historia de la iglesia - Patrimoni Cultural

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HISTORIA DE LA IGLESIA
De Carlomagno al epílogo de la edad media
(siglos IX - XIV)
Josep M. Martí i Bonet
Desembre 2012
1. FECHA DEL NACIMIENTO DE EUROPA:
NOCHEBUENA, AÑO 800
• Carlomagno: la expansión de su reino hasta el año 800
• El viaje de Carlomagno a Roma, en el año 774
• Definitiva constitución de los Estados Pontificios (781).
Un falso documento: el ‘Constitutum Constantini’
• Antecedentes inmediatos a la coronación imperial de Carlomagno
• Nace Europa: la coronación de Carlomagno
• Contenido del Imperio de Carlomagno
• Efectos jurídicos de la coronación de Carlomagno
• ¿El Imperio de Carlomagno era teocrático o hierocrático?
• Carlomagno tras la coronación imperial
Carlomagno: la expansión de su reino hasta el año 800
La alianza entre el papado y el reino franco —y por lo tanto el nacimiento
de Europa— culminan con Carlomagno y con la creación de su Imperio. Las
instituciones que surgieron del Imperio carolingio son de una importancia capital
en la historia de la civilización en la edad media. Debemos sumergirnos en su
biografía —aunque brevemente— para podernos situar en el contexto de una
de las páginas más interesantes de la historia de la Iglesia y del nacimiento
de Europa. El presente resumen biográfico, en principio, no hace referencia a
las relaciones de Carlomagno con la Iglesia, ya que éstas serán estudiadas
posteriormente.
Carlomagno, el segundo soberano de la dinastía carolingia, era hijo de Pipino
el Breve y de Berta (hija de Cariberto, conde de Laon), nació en el año 742.
Carlomagno heredó de su padre los países dispuestos en semicírculo que van
desde Bohemia hasta la mitad occidental de los Pirineos. Su hermano Carlomán,
por otra parte, recibió de su padre los territorios comprendidos en la parte
HISTORIA DE LA IGLESIA
inferior del mencionado semicírculo, o sea el sur de la actual Francia y lo que se
denominaría posteriormente ‘reino de Provenza’.
La primera campaña del que sería emperador, la emprendió en el año 761 contra
los aquitanos, comandados por un tal Gaibré. Éstos fueron definitivamente
derrotados por Carlomagno en el año 769. Al mismo tiempo, en el año 768, los
hijos de Pipino el Breve fueron consagrados reyes según el rito ya establecido
por su padre. En este ritual se incluía la unción realizada por los obispos. La
ceremonia se efectuó en Noyon.
Probablemente fue en la Navidad del año 770, cuando Carlomagno se casó en
Maguncia con la hija de Desiderio, rey de los longobardos. Fue un matrimonio
por motivos políticos, ya que cuando a Carlomagno le interesó romper la alianza
con Pavía, repudió a su primera esposa (771). En este periodo empezó la
campaña contra los longobardos que después expondremos con más detalle;
ahora sólo apuntamos que en el año 774 Carlomagno se convirtió en rey de los
longobardos. Mientras tanto, se había casado con la franca Hildelgarda, con la
que tuvo tres hijos: Carlos, Pipino y Luís, y tres hijas: Rotruda, Berta y Gisela.
Una vez fueron totalmente sometidos los longobardos (777), atacó a los sajones,
los cuales, según afirman las crónicas francas, se habían negado a pagar un
tributo impuesto por Pipino el Breve. En una campaña muy dura y feroz, los
sajones fueron derrotados en Brunsburg, y Carlomagno avanzó hasta más allá
del Wesser.
Después de la derrota de Roncesvalles (España), Carlomagno acudió de nuevo
al territorio de los indómitos sajones, cruzando el Rin, y los venció en Lippspringe
(782). Pero esta victoria fue motivo para que otras tribus sajonas se levantasen
contra Carlomagno, y los francos fueron derrotados en Súntel. Posteriormente,
los francos se vengaron con las desgraciadamente célebres matanzas de
Verden. Carlomagno continuó la lucha, hasta que en el año 785 el caudillo de
los sajones Guitiquindo finalmente aceptó someterse, y recibió, posiblemente
no muy convencido, el bautismo. Las leyes impuestas a los sajones fueron
durísimas.
El mismo año 785 se inició la efectiva sumisión de algunos territorios de la actual
Cataluña: algunos prohombres de Girona entregaron su ciudad al representante
de Carlomagno, y eso trasladó la frontera franca hasta el río Tordera. Los
nativos se lamentaban de que el yugo franco fuese mucho más duro y feroz
que el anterior de los sarracenos. Sin embargo, los partidarios de Carlomagno
—algunos de ellos vivían desde la invasión árabe en la Septimania y habían
obtenido del rey franco condiciones ventajosas de establecimiento en el caso de
invasión de sus territorios de origen— acompañaron a los francos y ayudaron a
trazar un plan definitivo de conquista de Barcelona. Pero ésta no se hizo realidad
hasta el año 801.
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HISTORIA DE LA IGLESIA
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En el año 781 Carlomagno inició la acción sobre los avaros al Danubio medio.
Dos años después envió contra éstos a su primo Teodorico, el ejército del cual, al
pasar por la Sajonia, fue sorprendido y vencido por los sajones en el Wesser. Para
acabar con los indómitos sajones —según los califican las crónicas francas—,
Carlomagno decretó la deportación de grandes contingentes (muchos miles) de
sajones a territorios en el interior de Francia, más seguros. Eran considerados
casi como esclavos. Las luchas contra los avaros acabaron en el año 799 con el
asalto del río Rin. Carlomagno envió misioneros a los pueblos avaros.
En la frontera del Elba, el Saale y el Eider, Carlos, el hijo mayor de Carlomagno,
ejercía una presión constante sobre daneses, servios y checos. Del mismo
modo que lo hacía en el otro extremo su hijo Ludovico Pío, que con la ayuda
de Guillermo I, conde de Tolouse, dirigió varias razzias contra la frontera de los
sarracenos. En el año 797 el valido de Barcelona se relacionó con Carlomagno.
Una asamblea celebrada en Toulouse decidió un plan de campaña para el 800, y
fue acordada entre otras la restauración de Osona y de los castillos de Cardona
y Casserres bajo el gobierno del conde Borrell. En los meses que siguieron,
Ludovico atacó Lleida y destruyó y devastó las inmediaciones de Huesca, y en
el año 801 Barcelona fue conquistada por Ludovico Pío. Tenemos constancia
de esta victoria en algunos documentos custodiados en nuestros archivos de
Barcelona.
La lista de las victorias de Carlomagno anteriores al año 800 es muy significativa
por si sola: sumisión de los aquitanos (769), de los longobardos (774), de
sajones (785), de Girona (785), de Baviera (787), de Carintia (788) de los avaros
del Danubio medio (799)... A raíz de todas estas campañas, los contemporáneos
de Carlomagno deducían que el rey franco era el soberano más importante del
mundo, y que por derecho propio podía pactar no sólo con el Imperio de Oriente
y con el califa musulmán, sino también con la máxima autoridad moral y espiritual
de la cristiandad: el Papa. Pero para que fuese efectivo este pacto y la institución
que de él surgió (el Imperio), Carlomagno tenía que ser el señor de Italia. Este
proceso de conquista de la península italiana tiene varias etapas que se pueden
señalar con cuatro hitos cronológicos, que son los cuatro viajes de Carlomagno
a Roma: 1/ viaje de la Pascua del año 774; 2/ viaje del año 781; 3/ viaje del 787
y 4/ viaje entre diciembre de 799 y enero de 800.
El viaje de Carlomagno a Roma, en el año 774
En el aspecto político, el pontificado de Esteban III (768-772) fue un fracaso. No
se avanzó en absoluto en la consolidación del poder temporal del proyectado
Estado Pontificio: el rey longobardo Desiderio (756-774) negaba una y otra vez
los límites fijados por Pipino el Breve. Los mismos romanos estaban divididos:
unos a favor de los longobardos y otros a favor de los francos. El Papa se
encontraba perplejo, especialmente cuando veía que el mismo Carlomagno se
había casado con una hija de Desiderio en el año 770, y que Carlomán, hermano
de Carlomagno y posible apoyo de una alianza antilongobarda, moría el año 771.
En el último año de su pontificado, Esteban III, por una inconfesable promesa y
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
debilidad, dio a Desiderio el título de ‘defensor de Roma’. Carlomagno interpretó
este gesto como un afrontamiento a su dignidad, especialmente cuando él ya
gobernaba solo habiendo repudiado a su mujer Desideria (longobarda), y quería
iniciar una política claramente expansionista en dirección a Italia. Esteban III
murió el 3 de febrero del año 772.
El sucesor de Esteban III fue el diácono Adriano, procedente de una familia de la
nobleza romana. Antes de la ordenación de Adriano (7 de febrero de 772) el rey
Desiderio exigió al Papa electo que ratificase un pacto con los longobardos, pero
éste dio largas a las pretensiones de Desiderio, de modo que el rey conquistó
Ferrara, Commacchio y Faenza, y puso asedio a Rávena. El nuevo Papa
protestó enérgicamente, ya que estas plazas pertenecían —afirmaba el romano
pontífice— a los Estados Papales según los pactos de Pipino el Breve. Desiderio
no le hizo caso y continuó las conquistas de la Pentápolis (cinco ciudades).
Conquistó incluso algunos territorios del denominado ducado romano. Estos
acontecimientos impulsaron al Papa en diciembre del año 772 a enviar a la corte
de Carlomagno un peculiar emisario como veremos a continuación.
Carlomagno “necessitate compulsus” obligado —nos dicen las crónicas— al
intervenir a favor del Papa “se lanzó contra los enemigos de la Iglesia”. Si
hacemos caso a las crónicas francas, Carlomagno sólo pretendía que Desiderio
compensase al Papa con una razonable cantidad de dinero por las invasiones
de los longobardos en las tierras que posiblemente le pertenecían. Pero
—según continúan las crónicas— “Desiderio no le hizo caso”. Y por este motivo
Carlomagno inició una campaña militar contra el rey longobardo, el cual ya se
había enterado de que los francos ya estaban cruzando los Alpes, y se dirigian
a los desfiladeros de Monte Cenis. Allí tuvo lugar una gran batalla. Entretanto
otro ejército franco cruzaba el puerto del Monte Jovis. Desiderio se vio atrapado
y no pudo hacer nada contra la incursión de los francos hacia las llanuras del
Po, teniendo que refugiarse en Pavía. Carlomagno —o ‘Carlos de Hierro’, ya que
así es denominado en los anales— exigía una rendición sin condición alguna.
El asedio de Pavía llevaría algunos meses, pero el 5 de junio de 774 cayó la
ciudad. Desiderio y sus dos hijos fueron deportados y encarcelados en Francia, y
Carlomagno se hizo proclamar rey de los longobardos. Pero un hijo de Desiderio
consiguió escaparse y encontró refugio en Oriente.
Ante su derrota, el ducado longobardo de Spoleto se puso en manos del Papa,
ya que temía que corriese la misma suerte que el reino de Pavía. El Papa aceptó
esta “commendatio” e impuso un duque de su confianza, llamado Hildebrando.
Las ciudades de Fermo, Ancona, Osimo y Città di Castello volvieron a la
obediencia de Adriano. Pero de momento Carlomagno no se acordó del Papa
y el rey franco se anexionó íntegramente el reino longobardo; así también
la zona del exarcado de Venecia cayó bajo la influencia de Carlomagno.
Durante la campaña de 773-774, cuando Pavía todavía estaba asediada,
Carlomagno se propuso “peregrinar” a la tumba de san Pedro. Éste fue el primer
HISTORIA DE LA IGLESIA
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viaje. El papa Adriano I, sorprendido, le recibió fuera de Roma. Después, en la
basílica de San Pedro celebraron la Pascua (774). En los días posteriores hablaron
sobre la situación italiana. Algunos historiadores afirman que en esta ocasión el
Papa le presentó a Carlomagno el documento del pacto de Quierzy de Pipino el
Breve. Por supuesto no admitimos este documento, ya que si no creemos que se
hiciera ninguna promesa en Quierzy —como hemos indicado anteriormente—,
tampoco podemos aceptar que Carlomagno cumpliese una promesa inexistente.
Lo que sí es cierto es que en este primer viaje de Carlomagno a Roma el papa
Adriano I recibió un estirón de orejas por su aceptación del ducado de Spoleto.
Éste fue incorporado al nuevo rey de los longobardos, o sea, a Carlomagno.
Otras ciudades de la Toscana pasaron también a manos de Carlomagno, pese a
las anteriores promesas del rey de los francos al papa Adriano.
Como conclusión de esta campaña contra Desiderio, debemos indicar que
la pretendida ayuda al Papa no fue la causa de la intervención militar de
Carlomagno en Italia, aunque así lo digan las crónicas francas —por supuesto
bajo sospecha por hacer quedar demasiado bien al rey—. La principal causa
no fue otra que la invasión del reino longobardo con las mismas estratagemas
y motivaciones que las anteriores invasiones del rey de los francos en los
territorios europeos. Poco le interesaba a Carlomagno en el año 774 la
denominada “restitución del patrimonio papal”. En su primer viaje a Roma lo
dejó todo igual, exceptuando que indirectamente eliminó al enemigo del Papa,
el rey longobardo Desiderio... También es preciso afirmar que la visita a Roma
tuvo un efecto, diríamos, retardado en el ánimo de Carlomagno: posiblemente
al volver a Francia reflexionó sobre la situación del Papa y de aquellos territorios
que tan insistentemente el ‘vicario de Pedro’ pretendía conseguir. Eso explicaría
el cambio que se produjo en el segundo viaje del año 781, según explicaremos
en el siguiente apartado.
En la entrada triunfal a Pavía el 11 de junio de 774, Carlomagno fue proclamado
‘Rex francorum et Longobardorum atque Patricius Romanorum’. Pese a este
ostentoso título de ‘Patricius Romanorum’ —que el Papa ya había concedido
a Pipino, padre de Carlomagno—, no significa que la cuestión del patrimonio
pontificio fuese resuelta. Carlomagno haría más caso, por ejemplo, del arzobispo
de Rávena que del mismo Papa. Aquel sería el nuevo intermediario entre los
francos y el Imperio bizantino. El Papa fue condenado al ostracismo. Y en un
posterior viaje de Carlomagno a Italia (diciembre de 775-junio de 776) prescindió
absolutamente del Papa, resolviendo él solo la problemática de la sumisión
de nuevos brotes independentistas y de la nueva reestructuración del reino
carolingio-longobardo. En esta ocasión Carlomagno ni visitó al Papa.
Definitiva constitución de los Estados Pontificios (781). Un falso
documento: el ‘Constitutum Constantini’
Cuando Carlomagno volvió en el año 776 a la corte franca, se encontró con una
delegación del Papa que le pidió una solución definitiva a los problemas que
tantas veces habían tratado. El Papa —para hacerse suyo a Carlomagno— le
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
comparó exagerando con el emperador romano Constantino. Pese a estas
reiteradas peticiones, Carlomagno no le hizo caso; suficiente trabajo tenía con
los sajones y estaba abatido por la derrota de Roncesvalles. Pero la insistencia
papal llegó a hacerle desistir de su tozudez y el rey franco prometió que iría a
Roma a festejar la Pascua en abril de 781. Así lo hizo. Y efectivamente en esta
visita sería mucho lo que el Papa lograría. Y en tal ocasión, el Papa bautizó
al hijo del rey, al cual se le cambió el nombre (de Carlomán pasó a llamarse
Pipino). El mismo Papa ungiría “rey de Italia” al recién bautizado, y al hermano
menor Luis lo ungió rey de Aquitania. Así, el Papa, como compensación recibió
la confirmación de su “Patrimonium Sanctae Sedis”, fijándose ya unos límites
muy concretos: el Papa sería soberano del ducado de Roma, de Pentápolis y
del exarcado de Rávena. Además de los territorios que van de Viterbo a Saona
y de Orvieto a Rieti, también se le concede al Papa la enfiteusis de Spoleto y
de Toscana. Así se puede decir que en este año 781 los Estados Pontificios —
denominados ‘Patrimonio de san Pedro’— fueron definitivamente constituidos.
Efectivamente consta que el exarcado de Rávena fue concedido al Papa, pero
al no disponer de personal apto para enviarlo al extremo de sus dominios, confió
toda su autoridad al arzobispo de Rávena, convirtiéndose éste en verdadero
señor de la ciudad. Así pues, el arzobispo rodeado de la nobleza de Rávena
—recordemos por ejemplo al arzobispo de aquella ciudad Juan X— fue durante
más de un siglo (781-889) un auténtico príncipe en la zona.
El nuevo Estado de la Iglesia, gracias a este viaje de 781, era ya un hecho con
atribuciones jurídicas plenas y soberanía. Desde este momento el Papa empezó
en fechar sus documentos utilizando el año del pontificado, y acuñó moneda
propia. Oriente aceptó (o al menos no protestó) la nueva situación en Italia. Irene
regía el Imperio bizantino, que en un principio estaba en buenas relaciones con
Carlomagno y el Papa. Ella había pacificado la Iglesia de Oriente, acabando con
la dificultosa cuestión iconoclasta. Incluso se rumoreaba sobre una posible boda
entre Rotruda, hija de Carlomagno, y el hijo de Irene, Constantino VI como ya
hemos indicado anteriormente.
Hemos dicho que entre el primero y el segundo viaje a Roma de Carlomagno
(774-781) unos emisarios papales entregaron al rey de los francos sendas cartas
papales en las cuales se comparaba Carlomagno con el emperador Constantino,
el cual tanto benefició a la Iglesia del siglo IV regida por aquel entonces por
el papa Silvestre (314-335). Muy probablemente el papa Adriano I adjuntó
a estas cartas un documento (posiblemente falsificado por la curia romana
bajo orden del mismo Papa) que sería uno de los privilegios más discutidos
por los historiadores del papado. Nos referimos al documento llamado ‘Falsa
donación de Constantino’, ‘Decretum Constantini’ o ‘Constitutum Constantini’.
El Papa —recordemos— en aquel periodo quería que los límites de los futuros
Estados Pontificios fuesen fijados por el rey. Carlomagno no hacía caso y
probablemente el Papa habría inventado una estratagema indigna: un falso
documento (decretum) producido (o mejor dicho atribuido) ni más ni menos que
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por el mismo emperador Constantino. No sabemos la repercusión que tuvo en el
ánimo de Carlomagno la lectura de este documento, pero no existe duda de que
en su interior se sintió halagado por una comparación así; y el hecho histórico
nos dice que entre los años 776 y 780 se produjo un cambio: pese a que no hace
mención de este documento, Carlomagno se manifestó más magnánimo —cosa
no demasiado normal en él— hacia el Papa, concediéndole en el segundo viaje
(781) los límites de los territorios de los Estados Pontificios. Posiblemente este
documento no fue la única causa inmediata de ello, pero sí que ayudó mucho a
la mencionada concesión por parte de Carlomagno.
La edición crítica del texto del Constitutum Constantini fue publicada por el
historiador Hinschius, que tuvo presente todos los innumerables códices, entre
los cuales cabe destacar el denominado ‘dionisiano’ del siglo X, custodiado en
el monasterio de San Dionisio de París. El contenido, pese a que el texto fue
escrito de una manera oscura y muy ampulosa, puede dividirse claramente en
dos partes: la confesión (de Constantino) y la donación del mismo emperador
al papa Silvestre. En la primera parte, más allá del protocolo en que aparecen
los títulos del emperador, Constantino presenta su profesión de fe que coincide
con el símbolo de los apóstoles (credo). A continuación sigue la narración de la
prodigiosa curación del emperador afectado de lepra. Explica cómo los sacerdotes
paganos intentaron curarlo bañándolo en sangre de niños inocentes. El clamor
de tantas madres hizo desistir el inicio de esta cruel e inoperante medicina. Por
la noche los apóstoles Pedro y Pablo se le aparecieron, asegurándole que se
curaría si pidiera ser bautizado por el papa Silvestre. El Papa le administró el
bautismo —con una fórmula muy posterior al siglo IV— y después Constantino
recibió la confirmación, y así se curó de la lepra.
En la segunda parte hallamos propiamente la donación —llamada ‘dispositio’ en
diplomática—: Constantino, de acuerdo con todos sus consejeros imperiales, el
senado romano y los prohombres romanos, así como el pueblo de la Urbe, está
dispuesto a honorar la Iglesia romana concediéndole los poderes, la dignidad
y los honores imperiales: quiso que el obispo de Roma tuviera el ‘principatum’
sobre los cuatro patriarcados orientales y sobre toda la Iglesia del mundo; que
el palacio imperial Laterano fuese en lo sucesivo la residencia de los papas (él,
por no hacerle sombra, se trasladaría a la nueva Roma Constantinopla); que los
papas pudiesen llevar las insignias imperiales. Incluso le concedió la Corona,
pero el Papa, por humildad, no la quiso. En el mencionado documento se otorgó
que el clero romano tuviese los mismos honores y vestidos de ceremonias que
los oficiales del Imperio; así la curia papal se equiparaba a la imperial. Pero la
atribución más especial consignada en el Constitutum fue la concesión al Papa
de la jurisdicción civil sobre todo Occidente, incluso sobre Italia y Roma. Pero
el emperador tendría la jurisdicción sobre Oriente y mandaría construir una
ciudad llamada ‘ciudad de Constantino’ (la Nueva Roma). El emperador gozaría
en Oriente de la misma jurisdicción que el Papa en Occidente. El Imperio de
Constantino, por lo tanto, se trasladó a Oriente.
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Acaba el documento con una amplia corroboración, válida “hasta el fin del
mundo” y que será observada por todos los sucesores de Constantino con
gravísimas penas, incluso eternas, para todo el que no haga caso del mismo.
El documento fue firmado personalmente por el mismo emperador y colocado
sobre la tumba de san Pedro.
En el escatocol (o final) del documento, a parte de la firma del emperador, consta
una datación totalmente arbitraria y absurda.
El contenido, por lo tanto, del Constitutum Constantini, si bien es cierto que es
bastante exacto en el primado que tiene el Papa sobre la Iglesia, es totalmente
quimérico en cuanto a la supremacía y “[jures]dictio firma et imperialis” que
concede al Papa en todos los territorios de Occidente. Según este falso
documento, el sucesor de Pedro se convierte de hecho en el emperador de
Occidente.
En un principio el mencionado documento sólo fue utilizado, o al menos
presentado, por el papa Adriano I. Sin embargo sus sucesores inmediatos no
hicieron ninguna referencia a él. El primer Papa que lo utilizó obviamente fue
san León IX (1049-1054). Posteriormente se aceptó como auténtico sobretodo
por los canonistas y se copió en varias colecciones canónicas. Los primeros en
afrontar el problema de la autenticidad fueron los humanistas de los siglos XV
y XVI: entre ellos cabe destacar a Nicolás de Cusa, Lorenzo Valla, Reinaldo
Pecok..., pero en el ámbito eclesial romano fue aceptado como auténtico y
desgraciadamente no se desestimó hasta el siglo XIX.
Una cuestión muy difícil es determinar el lugar en el que se falsificó, así
como la persona o personas que fueron autores del documento (Constitutum
Constantini). Igualmente es problemática la fecha de falsificación. Los
mencionados humanistas atribuyeron la autoría a un tal Juan, sacerdote del
siglo X. Descartado éste, se indicó como el autor al también autor falsario
de las decretales del Pseudo-Isidoro. Posteriormente fue atribuido al clérigo
lateranense Gregorio, al que después fue el papa León III; o al diácono Juan; o
a un tal Cristóforo de la cancillería papal; o al papa Esteban; o al papa Pablo I; o
al mismo papa Adriano I, o a alguno de los sus colaboradores.
En cuanto al lugar, se descarta Oriente, ya que los ‘stegmata’ (o familia de
códices) tienen unas claras raíces occidentales, y los códices más primitivos
apuntan a Roma o a San Dionisio de Francia. También aquí el contexto histórico,
anteriormente expuesto, hace creer más probablemente Roma, y concretamente
la curia papal.
En cuanto al tiempo en que se escribió, creemos que la teoría más probable
es que fuese entre los años 774 y 776 por los siguientes argumentos: 1/ el
Constitutum Constantini es posterior al año 754, porque en el texto, entre las
diversas concesiones ornamentales que Constantino otorga (diadema, frygium,
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capa púrpura, indumentaria imperial...) consta también el “officium stratoris”, o
sea, que el rey (en este caso el emperador) tome las riendas del caballo del
Papa al cruzar las puertas de la ciudad o del castillo; el Papa debe ir montado
en su caballo y el rey de pie como señal de veneración, de respeto e incluso
de sumisión al sucesor de Pedro. Anteriormente hemos expuesto que esta
costumbre se inició el 6 de enero de 754, cuando Pipino el Breve recibió en las
puertas de Ponthion al papa Esteban II, y así fue como entraron en la ciudad.
Por lo tanto, el “terminus a quo” del Constitutum es el año 754 (o sea después
del 754).
2/ El Constitutum es anterior a la compilación de las Decretales del PseudoIsidoro. Por lo tanto, anterior a los años 847-852. Obviamente que el Constitutum
forma parte del conjunto de documentos, decretales, concilios, etc., que en las
anteriores fechas (847-852) se reunieron para formar parte de una de las más
importantes colecciones canónicas, o sea la colección del Pseudo-Isidoro, y
entonces, si el Constitutum fue integrado en la mencionada colección, debemos
pensar que ya existía anteriormente.
3/ El Constitutum habría sido elaborado entre los años 754 y 847-852, ya
que bien se puede precisar que difícilmente se fechará la falsificación del
Constitutum en los años inmediatamente posteriores a la coronación imperial de
Carlomagno, tal como pretenden algunos historiadores: ¿cómo se puede admitir,
en el contexto histórico de la poscoronación, un documento en que diga que el
auténtico emperador de Occidente es el Papa? La falsificación hay que situarla
en una época en la que el Imperio occidental romano estaba vacante o en la que
al menos la presencia imperial de Bizancio fuese totalmente ineficaz. Por lo tanto
hay que fechar la falsificación entre los años 754 y 800.
4/ No se puede admitir que el Constitutum fuese compuesto en los años de los
pontificados de Esteban II (752-757) y/o Pablo I (757-767). Los hechos históricos
de ambos pontificados indican que los papas y la curia papal se consideraban
aún sometidos al emperador de Bizancio, procurando pactar con Oriente.
También observamos que en el periodo 752-767, los papas no acuñaban
moneda, ni fechaban sus documentos por el año del pontificado. Por lo tanto, la
falsificación del Constitutum se hizo entre los años 767 y 799.
5/ ¿Se puede precisar más? Creemos que después de haber expuesto los
hechos del pontificado de Adriano I, el periodo más aceptable y para nosotros el
más probable es el tiempo anterior al segundo viaje de Carlomagno a Roma, o
sea, entre los años 774 y 778. Según el historiador Furhmann entre estos cinco
años muy probablemente sería el 774, precisamente cuando Carlomagno visitó
por primera vez al papa Adriano I.
Antecedentes inmediatos a la coronación imperial de Carlomagno
El nacimiento de Europa como sociedad y civilización de características
peculiares, tiene como causa puntal más decisiva la alianza entre el papado y el
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
reino franco. Sin embargo esta formación llega a la madurez cuando el papado
se convierte en soberano de los Estados Pontificios y cuando el reino de los
francos alcanza de facto la dignidad y el poder imperiales. Por lo que hemos
expuesto anteriormente, durante el año 781, precisamente debido al segundo
viaje de Carlomagno a Roma, los límites de la soberanía temporal de los papas
estaban bastante fijados. Sin embargo el papa Adriano I exigía todavía más. Hay
una nota curiosa en la vida de Adriano en el Liber Pontificalis (c. 41-43) en que
dícese que la donación de Carlomagno del 781 también comprendía Córcega, el
Véneto, Isquia, Spoleto y Benevento. La interpretación de estos fragmentos es
muy problemática. Posiblemente son simples peticiones del Papa al rey franco,
o tal vez sólo se refieren a las pretensiones de propiedades que tenía el papado
en aquellos tiempos.
Carlomagno emprendió un tercer viaje a Roma (787) con motivo de una campaña
contra el último reducto de sublevación de los longobardos dirigidos por Arequís,
yerno de Desiderio. La victoria fue fácil. En esta ocasión Carlomagno (rey de
los francos y de los longobardos) y el Papa hablaron sobre la ampliación de los
territorios de la soberanía papal. A pesar de todo, Adriano I poco consiguió: sólo
las ciudades de Sora, Capua y Terano. Y en cuanto al norte, algunas tierras de
la costa toscana meridional. En este viaje, Carlomagno hizo coronar a su hijo
Pipino como rey de los longobardos.
Adriano I murió el día de Navidad del año 796. Carlomagno lloró la muerte de su
“amigo y padre”, e hizo grabar sobre mármol un amplio epitafio laudatorio que se
encuentra en el muro del fondo del pórtico de la basílica vaticana.
Es muy difícil emitir un juicio sobre la personalidad de Adriano I. Posiblemente
todas sus actuaciones políticas referentes a Carlomagno, longobardos y
bizantinos venían motivadas por un gran amor a la sede romana que él presidía.
La insistencia y tenacidad en el trato con Carlomagno indican que era un hombre
muy persistente, muy diplomático y que al final consiguió lo que pretendía: la
consolidación de los ‘Estados Pontificios’. Aun así, la comentada falsificación
de la donación de Constantino fue una mancha muy negra en su pontificado,
si es que se prueba lo que parece su autoría más probable: es decir, que es el
inventor del falso Constitutum. En lo referente al gobierno interno de la Iglesia,
hay que calificarlo como muy positivo.
Hoy en día los historiadores consideran una falsa atribución a Adriano el llamado
Privilegium Hadriani pro Carolo, según el cual él concedió a Carlomagno el
derecho de la elección de todos los obispos de las diócesis del reino franco así
como también del mismo Papa. Por otro lado, Adriano I fue un notable teólogo,
según consta, por ejemplo, en sus numerosas cartas. En cuanto a la cuestión
iconoclasta, aceptó el concilio de Nicea II del año 787, al cual envió dos legados.
Pero la traducción que hicieron en Francia de los cánones del concilio fue
totalmente errónea, de modo que tradujeron la ‘proscrinesis’, o veneración, por
la palabra ‘adoratio’. Esto hizo que en el concilio celebrado en Frankfurt, en el
HISTORIA DE LA IGLESIA
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año 794, los teólogos y obispos carolingios condenaran al concilio de Nicea II, a
pesar de las profundas explicaciones que el papa Adriano I envió.
León III fue elegido sucesor de Adriano I el 27 de diciembre de 796. El nuevo
Papa envió al rey Carlomagno (Patricius romanorum) no sólo el decreto de la
elección, sino también ‘las claves’ de la ‘Confessio Sancti Pétreo’ y el ‘vexillum’
de la ciudad de Roma. En la carta, el Papa le dice a Carlomagno que, por medio
de un representante suyo, recibiría el juramento de obediencia y fidelidad de
los romanos. La respuesta de Carlomagno a León III contenía algunas tesis de
principios sobre las funciones de las dos potestades, y mostraba hasta qué punto
se consolidaba la alianza. Aun así, hay que decir que el peso estaba de parte
del rey, a quien en el año 794 Paulino de Aquilea calificaba panegíricamente
de “rex et sacerdos”. Las frases, muy citadas por los historiadores, dicen: “Nos
(Carlomagno) corresponde con la ayuda de Dios, defender la Santa Iglesia de
Cristo mediante las armas contra los ataques de los paganos y las devastaciones
de los infieles, y afianzarla en el interior por el conocimiento de la fe verdadera.
Vuestra misión, Padre Santo, es levantar como Moisés los brazos en la oración
y ayudar así a nuestro ejército, a fin de que, por vuestra intercesión, bajo la
providencia y seguridad de Dios, el pueblo cristiano logre siempre la victoria
sobre todos los enemigos de su santo nombre y el nombre de nuestro Señor
Jesucristo sea glorificado en todo el mundo”.
El papa León III no pertenecía a la nobleza romana. Esto ayudó a que ya en
los primeros meses de su pontificado sufriera fuertes desacatos por parte de la
misma nobleza. Los líderes de la oposición fueron el ‘primicerius’ Pascual y el
‘sacellarius’ Cámpulo. Ambos eran familiares del difunto Adriano I. La revuelta
estalló el 25 de abril de 799, cuando se celebraba la procesión de las letanías.
En el camino del Laterano al Vaticano, precisamente en la estación de San
Lorenzo ‘in Lucina’, ante el monasterio de San Silvestre ‘in Capite’, el papa
León III, que presidía la procesión sobre un caballo ricamente engalanado, fue
atacado, maltratado y le arrancaron sus ornamentos pontificales. Posiblemente,
los asaltantes intentaron que el papa León III fuera depuesto de su rango papal
en el altar de san Silvestre, para así poder elegir a un nuevo Papa. Pero sólo
llegaron a condenarlo a ser cegado y a cortarle la lengua (sic). Aun así, tan
macabra sentencia no tuvo lugar, y sabemos que la noche del 26 de abril, León
III fue encarcelado en el monasterio de San Erasmo, junto al Laterano. Los
conjurados así lo habían determinado, puesto que era la pena común —dentro de
la anormalidad despiadada— que sufrían los grandes dignatarios eclesiásticos
depuestos. Debemos observar que San Silvestre y San Erasmo eran enclaves
de las colonias griegas, y por lo tanto bien se puede pensar que la conjura
vendría del bando griego (bizantino) contrario a la política de acercamiento del
Papa hacia los francos.
El Papa, pocas horas después de haber sido encarcelado, ayudado por sus
partidarios, consiguió evadirse de la prisión, huyendo hacia San Pedro, y al
enterarse el ‘missus regios’ franco, el abad Wirund de Stablo Malmédy —que
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estaba cerca de Roma— corrió a auxiliarlo, trayéndolo a un lugar seguro, a
Spoleto, también protegido por el duque franco de aquella región, Winigis.
El rey franco Carlomagno tuvo noticia de la situación de revuelta en Roma y
determinó que el Papa fuese a Paderborn, donde lo recibiría él personalmente
a finales de julio de 799. La recepción fue muy cordial y todo presagiaba
que la ayuda de Carlomagno sería favorable al Papa. Pero he aquí que los
enemigos de éste se presentaron ante Carlomagno indicándole que León III
había sido legítimamente depuesto por “horribles crímenes”, entre los cuales el
“adulterium” y el “periurium”. El rey no quiso hacer caso de la deposición, y por
tanto consideraba a León III verdadero Papa, pero sí que escuchó con mucha
atención las incriminaciones presentadas por sus acusadores. Posiblemente
pensaba que era una buena oportunidad para demostrar que el rey de los francos
también podía juzgar a la máxima autoridad en la Iglesia. Carlomagno despidió
a León III asegurándole que de nuevo sería reconocido Papa en Roma, pero
que tendría que esperar a que él (Carlomagno) personalmente fuese a Italia. Es
un reconocimiento interino, hasta el viaje de Carlomagno y el sínodo (o concilio)
que se celebraría para juzgar al Papa. El primer capellán real, Hildebaldo de
Colonia, y también Arno de Salzburgo acompañaron al Papa a Roma. Una vez
establecido “interinamente” León III en la sede romana, los acusadores (Pascual
y Cámpulo) fueron exiliados, puesto que no presentaron las pruebas necesarias
para sostener la acusación y se demostró que actuaron con violencia en el
atentado del mes de abril contra el Papa. Sorprende la lentitud de Carlomagno
en este asunto. Pero veamos los diversos estadios de este proceso y el anterior
viaje de Carlomagno a Roma, donde conseguiría la corona imperial.
Nace Europa. La coronación de Carlomagno
En el mes de noviembre del año 800, Carlomagno determinó solucionar, viajando
a Roma, la cuestión romana. El día 15 del mencionado mes, ya se encontraba
en Rávena, y el 23 de noviembre del mismo año en Mentana, a doce millas de
Roma. El papa León III lo recibió ofreciéndole un banquete a él y a su numerosa
comitiva.
La entrada en Roma fue solemnísima. Parece ser que se siguió un ceremonial
similar al que se usaba a la entrada de un emperador romano cuando se
acercaba a Roma para ser proclamado ‘divus pontifex maximus’. Los anales
romanos nos dicen que los emperadores electos, después de haber obtenido
contundentes victorias militares en las provincias, eran recibidos por los
representantes del pueblo romano, que los iban a buscar a doce millas de Roma,
y el pueblo los aclamaba por todo el trayecto, hasta llegar a las murallas de la
ciudad. De manera parecida, el papa León III y Carlomagno, en su trayecto hacia
Roma presidieron una especie de comitiva o procesión. Estaban representadas
todas las corporaciones romanas. Las ‘scholae’ entonaban entusiastas cánticos
de alabanza al rey franco. Carlomagno saludaba afectuosamente a la multitud.
Al llegar a Roma, se encontraron toda la ciudad engalanada.
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Carlomagno se dio cuenta de que aquella acogida era diferente a como había
sido recibido en las anteriores visitas. Roma y el Papa querían demostrar que
recibían al rey franco como a un nuevo emperador romano. Se preparaba un
gran acontecimiento al que no era ajeno ni Carlomagno ni los miembros de su
comitiva. No obstante, quedaba un escabroso asunto pendiente: el mencionado
juicio contra el propio Papa. Por este motivo Carlomagno convocó un sínodo,
parecido a los sínodos francos, en el cual debían participar laicos (los magnates
del reino) y obispos. También fueron invitados a él, la curia papal y el senado
romano. El concilio celebró sesiones plenarias presididas por el rey el 23 de
diciembre en San Pedro del Vaticano. Ya en la preparación del sínodo se observó
que sus miembros estaban divididos: unos querían que el Papa se justificara por
las acusaciones (adulterio y perjurio); otros, en cambio, consideraban que éste
—máxima autoridad moral— no podía ser juzgado ni siquiera por un concilio. Así
lo decía el principio canónico de comienzos del siglo VI: “Prima sedes a nemine
iudicatur”. Aun así, el papa León III se presentó en el concilio, y siguiendo el
ejemplo de algunos de sus antecesores, se justificó de las acusaciones, probó
su inocencia en la mencionada sesión plenaria del 23 de diciembre y juró que era
inocente, poniéndose los evangelios sobre la cabeza.
Dicen los anales de Lorsch que, al finalizar la sesión conciliar, todos los padres
conciliares pidieron que Carlomagno aceptara la dignidad imperial “vacante”,
“puesto que no era válido que una mujer (la emperatriz Irene de Bizancio)
obtuviera una dignidad así de tan alto rango”. Más allá de esta razón, se decía
que Carlomagno ya era emperador en la práctica, porque era el “amo” de las
ciudades imperiales de Roma, Milán, Rávena, Tréveris, Arles y Maguncia. El
mismo día 23 de diciembre Carlomagno también recibió las llaves de Jerusalén
y del Santo Sepulcro, enviadas por el patriarca de aquel lugar de Jerusalén, claro
símbolo del dominio sobre el “pináculo espiritual” más importante del mundo
cristiano. Se ha discutido mucho sobre la autenticidad de los mencionados
anales de Lorsch, pero bien se puede afirmar que algo muy trascendental se
preparaba en Roma durante aquel mes de diciembre del año 800.
Durante la madrugada del día de Navidad del año 800, en la tercera misa que
celebraba el Papa en la basílica de San Pedro, antes de la oración o colecta de
la misma misa, se iniciaron las laudes. Se encontraba presente el rey y todos
los magnates de Francia y de Roma. A continuación el Papa tomó una corona
preparada ad hoc y la impuso sobre la cabeza de Carlomagno. Los asistentes
aclamaron por tres veces: “Carolo Augusto, a Deo coronato, magno et pacifico
imperatore Romanorum, vita et victoria”. Así Carlomagno fue constituido y
proclamado emperador. Una vez hubo sido constituido emperador, el Papa y
todos los asistentes se postraron y adoraron con veneración (proskrinesis) al
nuevo emperador. Esta fue la primera y última vez que un Papa se postra ante
el emperador.
El profesor Ewig sintetiza estos acontecimientos siguiendo las varias fuentes
contemporáneas: “Discutida es hasta hoy la interpretación del famoso pasaje
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de la Vita Caroli de Eginhardo: Carlomagno, afirma esta biografía, había sentido
tal repugnancia a la dignidad imperial (nomen imperatoris) que, a pesar de la
festividad del día (Navidad), no hubiera entrado en la iglesia de haber previsto
las intenciones del Papa. Que Carlomagno quedara sorprendido del acto como
tal y hubiera renunciado al Imperio, no puede ya admitirse en el estado actual
de la investigación. El contexto de Eginhardo hace sospechar que las palabras
de Carlomagno fueron provocadas por las complicaciones que se preveía
que después traería el asunto con Constantinopla. Sin embargo, no hay que
desconocer que el posible traspaso del Imperio romano al gran rey franco
planteara también problemas internos de derecho civil, que sólo con el tiempo
podían aclararse. Quizás Carlomagno había proyectado dar a los francos un
lugar más brillante, en el sentido del concilio del 23 de diciembre, en el acto de la
elevación al Imperio, y le molestó el modo como el Papa y los romanos ocupaban
el primer plano de la escena. Pero la verdad es que no les pasó por la cabeza
una proclamación imperial para los francos con exclusión de los romanos, y
todavía menos tomar por su cuenta el título de emperador, puesto que un Imperio
‘franco’ no hubiera tenido el peso jurídico necesario, y no hubiera impresionado
a nadie. Si Carlomagno aspiraba al Imperio —como hoy sabemos con certeza—
también tenía que aceptar la única forma posible de crearse: la del derecho
político romano. En el marco de la forma prevista había matices diversos, esto
lo dan a entender las fuentes. El contexto mental en el que Carlomagno hizo la
manifestación que Eginhardo narra (de no gustarle la coronación), no se puede
conocer claramente, a pesar del esfuerzo de los investigadores”.
Contenido del Imperio de Carlomagno
Para averiguar el significado del Imperio otorgado a Carlomagno, durante la
Nochebuena del año 800, debemos adentrarnos en la mentalidad de los actores
contemporáneos de tan importante acontecimiento. Es muy diferente la visión
de las fuentes francesas de la de las fuentes de Italia. Los anales, por ejemplo,
de Lorsch nos dicen que León III le ofreció la corona imperial a Carlomagno en
el concilio del 23 de diciembre, pero aquel no la aceptó, y explica cuáles fueron
los motivos de este ofrecimiento: la ‘vacatio imperi’, puesto que Irene, una mujer,
no podía —dicen— ostentar legítimamente la dignidad imperial; por otro lado,
como hemos indicado, el rey Carlomagno ya era de hecho emperador, porque
poseía las sedes (o ciudades) imperiales occidentales. Otra fuente francesa es la
Vita Caroli Magni de Eginhardo (que ya hemos comentado); y según esta ‘vita’,
Carlomagno no quería la corona y le sorprendió.
Los historiadores actuales también están divididos. Pero según el Liber
Pontificalis creemos que no fue una improvisación: no en vano, todo el pueblo
repitió la fórmula por tres veces: “Carolo Augusto...”. Esto quiere decir que antes,
al menos, se había ensayado. Siguiendo la opinión de Cáspar, podemos afirmar
que posiblemente Carlomagno no se lo esperaba durante aquella noche, y sí
esperaba, más allá de su coronación, que se ungiera y coronara a su propio hijo.
Igualmente hay que decir que Carlomagno preveía la dificultad de aceptar los
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hechos de la Nochebuena del año 800 por parte de Bizancio, y por lo tanto quería
manifestar su aparente reprobación. Por encima de todo era un diplomático.
Habría que estudiar qué efectos inmediatos tuvo la nueva institución del Imperio.
El nuevo emperador a continuación condenó a los opositores del Papa, lo
cual quiere decir que Carlomagno se manifestó como su defensor. Este es el
primer efecto jurídico del concepto del Imperio: “ser defensor de la Sede de
san Pedro”. Carlomagno intentó —sin conseguirlo— perfilar sus competencias;
aun así él mismo, el 4 de marzo de 801, no se denomina emperador sino “Rex
francorum, romanorum et longobardorum”; y el 29 de mayo de 801 un capitular le
denomina: “Romanum gubernans imperium”. Pero ya a finales del año 801 firma
“Carolus serenissimus augustus a Deo coronatus magnus et pacificus imperator
romanorum gubernans imperium”. Por lo tanto, a Carlomagno le hicieron falta
casi dos años para aceptar en los documentos oficiales su dignidad imperial.
Y esta dignidad no suponía la absorción del Imperio de Oriente, y menos la
traslación del Imperio de Oriente a Occidente; sí que era una nueva realidad
basada en el hecho de que Carlomagno era rey efectivo de varios reinos y que
tenía la “dignidad franco-alemana que estaba por encima de toda otra dignidad
humana”. Ésta era secundada por el Papa con la coronación y con la aceptación
de todo el pueblo romano que lo proclamó en las laudes (elemento constitutivo
de la ceremonia imperial como augusto emperador de los romanos).
Efectos jurídicos de la coronación de Carlomagno
Debemos preguntarnos qué sucedió tras la coronación de Carlomagno como
emperador: ¿qué cambió en la sociedad?, ¿qué atribuciones y competencias
tenía el nuevo emperador?; ¿qué novedades implicaba la dignidad imperial,
si la comparamos con la realeza otorgada a Pipino el Breve?, ¿qué supuso
el concepto del Imperio de Carlomagno entre los contemporáneos del gran
acontecimiento del año 800?, y finalmente, ¿en el Imperio de Carlomagno, hubo
una auténtica teocracia real?
Si comparamos las condiciones de designación para llegar a ser rey propuestas
—o mejor dicho, mandadas (iussit)— por el papa Zacarías (año 750) con los
prerrequisitos de la coronación imperial, veremos que coinciden en parte: 1/ se
requiere ‘bona voluntas’ por parte del elegido (rey o emperador), y por lo tanto,
moralidad e idoneidad del candidato; 2/ éste debe tener el poder efectivo, y no la
simple ‘potestas’ nominal ni la que le viene por razón de la sangre o de la estirpe;
3/ el candidato también debe tener el consentimiento del pueblo y de los nobles.
Carlomagno reúne todas estas condiciones de una manera preeminente. Pero,
como hemos dicho anteriormente, el Imperio estaba basado en el poder más
amplio que el de un simple rey, puesto que él era a la vez soberano de varios
reinos y, además, como emperador tenía la obligación de defender el papado.
En cuanto a los otros reinos que formaban la Europa occidental cristiana,
Carlomagno no tenía un poder efectivo, sino simplemente una preeminencia
honorífica: era el primero de los soberanos pero no el rey de los reyes. A
pesar de esto, hay que decir que la sociedad medieval estaba sacralizada y
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estructurada jerárquicamente. En el vértice de ésta se encontraban el Papa y
el emperador. Este último debía defender, aun físicamente, los intereses de
la fe y de la integridad de la sociedad. Y por lo tanto, cuando se tambaleaban
los intereses comunes, el emperador y el Papa juntos propulsaban a todos los
reyes, nobles y pueblos a unirse en la defensa de la fe.
El Imperio no era, como afirman algunos historiadores, una idea poética inventada
por los nostálgicos amantes de la época romana sin ninguna incidencia real en
la sociedad. Existía una ‘auctoritas imperandi’ que provenía del hecho de ser
un rey coronado emperador. Así lo entendían los romanos contemporáneos a
Carlomagno, al cual hicieron entrega de la corona imperial. Pero los mismos
francos también eran conscientes de que en la nueva dignidad imperial se resumía
el anchísimo y muy eficaz poder de su rey. Para ellos era muy conveniente, y
casi de justicia, que Carlomagno recibiera la corona imperial, a pesar de no
decirlo con estas palabras. Gracias a Carlomagno los francos habían logrado el
máximo auge político y religioso que se podía imaginar. Recordemos los reinos
que conquistó, las victoriosas campañas militares que eficazmente llevó a cabo
y las legaciones en todos los pueblos conocidos, los cuales no sólo admiraron
el poder del rey de los francos, sino que también quisieron vincularse a él de
varias maneras. El rey de Escocia, por ejemplo, admite una cierta sumisión
declarándose “homo Caroli regis francorum”. El mismo califa de Bagdad le envió
obsequios. El patriarca de Jerusalén le entregó las llaves (símbolo de poder) de
la ciudad de Jerusalén y de la basílica más venerada de la cristiandad: el Santo
Sepulcro. Bizancio quiso establecer relaciones y pactos efectivos con el rey de los
francos enviándole muchos legados con este preciso encargo... Todo el mundo
aceptaba —de buen grado o a disgusto— la superioridad de Carlomagno.
En el aspecto estrictamente religioso —o interno de la Iglesia— Carlomagno
también fomenta y lleva a cabo, como si fuera el gran protagonista, la expansión
del cristianismo en tierras de misiones, y la reforma y estructuración eclesiástica
a su modo de las diócesis. He aquí el elenco de las realizaciones eclesiales
llevadas a cabo por Carlomagno en la vida interna de la Iglesia, en la amplia
zona en qué él era soberano; su simple enunciado es significativo: Carlomagno
creó veintiuna sedes metropolitanas, cuando antes de él existían sólo seis en
el territorio franco. En el territorio germánico, creó las sedes metropolitanas:
de Maguncia, Tréveris y Colonia. En todas estas sedes episcopales impuso
que todos los obispos sufragáneos debían someterse a sus metropolitanos, y
asistir periódicamente a los sínodos provinciales o nacionales. Estos concilios
acostumbraban a ser mixtos: asistían tanto los obispos como los magnates
civiles del reino franco. En ellos se trataban indiferentemente asuntos políticos
y religiosos, y muy a menudo eran personalmente presididos por el mismo
Carlomagno. En cuanto a la elección de los nuevos obispos y metropolitas,
Carlomagno intervenía indirectamente, ya fuere favoreciendo a algún candidato
suyo, o reconociéndolo como obispo en la convocatoria de sínodos. A pesar de
esto, él intervenía directamente en la estructuración y creación de diócesis en
los reinos de los cuales era soberano. Tenía la ayuda del metropolitano Wilchar
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de Sens, quien después de la muerte del arzobispo Crodegango de Metz fue el
arzobispo regio con poderes supraepiscopales en todo el reino franco. Gracias
a Carlomagno, se constituyeron como metropolitas: Tilpin de Reims, Ponesis de
Tarantasia, Weomard de Tréveris y Lulio de Maguncia.
Los principios sobre los cuales actuaba Carlomagno en la reorganización y en
la fundación de nuevas metrópolis —por ejemplo, en Austria se crearon por
primera vez—, radican en primer lugar en el esquema de la ‘notita Gallicanarum’,
según la cual las provincias civiles y administrativas y las diócesis romanas civiles
se habían organizado ya en tiempos de Diocleciano. Las sedes metropolitanas
y las diócesis eclesiásticas se estructuraban previa notificación al Papa. Era
una actuación típicamente teocrática. Carlomagno y sus sucesores, los reyes
carolingios, veían sin duda de gran utilidad la existencia de las mencionadas
provincias eclesiásticas, en las cuales el episcopado era jerárquicamente
estructurado y subdividido, incorporándolas fácilmente a la unidad del Imperio.
Así aparecen o son reconocidas las sedes metropolitanas de Viena (del
Delfinado), de Arles, de Tarantasia, de Embrun, y de Aix. Colonia y Maguncia
se dividían la competencia jurídico-eclesiástica de Germania y Retia, a pesar de
que Baviera en el año 789 se independizó, formando la provincia de Salzburgo
(Austria). Carlomagno también intervino en la constitución de la provincia de
Aquitania, erigiendo como obispo metropolita de la sede a Erimberg, así como
en el noreste de Italia en la definitiva estructuración de la sede metropolitana de
Grado (Venecia).
Obviamente, uno de los factores más importantes de la configuración y de la
concienciación de Europa se da alrededor de la institución llamada ‘Imperio de
Carlomagno’. ¡Ahora sí podemos decir que Europa ha nacido!
¿El Imperio de Carlomagno era teocrático o hierocrático?
