Conversación Voet, Sicilia, Bonnin

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Hannah Arendt y el totalitarismo liberal
Conversación con GeorgesVoet
Pedro Bonnin y Javier Sicilia
A partir de un lúcido análisis del pensamiento que Hannah Arendt desarrolla en Los
orígenes del totalitarismo y en La condición humana, el filósofo de origen Belga Georges
Voet, quien fue miembro del consejo editorial de la revista Ixtus, pone al descubierto los
rasgos totalitarios del liberalismo económico en que vivimos y nos advierte del peligro
que representa este régimen de lo ilimitado para la supervivencia no sólo del mundo de
lo humano y de la vida en común, sino del espacio político que como un milagro surgió
de las profundidades del mundo griego.
Georges Voet ha combinado su pensamiento con el trabajo de sus manos
produciendo un pan tan bueno como su reflexión.
Pedro Bonnin: El tema de está conversación, la pregunta en torno a la cual quisiéramos
hacer girar la discusión, es si el liberalismo, como lo vivimos hoy, puede ser considerado
el último rostro del totalitarismo. Por esta razón tal vez sea pertinente comenzar
preguntándote ¿qué es el totalitarismo según Hannah Arendt, cuáles son sus
características y cuáles son las condiciones que permitieron su aparición en el siglo XX?
Georges Voet: Si podemos resumir una pregunta tan basta, para Hannah Arendt los
rostros históricos del totalitarismo --el nazismo y el estalinismo--, no sólo son estructuras
que se construyeron paralelamente, sino que además –y por eso ha sido muy criticada-son semejantes. Para ella, ambos reproducen las mismas estructuras de comportamiento y
tienen la misma funcionalidad dentro de la nación en la que nacieron: ambos regímenes
trataron de recomponer de manera violenta, es decir, de manera puramente poietica en el
sentido aristotélico de la técnica –esto quiere decir, mediante la destrucción de todo lo
que puede garantizar lo humano--, un mundo atomizado.
Frente a la ausencia de un mundo humano compartido que se había desintegrado
por un extremo desarraigo del común, estos regímenes intentaron recomponerlo mediante
dos tipos de ficciones diferentes: la historia y la raza o la historia y la biología, dos
formas de la poiesis, es decir, de la técnica para obtener algo. En este sentido, los
totalitarismos hicieron de la política una poiesis extrema. Podríamos decir que la
convirtieron en una técnica o una tecnología política. Al hacerlo destruyeron lo que en
realidad permite lo humano: la relación entre la praxis -- cuya virtud es la prudencia, la
phronesis--, y la poiesis --cuya virtud es la técnica, la techné, el trabajar con un material,
en este caso con la materia de la naturaleza para hacer que nos de lo que nos permite
vivir--. En este sentido, para Arendt, los totalitarismos se basan en una ficción, la de
substituir el mundo real por la poiesis de la historia y de la raza que traerán el poder del
hombre sobre la naturaleza, y la abundancia.
Javier Sicilia: Estamos viviendo una época que supuestamente arrasó con esos
totalitarismos. Yo, sin embargo, siento que vivimos en un nuevo totalitarismo que
aparentemente no lo es porque el mundo liberal se presenta como un defensor de las
libertades humanas. ¿Hay elementos en Hannah Arendt que pudieran sostener esta
intuición?
Yo creo que sí. Absolutamente. Pero el mundo liberal es demasiado sutil. Mientras las
ficciones
fundamentales
del
fascismo
y
del
comunismo
fueron
criticadas,
desmitologizadas y deshechas, la sociedad capitalista, consumista e individualista, que
encontró su caldo de cultivo en el liberalismo, siempre logra rehacerse. No obstante las
críticas de la escuela de Frankfur, de Marcuse, del 68 y las más recientes, esta forma sutil
del totalitarismo vuelve a legitimarse a los ojos de la gente en formas cada vez más
contrarias a la pluralidad, que es el principio fundamental del liberalismo.
