pero lo que para algunos hubiera
sido una pérdida de tiempo y energías, para ellos fue la gran oportunidad de
reivindicar sus orígenes, su lengua, su cultura.
El coraje y la inconformidad empujaron a César a exponer el problema por
escrito a José Antonio Bulos Salomón, director del Registro del Estado Familiar de
Hidalgo. Después de varios días, el funcionario le dijo a César, en cuatro cuartillas,
que en este caso, al intentar obtener los otros documentos oficiales que todo
ciudadano necesita (credencial de elector, pasaporte, certificados escolares...), iba
a tener la misma dificultad: las oficinas públicas o privadas escribirían el nombre
como pudieran y la niña iba a tener un problema de “diversidad de identidades”.
Sin embargo, ofrecía tres alternativas de “solución”: escribir el nombre con los
caracteres que acepte el sistema y en una anotación al margen del acta ponerlo
correctamente con la máquina de escribir; consultar al Instituto Nacional de
Lenguas Indígenas para ver si se pueden sustituir los “caracteres especiales” de los
nombres indígenas; o escribir la traducción literal al español del nombre indígena.
Ninguna satisfacía plenamente la demanda de los Cruz Rivas.
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Cuando el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) se enteró del caso
de Doni Zänä, sugirieron ¡que se le cambiara el nombre a la niña! El siete de mayo
de 2007 César revisó su correo electrónico y en la bandeja de entrada vio un mensaje
de Francisco J. Gaxiola Moraila, director adjunto del INALI. Lo abrió y leyó:
Estimado César:
Muy respetuosa y afectuosamente quiero comentarte en qué consisten las alternativas
de solución que hoy te puede ofrecer el registro civil de Hidalgo, me da la impresión de
que no te han explicado con claridad.
...Te comento que nunca ha dejado de estar en la discusión la necesidad de ajustar
los sistemas de las computadoras, pero debemos encontrar soluciones que permitan el
registro de tu hija que no puede esperar tanto tiempo.... Recibe un saludo de quien te
ofreció ayudarte y asesorarte en el asunto y te refrenda el ofrecimiento.
Francisco J. Gaxiola Moraila
“¿Con actitud paternalista, uno de los encargados de defender las lenguas
indígenas pedía a un ciudadano otomí desistir en su lucha y aceptar las alternativas
oficiales de solución? ¿De qué lado está el INALI?”, se preguntaba César.
Por ironía del destino, la colonia donde viven los Cruz Rivas se llama El Calvario.
Y, a veces, ya lo han visto, en este tipo de nombres se encuentra el secreto.
Aunque la casa se halla hasta la punta del pueblo, no es difícil llegar. Todo
el mundo conoce a César y basta mencionar su nombre para que la gente que
pasa por la calle indique al visitante por dónde irse. El hogar es pequeño. En las
paredes moradas cuelgan trabajos artísticos elaborados en la escuela. El terreno
todavía no tiene una barda o una cerca que impida entrar a los perros o cerdos
que merodean por la calle, pero dos perros se encargan de evitarlo. Aquí viven
César y Marisela con sus cinco hijas: Joselin, de trece años. Perla Samanta, de
once. Yohoki, de ocho. Noelia Antonia de cinco. Y Doni Zänä, que cumplió tres
años el pasado 1 de noviembre.
Doni sonríe y entonces asoman sus dientes de leche. Abre bien sus ojos negros
y pispiretos para buscar su muñeca. En un rincón ve un manojo de cabellos rubios
y corre hacia allá. Con sus dedos intenta peinar a la muñeca y luego ella también
se acomoda su cabellera negra. Arregladas las dos, salen al patio para jugar.
San Ildefonso es una comunidad hñähñu u otomí. Hay en este lugar un kinder,
una primaria y una telesecuandaria, sin enseñanza bilingüe. Pero la mayoría de sus
más de siete mil habitantes continúan hablando hñähñu. Cuentan también con
la Radio Cultural Comunitaria Gi ne ga b’uhe t’ho (“queremos seguir viviendo”),
desde donde los vecinos de la comunidad hablan de ciudadanía, de derechos
indígenas, de la situación de las mujeres y de la vida cotidiana hñähñu. Y también
ponen música, lo mismo clásica que grupera o indígena. Precisamente, su tradición
y gusto por la música los ha llevado a contar con varias bandas de viento, integradas
por niños, jóvenes, y adultos, la mayoría hombres, aunque cada vez más mujeres
se integran. César es el director de una y casi todos los fines de semana recorre las
comunidades vecinas para alegrar las fiestas. De eso vive toda su familia.
Esta no era la primera vez que César y Marisela tenían problemas en el Registro
Civil por un nombre otomí. Hace poco más de ocho años, cuando fueron a
registrar a su hija Yohoki, lo primero que les advirtieron fue que no ponían
“nombres extranjeros ni de artistas.” Pensaban que Yohoki era un nombre
japonés. César se armó de paciencia y les explicó que Yohoki es un nombre
hñähñu que significa “renovar”, “renacer”.