La clara incidencia de Carlomagno en un ámbito típicamente eclesiástico,
como era la reorganización y fundación de las provincias eclesiásticas, nos
hace concluir que la teocracia real estaba vigente a finales del siglo VIII. El
fundamento de estas injerencias e intervenciones, o si se quiere, el claro
inicio de la confusión de las dos esferas (la civil y la eclesiástica) proviene de
una larga evolución, pero podemos decir que ya es muy visible en la célebre
‘iussio’ de Zacarías, en la cual se mandaba que Pipino el Breve fuera hecho rey
(capítulo 47). Hay que interpretar que, según la respuesta del papa Zacarías, el
sacerdocio (y especialmente el papado) es el supremo árbitro de la idoneidad y
la moralidad del candidato a ser rey. Ultra este dictamen sacerdotal (de obvia
injerencia en la esfera civil) se les da también a los obispos la potestad de ungir
al nuevo candidato real previo examen meticuloso para ver si es digno o no de
recibir la unción. Como contrapartida, el rey se siente fuertemente vinculado a la
Iglesia, y aun más se considera como parte de la orden sacramental de la misma
jerarquía eclesiástica: una vez ungido, se convierte en diácono y podrá leer el
evangelio públicamente en la Iglesia y predicar en las celebraciones eucarísticas.
Por lo tanto, existe una zona claramente mixta donde se encuentran la potestad
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eclesiástica y la civil. De aquí nace la teocracia (real) y la hierocracia. Además,
los mismos sínodos o concilios mixtos celebrados ya en época ‘bonifaciana’ son
una clara muestra de hasta qué punto estaban mezcladas las dos potestades o
esferas.
Pero habría que averiguar el concepto de teocracia que existía en la época
carolingia. Por ello, hay que tener muy presentes las actuaciones de Carlomagno
anteriormente analizadas, y el contexto histórico de las zonas vecinas al Imperio
carolingio. Por ejemplo, los bizantinos consideraban al rey como sacerdote;
los romanos (siglos I-IV) aceptaban al emperador como “Pontifex Maximus”;
los musulmanes confundían en una sola persona al líder político y al religioso.
Pero Carlomagno distingue más las dos esferas y las distintas funciones, pero, a
pesar de esto, también existe una gran simbiosis y posiblemente confusión. He
aquí algunas expresiones muy significativas: “Mi finalidad — Carlomagno afirma
en una carta enviada al papa León III— es defender, luchar, propagar la Iglesia y
defenderla de sus enemigos. La finalidad del Papa es como la de Moisés: rezar
para ayudar a la milicia”. Mucho más exageradas son las expresiones que los
miembros de la corte real franca se atrevían a decir. Teodulfo, obispo de Orleáns,
afirmó: “San Pedro le dio las llaves a Carlomagno. Éste debe ser considerado
como un segundo David, o sea, predicador y profeta del pueblo de Dios”. Y
Alcuino decía que Carlomagno era “Rex in potestate, Pontifex in predicatione”.
Previamente a la exposición de la teoría que creemos más adecuada,
expondremos algunas tesis de eminentes historiadores, tales como Otto Gierke,
Arquillière, Walter Ullman y Frederic Kempf. Es un tema intrincado, pero implica
una interpretación de la historia medieval, y por lo tanto de Europa. En primer
lugar habrá que distinguir entre el concepto de teocracia existente en varias
épocas: la carolingia, la otoniana, la de la Reforma gregoriana, la de Inocencio III
y la de Bonifacio VIII. En algunas de estas épocas, el papado está por encima de
los reyes (hierocracia), y en otras el vértice es el emperador o el rey (teocracia
real), pero en ambos casos la autoridad se considera proveniente de Dios, de
aquí el nombre ‘teo-cracia’ en clara distinción del concepto de ‘demo-cracia’ (la
autoridad proviene del pueblo).
Otto Gierke expone una concepción muy original de la edad media: “Todo
—afirma— proviene de los principios de unidad y de universalidad: es decir, la
edad media procede en su concepción de un principio neoplatónico: unicidad
y universalidad. Dios Uno, principio y fin. Todo procede de la unidad de Dios y
tiende a un único: la unidad en Dios”. Por eso, todo está subordinado a la unidad.
En el hombre, el principio de unidad es el alma. La humanidad tiende hacia Dios
como finalidad única. En el centro de la humanidad está el pueblo de Dios. En el
pueblo de Dios hay que distinguir el sacerdocio y el reino, pero ambos conceptos
convergen en una unidad superior: la Iglesia universal. El vértice de esta unidad
es el Papa, según afirma san Bonaventura. Por lo tanto, durante toda la edad
media sólo se da la hierocracia, y no la teocracia real.
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La concepción de Arquillière se basa en lo que él denomina “agustinismo político”:
la teocracia medieval —según el mencionado autor— proviene del pensamiento
agustiniano, pero no del genuino san Agustín. Éste sólo preparó el camino para
alcanzar el agustinismo político o teocracia. San Agustín no entiende otro “Jus”
(o “Justitia”) que no sea el sobrenatural. Existe una absorción del orden natural
en el sobrenatural. Los poderes del Estado serán también sobrenaturales,
porque los dos órdenes, natural y sobrenatural, no se distinguen. Esto es sólo
una tendencia en san Agustín, que es llevada a la práctica en la edad media en
su concepción de la teocracia. El Estado está colocado dentro de la Iglesia, es
decir, el Estado tiene una función religiosa porque no hay distinción entre los ‘ius
naturale’, el ‘ius religiosum’, ni el ‘ius canonicum’. Uno de los principales autores
—según Arquillière— que llevan a la práctica la idea de san Agustín es san
Isidoro de Sevilla. Éste afirma que los reyes pueden castigar a quienes se hayan
opuesto a su doctrina y a la disciplina eclesiástica. Tal potestad coercitiva es un
poder del rey, pero, a la vez, un mal necesario a causa del pecado original. Al
estar el rey dentro de la Iglesia, la razón de su potestad real la encontramos en
su oficio, también religioso. Los reyes son “funcionarios de la Iglesia”, por lo cual
deben ser ungidos (como si fuesen sacerdotes). De aquí que para Arquillière
el constitutivo de la realeza medieval sea la unción. Y acaba diciendo: “La
supremacía del sacerdocio sobre el reino no se da hasta Gregorio VII, sino que
culmina en el pensamiento de Bonifacio VIII”.
En lo referente a la teoría de Arquillière, debemos decir que es cierto que en
tiempos de Carlomagno no hubo una clara distinción entre sacerdocio y reino.
Pero esto no procede del agustinismo. Creemos que su fundamento es más
propio de la práctica y no procede de la teoría agustiniana. El defecto principal
de la teoría de Arquillière radica en el hecho de que es apriorística, puesto que si
miramos, por ejemplo, los capitulares de época carolingia, vemos que la idea de
supremacía que los reyes tenían, no provenía de creerse simples funcionarios
de la Iglesia. Además, si consideramos el texto de san Isidoro, vemos que dice
que Dios “preguntará sobre la responsabilidad del rey”. O sea, que el rey no es
únicamente un funcionario que cumple las órdenes de otro responsable (Papa
u obispos). Además, no es admisible afirmar que el elemento constitutivo de la
elección de los reyes sea solamente la unción. Más bien se podría considerar
que la elección por parte del pueblo era el elemento fundamental y decisivo al
constituir un rey, puesto que esto es en lo que se basaba el poder fáctico del
rey.
Es cierto que las fuentes afirman: 1/ que el ‘munus sacerdotale’ es superior
al ‘munus regium’, probándolo con la Sagrada Escritura; 2/ que el sacerdocio
es instituido directamente por Dios y, en cambio, el reino (como se da en la
realidad) no es sino consecuencia del pecado original; 3/ que “el sacerdocio es
como el oro y el reino es como el plomo” (san Agustín); pero a pesar de todo
esto, muchas veces, en época medieval, principalmente en tiempos de Pipino y
de Carlomagno, los sacerdotes (Papa y obispos) no se opusieron a los reyes y
a los emperadores. Había un gran respeto mutuo coherente a las circunstancias
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concretas de los tiempos, prevaleciendo el ‘munus regium’ sobre el ‘munus
sacerdotale’. Sin embargo cabe observar que más veces prevalece la teocracia
sobre la hierocracia.
Por lo tanto, la teoría de Arquillière se puede considerar unilateral y sólo se fija
en ciertas épocas de la historia. Por último, opinamos que el predominio de la
hierocracia está motivado por causas externas, y no precisamente por la filosofía
agustiniana.
Averiguando más sobre la teoría de Arquillière, hay que constatar que él expone
esta teoría en un artículo o reflexión sobre Gregorio VII. En él se une el concepto
de agustinismo político con la realidad del pontificado gregoriano, sin estudiar
los hechos que se suceden entre el siglo V y el siglo XII. Arquillière parte del
neoplatonismo (VI-VII) teniendo como fundamento a san Agustín y llegando
hasta Bonifacio VIII sin ver la evolución que obviamente hay.
F. Kempf, el que fue profesor de la Universidad Gregoriana de Roma, hace un
examen de todas las teorías sobre la teocracia, y concluye: “Durante los siglos
VII-IX el concepto de Iglesia universal o república cristiana tiene dos funciones:
‘regnum’ y ‘sacerdotium’. Ambas tienen la misma finalidad política y religiosa.
La distinción entre estas dos funciones es confusa, precisamente porque tienen
la misma finalidad. Escolásticamente diríamos que se da una única sociedad
que es la ‘república cristiana-Iglesia universal’, con dos poderes: sacerdotal y
político (como medios propios hacia una única finalidad) que sólo se distinguen
con distinción de razón. Se consideraba que existía un único fin (políticoreligioso) que era el ‘bonum rei publicae’, denominado también ‘bonum ecclesiae
universalis’. En cambio, desde los tiempos de Gregorio VII hasta Bonifacio VIII,
la Iglesia universal o república cristiana tiene dos funciones diferentes: reino y
sacerdocio, con dos finalidades objetivamente diferentes: la del poder político
temporal y la del poder espiritual. Ésta última incide también en el poder político
temporal. Es lo que denominarán los ‘dos poderes’ o ‘las dos espadas’”. Véase la
teoría de Bonifacio VIII en la encíclica Unam sanctam (capítulo 69).
Carlomagno tras la coronación imperial
El restablecimiento de la dignidad imperial en Occidente creó, como se preveía,
tensiones con el Imperio bizantino. En algún momento, para rehacer la unidad
imperial se pensó en el matrimonio de Carlomagno con la emperatriz Irene,
ambos viudos en aquel tiempo. Pero Irene fue destronada por Nicéforo el 802,
y estalló la rivalidad entre ambos emperadores. Carlomagno, para neutralizar a
los bizantinos y a los cordobeses, estableció relaciones con el califa de Bagdad
Harun al-Rasid, y el ‘dux’ de Venecia y el arzobispo de Zara pusieron el Véneto
y la Dalmacia bajo la protección de Carlomagno; como reacción, los griegos
ocuparon la Dalmacia y Pipino de Italia entró en Venecia (809), que había
intentado sustraerse a los francos, mientras los barcos de los dos Imperios se
enfrentaban en batallas navales en el Adriático. Con la muerte del emperador
bizantino Nicéforo, el nuevo emperador Miguel aceptó (812) la coronación del
HISTORIA DE LA IGLESIA
21
rey y emperador de los francos (800). Pero Carlomagno renunció a Venecia y
Dalmacia; y Córdoba consintió la nueva frontera septentrional: Barcelona había
sido ocupada por los francos (801) y habían fracasado los ataques cristianos
contra Tortosa (808 y 809). El califa de Bagdad concedió que los peregrinos
que iban a Tierra Santa y las comunidades cristianas que habitaban allí
permanecieran bajo protección franca. Todavía quedaba pendiente el asunto de
la piratería normanda y la sarracena: una fue sofocada por la presión ejercida
sobre los daneses a través del Eider, y la sarracena, que ya había sido uno de
los motivos de la toma de Barcelona, así podía pararse en parte; porque fue
imposible eliminarla del todo, puesto que desde Tortosa, Almería y Baleares se
imponían las razias y la piratería salvajes. Se alentaba a los corsarios contra los
cristianos, aunque estos hacían lo mismo con las mencionadas ciudades bajo
dominio islámico. La situación fue insoportable hasta que llega el siglo XII con
Jaime I. Mirad sino la situación del litoral mediterráneo en la biografía que hemos
escrito sobre san Oleguer (siglo XII).
El 806, Carlomagno dividió los estados entre los tres hijos que había tenido con
Hildegarda; pero retuvo en su persona la realeza y el Imperio.
* * *
Carlomagno murió el 20 de enero de 814 en Aquisgrán, su residencia preferente
desde el 794, y allí fue enterrado en la capilla palaciega. Había sido un hombre
robusto, bastante alto, con bigote, sin la barba que la leyenda le ha adjudicado;
amigo de la cacería, de los baños, de la natación y de la equitación. Fue un
buen administrador político, creó las marcas defensivas del Imperio e hizo
efectivo y eficaz el gobierno con su dedicación personal y la de sus “missi”
(hombres de su confianza) enviados a las regiones alejadas de sus estados.
Fue un gran protector de la cultura y de las artes, atrajo a intelectuales como
Teodulfo (789), Alcuino (781), Pablo el Diácono (782), Eginhardo (796)... Con
la ayuda de importantes personajes, Carlomagno consiguió promover lo que
se ha denominado ‘Renacimiento carolingio’. Tras la muerte de Hildegarda
(783) se casó con la franca Fastrada, con la que tuvo tres hijas. Cuando hubo
fallecido ésta el 794, volvió a casarse, esta vez con Liutgarda, con la que no tuvo
descendencia. En vida de Fastrada tuvo otras varias relaciones, y en tiempos de
Liutgarda cuatro, de las cuales nacieron varios hijos. La figura de Carlomagno
ha motivado una abundante producción histórica y literaria en latín y en vulgar o
lenguas románicas, entre la cual destacan las canciones de gesta francesas del
llamado ciclo del rey y en primer lugar la famosa Canción de Roland.
En 1165, el arzobispo de Colonia, Reinaldo, por indicación del emperador
Federico I Barbarroja, canonizó irregularmente a Carlomagno. La festividad del
se estableció el 28 de enero. El culto, centrado en la catedral de Aquisgrán, se
expandió por Alemania, Suiza y Francia. En los Países Catalanes, la única Iglesia
que lo adoptó (como santo propio) fue la de Girona por un decreto del año 1345
del obispo Arnau de Montrodón. Tuvo oficio propio, con el que se conmemoraba
22
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
la intervención legendaria de Carlomagno en la liberación de Girona del poder
musulmán el 785, consignada en el fabuloso Tractatus de coactione Gerundae.
No obstante el culto fue abolido durante el pontificado de Sixto I, hacia el año
1434. ¡Carlomagno no era un buen ejemplo de santidad!
2. PRIMEROS PASOS DE EUROPA
• Los primeros siglos de Europa
• A modo de conclusión
Los primeros siglos de Europa
Nos place, después de haber estudiado el nacimiento de Europa, presentar
un resumen muy breve de los que serán los primeros pasos de esta nueva
sociedad. Algunos historiadores definen los siglos IX-XII como el periodo de
infancia de Europa. Es cierto que el proceso que hemos estudiado continúa
después de Carlomagno, puesto que Europa es un ente colectivo y muy vivo.
Obviamente, otros factores también ayudaron o fueron causas del nacimiento de
Europa, pero ninguno tiene tanta importancia —según nuestra opinión— como el
de la coronación imperial la Nochebuena del año 800. Fue el símbolo y emblema
—con sus aciertos y defectos— de los inicios de Europa, tal y como hemos
estudiado anteriormente. Y observamos que esta Europa nació cristiana, es
decir fruto de una evolución que va desde san Ambrosio a san Agustín, pasando
por san Benito hasta hacerse realidad en tiempos de Carlomagno.
Después del año 800 nuevos factores históricos consolidaron Europa: el
movimiento cultural denominado renacimiento carolingio, los monasterios,
los capítulos canonicales (o canónicas como la de Girona y Barcelona), las
compilaciones canónicas, el intento de armonizar la fe con la razón (ya iniciado
en el siglo V con san Agustín)... Aun así, dos factores incidieron directamente
en la Europa naciente: la teocracia y el feudalismo. Nos referimos en primer
lugar a la fusión —o mejor dicho, confusión— de las dos esferas (el reino y
el sacerdocio) formándose, cómo hemos expuesto, la teocracia, sistema del
cual surgieron no pocas dificultades en la pureza del mensaje evangélico.
Efectivamente, un mal uso de la teocracia y del feudalismo arrancaron de la
24
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Iglesia europea la preciada libertad, cuando los obispos, abades y aun los
rectores de las denominadas iglesias propias eran designados por laicos o
señores feudales (mayores o menores). Las investiduras laicas se extendieron
por todas partes, y desgraciadamente también los derechos abusivos derivados
de una nefasta simonía. De este modo la Iglesia perdía en parte la misión eficaz
civilizadora de Europa, llegando el momento en el que se creyó conveniente una
reforma —una gran reforma, la ‘gregoriana’— que recondujera la Iglesia hacia
la promoción y oferta de los valores originales que edificaron Europa. Quizás
sería conveniente rescatar en la actualidad (año 2011) estos valores típicamente
cristianos para redactar una constitución europea, ya que estas son las raíces
de Europa. Aunque también debemos reconocer en estos orígenes muchos
defectos y la victimación de muchos valores de la civilización romano-helénica.
En pocas palabras, la Iglesia y sus jerarcas tampoco lo hicieron todo bien.
A modo de conclusión
El nacimiento de Europa tuvo —cómo hemos expuesto— varias causas. En
primer lugar se conservaron las características más importantes de la romanidad
gracias, en gran parte, a muchos de los Santos Padres de Occidente y —en un
orden interno— gracias a la organización de la Iglesia romana que aunó la unidad
con la universalidad (pautas de la civilización romana). El Imperio romano, a pesar
de haber impuesto una única lengua y cultura, no se puede considerar creador
de Europa. Fue necesaria la fusión de los pueblos germánico-godos con los
nativos romanos para que, después de la alianza entre el papado y los francos,
cristalizara el concepto de Europa. También ayudaron a formar la conciencia de
una nueva sociedad (la europea), el impulso y las peculiares características del
núcleo que permaneció en Occidente después de la ruptura este-oeste y la que
fue provocada por la expansión del Islam que ya hemos comentado.
El concepto de Europa en el siglo IX era todavía muy débil; aun así, ya existían
algunas realidades de identificación socioreligiosas y culturales: entre ellas
hay que destacar el Imperio carolingio y la estructura de unidad de las iglesias
locales bajo la Sede del vicario de san Pedro (Roma). Los grandes protagonistas
de esta vinculación fueron los misioneros romanos: san Agustín de Canterbury
(Inglaterra), san Bonifacio (Germania) y Metodio y Cirilo (pueblos eslavos).
Es cierto que el nuevo Imperio carolingio —y después el otoniano— no tenía
soberanía sobre los otros reinos cristianos de Occidente; a pesar de todo, el
emperador era el claro punto de referencia de la unidad entre aquellos reinos,
e hizo posible —siempre con el apoyo del Papa— la posterior realización de
campañas comunes contra las herejías —que atentaban el “bonum rei publicae”
de la sociedad europea—, así como la creación de las cruzadas contra los
sarracenos. Fue la parte de esta evolución que podríamos denominar crítica.
El Imperio medieval (europeo), tenía algunas connotaciones positivas y otras
negativas. La teocracia, por ejemplo, trajo no pocas dificultades, especialmente
en la vertiente de la custodia y difusión del mensaje evangélico. Y debemos
HISTORIA DE LA IGLESIA
25
reconocer que la misma organización de las iglesias en relación con Roma,
demasiado centralizada, supuso graves retrocesos como el debilitamiento
progresivo del ejercicio de la colegialidad episcopal, así como la ruptura de
tradiciones y derechos de las iglesias locales.
Otros efectos de la mencionada conciencia europea y del Imperio cristiano fueron
las cruzadas con los famosos peregrinajes, especialmente a Compostela, así
como la estructuración del pensamiento en las relaciones entre la fe y la razón
que desembocaron en una auténtica ciencia: la teología medieval enseñada
primero en las canónicas (junto a las catedrales y colegiatas), y después en los
monasterios, y posteriormente (siglo XIII) en las universidades.
Pero los neo-europeos del siglo IX no podían olvidar que también otros pueblos
formaban parte —al menos geográficamente— de Europa. Éste fue el gran
acierto de las misiones bizantino-romanas de san Cirilo y de san Metodio,
gracias a los cuales Europa se abrió a los países eslavos. Es de justicia que el
papa Pablo VI los proclamara copatrones de Europa. El actual papa Benedicto
XVI se manifiesta también muy abierto a la realidad de Europa.
La Iglesia de hoy del siglo XXI, debería reflexionar sobre el modelo moderno
de Europa ante la realidad que se puede palpar entre nosotros y que no es
precisamente muy cristiano y a veces incluso contraria. Sin embargo, la misma
Iglesia debería ser generosa —como lo fue en los siglos que hemos expuesto—
al ofrecer un servicio que siga las pautas de la unidad interna en la fe y la
universalidad, respetando siempre tantas culturas y tantos pueblos —desde los
Urales hasta el Atlántico— llamados a formar una única y gran casa: Europa,
que desearíamos que fuera como fue en sus orígenes: ‘cristiana’, aunque
significativamente reformada.
3. EL SIGLO DE HIERRO
•
•
•
•
•
Sombras y esperanzas
El papado después de Carlomagno
La decadencia papal
Los Crescencios y los Tusculanos
Alemania bajo los emperadores sajones. El siglo de los santos
Sombras y esperanzas
Para la Iglesia latina, los siglos X y XI comportaron sombras y duras pruebas,
aunque en ellas ya se divisaba una potente luz esperanzadora: la de la Reforma
gregoriana. Este movimiento tomó tal nombre del gran papa Gregorio VII. Europa,
que había nacido a finales del siglo VIII, empezó a dar sus primeros pasos. Ya
existían las instituciones que vertebraban las bases más genuinas de la nueva
Europa, ayudadas por el nuevo talante del episcopado y del papado, por la red
de monasterios, por las nuevas canónicas, por las colecciones canónicas, por
los peregrinajes a la tumba de los santos apóstoles Pedro y Pablo en Roma,
Santiago de Compostela... Pero por encima de todo existía un Imperio romano y
cristiano consolidado (primero carolingio y después otoniano). A pesar de bacilar
en medio de graves obstáculos, la sociedad europea caminaba hacia la unidad,
la universalidad y una incipiente fraternidad de pueblos y culturas.
Hay que confesar que durante los mencionados siglos, se dieron penosas
contradicciones de identidades y graves defectos en la Iglesia occidental.
Recordemos, por ejemplo, las investiduras laicas, el nicolaísmo, la simonía,
las iglesias propias, el desprestigio del Papa o siglo de hierro del papado...,
aun así irrumpiría una decisiva y providencial Reforma. Ésta se iniciaría en los
monasterios —especialmente gracias a la congregación de Cluny y después al
Císter y a los canónigos de san Oleguer—, y culminaría con la victoria de los
papas gregorianos. Con el tratado de Worms (1122) la Iglesia logró la libertad
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
en los nombramientos eclesiásticos, pieza fundamental para la posterior y
necesaria Reforma.
Aunque el movimiento reformador aportó grandes ventajas, sin embargo algunas
de las tradiciones y estructuras muy arraigadas en la Iglesia de los primeros
siglos fueron sacrificadas en aras al control papal, en aquel tiempo quizás
oportuno. De este modo se produjo el derrumbe de tradiciones litúrgicas de
las iglesias locales, y la ruptura del régimen metropolitano y sinodal que era la
expresión práctica de la colegialidad episcopal que se ejercía desde la primitiva
Iglesia.
En este mismo contexto histórico, también debemos presentar uno de los hechos
más lacerantes de la historia de la Iglesia. Nos referimos al cisma de Oriente,
motivado en gran parte por la inflexibilidad de los dos patriarcas Focio y Miguel
Cerulario, y por la intransigencia de unos incomprensibles e incompetentes
legados de la Roma papal.
El papado después de Carlomagno
En la época inmediatamente posterior a Carlomagno el descenso del prestigio
papal, no era todavía visible, en parte, gracias a las poderosas personalidades
que durante el siglo IX ocuparon la sede de san Pedro: León IV, Nicolás I, Adriano
II y Juan VIII. Pero después empezó la decadencia. Presentamos a continuación
los hechos más importantes que acontecieron en el periodo de estos papas que
se podría denominar la transición (847-882).
León IV (847-855) tuvo que defenderse sobre todo de los sarracenos. El 846 los
fieles al Islam habían llegado a saquear las basílicas de los Apóstoles Pedro y
Pablo. En el año 849 el Papa obtuvo una brillante victoria naval sobre los árabes
en Ostia. Esto le permitió reconstruir un nuevo puerto fortificado en la antigua
Civitavecchia, al cual denominó Leópolis. León IV también amuralló el Vaticano,
que fue incorporado al distrito de Roma como “ciudad de León”.
Nicolás I (858-867), celebrado por sus contemporáneos como un “segundo
Elías”, sometió bajo su obediencia a muchos obispos, entre otros a Hincmaro de
Reims. Este prelado excomulgó nada más ni nada menos que al gran Lotario,
rey de Francia, por negarse a dejar su concubina Waldrada. Nicolás I intervino
en las turbulencias de la Iglesia bizantina, tomando partido a favor del patriarca
Ignacio contra Focio. A los búlgaros, que se habían establecido en el sur del
curso del Danubio y habían abrazado el cristianismo, el papa Nicolás I les envió
misioneros con instrucciones dogmáticas claras que son interesantes para la
historia de la teología y que comentaremos más adelante; son las denominadas
“responsa ad bulgaros” (capítulo 57).
Adriano II (867-872) intervino con sus legados en el octavo concilio ecuménico
de Constantinopla del año 869, en el que el patriarca Ignacio de Constantinopla
fue repuesto en su sede episcopal, pero no pudo evitar que el mismo Ignacio
HISTORIA DE LA IGLESIA
29
estuviera en contra de la influencia de Roma en la región de los búlgaros. Con
este objetivo, Ignacio escogió en calidad de legado a san Metodio, que antes
había actuado como misionero entre los eslavos por encargo del emperador
bizantino, y lo nombró arzobispo de Sirmium (Mitrovitza, en el Save). San
Metodio y su hermano san Cirilo eran oriundos de Salónica. Después de una
actividad pasajera entre los kázaros de Crimea, se trasladaron a Moravia. Los
dos hermanos celebraban la liturgia en lengua eslava, a la que dotaron de una
escritura propia con el alfabeto glagolítico. Nicolás I los llamó a Roma para que
dieran cuentas de su misión, y allí murió Cirilo. Adriano II volvió a enviar a Metodio
a Moravia, aceptó el eslavo como lengua eclesiástica, y protegió al misionero
contra los asedios de los obispos bárbaros de Ratisbona y Passau, los cuales
habían hecho ya algunos intentos de evangelización en Bohemia y Moravia e
invocaban, por lo tanto, derechos más antiguos sobre aquellas regiones. El
eslavo eclesiástico desapareció después en Bohemia y Moràvia, mientras que se
introdujo entre los búlgaros, servios y finalmente entre los rusos. San Cirilo y san
Metodio en el pontificado del papa Juan Pablo II fueron declarados copatrones
de Europa, del mismo modo que antes lo era san Benito.
Juan VIII (872-882). Tras la muerte de Ignacio, el Papa reconoció a Focio
como patriarca de Constantinopla, pero no aceptó el concilio del año 879 con
sus decretos antiromanos inspirados por el mismo Ignacio y, por supuesto,
por Focio. Juan VIII volvió a solicitar la presencia de san Metodio en Roma, y
lo protegió contra las acusaciones de los bávaros. Juan VIII fue el último gran
Papa de este tiempo. Después de él empezó una tenebrosa época para el
papado, el saeculum obscurum, denominada también ‘el siglo de hierro’ por los
historiadores italianos.
La decadencia papal (siglo X)
A lo largo de todo el siglo IX y principios del X los teólogos se preguntaban:
‘¿puede un obispo ser trasladado de diócesis?’, y la respuesta era negativa, o
al menos no se admitía en un principio. Tal era el caso del obispo y gran apóstol
Formoso. Este personaje evangelizó Bulgaria, y aunque Boris, el rey búlgaro
de aquella región, rogaba insistentemente a los papas Nicolás I y Adriano II
que Formoso permaneciera como obispo metropolita, siempre dijeron que no
era lícito, puesto que Formoso había sido obispo de Porto (cerca de Roma) y
no podía dejar esta diócesis romana y no ser nombrado obispo de Bulgaria. Se
consideraba que un cambio de obispado supondría una especie de divorcio de la
auténtica y única esposa del obispo: la diócesis, sería la única para toda la vida
del obispo titular.
Durante el pontificado de Juan VIII, Formoso cayó en desgracia de este Papa. Lo
exilió y Formoso tuvo que renunciar a su condición episcopal, y fue injustamente
reducido a simple laico (a secularizarse). En estas circunstancias, Formoso juró
que nunca más ejercería la función episcopal y que no volvería a pisar Roma.
Esto era en el año 878. Exiliado, Formoso volvió a Francia. Aun así aquel
juramento no era libre (fue impuesto), y por eso Formoso volvió a Roma y fue
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
elegido Papa con la aceptación de una gran mayoría de los electores, aunque
algunos se escandalizaron por la ‘traición’ que esto suponía para las anteriores
diócesis a su cargo (Porto y Bulgaria).
La sucesión papal es la siguiente: a Juan VIII, que probablemente fue
envenenado, le sucedió Marino I en marzo del año 883. Éste liberó a Formoso
del juramento anterior. Marino I murió en el mes de mayo de 884. Le sucedieron
Adriano III (884-885) y Esteban V (885-891). El mencionado Formoso sucedió
al papa Esteban V, siendo constituido Papa en septiembre de 891. Por otra
parte Carlos el Gordo había renunciado a la corona a finales del año 887, en
Tribur. Según decían los romanos, la corona imperial debía pasar de nuevo a
los italianos. Esteban V ya coronó a Guido de Spoleto y Formoso coronó al hijo
de Guido, Lamberto (892). Pero Formoso no era partidario de los ‘espoletanos’,
y así pidió auxilio a Arnulfo de Germania, y el 22 de febrero de 896, Formoso,
rechazando a los espoletanos, coronó a Arnulfo emperador. El juramento de
todo el pueblo romano fue: “Por todos los misterios de Dios juro que, salvo mi
honor, la ley y la fidelidad al Papa y señor Formoso, yo soy y seré durante toda mi
vida fiel a Arnulfo, emperador; no me asociaré nunca con ninguno otro hombre y
romper así mi fidelidad al emperador Arnulfo; no prestaré ayuda a Lamberto, hijo
de Algeltruda; no entregaré esta ciudad de Roma ni al mencionado Lamberto ni
a su madre”. Una vez coronado emperador Arnulfo, y a pesar de este juramento,
los romanos se manifestaron contrarios a que el Papa diera la corona imperial a
un alemán. El líder de la revuelta romana era un tal Sergio favorable a la causa
espoletana.
Formoso murió el 4 de abril de 896 cuando los espoletanos Lamberto y Algeltruda
entraron en Roma para vengar –decían– la afrenta que él (Formoso) les había
causado. A este Papa le sucedió Bonifacio VI (896), que fue elegido por tumulto
del pueblo. Era contrario a la causa alemana, y sólo duró quince días. Según las
crónicas, murió de gota.
Esteban VI (896—897) fue el sucesor de Bonifacio VI. Esteban VI era un juguete
del partido de Spoleto, que en aquellos días señoreaba Roma. Fue consagrado
obispo de Roma en el mes de mayo de 896. Hay que advertir que fue consagrado
de nuevo, porque, a pesar de ser obispo de Agnani, consideraba nula su primera
consagración o ordenación episcopal, puesto que lo ordenó Formoso, que era
“un laico” según afirmaba el mismo Esteban VI.
El concilio “cadavérico” fue una de las primeras actuaciones de Esteban VI como
nuevo Papa, y se considera uno de los episodios más denigrantes de la historia
del pontificado romano. El Liber Pontificalis nos dice: “Se pregonó un juicio
solemne contra Formoso: el difunto Papa fue instigado a comparecer –a pesar
de ser difunto– en persona ante un tribunal del Sínodo”. Era el mes de marzo
del año 897. Lamberto y su madre se encontraban en Roma. Se reunieron el
sanedrín de los cardenales y obispos, así como otras dignidades eclesiásticas.
El cadáver del Papa fue sacado de la tumba en la que descansaba desde hacía
HISTORIA DE LA IGLESIA
31
ya ocho meses. Fue vestido con el paludamentum pontifical y colocado en un
trono en la sala del concilio. Se levantó el abogado-fiscal del papa Esteban
VI –según narra textualmente la crónica del Liber Pontificalis- y dirigiéndose
a aquella horrible momia, junto a la cual había un diácono tembloroso que
debía hacerle de defensor, le lanzó grandes y gravísimos acusaciones. Pero a
continuación el papa Esteban VI, con gran furia, preguntó al cadáver: “¿Por qué,
hombre ambicioso, has usurpado la cátedra de san Pedro, tú que eras obispo
de Porto?”. La momia fue juzgada y el sínodo firmó el decreto de deposición del
Papa fallecido, y decidió que todos los que habían recibido órdenes sagradas de
manos de Formoso debían ser ordenados de nuevo.
Existen muchas leyendas sobre cómo el pueblo respondió a aquel concilio
“cadavérico”. Lo cierto es que el papa Esteban VI fue condenado por el pueblo,
encarcelado, y después estrangulado. Y así acabó uno de los pontificados más
nefastos de la historia de la Iglesia. El sucesor de Esteban VI fue Romano I
(897). Parece ser que ese nuevo Papa condenó la conducta de su predecesor.
Existe una nota marginal en el códice del Liber Pontificalis en la cual nos dice
que Romano I fue monje al poco de ser constituido Papa, lo cual quiere decir
que Romano I habría dejado de ser Papa para ingresar a un monasterio en
octubre del año 897. Le sucedió Teodoro II, pero este Papa sólo gobernó la
Iglesia durante veinte días. Era pro alemán, y según nos dicen las actas del
sínodo de 898 presidió un concilio romano para restablecer la buena fama del
papa Formoso.
El papado quedó vacante durante dos meses. En el mes de abril del año 898
fue ordenado obispo de Roma Juan IX. Era benedictino y cardenal diácono, hijo
de un alemán. Intentó reivindicar la memoria de Formoso, y con este objeto
reunió un concilio en Roma en la primavera del mismo año 898. No en vano, él
mismo había sido ordenado sacerdote por el papa Formoso. Por lo tanto, fue
anulado el concilio “cadavérico” y sus actas quemadas por considerarlas nulas.
Se determinó que quedaba terminantemente prohibido juzgar a los difuntos.
Por otro lado, todos los asistentes al mencionado concilio “cadavérico” fueron
perdonados, excepto un tal Sergio –el que después será Papa–. Tampoco fueron
absueltos los sacerdotes Benito y Marino, ni los diáconos León, Pascual y Juan.
El canon 10 afirma: “No se hará ninguna elección papal más sin la presencia
de los delegados imperiales que darán garantías del acto”. El concilio también
reconoció las ordenaciones del papa Formoso, pero el concilio aconsejó que no
se repitieran las ordenaciones de un obispo-papa pot ser antes ya obispo. Juan
IX, a pesar pertenecer a un sector pro alemán, reconoció a Lamberto. Arnulfo se
fue de Italia y murió poco después. También en el mes de octubre de 898 murió
Lamberto al caer del caballo. ¿Quién sería el nuevo emperador? A principios del
año 900 también murió Juan IX.
El rey de la zona norte de Italia era Berengario de Friuli. Pero tuvo poca fortuna
en la lucha contra los invasores húngaros, y por eso los italianos pidieron el
auxilio a Luis de Provenza. Éste cruzó los Alpes, fue coronado rey en Pavía, y en
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
febrero del año 901 recibió en Roma la corona imperial de manos del Papa. Pero
Berengario de Friuli consiguió encarcelar al nuevo emperador, le sacó los ojos
y lo devolvió a Provenza. Era papa León V (903), que sólo gobernó dos meses.
He aquí la triste historia de León V: un sacerdote llamado Cristóforo (I) mandó
encarcelar a León V y le sucedió el mismo Cristóforo I.
Éste fue ordenado en octubre. Pero en enero de 904, Cristóforo I fue encarcelado
por el mencionado Sergio, que prácticamente era el dueño de Roma. Pocos días
después, el mismo Sergio mató a Cristóforo I y al anterior papa León V: ambos
papas (León V y Cristóforo I) fueron degollados y Sergio ascendió a la cátedra
papal. Así es como aprovechando estas turbulentas circunstancias, accedió a
la sede de Pedro un hombre indigno: el mencionado Sergio (III). Éste, que era
visceralmente antiformosiano, declaró que el concilio “cadavérico” (celebrado
hacía ya ocho años) era legítimo y que las ordenaciones de Formoso y las
ordenaciones de los ordenados por éste eran nulas; por eso había que ordenar
de nuevo a obispos, sacerdotes y diáconos “maculados por el infame Formoso”.
Se dio un inimaginable descalabro social. Pero, más todavía, fue una auténtica
maldición de Dios en toda la Iglesia romana el gran escándalo que el nuevo
papa Sergio III provocó al relacionarse con la “meretriz” Teodora, casada con el
vestanarius de Roma Teofilacto. Esta familia poseía el castillo de Sant-Angelo.
Las hijas de este matrimonio eran Teodora y Marozia, cuyos escándalos darían
mucho que hablar en Roma. De esta última el mismo papa Sergio III tuvo
(cuando ella tenía veinte años y él cincuenta) un hijo que después se convertiría
en el papa Juan XI. Así lo dice el Liber Pontificalis: «Iohannes natione Romanus,
ex Patre Sergio papa, sedit III anno, X menses». El papa Sergio III murió en abril
de 911.
¿Qué pasaría con los sucesores de Sergio III? ¿Aceptarían de nuevo el concilio
“cadavérico”? Los pontificados de Anastasio III y Landón I fueron muy efímeros,
hasta que subió a la sede romana Juan X (914-928) con la ayuda de Teofilacto
y Teodora. Berengario, rey norteño de Italia, fue coronado emperador por Juan
X (noviembre de 915). Pero el nuevo emperador era un pobre hombre y un mal
soldado. Nadie podía imaginar que Berengario defendiera Roma. Suficiente
trabajo tenía él para mantenerse en el reino norteño de Italia. Por otro lado,
Alberico, marqués de Spoleto, se casó con Marozia. En Roma esta pareja hacía
sombra al mismo Papa tanto por el poder como por los escándalos por todo
el mundo conocidos y comentados. El emperador Berengario murió en el año
924.
¿Quién sería el nuevo emperador? El esposo de Marozia también murió y ésta
se casó de nuevo, ahora con Guido de Tuscia. La mencionada pareja encarceló
al papa Juan X a San-Ángelo en mayo de 928 y lo mataron sofocándolo con
una almohada. Marozia, la “meretriz” y prepotente “señora” de Roma, podría
disponer ahora de la tiara pontificia: dos papas fueron creados por ella (León VI
(928) y Esteban VII (928-931)). Éstos, o fueron también asesinados. Poco más
HISTORIA DE LA IGLESIA
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sabemos de ellos. Al final, Marozia cedió el pontificado a su propio hijo Juan (XI),
también hijo del anterior papa Sergio III.
Al morir el segundo esposo de Marozia, ésta se casó de nuevo; ahora con Hugo
de Provenza. Marozia intentó también que su hijo, el papa Juan XI, coronara
emperador a su nuevo esposo. Sabemos que Hugo de Provenza, el hombre
fuerte que gobernaba el norte de Italia, pidió o exigió que el hijo de Marozia, Juan
XI, le otorgara la corona imperial. En el 932 Hugo entró en Roma y se disponía
a ser coronado emperador, y así la “meretriz” Marozia aspiraba a convertirse en
emperatriz. La ceremonia previa tuvo lugar en el feudo de Marozia: el castillo
de San-Ángelo. Presidía el Papa. Estaban en el banquete cuando el vino los
desorientó quizá demasiado: empezaron las discusiones, altercados, agresiones,
etc. entre los comensales: Alberico, a su vez hijo de Alberico, marqués de Spoleto
y de la mencionada Marozia, recibió insultos por parte de su nuevo padrastro,
de modo que abandonó el convite y corrió al encuentro de los jóvenes de Roma,
y evocando las grandezas de Roma, i que ahora —decía— estaba amenazada
por el “bárbaro” Hugo de Provenza. El hijo de Marozia y los rebeldes entraron
en la fortaleza, de modo que Hugo tuvo que salir del castillo de San-Ángelo
mediante una cesta descolgada con una cuerda. Su madre fue encarcelada y su
hermanastro, el papa Juan XI, fue despojado de toda ornamentación y autoridad
pontificia, muriendo en el año 936. Le sucedería León VII (936-939).
Así es como Alberico, hijo de Alberico y Marozia, fue el nuevo “dictador” de
Roma. Se denominó ‘Princeps omnium Romanorum’. Era un auténtico dictador;
pero, a pesar de todo, protegió la reforma de Cluny (capítol 52). En esta época
se sucedieron los siguientes papas: Esteban VIII (939-942), Marino II (942-946)
y Agapito II (946-955).
Alberico tuvo un hijo que llamaron Octaviano. Quiso Alberico que a parte de ser
este hijo su sucesor (Princeps omnium Romanorum) fuera también Papa. Alberico
hizo jurar a los romanos (pueblo y clero) que a la muerte del papa Agapito II su
hijo le sucedería, y así lo juraron. En el año 954 murió Alberico, y pocos meses
después murió Agapito II, de modo que el chico Octaviano inexorablemente
fue nombrado Papa: Juan XII (955-964). Tenía dieciocho años y dicen que era
un crápula. El Liber Pontificalis dice de él: “Tota vita in adulterio et in vanitate
duxit”, pero aun así algunos dudan de la veracidad de estas palabras. Se dice
que esta crónica (Liber Pontificalis) depende de un personaje progermánico
llamado Luitprando que era el cronista de Otón I y, por lo tanto, estaba a favor
de Otón para desacreditar a su enemigo Juan XII. A pesar de esto, creemos
que el Liber Pontificalis aquí dice la verdad. Así, un cronista en el año 1000 dice
que: “Juan XII amaba la cacería; sus pensamientos eran la vanidad. Le gustaban
más las reuniones con mujeres que las litúrgicas y eclesiásticas; en lascivia y
audacia, superaba a los paganos...”. A pesar de esto, este joven Papa fue un
buen gobernante de la Iglesia: por ejemplo, hay que destacar su actuación en
Hispania y en Francia, donde apoyó la reforma de Cluny. La providencia todavía
podía servirse de los malos papas.
34
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Aun así hay que reconocer que fue un paso importante de Juan XII el invocar la
ayuda del rey alemán Otón I para defenderse de su enemigo Berengario de Ivrea,
que se había erigido rey de Italia. Otón llegó a Roma el 961, y Juan XII lo coronó
emperador. Sus últimos predecesores habían sido emperadores sólo de nombre,
y desde el 915 ni siquiera se había celebrado ninguna ceremonia de coronación.
Ahora el papado disponía de nuevo de un verdadero defensor, y bien es verdad
que el emperador Otón I y sus sucesores de las dinastías sajona y sálica serían
hombres no sólo extraordinariamente capaces, sino profundamente religiosos y
siempre atentos al bien de la Iglesia. Si el papado se pudo recuperar lentamente
del abismo en el que había caído durante el siglo X, fue en gran parte gracias
a estos soberanos, a pesar de la arbitrariedad de que ellos dieron pruebas en
algunos de sus actos. Sin embargo, hay que reconocer que la coronación del rey
alemán agravó la confusión. Otón I acababa de irse de Roma cuando el frívolo
Juan XII ya empezó a conspirar contra él. Otón I volvió a Roma, el Papa escapó,
y el emperador lo declaró depuesto de su cargo, o sea depuso al mismo Papa.
En su lugar hizo elegir a León VIII (963-965). Pero cuando Otón I volvió otra
vez a su país, los romanos expulsaron al Papa (León VIII) y llamaron de nuevo
al indigno Juan XII. Éste se vengó sanguinariamente de sus enemigos, pero
murió al poco tiempo. En su lugar, los romanos eligieron a Benedicto V (964),
denominado ‘el Gramático’, que fue desterrado por el emperador.
Los Crescencios y los Tusculanos
Después de Benito V, la familia de los Crescencios, que entonces era la más
destacada en Roma, eligió papa a Juan XIII (965-972). Éste se mantuvo junto
a Otón I y coronó emperador a su hijo, Otón II. Pero no tardaron en surgir los
escándalos. Los Crescencios ordenaron matar al sucesor de Benedicto V, o sea
a Benedicto VI (973-974), y nombraron pontífice a un antipapa, Bonifacio VII
(974-985). Éste, que estaba implicado en el asesinato de su antecesor, al tener
noticia de que se acercaba Otón II, huyó a Constantinopla con las arcas repletas
del tesoro papal, y allí permaneció durante algún tiempo, pero volvió a Roma
cuando hubo dilapidado el tesoro que se había llevado. Había un nuevo Papa,
Juan XIV, que Bonifacio VII encerró en el castillo de San-Ángelo, donde lo mató
de hambre (sic). Al morir Bonifacio VII, los romanos enfurecidos colgaron su
cadáver de la estatua de Marco Aurelio (que antes estaba ante la basílica de San
Juan de Laterano y hasta el año 1976 estuvo en la plaza del Capitolio de Roma, y
en el año 1991, después de ser restaurada, volvió a presidir esta plaza romana).
El nuevo papa Juan XV (985-996) pertenecía a la familia de los Crescencios,
pero se enemistó con ellos y buscó el apoyo de los emperadores alemanes.
Así, volvieron a Roma el emperador y la viuda de Otón II, la princesa bizantina
Teófanes. Empezó entonces una época de más tranquilidad para el papado,
especialmente durante el papado de Silvestre II (999-1003), de gran incidencia
cultural. En este momento se introdujo la numeración arábiga. Silvestre II estaba
vinculado a Vic, donde estudió y conoció la civilización islámica.
Debemos posiblemente abstenernos de juzgar estos escándalos con unos
criterios modernos. El menor de los trastornos sufridos entonces por la Sede
HISTORIA DE LA IGLESIA
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apostólica tendría hoy en día unas consecuencias inimaginables para el conjunto
de la Iglesia. Pero en aquel tiempo, el papado, como cualquier otra monarquía,
estaba al azar de múltiples ambiciones. Aun así, por otra parte, hay que pensar
que los escandalosos sucesos de Roma no dejaban indiferente al resto de la
cristiandad. En un sínodo celebrado en Reims en 991, un obispo sacó el tema
del estado de cosas que dominaba en Roma, y sobre todo los crímenes del
antipapa Bonifacio VII, y exclamó: “Un Papa que no tuviera caridad y que sólo
estuviera hinchado de ciencia, sería un anticristo. Pero si no tiene caridad ni
ciencia está en el templo de Dios como si fuera un ídolo. Y, ¿qué instrucciones
debemos pedir a un bloque de piedra?”.
Tras la muerte del emperador Otón III (1002) volvió a Roma la discordia entre las
familias de los Tusculanos y la de los Crescencios. Estos últimos eligieron a Juan
XVII (1003), que sólo fue Papa durante seis meses. Le siguió Juan XVIII (10031009), del cual el Liber Pontificalis nos dice que murió en un monasterio. Esto
significa que fue destituido. De Sergio IV (1009-1012) sabemos que confirmó
los bienes y derechos del monasterio de Santa María de Ripoll y los de Cuixà.
Benedicto VIII fue elegido Papa gracias a la victoria de los Tusculanos (de la
familia de Marozia y Alberico) en contra de los Crescencios. Sergio IV luchó
con los pisanos y los genoveses contra los sarracenos. En el año 1020, el papa
Benedicto VIII consagró la catedral de Bambert y celebró un sínodo en Pavía en
el que se insistió sobre el celibato de los sacerdotes y se dictaron penas graves
contra los simoníacos. Los condes de Túsculo, con el papa Benedicto VIII se
hicieron muy fuertes en Roma. Al morir Benedicto VIII, un tercer hermano del
conde fue elegido Papa con el nombre de Juan XIX (1024—1033). Éste coronó
nuevo emperador a Conrado II. A las fiestas de coronación asistieron los reyes
Rodolfo III de Borgoña y Canuto de Dinamarca y de Inglaterra. A la muerte de
Juan XIX la familia de Túsculo eligió un Papa de 15 años, el hijo de Alberico,
con el nombre de Benedicto IX. Estuvo poco tiempo en la sede romana, puesto
que le dieron una gran fortuna para que renunciara al papado. El mecenas de
esta operación fue Juan Graciano, arcipreste de San Juan in Porta Latina. Éste
(Graciano) fue elegido nuevo Papa de Roma con el nombre de Gregorio VI,
y de él podemos decir que era un gran hombre, y posiblemente un santo. Su
programa fue la reforma que después tomaría el nombre de ‘gregoriana’, pero
los Tusculanos eligieron a otro Papa, Silvestre III. De tal modo que en este
momento coincidieron tres papas en Roma: Silvestre III, Gregorio VI y Benedicto
IX. Este último reivindicó de nuevo su condición de Papa. El emperador Enrique
III, sucesor de Conrado II, solucionó el problema en un sínodo celebrado en
Sutri. En él se obligó a renunciar a los tres papas. Gregorio VI renunció y se
retiró con el joven Hildebrando (el que sería Gregorio VII) a Colonia, y falleció en
el año 1047.
Alemania bajo los emperadores sajones. El siglo de los santos
El historiador Hertling concluye este periodo de desprestigio papal afirmando
que a pesar del poco edificante ejemplo de los papas, el Espíritu Santo actuaba
en la Iglesia. A partir de esta reflexión hace un análisis sobre la santidad que
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
germinó en Alemania durante este periodo que él denomina “siglo de los santos”
y “época en la que nace un nuevo estilo artístico: el románico”.
Afirma Hertling (Historia de la Iglesia, Barcelona, Herder 1961, pág. 171-172)
que la dinastía alemana que ostentaba la corona imperial desde el 961 era una
familia de santos. La madre de Otón I, Matilde, así como su mujer Adelaida, son
veneradas en los altares, como también lo es su hermano san Bruno, obispo de
Colonia. El nieto de Otón I y tercer sucesor en el trono, fue Enrique ‘el Santo’,
esposo de santa Cunegunda. La hermana de Enrique, santa Gisela, se casó con
san Esteban I, rey de Hungría, y fue madre de san Emerico.
A los ejemplos ahora mencionados, venían a responder el floreciente estado
de la Iglesia en Alemania. San Bruno, hermano de Otón I, en su calidad de
obispo de Colonia (953-965), también administraba el ducado de Lorena y allí
favoreció la reforma monástica benedictina iniciada en Gorze, cerca de Metz.
Amigo y consejero de Otón I también fue san Ulrico, obispo de Augsburgo (†
973). Éste apoyó a Otón en la campaña militar que llevaría a la derrota de los
húngaros en Lechfeld (955), que puso punto final a sus devastaciones en la
Alemania meridional. Ulrico había sido educado en el monasterio de San Gal,
que era entonces una escuela de ciencias sagradas y profanas. Prior de San Gal
fue durante un tiempo el beato Notker, más tarde obispo de Lieja (972-1008),
sobrino de Otón I. San Labedo trabajó durante toda su vida como profesor en
San Gal, donde murió en el año 1022. Tradujo los clásicos latinos al alemán y
contribuyó a la formación de la lengua alemana literaria.
San Conrado fue amigo de Ulrico de Ausburgo, a la vez que fue venerado como
patrón de la diócesis de Friburgo. Fue obispo de Constanza, entre los años 934
y 975, y entre otros, fundó el monasterio benedictino de Weingarten. Su segundo
sucesor fue san Gebardo de Constanza (980-995).
Willigis fue una gran personalidad como obispo y como político, y también es
venerado como santo. Fue arzobispo de Maguncia, canciller y regente del
Imperio después de la muerte de Otón II y de Otón III. De su círculo inmediato
procedía Burcardo, obispo de Worms († 1025), que hizo la recopilación de
decretales, de gran importancia en la historia del derecho canónico.
En Baviera actuaba entonces san Wolfgango, obispo de Ratisbona (972-994),
que antes fue benedictino en Einsiedeln. Apoyó abnegadamente la creación del
obispado de Praga (973), que de este modo quedó separado de su diócesis.
