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Trastornos afectivos en el paciente con ictus y desajustes
familiares
S. ALCÁN TARA BUMBIED RO * y E. O RTEGA MO N TERO **
Unidad de Rehabilitación. * Fundación H ospital Alcorcón (FH A). Alcorcón (M adrid). * * Servicio de Rehabilitación. H ospital Don BenitoVillanueva (Badajoz).
Resumen.—D espués de un ictus pueden ocurrir numerosos trastornos afectivos. La depresión es la alteración
más frecuente seguida de la ansiedad, la apatía y la labilidad
emocional. Su identificación y tratamiento son importantes
por el impacto que tienen sobre la recuperación funcional
y la integración social de estos pacientes. La morbilidad psicológica, en particular la ansiedad, puede paliarse mediante
la explicación al paciente y a su familia de la naturaleza, pronóstico y consecuencias del ictus. El tratamiento farmacológico es eficaz y los inhibidores selectivos de la recaptación
de serotonina son de elección en la depresión post-ictus y
también pueden ser útiles en el tratamiento de la labilidad
emocional. La carga de los cuidadores compromete el funcionamiento familiar con repercusiones, fundamentalmente
emocionales, en el cuidador principal. Los cuidadores han
de ser involucrados en el tratamiento de rehabilitación y ha
de tenerse en cuenta su posible sobrecarga.
Palabras claves: Accidente cerebrovascular. Trastornos afectivos. Depresión Tratamiento. Cuidadores. Sobrecarga. Cambios familiares. Apoyo social.
AFFECT IVE DISORDERS IN ST ROKE PAT IEN T S
W IT H FAMILY DISRU PT ION
Summary.—After a stroke, there can be numerous affective disorders. D epression is the most frequent disorder
found, followed by anxiety, apathy and emotional lability.
Identifying and treating them are important because of the
impact they have on these patients’ functional recovery and
social integration. Psychological morbidity, specifically anxiety, can be alleviated by explaining the nature, prognosis
and consequences of the stroke to the patient and their family. The pharmacological treatment is effective and the selective inhibitors of the serotonin uptake are the treatment
of choice in the post-stroke depression and they can also
be useful in the treatment of emotional lability. The burden
of the caregivers affects the family functioning with repercussions, basically emotional, on the principal caregiver. The
caregivers must get involved in the rehabilitation treatment
and their possible overload should be taken into account.
Rehabilitación (Madr) 2000;34(6):492-499
Key words: Cerebrovascular accident. Affective disorders. Depression. Treatment. Caregivers. O verload.
Family changes. Social support.
IN T RODU CCIÓN
El ictus, como cualquier enfermedad neurológica
crónica, puede originar una amplia variedad de trastornos afectivos. Su identificación y tratamiento es
uno de los aspectos más desatendidos dentro del
programa de rehabilitación de estos pacientes. En la
última década ha surgido un enorme interés en el estudio de las alteraciones neuropsiquiátricas secundarias al ictus. La asociación de ictus con trastornos
afectivos es frecuente, pero su relación se sigue discutiendo (1).
Cualquier trastorno emocional influye negativamente en la recuperación funcional y en la calidad de
vida del paciente con ictus y de las personas de su entorno, por lo que su detección y tratamiento precoz
son necesarios (2, 3). La calidad de vida de estos pacientes es multidimensional y determinada por su situación física, funcional, emocional y social. La rehabilitación integral depende de la intervención en todos
estos campos.
La pérdida de las funciones psicofísicas en el paciente con secuelas por ictus obliga a la adaptación de
éste y de su familia a la nueva situación (3). La carga
que el cuidado supone compromete el funcionamiento de la vida familiar y la calidad de vida del cuidador
principal, en sus aspectos físico, emocional y sociolaboral (4-6), lo que influye negativamente en la recuperación del paciente y favorece la aparición de un
círculo vicioso (7). En la atención al paciente y a su familia es necesario potenciar los recursos socio-sanitarios mediante seguimiento al alta hospitalaria, educa-
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ción y consejo, detección de los cuidadores de riesgo
y mejora de los servicios sociales de cada comunidad
autónoma (8).
DEPRESIÓN
La depresión post-ictus (D PI) es la alteración no
tratada más frecuente secundaria al ictus (9). La existencia de numerosos interrogantes sobre ella hace
que continúe siendo tema de estudio pues forma
parte de la morbilidad del ictus al interferir en la rehabilitación, en la función cognitiva, en la integración
social y en la sobrecarga de los cuidadores.
