cristo, el logos y el espíritu hacia una cristología más

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PIET J. A. M. SCHOONENBERG
CRISTO, EL LOGOS Y EL ESPÍRITU
HACIA UNA CRISTOLOGÍA MÁS ENTRONCADA
CON LA TRINIDAD
Puede decirse que la cristología clásica es una cristología de encarnación. En ella Cristo
es considerado ante todo como el Logos encarnado, y las cuestiones que le preocupan
son las que plantea la unión del Logos con la "carne" o humanidad de Jesús. Sin
embargo, el modelo de encarnación no es el único modelo bajo el que se nos presenta
la unicidad y divinidad de Jesús en el Nuevo Testamento: ni siquiera es el más
prominente, ya que puede decirse que sólo se halla en el prólogo del evangelio de Juan
(1, 14) y al comienzo de su primera carta. En otros lugares, aun del cuarto evangelio,
Cristo es presentado como Hijo en relación única e inmediata con Dios Padre, o bien
como el que está lleno del Espíritu o "ungido" por el Espíritu. El Nuevo Testamento
ofrece los elementos no sólo de una cristología de encarnación, de envío o de descenso,
sino también los elementos de una cristología de asunción o elevación o glorificación
de Jesús. Parece que el Nuevo Testamento da lugar, junto a una cristología de
encarnación del Logos en Jesús, para una cristología de filiación o elevación de Jesús
como Hijo del Padre, así como para una cristología de plenificación, unción y
glorificación de Jesús por la presencia del Espíritu. Este artículo explora las
posibilidades de estos distintos enfoques cristológicos, señala sus riesgos e indica las
condiciones en que pueden superarse. Con ello el autor quiere aportar como una
ulterior complementación y aun corrección a su libro Un Dios de los hombres
(Barcelona, Herder, 1972), que no sólo había suscitado vivas polémicas entre los
teólogos, sino que, al parecer, había sido desfavorablemente aludido en declaraciones
autoritativas de Roma.
Spirit Christology and Logos Christology, Bijdragen, 38 (1977) 350-375
I. FLORECIMIENTO Y DECADENCIA DE LA CRISTOLOGÍA DEL
ESPÍRITU
El Nuevo Testamento y la cristología del Espíritu
El término con el que se designa al Espíritu tiene tanto en hebreo -ruah- como en grie go
-pneuma- una amplia gama de significados: aire, viento, soplo...; de ahí, principio vital,
alma, estado de ánimo y, por ulterior evolución semántica, ser invisible, ángel o
demonio. El conjunto "Espíritu Santo", raro en el Antiguo Testamento, se hace común
en el Nuevo. Yahvé podía enviar espíritus malignos (cfr 1 R 22, 22ss) : sólo en los
últimos profetas el "Espíritu del Señor" es un espíritu de bondad sin ambigüedad
posible. El Espíritu es entonces, a la vez, la fuente y el contenido de la profecía, la gran
promesa del Señor. En la era mesiánica, Dios derramará su Espíritu sobre un gran
profeta, o sobre el rey, o aun sobre todo el pueblo. El Nuevo Testamento recoge esta
relación del Espíritu con la restauración final: para el Bautista, el Mesías será el que
bautizará con Espíritu Santo.
No parece probable que Jesús hablara mucho del Espíritu durante su ministerio: pero
pronto surgió una cristología en función del Espíritu, ya que tal es la cristología de
Pablo en Rm 1, 4, que él hubo de recibir de una tradición anterior. A Pablo, le gusta
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poner en paralelo nuestra vida "en Cristo" con la vida "en el Espíritu", llegando casi a
identificar al Señor resucitado con el Espíritu (1 Co 15, 45; 2 Co 3, 17). La cristología
del Espíritu parece haber comenzado como una cristología "de ascenso" (cfr Hch 2, 33)
: pero en los evangelios nos encontramos con la unción de Jesús por el Espíritu al
comienzo de su predicación, y aun Mateo y Lucas ponen la concepción de Jesús en
relación con el Espíritu. En los sinópticos, el Espíritu es el que desciende sobre Jesús al
ser bautizado y el que luego lo lleva al desierto. Por lo demás, el Espíritu no está muy
presente en las cristologías de Marcos y de Mateo: en cambio, recibe ulteriores
desarrollos en las cristologías de Lucas y del cuerpo del evangelio de Juan.
En Lucas, (el) Espíritu Santo descenderá sobre María y su hijo será llamado Santo, Hijo
de Dios. En el bautismo, se subraya que el Espíritu desciende en "forma corporal",
probablemente para relacionar esta "unción" de Jesús con su misión. Por lo menos,
Lucas es el único que ve a Jesús volviendo del desierto a Galilea "por la fuerza del
Espíritu". En Nazaret se aplica a sí mismo la profecía sobre la presencia mesiánica del
Espíritu. El Espíritu influye en la oración de Jesús (10, 21 ), pero no es mencionado en
conexión con los exorcismos y curaciones, tal vez porque Jesús no otorga aún el
Espíritu durante su ministerio. Sin embargo, para Jesús, el Espíritu resume todos los
dones del Padre (11, 13); en la ascensión será simple mente "la promesa del Padre" (24,
49; cfr Hch 1, 4 y 8). En Pentecostés, el Espíritu vendrá como fuerza profética y
testimonial, v así es como estará presente en toda la narración de los Hechos de los
Apóstoles.
En Juan, el Bautista declara que Jesús es el que "bautiza con Espíritu Santo", y puede
decirse que el Jesús juaneo habla más del Espíritu que el de Lucas. Con todo, durante la
predicación de Jesús "el Espíritu no estaba todavía presente, pues Jesús no había sido
glorificado" (7, 39). Para Juan, la glorificación de Jesús tiene lugar en la pasión, de
suerte que la donación del Espíritu puede verse en la cruz, cuando Jesús "entrega el
espíritu" (19, 30). Después de la resurrección, Jesús infunde el Espíritu a sus discípulos,
mientras que en Lucas sólo les es prometido. Sin embargo, aun en Juan, esta donación
no es todavía la completa y definitiva, pues Jesús "todavía no había subido al Padre"
(20, 17). Lo que el Espíritu ha de significar después de esta ascensión viene dado en los
dichos sobre el Paráclito dispersos en el discurso de la última cena. El término
"Paráclito" significa defensor o abogado, particularmente en un juicio: como tal, el
Espíritu da testimonio en favor de Jesús en el juicio entablado entre éste y "el mundo".