En Bohemia, la resistencia del paganismo había sido muy constante y el partido
anticristiano había asesinado al duque Wenceslao en el año 935. Desde la
instauración de la sede episcopal de Praga por obra del duque Boleslao II,
Bohemia se hizo definitivamente católica. Como segundo obispo de Praga, el
arzobispo de Maguncia, Willigis (en la archidiócesis a la cual pertenecía aquella
ciudad) consagró al checo Vojciech o Adalberto, el cual muy pronto renunciaría
HISTORIA DE LA IGLESIA
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a su dignidad e ingresó en el monasterio benedictino de san Alejo en Roma.
Pero Adalberto, por orden del Papa, tuvo que volver a Praga en 992, e introdujo
los benedictinos en Bohemia, fundando la abadía de Brevnov. Al final de su vida
acudió a evangelizar a los prusianos, paganos todavía, y sufrió el martirio en 997
en Tenkitten, junto a Frisches Haff. Una suerte parecida sufrió Bruno de Querfurt.
Éste fue consagrado en el año 1004 como obispo misionero, y cuatro años
después fue asesinado junto con dieciocho compañeros más en Braunsberg.
En la Marca Oriental, gobernada desde el año 975 por la casa de Babenberger
con título de duques, el obispo de Passau, Peregrino (971-991), desarrolló una
especial actividad. Celebró sínodos en Lorch junto a Linz, Mautern y Mistelbach,
cerca de Viena, y fundó en el año 984 la colegiata de Melk, que después
adoptaría la regla benedictina.
Entran ya en el siglo XI los dos santos obispos de Hildesheim, san Bernward (†
1022) y san Godehard († 1038), así como el amigo del emperador Enrique II el
Santo, el asceta san Popón, originario de Flandes, desde el año 1020 abad de
Stablo y encargado de la dirección de otros monasterios benedictinos, como
Echternach, Hersfeld y San Gal. En todos estos monasterios, el citado santo
impuso la reforma inspirada en Cluny. En esta época trabajaba apostólicamente
en el norte otro amigo de Enrique II: Meginwerk o Meinwerk, al cual en el año
1009 el mencionado Willigis consagró obispo de Paderbón. A él se debió el
florecimiento de esta diócesis, hasta entonces pobre e insignificante. Meginwerk
construyó la catedral de Paderbón y fundó en el año 1015 el monasterio de
Abdinghof, que mandó ocupar por los benedictinos de Cluny.
Esta es la época del primer estilo románico en Alemania, poderoso a la vez que
elegante, lleno de piedad y de gozo de vivir. A pesar de que se ha conservado
poco en aquella latitud, hay que mencionar la colegiata de Genrode en
Alemania, que se remonta al siglo X, y la Iglesia latina de Quedlinburg, en la
cual fue enterrado Enrique I, padre de Otón I. De las edificaciones levantadas en
Paderbón por Meinwerk, se conserva la encantadora capilla de san Bartolomé, y
de las de Bernward de Hildesheim, la magnifica iglesia de san Miguel. También
quedan monumentos de esta época en el sur, como la colegiata de Moosburg,
cerca de Frisinga, y la iglesia conventual de Reichenau, cerca de Constanza.
4. LA REFORMA GREGORIANA
• Importancia de la Reforma gregoriana
• El feudalismo y las iglesias propias
• Investidura laica, simonía y nicolaísmo
Importancia de la Reforma gregoriana
El movimiento denominado ‘Reforma gregoriana’ —que tiene como principal
protagonista a san Gregorio VII, de ahí su nombre— es, creemos, el punto álgido
de la edad media y punto de referencia necesaria para la posterior historia de la
Iglesia. Hay quien opina que la Reforma se puede identificar como la lucha de las
investiduras. Aun así, el ámbito de la Reforma es mucho más amplio que el de la
disputa entre la libertad de la Iglesia y los pretendidos derechos de la investidura
laica. Es un movimiento providencial para la Iglesia, gracias al cual ésta obtiene
la libertad y, a la vez, se da un regreso a la pureza del evangelio, realzando los
más sublimes valores cristianos. En la Reforma gregoriana, la Iglesia toma más
conciencia de su misión fundamentalmente espiritual. De san Gregorio VII, por
ejemplo, diremos que es más un místico que un político —la viva personificación
de san Pedro—. Sin embargo, hay que observar que la Reforma es la respuesta
a unas injerencias insoportables y abusivas de algunos miembros del estamento
laical en el ámbito de la Iglesia. Estas abusivas pretensiones laicales fueron las
causas inmediatas de la lucha contra las investiduras; pero recordemos que ya
en tiempos de Pipino el Breve y de Carlomagno se daba entre las dos esferas
(eclesial y civil) una auténtica simbiosis, y en algunos aspectos una lamentable
confusión. El Papa y los obispos intervenían en la constitución real; y los nobles
y reyes se consideraban parte integrante de los concilios (o sínodos) mixtos, en
los que se determinaban indistintamente las pautas y cánones que regulaban la
liturgia, los procesos civiles, la estructuración eclesial, las campañas militares, las
misiones eclesiales, etc. Todo estaba mezclado y confundido. Los obispos ungían
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
al nuevo rey, el cual se consideraba predicador de la verdad y perteneciente al
orden diaconal. Y los reyes y nobles otorgaban misiones típicamente civiles a
los eclesiásticos al ser estos constituidos obispos o abades. Lo mismo hay que
decir entre el emperador y el Papa. Pero el sacerdocio (obispos y Papa) también
intervenía —y mucho— en los asuntos puramente laicales. En la constitución
de un rey, por ejemplo, la Iglesia determinaba si el candidato era digno o no,
y en casos especiales el Papa podía absolver del juramento de fidelidad a los
súbditos de un rey indigno y dar el visto bueno para que se procediera a una
nueva elección. Aún así, la más perjudicada era la Iglesia, puesto que la mayoría
de las sedes metropolitanas, obispados, monasterios e iglesias rurales estaban
en manos de laicos, los cuales investían —de aquí el nombre de ‘investidura
laica’— para estos lugares y cargos a gente sometida a su voluntad; y lo más
grave es que recibían dinero o favores materiales por tales investiduras, llegando
a lo más ordinario de la simonía.
Como consecuencia de lo dicho anteriormente se desencadenó una cruzada
contra las investiduras laicas entre los años 1046 y 1124; pero el impulso de la
Reforma perduró hasta los grandes fundadores de las órdenes mendicantes: san
Francisco de Asís y santo Domingo. El tratado de Worms (1122) concedió a la
Iglesia libertad en los nombramientos (investidura) de los cargos eclesiásticos;
pero éstos, al estar vinculados con las funciones civiles, quien otorgaba las
prebendas civiles (regalías) en la práctica después del tratado de Worms era la
propia Iglesia. Por eso, después de aquel tratado que marcó el final de la lucha,
la Iglesia se encontró de repente en sus manos con mucha riqueza y poder. Era
muy rica y poderosa, produciéndose la siguiente paradoja: se consiguió la libertad
en gran parte en detrimento del principal motor de la misma Reforma, o sea el
volver a la pureza de los valores evangélicos, o si se quiere de la Iglesia primitiva.
Las figuras de los grandes fundadores mendicantes reconducen la Reforma en
el primigenio origen de la misma, o sea, logran la autenticidad evangélica en
los valores de libertad, verdad, pobreza, sencillez y conocimiento de Jesucristo.
Los primeros motores de este movimiento fueron los monasterios de Cluny y del
Císter, así como los grandes papas gregorianos. Todos ellos fueron las figuras
providenciales que impulsaron el gran movimiento. Estos papas se pueden
dividir en tres grupos o periodos: los papas alemanes (Clemente II, Dámaso
II, León IX y Víctor II), los de Lorena y los de Toscana (Esteban IX, Nicolás II,
Alejandro II, y Honorio II) y Gregorio VII y sus inmediatos sucesores (Víctor III,
Urbano II, Pascual II, Gelasio II y Calixto II). Todos ellos fueron verdaderamente
papas reformadores, o, como alguien dirá, papas gregorianos.
El feudalismo y las iglesias propias
Antes de estudiar la Reforma gregoriana, hay que exponer brevemente lo
que fue el feudalismo y sus repercusiones en las instituciones eclesiásticas,
especialmente en las investiduras laicas y en las denominadas iglesias propias.
El feudalismo es el sistema que configuró fundamentalmente la estructura
jurídico-pública y económico-social de la mayor parte de los países del occidente
HISTORIA DE LA IGLESIA
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europeo durante los siglos medievales. El origen es confuso, pero ya en el siglo IV
encontramos algunos indicios de lo que podríamos denominar ‘pre-feudalismo’
en los grandes latifundios romanos y en la fidelidad militar. El feudalismo, en
algunos aspectos perduró hasta la Revolución francesa de 1789.
El clima de inseguridad general de la alta edad media y la carencia de protección
del poder público, tenían que completar el proceso de favorecimiento del nuevo
sistema, que, pasando por varias fases —bastantes parecidas en los reinos
germánicos de Occidente (merovingios, visigodos...)— acabó cristalizando en
Francia hacia el siglo X. Así, la palabra ‘feudo’ y la institución en ella significada
es claramente existente ya en el siglo X y es el producto de la fusión de los
siguientes conceptos: vasallaje, beneficio e inmunidad.
Gracias al ‘pacto de feudo’ del señor con los vasallos, se estableció una relación
(feudal) entre ellos mediante la cual los vasallos debían fidelidad y otorgamiento
de servicios —militares especialmente— al señor, y éste entregaba el usufructo
de unas tierras al vasallo que debía cultivar dando una parte de los frutos al
señor feudal. Aun así, no se podía considerar un auténtico pacto de feudo si esta
relación hubiera sido meramente temporal: era necesario que fuera vitalicia y
hereditaria.
Posteriormente, el pacto de feudo se proyectó sobre otras esferas que nada
tenían que ver con la posesión y el usufructo de la tierra, como fue el ejercicio
de las funciones públicas denominadas ‘regalías’, u otros rendimientos. Todos
estos usufructos —ejercicios de funciones o rendimientos— también fueron
objeto de alienación o de ‘subinfeudación’ a terceros.
La investidura de un feudo la hacía el señor mediante unos ritos y unas fórmulas
de juramento de fidelidad u homenaje llamado ‘juramento de boca y manos’.
El feudalismo —especialmente en sus subconceptos de beneficio y de
inmunidad— influyó muchísimo en las instituciones eclesiásticas desde el siglo
IX hasta el XII. A pesar de esto, hay que matizar mucho cuando hablamos de
cada una de estas relaciones. Por ejemplo, no se puede decir que existieran
verdaderos “pactos de feudo” entre el señor feudal y el obispo o el abad cuando
estos recibían la investidura laica, puesto que siempre se consideró que la
función estrictamente episcopal o abacial era ajena al estamento laical. A pesar
de esto, inicialmente, al no hacerse una clara distinción entre la prebenda abacial
o episcopal y sus cargas o funciones publicas (llamadas regalías) anejas a las
mencionadas prebendas, se creó una gravísima confusión, creyéndose que
quien otorgaba el episcopado o el abaciado o la parroquia era el señor feudal y
que la ordenación o bendición era una cosa secundaria.
Más grave era la situación de los responsables de muchas iglesias rurales
llamadas ‘iglesias propias’. Aquí el concepto que se subraya es el beneficio. El
señor feudal se consideraba propietario y el sacerdote un simple instrumento
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
empleado para que esta propiedad laical produjera sus frutos que eran
entregados casi íntegramente al propietario laico. Hay que exponer brevemente
esta nueva institución de la alta edad media, puesto que fueron, junto con la
investidura laica, el “nicolaísmo” y la “simonía”, las causas inmediatas de la
famosa Reforma gregoriana.
Los señores feudales laicos construyeron en sus territorios (o propiedades)
iglesias, ermitas, monasterios, etc. Así, por ejemplo, el conde Ramón de
Champagne tenía como propias sesenta capillas o iglesias, y los condes de
Barcelona unas cincuenta, sólo en la diócesis de Barcelona.
Sobre la iglesia propia —o propiedad de un señor que era llamado capellanus, a
pesar de ser un laico— se tenía un dominio casi total.
La iglesia propia se distinguía de la bautismal porque esta última tenía una pila
bautismal y la otra no. Es decir, en ésta se podía administrar el bautismo y no en
la otra. Y aún había una segunda diferencia: la bautismal tenía como responsable
a un sacerdote nombrado por el obispo del lugar (llamado “ordinario”), y en la
otra, en cambio, lo nombraba el señor propietario del territorio y de la misma
iglesia.
El obispo se veía obligado a ordenar sacerdote al designado por el señor. Muy a
menudo el elegido era un sirviente (nunca un esclavo), de muy poca formación
y con pocas ganas de observar el celibato. No se miraba el bien pastoral de
quienes asistían a las iglesias. El capellanus intentaba que el altar y la iglesia
produjeran abundantes frutos. Se decía que el sacerdote era un buen sacerdote
si daba muchos frutos al señor de la iglesia. El señor feudal tenía un auténtico
poder sobre el templo, o sea que se podía reservar la jurisdicción eclesiástica y
la administración de todos los bienes que provenían del altar y de la iglesia. El
sacerdote solamente tenía en propiedad una pieza de tierra para poder malvivir
llamada “massa”.
Según el derecho medieval, la tierra (territorio) es el fundamento de los títulos
de la propiedad. El altar estaba enclavado en la tierra y, como un árbol frutal, el
propietario de la tierra podía disponer libremente de sus productos, es decir, de
las ofrendas de los fieles, de los sufragios de misas, del derecho de estola, etc.
Era un auténtico abuso y escándalo.
Se daba un estado lamentable: sacerdotes concubinarios, sacrílegos,
analfabetos, supersticiosos, caprichos del señor, negación absoluta de la
pastoral... Es cierto que las capitulares de Carlomagno ya intentaron intervenir
prohibiendo que estos sacerdotes estuvieran excesivamente sometidos a sus
amos, pero esta legislación no duró mucho, ya que los emperadores alemanes
posteriores fomentaron un estado todavía más lamentable y caótico.
HISTORIA DE LA IGLESIA
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Los obispos no podían exigir el cambio, o la anulación de las iglesias propias,
porque también ellos estaban sometidos a los reyes o a los condes, a los cuales
debían la mitra. Entonces, los señores investían a sus obispos y abades. Era otra
manifestación de una misma realidad: la abusiva y escandalosa sumisión de la
iglesia al poder laico. La simonía se extendió también por los condados catalanes,
especialmente en tiempos del conde Ramón Berenguer I (1035-1076).
Las capitulares del reino francés —como hemos dicho— no veían con muy
buenos ojos la existencia de iglesias propias, y por eso hay muchas disposiciones
legales que menguan el número y la importancia de estas iglesias, pero no fueron
totalmente erradicadas hasta la Reforma gregoriana (siglo XII). Posteriormente
existe una lenta evolución entre los derechos que poseían los señores de las
iglesias propias y los derechos de los capellani (o de la capellanía), así como
entre éstos y los derechos de patronato sobre las iglesias. Gran parte de las
parroquias, por ejemplo de nuestro antiguo obispado de Barcelona (anterior a la
desmembración del 15 de junio de 2004) pasaron, en el siglo XI, a ser iglesias
dependientes de un capellanus o patrón de estas iglesias —que poseían el
derecho de capellanía— y que era distinto del sacerdote que ejercía la cura
animarum. Este sacerdote era presentado por el capellanus al obispo, el cual
estaba prácticamente obligado a instituirlo, confirmarlo, y nombrarlo rector de
la iglesia. Y en caso de que el capellanus fuera un colectivo eclesial (capítulo
catedralicio, monasterio) al presentado se le podrían dar los títulos de vicarius,
hebdomadarius maior, hebdomadarius minor, vicarius perpetuus, vicarius
nutualis... En el transcurso del tiempo, y gracias a la Reforma gregoriana,
el sacerdote que tenía a su cargo el cuidado pastoral de la parroquia se fue
independizando del capellanus y pasó a depender más del obispo. Esta evolución
hizo cambiar hasta los nombres: ya no se hablaría de capellanus sino de patrón;
ya no se llamaría ‘derecho de capellanía’, sino ‘derecho de patronato’. Esto
sucedió el siglo XII. Pero habrán muchos rifirrafes entre el obispo y los nuevos
patrones que siempre querían intervenir tanto en la vida de la parroquia como
en la del rector de la misma. No en vano, ellos se consideraban los decisivos
electores de los responsables de las iglesias. Sólo un veinte por ciento de las
iglesias, por ejemplo, del obispado de Barcelona, no tenían patrón. Esto quiere
decir que estas cuarenta parroquias dependían directamente del obispo —en
el momento de la elección o designación del rector—. También cabe recordar
que estas parroquias podían ser entregadas por el obispo al capítulo o a los
canónigos, y éstos se convertían en su verdadero capellanus o patrón. Esto lo
hacía el obispo para obtener ciertas ventajas económicas en la percepción de
los réditos o diezmos de las mismas. Hemos podido constatar, por ejemplo, que
en el antiguo obispado de Barcelona, el monasterio de Sant Cugat del Vallès
tenía el derecho de patronato sobre cuarenta y cinco iglesias, y que el capítulo
catedralicio de Barcelona ejercía el patronato sobre sesenta y dos parroquias.
Otras treinta y dos iglesias estaban sometidas al patronato por ejemplo de
abades, abadesas, priores, arcedianos, o bien seglares.
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Investidura laica, simonía y nicolaísmo
La Reforma intentó imponerse en todos los estamentos eclesiásticos. Se quería
volver a la pureza evangélica y como medio indispensable se quería asegurar
la libertad de la iglesia en el nombramiento de los obispos y abades. También
se insistía en que los clérigos vivieran en el celibato, y que se combatiera la
simonía. A pesar de todo, hay que reconocer que existen evidentes motivaciones
que explican el hecho real de la presencia, en aquella sociedad, de la investidura
laica. Los monarcas alemanes, especialmente desde Otón I, fundaron su poder
contra los otros señores feudales eligiendo a obispos y abades para cargos
típicamente civiles. Así, Otón I dio el arzobispado de Colonia a su hermano, el
de Maguncia a su segundo hijo (Guillermo el Bastardo), el de Tréveris a uno
de sus primos, y el de Salzburgo a uno de sus favoritos. A Bruno, a demás del
arzobispado de Colonia, le otorgó la cancillería, y a otros muchos eclesiásticos
—de los cuales estaba seguro de su fidelidad— les confió importantes cargos
en la corte imperial. Otón III dio como feudos grandes posesiones a los obispos
de Würzburg, Bremen, Colonia, y él se consideraba más importante que el
propio Papa, denominándose “servus Christi” como otro David. San Enrique
II hizo lo mismo, disponiendo de muchos obispados y abadías a su arbitrio, y
también convocó muchos concilios, de tal manera que se llegó a afirmar que
los obispados y las abadías “non electione, sed dono regis episcopus et abas
fiebant”. De Enrique IV —el gran enemigo de Gregorio VII— se decía que de uno
de sus favoritos “abbatissarum reginarumque subactor per adulterium sumpsit
episcopatum”. En Francia el rey nombraba a los siguientes obispos: de Sens,
Reims y Bourges. En Cataluña, Provenza, Gasconia, Bretaña y Languedoc,
los obispos también eran nombrados por los respectivos duques y condes. La
investidura laica estaba a la orden del día. En ella se daban, en este siglo XI,
todos los elementos de un acto jurídico mediante el cual el señor (rey, duque
o conde) confería a título de beneficio la prebenda eclesiástica con una clara
obligación de servir al señor; a la vez éste entregaba los símbolos de la nueva
dignidad o poder con la imposición del anillo episcopal y del báculo.
Las consecuencias nefastas de la investidura —como ya hemos dicho— eran
la simonía y el nicolaísmo. Quienes pretendían un episcopado o abadía, le
prometían al rey o al señor feudal cosas indignas, injustas o simplemente lo
conseguían con dinero. Así, por ejemplo, Guillermo de Albi, en el año 1040,
mientras todavía vivía el obispo de aquella diócesis, ofreció 50.000 sueldos a
cambio de la promesa de ser el obispo titular de Albi. El vizconde de Narbona,
debido al nombramiento de arzobispo a favor de Guillermo de Cerdaña, obtuvo
100.000 sueldos (año 1079). Adalberg, abad de Conques, vendió todos los
bienes de su monasterio para poder pagar lo que le había costado la abadía
o el obispado que había conseguido, y también se veía obligado a vender
simoniacamente rectorías, diaconías y otros beneficios al mejor postor. También
el conde de Barcelona compraba y vendía muchos obispados y abadías tal y
como lo explica el historiador Sobrequés i Vidal en su libro Los grandes condes
de Barcelona (Barcelona, 1969, pág. 71-92). Todo se podría comprar y todo
HISTORIA DE LA IGLESIA
45
se vendía. Era una cadena nefasta. De este modo los sacramentos a menudo
estaban administrados por manos de gente indigna.
Otra consecuencia era el nicolaísmo o clerogamia (o no práctica del celibato).
En Alemania, muchos clérigos del siglo XI vivían con sus mujeres e hijos. Lo
mismo podemos decir del estamento clerical de Lombardía, Francia, Provenza,
Cataluña, etc. El celibato, si bien estaba legalmente vigente, en la práctica era
muy vulnerado. Gozaba de una gran tradición en la Iglesia occidental, pero en
algunos casos se le hacía caso omiso. El intento de imponer de nuevo la práctica
de la continencia en los clérigos fue uno de los aciertos más notables de los papas
gregorianos, puesto que como ya hemos repetido muchas veces, la Reforma
supuso un regreso efectivo a los más auténticos valores del evangelio, entre los
cuales se encuentra el consejo de vivir como Jesús, o sea en virginidad.
Aun así, es conveniente recordar ahora los orígenes de la ley de continencia de
los clérigos. El principio que inspira el celibato eclesiástico es la idea de pureza
y de continencia, imitándose así más a Jesucristo. El sacerdote y el obispo son
la presencia viva del mismo Jesucristo, y por eso es muy oportuno que sean
célibes. Este es el razonamiento fundamental que durante muchos siglos se
repite en la Iglesia (especialmente en la latina). Aun así, es una ley positiva, no
una obligación impuesta por Jesucristo, y la Iglesia, si lo cree oportuno, la puede
imponer a los candidatos al sacerdocio o no. Es, por tanto, una ley eclesiástica
y hay que tener muy presente que la Iglesia de Oriente no ha creído oportuno
exigir el celibato a los sacerdotes que no son monjes. Los obispos todos son
célibes entre los ortodoxos, y en la Iglesia griega católica.
En un principio, virtualmente recomendado por la Escritura, el celibato no aparece
como una obligación. Existía libertad de elección entre el celibato y el matrimonio
(con una sola esposa), aunque no se puede olvidar la gran consideración que
siempre ha tenido la continencia. Antes de que los cenobitas practicaran el
celibato, ya optaban por él una buena parte de los clérigos. A pesar de la gran
cantidad de citas patrísticas que alaban el celibato y su práctica (diríamos casi
común en los primeros siglos de la Iglesia), no se puede afirmar que existiera una
ley en la época de los apóstoles que impusiera el celibato a los sacerdotes. Es
más, hay testigos que demuestran que los clérigos no célibes eran reconocidos
por la Iglesia de los primeros siglos, y hasta habían estado casados algunos
obispos, como san Paciano de Barcelona (véase nuestro estudio Barcelona i
Ègara Terrassa... Terrassa, 2004).
En el siglo IV (concilio de Elvira) al menos la continencia entre sacerdotes y
obispos empezó a fijarse en algunos preceptos conciliares en forma de ‘ley de
conducta clerical’. Pero debemos advertir que en esto hay una diferencia entre
Oriente y Occidente. La Iglesia oriental nunca regula una ley del celibato estricta,
y admite perfectamente en el sacerdocio a aquellos candidatos que no sienten
la vocación al celibato. Así se pronunciaron los concilios de Ancira (325) y el de
Gangra (350). El testimonio del historiador Socretes demuestra que en Oriente
46
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
no existía una ley general sobre la continencia, ni siquiera a mediados del siglo
V, cuando se empezó a introducir en algunos sectores de Macedonia y Grecia.
Lentamente la costumbre del celibato (o continencia) empieza a tomar fuerza
de ley general en la Iglesia griega, teniendo siempre presente las constituciones
apostólicas y los cánones apostólicos, pero sólo para los obispos y monjes. Las
normas dirigidas a los sacerdotes no eran tan rígidas: prohibición del matrimonio
después de la ordenación, bajo la influencia de la legislación de Justiniano. En
el concilio Trulano II (692), que ya hemos mencionado en temas anteriores, se
concretaría la normativa que todavía se sigue hoy en día en la Iglesia oriental:
los obispos casados se deben separar de la esposa (continencia absoluta), y
la esposa se tiene que retirar (se aconseja) en un monasterio (es lamentable e
incomprensible en el contexto actual). A los sacerdotes, diáconos y subdiáconos
se les impone la prohibición de que se casen después de haber recibido las
órdenes. Quien ya esté casado o haya recibido las órdenes, conserva los
derechos conyugales sobre la esposa, a la cual no es lícito repudiar bajo pena
de deposición, pero, si se quiere, puede encerrarse en un monasterio.
En Occidente, la primera ley de imposición de continencia es el canon 33 del
concilio de Elvira (año 300 en Granada). Este canon dice: “Placuit in totum
prohibere episcopis, presbyteris et diaconis vel omnibus clericis, positis in
ministerio, abstinere se a coniugibus suis et generare filios; quicumque vero
fecerit ab honore clericatus extermineretur”. En el concilio romano del año 386,
el papa Siricio promulgó una ley análoga con la intención de hacerla vigente
para toda la Iglesia latina. Más tarde, Inocencio I (401-417) recordaba esta
norma a Vitricio de Rouen y a Esuperio de Tolosa. África, Hispania y las Galias
siguieron esta ley de continencia (no propiamente de celibato); así tenemos
varios concilios: Toledo (390 y 340), Cartago (401) y Turín (409). Pero hay que
observar que los subdiáconos no estaban sometidos a esta ley; es más, parece
ser que el propio papa Siricio los considera exentos. Pero posteriormente el papa
León Magno (440-461) los incluirá.
No faltaron las resistencias a admitir el celibato. Aun así, grandes Santos Padres
de Occidente apoyaron la teoría papal que incluía el celibato: san Ambrosio, san
Agustín y san Jerónimo se manifestaron a favor del celibato. Algunos sacerdotes,
y también obispos, ofrecieron resistencia; pero la norma se iba imponiendo, al
menos en el aspecto legal del precepto.
Y así se continuó en la Iglesia occidental hasta el siglo VIII, a pesar de que,
en periodos de crisis, la práctica eclipsaba una posible ley del celibato. O sea,
estaba mandado, pero no se cumplía en muchos casos, especialmente en la
época de Carlos Martel (s. VIII), cuando los beneficios eclesiásticos estaban a
disposición de gente indigna.
Tres grandes personajes influyeron en el hecho de que se impusiera el celibato
según las normas romanas: san Bonifacio, en las misiones y reformas de la
HISTORIA DE LA IGLESIA
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Iglesia; el obispo Crodegango de Metz en la legislación sobre las comunidades
canonicales y Carlomagno en sus capitulares. Pero no duró mucho. La
decadencia del Imperio carolingio y de la moral eclipsó de nuevo la práctica
general del celibato. Como ya hemos expuesto, esto sucedía en los siglos X y XI,
a pesar de que existían voces en contra, como el concilio de Trosly (909), Raterius
de Verona, Egberto de Tréveris... No sólo las iglesias periféricas, sino también
Roma, ofrecían la lamentable estadística de muchos clérigos en concubinato.
San Pedro Damiano nos explica hasta donde había llegado el estado de
postración de los que teóricamente debían observar el celibato. Él fue el gran
reformador, junto con san Gregorio VII, con muchas normas adecuadas a la
Iglesia latina. Este Papa —como veremos— consideraba ilegítimo el matrimonio
entre clérigos. Calixto II hizo el último paso en el concilio Laterano I (1123): se
determinó que todos estos matrimonios entre clérigos se consideraran nulos. A
partir de este momento el celibato se consideraría un impedimento dirimente al
matrimonio en la Iglesia latina. De este modo queda totalmente establecida la ley
del celibato en la Iglesia latina, aunque –como se ve en las visitas pastorales de
Barcelona del siglo XIV– en algunas zonas era muy poco practicada.
5. LA PRIMERA FASE DE LA REFORMA
• Los privilegios papales de protección, de propiedad y de exención
• La reforma de Cluny
Los privilegios papales de protección, de propiedad y de exención
El primer paso hacia la Reforma lo dieron los monasterios. Y posteriormente,
gracias a una peculiar evolución, los monjes se convirtieron en instrumentos de
la Reforma en manos de los papas gregorianos.
Hasta el siglo X, los monjes, como cualquier fiel de la Iglesia, estaban bajo
la jurisdicción del obispo del lugar. El ordinarius loci podía y debía intervenir
en la bendición de abades y controlaba la disciplina eclesial de los miembros
de sus monasterios. Sin embargo, ya desde la antigüedad del cristianismo,
la incardinación de los monjes al organismo diocesano era motivo de graves
problemas prácticos. Teóricamente se reconocía la autoridad episcopal en los
monasterios, pero los altercados con el obispo eran frecuentes. Los papas, en
el siglo X, empezaron a otorgar privilegios de protección a los monasterios al
objeto de preservar sus bienes de la alienación y la explotación. Esta costumbre
también la encontramos reflejada en muchos documentos de señores feudales
o monarcas a favor de los monasterios. Pero la protección que ofrecía el Papa
era más cómoda, puesto que estaba más lejos, y por lo tanto, el control era
casi nulo. Además, un privilegio papal era respetado por todos los estamentos
del feudalismo. De los privilegios de protección se pasó a los privilegios de
propiedad. Es decir, los monasterios cedían la propiedad de los mismos al
Papa, y éste, en documentos específicos, encomendaba todos los bienes del
monasterio o el usufructo a los antiguos propietarios.
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Pero la evolución llegó al extremo: el Papa otorgó a algunos monasterios
el privilegio de exención. Este derecho representaba la independencia (o
inmunidad) de los monasterios con relación al obispo del lugar y se abría la
directa dependencia del Papa. En un principio, con esta independencia los
monjes obtuvieron un dominio fáctico sobre sus bienes y sobre la actividad
del propio monasterio, sin intervención posible del obispo ni de los señores
feudales de la región, donde estaban asentados los monasterios. Pero en
épocas posteriores, y especialmente durante la Reforma gregoriana, cuando
el papado adquirió un gran prestigio, los monjes se convirtieron en fervorosos
defensores del centralismo papal. Entonces, los más afectados en esta
evolución fueron los obispos, que vieron considerablemente disminuidas sus
funciones pastorales y jurídicas, especialmente en los numerosos monasterios
de sus diócesis, y, indirectamente, también se deterioró el equilibrio jurídico
existente en las iglesias diocesanas, otorgando al Papa amplios derechos en
muchas parcelas —por ejemplo, en los monasterios— en las que anteriormente
Roma no intervenía. El Papa se convirtió en dueño y protector de la mayoría de
monasterios occidentales. Así nacieron los religiosos que dependen del Papa y
no de los obispos.
La reforma de Cluny
Los protagonistas de esta evolución fueron principalmente los monjes de la
amplia y extendida congregación de Cluny. Muchos de los papas gregorianos
procederían de este peculiar movimiento monástico, el éxito del cual se basaba
en el status que los mencionados privilegios papales les daban.
El monasterio de Cluny estaba situado a unos 80 kilómetros de Lyon, junto
a Luxeuil, en una zona en la que años después nacerían otras dos grandes
órdenes: Císter y Premontré. Cluny era un monasterio fundado en el año 910
por el duque Guillemo de Aquitania. Según el documento fundacional, Cluny no
debía de estar sometido a ningún señor temporal ni espiritual, sino solamente a
la Santa Sede de Roma. Como signo de esta sumisión, el monasterio le daba al
Papa cinco gules de oro, “para que los lampadarios del sepulcro de san Pedro
en Roma estuvieran constantemente encendidos”.
Cluny no fue el primer monasterio que dependió directamente de la Santa
Sede, pero sí sería todo un símbolo de la Reforma, tal como expondremos a
continuación. Pero el Papa en aquel año era el nefasto Sergio III, y aun así la
Providencia velaba por la Reforma. El primer abad sería Odón (924-942). Con
él el ejemplo y la hermandad de Cluny ultrapasaron las fronteras de Francia.
Aymart (942-966) puso en orden la economía de Cluny y de todos los asociados.
Los sucesores Maiol (965-995), Odilón (994-1048) y Hugo (1048-1109) llevaron
la congregación a su máximo esplendor. Si hacemos una excepción de Poncio
(1109-1122), que fue destituido y excomulgado, a todos los ocho primeros
abades la Iglesia les tributa el honor de santos. Especial mención debemos
hacer de Pedro ‘el venerable’, abad entre los años 1122-1156. De él hablaremos
al tratar de san Bernardo.
HISTORIA DE LA IGLESIA
51
El éxito reformador de Cluny se basaba en el regreso al original espíritu
benedictino, y como consecuencia, se revalorizó la plegaria litúrgica y el culto
esplendoroso. Los abades de Cluny fueron hombres de gran categoría y con
suficiente libertad de acción, puesto que sólo dependían de Roma, y por lo tanto,
en aquellos tiempos de decadencia papal, sus superiores inmediatos —los
papas— no ejercían ninguna autoridad en la congregación. Mientras se sucedían
cincuenta y cinco papas en Roma, desde Cluny sólo ocho abades imponían el
auténtico espíritu reformador en muchos monasterios extendidos por gran parte
de la geografía francesa, la Marca Hispánica e Italia. Formaban una auténtica
red de monasterios, en los cuales se observaba escrupulosamente la regla de
san Benito. Tal éxito fue la clave del progreso de Cluny.
La formación espiritual y cultural de la Congregación de Cluny estaba muy bien
asegurada. Era obligatorio que todos los novicios pasaran por la sede, matriz de
la Congregación, aproximadamente durante tres años. El abad de Cluny también
elegía a los priores: todos ellos hombres dúctiles y entusiastas promotores de la
Reforma. Eran enviados a los monasterios asociados a la congregación, y así se
aseguraban los vínculos con la casa madre.
También habría que destacar la importancia cultural de Cluny. Se podría decir
que los monjes salvaron el legado cultural de la civilización greco-romana. En sus
scriptoria se copiaron —y por lo tanto se transmitieron— los textos de la Sagrada
Escritura y los de muchos autores clásicos romanos y griegos, así como algunos
árabes. A la vez, también reinaba una gran sensibilidad y atención hacia la Biblia
y los Santos Padres de la Iglesia. Gracias a los monasterios de la Congregación
de Cluny, se dio un gran impulso al arte románico, construyéndose grandes
templos y pintándose majestuosos murales que aun hoy nos sorprenden por su
profunda espiritualidad teológica. Asimismo, se confeccionaron códices de gran
valor artístico como los ‘beatos’ o las ‘bíblias’…, todos ellos miniados y algunos
glosados.
Para los cluniacenses, la plegaria litúrgica constituía el eje fundamental de la
Reforma. Pero paradójicamente, excesos en el culto llevaron la decadencia de
algunos. No se cumplía en los monasterios benedictinos —según afirmaban los
seguidores de la nueva visión cistercense— el equilibrio entre el ‘ora et labora’.
Demasiadas horas en la iglesia impedían el trabajo, al cual también estaban
obligados los monjes según la regla de san Benito. El culto se hacía inacabable
porque había que tener presentes las ‘cargas’ (plegarias, misas y oficios) en
sufragio de los difuntos. Precisamente Cluny fue el gran promotor del culto de
los sufragios por los fieles difuntos. En aquella época muchos fieles querían
asegurarse que, una vez muertos, “los buenos monjes” rezarían por sus almas. Y
como compensación a estas plegarias, donaban muchos de sus bienes a Dios y
al monasterio más cercano o más vinculado familiarmente. Como consecuencia
de tantas voluminosas y abundosas últimas voluntades, los monjes tenían
que rezar casi siempre, y así cumplían con el sagrado deber de justicia hacia
aquellas almas de los difuntos. Poco a poco, así, los monjes adquirieron un gran
52
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
poder gracias a tales donaciones, convirtiéndose sus extensiones territoriales en
inmensas posesiones, tanto que eran casi más importantes que las de los reyes
y los nobles. Cuando esto sucedió, hacía falta una reforma de la misma Reforma.
Y esto se dio también en nuestros monasterios, y no sólo en los conventos de los
franciscanos y dominicos como expondremos a continuación.
6. EL PRIMERO DE LOS GRANDES PAPAS
REFORMADORES
• San León IX, pionero de la Reforma
• Sucesores de San León IX
San León IX, pionero de la Reforma
El movimiento de Cluny dio la infraestructura necesaria a la Reforma, y así
gracias a él —especialmente en la lucha contra el nicolaísmo y contra la
simonía— se extendió en amplias zonas de Europa. Pero era preciso que la
máxima autoridad eclesial asumiera la Reforma como lema y programa propios.
Humanamente, no podía imaginarse que en la época llamada ‘siglo de hierro’
del papado, el impulso renovador de la Reforma surgiera en Roma. A pesar de
todo así fue. Providencialmente, los papas alemanes fueron los pioneros de un
auténtico cambio a mediados del siglo XI. Ya Clemente II (1046-1047) y Dámaso
II (1048) manifestaron su deseo de acabar con la simonía y el nicolaísmo. Esos
dos primeros papas alemanes —elegidos por Enrique II de Alemania— duraron
poco, pero sí lo suficiente para presentar un programa reformador. Así Clemente
II convocó un sínodo el 5 de enero del año 1047 en el cual tanto el Papa como
el emperador Enrique se manifestaron contra la simonía, amenazando con la
anatema la venta de cargos y ordenaciones eclesiásticas. También impusieron
una pena de cuarenta días de penitencia a todos aquellos que se atrevieran a
ordenarse en manos de un obispo claramente simoníaco.
Clemente II acompañó al emperador Enrique al sur de Italia y después volvió a
Roma ya enfermo de malaria. Murió el 9 de octubre del año 1047. A su muerte
Roma estaba dividida entre los partidarios de los Tusculanos y los del emperador
alemán. Aquellos pidieron que volviera el ex-papa Benedicto IX, pero la mayor
parte de los romanos acudieron al emperador, que dio su apoyo para la elección a
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
favor de un alemán que se llamaba Popó de Bressanone, el cual tomó el nombre
de Dámaso II. Éste fue Papa sólo veintitrés días después de su entronización (9
de agosto de 1048). Los partidarios del emperador escogieron de nuevo a otro
alemán: Bruno de Toul, que tomó el nombre de León IX. Bruno tenía cuarenta y
seis años y era obispo de Toul desde el año 1026. Casualmente, se encontraba
peregrinando a Roma visitando la tumba de san Pedro cuando fue elegido
Papa en febrero de 1049. Al ser elegido, exigió que no aceptaría la designación
imperial si ésta no era confirmada por los romanos, tal como se mandaba en el
derecho eclesiástico canónico (cardenales o clero romano y pueblo romano).
El nuevo Papa san León IX formó inmediatamente un equipo de excelentes
colaboradores, una parte de los cuales había traído de Lorena y de los vecinos
territorios alemanes. A parte de Halinardo, que continuó siendo arzobispo de
Lyon —siempre a disposición del Papa, que era amigo suyo—, estos hombres
fueron incardinados y proveídos de cargo en la diócesis de Roma. Ellos después
fueron quienes, a la muerte de León, continuaron enérgicamente la Reforma. Sólo
citaremos a los más importantes: Humberto, del monasterio de Moyenmoutier,
perteneciente a Toul, desde el año 1050 obispo cardenal de Silva Cándida;
Federico, hijo del duque de Lorena y arcediano de Lieja, entre los años 1051
y 1055 canciller de la Iglesia romana, futuro papa Esteban IX; Hugo el Blanco,
del monasterio de Remirmont, situado en la diócesis de Toul, futuro cardenal
sacerdote; Hildebrando, a quien Bruno se llevó a Roma (quizás el hombre que
hizo de enlace con los círculos romanos), lo ordenó después subdiácono y le
confió la administración temporal del monasterio de San Pablo extramuros de
Roma. Sin saberlo, León IX iniciaba así una evolución llena de consecuencias. El
Papa y sus sucesores hicieron que los dignatarios eminentes del clero romano,
más allá de sus funciones litúrgicas, tuvieran un papel cada vez más destacado
en la Reforma general de la Iglesia, y paralelamente, a medida que retrocedían
las funciones litúrgicas sujetas a las iglesias titulares y misas papales, lentamente
se fue formando la institución fija del colegio cardenalicio.
Otra novedad era que León IX residía poco en Roma. Incansablemente —
comparable en esto a los soberanos seculares de su tiempo y a personajes de
nuestros más cercanos en el tiempo: Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI—
recorrían los países de Europa. Desde el año 1050, León IX visitó anualmente el
sur de Italia, y sus tres largos viajes más allá de los Alpes lo llevaron a través del
territorio imperial, y también hasta Reims, y en el año 1052, como mediador de
paz, hasta el campamento del emperador a Presburgo.
San León IX también fue el promotor de muchos concilios reformadores. Aparte
de Roma, donde celebró sínodos en los años 1049, 1050, 1051 y 1053, en 1049
reunió en Pavía, Reims y Maguncia a los obispos de las mencionadas zonas; en
el año 1050 en Siponto, Salerno y Vercelli; y en el año 1053 en Mantua y Bari
(1050?). Como constantemente, a donde iba, al Papa se le pedían privilegios y la
sede de la cancillería se encontraba en la ciudad de Roma, se tuvieron que buscar
nuevas formas de expedición de documentos, que poco a poco se independizarían
HISTORIA DE LA IGLESIA
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de la cancillería laica de la ciudad de Roma y se convertirían en instrumentos
independientes, aunque siempre de acuerdo con la administración papal.
Además, los viajes de León IX supusieron grandes ventajas para la autoridad
pontificia. Si el obispo de Roma siempre se había considerado la cabeza de la
Iglesia universal, ahora esta idea era una realidad palpable: una gran parte de
la cristiandad podía ver al Papa con sus propios ojos y se dejaba seducir por su
carácter vivo y bondadoso.
León IX tuvo que hacer frente a tres grandes tareas: la Reforma de la Iglesia, la
lucha con los normandos del sur de Italia, y la polémica con la Iglesia griega, que
desgraciadamente conduciría al cisma. De este último punto hablaremos más
adelante, de modo que ahora sólo nos ocuparemos de los dos primeros.
León IX dirigió claramente la Reforma para atacar la simonía y el nicolaísmo
(no celibato de los clérigos). La violación del celibato estaba muy difundida,
sobre todo en el bajo clero, al cual el Papa difícilmente podía llegar; de ahí que
éste sólo actuara con dureza en Roma y sus cercanías, prohibiendo mediante
sínodos romanos a los fieles el trato con sacerdotes incontinentes, y convirtiendo
en esclavas del palacio lateranense a las concubinas de los curas romanos;
actuación exagerada y claramente injusta en una visión actual y posiblemente
también en el siglo XI. En cuanto al resto, se contentó con prohibiciones
generales del matrimonio de los sacerdotes: por ejemplo en los sínodos de
Roma y Maguncia del año 1049. Pero su auténtica lucha fue contra la simonía.
Los obispos simoníacos de Francia, y en parte también los de Italia —en el caso
de Alemania León confiaba en la posición del emperador contra la simonía—,
fueron objeto de la severidad de los decretos sinodales de Roma, Reims y
Maguncia (1049). Las investigaciones sobre este delito y la aplicación de penas
y disposiciones que ahora se inician en tiempos de León IX, se alargarían
durante decenios. ¡La Reforma era imparable!
Que la lucha, no siempre efectiva, no menguara, sino que prosiguiera con un
creciente rigor, tenía su razón particular. Para León IX y para sus amigos, se
trataba de algo más que de la extirpación de un vicio, ya que se ponía en peligro
la propia sustancia de la fe, o sea la vida sacramental. Valoraron seriamente la
calificación de la simonía como herejía. Una apreciación que ya circulaba desde
el siglo IV. Apesar de que la simonía era un grave delito que estrictamente no
se consideraba herejía, algunos sin embargo creían —como Humberto de Silva
Cándida— que con la venta de ordenaciones y oficios se negaba directamente la
divinidad del Espíritu Santo, y otros decían —como san Pedro Damián— que la
simonía era una violación de la fe. Además veían en ella una traición al misterio
de la Iglesia. Los simoníacos —se lamentaban los reformadores— impedían
la libre acción del Espíritu, falseaban la verdadera relación de Cristo con la
Iglesia, rebajaban la sponsa Christi a prostituta venal; mientras que los nicolaítas
deshonraban el desposorio espiritual de los sacerdotes y obispos con su Iglesia.
A León IX le impelía sobretodo la solicitud por la salud espiritual de los fieles. El
Papa, como Humberto de Silva Cándida, estaba convencido de que un obispo
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
simoníaco no podía conferir ordenaciones válidas, y se preguntaba si en la iglesia
apestada de simonía habría suficientes sacerdotes que pudieran administrar a
los fieles los sacramentos necesarios para la salud eterna. El intento del Papa de
declarar inválidas todas las ordenaciones simoníacas en el año 1049 fracasó ante
la resistencia del sínodo romano; sin embargo, por razones de seguridad, hizo
reordenar a muchos obispos consagrados simoniacamente. Por exagerados, o
en parte falsos, que fueran los motivos de los reformadores, no nacieron sólo del
ciego fanatismo, sino de un miedo sinceramente sentido y justificado, ya que,
sobre iglesias altas y bajas, había una red de intereses económicos y políticos
totalmente indigna de la doctrina de Jesús.
Las reordenaciones del papa León llevaron a la palestra a los teólogos.
San Pedro Damiano escribió su Liber gratissimus, donde exponía la opinión
teológicamente recta de la validez de las ordenaciones simoniacas; Humberto
de Silva Cándida —siempre exagerado como veremos en el asunto del cisma
de Oriente— defendía la invalidez de aquellas ordenaciones en los dos primeros
libros de su obra Adversus simoniacos.
La Reforma, en otro punto, se llevaba más allá de la orden puramente moral.
Forzado a hacer uso de los derechos papales en la lucha contra la simonía,
León IX abrió una nueva fase en la historia del primado romano, a pesar de que
otras circunstancias lo favorecieron. El decreto del concilio de Reims que reservó
al obispo de Roma el nombre de universalis ecclesiae primas et apostolicus,
hacía mención a la verdad sólo en una cuestión de título, pero el conflicto con la
Iglesia griega le dio a Humberto de Silva Cándida, consejero del papa León IX,
ocasión para poner de relieve la grandeza de la iglesia de Roma en dos grandes
escritos que conservamos fragmentariamente y en una larga carta al patriarca
de Constantinopla Miguel Cerulario. Quizás se remonte al mismo Humberto la
colección canónica de los setenta y cuatro títulos Diversorum sententiae patrum
(compuesta en vida de León IX, o poco después de su muerte), obra que recogía
en toda su extensión las ideas de Reforma, las ordenaba de nuevo y destacaba
la posición principal del papado.
La Reforma, tan felizmente empezada, pronto quedó a la sombra por las
molestias y graves altercados que los normandos causaban en el sur de Italia.
Desde Benedicto VIII, los guerreros normandos estaban como mercenarios
a disposición del sur italiano, y León IX no les fue en un principio hostil. En
el año 1050 León IX incluso aceptó su vasallaje. Eran soldados mercenarios
paganos que estaban a disposición del mejor pagador, ya fueran papas o los
mismos emperadores bizantinos u otonianos. Con la legítima esperanza de
recuperar la jurisdicción sobre el sur de Italia y Sicilia, perdida desde el tiempo
del emperador bizantino León III Isáurico, el papa León IX nombró a Humberto
arzobispo de Sicilia. Sin embargo, no se escucharon las quejas de la población
contra los abusos de los normandos. A pesar de que se consiguió, para los de
Benevento, la protección de Waimar de Salerno y del conde Drogo de Apulia,
hermano y sucesor de Guillermo ‘brazo de hierro’. Pero como ambos murieron
HISTORIA DE LA IGLESIA
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violentamente (1052 y 1051) no se veía otra solución que intentar echar para
siempre a los normandos de Sicilia y del sur de Italia.
Por este motivo, en el año 1052 León IX fue a ver al emperador en Alemania.
Enrique aceptó sus planes y —a cambio de que éste renunciara a sus
derechos de propiedad sobre el obispado de Bámberg, de Fulda y de varios
monasterios— le cedió al Papa el principado de Benevento y otras posesiones
imperiales de Italia, en propiedad o al menos para ejercer la autoridad imperial.
Es más, Enrique quiso enviar un ejército imperial contra los normandos, pero se
dejó disuadir de este propósito por su canciller, el obispo Gebhard de Eichstatt.
Como León IX creía no poder esperar más, reclutó por sus propios medios a un
pequeño grupo de caballeros alemanes, los unió a tropas italianas y condujo sus
gentes hacia el sur. Sin embargo, antes de que su ejército pudiera unirse a los
griegos, el 16 de junio de 1053, León IX sufrió una derrota muy importante junto
a Civitate, en el sur de Fortore. Y el Papa cayó prisionero de los normandos. Este
lastimoso desastre de la campaña, la preocupación por la Reforma y el conflicto
con el patriarca de Constantinopla que, con el retorno de los legados pontificios
caminaba hacia un desenlace fatal —como veremos—, quebrantaron las fuerzas
físicas del Papa. Trasladado a Roma, san León IX murió el 19 de abril de 1054.
Fue un gran Papa, pero no le sonrió la suerte en las campañas bélicas. En
realidad un Papa nunca debería hacer la guerra. Es una auténtica aberración, a
pesar de que el Papa era también soberano de los Estados Pontificios y de que
estos hechos hay que juzgarlos en el contexto histórico de su tiempo.
Sucesores de León IX
A León IX le sucedió Gebhard, obispo de Eichstatt con el nombre de Víctor II
(1055—1057). Éste celebró con el emperador un concilio contra la simonía y
contra las infracciones del celibato en Florencia. A la muerte del joven emperador
Enrique III (tenía cuarenta años) el Papa fue nombrado vicario del Imperio. Así,
decidió que el hijo del difunto emperador, de ocho años, Enrique IV, fuera
constituido rey de Alemania. El mismo Papa lo coronó personalmente rey de
Alemania; pero todavía no era emperador. Posiblemente fue el monarca de la
alta edad media que más se opuso al papado.
Víctor II murió el 28 de julio de 1057. El emperador era un niño. ¿Cómo podía
disponer del papado un niño? El pueblo romano y el clero proclamaron Papa
a Federico de Lorena, que había acompañado a León IX a Roma. El mismo
Hildebrando (que después será Gregorio VII) le notificó a la emperatriz esta
designación. Inés —la madre de Enrique IV— aceptó el nombramiento. El nuevo
Papa tomaría el nombre de Esteban IX. Este Papa duró muy poco, sólo un año
y medio (1057-1058), pero lo suficiente para desarrollar las ideas de la Reforma.
Especialmente en este periodo, hay que destacar el papel de san Pedro
Damiano y del cardenal Humberto de Silva Cándida, que publicó el famoso
tratado Adversus simoniacos. En este libro Humberto afirmó exageradamente
que la consagración del obispo simoniaco era canónicamente inválida, y lo
58
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
mismo decía de las ordenaciones sacerdotales y de las consagraciones en la
misa. “Cristo —decía— no está presente en estos hechizos”.
A la muerte de Esteban IX, los Tusculanos eligieron a Benedicto X. Pero los
cardenales ya no estaban conformes en aceptar las imposiciones de los condes
de Túsculo, y se fueron a Siena, eligiendo a Gerardo, obispo de Florencia,
que tomó el nombre de Nicolás II (1059—1061). El mencionado arcediano
Hildebrando, expulsó a Benedicto X de Roma con un ejército, y así se pudo
entronizar Nicolás II. Este Papa escribió por primera vez una encíclica dirigida
a todo el universo titulada Vigilantiae universalis. En ella se pronuncia contra la
investidura laical, y afirma que los fieles deben abstenerse de oír una misa de un
sacerdote que no sea célibe. Del mismo papa Nicolás II es el decreto del sínodo
Laterano del año 1059 según el cual sólo los cardenales dispondrían del voto
activo en la elección del Papa. Al clero y al pueblo se les concede el papel de
manifestar su aprobación una vez hecha la elección. Al emperador se le da el
honor de que sea el primer que se le notifique la elección papal.
