Roma, Siglo I d.C. Tras la estela de Cleopatra

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Tras la Estela de Cleopatra
Por Tiempo Libre
Tras la estela de Cleopatra
Roma, Siglo I d.C.
Fue mi belleza la que lo cautivó. Sin la regularidad de mis facciones, mi vida sería tan triste como la
de mis compañeras de infortunio. Durante mi infancia, correteé con los hijos de los otros esclavos
del patricio Pomponio y jugué en las dependencias destinadas a la servidumbre. Mi padre no supo
prosperar. Venía de Iliria y era demasiado rebelde para hacerse merecedor de la confianza del amo.
Mientras otros esclavos medraban y encontraban así alivio a su condición servil, mi padre trabajaba
los campos del amo de sol a sol en las más duras circunstancias. Confiaba en los dioses y, todos los
años, sacrificaba a la diosa Fortuna. Pero ésta permaneció inconmovible. ¿Acaso los dioses no lo
están siempre? Por eso, cuando el agotamiento y los azotes le impidieron seguir trabajando, fue
arrojado a la calle y abandonado allí hasta que murió, desprovisto de todo auxilio. Su cuerpo, como
el de mi madre, acabó en manos de los necróforos, que lo arrojaron a una fosa común, sin ataúd, sin
pira funeraria, sin funerales, sin comida para los parientes.
La vida no era fácil para una joven esclava, casi adolescente aún. Los días eran una sucesión de
tareas, no siempre agradables. Cuando miro hacia atrás, el cansancio constante sobresale de entre
todas las sensaciones que se agolpan en mi memoria. Trabajaba en la cocina y apenas veía al amo.
No era sino una entre las muchas esclavas de Pomponio.
Una noche calurosa del verano me asomé al atrio. Quería aspirar el aroma que despedían las
plantas que allí crecían. Un poco más allá, había un surtidor de agua. Casi no podía verlo, pero sí
oírlo. Me sentía tan a gusto en aquel lugar tan fresco después del calor junto a los fogones que debí
quedarme adormilada. Cuando desperté, un hombre estaba a mi lado, observándome con un gesto
divertido. Era el amo.
Me asusté y quise emprender la huida hacia las dependencias de los esclavos, pero me detuvo con un
gesto. Empezó a hacerme preguntas. Yo no me atrevía a levantar los ojos hasta que, cogiéndome la
barbilla, me obligó a mirarle a la cara.
No era joven pues rondaba los treinta y cinco años. Era delgado pero fuerte. Su pelo rizado y sus
ojos oscuros. Me habló con voz profunda y, mientras lo hacía, me miraba fijamente. Había visto esa
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misma mirada en los esclavos de la casa. Parecía querer traspasarme y adivinar mis pensamientos.
Las esclavas más ancianas se reían cuando veían a los hombres mirarme así y hacían comentarios
que, entonces, yo no comprendía. Cuando el amo me dejó marchar, me sentí feliz por no haber sido
castigada. Dos días después, Pomponio me mandó llamar. Y al otro también. No tardé en ocupar un
lugar en su lecho de soltero. Sabía que no era la primera esclava que compartía sus noches pero, me
propuse no permitir que ninguna otra me desbancara en sus preferencias. Ahora vestía túnicas de lino
egipcio y de algodón indio. Pomponio era un amo generoso con los que le agradaban. Mi ocupación
era ungir el cuerpo de mi amo con perfumes árabes, marcar los pliegues de su toga y vigilar a los
sirvientes. Los esclavos ya no me miraban como lo hacían antes. Ahora había deseo en sus ojos
aunque procuraban que el dueño de la casa no estuviese presente. Pomponio no era un amo cruel
pero le disgustaba que un esclavo pensase siquiera en invadir su terreno.
Quince años después seguía deseándome, aunque su vigor no era el mismo. Su forma de tratarme
era diferente también. No me tomaba con tanta frecuencia pero me había hecho su confidente.
Conocía mi discreción y confiaba en mi juicio. Me consultaba sobre asuntos que le preocupaban,
escuchaba mis opiniones y, con frecuencia, las hacía suyas. La situación política era peligrosa, por lo
que, temeroso de caer víctima de cualquier conspiración, tan frecuentes en Roma, me dio la libertad
primero y testó a mi favor después. La palabra amor no salía, sin embargo, de sus labios pero yo
sabía que me quería, que se había acostumbrado a mí, y eso me bastaba. No abusé de mi nueva
posición. Muchas veces, los problemas proceden de las lenguas envidiosas de esclavas despechadas.