El liberalismo, históricamente hablando, es una respuesta a la tendencia histórica
de la Iglesia y de los Príncipes de acaparar el dominio público. Contra ellos, el
liberalismo quería fundar un orden civil y político basado en la pluralidad, un orden de
individuos que maximizara los intereses propios. Para el liberalismo –creo que es la única
cosa que Hannah Arendt dice en su favor-- los individuos tienen fundamentalmente en
común la búsqueda de proteger sus intereses. Para ello creó una sociedad plural con un
mecanismo regulador que pudiera permitir que esos intereses funcionaran juntos. Con
ello, el liberalismo intentó defender la dimensión más alta del ser humano: lo político y
su condición, la pluralidad. Por desgracia, la defensa que hace de esa pluralidad la hace
de la misma forma en que la hicieron los totalitarismos desmitologizados, mediante una
poiesis, la del trabajo y el consumo ilimitado. Para los liberales, el modelo del mercado,
con sus mecanismos de producción y de distribución de bienes para regular los intereses
de los individuos, está en íntima relación con el pluralismo. Con ello, destruyeron la
noción de vida buena. En el liberalismo ya no hay ideas fundamentales o bienes
sustanciales, como lo pensaba Aristóteles al hablar de la polis, que unen a los ciudadanos.
Lo único que hay es un mecanismo regulador que maximiza los intereses. Así, defiende
la idea original de una pluralidad con lo medios técnicos, poieticos, del mercado y piensa
que la libertad del mercado estimulará la libertad política.
Para Arendt, sin embargo –después de estudiar profundamente a los griegos que
fueron los inventores de la política--, el nivel político –es decir, el poder—sólo se da
mediante la palabra y dentro de un espacio de límites humanos, donde los hombres se
miran a la cara y la palabra puede escucharse sin intermediarios. Cuando el liberalismo
privilegia la técnica del mercado destruye el espacio político. Hannah Arendt lo deja
entrever cuando afirma que el desarrollo de la técnica --que hace menos pesada la labor-no garantiza la libertad de interactuar en el mundo, es decir, de vivir políticamente
Entonces, el peligro está en implantar lo propio de la poiesis --que es el trabajar siempre
con una idea previa o un plan establecido para alcanzar un fin--, en el espacio de la
praxis --que es el espacio de la fragilidad y de lo imprevisible en el que se mueve la vida
política--.
Eso es. En La condición humana, Arendt se enfrenta a una pregunta fundamental: ¿bajo
qué condiciones un mundo humano puede ser y perdurar? Para responderla analiza las
actividades de la condición humana, no la naturaleza humana y su esencia. Pretende que
las tres grandes condiciones de la actividad humana: “la labor” –el trabajo de
subsitencia”, “la obra” –la creación de la cultura-- y “la política” –la actividad de la
ciudad-- tienen lógicas particulares que interactúan entre sí. Los totalitarismos, en
cambio, al destruir la actividad política, que es la más frágil de todas, para convertirla en
un aparato de control de la “labor”, del “trabajo” y su producción –que se convirtieron en
valores absolutos de la sociedad--, destruyeron las otras dos. Al elevar a rango de
absoluto el trabajo --lo que Marx llamaba el metabolismo del hombre con la naturaleza--,
devastaron el mundo de lo humano, el mundo común que para Arendt tiene que durar
siempre para acoger a los que vienen. Esto, que ilustra bien el nacional socialismo cuando
reduce al hombre a un animal laborans, a un “animal trabajador”, lo comparten el
comunismo y el liberalismo. Tanto para uno como para los otros, todo lo que hacemos,
todo lo que es serio, siempre lo hacemos en función de ganarnos la vida. El eslogan del
gobierno de Morelos, como un eco del sesgo totalitario que habita en el liberalismo, lo
dice claramente: “Morelos, Tierra de Libertad y de Trabajo”. Este eslogan tiene un
evidente parecido con el letrero que pendía a la entrada de Auschwitz: “El trabajo los
hará libre”.
Es indudable que sin trabajo no hay vida, pero --es lo que muestra Arnendt--, si el
trabajo no está en su lugar, si se vuelve el único valor de la existencia humana al cual las
otras dos esferas deben supeditarse, se invierte la condición que, según Arendt, permite la
vida buena, la vida humana, la de la libertad entre los hombres.
Este es el tipo de ficción con la que el liberalismo, para hacer funcionar el
gigantesco sistema productivo que creó, está comprometido. Es el tipo de ficción que lo
hermana con el nacional socialismo y con el comunismo.