Alejandro II (1061-1073) fue elegido según las normas del sínodo de Laterano
del año 1059, o sea por los cardenales. Los alemanes no aceptaron al nuevo
Papa y eligieron a un tal Cadalo (Honorio II) el cual con la ayuda de los ejércitos
imperiales se apoderó de Roma. Pero todo el pueblo italiano se mantuvo fiel a
Alejandro II. Este Papa ha sido juzgado muy mal entre algunos historiadores,
y dicen que Alejandro II fue uno de los instigadores —cuando era sacerdote
en Milán— de la ‘pataria’, que era un movimiento que imponía (aun contra los
mismos obispos) la Reforma con violencia. Lo que sí es cierto es que una vez fue
constituido Papa, él también participó en campañas contra los antireformadores
y alentaba a los sacerdotes y al pueblo a ir contra los mismos obispos si éstos
eran simoníacos.
Alejandro II murió el 21 de abril de 1073. En los mismos funerales que presidía el
arcediano Hildebrando, el pueblo romano proclamó a este último Papa: sería el
intrépido e indomable san Gregorio VII, el gran Papa de la Reforma de su mismo
nombre.
7. SAN GREGORIO VII
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Personalidad de Gregorio VII. ‘Dictatus papae’
Lucha contra las investiduras laicas
Canossa, la gran victoria efímera
Gregorio VII contra Enrique IV
Personalidad de Gregorio VII. ‘Dictatus papae’
Hildebrando había nacido en un pueblecito de la Toscana. Era un ‘homunculus
exilis staturae’. Su padre, Bonizón, era de una familia noble romana. Fue educado
en el monasterio de Santa María del Aventino de Roma, y fue colaborador
—como hemos visto— de los papas reformadores alemanes. Sabemos que
acompañó a Gregorio VI en el exilio, y tras la muerte de este Papa ‘monachus
effectus est’ en Cluny. Volvió a Roma, y a la muerte de Alejandro II el 21 de
abril de 1073, en sus funerales, el pueblo lo aclamó en Laterano: “Hildebrando,
Hildebrando obispo [...] Hildebrando es el que san Pedro ha elegido como su
sucesor”. Pero los cardenales también lo eligieron en la iglesia de San Pedro ad
Víncula. La aclamación fue unánime. Los cardenales preguntaron a la multitud:
“Placet vobis?”, y contestaron: “Placet”. “Vultis eum?” dijeron los cardenales; a lo
que el pueblo contestó: “Volumus”. “Laudatis eum?” Y respondieron: “Laudamus”.
Sólo era diácono. Fue ordenado sacerdote el 22 de mayo y fue consagrado y
entronizado Papa los días 29 y 30 de junio. Se puso el nombre de Gregorio
VII en recuerdo de Gregorio VI. A todos sus amigos (el abad de Montecasino,
el arzobispo de Rávena, la duquesa Beatriz de Toscana, el abad de Cluny, el
arzobispo de Reims, el abad de Marsella...) les pidió y suplicó plegarias, puesto
que él era “valde invitus cum multo dolore et genitu ac planctu in throno vestro
valde indignus sum collocatus”.
Era un hombre místico. Quería ser “sirviente de Dios”. “El Espíritu divino —
afirmaba— se encuentra presente en todos los acontecimientos”. Se entregaba
60
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
dócilmente a la divina voluntad. Pero era violentísimo contra las injusticias y
quiso imponer la verdad, aunque le costara la vida. Tenía un amor especial
por la humanidad de Jesucristo y la Eucaristía, asimismo tenía gran devoción
a la Virgen María. Y con estos grandes amores estaba también la Iglesia, a la
que denomina “Mater nostra et totius christianitatis, ut scitis magistra”. Quería
devolver a la Iglesia “nuestra madre y esposa de Cristo, su original libertad y
hermosura”.
Existe un documento singularísimo en el cual Gregorio VII pretende exponer
todo su pensamiento en lo referente a los derechos del papado: es el Dictatus
papae, y consta de veintisiete grandes principios, los cuales el Papa pretendía
—aunque no tuvo tiempo— desarrollar en un gran tratado. Después de los
estudios de Monumenta germaniae historiae, del Dr. W. Peitz que demostraron
la autenticidad de este texto —incluido en el famoso registro de cartas del mismo
Gregorio VII—, no se puede dudar de que el autor sea el mismo papa Gregorio
VII. He aquí el texto:
“1. Que la Iglesia romana ha sido fundada solamente por Nuestro Señor.
2. Que sólo el Romano Pontífice debe ser denominado universal.
3. Que sólo él puede deponer o absolver a los obispos.
4. Que su legado preside todos a los obispos en concilio y puede dar sentencia
contra ellos, aunque sea de grado inferior.
5. Que el Papa puede deponer a los ausentes (en el concilio).
6. Que no se debe permanecer en la misma casa con quienes han sido
excomulgados por él (el Papa).
7. Que sólo él puede, según las circunstancias, establecer nuevas leyes, reunir
nuevos pueblos o parroquias (“nuevas plebes”), hacer de una colegiata una
abadía, o al revés, dividir un obispado rico y unir obispados pobres.
8. Que sólo él (el Papa) puede usar las insignias imperiales (clara referencia al
Constitutum Constantini).
9. Que el Papa es el único a quien todos los príncipes besan los pies.
10. Que su nombre es el único que se recita en las iglesias.
11. Que su nombre (del Papa) es único en el mundo.
12. Que tiene facultad para deponer emperadores (sic).
13. Que tiene facultad para trasladar a los obispos cuando la necesidad lo
reclama.
14. Que puede ordenar a un clérigo de cualquier iglesia.
15. Que el por él ordenado puede gobernar otra iglesia y que no puede recibir de
otro obispo un grado superior.
16. Que ningún sínodo, sin su mandato, puede llamarse general
17. Que ningún capítulo ni libro canónico sea recibido sin su autoridad.
18. Que nadie puede reprobar la sentencia del Papa, y que sólo él puede
reprobar la de todos.
19. Que el Papa no puede ser juzgado por nadie.
20. Que nadie ose condenar a aquel que apela a la Sede Apostólica.
22. Que la Iglesia romana no se equivocó nunca, ni lo hará nunca, según consta
en la Escritura.
HISTORIA DE LA IGLESIA
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23. Que el Romano Pontífice, si ha sido ordenado canónicamente, se hace
indudablemente santo, como lo atestigua san Ennodio, obispo de Pavía, de
acuerdo con muchos Santos Padres según consta en los decretos del papa san
Símaco.
24. Que por orden suya y con su licencia es lícito a los clérigos inferiores acusar
a sus superiores.
25. Que tiene poder para deponer y absolver obispos, sin reunir la asamblea
sinodal.
26. Que no es tenido por católico quien no acepta la Iglesia romana.
27. Que los súbditos no se pueden liberar del juramento de fidelidad prestado.”
Todo el anterior texto no se debe considerar como definiciones dogmáticas
ni cánones, sino simplemente unos enunciados que según parece debían
desarrollarse posteriormente a nivel personal por el papa Hildebrando (Gregorio
VII). Pero habrá que exponer cronológicamente los hechos más importantes
de la lucha de las investiduras laicas llevadas a cabo por él. En esta lucha
observaremos también el pensamiento de este Papa.
Lucha contra las investiduras laicas
Gregorio VII, el gran reformador, inicia su programa mediante sínodos, como
el de Cuaresma del año 1074, en el que se dice: “Ningún clérigo podrá ejercer
su ministerio si ha obtenido una prebenda simoniacamente. Los clérigos no
podrán tampoco ejercer el ministerio si son incontinentes. Los fieles no irán a los
oficios de los sacerdotes simoníacos”. Estos decretos debían ser promulgados
por todos los países cristianos de Occidente. El problema estuvo en Alemania,
donde Liemar de Bremen se negó a publicar los mencionados decretos romanos.
Otón de Constanza incluso permitió que los sacerdotes se casaran públicamente
en claro desacato al Papa.
Los sacerdotes, en muchas diócesis de Alemania, estaban en contra del celibato;
decían que eran más verdaderas las palabras de Jesús que las del Papa: “Jesús
decía que no todos son capaces” (Mt. 19, 11).
Enrique IV —que todavía no era emperador— reaccionó muy mal. Creyendo
que se lesionaban sus derechos de patronato, no hizo caso de los cánones del
sínodo romano. Designó simoniacamente a los obispos de Espira, de Lieja, de
Bamberg, de Fermo, de Colonia y de Milán. El Papa, preocupado, le pidió que
reflexionara y que se animara a participar en Roma en un sínodo en el cual el
rey alemán podría pedir perdón por las mencionadas investiduras anticanónicas.
Aun así, Enrique IV reunió una dieta en Worms (enero de 1076) en la que se
declaró que Gregorio VII no era más que un intruso, un perturbador de la paz de
la Iglesia y un falso monje.
Un emisario del rey alemán Rolando de Parma, tuvo el despecho de invitar en
nombre de Enrique IV al concilio romano de la primavera de 1076 a todos los
cardenales y obispos para que eligieran a un nuevo Papa, puesto que aquel
62
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
(Gregorio VII) que presidía el sínodo era un “intruso”, un “falso Papa” y un
“depravado falso monje”. Se provocó un gran alboroto entre todos los asistentes
en el mencionado sínodo romano. Rolando de Parma corría un grave peligro.
Todos acusaban al rey Enrique IV de simonía y de herejía, y su emisario recibía
los insultos y alguna que otra lesión de los irritados padres del concilio, pero el
Papa lo protegió. A pesar de este acto de benevolencia, Gregorio VII pronunció
anatema contra el rey con estas célebres palabras: “¡Oh dichoso Pedro, Príncipe
de los apóstoles, inclina, te lo ruego, tus piadosos oídos hacia mí y escucha a
tu siervo, al que llamaste desde la niñez y has librado hasta hoy de la mano de
los impíos, que me han odiado y odian por mi fidelidad hacia ti! Testigo eres tú
y mi señora, la Virgen María y san Pablo, tu hermano, entre todos los santos,
de que tu Santa Iglesia romana me obligó, rehusando yo gobernarla; ni subí
por codicia a esta sede tuya, sino que más bien yo quise acabar mi vida en un
monasterio ‘in peregrinatione’... Dios por tu favor me ha concedido la potestad de
atar y desatar en el cielo y la tierra. Animado con esta confianza, por el honor y
la defensa de tu Iglesia, en el nombre de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, con tu poder y tu autoridad, al rey Enrique, hijo del emperador Enrique,
que con mucha soberbia se sublevó contra tu Iglesia, le prohibo el gobierno de
todo el reino alemán y de Italia, desobliga todos los cristianos del juramento de
fidelidad que le han dado o le darán, y mando que nadie le sirva como rey y lo
cargo de anatemas, a fin de que todo el mundo sepa y reconozca que tú eres
Pedro, y sobre esta piedra el Hijo de Dios viviente edificó su Iglesia, y las puertas
del Infierno no predominarán sobre ella”.
Esta decisión de Gregorio VII, por la cual el monarca alemán quedaba desposeído
de su reino, es un hecho trascendental en la historia. Era la primera vez que un
sucesor de san Pedro se atrevía a enfrentarse a un monarca tan poderoso como
Enrique IV para decirle: “Tus leyes son tiránicas, injustas, anticristianas; por lo
tanto y, en consecuencia ningún cristiano puede obedecerlas”. Esto es lo mismo
que declarar destituido al rey. Pero hay que matizar dos cosas: primero, que
esta destitución no era irrevocable. Enrique todavía se podía arrepentir, “volver
al camino que lo justifique” y recobrar sus derechos “si no se opone al bien del
pueblo”. El mismo Gregorio no aconsejaba a los alemanes la elección de un
nuevo rey. Los escritos papales dicen que el Papa estaba dispuesto a usar la
misericordia y la benevolencia si el monarca se arrepentía.
Hay que hacer una segunda consideración: este poder ejercido por el Papa en
las cosas temporales no es un poder directo, ni es un poder político. Se trata
de un poder espiritual, concedido por Cristo a san Pedro como vicario suyo y
transmitido a todos sus sucesores (Mt 16, 19; Ju 21, 17) y a él apela Gregorio VII
como fuente y origen “de su derecho”. Pero aquel poder, que en sí es espiritual
y que actúa directamente sobre las conciencias, indirectamente puede tener
repercusiones en las cosas temporales, civiles y políticas. El Papa no puede
deponer a un rey directamente como depone a un obispo; pero cuando lo exige
la finalidad propia de la Iglesia, que es la salvación de las almas, en virtud de
su poder divino de “atar y desatar” y como pastor supremo de los cristianos,
HISTORIA DE LA IGLESIA
63
puede también suspender el gobierno de un monarca y librar los súbditos de la
obligación de obedecerlo. Ésta es la argumentación de Gregorio VII.
Enrique IV no sólo fue depuesto por el Papa, sino también excomulgado de la
sociedad eclesial, es decir, eliminado del cuerpo de la Iglesia. Y por este capítulo
el rey también perdía su corona, puesto que la excomunión acostumbraba a
incluir la prohibición según la cual los cristianos de ningún modo se podían
comunicar con el excomulgado; así imposibilitaba al excomulgado para ejercer
su autoridad. Las mismas leyes civiles ordenaban que, si transcurrido un año el
excomulgado no obtuviera la absolución, perdía “oficio y beneficio”.
“Cuando el anatema pontificio llegó a oídos del pueblo —anota el literato
contemporáneo Bozon— todo el mundo romano se estremeció sobrecogido de
miedo”, y a quienes preguntaban si el Papa tenía poder para deponer a un rey,
Gregorio VII respondía: “¿Es que los reyes no están incluidos, como cualquier
cristiano, en aquella palabra universal de Cristo: pasce oves meas?”.
Mientras tanto, Enrique IV había salido de Worms a Goslar, donde dictó nuevas
órdenes “más crueles contra los sajones”, y acercándose la Pascua quiso
celebrarla en Utrecht. Al entrar en la ciudad tuvo noticia de los anatemas que
el Papa había fulminado contra él, pero los depreció. El obispo Guillermo de la
mencionada ciudad de Utrecht pronunció en la catedral una invectiva llena de
injurias contra Gregorio VII, y a continuación el rey anunció un concilio que se
debía celebrar en Worms por Pentecostés con el fin de elegir un nuevo pontífice
romano, pero nunca se celebró. Los hechos daban la razón al Papa y no al rey.
Nadie respondió a aquel llamamiento real para convocar un concilio. Guillermo
de Utrecht murió de repente, “como si hubiera sido herido por la mano de Dios”, y
a la vez otros obispos y señores partidarios de Enrique IV “fueron tocados por la
mano de la muerte”. Los sajones volvieron a las armas. Los príncipes Rodolfo de
Suabia, Güelf de Baviera y Bertond de Carintia convocaron una dieta en Tribur
(octubre de 1076), a la cual asistieron los legados pontificios Altmann de Passau
y Sicard de Aquileia. Algunos de los obispos allí convocados pidieron perdón al
Papa por su rebeldía. La dieta hubiera decidido hacer prisionero a Enrique. Sus
apresuradas palabras de arrepentimiento no convencían ni gustaban a nadie.
Se intentó nombrar un nuevo rey, y así se hubiera realizado si los legados
no hubieran actuado con benignidad, hasta conseguir que la última decisión
se dejara en manos de una nueva dieta que se celebraría en Augsburgo el 2
de febrero de 1077, bajo la presidencia del mismo Gregorio VII. En ella debía
comparecer Enrique y, después de oír ambas partes, el Papa daría sentencia de
absolución o de condena. Mientras tanto, el rey debía cesar en el ejercicio de su
poder. También se había que evitar el tratamiento con él como excomulgado que
era, y no se le permitiría entrar en ninguna iglesia.
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Canossa, la gran victoria efímera
El rey Enrique IV se vio perdido. Sus súbditos lo dejaron solo. Nadie le obedecía.
Todos aplaudieron la decisión del Papa. Era una nueva experiencia: dar
cuenta de todas las acusaciones ante una asamblea hostil equivalía a perder
definitivamente la corona y toda esperanza de convertirse en emperador.
Por otra parte, la ley civil, como observa el cronista Lamberto, lo privaba del reino
si no tenía la absolución antes de un año. ¿Qué podía hacer? El astuto Enrique
pensó que lo mejor sería humillarse ante el bondadoso Papa y arrancarle de este
modo la absolución antes de la dieta de Augsburgo.
No había tiempo que perder. “Con el mayor sigilo —según dice la crónica—
Enrique IV salió de Alemania un poco antes de Navidad, acompañado de su
esposa Berta y su pequeño Conrado. Se dirigió hacia Ginebra y escaló los
Alpes por el paso de Mont-Cenis. El invierno era duro y la nieve cubría todos
los caminos. En una especie de trineo hecho con la piel de un buey, fueron
arrastrados el niño y la reina. El rey, con algunos miembros de su corte,
andaban a veces reptando con manos y pies o deslizándose por los lugares más
dificultosos, poniendo a veces en peligro de sus vidas, hasta ver Turín y bajar
hacia la llanura lombarda”.
Gregorio VII que estaba ya de viaje hacia Augsburgo, al saber de la llegada de
Enrique se retiró en el castillo de Canossa, al lado de Reggio, propiedad de la
condesa Matilde. Enrique se presentó allí el 25 de enero vestido con hábito de
penitencia, “deposito omni regio cultu miserabiliter utpote discalciatus et laneis
indutus”. Son palabras del mismo Gregorio VII, quien añade que “el rey, con
largo llanto, imploraba consolación y favor del pontífice. Tres días estuvo así ante
las puertas del castillo, desde el alba hasta la caída del sol”. Entretanto, no le
faltaban poderosos intercesores que negociaban con el Papa. Éste dudaba de
dar crédito a los propósitos de enmienda de un monarca que tantas veces había
sido infiel a su palabra. Pero al fin, vencido por las muestras de compunción
y por las insistentes súplicas de la condesa Matilde y de Adelaida de Saboya,
prima y suegra respectivamente de Enrique, y por los ruegos del abad Hugo de
Cluny, padrino de bautizo del rey, le abrió la puerta y lo perdonó, recibiéndolo
en “la comunión” de la Iglesia. Inmediatamente, Gregorio empezó la santa misa,
durante la cual administró la eucaristía al monarca arrodillado.
¿Quién triunfó en aquella memorable ocasión? ¿Gregorio VII o Enrique IV? No
hay duda: el triunfo moral fue del Papa. Se reveló tan imponente la grandiosidad
sacerdotal y pontificia, que el rey más poderoso de Europa se vio obligado a
permanecer a sus pies, implorando perdón y misericordia. Y Gregorio VII, que
podía con toda justicia proceder como juez y condenar a su enemigo, no actuó
sino como padre y como pastor. Aquí culmina la magnanimidad del Papa, o
casi diríamos la debilidad de su corazón, porque Gregorio VII no ganó nada.
Diplomáticamente, el triunfo fue del astuto Enrique IV, ya que gracias a aquel
gesto teatral recuperó el cetro y la corona.
HISTORIA DE LA IGLESIA
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Alguien ha dicho que fue un gesto teatral, pero quizás esta expresión sea
inexacta, porque bien pudo ser que los sentimientos de penitencia de Enrique
fueran sinceros, aunque superficiales. Parece ser que aquel rey era tan voluble,
que en el momento en que se vio rodeado por sus partidarios echándole en cara
su actitud humilde y sumisa ante Gregorio VII, volvió a las suyas.
¿Cuál fue el carácter de la reconciliación de Canossa? ¿Puramente religioso
o también político? Tres años después Gregorio VII diría que su intención sólo
fue readmitir a Enrique en la comunión de la Iglesia, pero no devolverle su
poder y funciones reales. El Papa, según el historiador Arquillière, distinguió
entonces y separó perfectamente el aspecto religioso y el político del problema.
A Fliche-Martin, en cambio, no le parece tan claro el asunto, porque Gregorio VII
siguió tratándolo como un rey, y en el documento que le hizo firmar en Canossa
(“Ego Heinricus Rex”) no consta de forma demasiado precisa la obligación de
abstenerse del gobierno mientras no fuera a dar cuenta de sus posibles delitos
en la dieta de Augsburgo.
Gregorio VII contra Enrique IV de Augsburgo
Aquella dieta no se pudo celebrar por culpa del rey y de sus partidarios, los
obispos simoníacos de la Lombardía, que interceptaron las rutas del pontífice.
Entonces, los príncipes alemanes, disgustados por el gesto absolutorio de
Canossa, y siendo todavía libres del juramento de fidelidad a Enrique IV por
la decisión del concilio romano (1076), se reunieron en Forscheim, cerca de
Bamberg (marzo de 1077) y proclamaron depuesto a Enrique eligiendo rey de
Alemania a Rodolfo de Suabia.
Así estalló la guerra civil. Al Papa le disgustó la nueva elección no por el hecho
de que Rodolfo no estuviera animado de los mejores sentimientos a favor de la
Iglesia, sino porque el Papa debía ser el árbitro conforme a lo establecido en la
dieta de Tribur, y porque todavía tenía esperanzas de que Enrique se arrepintiera
sinceramente y conservara la corona. Ahora procuró mantenerse neutral, y lo
mismo encomendó a sus legados.
A pesar de todo, visto el procedimiento antieclesiástico de Enrique IV, el legado
papal Bernardo de Marsella, de acuerdo con el arzobispo de Maguncia y otros
prelados, lanzó de nuevo una sentencia de excomunión contra Enrique IV y
reconoció la legitimidad de Rodolfo (noviembre de 1077). Los dos monarcas
rivales enviaron sus representantes al concilio romano que tuvo lugar en la
Cuaresma del año 1078, en el cual se dictarían leyes contra la simonía y la
investidura laica. En el de 1079 los enviados de Rodolfo acusaron al partido
contrario de graves ofensas contra la religión. Pero el Papa no quiso decidirse ni
en pro ni en contra de ninguno hasta que el cardenal obispo de Albano y el obispo
de Padua fuesen a Alemania y en un coloquio con los príncipes se informasen
“cui amplius justitia faceret”. Pero Enrique, empleando contratiempos en el viaje
de los legados y mediante otras maniobras, consigue impedir este coloquio.
66
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Entonces, Gregorio VII convoca en Roma el concilio ordinario de Cuaresma, y el
7 de marzo del año 1080 fulmina de nuevo el anatema solemne contra Enrique,
“a quien llaman rey, y contra todos sus fautores”. Lo priva de toda potestad y
dignidad reales, y manda de nuevo que ningún cristiano le obedezca. A su vez,
a Rodolfo le concede la potestad y dignidad del reino.
Desgraciadamente, no por eso se dio por acabada la guerra que había en
Alemania. Enrique había recuperado a muchos partidarios, y con el apoyo de
las disciplinadas tropas de Bohemia, se había hecho amo de casi toda Baviera,
Franconia y el Rin, nombrando simoniacamente a los obispos que quería en
aquellas regiones. Rodolfo se tuvo que refugiar en Saxonia y Turíngia.
Enrique IV respondió al anatema del Papa con un furibundo conciliábulo en
Brixen (25 de junio del año 1080) al cual asistieron treinta obispos alemanes
y lombardos. Los que allí se congregaron firmaron un decreto de deposición
contra el pobre Gregorio VII, acusándolo de magia, herejía, simonía y pacto
con el demonio. Después, en presencia de un único cardenal, ya depuesto y
excomulgado, Hugo Cándido, eligieron a un antipapa: el excomulgado Guiberto,
arzobispo de Rávena, que tomó el nombre de Clemente III.
Parecía que la suerte definitiva se tendría que decidir en el campo de batalla y de
la manera más imprevista. El 15 de octubre los ejércitos de Enrique trabaron una
dura batalla en las orillas del Elster, y fueron derrotados por los sajones, pero
entre las bajas del campo enemigo se encontraba Rodolfo, herido de muerte.
Enrique ya se sentía bastante poderoso como para bajar a Italia, y lo hizo en
la primavera del año 1081, llevándose con él al antipapa. Celebró la Pascua
en Verona y se hizo coronar rey de Lombardía en Milán. El 21 de mayo se
encontraba a las puertas de Roma, pero no pudo entrar porque sus tropas eran
escasas y los romanos se mantuvieron fieles a Gregorio VII. Pero Enrique IV se
hizo coronar emperador por el antipapa en un pabellón fuera de las murallas.
Enrique IV volvió a la Lombardía y declaró la guerra a la condesa Matilde,
siempre ésta favorable a Gregorio VII, mientras en Alemania se levantaban sus
adversarios y, con el apoyo de los sajones, elegían rey a Herman de Luxemburgo
(elección poco acertada) contra las normas que dio el Papa a sus legados.
Enrique bajó otra vez a Roma en la primavera siguiente y trató de incendiar la
basílica de San Pedro, aunque inútilmente. El tercer intento se dió en el verano
del año 1083, esta vez con un ejército más poderoso, y consiguió hacerse amo
de la basílica Vaticana y de la ciudad leonina, mientras Gregorio VII resistía en el
castillo de San-Ángelo (3 de junio de 1083). El rey quiso entrar en negociaciones
con el pontífice, pero éste se negó a ceder lo más mínimo, hasta que aquel diera
pública satisfacción de sus delitos “a Dios y a la Iglesia” que nunca la dió.
Enrique IV se retiró a la Toscana para presentarse de nuevo, por cuarta vez
a Roma, en marzo de 1084. Ahora, a base de armas y de dinero, se apoderó
HISTORIA DE LA IGLESIA
67
prácticamente de toda la ciudad. Al Papa sólo le quedaba la fortaleza de
San-Ángelo. Guiberto de Rávena, el antipapa Clemente III, entronizado ya en
Laterano, puso la corona imperial sobre la cabeza de Enrique IV y la de su
esposa (31 de marzo, fiesta de Pascua). ¡Roma era suya! Parecía que todo iba
contra el auténtico papa reformador Gregorio VII.
Pero Enrique IV no había logrado tener de su parte a los normandos. El duque
de estos, Roberto Guiscardo, se reconcilió con Gregorio VII, de modo que los
normandos abandonaron sus luchas contra los bizantinos en las costas ilíricas
para acudir a defender el Papa con un fuerte ejército. Enrique y el antipapa
huyeron a combatir contra la condesa Matilde. Los normandos entraron al grito
de “¡Guiscardo!” en una Roma aterrorizada por aquellos “bárbaros”. Miles de
romanos fueron hechos prisioneros o vendidos como esclavos. Los invasores
saquearon la ciudad, comprometiendo así la autoridad papal y enemistando
el Papa con el pueblo de Roma. Gregorio VII tomó posesión de su palacio de
Laterano, pero no creyó prudente ni oportuna su presencia en la ciudad, de
modo que se retiró a Montecasino y después a Salerno.
Gregorio VII no se dio por vencido, ni siquiera cuando supo que Clemente III
había entrado en Roma y había celebrado misa en San Pedro el día de Navidad
de 1084. Entonces, en aquel momento, Gregorio VII reunó un concilio en Salerno
para continuar la lucha contra la simonía, la tiranía y el cisma, excomulgando
de nuevo a Enrique y al antipapa. Con el objeto de notificar a los católicos esta
sentencia, envió sus legados: Pedro de Albano a Francia y Eudo de Ostia a
Alemania. Y sintiendo que el día de su muerte estaba ya cercano, escribió una
conmovedora y solemne encíclica a toda la cristiandad, exhortando sus fieles
hijos a amar y venerar la iglesia de Roma, madre y maestra de todas las iglesias,
implorando para todos la bendición de Dios y la gracia, y a la vez la luz del
espíritu, el amor y la caridad. Con todo, la impresión de sus últimos días parece
ser de soledad, o como él dijo, de destierro. Sus últimas palabras, si tenemos
que creer al cronista Pablo de Berried, fueron: “Amé la justicia y he odiado la
iniquidad; por eso muero en el destierro”. Era 25 de mayo de 1085 cuando el
gran luchador entró en la Jerusalén celestial, para recibir el premio a sus fatigas.
Fue el gran reformador, el don divino que Dios envió a su Santa Iglesia.
8. VICTORIA PAPAL:
EL TRATADO DE WORMS
• Hacia la libertad de la Iglesia
• Gelasio II y Calixto II
• El pacto de Worms
Hacia la libertad de la Iglesia
Desde la muerte de san Gregorio VII (Salerno, 25 de mayo de 1085) hasta
la aceptación de la elección de Víctor III (marzo de 1087) la sede de Roma
permaneció vacante. El nuevo Papa —sucesor de Gregorio VII— era el famoso
Desiderio, buen amigo de los normandos. Siendo abad de Montecasino, llevó el
monasterio a su máximo esplendor cultural y religioso. Fue el brazo derecho del
papa Esteban IX, el cual lo nombró cardenal. Su elección como Papa fue muy
dificultosa, ya que el antipapa Clemente III tenía el apoyo del bando alemán
del rey Enrique IV. Fue elegido en Capua en el mes de marzo del año 1087 y
consagrado obispo de Roma, cuando las tropas germánicas estaban lejos de
la ciudad. A continuación Víctor III se refugió en Benevento, puesto que los
partidarios del antipapa entraron de nuevo en Roma. En Benevento celebró un
sínodo en el cual excomulgó al antipapa Clemente III y a algunos partidarios
extremistas gregorianos (Hugo de Lyon y Ricardo de San Víctor). Fallecería
poco después, el 16 de septiembre de 1087. Duró muy poco, pero su paso por
la Iglesia se hizo notar.
Pasó medio año más hasta que los reformadores eligieron a un nuevo Papa en
Terracina: el cardenal obispo Odón de Ostia. Éste tomó el nombre de Urbano II.
Era el 12 de marzo de 1088. Odón nació en Chàtillon en el año 1035, y se formó
como clérigo en la escuela de San Bruno de Reims. En el año 1070 ingresó en
Cluny y también fue prior. Gregorio VII lo nombró cardenal y posteriormente lo
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
envió como legado a Alemania. Una vez creado Papa, Urbano II quiso proseguir
la Reforma. Aun así, su temperamento y sus circumstancias eran diferentes
a las de Gregorio VII, y se produjo una amplia literatura a favor y en contra
de la Reforma; en ella se encuentran expresiones exageradas tanto entre los
partidarios de Gregorio VII como entre los de Clemente III. Éste, no obstante
su elección anticanónica, también luchaba enconadamente contra la simonía y
el nicolaísmo. Se pretendía una reconciliación. Y el propio Urbano II tuvo algún
gesto, como por ejemplo las instrucciones a su legado de Alemania Gebhardo,
obispo de Constanza, para aplicar la dispensa de impedimentos a quienes
hubieran recibido las órdenes de manos de algún obispo simoníaco.
Desde el otoño del año 1088 Urbano II residió en la isla del Tíber, en Roma. Y el
verano de 1089 consiguió posesionarse de Roma y coronarse solemnemente en
el Vaticano. Pero su poder era efímero, puesto que la facción a favor del antipapa
en Roma era muy fuerte, de tal modo que Urbano II sólo con dinero consiguió
posesionarse del palacio Laterano (año 1094) y del castillo de San-Ángelo (año
1098). Las luchas contra Enrique IV fueron muy desiguales: a pesar de que entre
los años 1092 y 1097 favorecieron al Papa, puesto que el rey alemán sufrió la
derrota cerca de Canossa (a. 1092) y una liga de ciudades (Milán, Cremona, Lodi
y Piacenza) cortaron la retirada del monarca, y aun su propio hijo Conrado y su
esposa Práxedes se revelaron contra el mismo Enrique IV. Éste no pudo volver
a Alemania hasta el año 1097, cuando se rompió el círculo impuesto por sus
adversarios en las ciudades de Padua y Verona.
Gran mérito de Urbano II fue el haber distinguido entre las investiduras laicas y
la simonía. Arremetió duramente contra estos abusos. En este sentido hay que
destacar el sínodo celebrado en Melfi en el año 1098, y sobre todo el famoso
concilio de Clermont iniciado el 28 de noviembre de 1095. En ellos no sólo se
reafirmaron los decretos de Gregorio VII contra la investidura laica, sino que
muy especialmente se determinó que ningún clérigo (obispo, sacerdote...) nunca
podía rendir vasallaje a un señor laico ni aún siendo rey o el propio emperador.
Así se aseguraba la libertad para la Iglesia. Aquellos decretos de Melfi y
Clermont fueron reforzados en el concilio de Ruán (1096) y en los posteriores de
Urbano II: de Poitiers (1100) y de Troyes (1107). En el concilio de Roma del año
1099 no sólo prohibía la investidura, sino que se excomulgaba a los investidos
y a quienes investían, así como al obispo que ordenaba a alguien que hubiera
recibido anteriormente la investidura laica.
Urbano II murió el 29 de julio de 1099, dos semanas después de que los croatas
conquistaran Jerusalén. Sólo 16 días después fue constituido Papa Reinaldo de
Bieda, tomando el nombre de Pascual II (1099-1118). Reinaldo pertenecía a un
monasterio del Císter. Recordemos que en los concilios del papa Urbano II ya se
prohibió que un clérigo rindiera homenaje feudal a un laico, y Pascual II insistió
en la misma prohibición.
HISTORIA DE LA IGLESIA
71
El joven Enrique V —que sucedió a Enrique IV por la abdicación de éste en la
dieta de Maguncia en el año 1105— al principio se mostró favorable a la Reforma
y a pactar con el Papa, pero no fue así durante mucho tiempo, especialmente
cuando el rey alemán vio que el Papa se llevaba demasiado bien con el rey
francés Felipe I. Durante las conversaciones entre Enrique V y Pascual II en
Roma el verano del año 1110, ya se distinguió lo que era el oficio espiritual
de la posesión temporal, como ya había dictado san Oleguer —célebre obispo
de Barcelona— en varios concilios generales. Pascual II reconocía que el rey
podía tener derecho sobre las regalías, es decir, sobre los bienes y derechos
del reino traspasados a los obispos, pero no aceptaba que el rey también se
quedara con el derecho a la investidura. Hacía falta que estas investiduras las
otorgara la competente autoridad eclesiástica. En las conversaciones privadas
entre el rey y el Papa, este último acordó que la Iglesia renunciaría a todas las
regalías y se quedaría con los tributos puramente eclesiásticos (décimas, censos
eclesiales...), y así era cómo la Iglesia -afirmaba el Papa- podría disfrutar de
todos los bienes que le fueran otorgados por los particulares. Por parte del rey
se renunciaba al acto de la investidura laica. El pacto era irrealizable y utópico:
los obispos no aceptarían renunciar a las regalías, y menos aun cuando esta
renuncia provenía de un mandato papal. A pesar de todo, se firmó un pacto
—siempre en secreto— el 9 de febrero de 1111 en la ciudad de Sutri. El papa
Pascual II y Enrique V se pusieron de acuerdo para que este decreto (o pacto) no
se promulgara hasta que Enrique fuera coronado emperador. Se acordó también
que la coronación se celebraría el 12 de febrero del mismo año en la basílica de
San Pedro de Roma. Todo estaba preparado para la coronación. Pero antes de
iniciarse las ceremonias se leyó el pacto entre el Papa y el candidato al Imperio.
Fue tanto el alboroto que provocó esta lectura por parte de los obispos y la
corte alemana, que Enrique V cambió el texto y sólo exigía que se le coronara,
sin embargo retenía la investidura laica. El Papa quiso doblegarse, y Enrique V
consideró que el anterior pacto ya no servía y que había que iniciar de nuevo las
negociaciones. Éstas fueron muy violentas y acabaron con el encarcelamiento
del Papa y de los cardenales.
Una vez fuera de Roma, encarcelados todavía el Papa y los cardenales en la
ciudad de Mammolo, el rey arrancó de Pascual II la firma de un nuevo pacto
llamado ‘privilegium’, al cual los opositores del rey le pusieron el despectivo
nombre de ‘pravilegium’. En él el Papa concedía al rey la investidura con el
anillo episcopal y el báculo después de la elección canónica y antes de la
consagración. En este pacto el Papa también juraba que nunca excomulgaría a
Enrique V, y que le coronaría emperador el 13 de abril de 1111. Pero este pacto
—en la referencia explícita de la investidura con el anillo y el báculo— también
era utópico, puesto que por más que fue firmado por el Papa, el gran sector
reformista de Italia, Francia e Inglaterra, y los reyes de estos dos países no
querían admitir un privilegio como este, que suponía de agravio comparativo. El
Papa —al cual se le había hecho violencia arrancándole esta concesión— no
estaba obligado a seguir tal privilegio. Por todo esto se afirmaba que hacía falta
que se excomulgara al emperador como hereje, y así osó hacerlo el arzobispo
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
de Vienne y dos cardenales legados papales en Alemania en los años 1112 y
1115 respectivamente. Pero el Papa no reaccionó hasta el sínodo romano del
año 1116, cuando él mismo condenó el ‘pravilegium’ y renovó la prohibición de
la investidura bajo una clara amenaza de excomunión. A pesar de las insistentes
persecuciones imperiales, esta fue su postura hasta la muerte del Papa el 21 de
enero de 1118. Pascual II fue un gran Papa que intervino en el nombramiento de
san Oleguer como obispo de Barcelona.
Gelasio II y Calixto II
El 24 del mismo mes fue elegido papa el canciller Juan, antiguo monje de
Montecasino miembro de una distinguida familia de Gaeta. Se impuso el
nombre de Gelasio II (1118-1119). Era un gran hombre, pero cayó en desgracia:
encarcelado varias veces por sus enemigos, los Frangipani, tuvo que pasar
gran parte de su corto pontificado fuera de Roma. Después de la muerte del
antipapa Clemente III con connivencia con el mismo emperador, los adversarios
de Gelasio II eligieron antipapa al obispo de Braga, un tal Mauricio que se puso el
nombre de Gregorio VIII a pesar de que todo el mundo lo conoció con el nombre
de Burdinus, es decir, “asno”. El auténtico papa Gelasio II, inseguro en Roma, se
fue a Francia, y murió el 29 de enero de 1119 en Cluny. Allí mismo, los cardenales
que asistieron al moribundo Papa, eligieron al arzobispo Guido de Vienne el
día 2 de febrero. Éste tomaría el nombre de Calixto II (1119-1124), y una vez
reconocido por los otros cardenales de Roma, fue aceptado por la Iglesia católica
como verdadero Papa. Calixto II fue un gran defensor de la Reforma. Primero
intentó reconciliarse con el emperador levantándole la excomunión que le había
impuesto el anterior Papa. En el mes de abril del año 1119 se entrevistaron el
Papa y el emperador en Mouson; éste exigía que se le concediera el vasallaje de
los obispos y la investidura de las regalías. El Papa no aceptó la propuesta del
emperador, y el verano de 1120 el nuevo Papa entró triunfal en Roma, logrando
vencer al antipapa Gregorio VIII, que como castigo fue enviado a un monasterio.
Ahora la paz con el emperador no se hizo esperar. Ablandado por guerras
civiles, en otoño de 1121 Enrique decidió confiar a los príncipes alemanes las
negociaciones preparatorias con Roma. A Calixto le pareció bien y envió tres
cardenales a Alemania; entre ellos se encontraba el futuro papa Lamberto de
Ostia. Después de catorce días de difíciles deliberaciones, el 23 de septiembre
de 1122 se acabó el pleito de las investiduras gracias al concordado de Worms.
El pacto de Worms
En el pacto (denominado también concordado) de Worms, Enrique V renunciaba
a la investidura con el anillo episcopal y el báculo, pero conservaba el derecho
a la investidura de las regalías que se hiciera con el cetro. Había que distinguir:
en Alemania inmediatamente después de la elección se procedía a las dos
investiduras (eclesiástica y laica); y en cambio para los obispos de Borgoña y del
reino de Italia, el cetro (investidura laica) se entregaría a los seis meses después
de la consagración. El rey no intervendría en la elección canónica y por supuesto
tampoco en la libre consagración posterior, pero le quedaba un influjo esencial
sobre la elección en el territorio alemán, y era que estas elecciones debían tener
HISTORIA DE LA IGLESIA
73
lugar en su presencia o en la de sus plenipotenciarios y, en caso de elección
discrepante, él la decidiría con ayuda de los metropolitanos y sufragáneos a
favor de la ‘pars sanior’. Los dominios de la Iglesia romana (el Patrimonium
Sancti Petri) quedaban excluidos de las determinaciones del concordado.
El concordado, que, a pesar de algunos defectos, será uno de los mejores
pactos internacionales o tratados de la historia occidental, constaba de dos
documentos: uno contenía las concesiones del emperador a Calixto II y el otro
las del Papa a Enrique V; circunstancia que favoreció en sectores eclesiásticos
la opinión de que a la muerte de Enrique el privilegio papal se extinguiría. Esta
tesis, defendible desde el punto de vista formal (y todavía defendida por algunos
autores modernos), no podía, sin embargo, prevalecer contra la naturaleza y
fundamento más profundo del tratado. No se trataba de garantizar situaciones
papales de favor, sino del antiguo derecho imperial que el Papa tuvo que
confirmar. Ambas partes, a pesar de todo, pudieron buscar posteriormente el
modo de alterar los acuerdos en favor propio según la situación de poder; pero
la sustancia del concordado se mostró como base firme de derecho.
El Papa y el emperador hicieron confirmar el tratado en sus esferas jurídicas
específicas: el emperador lo hizo con los príncipes seculares en la dieta de
Bamberg, en el año 1122, y el Papa por el concilio de Laterano, abierto en marzo
de 1123 al que asistió en lugar preferente el obispo Oleguer de Barcelona. La
resistencia sustentada por los “gregorianos estrictos” fue vencida por Calixto
II al declarar que las concesiones a Enrique V no debían ser aprobadas, sino
sólo toleradas a causa de la paz. Todo dependía de la actitud que en el futuro
se tomara ante los problemas que el tratado conllevaba y que todavía no
estaban teóricamente dominados. Por parte de los antiguos campeones de la
Reforma, no se podía esperar la elasticidad que requerían los nuevos tiempos,
la expresión de los cuales era también, y sobre todo, el concordado. La Iglesia
romana necesitaba fuerzas jóvenes de impulso. Calixto al menos parece haberlo
intuido, puesto que poco antes del concilio elevó entre otros al francés Aimeric
a cardenal diácono, y le encomendó (antes del 8 de mayo) el cargo de canciller,
el más importante de la curia. Este hombre importante, amigo de san Bernardo
y de Guido, prior de los cartujanos, llevaría la Iglesia romana a un nuevo estadio
de reforma.
El concilio de Laterano del año 1123 fue el último de los sínodos generales
que organizados desde san León IX por los papas para tomar, junto con los
obispos de diferentes países, decisiones de obligación general. Sin distinguirse
objetivamente de ellos, este ha sido el único que fue reconocido como ecuménico,
o sea como noveno concilio ecuménico y primero de Laterano, iniciándose un
nuevo periodo en el que, a partir de ahora, los papas decidirían, en el consistorio
las cuestiones más importantes de la Iglesia, con los cardenales y los obispos
casualmente presentes a la curia romana. Su carácter conclusivo aparece
también claramente en sus decretos. Todo lo que la Reforma había dispuesto
anteriormente contra el matrimonio de los sacerdotes, contra la simonía y el
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
dominio de los laicos sobre la Iglesia y bienes eclesiásticos, sobre la paz de Dios
y los derechos y deberes de los cruzados... absolutamente todo se encuentra
aquí magníficamente reunido. Es así cómo la Reforma ya iniciada por los papas
alemanes (especialmente por León IX) en este concilio ecuménico llegaba a la
máxima expresión. ¡Pero había que aplicarlo!
En cuanto a las iglesias propias, ya en tiempos de Gregorio VII se determinó en
el sínodo de otoño del año 1078 que los laicos se exponían a caer en pecado si
retenían las iglesias en propiedad, especialmente si ellos se quedaban con los
diezmos. En un sínodo de Girona del mismo año 1078 se repite la prohibición
contra los laicos que tuvieran estas iglesias, y más todavía si ellos recibían las
oblaciones de los fieles. A pesar de todo, sabemos que había iglesias propias en
muchos lugares de Cataluña, como es el caso de Sant Vicenç de Sarriá, a la que
los condes Ramon Berenguer I ‘el viejo’ y su esposa concedieron la mencionada
iglesia cum omnibus decimis et oblationibus fidelium (véase nuestro estudio:
Sant Vicenç de Sarriá, Catàleg Monumental de l’Arquebisbat de Barcelona,
vol. IV pág. 29). Pero poco a poco las iglesias propias fueron desapareciendo,
o al menos se convirtieron en iglesias de patronato. Esta última figura —cuya
existencia en la iglesia se alargará hasta el concilio Vaticano II— era mucho
más benigna. Esta nueva institución (el patronato) obviamente es más aceptable
que la institución de las iglesias propias que tantos quebraderos de cabeza
provocaron a los partidarios de la Reforma. ¡Al final ésta venció!
9. CONSECUENCIAS DE LA REFORMA
GREGORIANA
•
•
•
•
•
•
La Iglesia latina tras la Reforma gregoriana
La colegialidad episcopal
El deterioro de la organización metropolitana
Auge de la devoción a san Pedro
La exención de los monasterios y de los obispados
Las colecciones canónicas
La Iglesia latina tras la Reforma gregoriana
La Iglesia, tras la Reforma gregoriana, imprimió a toda la sociedad europea
un sensible aliento espiritual y un profundo cambio. En primer lugar se logró la
libertad en la Iglesia en los nombramientos de los obispos, abades y rectores
de iglesias, que después se acentúa, evocando los orígenes del cristianismo y
los dos valores evangélicos tradicionales: la pobreza y la oración. La libertad, la
pobreza franciscana y el regreso a la oración propagado por los monjes blancos
(Císter) son los pilares del nuevo movimiento renovador evangélico que nace
de la Reforma gregoriana. Se desea volver a la autenticidad primitiva: su fuente
inspiradora serán los evangelios y la vida apostólica de la Iglesia primitiva.
Toda Europa occidental, al reformarse la Iglesia, se transforma. El movimiento
reformista gregoriano penetró profundamente en los fundamentos de la sociedad.
Se nota el cambio, e incluso en algunos casos la ruptura. En aquellos tiempos
(siglo XII) a vida de la Iglesia había tomado otro rumbo e iba por otros caminos,
también en lo referente a su organización.
Aun así, la Reforma provocó una gran ruptura con lo que podríamos denominar
el ‘antiguo régimen eclesial’ fundado en el ejercicio de la colegialidad episcopal.
Así se abría un nuevo periodo que perduraría hasta el concilio Vaticano II. Por un
76
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
proceso histórico —muy largo e intrincado— se alcanza la máxima supremacía
papal. Roma, tras la Reforma gregoriana, logra la libertad en las investiduras y
controla una de las piezas más esenciales de la estructura eclesiástica primitiva:
los metropolitanos con sus sínodos. La Reforma impone que aquellos candidatos
y los electos para ocupar las sedes metropolitanas, antes de ser constituidos
arzobispos deben jurar obediencia al Papa. Las funciones propias del metropolita
(ordenar obispos sufragáneos, convocar sínodos, supervisar las diócesis de
la provincia eclesiástica, aceptar apelaciones...) que antes no se recibían de
Roma, ahora son solicitadas respetuosamente al Papa. Los sínodos provinciales
ya no pueden ser convocados por el metropolitano, sino sólo por el Papa. Las
decisiones o cánones deberán ser aprobados desde Roma para que tengan
validez. Los arzobispos, que antes eran la cabeza de la provincia eclesiástica,
así se convertirán en simples vicarios del Papa. La vivificante comunión con
Roma, que se convertirán así en un elemento esencial en toda la historia de la
Iglesia, que dictaba las relaciones intereclesiales, se convertirá en un férreo lazo
jurídico que deteriorará el antiguo régimen autóctono de las iglesias particulares
o locales. En tan importante cambio concurren varios factores históricos: la
concesión papal del palio (insignia de poder supraepiscopal) a los arzobispos,
la exención de los monasterios, la canonización de los santos, el auge de la
devoción a san Pedro y la compilación de las leyes eclesiásticas.
La reforma gregoriana supuso, además, la victoria del estamento clerical frente
al laical. De aquí que se transformó el anterior sistema existente de las mutuas
relaciones entre la clerecía y los laicos. Esta transformación era necesaria,
pero podía derivar —como así fue— en un peligroso desequilibrio entre ambos
estamentos. Era necesario que los clérigos no asumieran el protagonismo
exclusivo en la Iglesia tras la victoria de las investiduras. La santidad profética
de san Francisco de Asís, y los intentos de una mayor autenticidad evangélica,
como la de Valdés, fueron decisivos.
La intervención de los laicos en la vida de la Iglesia podía comportar algunos
riesgos, pero el papel exclusivo de la clerecía hubiera podido sofocar la
inspiración siempre renovada del evangelio. Muchas veces las voces de los
renovadores fueron ferozmente acalladas mediante sistemas que, tanto hoy
como en cualquier periodo de la Iglesia, se deben considerar inadmisibles.
Cuando los miembros de la misma Iglesia aceptan sin más la violencia, pecan.
Es un gran pecado contra el evangelio. Las circunstancias históricas nunca
pueden justificar un sistema basado en la violencia, por más que éste sea
llamado ‘cruzada’, o ‘santa inquisición’.
Francisco de Asís es el gran modelo de equilibrio entre los cambios y el profundo
amor por la Iglesia tradicional. Acepta las nuevas inquietudes de los laicos,
identificándose con ellos, pero no olvida que él es diácono, servidor de todos sus
hermanos. Es la gran figura de la posreforma gregoriana. En él se sintetizan los
más genuinos valores evangélicos, sumergiéndose en la época de los grandes
cambios y de las rupturas profundas.
HISTORIA DE LA IGLESIA
77
La colegialidad episcopal
Hoy —en el siglo XXI— se viven en la Iglesia dos formas que parecen
antagónicas: el centralismo romano y la todavía incipiente y renovada colegialidad
episcopal. Se buscan fórmulas válidas y nuevas, con las cuales se puedan
sincronizar los dos principios, ambos teológicamente innegables: la comunión
vivificante del primado del sucesor de Pedro y la plena corresponsabilidad
eclesial del colegio de obispos, presidido por el Papa. De estos temas ya
habló el actual papa Benedicto XVI en los primeros cien días de su pontificado.
Existen varios elementos integrantes de esta doble realidad (primado papal
y colegialidad episcopal) que deben definirse teológica y jurídicamente. Nos
referimos explícitamente, por una parte al primado del Papa y a los dicasterios
romanos, y por otra al colegio episcopal y a su ejercicio colegial, concretado
en las conferencias episcopales y los sínodos de los obispos. Estos elementos
constitutivos y esenciales (primado y colegialidad) de nuestra Iglesia, no son
antagónicos ni deben descuidarse en una visión católica. El mismo Jesucristo
—su fundador— quiso que la Iglesia fuera presidida por el Papa y a la vez fuera
colegial. Le concedió a Pedro —piedra y fundamento de su Iglesia— el poder de
las llaves y envió los apóstoles a predicar y a fundar iglesias por todo el mundo.
A través de los tiempos, la Iglesia ha vivido y practicado tanto la colegialidad
episcopal como el primado. Son dos notas esenciales. Pero sería absurdo
negar que en algunas épocas se haya acentuado más un elemento que otro.
Así, en el régimen eclesial que imperó desde el mismo inicio de la organización
eclesiástica en las diócesis y obispos hasta el siglo XII, en Occidente predominó
la colegialidad, o mejor dicho el ejercicio de la misma al menos teóricamente. En
este periodo —exceptuando los largos siglos de cisma en algunas regiones—
existía, ciertamente, una unión efectiva con Roma; pero las iglesias locales eran
en gran parte autóctonas y su organización estaba basada en dos importantes
instituciones: las provincias metropolitanas y los sínodos provinciales y
nacionales. No fue así después de Inocencio II (1143); se produjo un profundo
cambio. Diríamos, una ruptura del antiguo régimen eclesial, puesto que en él, a
mediados de siglo XII y especialmente en el pontificado de Inocencio III (11981216), las iglesias locales en muchas de sus funciones dependían directamente
de Roma. El Papa se reservaba muchos derechos eclesiales. Este cambio es
fruto de una interesante pero intrincada evolución histórica, en la cual existen
múltiples factores de tipo eclesiástico, teológico, jurídico y sociológico.