Además, el Espíritu es "Espíritu de verdad", que enseña a los discípulos y les recuerda
lo que Jesús ha dicho, en una función análoga a la del testimonio y la profecía tal como
se describen en los Hechos.
Resumiendo: En el Antiguo Testamento, sobre todo en los profetas, el Espíritu es el
gran don mesiánico. Según el Nuevo Testamento, este Espíritu es el que nos ha sido
dado en Jesús. Mientras que Pablo lo relaciona con el Señor resucitado, los evangelistas
lo declaran presente ya en su vida terrena: sobre todo en Lucas, el Espíritu influye en la
predicación de Jesús. Tanto en Pablo como en Lucas y Juan, la relación del Cristo
glorificado con sus fieles se hace por la presencia del Espíritu. Así pues, para estos
autores, el Espíritu caracteriza toda la función salvífica de Jesús, hasta el punto de que
puede decirse que el Espíritu caracteriza la filiación de Jesús en su relación con Dios y
con nosotros. O sea que dichos autores nos dan una "cristología del Espíritu", que tiene
un lugar central en las primeras epístolas paulinas, en los sinópticos y en el cuerpo del
cuarto evangelio. Por el contrario, la cristología del Logos queda confinada al prólogo
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de Juan. Naturalmente, la afirmación de que la cristología del Espíritu tiene un lugar
central no se refiere a todos los libros del Nue vo Testamento: en algunos, especialmente
en los más tardíos, el Espíritu casi no está presente. En esto se anticipan a lo que luego
sucederá: pero tampoco está en ellos la cristología del Logos que luego habrá de
prevalecer.
El declive de la cristología del Espíritu
Hoy día la cristología del Espíritu ha quedado marginada, en todas las Iglesias, en favor
de la cristología del Logos. Este proceso comenzó ya en el siglo segundo. La cristología
del Espíritu está todavía presente en el judeocristianismo, por ejemplo en el Pastor de
Hermas: allí se identifican el Espíritu y el Hijo de Dios. Esta misma cristología influyó
en la celebración eucarística y en la doctrina de la Iglesia de Siria, así como en algunos
autores aislados, como Lactancio. Pero, a partir de los Apologetas, es la cristología del
Logos o de la encarnación la que domina. Dentro de esta cristología surgieron las
corrientes arriana, nestoriana y monofisita, y desde ella se formuló la ortodoxia
cristológica que había de pasar al catolicismo, al anglicanismo, al luteranismo y a las
Iglesias reformadas.
Esta cristología se interesa ante todo por la unión hispostática del Logos con la
humanidad de Jesús, de tal suerte que hasta el día de hoy apenas si queda lugar en los
tratados dogmáticos para la consideración de la relación de Jesús con el Padre, para no
hablar de su relación con el Espíritu. Naturalmente no queremos decir que la
pneumatología o aun la cristología del Espíritu simplemente desaparecieran. Los Padres
tenían que hablar de la relación entre Jesús y el Espíritu en sus homilías sobre el
bautismo o sobre los textos de Mateo y de Lucas referentes a la encarnación. Pero, de
hecho, el Espíritu fue quedando en posición más bien marginal dentro de la reflexión
teológica. En esta marginación podemos distinguir tres etapas:
1) Desde la época de los grandes concilios, disminuye el interés por el bautismo de
Jesús y aumenta el interés por la encarnación. Ya no se habla sólo de la "unción de
Jesús por el Espíritu" con referencia a la teofanía bautismal, sino que -sin fundamento
bíblico- se considera que tal unción tiene lugar en el momento de la encarnación en el
seno de María, de suerte que ya no es sólo el Espíritu, sino el mismo Logos el que
"unge" a Jesús.
2) El que es ungido, que en los textos de Lucas era el hombre Jesús, es considerado
como el Logos encarnado de Juan. Ahora bien, por la encarnación el Logos se unió
hipostática o personalmente con la realidad o la sustancia humana de Jesús: luego la
unión hipostática no era otra cosa que la santificación sustancial de Jesús, a la que
podía añadirse una santificación accidental por la gracia creada o habitual, distinta de la
"gracia de unión" que no sería otra cosa que la misma unión hipostática. Era esta
santificación accidental la que se consideraba como resultado de la unción de Jesús por
el Espíritu: con lo cual la misma acción del Espíritu se consideraba como accidental.
3) Aun esta función del Espíritu quedó oscurecida con la teoría escolástica de las
apropiaciones, que mantenía que las acciones del Padre, del Hijo y del Espíritu no sólo
son inseparablemente comunes a los tres, sino también indistintamente comunes, de
suerte que serían acciones que procedían de los tres por igual y aun más bien de la
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Trinidad como de un único principio. Naturalmente, la relación del Logos con la
humanidad de Jesús. era considerada como propia de aquél: pero toda otra relación de
las divinas personas era tenida como relación que propiamente pertenecía a toda la
divinidad, aunque se expresara "apropiándola" a una de las personas. Esta teoría de la
apropiación, montada sobre la teoría de la unidad indistinta -y no sólo inseparable,
como sería lo correcto- de las operaciones divinas ad extra, tuvo su aplicación sobre
todo en pneumatología: lo mismo la santificación del cristiano que la de Jesús se
concibieron como acción indistinta de toda la Trinidad, que sólo por apropiación podía
atribuirse al Espíritu. Con esto la escolástica seguía derroteros extraños tanto a la
Escritura como a la mayoría de los Padres, sobre todo griegos.