Sin embargo, los liberales, los verdaderos liberales, se distancian del liberalismo
económico, diciendo que ellos, en su defensa del pluralismo, no se identifican con él.
En cierta forma tienen razón. El liberalismo no es sólo la ideología del capitalismo. El
filósofo francés Pierre Manent hizo un pequeño pero muy denso libro sobre la historia
intelectual del liberalismo. En él muestra muy claramente que el liberalismo político es
anterior al liberalismo económico. Sin embargo, aquel terminó absorbido por éste que
creó la ficción de que podíamos escapar de la necesidad aumentando los procesos de
producción, es decir, produciendo riqueza. Es el mismo sueño de Marx, que se formó con
los economistas liberales y admiraba a los burgueses por su capacidad de multiplicar los
medios de producción.
Esto surgió --y por eso es importante la lectura de La condición humana-- del
énfasis que la modernidad puso en el trabajo. Al ver que para el mundo griego – modelo
de la polis que quisieron crear-- la vida humana, la vida buena, la vida de la polis sólo era
posible en tanto los ciudadanos no estuvieran sometidos a la necesidad –ese era el sentido
del ciudadano en el mundo griego--, se lanzaron sobre la noción de trabajo como manera
de escapar de ella. Sin embargo, al hacerlo olvidaron las otras dos esferas en donde esa
vida humana se apoya. Tanto para el liberalismo económico, que terminó por engullir al
liberalismo político, como para Marx, la humanidad para ser verdaderamente humana
necesita antes que nada y sobre todo escapar a la necesidad y para ello, como dije,
aumentó la productividad y el consumo. Una enorme ficción, porque el hombre jamás
escapará a la necesidad.
Es verdad que, a diferencia de los totalitarismos desmitologizados, el liberalismo
no usa medios violentos, pero su finalidad es la misma: suprimir la necesidad, vivir en la
abundancia mediante la mera obediencia al ciclo de producción/consumo. Esta es la gran
ficción que Hannah Arendt, sin haberlo dicho con claridad, veía detrás de la amenaza
totalitaria de la vida colectiva, porque los totalitarismos son instigaciones a la vida
colectiva o nacional o de la clase obrera universal, o del individuo sometido a la
producción y el consumo que reglamenta el Estado liberal. Una ficción que también Illich
critica y que viene de un cristianismo mal entendido: “Tendrán vida, vida en
abundancia”. De esta idea, lo único que ha quedado es la abundancia.
¿Es posible entender el peligro de la ideología del capitalismo a partir de los análisis de
Wendell Berry, por ejemplo cuando dice que el mercado libre global está basado en el
principio de producir lo más barato posible para vender lo más caro posible, lo que
explica la movilidad de materias primas y productos de un extremo al otro del planeta y
de donde Berry concluye que la supuesta libertad liberal es en realidad la libertad de las
grandes compañías para ampliar sus mercados…?
Sí, y la de los consumidores para consumir. Hannah Arendt insiste mucho en esto. Poder
consumir es otra vertiente del poder de “la labor”, del “trabajo”. Consumir y laborar, esto
es lo que la gente de hoy quiere. Laborar para poder consumir, esto es el liberalismo en
su fondo.
¿Cómo entender entonces la definición de Hannah Arendt según la cual en el
totalitarismo el hombre está de más?
El hombre está de más porque lo que prima es la abstracción nación en su ciclo vital o, si
se quiere, la abstracción raza en su ciclo vital o la abstracción clase universal en su ciclo
vital o la abstracción del individuo reglamentado por el Estado en su ciclo vital.
Aun si en todas sus manifestaciones públicas el liberalismo grita que todo lo que
se hace es para la familia, para los hijos, para el futuro… su retórica es ficticia. Su
enorme edificio, hecho para la producción y el consumo, lo menos que hace es crear un
mundo que albergue eso que dice proteger. Lo que crea es capital, siempre en aumento.