Los siglos X-XII son decisivos en el proceso de la mencionada evolución. Se dio
una paradoja: el periodo de la gran decadencia del papado —el siglo X o ‘siglo de
hierro’— influye extraordinariamente en el centralismo romano. La explicación de
este aparente enigma la encontramos en el mismo contexto histórico de aquella
época. Por una parte era preferible depender de Roma que de un poder civil o
eclesiástico que estuviera demasiado cerca y vinculado a las respectivas iglesias
locales. Roma quedaba muy lejos; su inspección —especialmente ante unos
papas demasiado preocupados por el poder temporal y las constantes intrigas—
era prácticamente nula. Depender de Roma equivalía a la independencia. De
78
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
aquí el gran aprecio a la ‘libertas romana’. Por otra parte no se podía olvidar
que el gran peligro al cual la Iglesia estaba humanamente abocada, era la
excesiva dependencia y sumisión al poder temporal, es decir a los señores
laicos feudales. Por este motivo hay que juzgar muy beneficioso y providencial
el proceso centralizador de los papas gregorianos (desde el pontificado de
Clemente II, 1046, al pontificado de Calixto II, 1124). Aun así, cuando estos
papas centralizan, controlan, y en parte, deterioran el antiguo régimen colegialsinodal de las iglesias particulares, también son defensores de los más altos
intereses de la Iglesia: la independencia de la misma en el peculiar ejercicio y
misión espiritual encomendada por Jesucristo.
La mencionada evolución histórica favoreció y vigorizó el primado papal.
La colegialidad episcopal quedó disminuida y su ejercicio prácticamente
anulado. Las circunstancias históricas y la defensa de tan relevantes valores
(la independencia y la reforma de la Iglesia) justificaron circunstancialmente
la victimación del ejercicio de la colegialidad episcopal en sus formas más
genuinas y de plena corresponsabilidad eclesial, así como en la autogestión
de las provincias eclesiásticas. Pero al cambiar las circunstancias históricas,
especialmente al conseguir los papas gregorianos la independencia eclesiástica
heroicamente conquistada, hubiera tenido que restablecerse el ejercicio de la
colegialidad, ¡y desgraciadamente no fue así!
El sincero deseo de cambio o, mejor dicho, el intento de reformar el antiguo
régimen colegial, no ha sido una realidad hasta la declaración anteriormente
mencionada del concilio Vaticano II. Hoy se intenta —a pesar de que difícilmente
se consigue— el equilibrio práctico entre la colegialidad y el primado. Los
papas postconciliares (de Pablo VI hasta Benedicto XVI) señalan su deseo de
adaptar el antiguo régimen colegial a las circunstancias actuales y al proceso
de la teología actual. Sin embargo, posiblemente se olvidan que los estudios
históricos de la Iglesia deben proporcionar una importante contribución a esta
adaptación o puesta en práctica de la colegialidad. Ésta se vivió muchas veces
pacíficamente, durante muchos siglos, en el seno de la Iglesia. La historia debe
explicar cuáles fueron los cambios que se realizaron y el porqué de los mismos,
y mostrar las posibles fórmulas de adaptación al momento actual.
Es preciso reivindicar para la Iglesia el pleno ejercicio de la colegialidad.
Posiblemente no habrá que inventar nuevas fórmulas para vivirla; se pueden
tomar algunas de las antiguas, las de los doce primeros siglos de la Iglesia quizá,
posiblemente, todavía válidas. Al menos lo sería su principio teológico y jurídico:
la corresponsabilidad episcopal ejercida en sínodos provinciales y nacionales.
Hoy se denominan conferencias episcopales y sínodos de los obispos, pero
indican una misma realidad: la colegialidad episcopal.
No se niegan los derechos y prerrogativas del primado del Papa. En otras épocas
—muy recientes— el tratar esta problemática podía interpretarse (erróneamente)
como una restricción o negación de las legítimas atribuciones papales. Las
HISTORIA DE LA IGLESIA
79
iglesias particulares o locales, sin la vivificante comunión con Roma, dejarían de
formar parte de la Iglesia fundada por Jesucristo. Pero hoy, el concilio Vaticano
II exige mayor clarificación y delimitación de las prerrogativas papales. El no
hacerlo sería conceder un título (la colegialidad episcopal) a la Iglesia vacío de
toda realidad. Así lo han manifestado los últimos papas y el actual Benedicto XVI
(2011).
Los padres del concilio Vaticano II se lamentaban de la carencia de estudios
científicos que presentaran la fundamentación histórico-teológica de la
colegialidad. En los años posteriores al Concilio se han producido graves
conflictos entre los dos sectores eclesiásticos: los partidarios de una Iglesia más
centralizada y los favorables de una colegialidad episcopal. Entran en juego dos
concepciones de la eclesiología aparentemente contradictorias, y posiblemente
—es justo decirlo— en ambas visiones de la Iglesia se esconden no pocos
intereses quizás poco justificables, como puede ser el desmesurado afán de
poder y de derechos extrañamente adquiridos. El posible capítulo de la historia
interna de la Iglesia de las últimas décadas del siglo XX y primeras décadas del
actual siglo XXI, se debería enmarcar —así nos lo imaginamos— bajo el título
‘Intentos de colegialidad episcopal’.
El tema —como hemos indicado— es fundamentalmente histórico. La
colegialidad y su ejercicio es ante todo un tema histórico, puesto que no se
podrá olvidar, al determinarse el ejercicio de la colegialidad, cómo se vivía ésta
en el mismo seno de la Iglesia. Y tampoco sería justo prescindir de las causas
y circunstancias históricas que mayormente influyeron en la ruptura o cambio
del antiguo régimen colegial de la Iglesia. La historia, por ejemplo, señala a
los obispos como únicos sujetos de la colegialidad episcopal. Igualmente hay
que decir que el ejercicio de la misma está enmarcado en un territorio. De ahí
que no haya estricta colegialidad episcopal en la reunión de cardenales, como
estamento diferenciado de los obispos, como tampoco la hay en los consejos
presbiterales, asambleas... Últimamente, hay que destacar que es una nota
esencial en la colegialidad episcopal —históricamente— las referencias a las
iglesias territoriales o locales y a sus válidos pastores, los obispos. Este tema
histórico-teológico de tanta actualidad, exige un meticuloso examen de los
factores integrantes del mismo y de su evolución a través de los tiempos.
Cuatro son las principales causas históricas que conducen al mencionado
cambio o ruptura del antiguo régimen colegial-autóctono en beneficio de la
supremacía papal: el deterioro de la organización eclesial metropolitana, el auge
de la devoción a san Pedro, la exención de los monasterios y obispados, y la
compilación de las leyes canónicas.
El deterioro de la organización metropolitana
Las iglesias de Occidente y de Oriente —tal y como hemos expuesto en
anteriores temas— estaban organizadas, hasta el siglo XII, fundamentalmente
bajo la figura jurídica del obispo metropolita y de su sínodo. El responsable de
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
la provincia eclesiástica —el metropolita— ordenaba (impartía el sacramento
del orden episcopal) e inspeccionaba a los obispos sufragáneos, convocaba
y presidía sínodos, recibía apelaciones, vigilaba la administración de las
diócesis vacantes de su provincia, recibía la profesión y el juramento de fe y de
fidelidad de los obispos electos sufragáneos —requisito previo a la ordenación
episcopal—, inspeccionaba la elección de estos obispos, intervenía en algunos
casos, como en la provincia de Narbona, en la presentación de candidatos para
ser elegidos obispos... Ejercía, pues, amplias funciones, la mayoría de las cuales
hoy están reservadas al Papa.
El arzobispo poseía estos derechos metropolitanos como presidente que era del
sínodo episcopal de su provincia eclesiástica. Esta institución (el sínodo) también
podía tomar decisiones de gran trascendencia en la vida de la Iglesia. Podía,
por ejemplo, erigir nuevas diócesis; tomaba parte decisiva en el nombramiento
de los obispos; permitía —incluso en casos muy especiales y sin que fuera en
detrimento de las diócesis vecinas— desmembrar una región en varias diócesis,
trasladar un obispo de una diócesis a otra, aunque en algunas épocas esto último
estaba totalmente prohibido. En el sínodo se trataba colegialmente la pastoral
de las diócesis, el ministerio propio de los sacerdotes... El concilio provincial o
sínodo no sólo juzgaba a los fieles, sino también a los sacerdotes y obispos de
la provincia, pudiendo deponer a los obispos... Podríamos decir que al amparo
del metropolitano y del sínodo provincial, se estructuraba la vida eclesial. Este
régimen estaba basado en el principio teológico y jurídico de la colegialidad de
los obispos. Era autónomo y no precisaba de la intervención inmediata del Papa
o de su curia. Sin embargo, el obispo de Roma —reconocido como principio
supremo de comunión eclesial y patriarca de Occidente— ejercía, en casos
especiales, un arbitraje inapelable.
El derecho o función de ordenar obispos sufragáneos era el más importante
de los que formaban el cúmulo de los derechos denominados ‘metropolitanos’.
Algo pareciendo sucedía con el derecho de bendecir a los abades. Este derecho
del obispo equivalía al principio a que se le reconociera el dominio sobre el
monasterio al que pertenecía el abad. En los primeros siglos de la historia
de la Iglesia era inconcebible que el Papa le concediera a un metropolita la
prerrogativa de ordenar a sus obispos sufragáneos. Este derecho —que, como
hemos indicado, equivalía a una especie de jurisdicción sobre la diócesis a la
cual pertenecía el obispo consagrado— procedía de la misma condición o del
rango metropolitano, por ser el arzobispo el responsable de la provincia. Sin
intervención o autorización directa del Papa —aunque siempre en comunión
con él— el obispo metropolitano, ordenaba según los cánones conjuntamente
con otros dos obispos de la provincia, obispo elegido por el pueblo y el clero.
Efectuada la ordenación, con la ‘epístola sinódica’ se notificaba el nombre del
nuevo obispo, tanto a los metropolitanos vecinos, como al mismo Papa. Se
señalaba también que la fe profesada y jurada antes de la ordenación por el
nuevo obispo coincidía con la profesada por el obispo de Roma. Ésta era la
práctica canónica seguida en la Iglesia de los primeros siglos. El Papa, como
HISTORIA DE LA IGLESIA
81
hemos indicado, no intervenía directamente, es decir, no se reservaba el derecho
de nombrar a los obispos, ni el de confirmar o constituir los arzobispos.
El primer documento papal en el que el obispo de Roma otorga tan importante
función de ordenar a los obispos sufragáneos es el privilegio ‘Cum certum sit’
(22 de junio de 601), dirigido a san Agustín de Canterbury. Forma parte de los
numerosos privilegios denominados ‘de concesión papal del palio’. Junto con
la concesión de esta insignia, el Papa le otorga a san Agustín el derecho de
ordenar a los obispos sufragáneos. La actuación del Papa penetró en el mismo
corazón de la estructura primitiva eclesial, o sea, la metropolitana o sinodal. Y
se justifica esta —podríamos decir— ‘intromisión’ por la supuesta negligencia
de los obispos metropolitanos de las Galias, “que no se atreven a fundar una
nueva Iglesia: la inglesa”. Aun así, el éxito de la misión agustiniana fue tal
que poco a poco todas las otras provincias metropolitanas de la Iglesia latina
irían dependiendo del Papa a la hora de constituir y confirmar a un arzobispo
o metropolitano honorándole siempre con el palio: insignia de poder y honor
supraepiscopales. Y todas las prerrogativas o derechos metropolitanos tendrían
una evolución lenta pero segura, pasando a manos del Papa, que sería el único
que constituiría, confirmaría y ratificaría la elección de todos los metropolitanos
de la Iglesia occidental. La estructura metropolitana-sinodal, pasa de este modo
a depender totalmente del Papa. Esta evolución se inició en el año 601 y finalizó
—cristalizándose la estructura primacial o papal— tras los últimos papas de la
Reforma gregoriana, o sea, a mediados del siglo XII. En los documentos papales
se dice explícitamente: “...te (el nuevo metropolitano) concedemos, por autoridad
del beato Pedro y la nuestra propia, la licencia y la potestad de consagrar obispos”.
Desde este momento (a raíz de la Reforma gregoriana) la potestad de ordenar
obispos estaría en manos del Papa, que benignamente concedía el mencionado
derecho a los nuevos metropolitanos —después de un riguroso examen de su
fe—, el cual antes de esta interesante evolución lo tenían los arzobispos por el
sólo hecho de ser obispos metropolitanos sin ninguna otra mediación.
En las denominadas Decretales del Pseudo-Isidoro, en la falsa carta atribuida a
san Clemente I papa, se afirma que el obispo de Roma, no pudiendo regir todas
las iglesias (como le era propio), envió arzobispos y obispos a las ciudades para
gobernar en su nombre las iglesias que en un principio le fueron encomendadas.
Es decir, que en un principio (se deduce de esta carta) en la Iglesia sólo existía un
único pastor y responsable; la creación de arzobispos se debía exclusivamente
al Papa. A pesar de que esta carta es una burda falsificación, fue aceptada
durante muchos siglos como auténtica. De este modo entendemos la actuación
centralizadora de muchos papas. Pero también podemos observar un lento
proceso histórico que va desde la confirmación de la elección de los nuevos
candidatos a ser arzobispos, hasta el juramento de fidelidad (feudal) de estos
nuevos arzobispos o metropolitanos.
La confirmación papal de un electo metropolitano, especialmente en elecciones
conflictivas, era frecuente en los siglos VI-VIlI. Esta intervención papal suponía
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
el reconocimiento del primado romano. Si exceptuamos san Agustín y sus
sucesores, la confirmación papal de los metropolitanos era simplemente una
garantía de la validez canónica de la ordenación, y en los casos conflictivos, en
las dobles elecciones, el Papa daba la razón a la parte más justa. Pero en los
primeros intentos de restauración de provincias eclesiásticas en el reino franco,
ya a finales del siglo VIII, se observa que se va introduciendo la costumbre de
que el metropolitano pida a Roma su confirmación. Y lo mismo sucede en el
reino de Carlomagno y sus sucesores: en la constitución de un arzobispo, el
rey carolingio lo nombraba (arzobispo) y el Papa lo confirmaba. En el caso de
creación de nuevas provincias, el Papa erigía junto con el emperador la nueva
provincia y la otorgaba al interesado.
A finales del siglo X y principios del XI, existen varios documentos papales, y
entre ellos cabe destacar el privilegio conservado en el Archivo Capitular de Vic,
escrito sobre papiro (que se pudo ver en la exposición Millenum celebrada en
Barcelona en el año 1989). Es un documento papal dirigido al arzobispo Atón de
Vic, en el cual se dice textualmente que el Papa concede el ‘arzobispado’. No se
trata aquí de una simple confirmación, sino de una concesión. El Papa en esta
época es consciente de que tiene un dominio de tal categoría sobre la figura de los
arzobispos y sobre la misma condición del metropolita, que es la fuente jurídica
de la estructura sinodal. Desde este preciso momento, la otorgación canónica de
un arzobispado no procedía tanto de la elección y de la ordenación, como de la
“cúpula” de la organización eclesiástica: del papado. Según esto, se entiende que
en muchos documentos papales se llegue a afirmar que los arzobispos son unos
simples vicarios del Papa, que tienen una relación similar a la existente entre el
arzobispo y los obispos sufragáneos, que son considerados como auxiliares del
arzobispo. Se ha estructurado la nueva pirámide de la organización jerárquicoeclesial, lejos ya aquella organización eclesiástica primitiva autóctona y colegial.
Hay que reconocerlo: ¡se ha producido un gran cambio!
En los documentos de esta época, también se afirma que el Papa es pastor de
todas las iglesias, y que no pudiéndolas atender él personalmente, sus vicarios
(los arzobispos) en nombre suyo, deben presidir sínodos y realizar todas las
funciones supraepiscopales. Por eso es lógico que el Papa conceda a sus fieles
vicarios tanto la insignia arzobispal como el mismo arzobispado, con todas sus
posesiones y derechos.
En el periodo de la Reforma gregoriana (siglos XI-XII) los arzobispos electos
debían ir personalmente a Roma para ser confirmados en su cargo y para que
se les concediera el arzobispado (como se ve en la biografía de san Oleguer
que fue a Roma para ser investido con el palio). El primer documento que nos
habla de esta prescripción es el del papa Alejandro II (año 1063). El motivo de
esta norma era, según afirman los privilegios papales, la cautela o miedo a la
simonía. La Reforma gregoriana intentó erradicar la costumbre, muy extendida
en aquellos tiempos, de conseguir mediante dinero u otras ofertas materiales
los cargos eclesiásticos. Especialmente en la constitución de los metropolitanos
HISTORIA DE LA IGLESIA
83
—en la que, como hemos visto, la Santa Sede seguía unas férreas normas—, los
papas reformadores podrían intervenir, asegurando que los nuevos arzobispos
fueran propagadores de la Reforma gregoriana. Por eso en este periodo
reformador, los papas no sólo exigían que el arzobispo electo enviara un legado
a Roma para que, en nombre suyo, jurara la profesión de fe y recibiera el palio
de manos del mismo Papa, sino incluso se prescribía que el arzobispo electo
fuera él personalmente a Roma y así se comprometiera a cumplir lo que se
había establecido en toda recepción del palio. De este modo, el mismo Papa
personalmente, podría examinar la profesión de fe y las cualidades del nuevo
arzobispo. También era lógico —afirman algunos documentos papales de
la época— que fuera el mismo Papa quien ordenara los obispos y no que lo
hicieran tres obispos de la provincia, puesto que estos era menores en dignidad
al arzobispo que ordenan y una antigua costumbre prescribía que el más
grande debía bendecir al inferior. Al Papa corresponde —según resulta de estos
documentos—no sólo confirmar, constituir y otorgar el título de arzobispo, sino
también el derecho a ordenar metropolitanos, puesto que él es el superior del
arzobispo. A pesar de todo, por razones obvias de distancias y costumbres, el
Papa transigía magnánimamente, y podía delegar en los obispos de la provincia
la ordenación del arzobispo. Es muy interesante el cambio de argumentación
que constatamos en estos últimos documentos papales. En un principio, el
Papa era muy respetuoso con los derechos de las provincias eclesiásticas, pero
poco a poco, ante la conciencia de la supremacía papal, se van cambiando los
argumentos, apelando a principios generales como el que antes hemos indicado
(“el menor tiene que ser bendecido por el más mayor”) y se van acumulando
derechos; es decir, se va restringiendo el campo del ejercicio de la colegialidad
episcopal.
Las filtraciones y controles por los cuales debían pasar los neoarzobispos fueron
cada vez más numerosos y más restrictivos de su autonomía primitiva, llegando
incluso a prescribirse que antes de la recepción del palio debían jurar obediencia
feudal al Papa. Los primeros indicios de existencia del juramento de obediencia
feudal, los encontramos durante el pontificado de Alejandro II (1061-1073). En
tan importante juramento, también se incluía la obligación de ayudar al Papa en
la guerra (o mejor dicho en la milicia armada) “si éste se viera obligado ante la
invasión de los moros o de los usurpadores del Patrimonio de san Pedro”.
Igualmente, según el texto del juramento de fidelidad al Papa, los obispos
metropolitanos tienen el deber de visitar periódicamente Roma. Se establece así
esta obligación para los metropolitanos, y después extensiva a cualquier obispo.
Será la denominada ‘visita ad limina Apostolorum’.
La estrecha unión con Roma y el control de los arzobispos por parte del Papa,
levantaron serias protestas de los que podríamos llamar ‘partidarios del antiguo
régimen colegial-autóctono’. La justificación de tan rígida vigilancia por parte del
Papa nos la expone el papa Pascual II en una carta dirigida a los magnates de
Hungría (1099-1118): “El sucesor de san Pedro —afirma textualmente el papa
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Pascual II— tiene que pacer las ovejas; de aquí la solicitud que debe tener,
especialmente cuando se trata de la provisión de una Iglesia metropolitana.
Además, —continúa Pascual II— los arzobispos electos se presentan en Roma
y muchos de ellos nos son totalmente desconocidos; por eso es lógico que
antes de constituirlos arzobispos juren fidelidad a la Iglesia romana y que el
Papa se asegure de que el nombramiento de los mismos no está infectado por
la simonía”.
Insistimos en que la razón principal por la cual el Papa exigía el juramento no
era tanto la exclusión de la simonía como la convicción de que él era el único
que podía constituir a los arzobispos y, por lo tanto, imponer toda clase de
condiciones. Éstas eran numerosas; pero todavía eran más numerosos —según
afirman los documentos papales de esta época— los privilegios y funciones
otorgadas por el Papa: ordenación de los sufragáneos, convocar y presidir
sínodos, recibir apelaciones menores, cuidar de la disciplina de la provincia,
usar el palio en las ceremonias solemnes y en días preestablecidos, etc. En
suma, un gran número de facultades que el Papa benignamente les concedía.
Además, a estos derechos hay que añadir otros de carácter honorífico: el naco
(u ornamentación especial de la cabalgadura en las procesiones litúrgicas),
cruz procesional especial usada sólo por el Papa y sus legados, sentarse en el
trono... Todas estas funciones, derechos y honores —muchos de los cuales el
metropolitano, en el régimen autóctono, sin especial concesión papal, los ejercía
o poseía—, el Papa se los reserva y los concedía al obispo metropolitano que
previamente le jurara fidelidad. De este modo se produjo un gran cambio, o, si se
prefiere, una visible ruptura del régimen transversal colegial.
Auge de la devoción a san Pedro
Otro factor importante que influyó en el proceso de la supremacía papal sobre
todas las iglesias particulares de Occidente fue la devoción a san Pedro, y de
un modo especial a su tumba preeminente vaticana. Desde el siglo VI el culto
a san Pedro se había extendido no sólo en Italia, sino también en las Galias y
en Hispania. San Pedro —se señalaba en este culto, recordando las mismas
palabras de Jesús— “era quien podía atar y desatar, era el primero de los
apóstoles, el guardián y portero del cielo”. Su sepulcro era venerado en el
Vaticano. En la misión de san Agustín —a la cual antes nos hemos referido— se
predicó y se insistió mucho en la importancia de esta devoción a Pedro. Gracias
a ella, y al gran prestigio de san Agustín, fue la Iglesia de la isla británica la
más vinculada al Papa. En este sentido, bien podría decirse que parecía que
Inglaterra fue más romana que la misma ciudad de Roma. Posiblemente se le
otorgó al emisario del papa san Agustín —después de la fundación de la Iglesia
de Inglaterra y la ordenación de algunos de sus sufragáneos— el vicariado
papal. Así sabemos que cambió la capital de su provincia: Londres, por la de
Canterbury; una decisión de gran trascendencia en la historia eclesiástica de
Inglaterra y que indica que san Agustín de Canterbury actuaba con las máximas
atribuciones papales. Constatamos un vínculo similar con Roma y una gran
devoción a san Pedro en los sucesores de san Agustín, especialmente en Justo,
HISTORIA DE LA IGLESIA
85
Honorio y Teodoro de Canterbury (de Tarso), así como en Paulino de York,
que recibieron sucesivamente privilegios concretos del Papa denominados ‘de
otorgamiento del palio’.
Posteriormente, también los misioneros anglosajones, especialmente san
Bonifacio, extendieron el culto de san Pedro por toda la geografía de la Europa
carolíngia. Cada vez más, los grandes personajes del Imperio romano-francés
(emperadores, reyes, magnates...), por devoción o quizás por táctica política
—unión con el nuevo Imperio—, peregrinaron a Roma para suplicar, después
de venerar la tumba del príncipe de los apóstoles, la protección del cielo y la
absolución de sus pecados. Si se trataba de graves y notorios pecados, los
mismos obispos acostumbraban a enviar los grandes pecadores al Papa, puesto
que le atribuían un juicio más seguro, o al menos más autoridad. Sin embargo,
no se debe interpretar esta costumbre como si se tratara de pecados reservados
al Papa, pero sí se le consideraba la autoridad eclesial suprema, primado
universal y patriarca de Occidente.
Ya el siglo VII, a Roma acudían los metropolitanos para recibir la confirmación
del rango de arzobispo. Si no podían realizar el viaje, enviaban —como
hemos señalado anteriormente— a sus delegados. En Roma se controlaba
minuciosamente la profesión de fe jurada por los arzobispos electos. A veces,
antes de dar el dictamen, este examen duraba varios meses. Si la fe expresada y
jurada por el neometropolita coincidía con la profesada por Roma, a continuación
se le otorgaba el palio, insignia de poder supraepiscopal. Esta insignia —todavía
hoy— está especialmente vinculada a la devoción de san Pedro. Efectivamente,
los palios —bendecidos— eran custodiados junto a la tumba de san Pedro, para
indicar que la autoridad que los metropolitanos ejercen deriva de la delegación
otorgada por el vicario de Pedro.
Para recibir el palio se exigía un tributo en dinero como donación a san Pedro, y
este era un tema muy polémico, ya que a finales del siglo X, y durante el siglo XI,
la cantidad exigida era tan abusiva que provocó graves protestas contra el Papa,
e incluso se le llegó a acusar de simoníaco. Todos los obispos y sacerdotes de la
isla británica escribieron al papa Benedicto VIII en el año 1017 quejándose de la
cantidad que se les exigía para la confirmación de sus arzobispos de Canterbury
y de York, o sea para la concesión del palio. Algunos afirman que existe un
precepto de nuestro Salvador en el que se dice: “Lo que habéis recibido gratis,
dadlo también gratuitamente”. El mismo apóstol Pedro le dijo a Simón: “Tu dinero
será para ti tu perdición”. Esta sentencia puede aplicarse al Papa por el abusivo
precio que exigía a los nuevos arzobispos según esas protestas.
A pesar de tan graves acusaciones, la devoción de san Pedro —siempre en
auge— vinculó tan fuertemente las iglesias de Occidente a Roma, que éstas
quedaron bastante desarticuladas de su antigua organización metropolitana,
convirtiéndose el Papa en la única fuente jurídica de derechos eclesiásticos.
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Otro factor basado en la devoción a san Pedro que contribuyó eficazmente en
la evolución histórica de la supremacía papal, fue la canonización de los santos.
Hasta el siglo XIII no era una prerrogativa exclusiva de los papas, sino que tanto
los sínodos como los obispos, con el consentimiento de toda la Iglesia local,
podían elevar santos al honor de los altares. Pero en el año 993, en un sínodo
romano, fue canonizado por el papa Juan XV un obispo que no era de la provincia
eclesiástica de Roma: san Ulrico, obispo de Augsburgo. Esta innovación papal
tendría una amplia repercusión en la vida de la Iglesia. Muchos obispos y
sínodos, devotos de san Pedro, pedirían que su sucesor (el Papa) y vicario
de san Pedro canonizara sus santos, y lo pedirán especialmente las iglesias y
provincias poco organizadas eclesiásticamente y que estaban todavía bajo el
régimen de misiones de influencia romana. Ellas prescinden de su derecho a
canonizar sus santos para que Roma —primado universal de la Iglesia y la sede
de más prestigio—, con gran pompa y honor, los canonice.
Pocos años después de la canonización de san Ulrico, Juan XVIII elevaba al
honor de los altares a san Marcial de Limoges. Un sucesor suyo, Benedicto IX,
canonizó a san Simeón de Siracusa. Y así se fue introduciendo la costumbre por
toda la Iglesia de Occidente, hasta que el papa Inocencio III (1208) reservó a la
Santa Sede el derecho de canonizar. Tal derecho fue ratificado en las decretales
de Gregorio IX (1234).
La exención de los monasterios y de los obispados
El poder político que consiguió el papado tras la Reforma gregoriana, no sólo se
extendió gracias a la estructura metropolitana, sino también por los monasterios
y por algunas diócesis exentas. En este ámbito también se produjo una singular
evolución. En el tema anterior, hemos hablado ya de la exención de los
monasterios (capítulo 52).
El ejemplo de la exención de los monasterios se extendió también por algunas
diócesis peculiares. El caso más significativo es el de la diócesis de Bamberg. En
el año 1046 fue elegido Papa —después del famoso sínodo de Sutri— el obispo
de Bamberg, Suitger, con el nombre de Clemente II. El nuevo Papa otorgó amplios
privilegios a su antigua diócesis, y el mismo emperador Enrique II determinó que
la diócesis de Bamberg se uniera a la romana con lazos típicamente feudales,
o sea, con la relación de ‘mundiburdium’. Esto sería causa de rifirrafes entre los
obispos de Bamberg y la sede metropolitana de Maguncia. Aquellos afirmaban
que no sólo en el orden temporal dependían de Roma directamente, sino aun
en el orden jurisdiccional, no reconociendo así otra autoridad superior inmediata
que la del Papa.
En la península ibérica también se dan casos de diócesis exentas durante y
después de la Reforma gregoriana, y por lo tanto directamente dependientes de
Roma. Son los siguientes obispados: Compostela (1095), Burgos (1096), León
(1104), Oviedo (1105), Besalú (1020), Cartagena (1225) y Mallorca (1232).
HISTORIA DE LA IGLESIA
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Las colecciones canónicas
La Reforma gregoriana no sólo supuso la guerra de las investiduras, sino
también la lucha de derechos. Era necesario que la Iglesia, en su reivindicación
de la ‘libertas Ecclesiae’, luchara contra las pretensiones de los señores laicos y
investigara las fuentes del derecho eclesiástico. Con este objetivo se estudiaron
los derechos o preceptos incluidos en los Ordines Romani, en el Liber Diurnus,
en los registros de los documentos papales, en las actas de los concilios, en el
Derecho Justiniano, en los privilegios imperiales y especialmente en las más
importantes colecciones canónicas: la Hispana (633-638) y la del Pseudo-Isidoro
(847-852). Ésta tiene un peculiar interés en la evolución histórica de la ruptura
del antiguo régimen eclesial, basado en la figura del metropolitano y de su
sínodo. Las decretales del Pseudo-Isidoro —falsamente atribuidas a san Isidoro
de Sevilla y probablemente elaboradas en la provincia eclesiástica de Reims—
son una amalgama de los denominados “cánones de los apóstoles”, concilios,
cartas y privilegios que van desde el papa san Clemente I hasta las capitulares
de principios del siglo IX. La mezcla de lo verdadero y de lo falso es magistral,
de tal modo que la colección pseudo-isidoriana se benefició de una rápida y
fácil acogida, precisándose muchos siglos en la historia de la Iglesia católica
para que se distinguiera lo auténtico de lo falso. Los autores de la mencionada
colección no inventaron una ideología, sino unos decretos, costumbres o leyes
que sirvieron de base histórica a la ideología. Es un proceso similar al que hemos
expuesto anteriormente al tratar el tema de los privilegios de los papas.
Restringir las funciones de los metropolitanos era el intento oculto pero
real de los ‘falsarios’ y de muchos obispos sufragáneos enfadados con su
metropolitano, además de lo que ellos mismos exponen textualmente: es
decir, la Reforma del clero y de la Iglesia. Fueron disminuidos los derechos
metropolitanos en dos vertientes: en relación con Roma, resaltando a veces
hasta la exageración la autoridad papal, y por otro lado en relación con los
obispos sufragáneos, dificultando todo lo posible los tradicionales trámites
de los sínodos metropolitanos. Siguiendo el concilio de Sárdica, que había
previsto que la Santa Sede fuese la última instancia en la acusación de los
obispos, los autores de la mencionada colección exageraban con falsos textos
la intervención del Papa. Los obispos acusados, los falsarios afirmaban que
“podrían acudir a la Santa Sede en cualquier estadio del proceso y el Papa
podría inmediatamente reservarse para él cualquier causa de un obispo sin que
pase por el sínodo metropolitano”. Más todavía, llegaron a afirmar que los juicios
sinodales sobre los obispos “no tendrán validez si no son aprobados por el Papa,
y cualquier sínodo metropolitano o nacional deberá ser convocado y aprobado
únicamente por la Santa Sede”. Aunque lenta, se puede observar que se dio
una evolución histórica, ya que sus principios no serían aceptados por toda la
Iglesia de Occidente hasta finales del siglo XI. Esta evolución fue el fundamento,
conjuntamente con los factores antes estudiados, de una nueva forma jurídica
de autoridad de Roma.
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Alrededor de las mencionadas colecciones canónicas, se elaboraron varias
compilaciones. Especialmente hay que destacar la de Bucar de Worms (1025);
la denominada Sententiae diversorum patrum, atribuida a Humberto de Silva
Cándida; la Collectio canonum de Anselmo de Luca (1085); y la célebre colección
Polycarpus del cardenal Gregorino (1105-1113). Pero estas colecciones eran
privadas, y a los autores de las mismas se les planteaba el difícil problema de
distinguir la auténtica tradición de la falsa, para lo cual se utilizó un doble criterio
a veces antagónico. Algunos autores aceptaban únicamente el criterio de la
aprobación papal, de modo que una ley o tradición sería válida —evocando
las Decretales del Pseudo-Isidoro— si ha sido aceptada por algún Papa. Otros,
sin embargo, consideraban válidas las que coincidían con las leyes romanas.
Obviamente, criterios tan dispares eran fuente de flagrantes contradicciones
entre los diversos cánones particulares. De aquí que los compiladores
establecieran un método dialéctico para criticar cada una de las leyes o cánones,
teniendo siempre presente, en este inicio de la ciencia canónica, la figura jurídica
preeminente del Papa. Estos intentos cristalizaron en la elaboración de la famosa
“Concordia discordantium canonum” del Decreto de Graciano (1140), inicio del
derecho canónico de la Iglesia de Occidente. En él el Papa es reconocido como
el supremo guardián e intérprete de las leyes y cánones eclesiásticos. Así nacía
el ‘derecho canónico’.
Una de las cuestiones que más interesaban a los canonistas —ya en tiempos de
Graciano— fue la problemática de la constitución del Papa, de los arzobispos, de
los obispos y de los abades. Es decir, se preguntaban qué es lo que constituye
jurídicamente al Papa o al metropolitano, etc. Por eso distinguen varios estadios
de constitución: elección, confirmación, investidura, ordenación... Respecto a los
metropolitanos, se interrogaban sobre si estos recibían la confirmación del Papa
o del primado, y sobre si la ordenación y la concesión del palio añadía algún
derecho diferente al concedido por la confirmación papal. Así va evolucionando
el derecho canónico eclesiástico según las diferentes teorías y estudios
comparativos.
Todos los factores expuestos anteriormente con sus evoluciones y la formación
del derecho canónico, causaron el deterioro de la figura jurídica del metropolitano
y de los sínodos provinciales, y que indirectamente todos ellos hicieron tambalear
la colegialidad y su ejercicio. Se produjo un gran cambio: la casi ruptura del
antiguo régimen colegial-autóctono de las iglesias particulares o locales en el
seno de la misma Iglesia medieval.
10. DEFINITIVA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA
DE OCCIDENTE Y LA DE ORIENTE.
CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO
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Focio contra Ignacio
Una nueva Iglesia, la de los búlgaros, causó el cisma de Focio
Focio y el concilio ecuménico de Constantinopla IV
El segundo patriarcado de Focio
Los sucesores de Focio
Ruptura definitiva
‘El cisma de Oriente dura demasiado’, escribíamos en la primera edición de
nuestra historia de la Iglesia, y por desgracia todavía dura en el año (2011) en
que escribimos estas páginas. A pesar del paréntesis del concilio de Florencia,
que tuvo lugar en el siglo XVI, ambas iglesias continúan separadas. Pero existen
algunas esperanzas. Atenágoras I, Pablo VI, Juan Pablo II, Dimitros I y ahora
(2011) Benedicto XVI, han sido los grandes protagonistas de estas esperanzas.
Después de casi mil años de cisma —la bula de excomunión es del 16 de julio
de 1054— se han producido cinco abrazos simbólicos de reconciliación entre
el Papa y el patriarca de Constantinopla, pero a pesar de todo las dos iglesias
continuan lamentablemente separadas.
El 5 de enero de 1964, en Jerusalén, Pablo VI y el patriarca Atenágoras I se
dieron el primer abrazo. Después se levantaría el excomunicación (1965), y
casi dos años después, el 25 de julio de 1967, Pablo VI visitó Turquía y se dio
el segundo abrazo con Atenágoras en el Fanar. Atenágoras devolvió la visita a
Pablo VI en el Vaticano el día 26 de octubre del mismo año 1967, y ambos se
dieron un abrazo en la basílica de San Pedro. Entre la multitudinaria asamblea
que abarrotaba aquella basílica, me encontraba yo, y el recuerdo que me
dejó fue imborrable. El papa Juan Pablo II visitó Estambul los días 28 y 30 de
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noviembre de 1979 y se reunió con el nuevo Patriarca de Constantinopla Dimitros
I, dándose el abrazo en el Fanar el día 30. Algunos pensaban que Dimitros I no
devolvería la visita por la presión de ciertos sectores ortodoxos muy críticos, pero
se equivocaron: Dimitros I visitó la sede de Pedro y ambos jerarcas se dieron el
abrazo de la esperanza sobre la tumba del príncipe de los apóstoles. Era el 7 de
diciembre de 1987. Desde esta fecha, no han faltado reuniones, encuentros y
signos de concordia. En 1994 el papa Juan Pablo II, en el vía-crucis del Coliseum
del viernes santo, leyó un texto de esta devoción popular confeccionado por el
mismo patriarca oriental, y en esta ocasión el Papa anunció un nuevo encuentro
entre las dos iglesias. La situación, aun así, ha empeorado tras la negativa del
patriarca de Moscú, Basilios I, a recibir el Papa en un hipotético viaje a Rusia
(2004). A su vez, el patriarca estaba muy molesto por el proselitismo a favor del
catolicismo conseguido por algunas órdenes religiosas en aquel gran país. Sin
embargo en 2010 el papa Benedicto XVI ha tenido gestos de concordia y de
continuar con el diálogo. Cabe destacar la devolución de relíquias de san Andrés
en el año 2010.
Para estudiar el drama de la multisecular ruptura, habrá que estudiar los hechos
históricos y las causas que la motivaron con objetividad histórica.
Focio contra Ignacio
La Iglesia latina —como ya hemos visto— prácticamente fue separada de
la Oriental por el emperador León III Isáurico en el año 733 (capítulo 45). La
herejía iconoclasta acentuó esta división a pesar de los dos periodos de teórica
reconciliación debido a las dos emperatrices, Irene y Teodora. La primera
emperatriz fue la gran propulsora del concilio de Nicea II, y la segunda la que
instituyó la fiesta de la ortodoxia en el año 842, en la cual se acababa con la
cuestión de la mencionada herejía iconoclasta. Aun así, las heridas entre las dos
iglesias todavía seguían sangrando. Al patriarca san Metodio de Constantinopla
—gran paladino de la auténtica fe— le sucedió san Ignacio (846), hijo del
emperador Miguel I Rangabé. Ignacio era un pío y rígido asceta, constante en sus
propósitos y representante del partido rigorista o intransigente de los llamados
‘estudistas’. Con la emperatriz Teodora, intentó reformar las costumbres de la
corte e impuso la ortodoxia.
La confrontación entre Oriente y Occidente de nuevo se inició una conjuración
entre los cortesanos: el metropolita de Siracusa Gregorio Asbestas —que había
huido de Sicilia perseguido por los invasores árabes— era caudillo de la facción
contraria a Ignacio, al cual se unió el hermano de la emperatriz, Bardas. En un
golpe de Estado de 856, la emperatriz regente perdió todo poder, se nombró
al joven hijo de Teodora, Miquel III, mayor de edad, emperador efectivo. Pero
Bardas era quien gobernaba en la práctica. Ignacio, como es lógico, perdió toda
influencia en los asuntos imperiales. A continuación corrió un rumor según el
cual Bardas vivía incestuosamente con su nuera. Ignacio, precipitadamente y sin
más averiguaciones, le negó un día la comunión. Así empezó una enemistad a
muerte entre Bardas e Ignacio. Destrás de cualquier revuelta siempre se quería
HISTORIA DE LA IGLESIA
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ver la alargada sombra de Ignacio y de la emperatriz Teodora. Al final, Bardas
consiguió que Teodora ingresara a un monasterio y le pidió a Ignacio que él le
diera el velo de monja, pero éste se negó.
Ignacio se vería involucrado en otra conspiración; o al menos sí que habría
ocultado a algunos conspiradores. Por todo ello, al enterarse Bardas lo deportó a
la isla de Terebinto (858). Muy probablemente para no crear nuevas dificultades,
Ignacio dimitió y así el nuevo patriarca podría ser bien acogido por los partidarios
del grupo de los monjes.
La búsqueda de un sucesor de Ignacio no fue nada fácil. Recayó sobre Focio.
Éste era un gran personaje. Sus padres habían sido perseguidos a causa
del culto de las imágenes. En el momento de la elección como patriarca de
Constantinopla era dirigente de la cancillería imperial. Según las fuentes
documentales era el laico más erudito de Oriente, y, por otro lado, no formaba
parte de ningún partido. Pero como hemos dicho, era un simple laico. Y así fue
ordenado ‘per saltum’ directamente por el arzobispo Gregorio Asbestas. Este fue
el error inicial. Los ignacianos —muchos obispos y sacerdotes— consideraron
una traición esta ordenación, más todavía cuando Gregorio Asbestas tenía un
juicio pendiente en la curia romana.
En febrero de 859 los partidarios de Ignacio declararon que el único patriarca
legítimo de Constantinopla era el mencionado Ignacio. Esta declaración fue
pronunciada en un sínodo celebrado en Hagia Cirene, condenando también
al “intruso Focio”. Su reacción no se hizo esperar. En marzo de 859 un sínodo
de ciento setenta obispos congregados en la iglesia de los Apóstoles de
Constantinopla, condenó a Ignacio por considerarlo falso patriarca; puesto que,
según afirmaron, la elección no fue canónica, porque sólo fue nombrado por la
emperatriz y no por el sínodo episcopal. A pesar de ello, se comunicó a Roma
que Focio había sido elegido, y también se comunicó dicha noticia a todos los
obispos, y se les decía que él había sido elegido y entronizado (enthrónistika),
y a la vez se notificaba la dimisión de Ignacio. La embajada que trajo a Roma
este escrito, también le presentó al papa Nicolás I (858-867) otra carta del
mismo emperador Miguel III en la que se solicitaba que el obispo de Roma
enviara legados para celebrar un concilio general en Constantinopla, con objeto
de eliminar los restos de la herejía iconoclasta. El Papa reconoció la ortodoxia
de la profesión de fe contenida en la carta ‘synodika’ de Focio. A pesar de todo,
encontró muy oscuro el caso de Ignacio, puesto que otros muchos patriarcas
fueron antes reconocidos en su categoría sin un “sínodo electoral”, por la simple
designación imperial. Nicolás I accedió a enviar dos legados: Rodoaldo de Porto
y Zacarías de Agnani. Estos debían presidir el concilio convocado, además de
averiguar la situación real de Ignacio y su deposición. Pero quedó claro que ellos
sólo debían recibir informaciones y que una vez trasladadas al papa Nicolás I,
éste decidiría personalmente la legitimidad patriarcal de Ignacio o de Focio. Por
otro lado, el Papa, dirigiéndose a Focio, le dio a entender que no habría ninguna
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dificultad por parte de Roma aceptar la ordenación ‘per saltum’, o sea sin tener
presentes los intersticios canónicos tal y como sucedió con Focio.
En el año 861 se reunió el concilio en la iglesia de los Apóstoles de
Constantinopla con la presencia de dos legados pontificios. Las actas se
han perdido, pero poseemos un extracto latino en la colección de Deusdedit.
No conocemos el texto de lo que se decretó sobre la herejía iconoclasta. En
cambio, sí encontramos todos los detalles de la cuestión sobre la “ilegitimidad”
de Ignacio: los presentes en el concilio afirmaban que no se podía considerar
auténtico patriarca de Constantinopla (Ignacio), porque fue obispo sin la previa
elección sinodal. Los legados coinciden con todo el concilio al afirmar que el
procedimiento de elección de Ignacio fue contrario al derecho canónico, y
dicen que habría que deponer inmediatamente al intruso (Ignacio). Por lo tanto,
los legados pontificios pronunciaron la fórmula de deposición contra Ignacio,
contraviniendo en esto las claras instrucciones papales, según las cuales —
como hemos dicho— Nicolás I quería reservarse personalmente el juicio último
de tan espinoso asunto. Posiblemente todo se hubiera acabado en un abrir y
cerrar los ojos, dejando que Focio fuera considerado patriarca, si no hubieran
habido dos asuntos todavía más peligrosos según el Papa. Era la cuestión de
las misiones romanas en Bulgaria y la situación del Ilírico (la ex-Yugoslavia)
que todavía permanecía bajo la jurisdicción eclesiástica griega, a pesar de las
reivindicaciones papales que con tanta insistencia, año tras año —desde León
III Isáurico—, todos los papas habían reivindicado. Aquella zona era conflictiva, y
por lo tanto Bulgaria —que dependía del Ilírico— también lo sería. En esto Focio
no quiso ceder ni un ápice, ni tampoco Nicolás I. Y esta fue la verdadera causa
del cisma (en su primera fase).
Focio, en verano de 861, escribió al Papa aduciendo algunos cánones de
la iglesia local, en los cuales se permitía la ordenación de un laico obispo,
saltándose los intersticios (per saltum). Focio continuó abordando en esta carta
el tema del Ilírico afirmando que de buen grado él querría que aquella zona
pasara de nuevo a la jurisdicción romana, pero que el emperador lo impedía
insistentemente. Finalmente Focio pide al Papa que no acepte en Roma a los
peregrinos de Constantinopla que no traigan una carta de recomendación de él.
El Papa, enfadado por la injerencia no quiso contestar, y se planteó de nuevo el
problema de Ignacio. Pero ciertamente esta era la tapadera del gran problema
de la jurisdicción eclesiástica romana sobre el Ilírico y sobre la zona vecina
de Bulgaria. Poco a poco llegó la versión de los hechos según los partidarios
de Ignacio, o sea del abad Teognosto. No sabemos si éste fue el detonante
de la famosa excomunión de Focio y de Gregorio Asbestas en el concilio del
Laterano de 863. En este concilio Nicolás I también castigó a los legados por
haber depuesto a Ignacio y por haber ultrapasado las atribuciones que les había
concedido para el concilio del año 861 en Constantinopla.
El mismo emperador Miguel III, intervino enviándole una arrogante carta a
Roma. En ella el Papa es considerado un simple súbdito del Imperio, y por lo
HISTORIA DE LA IGLESIA
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tanto debe someterse a las deliberaciones imperiales. Paradójicamente Nicolás
I admite que en Roma se tratarían los temas pendientes con plenipotenciarios
de ambos partidos bizantinos, así como con los delegados imperiales. Aun así,
el mismo Papa se precipitó enviando las famosas respuestas ‘ad bulgaros’ al rey
de Bulgaria, en las cuales cierra la cuestión sobre el tema principal, o sea sobre
la jurisdicción de la nueva zona evangelizada por Bulgaria e impone un dominio
absoluto sobre la nueva Iglesia. De estas ‘responsa ad bulgaros’ hablaremos
a continuación. Aun así, ya podemos decir que es muy penoso constatar que
la lacerante separación de las dos iglesias se basaba que en un asunto tan
discutible. Los historiadores actuales se oponen unánimemente a la actitud tanto
del Papa como de Focio e Ignacio de Constantinopla. No estuvieron a la altura
requerida.
Focio contestó al Papa con una encarnizada defensa de los ritos griegos y con
un violentísimo ataque contra los misioneros romanos de Bulgaria. Más todavía,
afirma que la fe predicada por Roma y sus misioneros no es la ortodoxa,
puesto que en ella se admite que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo
(filioque), cuando la formulación correcta es “del Padre por el Hijo”. Todos estos
términos ofensivos y defensivos son un auténtico ataque contra Roma vienen
reflejados en una carta (encíclica) dirigida por Focio a todos los patriarcas de
Oriente (verano de 867).
Una nueva Iglesia, la de los búlgaros, causó el cisma de Focio
Analicemos la verdadera causa del cisma, que no es otra que la ya mencionada
respuesta de los búlgaros. Tres fueron los intentos de evangelización de la zona
búlgara: primero los bizantinos enviaron sus misioneros. El segundo intento
proviene del emperador occidental Luis el Germánico, que envió a Ermarico de
Passau con una “multitud de clérigos occidentales” a evangelizar. Y el tercero
procede del mismo Papa. Fruto de una primera evangelización, fue el bautismo
de Boris, príncipe de los búlgaros: se hizo bautizar en el año 864 y se cambió
el nombre por el de su protector Miguel III de Constantinopla. Pero el príncipe
Miguel (Boris) procuró expulsarse la “protección” de los bizantinos, dirigiéndose
al Papa y pidiéndole nuevos misioneros latinos. Era muy diplomático, o si queréis,
tenía doble intención, escondiendo la codicia de poder sobre nuevas iglesias.
Aun así, Boris le preguntó al Papa cómo debía organizar su nueva Iglesia. Nos
preguntamos: ¿cuáles eran los motivos que impulsaron al rey de los búlgaros,
Miguel, a pedir el auxilio de Roma? Ciertamente, no fueron desinteresados:
quería conseguir de Roma “la autocefalia” de su naciente Iglesia, demandada
anteriormente y no aceptada por la Iglesia de Constantinopla. Las relaciones
del patriarca Focio con Roma, en este tiempo (año 863-866) —como ya hemos
dicho— se deben considerar rotas. Y Boris jugaba a su favor buscando unos
privilegios totalmente desproporcionados en una Iglesia en estado de misión.
¡No se podía ir a ninguna parte con aquellas pretensiones!
En este intrincado tejido de causas, intentos, intereses, cismas... hay que
colocar el interés de este documento en el que los búlgaros le preguntan al
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Papa —posiblemente en los primeros meses del año 866— sobre cómo deben
organizar la nueva Iglesia. Nicolás I les responde con la mencionada carta del
13 de noviembre del año 866, que es comúnmente denominada “Responsa ad
consulta Bulganorum”. En ella habla principalmente de temas relativos al culto,
a la pastoral, y a la organización de la Iglesia. Se han alabado estas ‘responsa’
desde el punto de vista pastoral y misional, pero con mucha frecuencia se olvida
el grave hecho de que el Papa, sin mirar las obligaciones de su cargo, ataca
a los ritos de la Iglesia griega y de ellos hace befa. Hacemos mención de este
hecho en nuestra tesis doctoral sobre el palio defendida en la Gregoriana de
Roma en 1972. Tesis publicada en su tercera edición por la Biblioteca de Autores
Cristianos (Mardid, 2004).
Una de las preguntas que hicieron los búlgaros al Papa fue: ¿quién debía ordenar
al patriarca? Esta pregunta supone las pretensiones de la naciente Iglesia,
que quería tener como líder a un patriarca; es decir, quería ser autónoma. El
Papa respondió a esta pregunta muy diplomáticamente; prescinde del término
‘patriarca’ y responde sólo con el de ‘arzobispo’, señal de que sólo estaba
dispuesto a concederles un arzobispo, figura, como hemos visto, muy ligada a
Roma por el hecho de que los arzobispos recibían el palio de manos del Papa y
le juraban fidelidad.
El Papa afirma, contestando a la pregunta de quién debe ordenar el patriarca:
“En los lugares en los que nunca hubo un patriarca o un arzobispo, éste debe
ser ‘instituido’ por uno de mayor dignidad (o autoridad)”, puesto que, según el
apóstol, “minus a maiore benedicetur”. Así se establece el principio jurídico:
el mayor en el caso anteriormente mencionado, ordenará al menor. Una vez
ordenado éste, habiendo recibido el uso del palio, podrá ordenar obispos, los
cuales podrán, a su tiempo, ordenar el sucesor (del arzobispo). Con estas
palabras se quiere aplicar en los búlgaros el plan de Gregorio I expuesto en
el privilegio (“cum certum sii”) a san Agustín. Los obispos búlgaros pidieron al
Papa que se ordenara un patriarca o arzobispo u obispo, pero el Papa creía
que nadie como él “a quo et episcopatus et apostolatus sumpsit initium” podía
ordenar más congruamente, puesto que conviene seguir este orden: el Papa
debe ordenar este primer obispo como cabeza de la naciente Iglesia; si crece
el pueblo de Cristo con su colaboración, “recibirá los privilegios del arzobispado
y así podrá constituir obispos que elegirán a su sucesor”. Pero debido al largo
viaje que el elegido debía hacer para ser ordenado en Roma, los mismos
obispos (búlgaros misioneros) podrán ordenarlo después de su elección. Sin
embargo, “el metropolita no se puede sentar en el trono ni consagrar, excepto el
cuerpo de Cristo, antes de recibir el palio de la sede romana según hacen todos
los arzobispos de las Galias, de Germania y de las otras regiones”. Quizás la
expresión ‘todos’ podría ser aquí un poco enfática.
La simple traducción de este documento nos indica la trascendencia del mismo.