Luego de que medio entendieron, escribieron el nombre en el acta de
nacimiento sin ningún problema. Quizá, si hubiera llevado algún signo ortográfico
adicional, también habrían tenido complicaciones como en el caso de Doni. Lo
que muchos funcionarios públicos ignoran es que alrededor de 10 millones de
personas hablan 62 lenguas indígenas con 364 variantes. Pero aunque el carácter
pluriétnico y plurilingüístico de México tiene reconocimiento constitucional, hay
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muchas lenguas indígenas que poco a poco se van perdiendo como consecuencia
de la migración, el temor de ser discriminado y la falta respeto, tolerancia y
aceptación del resto de la sociedad.
El Curso Básico de la Lengua Hñähñu, elaborado en 2007 por la Asociación Civil
Desarrollo Comunitario y Cultural Ma Nguhe, dice que el hñähñu u otomí se habla
desde hace más de mil años, desde el florecimiento de la cultura tolteca. Se comenzó
a escribir en la primera mitad del siglo XVI, hace unos 450 años. Hñähñu significa
“aquellos que hablan la lengua nasal” y hablarlo equivale a reivindicar la identidad,
el orgullo por lo propio y la defensa de la dignidad y la historia de un pueblo.
No existe algún argumento lingüístico para afirmar que una lengua es superior
a otra. Todas son iguales porque son capaces de expresar realidades, estados de
ánimo, cultura, historia, pensamientos. Por eso el hñähñu no es un dialecto. Es
una lengua con sus propias reglas gramaticales. Como se ha visto, para escribir el
nombre Doni Zänä sin alterar su significado (“Flor de luna”), es necesario subrayar
la “o” y colocar sobre las dos “a” una diéresis. La “o” subrayada o con guión bajo(o),
se llama “o abierta”. Es uno de los sonidos más difíciles de pronunciar: se pone
la boca como para decir “e”, pero se pronuncia “o”. La “a” con diéresis (ä) indica
una nazalización y se pronuncia echando aire por la nariz.
El hecho de que César y Marisela no quisieran cambiar el nombre de su
hija por “uno menos problemático” no era un capricho. No existe un registro
de casos concretos, pero es probable que mucha gente de diferentes pueblos
indígenas (tzotzil, purépecha, náhuatl, tarahumara...) haya pensado registrar a
sus hijos con un nombre en su lengua materna pero, ante los obstáculos que
ponen los funcionarios de los registros civiles (principalmente por ignorancia o
discriminación), optan por desechar esa posibilidad. Y este era un motivo más
para que César y Marisela continuaran su lucha por el cumplimiento de uno
de sus derechos. Sabían que su caso podía sentar jurisprudencia para que otras
personas no se vean envueltas en el mismo problema.
Desde los primeros días de febrero de 2008, el Registro del Estado Familiar de
Hidalgo hizo público que ya habían reformado el sistema de cómputo para poder
registrar a Doni Zänä y que los papás de la niña ya podían pasar a realizar el trámite.
César había realizado una demanda de amparo para presionar. Después de
pasar por el Tribunal Colegiado, la demanda podía llegar a la Suprema Corte
de Justicia de la Nación y si no se tenía éxito incluso llevaría el caso a la Corte
Interamericana de Derechos Humanos. Y esto ya era mucho para el Estado
mexicano. Podía representar un escándalo internacional. Era mejor realizar unas
operaciones técnicas en el sistema de cómputo.
Cuando la Comisión de Asuntos Indígenas de la Cámara de Diputados supo
del caso decidió promover un punto de acuerdo a favor del respeto de las lenguas
indígenas. Por su parte, el Congreso local adicionó reformó la Ley para la Familia
en el Estado de Hidalgo. Así, el Registro Familiar le otorgó el acta de nacimiento a
Doni Zänä Cruz Rivas, escribiendo su nombre con los signos ortográficos propios
del hñähñu. Todavía hoy, sin embargo, César y Marisela esperan obtener la CURP,
el pasaporte y el resto de los documentos oficiales de su hija. Y también que a Doni
le enseñen hñähñu en la escuela. “Queremos que esto trascienda nacionalmente,
que el gobierno federal se ocupe de todas las lenguas indígenas del país. Hay que
dignificar los nombres de nuestras lenguas”, dice César.
Fue hasta el 11 de junio de 2008, casi dos años después de ir por vez primera al
Registro Civil, que César y Marisela pudieron realizar, por fin, el trámite. Ese día
llegaron vestidos con la ropa tradicional de su pueblo y en hñähñu solicitaron el
documento. Ningún funcionario les entendió. Nerviosos, llamaron a una supuesta
intérprete. Pero tampoco entendió. César tuvo que hablar en español. Pasaron
cuatro horas mientras “afinaban” el sistema de cómputo y el acta de nacimiento
quedó lista. Al día siguiente, César sacó varias fotocopias y se las llevó a los
funcionarios que le habían advertido que no iba poder obtenerla si no le cambiaba
el nombre a su hija. Fue con el secretario de gobierno de Hidalgo, diputados
locales, el presidente municipal de Tepeji, la CNDH, CONAPRED... y les dijo:
—Saben qué, les regalo una copia para que vean que sí se pude.
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