Frecuencia
Se han publicado cifras de prevalencia de D PI que
van del 25% al 79% (10). Estas cifras tan dispares se
explican por las diferencias metodológicas entre los
estudios: diferentes criterios diagnósticos de inclusión
y de exclusión de los pacientes, distinto momento de
la evaluación psiquiátrica post-ictus y empleo de diferentes técnicas de evaluación psiquiátrica. Aún teniendo en cuenta estas diferencias, la prevalencia es
superior a la encontrada en una población de la misma
edad, que representa el 9% en mayores de 60 años, y
en pacientes hospitalizados por una patología orgánica, lesionados medulares y amputados, con cifras que
van del 10% al 30% (11).
Los pacientes con alteración cognitiva, afasia y con
historia de depresión previa al ictus con frecuencia
son excluidos de los estudios y hay autores que sólo
incluyen a pacientes con lesión cerebral confirmada
por pruebas de imagen. Los distintos criterios de inclusión y de exclusión limitan la capacidad de generalizar los resultados a toda la población de pacientes
con ictus. Los datos varían si el estudio se realiza en
unidades de rehabilitación, con una incidencia del 55%
(12), en pacientes hospitalizados, del 22% al 27% (13),
o entre los pacientes de la comunidad donde W ade et
al encontraron un 20% (14) y Kotila et al un 40%-50%
de D PI (15).
La prevalencia también es diferente dependiendo
del momento evolutivo después del ictus en que se
hace la valoración, con un 20% a las tres semanas (14)
y entre un 53% y un 42% a los tres y 12 meses respectivamente (16). Robinson et al encontraron una
prevalencia del 14% de pacientes con depresión estable a los dos años (17). Es probable que las valoraciones llevadas a cabo en la fase precoz del ictus (3-4
meses) puedan identificar síntomas depresivos de naturaleza distinta a la que se puede encontrar posteriormente si tenemos en cuenta que el ictus supone
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un impacto emocional y familiar importante y requiere un tiempo de reajuste a la nueva situación (18). En
este sentido, la depresión que se desarrolla en la fase
inicial puede tener una base neuroanatómica y neurofisiológica, donde la disminución de los neurotransmisores cerebrales (serotonina, dopamina, catecolaminas) por la lesión cerebral tendría un papel predominante, mientras que en la fase tardía puede ser una reacción a factores psicosociales (11).
Factores de riesgo
Un aspecto de interés ha sido el estudio de la relación entre la localización de la lesión cerebral, lateralidad y localización anterior o posterior, y el riesgo
de D PI; sin embargo esta relación no está claramente
definida. Algunos estudios (10) encuentran mayor
riesgo en las lesiones hemisféricas izquierdas, otros (1)
en las derechas y otros autores (13, 15, 19) no encuentran diferencias entre la lateralidad de las lesiones y la frecuencia de D PI. A la luz de estos datos, la
D PI es un trastorno afectivo más complejo que la simple localización anatómica de la lesión.
O tros factores de riesgo implicados en el desarrollo de la D PI son: historia previa de depresión, sexo
femenino, alteración cognitiva, discapacidad de lenguaje, gravedad de los déficit y aislamiento social (12,
13, 15, 20).
Instrumentos de evaluación
El diagnóstico de la depresión en una persona
joven, sana y con síntomas depresivos como tristeza,
insomnio o alteraciones del apetito suele plantear
pocas dificultades. Sin embargo en la población anciana el diagnóstico es difícil debido a la comorbilidad de
demencia y trastornos depresivos. Si a esta situación
se añade la presencia de un ictus, el diagnóstico puede
ser particularmente difícil de establecer. Si tenemos en
cuenta que el único consenso claro que hay en la literatura es que la D PI es muy frecuente, deberíamos
mantener un alto índice de sospecha en todos los pacientes con ictus.