Ese proceso, basado en la producción y el consumo, no tiene ni fin ni límite y puede -como lo dijo Hannah Arendt y lo estamos viendo con la destrucción del medio ambiente
y el arrasamiento de las diversidades culturales—borrar el mundo humano. Introducir un
proceso biológico sin fin en el frágil mundo de lo humano que no puede contenerlo es
destruirlo. Por ello, dice Arendt, es importante que los productos de la actividad biológica
–los productos de “la labor”—sean contenidos por la actividad del obrar, que siempre es
limitada. De ahí que la economía, en el sentido clásico de “cuidado de la casa”, el mundo
de la casa, de lo agrario, de lo artesanal, de lo llamado premoderno, preindustrial se
presente siempre como un gran referente de esos equilibrios donde lo humano habita.
La prueba más clara de lo que dices está frente a nosotros: ahora que está por
cumplirse la primera década del siglo XXI viene una debacle económica, una crisis
de crecimiento. El modelo que creía que iba producir ríos de abundancia y superar
la necesidad, cae en la debacle. ¿Existe alguna posibilidad frente a esto de repensar
el mundo desde la perspectiva que estás manejando o el liberalismo económico va a
tratar de rearticularse?
Lo que más bien yo me preguntaría es si está crisis es una crisis de crecimiento o una
crisis fatal. Si es la primera, habría que decir entonces que el capitalismo, para desgracia
de lo humano, se rearticulará. Porque las crisis de crecimiento, como sucede en los niños,
duelen, pero sirven para seguir creciendo. Es lo que quieren seguir vendiéndonos. Si es
una crisis fatal –ojalá que lo sea—podríamos replantearnos la posibilidad de volver a los
equilibrios que perdimos.
Por desgracia, el mundo de hoy, tremendamente contaminado de la ideología del
liberalismo económico, sigue pensando que puede regular técnicamente un proceso de
crecimiento exponencial. Esto es la desmesura, lo que los griegos llamaban pleonexia, un
movimiento perpetuo sin finalidad alguna, cuya ética no es la vida buena sino el vivir
bien que no es lo mismo.
Tienes razón en tu distinción. Volviendo a ella y a lo que dijiste al referirte a los
mundos agrarios y premodernos. ¿No sería bueno, de todas formas, que
comenzáramos a replantearnos en medio de esta crisis de crecimiento o fatal –crisis
quiere decir momento de decisión—el tema de los límites? Pienso, en este sentido en
el zapatismo, en el Arca de Lanza del Vasto y en estos movimientos marginales de la
localidad, y me pregunto si no debiera buscarse un nuevo paradigma histórico a
partir de ellos.
Por supuesto que sí. Pero la sociedad capitalista ve todo esto como conservadurismo. El
mismo reproche que se le ha hecho y continúa haciéndosele a Hannah Arendt. A ella se le
echaba en cara que era nostálgica de la polis griega, es decir, de un mundo humano
limitado, estable, repetitivo. Su idea de educación, según la cual los niños, para ser
inventores de lo nuevo, necesitan absolutamente someterse a la tradición, es una idea que
encontramos en el zapatismo, en el Arca, y también en Alysdair McIntyre y en toda esa
gente que defiende una idea de lo político llamada comunitarismo. Para ellos, el hombre
no es un individuo que, a partir de sí y de sus derechos, la emprende libremente en el
mundo y se apropia de lo que puede, sino alguien que llega a sí mismo a través de la
mediación de la comunidad, de la identidad, de la historia y de las tradiciones de su
localidad. Yo creo que Hannah Arendt, sin haberlo dicho, se sitúa en esta línea donde una
filosofía política del gandhismo, de la no-violencia, de la localidad tendrá necesariamente
que plantearse cuando la crisis llegue a ser fatal.
O una filosofía de los límites o de las proporciones.
Sí. Pero por desgracia esto que decimos continúa sonando como algo negativo en los
oídos de nuestro mundo que concibe la libertad como lo ilimitado. El lenguaje, al igual
que la política, se ha vuelto perverso, al grado que al hablar de límites la gente no
entiende que se trata de algo bueno –abarcable, del orden de lo humano—sino de algo
reaccionario, conservador. De ahí los reproches a Arendt. Habría que buscar un lenguaje
que pueda presentar los límites sin esa carga negativa, es decir, de manera positiva.