II. INTENTOS DE RECUPERACIÓN DE LA CRISTOLOGÍA DEL ESPÍRITU
a) En conexión con la cristología del Logos
Cierta insatisfacción con la cristología escolástica del Logos se deja sentir a partir del
siglo XIX. El terreno había sido preparado por algunos estudiosos de los Padres como
Petau (1583-1652) y Thomassin (1619-1695) ; la escuela de Tubinga, y aun la romana
de mediados del siglo XIX, abrieron brecha en la teoría de las apropiaciones y
dirigieron nueva atención a la pneumatología. En particular, Matías J. Scheeben, en su
obra Las maravillas de la Gracia divina (traducción castellana: Bilbao, DDB, 1960),
puso todo el énfasis, no en los dones de la gracia creada, sino en la gracia increada, que
es el mismo Espíritu divino presente en el justo con una inhabitación que le es propia, y
no sólo apropiada. El justo recibe de Cristo el Espíritu: Cristo es como el mediador y la
fuente del Espíritu, porque se trata del mismo Espíritu de Cristo. Con todo, Scheeben se
queda corto acerca de la relación de Jesús con el Espíritu: insiste en que su humanidad
es ungida por el Logos: diversas expresiones patrísticas como "ungido por la divinidad",
"ungido por el Padre" y "ungido por el Espíritu" son tratadas como equivalentes a
"ungido por el Logos". Ser ungido por el Espíritu significaría que el Espíritu es el
mediador de la unión entre la Unción, que sería el Logos, y el sujeto que la recibe, que
sería la humanidad de Jesús. La unción con el Espíritu no expresa la constitución de
Cristo como Dios- hombre, sino más bien su resultado.
Más recientemente, H. Mühlen ha profundizado mejor en la relación entre el Espíritu y
Jesús (Der Heilige Geist als Person, Münster, 1969,3.a ed.). A partir de los textos
neotestamentarios, Mühlen afirma que la persona "Jesús", constituida por la encarnación
del Logos, deviene "Cristo", es decir, el "Ungido", por la unción del Espíritu Santo.
Asume la distinción escolástica entre la "gracia habitual" en Cristo, y supone que es esta
última, con sus dones creados, lo que ha de identificarse con la unción de Jesús por el
Espíritu Santo. De esta suerte, parece considerar la unción de Jesús en el Bautismo, no
como el otorgamiento de dones carismáticos, sino como una santificación interior,
posterior a la unión hipostática, no con posteridad temporal, sino lógica, ya que la
santificación de Jesús presupone lógicamente la constitución de la persona de Jesús por
la unión hipostática. Con esto queda claro que la influencia del Logos y la del Espíritu
en Jesús son análogas, pero no idénticas: el Logos se relaciona con la naturaleza
humana y la personaliza, mientras que el Espíritu se relaciona con la persona de Jesús y
la santifica con los dones creados de gracia. Esta acción del Espíritu sería
verdaderamente propia de él, y no sólo apropiada. Esta concepción está en conexión con
la idea que tiene Mühlen del Espíritu dentro de la Trinidad inmanente: para él, el
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Espíritu es "una persona en dos personas", o el "nosotros personal" (Wirin-Person). Al
ungir a Jesús con los dones creados de gracia, el Espíritu actúa según esta su
característica propia, ya que, en primer lugar, se une él mismo con la persona de Jesús
que es el Logos, y, en segundo lugar, otorga a Jesús aquellos dones que, juntamente con
el Espíritu mismo, han de ser comunicados a los miembros de su cuerpo que es la
Iglesia.
b) En sustitución de la cristología del Logos
Desde el pasado siglo se han dado varios intentos de cristologías radicalmente nuevas.
Me referiré, en primer lugar, a Edward Irwing (1792-1834),al parecer influenciado por
aquella cristología kenótica que considera la encarnación corno una humillación y
aniquilamiento del Logos preexistente. Así, Irwing habla del Hijo "humillándose a sí
mismo hasta hacerse carne", y no tiene dificultad en considerar la carne de Cristo como
carne pecadora. Rechaza como "herejía pestífera" que se diga que la carne de Cristo es
en sí misma inmortal e incorruptible: y hay que notar que, para él, la "carne de Cristo"
es simplemente su cuerpo, no -como de ordinario en la Biblia- la totalidad de su
realidad humana. Contraponiéndola a la "carne", habla del alma de Cristo, la cual es
precisamente el lugar en que habita el Espíritu: "La carne de Cristo era el espacio
intermedio en el que los poderes del mundo luchaban contra el Espíritu Santo que
habitaba en su alma. Su carne era el lugar en que naturalmente tenía que darse la batalla
entre los poderes de las tinieblas y los de la luz. ¿Por qué? Porque era el lugar que a la
vez estaba relacionado con todo lo material poseído por el demonio y estaba en la más
íntima unión con el alma de Cristo, poseído por Dios en la persona del Espíritu Santo".
Así, mientras que en los teólogos católicos antes mencionados la función del Espíritu
podía considerarse como accidental o adveniente a la santificación sustancial,
previamente dada por la presencia del Logos en Jesús, en la teología pentecostal de
Irwing, el Espíritu se convierte en protagonista único, ya que el Logos había sido
aniquilado en la kenosis.
G. W. H. Lampe, Profesor. en Cambridge, se mueve en un mundo ideológico muy
distinto. La cristología del Logos río le satisface, sobre todo porque el Logos es
concebido como el Hijo, la segunda Persona de la Trinidad, con lo cual el hombre Jesús
está siempre en peligro de no ser considerado como un hombre completo. Para él, la
doctrina nicena de la consustancialidad aplicada a una concepción mitológica del Hijo
hace casi imposible una cristología satisfactoria: porque en tal concepción, el sujeto de
los pensamientos, sentimientos y acciones de Cristo viene a ser inevitablemente el
Logos divino, y no el hombre Jesús. La humanidad de Cristo se convierte
inevitablemente, según Lampe, en una apariencia externa, como un vestido con el que
Dios se ha disfrazado de hombre y de mendigo. Lampe piensa que la cristología sólo
puede superar este escollo si llega a desarrollar la idea de kenosis hasta el punto en que
se diga que, para encarnarse como hombre verdadero y completo, la Persona divina ha
tenido que despojarse virtualmente de su divinidad. Lampe descarta simplemente la
cristología del Logos y la sustituye por la del Espíritu, porque sólo ésta permite valorar
a Cristo como "verdadero hombre". "Si la relación del Espíritu con la humanidad de
Cristo es concebida como una posesión más bien que como una encarnación, resulta
posible afirmar que Cristo revela a la vez la naturaleza de Dios y la perfección del
hombre: porque cuando el Espíritu Creador toma posesión total de una persona humana,
ésta queda tan completa como antes". Para Lampe, el sujeto de actividad, la "hipóstasis"
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de Cristo, no es el Logos, sino el hombre Jesús. Subrayando esto, Lampe no admite que
se diga que Jesús es Dios "sustantivamente": pero evita igualmente decir que sea Dios
"adjetivamente". Más bien, si se admite que la unión de Jesús con Dios se hace bajo la
forma de una posesión total, habría que decir que Jesús es Dios "adverbialmente",
entendiéndolo en el sentido de que de la mutua interacción que se da entre el Espíritu de
Dios y la libre respuesta del espíritu humano de Jesús resulta una unidad de voluntad y
de operación tal que se puede decir verdaderamente que en todo lo que hace el hombre
Jesús actúa "divinamente".