H oy contamos, junto a los criterios de las clasificaciones CIE-10 y D SM-IV (cuarta edición del D iagnostic
and Statiscal M annual of M ental D isorders) con otros
métodos de valoración: entrevistas clínicas estructuradas, escalas autoaplicadas y marcadores bioquímicos. Los cuestionarios y las escalas son prácticos y
pueden captar la sintomatología depresiva mejor que
si usamos solo criterios D SM-IV. Además tienen la
ventaja de permitir monitorizar cambios en la respuesta al tratamiento, si bien su sensibilidad en este
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aspecto no ha sido totalmente estudiada. Swartzman
et al (2) hacen una selección de las escalas usadas en
pacientes con ictus. La Geriatric D epression Scale (21),
diseñada específicamente para uso en ancianos, constituye una de las escalas más adecuadas para la evaluación de la D PI en pacientes ancianos (22, 23) y la
American H eart Association (AH A) (24) recomienda su
uso en pacientes con ictus. Es una escala autoaplicada
que consta, en su versión original, de 30 ítems con
respuestas sí/no, con una versión reducida a 15 ítems
para acortar el tiempo de aplicación. En España (25)
al traducir y adaptar la escala original a nuestro idioma se introducen modificaciones en el intervalo de
respuesta con cuatro alternativas (sí, siempre; sí, a
veces; no mucho; no, nunca) en la forma de aplicación
utilizándola como guión de entrevista, y una reducción
en el número de ítems quedando con 20. La Escala de
Ansiedad y D epresión de Goldberg (26), diseñada para el
médico no psiquiatra, ha sido validada para la población española adulta con una sensibilidad del 83,1%,
especificidad del 81,8% y un índice de mal clasificados
del 17,7% así como un valor predictivo positivo del
95,3%. La Post-Stroke D epression Rating Scale es, hasta
el momento, la única escala diseñada específicamente
para pacientes con ictus. Es aplicada por un entrevistador y se divide en diez secciones, cada una de ellas
evalúa un aspecto específico de los trastornos emocionales, afectivos y vegetativos (27). H a demostrado
alta fiabilidad interobservador pero es una escala
nueva y aún no ha sido ampliamente usada.
O tro método de evaluación, menos utilizado, lo
constituyen los marcadores neuroendocrinos. Se
pensó que el test de supresión de dexametasona, al
no depender de la capacidad del paciente para transmitir sus síntomas, podría ser útil en el diagnóstico de
la D PI. Tras la administración de dexametasona los pacientes no deprimidos muestran una supresión de los
niveles plasmáticos de cortisol a diferencia de los pacientes deprimidos. D ebido a los resultados tan dispares encontrados en pacientes con ictus, no constituye un instrumento útil para el diagnóstico de la D PI
(10).
Evolución
Aunque no esta claro cual es el curso natural de la
D PI, parece que en la mayoría de los pacientes los síntomas remiten con el tiempo, evidenciado por una
menor prevalencia según aumenta el tiempo transcurrido (17). Algunos autores (13) informan de cifras
altas a los tres meses y un año post-ictus e incluso un
aumento a los tres años con respecto a la prevalencia
en la fase aguda del ictus (28). La probabilidad de mortalidad en los pacientes deprimidos diagnosticados en
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las primeras semanas post-ictus es tres veces mayor
que en los pacientes no deprimidos con ictus (29).
Repercusión funcional y social
La relación entre D PI, recuperación física, funcional
e integración social es compleja y son pocos los estudios que han valorado estos aspectos. La estancia
media hospitalaria es mayor en pacientes deprimidos,
así como el tiempo que permanecen en las unidades
de rehabilitación (30). Los pacientes deprimidos presentan mayor alteración funcional al ingreso y al alta
en la unidad de rehabilitación pero después de un
corto período de tratamiento las mejoras en el grado
funcional son similares respecto a los pacientes no deprimidos (31). Si persiste la depresión, los pacientes
más deprimidos permanecerán con mayor alteración
funcional (32) y menor recuperación en las AVD (actividades de la vida diaria) a los dos años post-ictus (33).
La D PI también se ha relacionado con una disminución de las actividades de ocio y de la integración
social (34). Sin embargo la discapacidad física parece
ser de menor importancia para la evolución de la depresión que la actividad social (19). Feibel y Springer
(34) encuentran una relación clara entre depresión y
retraso en recuperar la actividad social pero no entre
depresión y déficit funcional.