He aquí las aserciones más importantes:
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a) Claramente se establece el principio: el primer obispo que dirige una nueva
Iglesia ‘congruentius’ debe ser ordenado por el Papa, puesto que “minus a
maiore benedicetur”.
b) Una vez iniciada la Iglesia con la consagración del obispo como cabeza de
la nueva Iglesia, habiendo recibido el uso del palio, éste podrá ordenar obispos
(sufragáneos).
c) El Papa dará los privilegios del arzobispado. Esta frase significa que el Papa,
“a quo et episcopatus et apostolatus sumpsit initium”, constituye el arzobispo,
dándole el palio y el título de arzobispo.
d) El obispo, cabeza de la Iglesia de los búlgaros, que será elegido y consagrado,
recibirá el palio de Roma (con los privilegios del arzobispado), y podrá (una vez
haya recibido el palio) sentarse en el trono (la sede episcopal o cátedra).
e) Todos los arzobispos de las Galias, de Germania y de las otras regiones no
consagran (excepto el cuerpo de Cristo en la Santa Misa) ni se sientan en el trono
antes de recibir el palio de la sede de Roma. Esta noticia es de gran importancia,
puesto que, al menos, indica cuál es la mentalidad romana (o postulado) durante
el pontificado del papa Nicolás I.
f) Todas las expresiones comentadas en esta carta y los principios jurídicos que
en ella se establecen, nos evocan el plan organizativo gregoriano de la Iglesia
inglesa de san Agustín de Canterbury.
A los ojos de Oriente y de los historiadores actuales, el Papa iba demasiado lejos.
Por otra parte la reacción de Focio fue intemperante, cerrando toda posibilidad
de entendimiento. ¡Fue una lástima!
Focio y el concilio ecuménico de Constantinopla IV
Focio, al conocer la respuesta papal, prácticamente se separó de la Iglesia
romana. En la mencionada carta encíclica que Focio envió a todos los patriarcas,
a primeros de verano de 867, atacaba al Papa. Pero no satisfecho con esto,
en agosto del mismo año Focio reunió un concilio del cual tenemos muy pocas
noticias; sin embargo todas ellas señalan que en el mencionado concilio se
atrevió a deponer y anatemizar a la misma persona del Papa. En una carta
enviada al rey Luis II y a su esposa Angilberga, Focio pide que el “pseudopapa
Nicolás” sea depuesto de su sede romana. Pero esta carta fue su perdición,
puesto que el emperador occidental se escandalizó y le aseguró al emperador
bizantino que nunca se atrevería a poner la mano sobre el vicario de Pedro, al
cual todo Occidente tenía una gran veneración. Así se encontró solo Focio, y
su desdicha aumentó cuando su gran protector Bardas fue asesinado en el año
865, y Miguel III murió en manos del usurpador del Imperio macedonio, Basilio.
Éste, para asegurarse el apoyo de Occidente, permitió que Ignacio se sentara de
nuevo en la sede de Constantinopla, y Focio fue exiliado sin ningún miramiento.
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
El nuevo emperador Basilio actuó muy diplomáticamente. No sólo quería
lograr el apoyo de los ignacianos, puesto que en número eran inferiores a
los focianos, sino que, según creía, era conveniente convocar un concilio de
reconciliación. Por lo tanto, en primer lugar informó al Papa brevemente sobre
los acontecimientos. El Papa que contestó ya no era Nicolás I, sino Adriano II
(867-872). Éste enseguida se dirigió al emperador y al patriarca. Manifestó su
voluntad de seguir la línea de su antecesor, pero mostraba extrañeza de que
Ignacio no le hubiera remitido todavía la carta en la cual se notificara (a Roma)
la nueva entronización en la sede de Constantinopla.
En verano de 869 se celebró en Roma un concilio en el cual, sin oírse las voces
de los partidarios de Ignacio ni la de los de Focio, este último fue condenado y
depuesto de nuevo. Se dice que en el supuesto de que Focio se arrepintiera, “lo
máximo” que se le concedería sería la comunión entre los laicos. Los ordenados
por Focio también debían considerarse depuestos. Los obispos ordenados por
Ignacio, que posteriormente se habían adherido a Focio, tenían que firmar un
“libellum satisfactionis” que Roma redactó. El concilio acabó con la solemne
quema de las actas del concilio de Constantinopla del año 867, a pesar de
la lluvia torrencial que caía sobre la hoguera. Aquella gente creyó que fue un
milagro.
Pero estos hechos del concilio romano no fueron bien vistos por Constantinopla,
puesto que tanto Ignacio como el mismo emperador querían que aquellos asuntos
internos de la Iglesia oriental fueran tratados y solucionados en un concilio
propio. Este se celebró en el mes de octubre del año 869. Los ciento tres padres
del concilio octavo ecuménico creían que era un abuso la insistencia romana en
que se firmara el mencionado “libellum satisfactionis”. Los legados papales no
transigieron en lo más mínimo. Focio —que se encontraba presente— no abrió
boca, ni se permitió que su defensa la hiciera otro obispo. La causa de Focio
estaba perdida, puesto que el Papa había dicho la última palabra. A pesar de
todo, los legados papales tuvieron que admitir que a partir de ahora los patriarcas
disfrutarían de inmunidad, de modo que ni el mismo Papa podría deponerlos. El
concilio acabó el 28 de febrero de 870, pero el mismo día una delegación búlgara
se presentó en Constantinopla pidiendo que se determinara ¿a qué patriarcado
pertenecían? ¿al de Roma —que ya había concedido el palio a un arzobispo
designado por los propios búlgaros— o al de Constantinopla? El concilio, en
contra de los legados papales, determinó que la Iglesia búlgara era del patriarca
de Constantinopla. Un día después del concilio, los legados entregaron una carta
del papa Adriano II que habían mantenido guardada por si se trataba este tema.
Ignacio hizo caso omiso a las prohibiciones del Papa, afirmando que el concilio
ya había tomado posición y que eran más importantes sus actas que una simple
carta. Los misioneros romanos tuvieron que retirarse de Bulgaria, y en la práctica
continuaba la ruptura entre Bizancio y Roma, a pesar de no constar que ambos
(Ignacio y Adriano II) mutuamente se excomulgasen. Pero el gran perdedor fue el
propio Ignacio. Y Focio regresaría en breve de nuevo a la sede patriarcal, puesto
que el emperador oriental intentó no endurecer la oposición de los focianos.
HISTORIA DE LA IGLESIA
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El segundo patriarcado de Focio
Mientras tanto Focio había vuelto de su destierro y había sido elevado a educador
de los príncipes imperiales, y quizás también retomó su actividad docente. Era un
gran patrólogo. Evidentemente, Ignacio no había dudado nunca de la legitimidad
de la ordenación episcopal de Focio, y una vez se hubieron enfriado sus relaciones
con Roma, ya no vio motivo para seguir dando importancia a la laicización del expatriarca. En este periodo se habían abierto nuevas negociaciones con Roma,
con el objeto de arreglar las diferencias entre ignacianos y focianos en el sentido
de una revisión del proceso de Focio. El papa Juan VIII (872-882) no se oponía a
las negociaciones. En los últimos días de Ignacio, parece ser que Focio e Ignacio
se reconciliaron. Sabemos igualmente que el Papa delegó y envió a los obispos
Pablo y Eugenio a Constantinopla con cartas para el emperador e Ignacio con
la orden de establecer la paz. Los enviados ya no encontraron a Ignacio, sino a
Focio. Ignacio murió el 23 de noviembre de 877, y Focio pudo ocupar de nuevo
la sede patriarcal de Constantinopla sin ninguna dificultad. Los legados papales
decidieron no negociar, y obligaron al emperador a dirigir una nueva carta al
Papa. El emperador solicitó el reconocimiento de Focio y que se convocara un
nuevo concilio.
Una carta al Papa del clero de Constantinopla quería asegurar el reconocimiento
universal del nuevo patriarca Focio en su ciudad episcopal. El Papa se reunió con
sus colaboradores más íntimos, y le escribió una carta al emperador en la que se
mostraba dispuesto a reconocer, a pesar de todo, a Focio, con la condición de que
él se excusara de sus anteriores actas en un futuro concilio. El Papa perdonaba
a Focio y a su episcopado en virtud de “su suprema autoridad apostólica”. Sin
embargo, ponía como condición que Focio se abstuviera de toda actividad
pastoral en Bulgaria. Los legados del Papa recibieron un “commonitorium” de
Roma que les ponía al día de la nueva situación, que fue leído en un concilio y
firmado por los asistentes. En estas circunstancias, al fin se pudo abrir un concilio
bajo la presidencia del patriarca Focio a inicios de noviembre del año 879.
Celebró siete sesiones y tomaron parte casi cuatrocientos obispos. En el fondo,
había poca cosa que tratar. Era decisivo para Focio poderse presentar ante los
padres del concilio, no como patriarca en virtud de la indulgencia romana, sino
como obispo de Constantinopla rehabilitado y nunca depuesto legítimamente. Es
posible que, ya antes de las sesiones, los legados romanos supieran que Focio,
por la misma razón, difícilmente se presentaría ante el concilio como pecador
arrepentido. Los legados del Papa mantuvieron la doctrina del primado papal
en todo momento e insistieron, a despecho y a pesar de todas las protestas de
los obispos focianos, en que el papa Juan VIII instauraba a Focio en el cargo de
patriarca, en virtud de suprema autoridad apostólica. Por lo que a la cuestión
búlgara correspondía, Focio recalcó en el mismo concilio su buena voluntad, y
declaró no haber hecho ninguna acción oficial en Bulgaria. Con esto se satisfacía
la condición papal de la absolución.
Los decretos del concilio —que votó una serie de cánones, por ejemplo, contra
la promoción de laicos al episcopado y declaró ecuménico el del 787 (Nicea
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
II)— fueron firmados por todos los partícipes en la sesión del 26 de enero de 880.
No quedó resuelta la cuestión de Bulgaria, para la cual los padres se declararon
incompetentes. Fuera del concilio, parece haberse iniciado un compromiso en
el sentido de que Bulgaria se sometería a la jurisdicción romana, pero no se
pondrían dificultades a los misioneros griegos de allí.
Juan VIII fue un gran político. Así, al reconocer Focio como patriarca, aseguraba
la paz entre las dos iglesias. Sin embargo los ignacianos se demostraron más
antiromanos que los propios partidarios de Focio. Pero los clérigos romanos
no podían ver en absoluto a Focio: buena prueba de ello fue la elección del
sucesor de Juan VIII, del papa Marino (882-884), que encabezaba la oposición
en Bizancio. A pesar de todo, ni este Papa ni sus sucesores hicieron nada que
afectara a la comunión con Oriente, a pesar de que Focio fue destituido por
motivos políticos en el año 886 y murió en 891 retirado en un monasterio.
Es muy difícil juzgar la personalidad de Focio. Hay quien afirma que en algún
tiempo recibió culto como si fuera un santo. A pesar de esto, si bien se reconoce
su talento extraordinario y su gran aprecio hacia los derechos y costumbres
canónicas de Oriente, no se puede entender, bajo ningún concepto, que llegara
a excomulgar al Papa. Al menos hay que reconocer que históricamente fue
el primero en hacerlo, y que tal actitud iba en contra de los más elementales
fundamentos eclesiales aun de la Iglesia oriental.
Los sucesores de Focio
Focio murió en comunión con Roma. Pero en el interior de la Iglesia bizantina
no se habían borrado los motivos de disensión que en otros tiempos motivaron
la ruptura entre las dos iglesias. En el siglo X el papado pasaba los momentos
más difíciles de su historia; por eso era muy difícil que Bizancio reconociera la
primacía papal, a pesar de que los ignacianos pedían una y otra vez el arbitrio
superior de los papas. Pero estos tenían suficiente trabajo en sus interminables
rifirrafes romanos. En tal contexto hay que situar la desafortunada cuestión
del conflicto de la tetragamia, o sea la licitud de contraer una cuarta nupcia. El
emperador bizantino León VI enviudó por tercera vez, y quería casarse de nuevo
a pesar de la oposición del patriarca de Constantinopla Nicolás. Finalmente
acudió a Roma y el Papa declaró que el matrimonio (el cuarto) era canónico
y que la Iglesia lo reconocía como válido. El patriarca se opuso y esto le valió
el exilio decretado por el emperador. El nuevo patriarca fue un monje adicto al
emperador: un tal Eutimio (a. 907-912). Este conflicto dividió la Iglesia bizantina
en dos bandos irreconciliables entre sí: los ‘nicolaítas’ y los ‘eutimianos’. Esto
hizo que se avivaran las brasas de la división, que se estuvo muy presente hasta
el patriarcado de Miguel Cerulario.
Ruptura definitiva
En el siglo XII Occidente se encontraba en plena Reforma gregoriana. En Roma
había eclesiásticos de muchísima valía, cosa que contrastaba con Oriente, donde
había personajes más bien de poca preparación teológica y con grandes dosis
HISTORIA DE LA IGLESIA
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de orgullo y codicia eclesiásticas. Pero observemos que en la primera época
o en tiempos de Focio, este patriarca era un auténtico talento en disciplinas
eclesiásticas (gran patrólogo y no menos buen teólogo), mientras en Roma se
iniciaba la decadencia del ‘siglo de hierro’. Estamos a mediados del siglo XI y ya
sombreaba por toda la geografía eclesiástica un hombre enigmático: el nuevo
patriarca Miguel Cerulario. Era un hombre ambicioso, y sabemos que antes de
acceder a la sede constantinopolitana se vio envuelto en una revuelta política
bizantina mediante la cual esperaba, en caso de salir victorioso, ascender
incluso a emperador. La intentona fue descubierta, y como tantas veces, el
único refugio y salvación fue el monasterio. Pero este no fue el fin de Miguel
Cerulario. Se hizo clérigo y, bajo el emperador Constantino IX Monómaco (10431055), consiguió influir de nuevo sobre la política y como ‘synkellos’ (asesor) del
patriarca, llegó a ser su sucesor. Así, en el año 1043 fue consagrado patriarca.
La situación eclesiástica entre Oriente y Occidente que el nuevo patriarca se
encontró, no era de cisma, pero sí se puede decir que se respiraba un ambiente
de animadversión latente y constante. Las brasas estaban a punto de avivarse,
desgraciadamente.
Roma salía del ‘siglo de hierro’ durante el gran pontificado de san León IX (10481054). El estado de la Iglesia latina era lamentable, de auténtica postración.
La de Bizancio, en cambio, estaba orgullosa de su ortodoxia. Constantinopla,
la “nueva Roma”, creía que sólo ella conservaba integra la vida religiosa y la
fe universal. Era una reacción normal y lógica ante la bajada del prestigio del
papado, y, más todavía, cuando los mismos papas se asociaron en alguna
ocasión con los normandos para quitarse de encima la influencia bizantina. A
pesar de todo, esta alianza con invasores “bárbaros” normandos no podía durar.
De aquí nació otra gran alianza entre ambos Imperios y el mismo papado. El
gran organizador de este proyecto fue un tal Argyros, Katapan (o gobernador) de
las posesiones italianas del Imperio bizantino. Y esta fue la causa del definitivo
cisma de Oriente que perdura todavía hoy (a. 2011).
El emperador Constantino IX quiso iniciar los preparativos de una gran campaña
contra los normandos, pero curiosamente el patriarca Miguel Cerulario se opuso
a ello. Los motivos de esta animadversión son confusos. Posiblemente la causa
de la oposición del patriarca provenía de la actuación del mencionado Argyros,
hijo de un tal Meles que en el año 1009 había luchado contra Bizancio y a favor
del papado. El mismo Argyros, a pesar de haber sido educado en Constantinopla,
seguía los ritos latinos y era considerado un posible traidor por los adversarios
de Roma. Argyros levantaba muchas sospechas ante un bizantino convencido.
Lo cierto es que Miguel Cerulario le odiaba. Éste seguramente se preguntaba
quién obtendría las ventajas más contundentes en el caso de una victoria, ¿el
Papa, el emperador alemán o el bizantino?, algunos preveían que el único que
conseguiría ventajas sería el mismo Argyros, puesto que él se había hecho
proclamar —con gran escándalo de todos— en el año 1041 ‘Dux et Princeps
Italiae’. Por todas estas razones, Miguel Cerulario se opuso a la mencionada
alianza con todo no actuó frontalmente sino con gran astucia. Así empezó una
campaña difamatoria. Se criticaban los ritos de la Iglesia latina, el uso del pan
100
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
ázimo, el ayuno en sábado, y también que se hubiera introducido la fórmula
‘filioque’ en el Credo. Posteriormente, Miguel Cerulario actuó más duramente
contra los latinos residentes en Constantinopla: ordenó cerrar todas sus iglesias,
llegando a darse actos salvajes, no aceptando ni las especies consagradas por
los sacerdotes latinos. Eran pisoteadas y ultrajadas.
Entretanto, la situación se había agudizado en el sur de Italia. Tal como hemos
expresado en capítulos anteriores, el papa san León IX consiguió reunir un
contingente de tropas y él mismo se puso al frente de ellas e inició la guerra
contra los normandos. Un poco antes, Argyros había sufrido un descalabro a
manos de estos mismos normandos en Siponto, y no consiguió reunir sus tropas
con las del Papa. San León IX sufrió una grave derrota y cayó prisionero (28
de junio de 1053), y desde su cautiverio trataba de despachar, como podía,
los asuntos eclesiásticos. La derrota del Papa era implícitamente derrota de
los intereses bizantinos en el sur de Italia. La alianza deseada por Argyros
era más urgente que nunca. El emperador Constantino IX escribió a la curia y
expresó su deseo de una paz eclesiástica como condición de la unión política.
Hasta Cerulario tuvo que rendirse a la presión y, en términos moderados, dio a
conocer al Papa su deseo de entendimiento. Así la curia romana decidió pedir
una legación para negociar la paz en Constantinopla. La encabezaba el célebre
cardenal Humberto de Silva Cándida, gran reformador (pero creemos que era
fundamentalista), con el canciller romano Federico de Lorena y Pedro, arzobispo
de Amalfi. Antes de partir, Humberto conversó largamente con Argyros.
Cuando llegó la legación papal a Constantinopla, fue honrosamente acogida por
el emperador, mientras la visita al patriarca fue mucho más fría. La escena acabó
con la “muda” entrega de la carta papal. No hubo ningún diálogo, y Humberto
—que hoy se podría calificar como un hombre de ultraderechas— se entregó
con tanto más fervor a la propaganda política. Mandó traducir su réplica contra
los griegos, se precipitó a la polémica y finalmente atacó al viejo monje Nicetas
Stethatos, que había osado escribir contra los ázimos. La presión de Humberto
sobre el emperador condujo a una lamentable disputa el 24 de junio de 1054
en el monasterio de Nicetas, tras la cual se tuvo que retractar y quemar sus
escritos. En esta situación, en una vehemente polémica, el patriarca consiguió
crearse un ambiente favorable, y los legados decidieron huir de Constantinopla
sin haber hecho nada positivo; eso sí, antes, en un acto solemne, depositaron
sobre el altar del Hagia Sophia una bula de excomunión contra el patriarca y sus
cómplices (16 de julio de 1054); un texto que iba mucho más allá de la legación
encomendada por el Papa, lanzando el anatema contra el “pseudopatriarca”
Cerulario, contra León, arzobispo de Ochrid, y contra otros partidarios suyos.
Eran acusados de ser simoníacos, arrianos, nicolaístas, pneumatómacos,
maniqueos, etc. El anatema no se dirigía solamente contra la doctrina griega y la
procesión del Espíritu Santo, sino también, por ejemplo, contra el matrimonio de
los sacerdotes orientales y otras legítimas costumbres de la Iglesia griega.
HISTORIA DE LA IGLESIA
101
Estos anatemas fueron muy desafortunados en todos los sentidos. Se ha dicho
que no tenían validez, puesto que cuando la bula fue entregada, o mejor dicho
depositada en el altar de Hagia Sophia, el papa san León IX ya había muerto. A
pesar de todo, es un episodio muy penoso para ambas iglesias, por el cual hay
que pedir perdón. Por eso, el papa Pablo VI (1965) retiró la mencionada bula en
un acto de verdadera reconciliación, devolviendo a Oriente la reliquia de la cabeza
de san Andrés que se conservaba en el Vaticano. Nuestros hermanos ortodoxos
agradecieron este acto impregnado de un gran simbolismo pacificador.
Humberto de Silva Cándida y los otros legados pontificios, después de haber
dejado la bula, se despidieron cortésmente del emperador y volvieron a Roma.
Es posible que, al despedirse, el emperador no tuviera a mano la traducción
de la bula de excomunicación o no hubiera reflexionado sobre su alcance.
Por eso, Constantino IX se vio obligado a hacer regresar los legados, para
discutir en sesión conjunta las cuestiones de la mencionada bula. Pero parece
ser que la discusión no era del gusto ni del interés del patriarca, que movilizó
al pueblo y propuso una sesión en locales donde los legados papales podían
verse personalmente en peligro. Así fracasó el intento de pacificar los ánimos,
y ahora el propio emperador les sugirió a los legados que se marcharan de
Constantinopla, cuando incluso el pueblo ya había empezado a poner asedio
al palacio imperial. El emperador abandonó toda resistencia y se dejó llevar
por los dictámenes del patriarca Miguel Cerulario: éste había vencido. Lo que
sigue es sólo el epílogo. El domingo 24 de julio de 1054, el patriarca reunió un
sínodo en el cual expuso los acontecimientos a su modo. Los legados papales
fueron descalificados como emisarios de Argyros, y la bula papal se interpretó
como bula de excomunicación contra la Iglesia ortodoxa. La excomunicación fue
devuelta a los legados y a todos sus sustentadores o comitentes.
Este fue el origen del lamentablemente famoso cisma del año 1054, y se discute
—como hemos dicho— si cuando hubo fallecido el papa León IX, no habiendo
todavía sucesor, tenía validez la excomunicación. En todo caso creemos que era
una ‘amplificatio’, en gran parte ilegítima, del propio resentimiento de Humberto,
aunque, en el núcleo de la cuestión, daba en el clavo. En cuanto a la forma, no
se dirigía en todo caso contra la Iglesia ortodoxa como tal, ni siquiera contra su
cabeza, el emperador, sino únicamente contra Miguel Cerulario y contra sus
partidarios.
Pero Cerulario tampoco excomulgó la Iglesia romana, sino sólo a los legados
papales y a sus comitentes, que se suponía eran Argyros y sus secuaces. Pero
lo que se pensaba por un lado y otro, era una cosa muy diferente. Sobre esto
no puede haber ninguna duda. En el derecho formal, no se habían dado actos
que permitieran hablar de un cisma “en toda forma”; pero la vehemencia con la
que se habló y actuó era nueva e inaudita, y el repertorio de mutuos reproches
se había ampliado esencialmente respecto al cisma fociano. Su generalización
era grotesca.
102
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
La guerra fría entre ambas jerarquías se endurecería. La indignación prosiguió
por ambas partes. Sin embargo, sería falso calificar de desesperada la situación
de entonces. En principio, el gobierno de la Iglesia de Oriente seguía en manos
del emperador, y seguía en pie la cuestión de si otro emperador, que no fuera
el débil Constantino IX, no tendría que girar de nuevo el timón. Además, todo
el mundo en Bizancio conocía el violento carácter del patriarca y a nadie se
le escapaba hasta qué punto los acontecimientos eran fruto de su vehemente
política personalísima. Y finalmente, no se podía excluir que, con el tiempo,
Roma no emprendiera caminos que no estuvieran ya en la línea subjetiva y
demasiado polémica de Humberto.
Lo cierto es que el pueblo fiel por mucho tiempo no tuvo ninguna noticia de este
cisma, ni la tuvo la historiografía bizantina contemporánea a los penosos hechos
anteriormente descritos.
Como conclusión, hoy en día, después de más de nueve siglos de cisma, la
esperanza en la reconciliación parece más fuerte. Así lo desea el actual papa
Benedicto XVI (2011), pero ya antes Dimitrios I y el papa Juan Pablo II se habían
abrazado en la misma Iglesia romana que custodia la tumba del príncipe de
los apóstoles. De este hecho hemos hecho mención al principio. Era el 7 de
diciembre de 1987, y en tal efeméride firmaron un significativo documento que
contiene expresiones muy significativas: “Nosotros, el papa Juan Pablo II y el
patriarca ecuménico Dimitrios I, damos gracias a Dios que nos ha permitido
reunirnos para rezar juntos y con los fieles de la Iglesia de Roma, venerable por
la memoria de los apóstoles Pedro y Pablo, y ocuparnos de la vida de la Iglesia
de Cristo y de su misión en el mundo”.
“Nuestro encuentro es señal de fraternidad entre la Iglesia católica y la Iglesia
ortodoxa. Esta fraternidad, que se ha manifestado en numerosas ocasiones y
bajo formas diferentes, no para de incrementarse y de producir frutos para la
gloria de Dios. Experimentamos de nuevo el gozo de permanecer juntos como
hermanos (Salmo, 133)”.
“Al dar de todo corazón gracias ‘al Padre de las luces, del que viene todo don
perfecto’, pedimos e invitamos a todos los fieles de la Iglesia católica y de la
Iglesia ortodoxa para que intercedan por nosotros ante Dios: que Él acabe la
tarea que empezó entre nosotros. Al hacer nuestras las palabras de san Pablo os
exhortamos: ‘Colmad mi gozo viviendo plenamente de acuerdo’ (Fil 2, 2). ¡Que el
corazón de todos se disponga en todo momento a recibir la unidad como don que
el Señor hace a su Iglesia!... Las iglesias de Oriente y Occidente, durante siglos
han celebrado juntas los concilios ecuménicos que han proclamado y defendido
“la fe transmitida en los santos una vez por todas” (Judas 3). “Llamados a una
sola esperanza” (Éfeso 4, 4), esperamos el día por Dios querido en el cual será
celebrada la unidad reencontrada en la fe y en el cual será restablecida la plena
comunión mediante una concelebración de la eucaristía del Señor...”
HISTORIA DE LA IGLESIA
103
“En estos instantes llenos de gozo, y mientras realizamos la experiencia de
una profunda comunión espiritual que deseamos compartir con los pastores y
fieles tanto de Oriente como de Occidente, elevamos nuestros corazones hacia
Aquel que es la cabeza, el Cristo. De Él el cuerpo recibe en su total concordia
y cohesión gracias a todas las articulaciones que le sirven según una actividad
distribuida a la medida de cada uno. De este modo, el cuerpo realiza su propio
crecimiento. De este modo se edifica él mismo en el amor (Éfeso 4, 16)”.
“Que sea dada toda la gloria a Dios por Cristo en el Espíritu Santo. Vaticano, 7
de diciembre de 1987”.
Durante su viaje a Tierra Santa del papa Juan Pablo II, en el mes de marzo
del 2000, se dieron pasos decisivos hacia el esperado reencuentro de las dos
iglesias: la católica y la ortodoxa.
11. SAN OLEGUER REFORMADOR DE LA
CANÓNICAS REGULARES
•
•
•
•
La figura de san Oleguer
Un biógrafo de excepción
Canónigos regulares y seculares
San Oleguer causante del matrimonio entre Dolça de Provenza y el conde
de Barcelona
• San Oleguer abad de San Rufo de Aviñón
La figura de san Oleguer
Muchos de nostros leemos con gran agrado y percibimos con gran satisfacción
las sublimes páginas de la historia de Cataluña, pero el gozo se hace mucho
mayor cuando uno se encuentra o se descubre a un personaje como es san
Oleguer, que sintetizó en vida los valores y los ideales hacia los cuales se intuye
que nuestro pueblo debe encaminarse. Quedamos boquiabiertos ante el abad y
obispo Oliba (971-1046). Tanto es así, que algunos historiadores lo denominan
‘padre de la patria’. Pero el encanto que nos produce la vida de san Oleguer
—debo confesarlo— es superior. Sin caer en una comparación incorrecta de
estos dos prohombres de Cataluña, los hitos que nos propone y que nos alcanza
el obispo Oleguer son mucho más alentadores, y el historiador que estudia las
primeras décadas del siglo XII puede proclamar que nuestro pueblo ha acertado
en la búsqueda de aquello que quiere ser. A principios del siglo XII, los catalanes
ya tenían una clara conciencia de su identidad propia. El horizonte que nos
presenta la vida de san Oleguer representa todo un símbolo el cual se encuentra
—gracias a Dios— presente en nuestro país. He aquí la enumeración de estos
hitos plasmados —como a continuación expondremos— en la rica biografía
de este obispo: primero la integración efectiva de nuestro pueblo en Europa
gracias a las constantes relaciones con Provenza y el papado; la imposición de
la Reforma gregoriana en Cataluña; el respeto y la subordinación a la sede de
106
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Pedro; la importante participación de san Oleguer en numerosos concilios que
los papas convocaron en aquella época; su claro apoyo a los papas legítimos
y no a los antipapas; la maestría desde San Rufo de Aviñón, como abad, a
insignes discípulos como, por ejemplo, el papa Adriano IV (1154-1159), o quien
fue su sucesor en la sede tarraconense: Bernat Tort (1146-1163); como legado
papal se le encomendaron las cruzadas de la reconquista de la Cataluña Nueva;
los consejos que dio a los condes de Barcelona Ramon Berenguer III y Ramon
Berenguer IV en cuanto a la pacificación y la fraternidad entre habitantes de la
Provenza y los reinos de la antigua Hispania cristiana; las buenas relaciones con
Aragón, gracias a las cuales se llegó a la fusión del condado de Barcelona con el
reino de Aragón y anteriormente entre Catalunya y Provenza; etc.
En el orden estrictamente eclesiástico, hay que destacar —como expondremos—
la reforma del clero; la celebración de sínodos diocesanos; las concordias entre
monasterios, como el de Sant Cugat del Vallès, y parroquias; la atención en la
canónica de Barcelona, de la cual fue canónigo y prepósito antes de retirarse
al monasterio de Sant Adrià del Besòs (junto a Barcelona), y posteriormente al
de San Rufo de Aviñón, del cual fue abad... Todos estos intentos tenían como
objetivo: aplicar en Cataluña los valores impulsados por la Reforma gregoriana,
ir contra la simonía, imponer el celibato, lograr la libertad de la Iglesia... Su voz
—casi como la de san Bernardo— fue escuchada por los papas, obispos, reyes,
condes, clérigos, feligreses, por todo el pueblo y especialmente por los pobres,
sus predilectos, a los cuales destinó —entre muchas diligencias— una fundación
muy singular: mandó que las sábanas de todos los clérigos de Barcelona, una
vez éstos fueran difuntos, se enviaran al hospital para los pobres enfermos. Era
un hombre que provenía de uno de los focos de reforma y cultura más decisivos,
San Rufo de Aviñón, y con él posiblemente recaló un número considerable de
códices de aquella abadía. A nosotros nos llegó lo mejor de lo mejor de aquella
época; aun, con él vino una princesa, la condesa de Provenza denominada
Dolça, con la cual se casó el conde Ramon Berenguer III. San Oleguer fue un
don divino con cual el buen Dios obsequió a Cataluña.
Un biógrafo de excepción
¡Estamos de suerte! Nuestro santo tiene un biógrafo, contemporáneo a él y
amigo suyo, de primera categoría. Se llamaba Renall, y él mismo se denominó
“gramaticus”, “doctor” y “magister Barchinonensis” en multitud de documentos
que se conservan en los archivos de las catedrales de Barcelona y Girona. Nació
a finales del siglo XI a Pauliac (Tolosa), y murió en Girona seis años después de
san Oleguer (1143). Estamos seguros de que fue canónigo de Barcelona entre
los años 1109 y 1121, de modo que habría sido compañero de san Oleguer en
el capítulo barcelonés. En el mencionado año de 1121, aparece ya en Girona
con los mismos cargos u oficios de maestro-escuela, doctoral y notario. En
Barcelona, en el año 1109 sustituyó el Gramaticus Aimericus en el cargo de
maestro-escuela, diferente del de maestro de capilla o de cantos, denominado
también ‘capiscol’ (‘caput scholae’).
HISTORIA DE LA IGLESIA
107
Fidel Fita, en sus vigorosos y acertados estudios sobre el maestro Renall, se
deshace en elogios hacia él: “eminente escritor eclesiástico, teólogo, jurisperito,
historiador y poeta; es uno de los más doctos y brillantes escritores de la Escuela
barcelonesa de la primera mitad del siglo XII”. El padre Fita se lamenta de que
Migne, autor de la Patrología Latina, en el volumen 172, dedique pocas páginas
a Renall, y que no podemos decir que san Oleguer tuviera mejor suerte. Del
santo transcribe escasamente cuatro cartas, olvidando sus escritos. Afirma
textualmente el mismo historiador, “...del presente informe debe rectificarse y
ensancharse el exiguo cuadro que Migne dedicó a la memoria de uno de los más
doctos y brillantes escritores de la Escuela barcelonesa en la primera mitad del
siglo XII (...) De san Oleguer ofrece tan sólo breves páginas epistolares... siendo
así que pasan de mil las que el santo expidió u otorgó. Faltan asimismo en la
colección de Migne dos obras insignes de san Oleguer: el sermón ‘de adventu
Domini’ y la carta que dirigió a Inocencio II, solicitando a todos los obispos del
arzobispado Tarraconense que contribuyesen en la erección de la catedral
metropolitana de Tarragona”. Posiblemente la afirmación de que existen más de
mil cartas de san Oleguer es exagerada. Nosotros hemos podido contar unas
130. Aun así, tenemos la suerte de que se ha conservado la vida del santo escrita
por Renall, autor también de una pasión legendaria de santa Eulalia, así como
de un tratado eucarístico intitulado De corpore Domini, del cual sólo conocemos
unos versos mnemotécnicos. Se le pueden atribuir con mucha probabilidad los
oficios versificados de santa Eulàlia y de la cátedra de san Pedro, conservados
en un códice de Girona que parece escrito por su propia mano. También se
interesó por los textos raros, como los comentarios de Apringio de Béjar al
Apocalipsis, de los cuales sólo se conoce la copia por él escrita en Barcelona
hacia el año 1132, ahora conservada en Copenhague. También podría ser
acertada la atribución a nuestro autor Renall de la importante colección canónica
denominada Cesaraugustana —por el hecho de haber pertenecido a Zurita uno
de los códices que la contiene—, fruto sin duda de sus contactos con la curia
romana en 1116, si bien acabada en su última recensión hacia el año 1143.
Como se ve, un buen abanico de obras, todas llenas de erudición y de vena
poética.
Pero la obra que aquí nos corresponde es la Vita sancti Ollegarii, que se conserva
transcrita en el códice del Archivo Capitular de Barcelona titulado Sanctorale
secundum. Fue impreso por el padre Flórez en su obra España sagrada. He aquí
un pequeño resumen de la misma, dividida en los mismos fragmentos en que
viene presentada:
1/ Oleguer nació en Barcelona. Su padre —que también se llamaba Oleguer—
era curial del palacio condal. Él le enseñó las primeras letras. Desde su niñez fue
‘oblatus Deo et beatae Eulaliae ad serviendam cum aliis canonicis’. Ya tonsurado,
se convirtió en canónigo de Barcelona. Estudió Artes y Filosofía... Fue amable
con todos, casto, pacificador... Amaba y seguía la regla de san Agustín.
108
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
2/ Cuando era canónigo de Barcelona, Oleguer coincidió con el obispo Bertran,
quien antes había sido canónigo del monasterio de San Rufo de Aviñón en la
Provenza, e impulsó tanto a clérigos como a laicos a seguir el espíritu reformador
de aquel monasterio; tanto es así, que instituyó una canónica en un pueblecito
cerca de Barcelona llamado Sant Adrià (del Besòs). Oleguer se trasladó
allí, siendo después prior, y unos años más tarde fue elegido abad de aquel
monasterio de Aviñón (Provenza).
3/ Expedición del conde Ramon Berenguer III a las Islas Baleares, con la ayuda
de los pisanos, provenzales y del papa Pascual II, el cual envió como legado al
cardenal Bossón. En esta guerra murió el obispo de Barcelona, Ramon Guillem.
Para festejar la victoria, vinieron a Barcelona Dolça, condesa de Provenza y
esposa de Ramon Berenguer III, y Oleguer, abad de San Rufo de Aviñón. En
esta ocasión se celebró un coloquio sobre la futura elección del nuevo obispo de
Barcelona.
4/ Elección de Oleguer como obispo de Barcelona por iniciativa del conde. Fue
escogido —según el biógrafo— por “elección cathólica en el Espíritu Santo” y
“todos, fieles y clero, coincidían unánimemente en la mencionada elección”.
A pesar de la oposición del propio santo, éste fue elegido. Barcelona estuvo
dando gracias a Dios todo el día, pero el segundo día, “al primer canto del gallo”,
Oleguer huyó. Las reacciones del pueblo y de este conde fueron estrepitosas por
los continuos llantos. Aun así, el santo corrió día y noche huyendo de la pompa
que la ciudad quería darle, hasta llegar a su iglesia de San Rufo de Aviñón
(Provenza), de donde era abad.
5/ El conde de Barcelona viajó a Roma para agradecer al Papa la ayuda
recibida en la compañía de Mallorca contra los sarracenos y a su vez pedirle
que intercediera ante el abad de San Rufo para que aceptara ser obispo de la
Ciudad Condal. Aun así, el intento de Ramon Berenguer III era muy ambicioso:
pretendía que el Papa declarara cruzada la prevista reconquista de Tarragona.
El viaje se describe con vivos colores. Pasó por el Ródano, por Génova y por
Pisa. De esta república dice: “Toda la ciudad se llenó de alegría, el conde fue
recibido en procesión. Toda Pisa aplaudió al conde”.
6/ Los pisanos dieron un consejo al conde: que no fuera personalmente a Roma,
ya que Enrique V era muy peligroso (emperador enemigo del Papa) y hacía
insegura la ciudad del Tíber. Además, Enrique V quería —decían los pisanos—
capturar, si tenía ocasión, al conde Ramon Berenguer III, puesto que estaba
convencido de que era él (el emperador), quien tenía derecho sobre el condado
de Provenza y no el catalán. También le aconsejaron que enviara embajadores
con sendas cartas al Papa explicando la elección y la fuga de san Oleguer y el
deseo de que se proclamara una cruzada contra los moros de Hispania.
7/ Los enviados a Roma fueron dos obispos (el de Niza y el de Antibes), dos
arcedianos (Pere de Barcelona y Bernat de Gerona), y el maestro de la iglesia
HISTORIA DE LA IGLESIA
109
de Barcelona Renall. También les acompañaban dos personajes de la nobleza.
Todos fueron recibidos por el papa Pascual II, el cual accedió a todas las
peticiones que hemos detallado. El Papa se comprometió especialmente a exigir
a Oleguer que abandonara San Rufo y que, tras ser ordenado en Maguelones
(Montpellier), tomara posesión de la diócesis de Barcelona. Con este objetivo, el
Papa envió al cardenal Bossón para que ejecutara varias bulas papales (del 23
de mayo de 1116).
8/ El nuevo obispo Oleguer fue recibido de nuevo con gran alegría en Barcelona.
El autor de la biografía exalta las cualidades y las virtudes del santo, y afirma que
la palabra de Dios era la clave de su boca.
9/ Oleguer viajó a Roma. En esta ciudad fue muy célebre por sus sermones,
y tanto es así, que el propio Papa —ahora Gelasio II— quedó admirado y le
concedió el privilegio del palio nombrándolo arzobispo de Tarragona; a pesar
de este nombramiento, podía continuar siendo obispo de Barcelona, pero con
la vinculación de todos los obispos sufragáneos de la Tarraconense. El 21 de
marzo de 1118 Oleguer volvió a Barcelona.
10/ Los obispos de la Tarraconense, con las bulas papales, le rindieron
obediencia. El autor de la biografía se deshace en elogios de buen pastor
hacia él: “Generoso con los pobres, fugitivo de la vanidad y la adulación del
mundo como si evitara un veneno [...] deseaba más gustar a Dios que a los
hombres...”.
11/ Para reedificar Tarragona, que durante mucho tiempo había permanecido
desierta, Oleguer invirtió una gran solicitud, convocando a habitantes, colonos,
defensores y soldados. A todos ellos —en la medida de lo posible— les entregó
beneficios. Pero al sentirse llamado a visitar Tierra Santa, siguió obedeciendo
esta vocación. Quería ver y vio los lugares sagrados en donde Jesucristo había
vivido. También visitó al patriarca de Jerusalén, a sus clérigos y a sus feligreses.
El patriarca de Antioquía y el obispo de Trípoli quisieron retenerle durante
muchos días, para empaparse del espíritu de sus sermones y de su riqueza
espiritual. Habiendo logrado con creces su deseo de peregrinar a Tierra Santa,
regresó a Barcelona. Tanto Barcelona como Tarragona se alegraron mucho de
ello nos dice Renall.
12/ Si se ha hablado —según el autor de esta biografía (Renall)— de la vida de
Oleguer, de la elección, de la honestidad, de los trabajos y de sus obediencias
y doctrina, ahora habría que hablar de su tránsito. Oleguer, previendo que se
acercaba el día de su muerte, intensificó todavía más sus prédicas y su solicitud
hacia su pueblo y clero. En noviembre (1136) Oleguer celebró el acostumbrado
sínodo diocesano; fueron tres días muy intensos. Durante estos, Oleguer se
afanó en obtener su solicitud, explicando “el estado de la Iglesia, la religión, la
pastoral, el oficio sacerdotal, la fe, las obras y la obediencia al Espíritu Santo...”.
110
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Aun así, a finales de este sínodo Oleguer predijo con voz débil y entre suspiros
que sería el último sínodo que celebraría con ellos.
13/ A continuación, guardó cama, y así permaneció casi seis meses afligido por
grandes dolores. En el siguiente sínodo, que se celebró la primera semana de
cuaresma (1137), asistieron los obispos, los ministros de las iglesias, abades,
priores... todos ellos fueron al palacio episcopal a escuchar las últimas palabras
de san Oleguer. Al tercer día, cuando el sínodo ya se había acabado, tras las
vísperas (6 de marzo de 1137), haciéndole corona alrededor de la cama los
miembros del sínodo, arrodillados, rezando oraciones, letanías y salmos, “el
beato padre Oleguer emigró al cielo para recibir la corona de la gloria”. Todo el
mundo le lloró: los clérigos lloraron al pontífice; también el pueblo, los pastores,
los huérfanos, los pobres y las viudas. Toda la ciudad se abocó en un llanto
constante. Sus despojos se vistieron de ornamentos pontificales. Fue llevado
en procesión hasta el coro de la catedral, donde tarde y noche se celebraron
exequias. Por la mañana convinieron todos los pueblos vecinos; se renovó
el dolor y creció la lamentación. Después de innumerables celebraciones de
exequias, fue sepultado en el claustro de la catedral de Barcelona.
Canónigos regulares y seculares
Cabe señalar algunas características de su espiritualidad. En primer lugar
sale en él el deseo de su conversión interior. La influencia de los obispos
barceloneses también fue decisiva en la formación espiritual de san Oleguer,
y especialmente la del obispo Bertran (1086-1095), que trajo un nuevo aliento
reformador en la catedral de Barcelona. Cuando fue elegido obispo de Barcelona
era monje de San Rufo de Aviñón (una de las abadías más preeminentes que
ayudaron a los papas a imponer en los capítulos y en los obispados la Reforma
gregoriana), de la cual hablaremos en muchas ocasiones en el presente estudio.
San Oleguer le debe al obispo Bertran la vocación por una mayor perfección
en el ámbito de los canónigos. Posiblemente Bertran quería que todos los
canónigos de Barcelona pasaran a la obediencia de la congregación de San
Rufo, pero no logró su objetivo: sólo logró fundar un priorato en Sant Adrià del
Besòs que después (1112) se trasladaría a Santa Maria de Terrassa. El nuevo
priorato fue fundado por algunos canónigos de Barcelona, entre ellos nuestro
san Oleguer. El obispo Bertran es una clave de bóveda que después explicaría
la monumental obra de san Oleguer, especialmente en lo referente a la red de
monasterios de canónigos regulares, la mayoría de ellos dependientes de San
Rufo de Aviñón. Tanto es así que el historiador Albert Carrier afirmó que él ha
podido identificar más de 350 monasterios rufonianos en España, sin contar con
los capítulos de las catedrales afiliados a esta Congregación. San Oleguer —no
hay lugar a dudas— fue el primer gran impulsor. Aun así habrá que hacer un
resumen histórico tanto de los capítulos catedrales, como de estas interesantes
canónicas, para así poder explicar la trascendental transformación eclesiástica
—claramente reformista— que san Oleguer obró. Debemos tener claro que
nuestro santo participó de ambas formas de vida (la de los canónigos seculares
y la de los regulares).
HISTORIA DE LA IGLESIA
111
Ahora debemos situarnos en el pontificado de san Gregorio VII (1073- 1085),
infatigable propulsor de la Reforma que llevó su nombre. Aun así, antes de él ya
hubo intentos gracias a los cuales se intentó que los clérigos —especialmente
en las catedrales— vivieran en común, como el del año 633 en el concilio de
Toledo presidido por san Isidoro de Sevilla, y el famoso de Aquisgrán el 816
bajo los auspicios de Ludovico Pío. En el concilio del Laterano de 1059 ya se
denominó a un grupo de clérigos con el nombre de ‘canónigos regulares de san
Agustín’, distinguiéndolos de los continuadores de las reglas propuestas por el
mencionado concilio de Aquisgrán. Y por último, el papa Gregorio VII, observando
el gran empuje que podía recibir el ideal de la Reforma, dictó unas reglas para
estructurar la vida común de aquellos buenos clérigos que estaban decididos a
imponer un nuevo estilo reformador de sus iglesias. Ahora san Gregorio VII no
sólo tenía en sus manos —como instrumentos de Reforma— los monasterios
de la congregación de Cluny, sino que también se le brindó la posibilidad de
expandirla a todas las diócesis a través de capítulos catedrales. De estas
instituciones saldrían muchos obispos reformadores y algunos papas, como es
el caso de Adriano IV, discípulo y monje de la abadía de San Rufo de Aviñón en
la época en que san Oleguer era abad. Según el historiador Carrier “todos los
obispos de Cataluña fueron rufonianos durante un largo periodo”. Así se acabó
la lista negra de tantos obispos simoníacos catalanes y de la Provenza, gracias
—hay que decirlo— en gran parte a san Oleguer, que dio a aquella abadía de
Aviñón el importantísimo papel que tuvo: centro de Reforma.
San Oleguer causante del matrimonio entre Dolça de Provenza y el conde
de Barcelona
El último documento en el cual san Oleguer aparece como prior de Sant Adrià
es el juicio del 17 de julio de 1108. Probablemente a finales de este año o del
siguiente el santo quiso ir a San Rufo de Aviñón o quizás lo reclamaron desde
aquel monasterio situado cerca del Ródano. No sabemos si allí empezó como
abad, o si lo hizo como simple canónigo. El hecho es que muy pronto aparece
nuestro santo relacionándose nada más ni nada menos que con los papas y,
como es obvio, con los miembros de las casas condales de Barcelona y de
Provenza. Habría que exponer brevemente la unión entre estas dos casas
condales para entender mejor el decisivo papel que jugó san Oleguer. Fue
—creemos— la primera actuación eficaz a gran escala europea que Cataluña
realizó, y muchos historiadores afirman que se llevó a cabo gracias al abad de
San Rufo: el barcelonés san Oleguer.
Cuando el historiador Ramon de Abadal nos habla del tercer matrimonio de
Ramon Berenguer III el Grande, nos dice que este conde, “probablemente por
intromisión de san Oleguer, abad de San Rufo de Aviñón, se casó con Dolça, la
heredera de los condados de Provenza”.
Era el febrero de 1112, y el entonces novio, Ramon Berenguer III, tenía treinta
años. Dolça —mucho más joven— era propietaria por donación del condado de
Provenza por parte de su madre, heredera por donación del Millau, Gavaldà y
112
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Carlat y de las posesiones ubicadas en la Roerga. El historiador Bofarull precisa
más las consecuencias de este matrimonio. En las capitulaciones matrimoniales
del 13 de enero de 1112, Dolça cede a Ramon Berenguer III toda la herencia de
su padre. Desde el matrimonio, tanto él cómo ella, se denominarían condes de
Barcelona y de Provenza. A finales del año 1113 nació el primero de los hijos que
tuvieron, el que sería Ramon Berenguer IV.
Con este matrimonio se inició la fraternidad de dos pueblos: el occitano y el
catalán, desde Niza hasta Cahors, desde Carlat y Rodez hasta el río Gaià y las
montañas de Montserrat. Tanto es así que el gran poeta Mistral exclamó: “Cent
ans li Catalan, cent ans li Provençau se partageren l’aiga e lo pan e la sau”.
Gracias a este matrimonio, empezó una gran página de la historia. Cataluña
se abrió decisivamente a Europa: optó por una nueva línea política. Cataluña,
desde ahora, podría simultanear la reconquista con las relaciones de los países
occidentales de Hispania y la integración — culturalmente y social mucho más
rica— en la Europa meridional que tenía como eje el Ródano. Posiblemente
las dos culturas (catalana y occitana) tenían más puntos de contacto y posible
integración que la castellana y aun la aragonesa-navarra. Seguro que Dolça
y Ramon Berenguer III deseaban andar con pasos decididos hacia una
Occitania unida y hermanada con Cataluña. Pero todavía había que continuar
la reconquista, y en la misma unión con Provenza había que superar no pocos
obstáculos, como se constató tras el mencionado matrimonio. Los condes de
Tolosa reclamaban sus pretendidos derechos sobre la casa de Baus. Tras luchas
y sendos convenios, se proclamó la división de la Provenza: un marquesado que
comprendía desde el Isere hasta la Durança, y desde el condado de la Durança
hasta el mar. El marquesado quedaba para el conde de Tolosa, y el condado
para el conde de Barcelona. Pero la colaboración entre Tolosa y Barcelona
quedaba definitivamente inaugurada.
La adquisición de Provenza dio lugar a una serie de relaciones culturales y
eclesiales extraordinarias para la casa condal de Barcelona; probablemente
los mismos Usatges se deben a estas realizaciones y su sistematización. En
Francia la orden de San Rufo ya se habían extendido. Así consta que en el año
1096, durante un viaje de Urbano II a Provenza y a Francia, existían canónigos
regulares a Cambrai, Arras, Metz, Toul, Marbach, AIsacia, Tours, Angulema,
Saint-Emilion, Saint-Sernin de Tolosa, Carcassone, Maguelones, Nimes y, por
supuesto, en San Rufo de Aviñón, que asumió el liderato de las congregaciones
de Provenza y de Cataluña.
San Oleguer abad de San Rufo de Aviñón
Hemos dicho que san Oleguer a principios de 1109 ya estaba a San Rufo de
Aviñón. Este monasterio había sido fundado en 1039 y confirmado por el papa
Urbano II en una bula el 15 de septiembre de 1095. Bertran, que después sería
obispo de Barcelona y gran amigo de san Oleguer, fue canónigo de allí antes del
año 1086.
HISTORIA DE LA IGLESIA
113
La llegada de san Oleguer a San Rufo fue providencial. Durante seis años (11091115) desplegó una actividad tan grande con el apoyo del papa Pascual II, que
bien se puede definir de tanta categoría en el ámbito eclesial como lo fue su
intervención en el matrimonio de Ramon Berenguer III y Dolça de Provenza en el
orden político. Tanto es así que durante su estancia en San Rufo, se promulgó
una peculiar regla en la congregación de canónicas regulares llamada ‘Liber
ordinis’, de la cual posiblemente nuestro Oleguer fue el autor, o por lo menos
tuvo algo que ver. Con esta regla y los privilegios papales, la congregación se
extendió por las amplias regiones de la Provenza y de Cataluña.
Hay que remarcar de nuevo que la congregación de San Rufo se ha enmarcado
dentro de la Reforma gregoriana. Ésta buscaba, más allá de la libertad de la Iglesia
en los nombramientos de la jerarquía, lo que se denominaba ‘vita apostolica’,
que es un deseo de adaptarse a los ideales evangélicos especialmente en
cuanto a la castidad y a la pobreza. Dentro del movimiento de reforma de los
monasterios (lograda gracias a los cluniacenses), se quiso ampliar esta reforma
a las canónicas. Ya Hildenbrando, antes de ser Papa (Gregorio VII) en el sínodo
de 1059, mandó —o al menos recomendó— que los clérigos de las catedrales
llevaran una “vita communis et apostolica”, y el papa Urbano II equiparó la ‘vita
apostolica’ al ideal de vida monástica reformada de perfección. Urbano II también
prohibió que los nuevos canónigos de esta vida apostólica pudieran trasladarse
de una canónica a otra sin permiso de la comunidad y de su prepósito (prior o
abad). Se ha discutido mucho sobre si fue el mismo Gregorio VII quien dio una
regla a los nuevos canónigos. Sin embargo hoy día, los historiadores creen que
no fue así. Pero lo cierto es que Gregorio VII dio la inspiración a la nueva vida
canónica y también —nos atrevemos a decir— que san Oleguer le dio un gran
impulso; y todavía más si él fue el autor del mencionado Liber ordinis.