III. LA CRISTOLOGÍA DEL ESPÍRITU EN COMPARACIÓN CON LA DEL
LOGOS
Hasta ahora hemos expuesto las ideas teológicas de dos autores que proponían una
cristología del Espíritu dentro de la dominante cristología del Logos, y las de dos
autores que proponían una cristología del Espíritu en vez de la cristología del Logos. Al
comenzar ahora mis propias reflexiones quiero afirmar que si tengo el propósito de
contribuir a una cristología del Espíritu es simplemente porque creo necesario, ante
todo, introducir la teología propia de la Biblia en nuestra dogmática. Me parece
intolerable que un tema importante de la cristología de Pablo, de Lucas y aun de Juan
quede como desterrado de nuestros tratados cristológicos, o a lo más confinado a un
scholion. Ahora bien, ¿qué camino seguir entre los dos propuestos por los autores
examinados? ¿Introducir la cristología del Espíritu dentro de la cristología tradicional, o
intentar sustituir ésta por aquélla, con el riesgo de echar por la borda una tradición de
siglos y el peligro del anatema de adopcionismo? Confieso honradamente que ante esta
alternativa me siento perplejo.
Sin hacer una opción, voy a intentar poner algunas preguntas que clarifiquen los
presupuestos: 1) ¿Qué proporción se establece entre la divinidad y la humanidad de
Cristo en una y otra cristología? 2) La diferencia en esta proporción, ¿puede decirse
resultante del diferente punto de partida de una y otra? 3) ¿Cómo se concibe la persona
divina en cada una de estas cristologías? 4) ¿Qué relación se da entre ambas
cristologías, correlativa con la relación que se da entre el Logos y el Espíritu?
1) Divinidad y humanidad
La cristología del Logos pone su énfasis en la divinidad de Cristo, y corre siempre el
riesgo de descuidar o disminuir su humanidad, en particular la personalidad humana de
Jesús. En cambio, la cristología del Espíritu salva la humanidad y la personalidad
completa de Jesús, pero corre el riesgo del adopcionismo, ya que la divinidad de Cristo
tiende a concebirse más funcional que ontológicamente, o, en los términos de Lampe,
más adverbialmente que sustantivamente. Parece que nos hallemos ante una relación
inversamente proporcional: a. más divinidad, menos humanidad, y viceversa.
Pero esto es una falsa apariencia. Si Dios es el creador, él y sus criaturas nunca pueden
relacionarse en proporción inversa: nunca pueden simplemente complementarse: mucho
menos competir u oponerse. La creación consiste en que Dios otorga a la criatura el ser
y la capacidad de acción que pasan a ser el ser y la acción propios de la criatura. Todo
aumento de ser o de capacidad de la criatura supone que Dios le otorga el ser y el actuar
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más, y todo aumento de la acción creadora de Dios aumenta el ser y la capacidad de la
criatura. La proporción no es inversa, sino directa: ni tampoco es una relación "f iftyfifty" , sino que la acción de la criatura es cien por cien de Dios y cien por cien de la
misma criatura.
Es a partir de este supuesto como se han de corregir las insuficiencias de las cristologías
mencionadas. La cristología del Logos no ha de suprimir ningún aspecto de la
humanidad de Jesús, como quedó patente en la oposición al apolinarismo, que negaba
que Jesús tuviera alma humana. Cuando más tarde, en el neocalcedonismo, se negó la
hipóstasis humana de Jesús, para evitar así la tesis nestoriana de los "dos hijos",
Máximo el Confesor hubo de subrayar que la humanidad de Jesús era perfecta y
completa, y por ello mismo distinta de su divinidad. Para Máximo, la unión no sólo no
es incompatible con la distinción, sino todo lo contrario: porque, observa muy ad rem,
"sólose puede hablar de unión de dos cosas en tanto en cuanto se conserve su distinción
física". De lo contrario ya no se hablaría de unión, sino de la aparición de una tercera
realidad: y la distinción de las dos realidades que están unidas implica que cada una de
ellas es completa. La teología escolástica, en su forcejeo por mantener la integridad de
la humanidad de Cristo a la vez que su carencia de una personalidad humana, no
siempre se atuvo con suficiente claridad al principio indicado.
En la cristología del Espíritu, la integridad de la humanidad de Jesús, con su libertad y
su plena inserción en la historia, queda perfectamente a salvo. A Lucas, su peculiar
cristología del Espíritu parece permitirle dar plena importancia a las decisiones
históricas de Jesús, por ejemplo en 9, 51; y así, en los Hechos, Cristo puede ser
presentado como pionero y ejemplo que ha de ser imitado por muchos. Sin embargo, en
esta cristología puede uno preguntarse si la divinidad de Jesús está afirmada de tal
manera que pueda verdaderamente decirse que Jesús es alguien radicalmente distinto de
los profetas y que en él Dios actúa de una manera total, única y definitiva. Dejando de
lado lo que pueda uno pensar de las sistematizaciones modernas, hay que decir que la
respuesta a esta pregunta es, desde los textos del Nuevo Testamento, plenamente
afirmativa. En ellos, la cristología del Espíritu nació como una cristología de adopción o
de elevación, pero muy pronto se sintió que esto era insuficiente. Y, precisamente por
esto, la relación de Jesús con el Espíritu se fue anticipando, primero al comienzo del
ministerio público de Jesús, y lue go, en las narraciones de la infancia, a su misma
concepción. Es aquí donde la cristología neotestamentaria abandona la forma de una
cristología ascendente, y toma la forma de una cristología descendente. Jesús es
presentado como fruto del Espíritu Santo desde el mismo inicio de su historia humana,
es decir, en la totalidad de su ser humano. En una intuición espléndida, el gran don
mesiánico final del Espíritu está ya presente en el mismo comienzo de Jesús. En mi
opinión, la cristología del Espíritu proclama aquí la divinidad de Jesús con no menor
fuerza que el texto juaneo sobre "el Logos hecho carne". Con esto podemos concluir
que la cristología del Espíritu no tiene por qué considerar a Jesús menos divino que la
cristología del Logos: mientras que, por otra parte, una y otra están en posición de
afirmar la plena integridad de su humanidad.