Tratamiento
La D PI es la alteración menos tratada a pesar de su
repercusión funcional y social. Puede deberse, en
parte, a que los trastornos afectivos no se diagnostican en la práctica clínica. También, y es posible que
por el mismo motivo, existen pocos estudios clínicos
controlados sobre el tratamiento. Para los médicos
que tratamos a estos pacientes es importante su reconocimiento pues el tratamiento de la D PI puede ser
tan eficaz como en cualquier otro grupo de pacientes
que presentan depresión. Antes de seleccionar un fármaco debemos tener en cuenta que la incidencia y severidad de las reacciones adversas aumentan con la
edad y es siete veces más frecuente en pacientes de
70-79 años que en el grupo de 20 a 29 años e incluyen: mayor riesgo de caídas y fracturas de cadera,
efectos anticolinérgicos, síntomas extrapiramidales y
síndrome de secreción inadecuada de la hormona antidiurética (35).
Los antidepresivos tricíclicos, por su mecanismo de
acción no selectivo, aumentan el riesgo de efectos anticolinérgicos, hipotensión ortostática, alteraciones de
la conducción cardíaca y arritmias ventriculares. La
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nortriptilina fue uno de los primeros antidepresivos
que se mostró útil en el tratamiento de la D PI con
dosis iniciales de 25 mg/día (36).
Los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), por su mecanismo de acción más selectivo, tienen menos efectos secundarios. El citalopram,
según un estudio doble ciego controlado, es seguro y
eficaz en el tratamiento de la D PI con una dosis de 10
a 40 mg/día (37). La fluoxetina facilita la recuperación
funcional (30, 38) con dosis de 20 mg/día. Actualmente los ISRS son los antidepresivos de primera elección
en pacientes con D PI (39).
Los fármacos estimulantes también se han empleado
aunque no hay estudios clínicos controlados. Lazarus
et al (40), en un estudio retrospectivo, describieron
que el 53% de los pacientes tratados con metilfenidato tuvieron una remisión completa de la depresión
con un tiempo medio de respuesta de 2,4 días, y que
el 43% de los pacientes tratados con nortriptilina tuvieron una disminución de los síntomas depresivos
con un tiempo medio de respuesta de 27 días. Tanto
los antidepresivos como fármacos estimulantes son
útiles en el tratamiento de la D PI, la elección se hará
teniendo en cuenta los efectos secundarios potenciales relacionados con la edad del paciente, comorbilidad e interacción con otros fármacos. Para minimizar
los efectos adversos de los antidepresivos, se recomienda comenzar con dosis bajas e ir incrementando
progresivamente hasta la dosis terapéutica.
OT ROS T RASTORN OS AFECT IVOS
Además de depresión, los pacientes con ictus pueden
presentar otras alteraciones afectivas. Se han descrito
trastornos específicos, de etiología orgánica, y síntomas
inespecíficos como irritabilidad, euforia, alucinaciones,
agitación, indiferencia y agorafobia, entre otros, que son
frecuentes en las primeras semanas tras el ictus y pueden ser el inicio de trastornos emocionales bien definidos (2, 41, 42). Conscientes de que su evaluación y
tratamiento sobrepasa el ámbito de la consulta de rehabilitación, revisamos las alteraciones que aparecen
con más frecuencia y cuya sospecha nos obliga a remitir al paciente a un Servicio de Salud Mental.
Ansiedad
La ansiedad es el segundo trastorno afectivo más
frecuente, tras la depresión, en pacientes que han sufrido un ictus (41). Su alta prevalencia, de hasta el 32%
(3), es similar en el período agudo y crónico (43, 44).
Aunque puede presentarse de manera aislada, a menudo se asocia a la depresión, en el 27% de los casos
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según Castillo et al (44), por lo que podría ser una
manifestación de la misma entidad clínica (2, 41, 43,
44). En su etiología se implican factores neurológicos
y psicosociales. La ansiedad aislada se ha relacionado
con lesiones del hemisferio derecho y asociada a la depresión con lesiones del hemisferio izquierdo, pero no
hay demostración definitiva de que exista una constante correlación clínico-topográfica (3, 41, 43, 44), al
igual que en los demás trastornos emocionales. O tros
factores de riesgo son la historia personal o familiar
de enfermedad psiquiátrica, la existencia de afasia y el
aislamiento social (2, 43, 44).