Cómo observamos en los documentos, la reforma se concretaba en la ‘vita
apostolica’, que comportaba la no posesión particular de bienes y la vida en
común. Sobre el primer aspecto, hay que recordar que precisamente en este
tiempo se hacía la separación entre la ‘Mensa episcopal’ y la de los canónigos.
Más todavía, la ‘Mensa canonicorum’ fue también dividida entre los miembros
diferentes (dignidades) del capítulo. Así se distinguía claramente entre los
bienes del prepósito y los del resto de los canónigos. En el siglo X ya se había
dado el caso de que algunos canónigos abandonaron la ‘vita communis’, motivo
por el cual sus respectivas casas recibieron el ingreso de los bienes comunes.
Este derecho de disfrutar individualmente de los bienes del capítulo, aunque
fueran administrados de manera común, condujo al concepto de ‘canonicato’
y ‘prebenda’. Esta evolución en Barcelona se da —como se observa en los
documentos— a principios del siglo XII. Desde este momento, cada capítulo
poseía un determinado número de prebendas canonicales en contraste con
los canónigos de San Rufo que sólo tenían un concepto, la ‘Mensa canonical’.
Llama la atención que las mencionadas prebendas fueran concedidas tanto por
el obispo como por el conde y también por los mismos canónigos entre ellos
mismos. Quien recibía esta prebenda debía hacer un pago llamado ‘xenium’
114
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
o ‘venditio’. De este modo las canonjías se convertían en ‘beneficia’, concepto
todavía vigente hoy día (2011) a pesar del Concilio Vaticano II. Contra esta
propiedad privada, se estableció la regla ‘Liber ordinis’ de san Oleguer, sin
olvidar otros consejos típicamente evangélicos. Así, la Reforma gregoriana
penetró en las canónicas de San Rufo, y precisamente ésta fue la causa de su
gran éxito. Este progreso se truncó, como tantas otras cosas buenas —como
la gran utopía de los condados confederados catalano-occitanos—, debido a
la derrota de Muret en la cruzada contra los cátaros como estudiaremos en el
capítulo 68.
De la lectura del diplomatario de san Oleguer, hay que deducir que la figura
del santo destaca por su carácter reformador en dos direcciones. En primer
lugar aplica la Reforma gregoriana y apoya y crea las canónicas agustinianas
o regulares; este aspecto es obvio por su gran participación en los concilios
reformadores, como el de Tolosa (1119), el de Reims (1119), el de Laterano
(1123), el de Barcelona (1126), el de Roma (1126), el de Clermont (1130), el de
Reims (1131)... San Oleguer en ellos siempre dice la palabra exacta o propone la
solución a un conflicto, como en el caso del concilio de Reims de 1119. De este
último concilio el cronista nos dice: “En el último día habló el obispo de Barcelona
‘corpore quidem mediocris et macilentus, sed erudictione cum facundia et
religione praecipuus, subtilem satisque profundum sermonem fecit de regali et
sacerdotali dignitate’” (véase doc. 44 de nuestra obra Oleguer, Barcelona 2000,
pág. 110). Oleguer distinguió la investidura eclesiástica de la propiamente civil o
laica. Tiene en cuenta tanto la dignidad real como la del sacerdocio. Es la gran
distinción que posteriormente se utilizó en el tratado de Worms (1122) y en el
concilio Laterano (1123).
En el mencionado concilio ecuménico del Laterano I (1123) también se ve la
mano de nuestro santo. En él se consigna maravillosamente y se resume de un
modo impresionante todo aquello por lo que él había luchado para imponer la
Reforma gregoriana. Pero al sentirse los obispos tan fortalecidos en este concilio
Laterano I, ya no fue tan necesario el papel reformador de los monjes de Cluny
ni el de los mismos papas; la atención ahora se centraría en otros estamentos
del clero, o sea en la reforma a través de los canónigos regulares. Se buscaba,
pues, que los nuevos obispos provinieran de los canónigos regulares y, por lo
tanto, que los obispos elegidos ya fueran reformados por su propia constitución,
o sea por ser furinianos. Y en esto tuvo un gran peso la actuación de nuestro
san Oleguer, que tanto influyó en la Congregación de canónigos regulares de
San Rufo. En este periodo, gracias a san Oleguer, el papel más importante
en la Reforma gregoriana lo tuvieron los canónigos regulares y no los monjes
cluniacenses ni los del Císter.
Fue el gran momento de los canónigos regulares de san Agustín, y con ellos el
de nuestro gran obispo y arzobispo de Barcelona y Tarragona, ¡nuestro querido
san Oleguer!
12. LOS PAPAS QUE APLICARON LA
REFORMA GREGORIANA
• Honorio II e Inocencio II
• Federico Barbarroja y el papado
Honorio II e Inocencio II
Tras la muerte de Calixto II (1124), el cual con el concordado de Worms puso
fin a la cuestión de las investiduras laicas, el papado estuvo a punto de caer en
una época parecida a la del siglo X (‘el siglo de hierro’). Dos poderosas familias
romanas (los Frangipanni y los Pierleoni) querían imponer sus candidatos en la
Sede romana. Pero a pesar de que por este motivo entre los años 1124 y 1181
hubo seis antipapas, los auténticos sucesores de san Pedro se propusieron como
objetivo prioritario de sus pontificados aplicar la Reforma gregoriana a todos los
estamentos de la Iglesia, así como en sus relaciones con los príncipes y reinos.
Los papas legítimos que van desde Calixto II hasta Inocencio III, son: Honorio
II (cardenal Lamberto de Ostia, 1124-1130); Inocencio II (cardenal Gregorio
Papareschi, 1130-1143); Celestino II (cardenal Guido de Castellis, 1143-1144);
Lucio II (1144-1145); Eugenio III (abad cisterciense Bernardo de san Anastasio,
1145-1153); Anastasio IV (1153); Adriano IV (Nicolás Breakspeare, inglés,
canónigo de San Rufo y obispo de Albano, 1154-1159); Alejandro III (Rolando
Bandinelli, cardenal, 1159-1181); Lucio III (1181-1185); Urbano III (1185-1187);
Gregorio VIII (1187); Clemente III (1187-1191), Celestino III (1191-1198) e
Inocencio III (Lotario dei conti di Segni, 1198-1216).
A la muerte de Calixto II, los cardenales eligieron a Teobaldo Buccapecus,
cardenal de Santa Sabina, que se impuso el nombre de Celestino. Pero cuando
cantaban el ‘Te Deum’, el pueblo romano instigado por Roberto Frangipanni
se sublevó contra el nuevo Papa y éste presentó la dimisión. El mismo pueblo
116
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
proclamó Papa al cardenal Lamberto de Ostia, que no lo aceptó de inmediato, sino
que quiso que se reunieran los cardenales. Éstos hicieron recaer efectivamente
la elección a favor de Lamberto, el cual se puso el nombre de Honorio II.
Durante el pontificado de Honorio II se determinó el papel tanto del Papa como
de los obispos en la elección y coronación del emperador. En el mes de mayo
del año 1125 murió el último emperador de la dinastía sálica, Enrique V. Los
príncipes electores querían un emperador más débil que los anteriores, puesto
que éstos se entrometían demasiado, según decían, en los asuntos internos de
las múltiples soberanías con que la federación alemana contaba.
Por otra parte los príncipes episcopales no querían la Reforma gregoriana. El
obispo elector de Mainz, por ejemplo, empleó todos los medios para que fuera
elegido Lotario, mortal enemigo del anterior emperador Enrique V. Tanto él como
todos los otros obispos le pidieron al nuevo rey que suspendiera en gran parte
el tratado de Worms. Para un sector de Alemania, Lotario III era reconocido
como nuevo rey alemán, pero el bando contrario proclamó a Conrado III de
Hohenstaufen, que fue coronado rey en la catedral de Milán por el arzobispo
Anselmo. En este momento, ambos pretendientes de la corona imperial
acudieron a Honorio II, y este Papa reconoció como legítimo emperador a
Lotario III. Por lo tanto, se planteaba por primera vez, y de una forma explícita,
que para la constitución del emperador no sólo era necesaria la elección y la
aceptación de los príncipes electores alemanes, sino también el reconocimiento
del emperador electo por parte del Papa. Este derecho fue una práctica común
desde Honorio II.
Otra cuestión iniciada durante el pontificado de Honorio II y que duraría muchos
años, es la de la sucesión del ducado de Apulia. Guillermo, duque de esta región
del sur de Italia, murió en el año 1127 sin descendencia. Y como aquel ducado
estaba enfeudado por el Papa, así volvía a su primitivo ‘señor feudal’, es decir
al obispo de Roma. Así, a la muerte de Guillermo, había varios pretendientes al
ducado de Apulia, y los más destacados eran Rogelio II de Sicilia y Roberto de
Capua. Honorio II lo concedió a este último, y así se inició una guerra. En ella
Rogelio II de Sicilia venció. El Papa se vio obligado a concederle el ducado, y
Roberto de Capua tuvo que jurar fidelidad a Rogelio II de Sicilia, el cual extendía
sus dominios hasta Benevento, con gran temor por parte del Papa, que veía a su
enemigo que estaba demasiado cerca de Roma.
Honorio II salió victorioso de la cuestión alemana, y pudo imponer de nuevo los
principios de la Reforma. Pero no fue así en el sur de Italia. La enemistad entre
Rogelio II de Sicilia y el Papa llegó a hacer que Rogelio II intrigara entre los dos
bandos romanos (los Frangipanni y los Pierleoni) y los cardenales. Su intención
era asegurarse un candidato al papado sumiso a sus caprichos. Los últimos
días de Honorio II fueron de mucha confusión. Todo el mundo preparaba la
candidatura de su sucesor. El colegio de cardenales, para obviar los desórdenes
HISTORIA DE LA IGLESIA
117
de la elección anterior, determinó que estuviera presente en la elección del nuevo
Papa una comisión de ocho cardenales representantes de los otros cardenales.
A la muerte de Honorio II (1130), seis de los ocho cardenales comisionados
eligieron a Inocencio II, favorable a los Frangipanni. Pero el 14 de febrero de
1130, el pueblo romano, los otros veinticuatro cardenales y los nobles romanos,
al observar que los Frangipanni habían influido en la elección de Inocencio II, se
dirigieron a la iglesia de San Marcos y eligieron al cardenal Pierleoni, que tomó
el nombre de Anacleto II. Éste era un hombre de gran prestigio, cluniacense,
y había ejercido varias legaciones papales. A continuación, el pueblo, los
cardenales y el nuevo papa Anacleto, se dirigieron al Laterano, y el supuesto
Papa tomó posesión pacífica de la basílica. Y así fue cómo en un mismo día (el
14 de febrero de 1130) fueron elegidos dos papas: Inocencio II y Anacleto II, y los
dos fueron consagrados el mismo 23 de febrero en diferentes iglesias: Inocencio
II en la iglesia de Santa María Nuova, titular del cardenal Aymeric, por el obispo
de Ostia, y Anacleto II por el cardenal-obispo Pedro de Porto, en el Laterano.
Los dos papas fueron romanos. Inocencio II pertenecía a los Papareschi del
Trastévere, y Anacleto a la poderosa familia de los Pierleoni, de origen judío, y
por eso se le llamó ‘el papa del ghetto’. Aquella familia se había convertido al
cristianismo en tiempos del papa san León IX (1048-1054).
Debemos preguntarnos cuál de los dos papas era el auténtico. A simple vista,
parece que jurídicamente fue más correcta la elección del papa Anacleto II; pero
debemos reconocer que existía un compromiso previo entre los cardenales según
el cual la comisión haría la elección en nombre de todos ellos. Se creía que así
sería legal, pero en la reunión que tuvo lugar la madrugada del 13 de febrero de
1130, fueron excluidos dos cardenales: Pedro Pierleoni y un tal Jonatás, y este
sistema de imposición de los Frangipanni provocó la protesta del cardenal Pedro
de Pisa. En la elección de Anacleto II, votaron veintiún cardenales, y el pueblo
romano dio su consentimiento. Sin embargo, de esta última elección no se
pueden concretar más detalles, ya que las actas fueron destruidas tras la muerte
del mismo Anacleto II. La expulsión de cardenales era muy grave.
Inocencio II tuvo que abandonar Roma y refugiarse en Francia, puesto que
los mismos Frangipanni, al cabo de unos meses, reconocieron a Anacleto II.
Pero una vez en Francia, Inocencio II obtuvo el reconocimiento de san Oleguer
de Barcelona, de los abades de Cluny (‘Pere el Venerable’) y del Císter.
Precisamente, san Bernardo de Claraval se manifestó a favor de Inocencio
II, alegando que aunque fue elegido por la minoría, ésta era, en cambio, la
‘sanior pars’ de los cardenales. La mayoría de las naciones estaban a favor de
Inocencio II. Anacleto tenía la obediencia de Roma y del sur de Italia, ya que el
mencionado duque normando Rogelio II estaba casado con Alberia, hermana del
papa Anacleto II. Inocencio II, que recibió el apoyo de Lotario III, consiguió, en
los meses de junio y agosto del año 1133, hacerse el amo de una parte de Roma.
El 4 de junio el Papa coronó emperador a Lotario III en la basílica del Laterano.
Pero en el mes de septiembre, el Papa marchó hacia Pisa, puesto que la
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
situación en Roma se le hacía insoportable tras la marcha del emperador. El 29
de mayo de 1135, celebraría allí un sínodo con muchos obispos, aun alemanes,
donde excomulgó a Anacleto II y a Rogelio II, al cual el papa Anacleto II había
nombrado rey de Sicilia. El emperador murió el 4 de diciembre de 1137.
La unidad volvió a la Iglesia tras la muerte de Anacleto II (4 de diciembre de
1137). Su sucesor Víctor IV (cardenal Gregorio Conti) renunció el 29 de mayo de
1138. Sus electores y la misma familia Pierleoni reconocieron a Inocencio II, el
cual volvió a Roma y convocó un concilio ecuménico (Laterano II) para el mes de
abril de 1139. Entonces ya había muerto san Oleguer, obispo de Barcelona.
En lo referente a la lucha contra Rogelio II de Sicilia, Inocencio II no fue tan
afortunado: cayó prisionero tal y como sucedió antes, en tiempos de León IX,
y fue obligado a firmar un pacto con los normandos, reconociendo el reino de
Rogelio II que dominaba toda Sicilia y el sur de Italia. Durante el último año de su
pontificado (1143) los romanos se sublevaron y proclamaron la República bajo el
mando del hermano de Anacleto II, Giordano Pierleoni, en calidad de patricio.
Los dos papas que sucedieron a Inocencio II, o sea Celestino II y Lucio II,
reinaron durante poquísimo tiempo y se esforzaron en vano por imponer su
autoridad en la República romana. Se dice que Lucio II murió el 15 de febrero de
1145 en el Capitolio romano a causa de un helado de granizada, aunque otros
dicen que fue por una piedra lanzada por un senador.
Entonces, los cardenales eligieron al cisterciense Bernardo Pignatelli de Pisa,
abad de San Anastasio en Roma (Tre Fontane) que adoptó el nombre de
Eugenio III (1145-1153). Había sido discípulo de san Bernardo, y éste escribió
para él su famosa obra De consideratione sui, una especie de ‘espejo de
príncipes’ religiosos.
Eugenio III salió de Roma inmediatamente después de su nombramiento y
residió durante gran parte durante su pontificado en Francia. En su último año
(1153), concertó un tratado en Constanza con el joven rey de Alemania, Federico
Barbarroja. Éste se comprometía a prestar ayuda al Papa contra sus enemigos
romanos y normandos, y a cambio recibía la corona imperial. Una vez más, se le
ofrecía al rey alemán la oportunidad de aparecer como el protector de la Iglesia,
cosa que habría podido ser ventajosa para ambas partes. Pero, contrariamente
a lo que se pudiera pensar, estalló un largo conflicto entre el emperador y el
Papa.
Federico Barbarroja y el papado
Con Federico Barbarroja (1123-1190, Federico de Hohenstaufen) se iniciaba
un periodo muy turbulento de luchas entre el papado y los reyes alemanes. En
realidad, el móvil de los conflictos se reduce al intento de los emperadores de
dominar Italia, puesto que por el título de emperador y de defensor de los papas,
éstos (los emperadores) se creían con derecho para intervenir de un modo
HISTORIA DE LA IGLESIA
119
contundente en los asuntos internos de la Iglesia. Se provocó así una situación
insostenible que recuerda la lucha de las investiduras, pero con el agravante
de que no se trataba de investir un obispo, sino al mismo Papa. Así se inició el
largo periodo de lucha entre los güelfos, partidarios del Papa, y los gibelinos,
partidarios del emperador. Sin duda, Federico Barbarroja era una figura
caballeresca de pies a cabeza. Pero ya se advertía en él, siendo joven, una gran
veleidad y un carácter desequilibrado. Los papas no tenían ninguna intención de
debilitar a los emperadores, más bien al contrario, esperaban de ellos seguridad,
ayuda y protección. Pero, por otro lado, los papas tampoco tenían la intención de
someterse a él sin más.
En el año 1155, de acuerdo con el tratado de Constanza, Barbarroja entró en
Italia, puso fin a la República romana, y recibió la corona imperial. En aquel
momento el Papa era Adriano IV (1154-1159), que hasta el día de hoy es el
único inglés que ha subido a la sede de San Pedro. Era canónigo de San Rufo
de Aviñón y discípulo de san Oleguer. El caudillo de la República romana era,
desde el año 1147, el clérigo Arnaldo de Brescia, que fue acusado de rebelde
y ajusticiado. El historiador Gregorovi dice que empieza en él la serie de los
mártires de la libertad muertos en la hoguera, “el espíritu de los cuales renace
de las cenizas como el ave Fénix”. La inexactitud de esta afirmación (aparte de
que Arnaldo no fue de ningún modo quemado sino colgado) hace pensar en el
desconocimiento de la historia italiana. Arnaldo de Brescia fue un condottiere
más de los muchos que, con los medios suficientes, organizó revueltas para
restaurar la libertad, pero que con estas acciones impidieron durante siglos que
Italia disfrutara de una vida política sana y viable.
Barbarroja ya dio muestras de su enfermiza susceptibilidad en el primer
encuentro con el Papa. Se negó a tomar la brida del caballo del pontífice (‘officium
stratoris’) según era costumbre (capítulo 47). Y para que se aviniera a razones,
fue necesario que su séquito lo convenciera de que el hecho no implicaba
ninguna humillación, de que sólo era un detalle protocolario y un ceremonial
histórico. Semejantes minucias a menudo han tenido una cierta repercusión
en la historia, puesto que ella no es una obra de principios abstractos, sino de
hechos realizados por hombres vivientes. Federico reaccionó de forma parecida
cuando leyó en una carta del Papa que le había conferido la corona imperial y
otros muchos “beneficios”. El emperador entendió por “beneficium” el vasallaje
feudal y el Papa tuvo que explicarle rápidamente que con esta palabra sólo
quería recordarle los favores o buenos servicios que le había concedido. La
susceptibilidad de Federico, contraria al papado, la fomentaba su canciller,
Reinaldo de Dassel, que en el año 1159 fue nombrado arzobispo de Colonia.
Federico también exigió a los obispos italianos la prestación del juramento de
fidelidad, y emitió decretos de tipo cesaro-papista. Adriano IV, quien previamente
había tomado la precaución de aliarse con el rey Guillermo I de Sicilia, consideró
la conveniencia de excomulgar al emperador, pero en 1159 le sorprendió la
muerte a Agnanio. No sabemos que hubiera hecho Adriano IV si no hubiera
muerto en aquellos días.
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Un nuevo cisma estalló tras la muerte del papa inglés. La mayoría de cardenales
eligieron a quien, hasta entonces, había sido canciller del Papa, Rolando
Bandinelli, con el nombre de Alejandro III (1159-1181), hombre de gran
valía, pero que fue rechazado por los alemanes. Otra minoría se pronunció
por Octaviano Colonna, que tomó el nombre de Víctor IV. Pero, además, se
pronunciaron a favor de Alejandro III los reyes de Francia e Inglaterra, muchos
obispos alemanes, y la orden cisterciense -con mucho peso todavía, incluso
tras la muerte de san Bernardo (1153). En Italia, donde por aquel entonces las
ciudades ya empezaban a constituir entidades de comunidades independientes
de gran importancia política, surgió una ‘liga de ciudades’ contra el emperador.
Al principio sólo eran cuatro: Verona, Vicenza, Padua y Venecia, pero acabaron
siendo veintidós, especialmente de la Lombardía, que tenía en su recuerdo la
destrucción de Milán causada por Federico Barbarroja. De aquí que la alianza
pasara a llamarse ‘liga lombarda’. La liga construyó una fortaleza en el sur del
Po, que se llamó Alejandría en honor al Papa (Alejandro III) que era su gran
apoyo. Ésta es una ciudad muy bonita que se encuentra entre Milán y Turín.
Tras la muerte de Víctor IV (1164), el emperador erigió otro antipapa, Pascual III.
Federico Barbarroja se dirigió a Roma y se hizo coronar emperador por segunda
vez. También fue Pascual III quien canonizó a Carlomagno. Esta declaración
siempre fue considerada inválida, pero los papas posteriores permitieron que
se celebrara la festividad en su honor al menos en Aquisgrán y en Girona. El
ejército de Barbarroja, acampado ante Roma, fue menguado por una peste, en
la que también sucumbió Reinaldo de Dassel. El emperador tuvo que escapar
apresuradamente hacia Alemania, y no volvió a Italia con un nuevo ejército hasta
el año 1174. Asedió Alejandría en vano, y finalmente sufrió una derrota decisiva
causada por las tropas de la liga lombarda, en Legnano. A consecuencia de
ello, concertó un armisticio e hizo las paces con el Papa, entrevistándose ambos
en Venecia en 1177. El emperador abandonó al antipapa Calixto III, sucesor
de Pascual III, renunciando a los bienes y derechos eclesiásticos que había
usurpado; el Papa le levantó la excomunicación y confirmó los nombramientos
de obispos alemanes hechos por Federico.
Alejandro III, que hasta entonces había residido la mayor parte del tiempo
en Francia, fue escoltado hasta Roma por las tropas imperiales. Allí reunió
un sínodo en el Laterano en el año 1179, que es tenido como el undécimo
del concilio ecuménico. Para evitar los incidentes ocurridos en las elecciones
papales, se dispuso que la mayoría de dos tercios de los cardenales debía ser
necesaria para la elección de un Papa. Esta disposición sigue en vigor todavía
hoy. La paz con la Liga lombarda no se firmó hasta el año 1183 en Constanza.
Los siguientes papas, Lucio III, Urbano III y Gregorio VIII, estuvieron relativamente
en paz con el emperador, pero no con los romanos. Urbano y Gregorio ni siquiera
pisaron nunca Roma. Sólo Clemente III (1187-1191) pudo volver a la ciudad. El
viejo Barbarroja obedeció a su llamamiento a la cruzada, quizás con la intención
de reparar errores anteriores, pero fue un fracaso.
HISTORIA DE LA IGLESIA
121
El sucesor de Barbarroja fue su hijo Enrique VI, de veinticinco años. De forma
simultánea, subía al trono pontificio un anciano de ochenta y cinco años, Celestino
III (1191-1198), que coronó emperador a Enrique VI en el año 1191. La esposa
de Enrique era Constanza, hija del rey de Sicilia Rogelio II y de Alberia Pierleoni.
Cuando el sobrino de Constanza, el rey Guillermo II, murió sin sucesión en 1189,
Enrique VI hizo valer sus derechos al determinar quién debía ser el sucesor.
Pero en Sicilia y Nápoles se favoreció la candidatura de Tancredo de Lecce, hijo
natural del duque Rogelio y hermanastro de Constanza. La cuestión de derecho
podía parecer dudosa y el arbitraje implicaba al Papa como soberano feudal
que era de Sicilia. Para el Papa -decía- era una cuestión vital que el norte y el
sur de Italia no estuvieran en manos de una misma potencia. La Santa Sede,
desarmada y consiguientemente sin ningún poder político, sólo podía mantener
su independencia si en Italia se establecía un equilibrio de poderes. Esta
situación hizo que Celestino III se decidiera por Tancredo en contra de Enrique
VI. Tancredo murió en 1194, y Enrique se apoderó expeditivamente de todo el
reino sin respetar la soberanía del Papa. La cruenta venganza que infligió a sus
enemigos, parecía preparar el terreno para otra excomunión, pero el pontífice
Celestino III que había llegado, a sus noventa y dos años, se negó usar de tal
recurso extremo. Entonces murió Enrique VI en Mesina el 28 de septiembre de
1197, y el Papa le siguió pocos meses después; pero la contienda entre gibelinos
y güelfos estaba todavía muy viva en Italia.
13. LA REFORMA DE LA REFORMA
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La posreforma gregoriana
Los monjes “negros” y los monjes “blancos”
San Bernardo: el oráculo divino de Europa
Pedro Abelardo y san Bernardo
Concepto de la cruzada según san Bernardo
Juicio sobre san Bernardo
Notas peculiares del Císter
La posreforma gregoriana
Como consecuencia de la Reforma gregoriana, surgieron por todas partes
movimientos que querían mejorar la Iglesia y el cristianismo. Estos intentos
tenían como denominador común la voluntad de volver al evangelio, a la pobreza,
a la plegaria, al modelo de la Iglesia primitiva, a los consejos de perfección
cristiana..., en una palabra, a la autenticidad evangélica. Durante la Reforma
gregoriana, las luchas contra las investiduras laicas habían ido dirigidas, por
parte de la Iglesia, a lograr la ‘libertas’ en los nombramientos eclesiásticos. Tras
el concordato de Worms y otras estipulaciones pacificadoras de los reinos de
Francia e Inglaterra, los obispos, los abades y aun los rectores de las parroquias
rurales, prácticamente fueron constituidos por la misma Iglesia, sin la injerencia
laical. Sin embargo, al implicar estas dignidades o cargos eclesiales otros oficios
o prebendas puramente civiles, el estamento eclesiástico consiguió poder y
riqueza que antes estaban en manos de los laicos. La Iglesia, así, se convertía
en una institución muy rica y excesivamente poderosa.
La Reforma gregoriana no consistía en intentar conseguir más riqueza para la
Iglesia ni aumentar su poder, sino —como hemos dicho— en lograr la libertad
dentro de ella misma. Tanto es así, que el fundamento de la lucha contra
las investiduras consistía en un claro intento purificador de la misma Iglesia.
124
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Recordemos que Gregorio VII estableció un programa reformador basado en
un concepto casi místico de la dignidad de la Iglesia y del oficio del sucesor
de san Pedro. El Papa —según Gregorio VII afirmaba— era el mismo san
Pedro “redivivus”. También hay que reconocer que los grandes reformadores
gregorianos querían volver a la esencia del cristianismo; pero, paradójicamente,
la misma Reforma tras el tratado de Worms, al conseguir para la Iglesia tanta
riqueza y poder, alejaba cada vez más el estamento clerical de su mística
primitiva, o sea de la autenticidad evangélica. Muchos historiadores eclesiásticos
opinan que la providente mano de Dios intervino y recondujo la Reforma. Ahora
los grandes protagonistas no serán exclusivamente algunos buenos monjes
y eclesiásticos, sino los mismos laicos que amonestarán, si era necesario, a
las más altas dignidades eclesiásticas para que sean fieles a los ideales de la
Reforma. Hay que reconocer que algunos exageraron, cayendo en auténticas
herejías e indisciplina; pero en otros casos no fue así, y alcanzaron plenamente
el ideal de la Reforma: los valores evangélicos.
También debemos señalar que durante el siglo XII, el máximo protagonista de la
posreforma fue san Bernardo. Su influencia en la Iglesia y en la joven Europa fue
decisiva, hasta tal punto que algunos han denominado este siglo como la “era de
san Bernardo”. Del abad de Claraval se decía que era “el Papa y el emperador no
coronado de su siglo; el último de los Santos Padres, pero no inferior a ellos”; así
afirmaba Pío XII en la encíclica Doctor mellificus. San Bernardo tuvo un proyecto
que unificó toda su anchísima actividad: la reforma de la Europa cristiana que
debía adecuarse al evangelio. El mismo concepto de la cruzada —del cual él fue
el gran impulsor— intenta conectar con la exaltación del mensaje evangélico.
En san Bernardo, la mística del amor se compaginaba con los ideales de la
caballería. En los textos del santo son frecuentes los temas “Gens Christi, servi
Dei, peregrini et Christi milites...”, expresiones que indican los vínculos de los
cruzados con la victoria y la gloria, —aquí en la tierra y en el cielo— que Cristo
debe conseguir a través de tan importante empresa. Así podemos decir que san
Bernardo unió toda Europa.
Los monjes “negros” y los monjes “blancos”
Los cronistas del siglo XII distinguían cariñosamente la congregación de Cluny
de la de los monjes del Císter denominando a estos últimos “monjes blancos”, y
a los otros “monjes negros” haciendo referencia al color de sus hábitos.
Los cluniacenses fueron los grandes protagonistas de la Reforma gregoriana.
Gracias a los privilegios de exención y de tutela papal otorgados a los respectivos
monasterios, el gran colectivo de monjes de Cluny fue un instrumento dócil
y eficiente cuando llegó el momento providencial de la mano del papado
gregoriano. Pero en el siglo XII había que reconducir la vida en los monasterios
benedictinos hacia unas vías evangélicas más auténticas de austeridad y de
expansión evangélica, y san Bernardo (impulsor del Císter) fue el hombre
providencial. Esto no quiere decir que en el mencionado siglo los benedictinos (y
en concreto los monjes de Cluny) estuvieran en decadencia, sino que gozaban
HISTORIA DE LA IGLESIA
125
de gran estima por sus aciertos, y se adaptaron a la Reforma gregoriana de la
que ellos mismos habían también sido sus precursores.
Afortunadamente, en la Iglesia se empezaban a experimentar nuevas y
benéficas maneras de vivir el evangelio que también serían introducidas en
los ambientes monacales. A principios del siglo XII, muchos monasterios se
abrieron a estas iniciativas religiosas y socioculturales. El monasterio de Cluny
que presidía la potentísima congregación benedictina, había alcanzado su
máxima expansión con el gran abad Pedro el Venerable (1122-1156), y gracias
a éste, los cluniacenses se abrieron a las nuevas corrientes de espiritualidad
y a otras culturas. El mencionado abad se atrevió a traducir el Corán y otros
libros arábigos y judíos, intentando establecer contactos con la religión judía y
la islámica. Quería que, a través de la ciencia y del humanismo, muchos judíos
y sarracenos se convirtieran; lo podemos observar en sus obras apologéticas y
literarias: Adversus Iudaeos, Adversus sectam saracenorum...
Cronológicamente, el Císter consta de las siguientes fechas seguras: en el año
1098 Roberto de Molesmes fundó el monasterio de Cîteaux (‘cistercium’ o Císter).
Se sabe que el primer abad se denominaba Alberico, y que a su muerte (1109)
le sucedió Esteban Harding (1109-1134), contemporáneo de san Bernardo y
de san Oleguer de Barcelona. Para los nuevos habitantes del monasterio de
Cîteaux no existía otro ideal que seguir el evangelio y la regla de san Benito,
pero buscando un estilo más pobre y lugares más solitarios no tan fértiles como
los de la congregación de Cluny. En el año 1113 fundaron en las proximidades
de Cluny un monasterio filial. Los otros monasterios dependientes de Cîteaux
fueron los de Pontiny (1114) y los de Ferté, Clairvaux y Morimund (1115). En
el año de la muerte de Esteban Harding (1134) ya existían 80 monasterios, los
cuales formaban una red que tenía como núcleo central a los cuatro primitivos:
Cîteaux, Ferté, Clairvaux y Morimund.
El rápido movimiento de crecimiento de la red monacal —gracias a san
Bernardo— planteaba cómo podría conservarse la unidad sin que hubiera
obstáculos para seguir a las razonables y enriquecedoras variantes de cada
monasterio. Probablemente, en el año 1119 los del Císter le entregaron al papa
Calixto II un proyecto de estatutos que fueron fundamentalmente el conjunto
mismo que después sería denominado Carta charitatis.
Pero al estudiar los orígenes del Císter hay que estudiar la biografía de san
Bernardo, para así poder entender el auténtico espíritu del Císter. A pesar de
que, contra lo que algunos creen, él no fue el fundador, el espíritu bernardiano
caló tan profundamente en la orden, que difícilmente se podía distinguir entre
la aportación de san Bernardo y el genio o carisma de los primeros monjes
del Císter, también denominados “monjes blancos”. Además, el paso de san
Bernardo por la Iglesia y la sociedad occidental del siglo XII fue tan contundente,
que—cómo hemos afirmado en la introducción— no nos equivocamos al decir
que Bernardo él solo llena la Europa del siglo XII: “Fue el Papa y el emperador
126
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
no coronado de su siglo; fue el último de los Santos Padres, pero no inferior a
ellos”.
San Bernardo: el oráculo divino de Europa
Uno de los temas preferidos por los historiadores literatos de este periodo
eclesiástico del siglo XII, ha sido la narración del ingreso de Bernardo en el
monasterio de Cîteaux. Así lo describe Jacques Potin: “Una madrugada en el
año 1112, un grupo de treinta hombres se presentó a las puertas del Císter. La
austera abadía había sido fundada por Roberto de Molesmes quince años antes,
en un claro de la inmensa selva de la Borgoña. El grupo estaba encabezado por
Bernardo de Fontaine, tercer hijo de Tescelio ‘el Moreno’, señor de las tierras de
alrededor de Dijon. Sus compañeros eran sus hermanos, su tío y sus amigos, a
los cuales el joven Bernardo convenció para que siguieran su mismo camino y
vistieran la blanca cogulla de los monjes del Císter. En su entorno ya se notaba
cierto ascendente —mezcla de una innata necesidad de mandar, y de una no
menos viva de ser querido—, cosa difícilmente sentida por él en aquel momento,
pero que lo convertiría en el personaje más relevante de la cristiandad del siglo
XII”.
El Císter era una abadía perdida entre bosques y chorros de agua. No se puede
imaginar un clima más insano. Algunos monjes, debilitados por las penitencias y
devorados por la fiebre, intentaban sobrevivir bajo la dirección del mencionado
Esteban Harding. La inesperada llegada de los jóvenes aspirantes triplicó los
efectivos. A pesar de los ayunos (de septiembre a Pascua) y el silencio perpetuo,
los treinta postulantes todavía perseveraban en el lugar un año después,
esperando el día de sus votos. Pero Bernardo no permanecería mucho tiempo
en esta abadía. Había tantos novicios, que muy pronto tendría que emigrar. Sólo
dos años después de su ingreso en la orden de los ‘monjes blancos’ fue escogido
para fundar una segunda colonia. Bernardo, el nuevo abad, tenía veinticuatro
años. El lugar previsto era un valle salvaje, cerca del Aube, denominado ‘Val
d’Absinthe’ porque en él no crecía nada más que la planta denominada absenta.
Bernardo se preocupó personalmente de bautizarlo con otro nombre más bonito,
de modo que a partir de entonces se llamaría ‘Valle claro’: ‘Claraval’.
Los primeros inviernos fueron atroces. A veces la comida ordinaria consistía en
hojas de roble hervidas en agua y sazonadas con sal. El nuevo abad predicaba
con el ejemplo. Con este régimen, su salud no tardaría en desfallecer y causarle
una afección al estómago que lo convertirá en una persona enfermiza a lo largo
de toda su vida. Su biógrafo explica que junto a su sitial del coro se tuvo que
cavar un pequeño foso para utilizarlo en sus frecuentes vómitos. Esto no es una
simple anécdota, sino que es una clara muestra de su estado físico, y a la vez
de su firme voluntad.
No es fácil distinguir el rasgo más importante de la personalidad —diríamos
casi inmensa— de san Bernardo, pero nos atrevemos a decir que, por encima
de todo, fue un gran monje reformador: su gran proyecto fue consagrar la vida
HISTORIA DE LA IGLESIA
127
espiritual a sus monjes, bebiendo de la fuente divina de la Santa Escritura. En
ella encontró al mismo Dios. Afirmaba que el Verbo encarnado nos lleva hacia
el camino de la pobreza y de la autenticidad evangélica. Había que conseguir
la integridad de la fe, conformar la vida a las costumbres de los primeros siglos
de la Iglesia apostólica. ¡Ésta era la verdadera reforma! Según san Bernardo, el
ambiente personal más propio para lograr la perfección evangélica era la vida
monástica.
“Admiramos sus escritos —dice el monje de Poblet dom Alexandre Ignasi
Masoliver—, la brillantez del estilo, la piedad y la fuerza de imágenes y
conceptos que se transparentan en la Biblia, hecha continua meditación de su
alma. En Bernardo y en sus obras, predomina la mística sobre la racionalidad, y
es realmente maestro de la palabra escrita, una de las cumbres del latín cristiano
medieval. No es extraño que esta personalidad exquisita, tan ardiente, ejerciera
una auténtica fascinación en su tiempo, especialmente en el ambiente monacal».
Al final de su vida (20 de agosto de 1153) se contabilizaban 343 abadías, de las
cuales 162 eran filiales de Claraval. Jean Leclerq afirma que el gran hombre y
santo del Císter: “es uno los más famosos éxitos de Dios”.
La personalidad de san Bernardo desborda los propios monasterios. Fue hijo
predilecto de la Reforma gregoriana que, en el sentido que ya hemos expuesto
anteriormente, empezó en el ámbito monacal, y su punto de referencia fue Cluny.
El Císter lo quería mejorar, perfeccionar y, si era necesario, reformar la vida
monacal. Bernardo atacó con estudiada virulencia a la vez que cariñosa a los
‘monjes negros’ (Cluny), los excesos en la comida, en los rebuscados vestidos
litúrgicos, en el gusto por las construcciones suntuosas y en la recargada
ornamentación de sus iglesias. Pero sobretodo debemos destacar la virulencia
de san Bernardo cuando él ataca la injusta riqueza del clero, y especialmente
de los obispos. En estos casos empleó un lenguaje en primera persona, como si
fuera él el portavoz de los pobres: “Lo que vosotros (prelados ricos) depreciáis
nos pertenece a nosotros (los pobres). Nos estáis robando lo que es nuestro”.
En la carta 42 dirigida a un obispo, san Bernardo se expresa así: “Por mucho
que quieras callarme, la miseria de los pobres clamará. La opinión pública
guardará silencio, pero el hambre levantará la voz (...) Quienes llaman son los
pobres y los hambrientos. Oyéndolos gemir; decidnos pontífice (obispo), ¿qué
hace aquel oro sobre el freno de vuestras cabalgaduras?”. Con ironía y a la vez
con mucha pena, Bernardo continúa: “¿Será para conjurar el frío y el hambre?
¿De qué nos sirven a quienes sufrimos, todos aquellos mantos colgando de
las vueltas y doblados en vuestros equipajes? Vuestras prodigalidades nos
pertenecen, y lo que malgastáis es lo que sin piedad nos sacáis, nos robáis...
Fijaos bien: lo que sirve de placer a vuestros ojos, es la parte que corresponde
a vuestros hermanos; vuestra vanidad se alimenta de todo aquello que habéis
expoliado a nuestras necesidades (...) Pero vendrá el día en que ellos (los
pobres) se levantarán con firmeza sobre aquellos que les redujeron a la miseria.
Entonces, su defensor siendo el padre de los huérfanos, el juez que hace justicia
a las peticiones de las viudas, entonces os recriminará y se escucharán estas
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
palabras: ‘Os aseguro que cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de estos
más humildes, lo dejasteis de hacer conmigo’ (Mt 25, 45)”.
Sus cartas, sus sermones y sus tratados, aunque fueran dirigidos a personas
y estamentos concretos, eran difundidos por toda Europa. Todo el mundo se
sentía interpelado por san Bernardo, y él mismo estaba convencido de que
hablaba en nombre de Dios, con el cual —y especialmente con Jesucristo
crucificado— tenía una estrechísima comunión de identidad. Jesucristo clamaba
por la Reforma gregoriana, por la justicia de sus predilectos, los pobres, por la
autenticidad evangélica... Y Europa también estaba convencida de que Bernardo
era el oráculo divino, solicitando siempre su presencia en todos los momentos
y situaciones álgidas de la sociedad de su tiempo, tanto a nivel civil como
eclesiástico.
La primera vez que san Bernardo intervino directamente en asuntos seculares,
fue en un concilio reunido en Sens, en el año 1128. A pesar de llegar “con
fiebre y sudores” —como explica él mismo—, destacó por la fuerza de sus
intervenciones. Desde este hecho, su acción se desarrollaría a escala de toda
la cristiandad. Entre las primeras intervenciones a escala europea, hay que
destacar su reconocimiento a favor del papa Inocencio II. Como ya hemos dicho
anteriormente, su dictamen fue definitivo. Entre dos papas —Innocencio II y
Anacleto II—, de los cuales todavía hoy se duda cuál era el auténtico, Bernardo
se inclinó a favor de Inocencio II, exiliado en Roma. Y con él, o gracias a él, y con
san Oleguer de Barcelona como hemos explicado en el concilio de Clermont, la
práctica totalidad de los países, obispos y estamentos siguieron a Inocencio II.
Después se emplearían todos los medios posibles para marginar a Anacleto II
(capítulo 59). Y ciertamente, hay que decir que Bernardo, Oleguer e Inocencio II
lo consiguieron.
Se puede afirmar que, moralmente, el papado estaba en manos de san
Bernardo. A nosotros (los catalanes) Bernardo nos recuerda a la figura de
san Oleguer, que era escuchado por toda la cristiandad casi como el mismo
san Bernardo. La influencia en la Iglesia y en Europa de san Oleguer y de san
Bernardo se manifiesta en la elección del Papa tras la muerte de Inocencio II,
aunque Oleguer ya había muerto: se buscaba un Papa reformador. En el año
1145 los cardenales eligieron a un monje italiano del Císter, discípulo de san
Bernardo, un tal Bernardo (Paganelli) de Santo Atanasio de Pisa, que se puso
el nombre de Eugenio III. Desde la nominación papal, Bernardo se empleó con
todos sus resortes para orientar, formar y dirigir al nuevo Papa. Su obra Sobre la
consideración que Bernardo escribió para Eugenio III, plasma la figura de lo que
debe ser para él un verdadero Papa. Le advierte que por encima de todo deberá
rendir cuentas de sus actos ante Dios, puesto que ineludiblemente el hombre es
mortal: es polvo y al polvo debe volver. Por lo tanto, el juicio de Dios será más
severo para aquel que haya logrado, aquí en la tierra, la categoría màxima, o
sea: ser ‘vicario de Cristo’. Precisamente, esta atribución de vicario de Cristo,
aplicada exclusivamente al Papa, se encuentra por primera vez en las obras de
HISTORIA DE LA IGLESIA
129
san Bernardo. Cabe observar con qué detalle Bernardo amonesta a su discípulo
(el papa Eugenio III) y a la vez le invita a que reforme la curia papal.
Pedro Abelardo y san Bernardo
Sin duda, san Bernardo era vehementísimo en todo lo que trataba. En san
Bernardo no existe término medio. Así sucede en la celebérrima discusión con
el monje cluniacense Pedro Abelardo. Todavía hoy es objeto de estudios y vivas
discusiones entre los especialistas de los orígenes de la escolástica.
Pedro Abelardo nació en el año 1079 en Le Pallet, obispado de Nantes, en la
Bretaña, y murió en Chalons-sur-Saone, en la Borgoña, en el año 1142. Estudió
Dialéctica y Retórica con Guillermo de Champeaux, y Teología con Anselmo
de Laón. Siendo muy joven fundó muchas escuelas y consiguió una gran fama.
Instalado en París, se enamoró de Eloisa y huyó con ella; pero fue castrado por
orden de Fulbert, el tío de su amante. Se hizo religioso y continuó enseñando
Filosofía y Teología, de monasterio en monasterio: Saint Denis, Saint Gildas,
Cluny, Saint Marcel..., hasta su muerte. Son de esta época las célebres cartas
de amor a Eloïsa, de gran fortuna literaria y muy traducidas. Pero sobretodo
destaca su obra Sic et non (1122) inaugurando el método característico de la
escolástica, contraponiendo las autoridades previas a la propia reflexión o tesis.
Otras obras son De unitate et Trinitate divina, Theologia christiana, Dialectica,
Historia calamitatum... Esta última es autobiográfica.
En primer lugar, hay que decir que la controversia entre los dos grandes teólogos,
Abelardo y Bernardo, no fue una lucha posiblemente personal, ni supuso una
irreconciliable enemistad entre los dos. Existen afirmaciones, o mejor dicho
conclusiones, en las obras de Abelardo que hoy, en una perspectiva histórica,
difícilmente se podrían aseverar como teológicamente correctas. La raíz de la
disputa era la sobrevaloración del intelectualismo —casi exclusivo— de Abelardo,
que san Bernardo se sentía obligado a denunciar. Pedro Abelardo se ponía en
una situación muy difícil enseñando “cosas nuevas”, enseñando la “ciencia
divina”... Es comprensible la consternación de ciertos monjes, y especialmente
de san Bernardo, ante las iniciativas filosóficas y teológicas de Abelardo, ya que
lo veían como una traición a las Sagradas Escrituras. A pesar de que no hay
duda de que en él se encontraba la semilla del progreso teológico gracias a su
método; pero esto tenía sus riesgos. Por otro lado, no se puede decir que en esta
discusión Bernardo actuara con voluntad de poder “insaciable” como dice algún
historiador de Teología. Simplemente, Bernardo adoptó una postura defensiva,
y creía que con los largos razonamientos y las sutiles dialécticas de Abelardo,
no se podría alcanzar nunca el conocimiento de la realidad ininteligible divina.
Según san Bernardo, se llega a la verdad a través de la humildad: “in culmine
humilitatis constituitur cognitio veritatis”. De aquí viene el éxtasis (excessus,
raptus) del verdadero sabio ante Dios y sus atributos.
Por tanto, la vía de conocimiento elegida por san Bernardo, era diametralmente
opuesta a la propuesta por Pedro Abelardo. Bernardo veía más en la ciencia y
130
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
en la razón el peligro de relativitzar la fe que una función necesaria; él establecía
una distinción entre el saber necesario para salvarse y el saber indiferente a
la salvación. Bernardo pide que los cristianos prescindan del saber y que se
preocupen ante todo de la ciencia que afecta a su salvación. Tales concepciones
opuestas provocaron una gran polémica en los ambientes de Abelardo y en los
de san Bernardo.
Entre los seguidores de san Bernardo se advertía que si se seguían las doctrinas
de quien fue gran profesor de París, Abelardo, no peligraba sólo la estructura
eclesial, sino también el mismo dogma. Ya en el año 1121 algunas tesis y
proposiciones (o conclusiones) de Abelardo fueron sometidas a un concilio
celebrado a Soissons, el cual las consideró heréticas; pero hacia en el año 1140,
tras la celebración de otro concilio en Sens, se pidió que el propio san Bernardo
estudiara algunas de las proposiciones más sospechosas de Abelardo. Bernardo
se lo tomó muy seriamente, y leyó toda la gran producción literaria de Abelardo,
sacando diecisiete afirmaciones que según el santo se desviaban de la doctrina
tradicional. El enfrentamiento tuvo lugar en un concilio reunido de nuevo en
Sens. En primer lugar, el abad de Claraval quiso dar un buen golpe. Nada de
torneos teológicos como era costumbre, sino que Bernardo se contentó leyendo,
sin comentarios, la lista de los diecisiete “errores” que había descubierto.
Abelardo, envejecido, aun afectado por haber sufrido la cruel mutilación, se
desconcertó por completo al verse colocado ante ideas, o mejor dicho hipótesis,
diseminadas a través de todas sus obras. Al fin y al cabo, catorce de las diecisiete
proposiciones denunciadas por Bernardo fueron declaradas heréticas por el
concilio, y enviadas a Roma. Junto a Eugenio III, el abad de Claraval pondría
en juego toda su energía e influencia para asegurar la condena de Abelardo.
Sin embargo, es justo añadir que Bernardo no se mostró cruel vencedor. Fue el
primero en pedir que el ilustre profesor pudiera acabar sus días del modo menos
triste posible pero no lo consiguió.
Concepto de la cruzada según san Bernardo
San Bernardo también ha pasado a la historia como el prototipo o el máximo
exponente del predicador de las cruzadas. La teología que se puede deducir de
su predicación se resume en una expresión del profesor contemporáneo Chenu
que dice: “La mística del amor podía entonces (siglo XII), en un san Bernardo,
compaginarse con la exaltación de la caballería”. En los escritos del santo, son
frecuentes los términos “gens Christi”, “servi Dei”, “peregrini et Christi milites”,
etc. que indican los vínculos de los cruzados: hombres de grandes ideales
místicos con la victoria y gloria —aquí en la tierra y en el cielo— que hay que
alcanzar en tan importante empresa. Es una lucha de los caballeros cristianos
(militia Christi) contra el demonio y sus satélites para llegar al glorioso sepulcro
de Cristo y la tierra prometida. Todo se mezcla: los conceptos escatológicos
con los soteriológicos, la cruz con la espada, el perdón de los pecados con la
inflicción de la muerte en los pobres paganos o musulmanes, el peregrinaje
con las campañas militares...; pero por encima de todo está la exaltación de un
misticismo peculiar típicamente originario de san Bernardo.
HISTORIA DE LA IGLESIA
131
La segunda cruzada —predicada con tanta vehemencia por san Bernardo en
el año 1146— fue militarmente un fracaso total. Sin embargo, el santo acertó
al dar los elementos alentadores y místicos que movieron masas innumerables
de caballeros durante todo el siglo XII y principios del XIII hacia una campaña
que no sólo no tenía el éxito asegurado, sino que estaba destinada al fracaso
más rotundo. A pesar de todo, san Bernardo consiguió arrastrar toda Europa,
ponerla en el camino de un peregrinaje perpetuo; abrió el continente a otros
lejanos y misteriosos horizontes... San Bernardo consiguió que Europa buscara
físicamente el núcleo-origen de su cristianismo, solidarizándose los pueblos
entre si, en una empresa común (y quimérica, quizás) cristiana.
Juicio sobre san Bernardo
¿Qué balance podemos hacer de la figura de san Bernardo? A lo largo de
cuarenta años de vida monástica, Bernardo redactó unos quince tratados
teológicos, pronunció ante sus monjes miles de sermones, supervisó la creación
de unas setenta abadías, venció la “herejía” en la persona de Abelardo, promovió
una cruzada que había reunido a centenares de miles de soldados, dirigió —o
poco menos— los asuntos de la Iglesia. Él había dominado su siglo y el siglo se
rindió sumiso a sus pies. Sin la figura de san Bernardo, no es posible entender
el siglo XII.
¿Cómo explicar una influencia tan importante? En primer lugar, está su genio
peculiar, donde se equilibran de manera fecunda la contemplación y la acción, la
autoridad y el afecto, lo que él mismo denomina “castigatio ignis” y la “combustio
charitatis”; en otras palabras, la lucha sin tregua contra las costumbres
depravadas, moderada por el fuego de la caridad. Además, tenía un proyecto
que unificaba toda su actividad: la reforma de la Europa cristiana que hay que
adecuar al evangelio, y a su concretización o cruzada contra todo lo que es
infiel. Se da, por último, el hecho de que, durante su siglo, el ideal evangélico
de la perfección estaba representado por la vida monástica: Occidente se había
“monaquizado”, como alguien ha escrito. Tal principio se admitía en el seno de la
sociedad, aunque tuviera distorsiones. Bernardo, que encarna este ideal en su
perfección con su absoluto desinterés y su intensa vida espiritual, se considera
con derecho a hablar en nombre mismo de Dios. Por eso se oye su voz de un
país a otro de la cristiandad. Un siglo antes, ningún monje por genial que fuera
hubiera sido capaz de incendiar todo un continente (Europa), aunque estuviera
en gestación. Un siglo después, la espesa red del sistema eclesiástico, que se
había vuelto más centralizador, no hubiera, sin duda, permitido que su voz se
extendiera con aquella fuerza.