2) La diferencia en el punto de partida
La cristología del Logos comienza con la Palabra de Dios que "desciende" y se encarna:
la cristología del Espíritu se fija en el hombre Jesús y pasa a describirlo como lleno del
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Espíritu. La cristología del Logos nos habla de un "Dios encarnado", mientras que la del
Espíritu nos habla de un "hombre portador de Dios" -theophoros-. Ahora bien, por lo
menos desde los tiempos de Pablo de Samosata, los Padres insistieron en que Jesús es
más que un mero hombre "portador de Dios": y la Congregación para la Doctrina de la
Fe recordó, en 1972, que es un error afirmar que "la humanidad de Cristo existió por sí
misma como persona, y no como asumida por la persona eterna del Hijo de Dios, y que,
por consiguiente, el misterio de Cristo consiste únicamente en el hecho de que Dios al
revelarse estaba presente en el máximo grado posible en la persona humana de Jesús...
Para preservar la verdadera fe en la divinidad de Cristo no es suficiente decir que Jesús
puede ser llamado Dios por el hecho de que en lo que se considera como su persona
humana esté presente Dios de una manera suprema" (cfr AAS 64 ( 1972) 237-241).
A este propósito, ha sido objeto de discusión en la teología reciente la posibilidad de
una "cristología desde abajo", que en varias formas habían propuesto algunos teólogos
holandeses (Hulsbosch, Schillebeeckx y yo mismo), y de la que se ha hecho eco el libro
Ser Cristiano, de Hans Küng. Por mi parte, pienso que una cristología "desde abajo", es
decir, que tiene su punto de partida en Jesús- hombre, y aun en la persona humana de
Jesús, puede ser suficiente y no tiene el peligro de hacer a Jesús menos divino que la
cristología clásica, con tal de que cumpla ciertas condiciones. La cristología desde abajo
proclama la presencia salvadora y reveladora de Dios en Jesús; pero esta presencia ha de
tener dos características esenciales: En primer lugar, ha de ser una presencia suprema,
definitiva y final, o, en términos bíblicos, mesiánica y escatológica. Lo cual quiere decir
que lo mismo en el Jesús glorificado que en el Jesús terreno, Dios mismo está presente
no sólo con una presencia mayor que la que se hubiera dado en cualquier hombre, sino
con una presencia definitiva, total, mayor que la cual ya no puede darse. En Jesús, ha
llegado el reino final y definitivo de Dios, y por esto hay una diferencia irreductible
entre Jesús y cualquier profeta o persona agraciada por Dios. Así lo expliqué en mi libro
Un Dios de los hombres: si según el Concilio de Calcedonia, Cristo es verdaderamente
"consustancial con nosotros", no se puede admitir ninguna diferencia esencial entre la
humanidad de Jesús y la nuestra, así como tampoco entre la gracia de Jesús y la nuestra.
Pero, por otra parte, la diferencia entre Jesús y nosotros tampoco puede ser llamada
accidental, ya que la diferencia que se da entre la santidad de Jesús y la de Pedro es
totalmente distinta de la que pueda darse entre la de Pedro y Pablo, o entre la de los
santos del Antiguo Testamento y los del Nuevo. Podría decirse que se trata de una
diferencia gradual, en el sentido de que Jesús posee la santidad en un grado supremo y
único: lo que en los demás es parcial, en él tiene su máxima plenitud.
En segundo lugar, la presencia de Dios en Jesús, para que sea realmente equivalente a lo
que se afirma con la idea de la encarnación del Verbo, no sólo ha de ser una presencia
final y definitiva, sino también recíproca. Diosestá presente en cualquiera de sus
criaturas sin quedar encerrado o delimitado por ellas: siendo inmanente a ellas, las
trasciende. Dios está presente en la criatura penetrándola, abrazándola, conteniéndola,
sosteniéndola y fundándola. Por tanto, cuando el Logos de Dios está plenamente
presente en Jesús, puede decirse que es el fundamento, la hipóstasis de la realidad
humana de Jesús: no hay dificultad en suscribir la doctrina clásica de que la humanidad
de Jesús tiene su hipóstasis en el Logos, con tal de que no se considere como nohipostática en sí misma, en el sentido que explicaré. En el libro citado, pretendía invertir
la formulación clásica, y en vez de decir que la humanidad de Jesús tomaba la hipóstasis
del Logos, afirmaba que era el Logos el que tomaba la hipóstasis de la humanidad de
Jesús. Sigo manteniendo esta inversión, pero no de una manera exclusiva: es decir, creo
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ahora que hay que hablar de una enhipóstasis recíproca. En efecto: toda presencia de
Dios en la criatura implica la presencia de la criatura en Dios, y, por tanto, la
enhipóstasis del Logos en Jesús (tal como la propuse y la sigo manteniendo) implica la
enhipóstasis de Jesús en el Logos, como afirmaba la doctrina clásica.
Con esto me parece que puedo aquietar la preocupación de ciertos teólogos alarmados y
de la Congregación para la Doctrina de la Fe. No hay dificultad en decir que "el misterio
de Jesucristo consiste meramente en el hecho de que Dios al revelarse se hizo
supremamente presente en la persona humana de Jesús", porque esto implica que la
persona humana de Jesús está presente en el Logos divino, sostenida e hipostasiada por
él. Podemos decir que Jesús es "la expresión final y suprema de la revelación", porque
esto implica que la totalidad del Logos de Dios, con toda su plenitud, se hizo carne en
él. Estas expresiones sólo pueden ser objeto de objeción cuando no se tiene en cuenta
que implican una presencia y una "enhipóstasis" recíproca.