Después de todos aquellos años, había aprendido a leer en sus ojos. Su más mínimo gesto tenía
para mí un significado tan claro como las palabras que salían de su boca. Por eso, cuando una tarde
volvió de las termas públicas de oír a un orador de gran renombre, supe que algo había cambiado. Él
no decía nada, su vida seguía siendo, aparentemente, la misma aunque él ya no lo fuera. Por eso
envié a un esclavo adolescente tras sus pasos y pronto descubrí su secreto. Una doncella griega
estaba robándome su atención. Su juventud parecía hechizarle como lo había hechizado la mía
quince años atrás. Me miré en un espejo. Todavía era joven y mi cuerpo seguía siendo deseable, pero
otro cuerpo más juvenil lo alejaba de mi lado. ¿Cuánto tiempo tardaría Pomponio en sustituirme por
aquella joven? ¿Cuándo volvería a ocupar mi lecho en el pabellón de los sirvientes, dejando el
campo libre a esa mujer? Me miré con más atención. Ante mis ojos surgió la evidencia de que los
afeites no podrían disimular el paso del tiempo ni devolverme el favor de Pomponio. ¿Por qué las
mujeres teníamos que luchar siempre contra el tiempo para conservar el favor de los hombres?
¿Acaso no poseemos algo más valioso que una cara agraciada o una figura agradable? ¿Es eso lo
único que Pomponio valoraba en nosotras?
Recordé entonces la admiración que Pomponio sentía por Cleopatra, la reina de Egipto, quien,
gracias a su inteligencia, había conquistado los corazones de tantos hombres poderosos.
Con
frecuencia, después de una cena especialmente agradable, cuando el vino prestaba un fuego especial
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a sus palabras, lo había oído recitar las frases con las que nuestros grandes historiadores describieran
a aquella notable mujer. Aún ahora, después de tantos años, puedo oírle citando a Plutarco que alabó
su conversación estimulante o a Casio Dión que hablaba de la capacidad que la egipcia tenía para
subyugar a todo el que la conocía. Y muchas veces había tenido que disimular una sonrisa cuando
Pomponio expresaba su desagrado por Cicerón. Yo sabía que, aunque compartía muchas de sus
ideas, le molestaba que éste hubiera descrito a Cleopatra como una reina arrogante que era incapaz
de cumplir sus promesas.
Volví a observar mi rostro. Vi unas pequeñas arrugas alrededor de mis ojos. Parecían haber sido
trazadas por un cálamo de fuego. Dejé el espejo con un suspiro. ¿Qué podía hacer? Pomponio
admiraba la inteligencia de Cleopatra pero se rendía ante la lozanía de la juventud. Es algo muy
frecuente que los hombres sacrifiquen el amor y la lealtad de una mujer a cambio de los placeres que
otra les promete. Les encandila la juventud mientras que a nosotras nos atan los recuerdos.
Aquella noche, Pomponio regresó temprano. El clima político de la ciudad era cada vez más
tenso y mi amo estaba preocupado, con gesto ausente. Quiso salir al jardín y le acompañé hasta el
sicomoro, nuestro lugar favorito durante estos quince años. La luna brillaba, espléndida, iluminando
los cipreses, que parecían dedos gigantescos señalando al cielo. Nos sentamos en uno de los bancos,
rodeados de aromas dulces, penetrantes y del sonido del agua, que se asemejaba a un puñado de
monedas tintineando en nuestros oídos. El humor de Pomponio era oscuro como la noche por eso,
cuando llevé la conversación hasta su tema favorito, la reina de Egipto, decidió contarme dos
episodios que hasta ese momento había callado. Primero me habló de las dos enormes perlas que
poderosos monarcas de lejanos países habían regalado Cleopatra. Dos enormes perlas que ella
mandó convertir en pendientes que lucía en grandes ocasiones. Me explicó cómo, durante una fiesta
dada en honor de Marco Antonio, los sirvientes acercaron una copa de vinagre a su soberana, de
cómo ésta dejó caer una de las perlas en la copa y, cuando estuvo totalmente disuelta, bebió la
mezcla ante la curiosidad de su invitado. Tras esa anécdota amable, habló de otra faceta, mucho más
siniestra, de esa notable mujer que, durante años había buscado el veneno perfecto, el que actuaba
con mayor rapidez, el más indoloro. Me explicó cómo Cleopatra había experimentado dichas
substancias en sus esclavos, observando los síntomas, midiendo la duración de la agonía,
comparando la violencia de los estertores finales. Su voz reflejaba admiración ante tan formidable
mujer, ampliaba detalles, añadía nombres: beleño, cicuta, belladona. Yo escuchaba sin hacer
comentarios. A la repulsión de los primeros momentos siguió la sorpresa al comprobar que mi mente
estaba absorbiendo las palabras de mi amo, yo seguía considerándolo así, y el horror al tener que
admitir que Pomponio me estaba dando la solución al problema que su inconstancia me había
planteado.