Alain Finkielkraut dice que lo que nos define como modernos, y voy a hablar frente
a la crisis que estamos viviendo, es que los límites no pueden ser ya impuestos ni por
la naturaleza ni por Dios, sino nacer de la libertad que hemos alcanzado. En este
punto encontramos algunas de las propuestas de Castoriadis para quien la sociedad
es la que debe autolimitarse para poder redescubrir su verdadero espacio
democrático. Aquí encontramos la palabra límite usada en un sentido positivo.
Es verdad, suena a Kant: el hombre encuentra su dignidad en legislar para sí mismo y en
someterse al producto de su libertad. Kant, que era estoico en el sentido griego, buscaba
volver a una figura de la libertad, a una libertad con contornos que se perdió al
desaparecer la polis griega. Por desgracia, eso desapareció y no ha sido posible
rearticularlo a pesar de Kant. Siempre me he preguntado ¿por qué la polis griega, que tan
bien analiza Hanna Arendt, se perdió?
Muchos autores hablan de que en algún momento de su existencia dejó de ser
viable. Pero si buscamos el porqué no lo encontramos. Nadie puede explicar por qué en
algún momento de la historia apareció el milagro griego de la polis y por qué dejó de
existir. Yo creo que la polis dejó de existir porque no fue, como polis, lo suficientemente
amada, porque sus ciudadanos dejaron de ser virtuosos.
Hannah Arendt dice, en este sentido, que los ciudadanos querían librarse de la
responsabilidad de su espacio. Y ahora volvemos a la idea de un mundo moral, de un
mundo, si se quiere, kantiano, de un mundo que legisle para su propia libertad, pero que,
como los ciudadanos de los que habla Arendt, no quiere acepta la idea de libertad como
limitación, como responsabilidad.
Quizá por ello hoy en día se habla tanto de ética. Como si el nombre --es lo que
sucede cando se nombra algo—supliera el hueco de su ausencia. Por ello, creo que
hoy más que nunca tenemos la obligación de crear ese espacio que pueda contenerla.
Pero existe: es la ética de la empresa que obedece a la necesidad del mercado mundial.
Dentro de la empresa se deja hablar a todo mundo, se acota la falsa publicidad, se busca
no contaminar, etcétera.
Pero esa ética, como tú mismo lo dijiste ya al hablar del trabajo, es también una
ficción. Para que la ética exista debe, como lo señala el mismo Kant, fundarse en el
desinterés, y la “ética” de la empresa se basa precisamente en lo contrario, es decir,
en el interés que le permite aumentar su capita. El capitalismo, el liberalismo
económico, es en todos los sentidos inmoral.
Exactamente, es lo que de alguna forma decía ironizando. La ética de las empresas es una
ética cosmética que oculta la inmoralidad fundamental y que permite tachar de
conservadores,
de
reaccionarios,
de
premodernos
y
perdedores
a
quienes
desinteresadamente buscan una ética de los límites.
La ética de las empresas, digámoslo mejor, la ética en la que la inmoralidad del
liberalismo económico quiere ocultarse, pretende obedecer a la naturaleza, pero no a la
que Dios nos impuso, sino a la del mercado que su ambición creó desarticulando las
esferas de las que habla Arendt. En cambio, para Arendt y para todos aquellos que buscan
vivir en los límites, a la naturaleza hay que obedecerla no explotarla. Aunque
tecnológicamente --lo estamos viviendo-- es posible, en sus resultados --también lo
estamos viviendo-- es imprudente. Arendt, retomando a los griegos, oponía prudencia a
técnica, phronesis a poiesis.
Es innegable que la naturaleza es dura, durísima. Los griegos lo sabían y por ello
se la cargaban a los esclavos. Pero Gandhi, sabiamente, nos enseñó que todos debemos
asumirla. Si todos lo hacemos sin crear una ficción, sin desbordar los límites,
moviéndonos dentro de una técnica no-violenta, hecha a escala de lo humano, como la
máquina Singer que tanto elogiaba, mitigaremos su dureza sin abolirla – creer que algún
día podemos escapar a la necesidad es, como lo dije más atrás, una ficción--, y así
habremos salvado el espacio de lo político y la durabilidad del mundo y de lo humano.
¿Lograremos algún día vivirlo de nuevo? Es la gran pregunta que está en el
corazón de la crisis.
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