Esto ha de aplicarse lo mismo a la cristología del Logos que a la del Espíritu. Porque el
Espíritu es tan divino como el Logos, y no sólo está presente en Jesús, sino que abraza,
contiene y sostiene su humanidad, aunque no afirmamos que Jesús esté hipostasiado en
el Espíritu. También en una cristología del Espíritu, éste se relaciona con Jesús no sólo
funcionalmente, sino ontológicamente: Jesús no es divino sólo "adverbialmente", sino
ontológicamente, ya que la presencia del Espíritu lo penetra en su ser. Afirmamos, pues,
una vez más, que en ambas cristologías Jesús es considerado plenamente divino y
plenamente humano.
3) La persona divina
Hay todavía otra dificultad, que aflora cuando se considera cómo he procurado evitar
hablar de la "naturaleza humana" de Jesús, hablando simplemente de su humanidad, su
realidad humana y aun su persona humana. Como argüí en el libro indicado, mantengo
que la integridad de la realidad humana de Jesús implica que Jesús ha de ser una
persona humana y que esto ha de estar en armonía con una buena teología trinitaria.
Ahora bien, ¿cómo hay que concebir su personalidad divina en una y otra cristología?
En la cristología clásica, Jesús tiene personalidad divina, pero no humana: o, mejor
dicho, su personalidad es únicamente la personalidad divina del Logos. En
consecuencia, su naturaleza humana es personalizada o hipostasiada en el Logos, pero
en sí misma no tiene una hipóstasis humana, no es persona humana. Ciertamente
muchos teólogos, sobre todo modernos, atribuyen a Cristo todo lo que es propio de una
persona humana, como, por ejemplo, un ego psicológico y el ser centro de decisión y de
actividad humanas: pero evitan llamarlo persona humana. Con todo, surge la pregunta
sobre si esto es consecuente con la afirmación de la integridad humana de Jesús,
implícita en el Nuevo Testamento y en el Concilio de Calcedonia. ¿Si hiciéramos el
planteamiento al revés, comenzando por la afirmación de la personalidad humana de
Jesús, tendríamos que llegar acaso a la negación de la personalidad del Logos?
En una cristología del Espíritu los problemas son semejantes. Lampe no admitía que el
Espíritu fuese persona, porque si lo fuera desplazaría la personalidad humana de Jesús al
poseerlo. Realmente los presupuestos escolásticos harían difícil concebir al Espíritu
como persona. ¿Cómo podría un Espíritu personal mediar entre la persona divina del
Logos y su humanidad sin interferir en su unión personal o hipostática? O bien, si
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preferimos considerar que el Logos y el Espíritu actúan simultáneamente en Jesús, ¿no
será éste un extraño condominio de dos personas?
En las últimas décadas, el concepto trinitario de persona ha sido objeto de discusión. En
particular se ha discutido si el concepto de persona como centro de conciencia y de
libertad es adecuado para expresar la realidad del Padre, del Hijo y del Espíritu, sin
empañar la unidad divina. Dejando de lado los problemas sobre el concepto de persona
en teología trinitaria, la cuestión que nos sale al paso en cristología es la siguiente:
¿Podemos decir que el Logos y el Espíritu son "personas" sin negar la personalidad
humana de Jesús, o sin tener que admitir dos (y aun tres) personas en Cristo?
Para responder a esta pregunta recordaríamos, con Schillebeeclct, que Dios y la criatura
no pueden ser numerados ni sumados. Dios más la criatura son plura entia sed non plus
esse, más entes pero no más realidad. Algo semejante hay que decir de la unión
hipostática: así como Dios y la criatura ni son uno ni son dos, así también el Logos y la
humanidad en Jesús ni son uno ni son dos. Esta consideración se aplica no sólo al
Logos, sino también al Espíritu y al Padre. En Juan, Jesús nos dice que él y el Padre son
"uno": y, con todo, el mismo Juan nos presenta a Jesús en un diálogo yo - tú con el
Padre como sólo puede haberlo entre dos personas. Ciertamente la relación de Jesús con
el Logos y con el Espíritu no tienen un carácter dialogal: ni los evangelios lo sugieren
jamás, ni la definición de Calcedonia sobre la unicidad de persona en Cristo lo
permitiría. Ahora bien, si el Padre está en una relación dialogal con Jesús, en la que no
están ni el Logos ni el Espíritu, podemos decir que esta diferencia está en la misma
personalidad del Padre, del Hijo y del Espíritu. Aquí está la respuesta a las cuestiones
propuestas.
No sólo no entra Jesús en su vida terrena en relación dialogal con el Logos o el Espíritu,
sino que, aun en su encuentro original y constitutivo, el Logos y el Espíritu no entran en
relación con Jesús a la manera de una persona divina que encontrara una persona
humana. Si Jesús es una persona humana, se encuentran con él desde su origen
ciertamente como realidades divinas, pero no como personas divinas. Para hablar en
este contexto del Logos y del Espíritu, tal como existen en Dios previamente a la
encarnación, habría que usar un concepto distinto del de persona, que podría ser el de
"extensión personal". El concepto israelita de persona no pone el énfasis que nosotros
ponemos en la individualidad, sino que deja lugar para lo que podríamos concebir como
la extensión o expansión de la persona o de su presencia e influencia. La persona
humana se extiende a sus vestidos, sus herramientas o instrumentos y, sobre todo a su
nombre: de ahí también a su posteridad y, finalmente, a sus enviados, que son como su
"alter ego". De esta suerte, la persona de Dios se extiende a su nombre, al "ángel de
Yahvé" que habla en la persona del mismo Yahvé, y particularmente a su Espíritu, su
Palabra y su Sabiduría. Estos últimos eran realmente expansión, extensión o entrega de
Dios mismo a los hombres y en especial a Israel, que alcanzaban a determinadas
personas o comunidades, pero sin asumir plenamente su realidad total. Precisamente
esto es lo que tiene lugar en Jesús: la realidad total de la persona humana de Jesús es
penetrada desde su origen por el Logos, es concebida a partir del Espíritu Santo y
ungida por él. La persona humana de Jesús no se encuentra con personas divinas con las
que entre en relación dialogal: más bien es penetrada por el Logos y el Espíritu como
extensiones de la personalidad de Dios, y así Cristo, en su realidad humano-divina, no
es más que una persona.