El diagnóstico se realiza por los criterios clínicos de
la CIE-10 y de la D SM-IV y con cuestionarios estandarizados. La H ospital Anxiety and D epression Scale y el
General H ealth Questionnaire, son poco específicos y
tienen poco valor predictivo para detectar trastornos
de ansiedad después de un ictus (2). Ya mencionamos
la Escala de Ansiedad y D epresión de Goldberg (26), que
es un instrumento sencillo, breve y con poder discriminatorio entre ansiedad y depresión. Puede ser posible reducir la morbilidad psicosocial, en particular la
ansiedad, mediante una explicación detenida y oportuna de la naturaleza, pronóstico y consecuencias del
ictus para el paciente y su familia. La aparición de ansiedad es de mal pronóstico por su curso crónico, con
persistencia hasta en el 74% de los casos a los dos
años del ictus (43), que dificulta la recuperación funcional (44). Su identificación y tratamiento deberían
ser precoces por la falta de remisión espontánea y por
la alta asociación con depresión, que empeora el pronóstico (2, 41, 43, 44). Si la administración de ansiolíticos, más antidepresivos en su caso, no resuelve el
proceso en tres meses, se debe remitir al paciente a
una consulta especializada (2).
Apatía
La apatía, también conocida como abulia orgánica,
síndrome de falta de motivación, complejo de síntomas negativos y reacciones de indiferencia, abarca una
serie de fenómenos caracterizados clínicamente por
pérdida de interés, ausencia de reacciones emocionales y falta de iniciativa física, con disminución en las
respuestas motoras (40, 41, 45). Su prevalencia varía,
según las series, del 23% al 50% (45-47). Es frecuente
su asociación con depresión, edad avanzada, déficit
funcionales graves en las AVD y alteraciones cognitivas (41, 46, 47), aunque para otros autores no hay relación con la edad ni con el nivel de independencia en
las AVD (45).
Se han desarrollado diferentes instrumentos fiables
y válidos para su valoración como la Apathy Scale (2,
46), la Apathy Evaluation Scale (2, 48), y la Positive and
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N egative Symptom Scale, adaptada a la población de
lengua española de N ueva York (49) y validada en pacientes esquizofrénicos españoles (50).
Su curso natural permanece desconocido siendo
causa, unas veces, de alta voluntaria (2) y, otras, de
prolongación de la estancia hospitalaria (47). En su tratamiento se han utilizado agentes dopaminérgicos y
serotoninérgicos (39, 45) pero no existen estudios
sobre su eficacia (2).
del episodio agudo se suceden las etapas de crisis o
shock, de tratamiento o expectante, de comprensión
y aceptación y la última, coincidiendo con el alta hospitalaria, de adaptación y cambio (53). Entre un 70% y
un 90% de los pacientes retornan al domicilio familiar
previo (4, 7). Todos los miembros de la familia, y sobre
todo el cuidador principal, deben reajustar sus vidas
para proporcionar la atención y los cuidados extraordinarios que el paciente precisa lo que provoca una alteración en la integridad familiar, incluso del 52% (3), y
en la calidad de vida del cuidador (5, 8).
Labilidad emocional
Un síndrome de desinhibición motora, del comportamiento y/o emocional puede aparecer como
consecuencia de un ictus. La labilidad emocional es
también enfermedad llamada pseudobulbar, incontinencia emocional, sentimentalismo patológico y, risa y
llanto patológicos por ser sus principales manifestaciones. Se caracteriza por la aparición brusca de frecuentes episodios de llanto y, más raramente, de risa
no controlados, en ocasiones sin ningún estímulo o
factor de provocación y que no se corresponden con
el estado anímico basal del paciente (2, 42, 51). Su prevalencia oscila entre un 15% y un 21% al mes y un 12%
y un 21% al año del ictus (3, 42, 52). Al igual que la
ansiedad se asocia con frecuencia a la depresión (2,
41, 51, 52). Su etiología permanece desconocida aunque parece que los pacientes con lesiones frontales y
hemisféricas derechas tienen mayor riesgo de presentarla (2, 39, 41).
El único instrumento disponible para su valoración
es la Pathological Laughter and Crying Scale (51). Es una
escala válida y fiable que cuantifica ambos aspectos por
separado, su relación con eventos externos u otras
emociones, la duración, el grado de control voluntario y el grado de estrés resultante.