Fue una noche muy larga. Incapaz de dormir, traté de alejar la tentación que, pese a mis
esfuerzos, iba abriéndose paso en mi interior. Mi amor y mi gratitud lucharon contra el despecho y el
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temor. Cuando llegó la mañana, ya había tomado una decisión. Visité los barrios más degradados de
la ciudad hasta encontrar lo que necesitaba, una botellita llena de un líquido amarillento, de sabor
agrio. Y esperé la ocasión propicia.
En el fumarium, las ánforas estaban llenas de vino. Pomponio era aficionado a los aromáticos
vinos de Chipre, de Samos y de Quíos. Los prefería a los de Falerno y Capua, demasiado densos para
su paladar. Mandé que los tuvieran preparados para ser servidos aquella noche en que se reunía a
cenar con un grupo de amigos. Ostras de Tarento, rojos escaros de Creta, erizos de mar y mulso para
apagar la sed. Observaba su gesto y pude comprobar que aprobaba las viandas elegidas. Le gustaba
agasajar a sus invitados y estaba contento del trabajo que yo había hecho. Pastel de jabalí y liebre
asada seguidos de pintada con jengibre y cabrito con salsa de ciruelas. Los vinos griegos alegraron el
ánimo de Pomponio. Estaba complacido y hablaba más de lo que era habitual en él. Como a todos
los hombres, el vino y el amor le soltaban la lengua. La tortilla de miel, los pastelillos de canela y los
dátiles rellenos de almendra le entusiasmaban. Sabía que era muy goloso y siempre reservaba un
buen espacio en los menús para los postres dulces. Espiaba sus ademanes. Quería que se sintiera
satisfecho. Los quesos nadando en miel y cuencos con natillas. El amo pidió los vinos especiados
con absenta y piñones. En sus ojos se leía la impaciencia por conocer la sorpresa que yo le había
anticipado. Serví el vino añadiendo una dosis de veneno de una botellita que ocultaba entre mis
ropas. Cuando tuvo la copa en la mano, me quité el aderezo que había lucido esa noche. De la parte
central arranqué una pequeña perla, con una sonrisa la dejé caer en su copa. En sus ojos vi una
mirada de entendimiento. Estaba emulando a la mujer que tanto admiraba y eso le halagaba. Le miré
y, con gesto cómplice, le invité a beber. Me sonrió, levantó su copa y bebió. Hizo una mueca ante el
sabor amargo del veneno que el vino no pudo disfrazar. Pero lo atribuyó al vinagre, necesario para
disolver la perla. Nadie nos miraba. Los invitados estaban demasiado ocupados bebiendo,
discutiendo y cruzando apuestas. Nuestro gesto pasó inadvertido. Una broma privada.
Los estertores comenzaron a los pocos minutos. Murió allí mismo, tendido en el triclinio. Tal vez
las ostras no eran frescas, aunque el pescadero así lo había asegurado. Los esclavos a cargo de la
cocina gemían temiendo ser culpados de la muerte de su señor. Acerqué mis labios a los del cadáver
para recoger su último aliento. Pomponio no tenía parientes que hicieran eso por él. Después lo llamé
por su nombre tres veces y rogué a sus amigos que fuesen al templo de Libitina a anunciar su muerte.
También a los esclavos que plantasen un ciprés ante la puerta de la que era ya mi casa. Quería que
Pomponio tuviese unas honras fúnebres dignas de un ciudadano de su prestigio. No pensaba
escatimar. Habría muchas antorchas, el mejor flautista de Roma para abrir el cortejo fúnebre y las
plañideras más estruendosas de la ciudad.
La casa era un hervidero de personas que iban y venían, hablaban, gesticulaban y lloraban.
Necesitaba un poco de silencio. Me retiré a los aposentos del difunto Pomponio. Por un ventanal salí
al atrio. Estaba desierto, la actividad estaba en el otro lado de la casa. Con cuidado hice un hoyo al
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pie de un sicómoro que Pomponio había hecho traer de Palestina. Allí enterré el veneno sobrante del
brindis mortal, con la esperanza de que su poder letal no llegase a secar el árbol.
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