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Ahora bien, es precisamente al unirse con Jesús de esta manera tan íntima, domo el
Logos y el Espíritu devienen personas en el sentido trinitario del término: es decir,
dejan de ser meras extensiones de Dios, para pasar a ser la segunda y la tercera persona
divina frente a Dios, que así queda constituido como la primera persona, el Padre, en el
sentido trinitario. El Logos, al devenir la hipóstasis divina de la persona humana de
Jesús, se personaliza a sí mismo frente al Padre y se convierte en el Hijo de Dios.
Sin embargo, la hipóstasis humana de Jesús, al ser asumida por el Logos, se comporta
pasivamente: mientras que la hipóstasis del Logos en él es totalmente activa: es decir,
que la persona humana de Jesús queda fundada o sostenida por la hipóstasis del Logos,
pero el Logos deviene hipóstasis y persona en la misma actividad sustentante del ser
personal de Jesús.
Acerca de la relación entre el Espíritu y Jesús podríamos decir algo semejante, aunque
con dos peculiaridades. En primer lugar, el momento en que el Espíritu se convierte en
más que una mera extensión de la personalidad divina no es el de la encarnación entendida como el origen de la existencia humana de Jesús- sino el de su glorificación.
Es entonces cuando el Espíritu es comunicado a la vez por el Padre y por Cristo: Jesús,
habiendo sido ungido por el Espíritu, pasa a comunicarlo: el bautizado en el Espíritu
bautiza en el Espíritu. Por esto en Pentecostés es el Espíritu de Cristo el que es dado
como don a la comunidad.
De ahí una segunda peculiaridad del Espíritu con respecto al Logos: el Espíritu no
deviene persona de la misma manera, y aun puede cuestionarse si deviene persona o no.
El Nuevo Testamento oscila entre expresiones personales e impersonales. La literatura
cristiana lo describe como la tercera persona, pero también como el lazo, el vínculo, el
abrazo, el beso entre el Padre y el Hijo. La iconografía, tanto en oriente como en
occidente, lo representó a menudo como una (tercera) persona en figura humana: pero
Urbano VII prohibió esta forma de representación en 1628, y desde entonces prevalece
el símbolo de la paloma. Mi propia opinión es que hay que considerar al Espíritu como
una persona divina en relación con nosotros, que tiene la representación del Padre y del
Cristo glorificado, siendo la presencia personal y la comunicación de la persona de
Cristo, así como la del Padre a través de Cristo.
De esta suerte, el Espíritu sería, como el Logos, una forma de presencia de Dios en la
economía previa a la encarnación, que se hace personal en la glorificación de Cristo,
aunque esta personalización resulta más indeterminada que la del Logos. Consideradas
así las cosas, ni el Logos ni el Espíritu ofrecen dificultad para la unión hipostática, ya
que su carácter personal no es antecedente a la misma, sino consecuente. Sin necesidad
de recurrir a neologismos como "extensión personal", podría expresarse mi concepción
en términos juaneos: en Cristo recibimos gracia sobre gracia, es decir, el Logos se hace
Hijo y el Espíritu se hace Paráclito.
Intentaré responder ahora a algunas objeciones que se me podrían hacer. Espero que
haya quedado claro que yo no cuestiono la divinidad del Logos y del Espíritu, sino su
personalidad previa a la encarnación y glorificación de Cristo. Algunos me acusarán de
modalismo: pero, en primer lugar, mi concepción de ninguna manera coincide con el
modalismo clásico o sabelianismo, que consideraba al Padre al Hijo y al Espíritu como
una única persona con tres funciones. En segundo lugar, mi concepción tampoco
coincide con los conceptos modales de algunos teólo gos modernos (K. Barth, K.
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Rahner) que, con todo, no son sabelianos. Para mí, el Padre es siempre una persona,
aunque de una manera muy analógica con respecto a lo que pueda ser una persona
humana. Además, admito que el Hijo y el Espíritu son plenamente personas divinas
después del acontecimiento de Cristo. Si uno se empeña en llamarme modalista, tendrá
que decir que mi "modalismo" queda confinado a la existencia divina del Logos y del
Espíritu previamente al acontecimiento de Cristo.
Algunos me dirán: ¿Cómo puede Vd. afirmar que Dios deviene trinidad de personas? A
lo que yo contestaría: ¿Cómo puede Vd. admitir la afirmación de Juan: "el Logos se
hizo carne"? También aquí hay un devenir, un cambio. Muchos teólogos dirán que el
cambio tiene lugar tan sólo en la realidad creada, en la carne, asumida pasivamente por
un Logos que no cambiaría para nada, ya que el Logos es Dios, y Dios ha de ser
inmutable. Por mi parte, yo no negaré que la inmutabilidad haya de predicarse de Dios:
pero sí negaré que Dios sea sólo inmutable, porque, con muchos teólogos, opino que
Dios es a la vez mutable e inmutable, aunque bajo diversos respectos. Dios es inmutable
en su realidad divina, pero mutable en su autocomunicación. No hay en ello
contradicción, porque el devenir y el camb io en Dios son de naturaleza distinta que los
de las criaturas. En las criaturas, cambio significa tránsito de la potencia al acto: pero en
Dios todo es acto: la criatura, al cambiar se enriquece o se empobrece, pero el cambio
en Dios es simplemente más autocomunicación, hacerse más nuestro Dios. Cuando
decimos que Dios "cambia" no es que venga a colmarse alguna indigencia que tuviera,
sino que es la libre comunicación de su riqueza, con la que él, de manera enteramente
libre y gratuita, se hace dependiente de otros. Al devenir trinidad de personas, Dios no
deviene "más Dios", pero sí que deviene más comunicación de Dios.