Se conoce poco acerca de la evolución natural de la
labilidad emocional. Su presentación clínica ocurre generalmente entre las cuatro y las seis semanas del ictus,
casi siempre ante pequeños estímulos. En casos graves,
por su falta de control voluntario, lleva al paciente a
padecer estrés constante, fobia y aislamiento social.
Puede ser eficazmente tratada, coexista o no con la depresión, con antidepresivos (2, 39, 41, 51). Se recomienda el uso de los ISRS, especialmente la fluoxetina
por presentar menor número de efectos secundarios.
DESAJU ST ES FAMILIARES
La pérdida prolongada o irreversible de la autonomía, como consecuencia de los déficit neurológicos residuales tras un ictus, pone en marcha un proceso de
adaptación en el paciente y su familia. D esde el inicio
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La carga como consecuencia de los cuidados
del paciente
Se define como cuidador a la persona que se hace
cargo de las necesidades básicas, emocionales y sociales del paciente con secuelas por ictus, que lo supervisa en su domicilio en su vida diaria, con independencia de si es hombre o mujer, miembro de la familia o
no (6, 8). Los cuidadores son generalmente los cónyuges, entre el 59% y el 79% de los casos, seguidos de
los hijos, otros familiares y amigos (6, 8, 15). La mayoría son mujeres, entre el 66% y el 82%, mayores de 55
años, algunas con problemas de salud y que viven con
el paciente (6, 8, 54).
El cuidado conlleva un alto nivel de carga, entendida como el conjunto de problemas físicos, mentales y
socioeconómicos que experimentan los cuidadores de
enfermos crónicos y que pueden afectar a sus actividades personales y de relación (4-6). Se ha distinguido
la carga objetiva, representada por el tiempo y dinero
gastado en el cuidado, los problemas de conducta del
paciente y la alteración de la vida social, de la carga
subjetiva o percepción del cuidador de las consecuencias del cuidado, esta última con importante repercusión en su vida personal (5, 6). Los factores de riesgo
asociados a mayor nivel de carga del cuidador, se han
relacionado con características específicas del paciente y del propio cuidador (6, 55). Los pacientes con lesión hemisférica derecha, con gran dependencia en las
AVD y con depresión aumentan la carga. Carod-Artal
et al (6) también incluyen, como factores, ser mujer y
mayor de 65 años, mientras que para otros autores
(55) la carga es independiente del sexo y de la edad.
Los factores predictivos de sobrecarga relacionados
con los cuidadores son la edad avanzada, ser mujer y
tener problemas de salud, física y emocional.
Valoración de la carga del cuidador
D istintos instrumentos valoran las consecuencias de
la actividad del cuidador. El Social Behaviour Assessment
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Schedule (8) es una medida válida y fiable para evaluar
la carga, objetiva y subjetiva, experimentada por los
cuidadores. El Sense of Competence Questionnaire (4,
55), válido y fiable, valora la carga subjetiva o percibida. Consta de tres subescalas que recogen la satisfacción del cuidador con el paciente como receptor del
cuidado, la satisfacción consigo mismo como cuidador
y las consecuencias del compromiso del cuidado en la
vida personal del cuidador. D isponemos de tres métodos de medición validados en español (6): la escala
sobre la carga del cuidador de Z arit, que consta de 22
preguntas sobre los sentimientos más habituales del
cuidador; el cuestionario de salud-36 en cuidadores, que
valora la función física, social y emocional, el nivel de
dolor, la vitalidad y la salud mental mediante 36 ítems
agrupados en ocho categorías del estado de salud y el
cuestionario de la calidad de vida específico de cuidadores,
con 30 ítems, que evalúa la sobrecarga emocional.
La salud del cuidador
Atender a una persona discapacitada pasa factura,
con el tiempo, en la salud del cuidador. H asta un 88%,
presentan deterioro de su salud física y emocional, en
sus actividades laborales, sociales y de ocio, con problemas de carácter familiar, satisfacción marital y cambio de roles, y económicos (2, 4, 6, 8, 56).