4) El Logos y el Espíritu
Después de lo dicho, ¿cómo pueden relacionarse las cristologías del Logos y del
Espíritu? ¿Podemos escoger libremente la que nos parezca mejor? ¿Ha de quedar el
Espíritu reducido a un papel más o menos accidental en cristología, como sucedía en la
escolástica? ¿O tal vez ambas cristologías son lo mismo, porque en definitiva el Logos y
el Espíritu son idénticos? Esta última pregunta parecerá a muchos sorprendente, ya que
la fe de la Iglesia es trinitaria y no binitaria. Sin embargo algunos han mantenido que el
Cristo preexistente, que Juan identifica con el Logos en su prólogo, es en los escritos
paulinos idéntico con el Espíritu: y algunos autores primitivos, como Hermas y aun
Justino, parecen confundirlos extrañamente. Es difícil decidir si en los textos del Nuevo
Testamento se halla una distinción clara entre el Logos y el Espíritu: parece que hay
textos en uno y otro sentido, procedentes de tradiciones diversas, que no han logrado
armonizarse.
Para resolver esta cuestión volvamos a las concepciones vetero-testamentarias que
subyacen a las formulaciones más antiguas. El Espíritu era allí el poder de Dios que
habla por los profetas y que salva a su pueblo en el futuro mesiánico: pero era también
el poder de Dios que, a veces juntamente con la Palabra, crea y da vida a las criaturas,
con efectos que en nuestra terminología llamaríamos naturales, junto a otros efectos
sobrenaturales. Algo semejante podríamos decir de la Sabiduría: acerca de ella parece
que pueden distinguirse dos corrientes originariamente independientes, pero que con el
tiempo llegaron a combinarse. Por una parte, está la sabiduría popular, expresada en
proverbios y formas semejantes, y cultivada a partir de la época real por los sabios
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profesionales. Se trata de una sabiduría pragmática y moral, no fundada en la
revelación, sino en la experiencia de la vida, y por ello no relacionada con el Espíritu de
Dios. Pero, después del exilio, la herencia de los sabios empieza a integrarse en la
restauración religiosa del pueblo y entra en conexión con otra corriente de sabiduría
representada por los profetas. Esta sabiduría viene de Dios y es comunicada por
revelación, por sueños y visiones: es el Espíritu de Dios el que la otorga. Los libros
sapienciales contienen pasajes que son meras colecciones de proverbios de sabiduría
"natural", junto a otros que exaltan el carácter "sobrenatural" de la sabiduría. La
Sabiduría llega a personificarse como la primera y más excelsa de las criaturas de Dios,
con atributos propiamente divinos y con funciones semejantes a las que en otras partes
se atribuyen al Espíritu de Dios: la Sabiduría es la que guía a los hombres y al pueblo
escogido a través de la historia (Sb 10, 1-19, 22), como hacía antes el Espíritu de Dios:
pero el Espíritu tiene todavía una función propia: sólo él será el don final y total de Dios
cuando él renueve todas las cosas: sólo él llevará a cabo la salvación definitiva del
pecado y de la muerte. La Sabiduría es la presencia de Dios como fundante, como
protológica, mientras que el Espíritu es la presencia de Dios escatológica. Los profetas
proclaman que el Espíritu de Dios es más poderoso que la misma Ley .o que la
Sabiduría.
Es este concepto profético del Espíritu el que subyace en el Nuevo Testamento. ¿Quiere
esto decir que el Espíritu, así como se extiende más allá de la Sabiduría, se extiende
también más allá del Logos? En el prólogo de Juan, el Logos es también la
comunicación creadora, fundante y protológica de Dios. Por otra parte, el, Espíritu, al
menos en Lucas y en Pablo, es escatológico: en Juan esto no aparece tan claramente, a
causa de su "escatología realizada". El Espíritu da origen a un "nuevo nacimiento" (Jn 3,
5-8), y aquí hay que ver una dimensión escatológica. Quizás el más mesiánico y
escatológico de los conceptos juaneos es el de "verdad", con el que se expresa la
plenitud de la revelación: ahora bien, la "verdad" la recibimos por la encarnación del
Logos (1, 17), pero es el Espíritu el que nos lleva "a toda la verdad" (16, 13) y aun "el
Espíritu es la verdad" (1 Jn 5, 7), Así pues, aun en Juan el Espíritu tiene un carácter
escatológico.
De lo que antecede se sigue que se da una cierta coincidencia entre Sabiduría, Palabra,
por una parte, y el Espíritu, por otra; son la comunicación de Dios de la que brota la
comprensión de la realidad, la profecía, la sabiduría y aun la vida: lo propio y
diferencial del Espíritu es su carácter escatológico. Toda la realidad humana de Jesús
estaba penetrada a la vez por el Logos y por el Espíritu: de ahí que podamos identificar
al Cristo preexistente a la vez con el Logos y con el Espíritu, lo cual no quiere decir que
podamos identificar a éstos entre sí. Podría decirse que en el Antiguo Testamento el
Espíritu de Dios estaba contenido dentro de su Sabiduría o de su Palabra: todavía estaba
por venir su comunicación final. Había de ser la encarnación del Verbo lo que, por así
decirlo, liberaría al Espíritu: y así lo que nosotros recibimos en la plena comunicación
de Dios, que es Jesús, es el Espíritu. Aunque en Jesús están presentes el Logos y el
Espíritu, lo que propiamente nos es dado en su glorificación es precisamente el Espíritu,
no el Logos.
Con esto llegamos al punto en que las cristologías del Logos y del Espíritu coinciden,
sin relegar al Espíritu a un papel accidental. En la realidad humana de Jesús, el Espíritu
no actúa de una manera paralela a como lo hace el Logos, como haciéndole la
competencia: es más bien la plenitud que redunda y se sigue de la autocomunicación del
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Logos. Aquí hay que volver al concepto patrístico de perichoresis, o inherencia
dinámica y recíproca de Padre, Hijo y Espíritu: los tres no sólo se relacionan como
estando el uno junto al otro, sino como estando y comunicándose el uno en el otro: es
así como superan cualquier suerte de cerrazón sobre sí mismos, y libremente pasan y se
comunican entre sí. El Logos sale del Padre y deviene Hijo con la encarnación: y el
Espíritu, llenando juntamente con el Logos al Hijo, sale del Hijo glorificado y se
convierte en el "Agua que salta hasta la vida eterna" Y en el "Paráclito que guía a toda
la verdad".
Tradujo y condensó: J. DE GAYÁ
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