El aspecto más afectado en el cuidador es la salud
emocional. Las alteraciones emocionales más frecuentes
son la depresión, con una prevalencia que oscila entre
el 34% y el 52%, seguida de la ansiedad en un 37% (7,
54). Los factores asociados a la aparición de depresión
en el cuidador son ser cónyuge, mujer, con bajos ingresos
familiares y poco contacto social, y atender a un paciente con depresión, con alto nivel de dependencia física, alteraciones cognitivas, perceptivas y de la comunicación (7, 15, 54). O tras consecuencias del cuidado son
los sentimientos de excesiva responsabilidad, preocupación constante, dependencia absoluta, resentimiento y
culpabilidad, pérdida de la privacidad, miedo y frustración (4, 8, 55). La percepción de la sobrecarga está mediada por múltiples factores como el apoyo social, los
recursos financieros y la capacidad personal de enfrentarse a la adversidad (6). El alto nivel de carga percibida
por el cuidador y la existencia de depresión, contribuyen a aumentar la morbilidad física y psicosocial en el
propio cuidador y en el paciente, con retraso en la recuperación funcional y mayor dependencia (4, 7, 15).
Intervenciones sanitarias y sociales
N o existen soluciones fáciles para los problemas familiares que siguen al ictus, sin embargo es relevante
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que la familia reciba información sobre la naturaleza
del ictus y sus manifestaciones y que tanto el paciente como sus cuidadores sean incorporados en las decisiones y en el proceso de rehabilitación. D istintos
autores insisten en la importancia, por parte de los
profesionales de la salud, de realizar un seguimiento al
alta hospitalaria, fomentar la educación y, sobre todo,
el consejo al paciente y la familia e informar sobre los
posibles cambios en la funcionalidad y en el comportamiento (5, 6, 56, 57), así como mejorar los servicios
de la comunidad (8). Sin embargo, no se ha demostrado que los grupos de apoyo o la asistencia de enfermeras especializadas y de un trabajador social mejoren la salud percibida por el paciente, su integración
social o reduzcan la carga familiar y el estrés del cuidador (58, 59). H asta ahora se ha puesto poca atención en la figura del cuidador aunque presta un gran
servicio a la sociedad a cambio de un considerable
coste para ellos mismos. N umerosos trabajos coinciden en la necesidad de realizar estudios que evalúen
los efectos del ictus sobre el cuidador principal y la familia, investigar sobre las necesidades físicas y psicosociales de cada paciente, identificar a los cuidadores
de riesgo y detectar, lo más precozmente posible, la
sobrecarga del cuidador para aliviar su responsabilidad
(5, 8, 55, 60). Aunque la mayoría de los cuidadores
principales están sobrecargados y sufren las consecuencias del cuidado, solo una minoría son diagnosticados y tratados (15).
En España, la atención al paciente con ictus, a su
cuidador principal y a la familia, requiere conocer y
utilizar los recursos sanitarios y sociales existentes en
cada comunidad autónoma según el plan de calidad
asistencial de los Servicios Sociales. Entre las distintas
ofertas, algunas poco desarrolladas, se incluyen los
programas de atención domiciliaria, los centros especializados de atención a mayores (CEAM), los centros
de día y las residencias de estancia temporal, con el
objetivo de mantener al paciente integrado en su ambiente familiar y retrasar su institucionalización. Se ha
llegado, incluso, a hablar de profesionalizar la figura del
cuidador para que cumplan, con calidad, las funciones
que se les asignen.
En la misma línea y motivado por los cambios sociales, demográficos y el envejecimiento de la población, se han realizado recientes reformas legislativas
para asegurar la protección social, económica y jurídica de la familia, como un derecho recogido en la
Constitución Española. Con el fin de conciliar la vida
familiar y laboral de las personas trabajadoras se ha
publicado una disposición con rango de Ley, en el BO E
del 6 de noviembre de 1999 (61), permitiendo la reducción de la jornada de trabajo a quién tenga a su
cuidado directo a un minusválido físico, psíquico o
sensorial o a un familiar que por razones de edad, ac-
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ALCÁN TARA BUMBIED RO, S., ET AL.— TRASTO RN O S AFECTIVO S EN EL PACIEN TE CO N ICTUS Y D ESAJUSTES FAMILIARES
cidente o enfermedad no pueda valerse por sí mismo.
D e esta forma, se trata de ampliar el marco en política de familia y hacer compatible un reparto equilibrado de responsabilidades en la vida profesional y en la
privada.
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Correspondencia:
S. Alcántara Bumbiedro
Unidad de Rehabilitación. Fundación H ospital Alcorcón
Avda. Budapest, 1
28922 Alcorcón (Madrid)
E-mail: salcantara@ fhalcorcon.es
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