En cuanto a las limitaciones de Bernardo, se advierten muy claramente en su
modo de proceder con dos personajes claves de su época: Abelardo y Arnaldo
de Brescia. Abelardo encarnó la búsqueda intelectual con todos los riesgos que
esto implicaba. Bernardo puso un freno implacable al impulso del espíritu crítico
en provecho de la unidad de la creencia tradicional, bajo la autoridad reguladora
de la jerarquía. Y aparece simultáneamente otro personaje enigmático, Arnaldo
132
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
de Brescia, el “tribunus romanus” que también sueña con una Iglesia más pura.
Él encarna el movimiento de emancipación comunal que sopla por Europa contra
los señores feudales. Pero Bernardo también se enfrentaría duramente a él y
al pueblo romano que se levantó a favor de Arnaldo; le predicará la sumisión al
Papa, que es de hecho y de derecho su soberano temporal. Los dos problemas
esenciales planteados por Abelardo y Arnaldo de Brescia —el espíritu crítico
aplicado a los dogmas y al poder temporal en el papado—, a los cuales también
Bernardo de Claraval pone acotamiento, resurgirán incesantemente en siglos
posteriores.
Notas peculiares del Císter
Los cistercenses con san Bernardo se propusieron observar la regla benedictina
en su prístina pureza. Para rehuir la acusación de novedad, insistieron en su
retorno a las fuentes. Pero realmente no se trató de una estricta observancia
de la letra de la regla de san Benito. Por ejemplo, no continuó la admisión de
oblatos; se organizó la institución de germanos legos, y fue novedad la limitación
de la autoridad del abad para la Constitución de la orden. También era nueva
la institución del capítulo general anual, al cual todos los abades debían asistir
obligatoriamente. Lo presidía el abad de Cîteaux, que tenía y ejercía la suprema
potestad de la orden: legislación, administración y jurisdicción, pero dejaba
en manos de las abadías la plena autonomía financiera y de administración
dentro del monasterio. La visita anual extendía su vigilancia incluso sobre las
instrucciones del Capítulo general. En los monasterios filiales, dicha visita era
ejercida por la abadía madre. La visita de Cîteaux incumbía a las cuatro abadías
primarias.
En contraste con la congregación cluniacense, orientada hacia el predominio
personal, como la dependencia de los priores y en parte de los abades al gran
abad, los cistercenses lograron poner su orden sobre un fondo congregacional
objetivo. Los principios constitucionales de abadías particulares autónomas,
orgánicamente divididas por familias filiales y unidas por el capítulo general al
que asistían todos los abades, dieron vida a una orden en la que se aseguraron
tanto los derechos del monasterio particular como los intereses generales de la
orden en su totalidad. Entonces no es de extrañar que muchas de estas órdenes
reformadas en aquel tiempo, como los premostratenses y cartujanos, tomaran
como modelo la ‘Carta charitatis’ de los del Císter.
En contraste con Cluny y el benedictismo más antiguo, a mediados del siglo XII
se buscaba la sumisión a la jurisdicción episcopal. Pero después se desarrolló la
exención papal, y el capítulo vino a ser la instancia suprema de apelación dentro
de la orden, sólo comparable a la posible apelación papal.
Las abadías se prometían ayuda económica mutua, el cuidado de una disciplina
uniforme y el cultivo de una liturgia simplificada, en el marco de la cual iglesias,
ornamentos, vasos sagrados y canto, serían lo más sencillo posible.
HISTORIA DE LA IGLESIA
133
Con la voluntad de desligarse de las vinculaciones feudales mantenidas por
Cluny, la orden del Císter no aceptó el beneficio, pero en cambio incrementó
de nuevo el trabajo físico, corporal. Buscaron fundar en lugares desiertos para
obtener así un estricto aislamiento del mundo. La dureza del género de vida en
la comida, vivienda, el hábito blanco y la sencillez de la liturgia, le dieron a la
orden un lugar preeminente entre las otras nuevas fundaciones semejantes del
mundo monástico.
La comparación entre la espiritualidad propia en Cluny y la del Císter trajo no
pocas discusiones. A pesar de que existía la voluntad de ser contemplativos,
los de Cluny, recordando el pasaje de Marta y María en Lucas 10, 3 8-42,
interpretaban que Jesús decía que la contemplación de María era mejor que el
servicio de Marta. Tanto el Císter como Cluny optaron por dos maneras diferentes
de buscar a Dios que se reflejaban en su estilo de vida. Aun así, los miembros de
ambos sistemas anhelaban llegar a ser verdaderos hombres contemplativos.
Para un cluniacense, el ser contemplativo requería unas condiciones favorables
para orar adecuadamente, condiciones que ellos encontraban en las largas
horas que pasaban en el coro, en el relativo confort de su régimen de vida y la
exclusión casi total del trabajo manual. Para un cisterciense, ser contemplativo
consistía primordialmente en deshacerse de lo que no es esencial en la
búsqueda de Dios y aquello que la dificulta. De ahí el regreso a la ley del silencio,
a la pureza (rectitudo) de la regla benedictina, suprimiendo lo que ésta no
prevé expresamente, desde el vestuario superfluo hasta los numerosos oficios
menores, plegarias, letanías, procesiones, que sobrecargan el culto cluniacense.
Ser un contemplativo para el cisterciense consistía en volver a la pobreza de
Cristo, a la vida del “desierto”, a huir de todo tipo de compromisos con el sistema
feudal y restablecer el equilibrio entre el tiempo de oración, el tiempo de lectura
espiritual (lectio divina) y el tiempo dedicado al trabajo físico. Las acusaciones
mutuas entre cluniacenses y cistercienses, nunca fueron por carencia de fervor
de los unos o de los otros, sino por la distribución del día, más favorable a la
contemplación.
Cluny reprocha al Císter: “Reducís abusivamente el tiempo de oración; vuestro
oficio nocturno sólo dura una hora u hora y media, y después vais deprisa y
corriendo, con la azada al cuello hacia el huerto, ¡en lugar de descansar para
recuperar fuerzas y dedicarlas después a la oración!”. Replican los del Císter:
“Es posible que nuestra plegaria sea más corta, pero probablemente sea menos
distraída. ¿Cómo queréis mantener la atención durante las horas que pasáis en
el coro?”.
“Trabajáis demasiado y no dormís lo suficiente”, insisten los cluniacenses.
“Y vosotros volvéis a la cama después del oficio nocturno, precisamente a la
hora en que se conmemora la Resurrección de Cristo”, responden airados los
cistercienses pasando al ataque.
134
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
En realidad, los cistercienses se sentían bastante afectados por la acusación que
los de Cluny resumían en una sola frase: “Vosotros sois Marta, pero no María”. Y
san Bernardo, en un pasaje de la Apología parece admitir implícitamente que los
cistercienses, trabajadores manuales, ejercen efectivamente el papel de Marta.
Para justificar este papel, circularon una serie de leyendas un poco ingenuas,
como la que refería que la Virgen María secaba el rostro sudoroso de los monjes
(del Císter) durante la siega, o la visión de san Bernardo donde la Virgen María le
revela que la oración de un hermano converso que cuida de los rebaños, alejado
de la abadía, es para ella más agradable que la oración de los numerosos
monjes que rezan en el coro.
En la misma Apología de san Bernardo, se puede encontrar la siguiente
conclusión de esta “piadosa disputa” pero incómoda: “A cada cual le toca ver el
atajo que escoge, pero sea cual sea la morada a la que nos lleve, será siempre,
en definitiva, la casa del Padre de familia”. Y también: “El vestido de la Iglesia
resplandece con varios colores, y esta variedad se debe a la diversidad de las
órdenes religiosas que en ella existen”. Pero está confeccionado con “un tejido
inconsútil”: la unidad de una indisoluble caridad, según palabras del apóstol:
“¿Quién me separará del amor de Cristo?”.
14. A LA CONQUISTA DE TIERRA SANTA
• El enigma de las cruzadas
• Las órdenes militares y España
• Consecuencias de las cruzadas
La violencia, la coacción y la guerra al servicio de la difusión del reino de
Dios y de la reconquista de Tierra Santa —donde Cristo murió por todos los
hombres, para que así todos fueramos hermanos con Cristo y entre nostros nos
quisiéramos como hermanos— es un monstruoso, o por lo menos inexplicable,
ensamblaje. Equivale a identificar la cruz con la espada, la vida con la muerte, el
amor con el odio. A pesar de todo, las cruzadas son una realidad que incide en
las mismas entrañas de la historia de la Iglesia. Son una cruda realidad y también
un hecho histórico de primera magnitud, tanto para la civilización cristiana como
para la islámica. Es un hecho tan real como enigmático, el cual muchos querrían
destruir, anihilar o al menos olvidar. Hay que reconocerlo: las cruzadas han sido
muy estudiadas, pero poco comprendidas. Cuando un Papa (Alejandro II) en
el año 1063 concede el perdón de todos los pecados a aquellos que luchen
y, si es necesario, matan sarracenos que ocupaban la ciudad aragonesa de
Barbastro, quiere decir que en la conciencia colectiva cristiana se ha producido
un descalabro o almenos un profundo cambio. Tal mutación no se ha producido
espontáneamente, sino que es causada por un intrincado tejido de ideas, de
cambios de mentalidad y hechos en constante evolución.
También en España, y concretamente en Cataluña, se constata uno de los
factores que más influirán en el propio concepto de cruzada: nos referimos a
la nueva actitud que adopta la Iglesia ante la guerra, sobre todo a la institución
llamada ‘tregua de Dios’. Los obispos, en ella, se convierten en auténticos
árbitros de la paz. Más todavía, el mismo papa san León IX es quien “para liberar
136
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
la cristiandad” en el año 1049 predica y promueve una ‘guerra santa’ contra
los tusculanos (enemigos de la Reforma), y después él mismo se convierte en
guerrero, en una quimérica campaña militar (‘guerra santa’) contra los normandos
usurpadores de las tierras del sur de Italia propiedad de san Pedro, los cuales lo
encarcelarían, y él (el Papa) tuvo que volver a Roma vencido muy decepcionado
y derrotado, de tal modo que este episodio después le provocó la muerte.
Pero no son los hechos, sino las ideas, las auténticas protagonistas de este
cambio tan radical en la Iglesia. Nace una moral de los caballeros cristianos
que obliga a defender espada en mano a iglesias y cristianos oprimidos, o
a conseguir los lugares sagrados que están en posesión de los infieles. El
“noble” asunto de esta milicia cristiana es bendecido y magnificado por los más
elevados estamentos eclesiásticos, y a la vez está sobradamente justificado por
los contemporáneos mientras sea de carácter religioso y justiciero. Por ejemplo,
durante el pontificado del antipapa Gregorio VIII (1118-1121), la jerarquía
eclesiástica bendijo las guerras entre cristianos mientras sirvieran para imponer
la Reforma gregoriana. Entraba en la mentalidad cristiana —así se extendió a
todo el orbe cristiano— una campaña militar para imponer definitivamente el
reino de Dios, y a esto contribuye san Bernardo, el gran abad de Claraval. Si bien
es cierto que el origen de las cruzadas se debe buscar en las últimas décadas
del siglo XI, el gran teólogo de las mismas fue san Bernardo. Tuvieron que pasar
casi cincuenta años para que se estructurara de una manera definitiva el nuevo
concepto —con todas sus implicaciones— de una gran empresa místico-militar
de la cristiandad.
Existe multitud de bibliografías sobre las cruzadas. Recordemos, por ejemplo,
el exhaustivo estudio del historiador alemán Mayer. Nosotros no pretendemos
ofrecer una estricta historia de las cruzadas. Probablemente las cruzadas hayan
sido uno de los temas más estudiados por los historiadores medievalistas. A
pesar de ello presentaremos, un simple elenco de los hechos más importantes
para después estudiar —muy brevemente— el concepto de ‘cruzada’ y su
origen.
Tradicionalmente, las cruzadas propiamente dichas —como expediciones de
cristianos contra musulmanes para reconquistar Tierra Santa— se dividen en
ocho campañas entre los años 1096 y 1270. Pero hubo una cruzada previa a
éstas, y fue la proclamada y predicada por el papa Urbano II en el concilio de
Clermont (año 1095). Pedro el Ermitaño consiguió reunir a muchos campesinos
de Orleáns, Champaña y Lorena, los cuales en la primavera de 1096 iniciaron
la marcha hacia Constantinopla. Después de devastar las regiones del Danubio,
llegaron a Anatolia, donde fueron anihilados por los turcos a Civitot; de este
modo acabó la llamada cruzada popular siendo un gran fracaso en todos los
sentidos.
En la primera cruzada, la oficial, tomaron parte el conde Hugo de Vermandois,
Ramón de Tolosa, Godofredo de Bouillon y Bohemond de Tarento. Todos se
HISTORIA DE LA IGLESIA
137
reunieron en Constantinopla (1096). Una vez superadas las diferencias entre
latinos y griegos, los cruzados atravesaron el Bósforo, tomaron Nicea y derrotaron
a los turcos en Dorilea. Mientras Balduino, hermano de Godofredo de Bouillon,
establecía el condado de Edessa, el resto del ejército asediaba Antioquía, que
se rindió en junio de 1098. Finalmente, el 15 de julio de 1099, Jerusalén fue
ocupada por los latinos. Godofredo de Bouillon fue nombrado ‘Defensor del
Santo Sepulcro’, y el territorio ocupado fue organizado como un reino al estilo
de las monarquías feudales de Occidente. Este Estado quedó definitivamente
configurado con la ocupación de la franja costera y la constitución del condado
de Trípoli.
En 1144 el caudillo islámico Zenyí reconquistó Edessa, y en época de Nûr al-Dîn
todo el condado pasó otra vez a manos de los musulmanes. Esta noticia provocó
la segunda cruzada predicada —como ya hemos indicado anteriormente— por
Bernatdo de Claraval (Vézélay, 1146). Fue organizada por el emperador Conrado
III y por el rey de Francia, Luis VII. El primero fue vencido en Dorilea, y bien
que ambos asediaron Damasco, la cruzada fracasó debido a las disensiones
internas cristianas. La debilidad de la colonización latina del reino de Jerusalén y
el fortalecimiento de los musulmanes en tiempos de Saladino provocó la derrota
de Hattin (julio de 1187) y la tristemente célebre caída de Jerusalén tres meses
después. La respuesta de Occidente fue la tercera cruzada predicada por
Gregorio VIII (octubre de 1187) y dirigida por Federico Barbarroja, con Felipe
Augusto de Francia y Ricardo ‘Corazón de León’ de Inglaterra. El primero murió
poco tiempo después de la victoria de Iconium. Los reyes de Inglaterra y de
Francia ocuparon San Juan de Acre, pero Ricardo ‘Corazón de León’ pactó con
Saladino una tregua de tres años que confirmaba el dominio musulmán sobre
Jerusalén, aun así permitía el acceso de peregrinos cristianos a la Ciudad
Santa.
Las otras cruzadas, hasta ocho, o bien acabaron lejos de Tierra Santa o bien
pervirtieron el objetivo que las tres primeras habían tenido. La discutida cuarta
cruzada fue predicada por Inocencio III y organizada en el año 1201. Pero
las exigencias comerciales de Venecia pronto desviarían la expedición hacia
Constantinopla, que fue ocupada; así se convirtió parte del Oriente y la Grecia
bizantina en una serie de principados feudales. Honorio III predicó una nueva
cruzada, la quinta, que fue dirigida por Jean de Brienne, Andrés de Hungría y
Leopoldo VI de Austria; sólo consiguió un dominio efímero sobre Damiata.
La sexta cruzada, dirigida por Federico II, entonces excomulgado, ocupó
Jerusalén gracias a la alianza con Malik Al Kâmil (1229), pero esta ciudad fue
recuperada de nuevo por los turcos de Hwarizm (1244).
El alma de las dos últimas cruzadas fue san Luis IX de Francia, que fue
encarcelado (1250) tras haber logrado la ocupación de Damiata, y murió en el
asedio de Túnez (1270).
138
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
La pugna entre Génova y Venecia, entre los templarios y los hospitalarios, y
entre los diferentes señores feudales, arruinó las últimas posesiones del Oriente
latino. La ocupación de San Juan de Acre, Tiro y Beirut por parte de Qalawum
(1291), selló el fracaso de las cruzadas. Pero la idea pervivió durante muchos
años, y aunque durante la crisis económica de los siglos XIV y XV se pensó
en llevar a cabo alguna, no se pudo materializar de forma concreta en ninguna
nueva expedición a Tierra Santa.
Es difícil concretar el concepto de cruzada. En él interviene una declaración
oficial de la Iglesia. En primer lugar, hay que decir que la cruzada es una ‘guerra
santa’, pero no siempre al revés. Es cierto que el resorte de una ‘guerra santa’
es la religión; pero será necesario que la Iglesia le otorgue el caràcter oficial de
‘cruzada’ y que le aplique una indulgencia para todos los cristianos, o sea los
que siendo de esta religión participan en ella. Además, los cruzados emite un
voto que es aceptado por la Iglesia que tiene unos peculiares efectos en el foro
interno eclesial. También hay que subrayar una nota esencial de la cruzada:
la vinculación con una indulgencia plenaria, o sea, la absolución de todos los
pecados. Por lo tanto, se puede afirmar que las dos características específicas
de cruzada son: la declaración por parte de la Iglesia (papas y concilios) de que
aquella ‘guerra santa’ es cruzada, y el otorgamiento de una indulgencia a todos
aquellos que en ella participen.
El origen de las cruzadas ha sido objeto de muchas discusiones en el marco
de la historiografía moderna. Algunos afirman que la cruzada es un fenómeno
absolutamente nuevo en la civilización cristiana; una “creación genial de Urbano
II”. Para otros autores, la cruzada es el final de una evolución de guerras
santas que los cristianos venían realizando contra los musulmanes desde el
siglo IX. Otros afirman que la cruzada es la evolución o transformación de las
peregrinaciones a Tierra Santa. Primero eran pacíficas, y después, por motivos
de defensa, se volvieron armadas. Obviamente hay muchas teorías.
A pesar de todo, la verdadera cruzada radica en la espiritualidad de los ‘milites
Christi’. Es precisamente san Bernardo quien magistralmente, y con gran
vehemencia, sabe exponer —según el historiador Chenu— que la mística del
amor, en la cruzada, se compagina con la exaltación de la caballería del siglo
XII, así la evolución de la peregrinación en forma de ‘milicia’ es esencial para
entender el origen de este fenómeno que denominamos cruzada. Urbano II,
en una bula dirigida al obispo Bertrán de Barcelona y a los prohombres de
Cataluña en el año 1089, vincula la “peregrinación penitencial” a Jerusalén con
la campaña para restituir el cristianismo en Tarragona; y lo mismo vemos en un
decreto del concilio de Clermont del año 1095, aunque esta “peregrinación” es
armada, es decir, supone la ‘guerra santa’. La aceptación por parte de la Iglesia
de hacer o apoyar la guerra por motivos religiosos, tiene una intrincada evolución
que se quiere ver desde san Agustín hasta las campañas bélicas contra los
normandos de san León IX, y los principios de san Gregorio VII anteriormente
expuestas. Esta evolución —afirman los partidarios de esta teoría— culmina en
HISTORIA DE LA IGLESIA
139
la proclamación de la primera cruzada por el papa Urbano II y en los enardecidos
sermones de san Bernardo.
No entraremos en el controvertido tema de si se puede considerar cruzada
la “reconquista” de los reinos cristianos de la antigua Hispania. Algunos
investigadores —entre ellos el historiador Erdman— afirman que hasta el siglo
XII no se puede hablar de otra cosa que de guerra “profana”, y no santa. Pero
otros autores —entre ellos, Menéndez Pidal y Sánchez Albornoz— afirman que
la “reconquista” desde su inicio fue una auténtica ‘guerra santa’ para liberar a los
cristianos del yugo musulmán, defender la Iglesia y extender el Reino de Dios.
Estudiando los textos papales y conciliares de la época, bien se puede afirmar
que la “reconquista hispánica” fue una ‘guerra santa’ e indulgenciada con las
mismas condiciones y privilegios espirituales y temporales que las tradicionales
cruzadas.
Las órdenes militares y España
A raíz de las cruzadas se crearon las famosas órdenes militares, las cuales
representaron la encarnación de los ideales que motivaron estas descomunales
campañas místico-militares. San Bernardo aquí también tuvo un papel
fundamental. Según el abad de Claraval, la máxima expresión del “miles Christi”
es el monje que muere luchando por la defensa de la fe: “Es un mártir y un atleta
de Cristo”, afirma.
Precisamente por requerimiento del fundador de los templarios —que nacieron
en 1118 y que gracias a san Bernardo fueron aprobados en el concilio de Troyes
del año 1128— hacia en el año 1135 Bernardo compuso el tratado De laude
novae militiae. Desde este momento, las nuevas órdenes militares bebieron
de las fuentes de la espiritualidad cisterciense. Entre las órdenes militares hay
que destacar a los mencionados templarios, los hospitalarios (o de San Juan
Bautista, o caballeros de Rodas o Malta), y los de la orden teutónica; y entre
las españolas: las de Santiago, Alcántara (o Sanjulianistas), Calatrava (o de
san Bernardo), Montesa, San Jorge de Alfama, Santa María de España, ultra
la versión española de las tradicionales órdenes militares (Santo Sepulcro,
templarios, teutónicos y San Juan de Jerusalén). Expondremos brevemente las
órdenes militares españolas.
Santiago “mata-moros” fue el patrono de la orden militar española más
importante. Fue fundada por Fernando II de León el 1 de agosto de 1170 en
Cáceres, para defender esta ciudad contra los almohades y para ayudarla en
sus campañas por tierras de Extremadura. El libro de la Regla y establecimientos
de esta orden, nos describe detalles interesantes de la organización, e incluso
de la orden. El prólogo del mencionado libro, probablemente escrito en el año
1175, nos dice que los primeros “freiles” —denominación de los miembros de
la orden— fueron nobles y pecadores tocados por la gracia del Espíritu Santo,
y que gracias a ella se convirtieron. Así fue como decidieron no luchar nunca
más contra los cristianos, abandonando el mundo y viviendo según el evangelio,
140
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
luchando por Dios y por el evangelio. Según la mencionada regla, recibieron la
aprobación de los arzobispos de Toledo y de Praga, y de los obispos de León,
Astorga y Zamora, así como la bendición del cardenal y legado papal Jacinto. La
aprobación del Papa la recibieron el 5 de julio de 1175 (Alejandro III). Aun así,
las instituciones de los ‘santiaguistas’ se van concretando en sendos capítulos
generales. La cabeza única era lo “freile maestre”, y éste sólo dependía del
Papa, pero siempre sujeto a las reglas y a los derechos de los freiles. El ‘maestre’
era elegido por el consejo de la orden, constituido por trece freiles nombrados
por el maestre. Cuando éste moría, también debía dimitir el prior mayor de la
orden, previa convocatoria de los electores de un nuevo ‘freile maestre’. Éste
disfrutaba de gran autoridad: se ocupaba de la disciplina de los “freiles”, los
cuales debían pedirle permiso para asuntos extraordinarios. Por ejemplo, el
maestre autorizaba la admisión o expulsión de los novicios; daba permiso para
que los “freiles” se casaran o se trasladaran a otra orden; nombraba confesores
para las comunidades y para los hijos de los casados; decidía quién tenía que
vivir en conventos y quienes en “encomiendas”. El maestre también era el
caudillo de las campañas militares y el único representante válido de sus “freiles”
en los juzgados. Todos los “freiles” estaban obligados a rezar un padrenuestro
por las intenciones del maestre. Externamente, el maestre se distinguía de los
otros “freiles” por el hábito, en cualquier parte del cual podía colocar el signo
de Santiago. Alrededor del maestre se formó, ya en el siglo XIII, una auténtica
corte constituida por curas, escuderos, escribanos, mayordomos y siervos
palaciegos. Inmediatamente bajo la jurisdicción del maestre, se encontraban las
“encomiendas” mayores, que correspondían a diferentes reinos de la península.
Estas encomiendas eran gobernadas por los comendadores mayores, los cuales
estaban asistidos en su gobierno por asambleas de comendadores subalternos
que constituían el capítulo del Reino. Ya desde los primeros años del siglo XIII,
la península estaba dividida en cinco encomiendas mayores (Portugal, León,
Castilla, Aragón y Gascuña).
La orden de Alcántara —al principio llamados ‘sanjulianistas’— empezó como
una cofradía de caballeros que tenía como centro neurálgico el convento de
San Julián de Pereiro (cerca de Cinco Villas en la Beira Alta). Se encuentra
documentada en un privilegio real de Fernando II de León, en el cual Pereiro
otorgó el mencionado convento a su fundador, un tal Gómez. El privilegio tiene
fecha de enero de 1176. Aun así, la orden ya existía alrededor de los años 60
del siglo XII. Alejandro III la aprobó el 29 de noviembre de 1176, y otros papas
confirmaron sendos privilegios reales y episcopales. Se afilió a la orden del
Císter, adaptándose su regla (1190). Durante algunos años (1188-1196) se
denominó “orden de Trujillo”, y en este periodo se extendió por Castilla. Tuvieron
conflictos con los caballeros de Calatrava, hasta que se llegó a un convenio
por el cual los ‘sanjulianistas’ le prometían obediencia al maestre de Calatrava,
comprometiéndose recibirlo como inspector en sus conventos. A cambio de
esto los ‘sanjulianistas’ recibieron todas las posesiones de Calatrava del reino
de León, entre ellas la famosa fortaleza de Alcántara. De aquí el nombre de
la orden. Como contrapartida, el maestre de Alcántara (de los ‘sanjulianistas’)
HISTORIA DE LA IGLESIA
141
también tendría voto en la elección del maestre de Calatrava. El fin principal de
la orden era la lucha contra los sarracenos. Así dieron su apoyo a las campañas
extremeñas de Fernando II y de Alfonso IX, obteniendo los señoríos más allá del
de Alcántara, Magacela, Moron, Cote, Galicia y Murcia. Posteriormente su fin se
amplió: se les encomendó la protección de Extremadura contra los portugueses,
campañas contra Granada y la defensa en Extremadura de los intereses de la
corona castellana. Esta unión de absoluta lealtad a la corona hizo que quien
elegía al maestre fuera el mismo rey, y que los frailes-militares de Alcántara se
convirtieran –signo de adulación al rey– en recaudadores reales de impuestos.
La última actuación militar fue durante la conquista de Granada (1492).
Los orígenes de Calatrava son muy curiosos. Las crónicas del rey Sancho III
afirman que no pudiendo defender los templarios el Castillo de “Calatrava la
vieja” (Ciudad real), el rey lo ofreció a quien consiguiera rehusar los embates
de los almohades. San Raimon, abad del monasterio cisterciense de Fitero,
influenciado por un monje, Diego Velázquez, asumió la propuesta real (1158), y
con la ayuda de muchos caballeros toledanos y mercenarios, fortificó el castillo.
Más allá de los estímulos materiales de posesión del castillo, había indulgencias
idénticas a las que se daban a los cruzados. Este colectivo repleto de caballeros,
monjes cistercienses y mercenarios, derivó en una orden militar denominada
‘de Calatrava’, que aceptó el hábito del Císter y la regla benedictina adaptada
a la vida militar. Al morir san Raimon (1160) los frailes-militares rehusaron al
nuevo abad, un tal Rodolfo, y frailes laicos eligieron a un tal García que no era
clérigo. Los monjes-militares no admitieron tal elección y se retiraron a Ciruelos
y a Fitero, pero García obtuvo la protección y la confirmación del papa Alejandro
III (25 de septiembre de 1164). El capítulo general del Císter también apoyó
a García dándole una nueva regla. La finalidad era la misma que el fin de las
otras órdenes militares: luchar contra los sarracenos, y especialmente contra los
almohades situados entre Andalucía y Toledo. Alfonso VIII les dio numerosos
castillos; entre ellos el de Alarcos. Destacaron en la batalla de las Navas de
Tolosa.
Montesa es una orden posterior a las expuestas. Fue fundada por Jaime II
de Aragón-Cataluña en el año 1319, en la villa valenciana de Montesa, bajo
la advocación de Santa María. Al extinguirse los templarios, el 22 de marzo
de 1312 el concilio de Vienne dispuso que los bienes de esta orden pasaran
a los caballeros de San Juan de Malta. Pero Fernando IV de Castilla, Dionisio
de Portugal y Jaime II de Aragón y Cataluña se opusieron a que los bienes de
los templarios salieran de España. El papa Clemente V accedió a la petición de
los monarcas. Tras muchas gestiones, con el apoyo de la orden de Calatrava,
se consiguió la erección de esta nueva orden militar: Montesa. Entre otros
cometidos, se ocupó de defender las puertas de Valencia. Posteriormente se
fusionó con la orden de San Jorge de Alfama.
La orden de San Jorge de Alfama fue fundada por el rey Pedro II de Aragón y I de
Cataluña en el año 1201, concediendo la tierra desértica de Alfama (junto a Tolosa)
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
a los caballeros Juan de Alemania y Martín Vidal. Allí se construyó una fortaleza para
defenderse de los ataques de los moros. La regla adaptada fue la de san Agustín.
El papa Gregorio XlII concedió la aprobación canónica el 15 de mayo de 1373.
La orden de Santa María de España también es posterior a las primitivas
órdenes militares. Fue fundada por Alfonso X el Sabio en el año 1272 “a servicio
de Dios e a loor de la Virgen Sancta Maria, su Madre” para luchar por la defensa
y la propagación de la fe contra los sarracenos y contra las naciones que todavía
estaban en la “barbarie”. Fue instituida al estilo de la orden de Calatrava y
agregada al Císter. La historia de esta orden militar fue muy efímera. Sólo tuvo
un maestre, Pedro Núñez. En el año 1280, tras la derrota de Moelín (Granada)
en la cual murieron la práctica totalidad de los frailes-militares de Santa María de
España, fue incorporada a la orden de Santiago.
Consecuencias de las cruzadas
Creemos que es difícil —por no decir imposible— emitir un juicio exhaustivo
sobre las cruzadas y las órdenes militares que nacieron gracias a ellas. Pero sí
podemos aportar algunas reflexiones. En primer lugar, debemos afirmar que el
objetivo principal militar y político de las cruzadas no se obtuvo, puesto que el
reino de Jerusalén, exceptuando un paréntesis de unos cien años, continuó en
manos de los árabes y después de los turcos, y en la última década del siglo XIII
los cristianos ya no tenían ninguna plaza fuerte en Palestina. A pesar de todo,
gracias a ellas se produjeron otros efectos: las cruzadas frenaron el arrollador
impulso de los turcos que avanzaban contundentemente hacia Occidente;
también las cruzadas y las órdenes militares ofrecieron un apoyo eficiente en la
reconquista española.
Comercialmente, las cruzadas fueron muy beneficiosas para Europa.
Aseguraron durante varios siglos posibilidades de comerciar con Oriente. En
las circunstancias anteriores, hubiera sido impensable que Génova, Pisa, y
especialmente Venecia, desarrollaran un comercio tan activo como lo hicieron
gracias a las cruzadas.
Los pueblos germánicos y escandinavos también se abrieron a nuevos
horizontes. Socialmente, con el progreso de la industria y del comercio y con la
ausencia de los nobles caballeros, se transformaron las condiciones económicas
y la organización de la sociedad; el feudalismo recibió un golpe fatal, mientras
la burguesía es desarrollaba y exigía derechos que antes —bajo el régimen
feudal— eran exclusivos de los nobles y de la clerecía.
Culturalmente, gracias a las cruzadas, se ensancharon los horizontes tanto
espirituales como materiales; fue una empresa típicamente europea. Resurgió
la curiosidad, y se empezaron a despertar las ciencias; la geografía logró un
gran auge. Así también se desarrolló la náutica, la medicina, las matemáticas,
la astronomía, la literatura y la filosofía, gracias al beneficioso contacto con la
cultura griega de Bizancio y con los sabios musulmanes y judíos; también las
artes se enriquecieron con nuevas formas e ideas “sublimes”.
HISTORIA DE LA IGLESIA
143
Espiritualmente, gracias a las cruzadas se hicieron infinitos actos heroicos de
penitencia, de abnegación, de piedad y de fe, hasta morir dichosamente por
Cristo —algunos de los cruzados—; se fomentó la vida piadosa popular con
las indulgencias, con las reliquias de los santos, con la devoción a la cruz
y al calvario, que con el tiempo cristalizaría más adelante en la práctica del
vía crucis, etc... Gracias a las cruzadas se hicieron grandes limosnas y se
crearon admirables obras de beneficencia, como hospicios, hospitales y otras
instituciones de caridad; con la fundación de las órdenes militares que llevaron el
heroísmo al límite de lo sobrehumano, se desarrolló el espíritu caballeresco y el
idealismo cristiano, que perduraría en muchos caballeros hasta el siglo XVI.
Añadimos, por encima de todo esto, que con las cruzadas se establecieron
vínculos de fraternidad cristiana entre los pueblos europeos y sobre todo creció
la figura del Papa como verdadero guía y líder de la cristiandad, a la voz del
cual se ponían en marcha inmensas multitudes y poderosos ejércitos, y a veces
los mismos reyes...; la Iglesia también se extendió por todo Oriente, creándose
nuevas diócesis, que después darán nombre a los denominados obispos (u
obispados) “in partibus infidelium”; gracias a las cruzadas volvieron al seno de la
Iglesia romana algunos pueblos orientales separados por el cisma y la herejía,
especialmente los maronitas y los armenios; y aumentó el celo por la conversión
de los infieles, empezando la tarea evangélica por los propios musulmanes de
África y Oriente, y pasando después a los tártaros.
En contraposición al anterior lado luminoso de las cruzadas, no se debe olvidar
la notable ignorancia religiosa y las supersticiones que a menudo movían los
peregrinos a tomar la cruz y dirigirse a la Tierra Santa de Jesús; la ambición
de muchos, los feroces actos de crueldad y salvajismo cometidos en el camino
o en la misma guerra, la inmoralidad reinante en los ejércitos, etc...; y hay que
confesar igualmente que en Europa, al contactar con Oriente, se produjo una
relajación de las costumbres principalmente entre los señores feudales y en las
ricas ciudades comerciales; se infiltraron ciertos gérmenes de maniqueísmo, que
pulularían entre los cátaros o albigenses, y se empezaría a ver el mundo y las
cosas de un modo más humano, es decir, menos sobrenatural, más terrenal, lo
cual, desarrollándose en un nuevo clima histórico, pudo influir en los orígenes del
Renacimiento y de la edad nueva.
15. EL EVANGELIO EN CALLES Y PLAZAS
• Los ‘valdeses’
• Los ‘lombardos pobres’, los ‘humillados’, los ‘pobres católicos’,
los ‘penitentes’ y los continuadores de Valdés
Los ‘valdeses’
Durante la segunda mitad del siglo XI se observa en muchas regiones de
Occidente una activa participación de los seglares en la Reforma. El origen de
estos movimientos que se extienden aun al siglo XIII, tiene por impulso el mismo
que motivó la Reforma gregoriana. Así, san Gregorio VII, al intentar arrancar de
las manos de los laicos el dominio despótico de éstos sobre la Iglesia, no dudó
en decir que el seglar se enfrentara a los clérigos indignos. Lo mismo sucede con
el apoyo de Alejandro II a los exagerados miembros de la ‘Pataria’ (movimiento
de la Lombardía (Italia) que exigía que se pusiera inmediatamente en práctica la
Reforma, castigando a los sacerdotes concubinarios y simoníacos).
Pero quedaba un problema latente todavía después del concordado de Worms
(año 1122, final de la lucha contra las investiduras laicas): ¿eran válidos los
sacramentos administrados por los sacerdotes pecadores concubinarios o
simoníacos? A pesar de que la jerarquía aceptaba la validez, los fieles no
estaban para demasiadas distinciones, y simplemente lo rechazaban: no querían
saber nada de aquellos sacerdotes u obispos que vivían contra el celibato o que
habían obtenido simoniacamente alguna prebenda. Aun así, sorprende observar
que tras el concordado de Worms ya no se iba tanto contra el celibato o contra
la simonía, sino más bien contra la opulencia clerical así como contra el excesivo
poder y riqueza de la mayoría de los altos dignatarios eclesiásticos. Ahora ya no
se levantaba la bandera de la libertad en los nombramientos eclesiásticos, sino
146
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
la de la pobreza y la de la predicación del evangelio en todo el mundo. Se quería
lograr una vida cristiana semejante a la de los Apóstoles y a la de la primitiva
Iglesia, y muchos de los seglares creyeron oportuno reconducir la Reforma hacia
los reencontrados y providenciales caminos del evangelio y de la pobreza.
“En nombre de Cristo —exclamaba el conocido Arnaldo de Brescia (1148-1155)
inquieto predicador y político (capítulo 59)— pedimos que la Iglesia romana
renuncie a su poder temporal y a sus riquezas”. Pero la sociedad cristiana lo
ajustició, porque atentaba —se decía— contra la paz y el bien común de la “res
publica cristiana”. Se decía que era un revolucionario. Pero ahora no es momento
de juzgar este caso concreto, a pesar de que sí fue motivo de críticas por parte
de los seglares contra la Iglesia; críticas que se multiplicaban constantemente
al observar los laicos con ojos aturdidos que los jerarcas acumulaban cada vez
más poder y riquezas, haciendo escarnio del auténtico sentido de la Reforma
gregoriana.
Los historiadores mucho han discutido sobre la personalidad de Pedro Valdés
y sobre su ortodoxia. A pesar de todo, hoy debemos decir que Pedro Valdés es
el pionero de lo que nosotros denominamos ‘la reforma de la Reforma’. Acertó
plenamente en la búsqueda de las raíces del cristianismo al fundar la asociación
de la penitencia y pobreza en el año 1175. Sobre su ortodoxia hay que tener
muy presente su profesión de fe que presentó en el concilio III del Laterano en
el año 1179, y que después juró ante Guicardo arzobispo de Lyon, y ante el rey
Enrique de Albano en el año 1180. Así pues, Valdés no fue hereje antes del año
1180, a pesar de que posteriormente lo fueran sus continuadores. Después del
año 1182, él y los suyos fueron disidentes de la Iglesia oficial; pero nunca los
debemos confundir con los cátaros. Los ‘valdeses’ tampoco tienen nada que ver
con los movimientos promovidos por algunos alocados de principios del siglo XII,
como fueron los predicadores ambulantes de la “vida apostólica” que no eran
otra cosa que unos demagogos: por ejemplo, Pedro de Bruis del sur de Francia,
quien fue quemado vivo (1125) por una turba delirante. O Tanquelmo, que
predicó también en esta época en Flandes y Brabante contra los sacramentos. El
mencionado Pedro de Bruis exigía que sus seguidores profanaran los templos,
quemaran las cruces e imágenes, y maltrataran a los sacerdotes. Valdés estaba
a una distancia —diríamos— infinita de estas exageraciones. Su mensaje era
eminentemente cristiano, pero después del año 1182 parece ser que se separó
definitivamente de la Iglesia.
De la vida de Pedro Valdés —especialmente de antes del año 1175— sabemos
muy poco. Según las fuentes contemporáneas a Valdés y los manuales
inquisitoriales del siglo XIII conservados en los archivos, se afirma que la
denominada agrupación de “valdeses” o “pobres de Lyon” había sido fundada
por un adinerado ciudadano de aquella ciudad. Valdés nació alrededor del año
1140 y murió hacia 1217. Su nombre aparece escrito de varias maneras: en
latín “Valdensis” o “Valdesius”, y en francés “Valdés” o “Vaudés”. Estaba casado.
Su esposa y una hija menor recibieron una dote suficiente como para que él
HISTORIA DE LA IGLESIA
147
se considerara libre de todo compromiso familiar para dedicarse a un peculiar
apostolado. Siguiendo el ejemplo de los discípulos de Jesús, Valdés dio sus
bienes a los pobres y siguió el llamamiento de la pobreza de los apóstoles.
Hizo traducir los evangelios y algunos libros del Antiguo Testamento en lengua
vulgar (el provenzal), así como algunos fragmentos de los Padres de la Iglesia.
Probablemente los traductores de los evangelios fueran Bernardo Idros y
Esteban de Anse. Habiendo obtenido el conocimiento de la palabra de Dios
—según las crónicas—, Valdés empezó a predicar con gran éxito en calles y
plazas. Envió sus discípulos de dos en dos a predicar el evangelio en muchas
regiones de Francia y de la Provenza. Estos éxitos iniciales se situarían entre los
años 1170 y 1176.
En marzo de 1179 una delegación de aquella pequeña comunidad de ‘valdeses’
fue a Roma con el propio Valdés, con la intención de que el papa Alejandro
III y el concilio ecuménico Laterano III aprobaran el nuevo estilo de vida de la
pequeña comunidad. Alejandro III los escuchó, pero antes de emitir un juicio,
quiso saber la opinión del obispo de Lyon y de los curiales, en una palabra, se
quiso informar. Los informes no fueron demasiado favorables a Valdés y a sus
seguidores. Por ejemplo, Walter Map —curial inglés— afirmaba: “Hemos visto
a los valdeses, gente sencilla e inculta, así denominados por su líder ‘Valdés’
que es un ciudadano de Lyon. Piden con gran insistencia que se les confirme la
autorización para predicar, puesto que se consideran instruidos, siendo así que
son muy incultos. Se entregará la palabra a los incultos —como las perlas a los
cerdos— puesto que sabemos que son incapaces de recibirla y más todavía de
propagarla. ¡No se puede transigir! Estas personas no tienen domicilio, van de
dos en dos, andan descalzos, vestidos con ropa de lana y como los apóstoles,
lo tienen todo en común. Siguen desnudos a Cristo desnudo. Han empezado
con mucha humildad, pero todavía no están seguros. Si los dejamos actuar, nos
echarán a nosotros”. Son palabras llenas de petulancia y patentizan un gran
miedo y una ridícula envidia, puesto que los ‘valdeses’ se percibían como una
amenaza a su modus vivendi.
Sin embargo, en un primer momento la reacción del papa Alejandro III fue
más clarividente que la de sus colaboradores: Valdés recibió del mismo Papa
una confirmación oral del género de vida religiosa que proponía observar, así
como una autorización para predicar con la condición de obtener el permiso
del rector (párroco) del lugar. Y ésta fue la desgracia de los ‘valdeses’, pues no
les faltaron dificultades: el nuevo arzobispo de Lyon, Juan Bellesmain, intentó
poner este movimiento bajo su control. Al no conseguirlo, retiró a Valdés y a sus
compañeros el permiso de predicar. Éste no se sometió y contestó que “antes
hay que obedecer a Dios que a los hombres”.
Esto significaba que los ‘valdeses’ no admitían la jerarquía, o al menos
la consideraban inútil. Creían que era imposible renunciar a su misión de
anunciar el evangelio. Fueron expulsados de Lyon y excomulgados, primero
por el obispo de Lyon, y después por el propio papa Lucio III en los años
148
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
1182 y 1184 respectivamente. Pero esta expulsión favoreció su difusión en el
Languedoc y en la Lombardía, y poco después en Francia e Italia. A pesar de
estas excomuniones, muchos cristianos consideraban que los ‘valdeses’ eran
católicos y hombres de buena fe. Hay que señalar la poca y relativa importancia
que se daba a la excomunión en esta época.
Los ‘valdeses’, a pesar de la excomunión, predicaban la fe ortodoxa e iban
contra los cátaros (nuevo movimiento surgido también en el sur de Francia).
Los ‘valdeses’ continuaban frecuentando las parroquias, a no ser que fueran
expulsados con violencia por los sacerdotes. Éstos a veces estaban muy
molestos, ya que cuando predicaban —algunos curas lo hacían bastante mal o
muy mal— los ‘valdeses’ murmuraban, de tal modo que los rectores no podían
continuar la predicación. La cuestión se podía resumir en esta pregunta: ¿pueden
los laicos predicar, o esta función sólo corresponde a los clérigos?
Pero los hechos fueron demasiado lejos. Al ser expulsados por muchos
párrocos y obispos, los ‘valdeses’ empezaron a construir una doctrina en gran
parte heterodoxa según la mentalidad católica. Así insinúan, en primer lugar, la
negación de la necesidad de las buenas obras para la salvación. No aceptan
la predestinación, condenan la práctica del juramento, se oponen a la pena
de muerte y se posicionan contra los sufragios a los difuntos. Afirman que la
confesión a los seglares también es válida. Admiten que si no se puede celebrar
la eucaristía —puesto que no hay sacerdotes o son indignos—, será suficiente la
fracción del pan (o ágape), por los mismos seglares.
Los ‘lombardos pobres’, los ‘humillados’, los ‘pobres católicos’, los
‘penitentes’ y los continuadores de Valdés
Posteriormente, aparecen los ‘lombardos pobres’, mucho más disidentes que los
seguidores del predicador de Lyon. Valdés los quiso excluir de sus comunidades,
pero no lo consiguió del todo. A pesar de ello, poco a poco, separados de los
‘valdeses’, se organizaron entre ellos con el nombre de ‘lombardos pobres’.
Otra facción de los ‘valdeses’ fue la de los ‘humillados’, que nacieron en Milán
en el año 1175 y se propagaron por todas las regiones del Po. La crónica de
Laon nos los presenta (1200) como “ciudadanos que a pesar de pertenecer a
sus hogares con sus familias, habían escogido una determinada forma de vida
religiosa; se abstenían de decir mentiras y entrar en pleitos; se contentaban con
usar unos vestidos sencillos y se dedicaban a luchar por la fe católica”. Éstos,
igual que los ‘valdeses’, no admitían el juramento, y sobre todo reivindicaban
el derecho a predicar. El carácter específico de los ‘humillados’ radicaba en su
peculiar modo de vida y en que los laicos podían llevar una existencia religiosa y
ejercitar el testimonio evangélico (aun la continencia) sin renunciar a su estado.
Todo esto parecía muy escandaloso para muchos clérigos de aquel tiempo.
Sin embargo Inocencio III (1198-1216) los distinguió de los cátaros, cosa que
los obispos, al menos algunos, no lo hacían. En el año 1201 el mencionado
Papa reconoce la forma de vida de los ‘humillados’ y se les da una regla. De la
HISTORIA DE LA IGLESIA
149
primitiva fraternidad nacieron tres ramas: 1/ hermanos y hermanas consagrados
a Dios, que llevaban una vida conventual de tipo clásico; 2/ los laicos, hombres
y mujeres, que vivían en el trabajo y la oración en comunidades apartadas; y
3/ todos aquellos que continuaban con sus familias, de acuerdo con una “regla
viva” o “propositum” centrado en la penitencia y en el trabajo.
Para vincular los ‘humillados’ a la Iglesia, Inocencio III aceptó el peculiar voto
según el cual no se podía jurar nunca y se les concedió el derecho de predicar en
cualquier lugar; pero advirtiéndoles que no debían predicar dogmas, sino moral.
Los primeros textos del evangelio eran llamados “profunda” —o sea que hacía
falta una exégesis— los otros “aperta”; eran simplemente consignas de vida y
de acción directa.
La mencionada política papal no tuvo demasiado éxito en el caso de los
‘valdeses’. Continuaron su existencia de predicadores itinerantes bajo el nombre
de ‘pobres católicos’, polemizando contra los cátaros y predicando el evangelio.
Efectivamente, también ellos decían haber obtenido la facultad de ejercer el
ministerio de la predicación y de vivir en la pobreza. Como contrapartida, se
sometían a la autoridad de la jerarquía eclesiástica local y a la de la Iglesia
romana. El éxito de esta vinculación fue, sin embargo, más limitado que en el
caso de los ‘humillados’; la mayoría de los ‘valdeses’ no se sometieron a los
eclesiásticos católicos. Por ello, se organizaron para poder perdurar, y podemos
decir que lo consiguieron, puesto que, a pesar de las persecuciones, la Iglesia
‘valdesa’ subsiste todavía hoy en día, sobre todo en Italia. Ésta es una Iglesia de
tipo presbiterano, con un sínodo como órgano supremo formado por pastores y
representantes de los laicos y el cuerpo de pastores, presidido por el moderador,
que es el responsable de la pureza doctrinal. Tiene unos setenta mil fieles,
agrupados en cinco distritos en Italia y uno en América.
De hecho, el impacto histórico y real de estos grupos tuvo menos importancia que
los problemas que ellos, denominados “dessidentes”, plantearon en la Iglesia.
A diferencia de los cátaros, tan alejados del dogma cristiano que no podían
provocar en el seno de la jerarquía más que una reacción de rechazo —máximo
en un tiempo como aquel, en el que el pluralismo religioso e ideológico era
inconcebible— los ‘valdeses’ y ‘humillados’ continuaron fieles a lo fundamental.
El mérito del papa Inocencio III fue comprender que no se debían equiparar todas
las formas de contestación religiosa y que la Iglesia podía, a costa de algunos
sacrificios, recuperar el contacto con los disidentes más moderados. Estos
últimos afirmaban que su estado seglar era compatible con la vida religiosa, y
que para santificarse no era necesario hacerse monje. Para ellos, la vida cristiana
no estaba sujeta al estado de virginidad ni a la observancia de la clausura. Podía
conciliarse muy bien con cualquier situación humana, incluso el matrimonio, y
con la práctica del trabajo. Lejos de hacer hincapié en la fuga o el desprecio del
mundo, la espiritualidad de esos movimientos evangélicos interiorizaba la vida
religiosa, situándola al nivel del rechazo del pecado individual y colectivo.
150
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Los seglares que vivían de este modo, miembros o no de los grupos que
acabamos de estudiar, se multiplicaron a finales del siglo XII. Se les denominaba
‘penitentes’ porque llevaban una existencia relativamente ascética; no aceptaban
el juramento ni el servicio militar y practicaban la pobreza voluntaria y la ayuda
mutua o caridad fraterna. Probablemente san Francisco de Asís fue uno de ellos:
¿no formaron en un primer momento, él mismo y sus compañeros, la ‘Fraternidad
de los penitentes de Asís’? Es cierto que el “Poverello” acabaría fundando una
orden religiosa; pero los “hermanos menores” y los “predicadores” hicieron suyas
algunas exigencias de los movimientos evangélicos, en particular el rechazo de
la estabilidad y de la clausura, así como el lugar central que se daba a la pobreza
en la vida religiosa y el vivo impulso comunicado en las cofradías seglares,
muchas de las cuales darían origen a finales del siglo XIII a las órdenes terceras
de los dominicos y de los franciscanos.
Así pues, ‘valdeses’, ‘humillados’ y ‘penitentes’ fueron los pioneros de una nueva
reforma (o si queréis, de la reforma de la Reforma), verdaderos precursores del
gran movimiento de los mendicantes. Las dificultades con que se encontraron,
sin embargo obstaculizaron la plena reinserción de corrientes evangélicas en la
Iglesia. Se dio una nueva concepción de la vida religiosa. Hasta los canonistas
acabaron tomando en consideración los cambios que se habían producido en
el espacio de medio siglo, puesto que uno de los más famosos, Enrique de
Suso, escribía en el año 1255: “En un sentido amplio, se denominan ‘religiosos’
quienes viven santamente y religiosamente en su propia casa, no por el hecho
de someterse a una regla, sino por llevar una vida más dura y más sencilla que
la de los otros seglares que viven de manera puramente mundana”. Así quedaba
oficialmente reconocida la vocación de todos los bautizados a la santidad. Un
tema de gran actualidad para la Iglesia de hoy: la del siglo XXI.
16. SAN FRANCISCO
• ¿Es posible elaborar una biografía de san Francisco de Asís?
• ‘Ecco il santo’
• Expansión del franciscanismo
¿Es posible elaborar una biografía de san Francisco de Asís?
La excelsa figura del movimiento reformador espiritual de principios del siglo
XIII —y también nos atreveríamos a decir que es el personaje que mejor captó
el significado de los consejos evangélicos en la historia de la Iglesia—, fue san
Francisco de Asís. Fue un auténtico don de Dios con el que Cristo obsequió a su
esposa, la Iglesia. De él, expondremos brevemente tres temas: las fuentes en las
cuales se basa su biografía, su vida, y por último el franciscanismo en España.
Es paradójico que en la sencilla y humilde figura de san Francisco se ocultara uno
de los interrogantes más confuso, enigmático y contradictorio de la historiografía
mundial.
La primera dificultad proviene de los mismos escritos de san Francisco. En su
humildad, no nos dejó ninguna biografía propia. Además, en su propia obra
literaria apenas figura ninguna nota biogràfica suya. Sólo existen alusiones
a alguno de sus comportamientos, que él mismo pone como ejemplo a sus
hermanos. Así, en su testamento, la pieza literaria más autógrafa, recuerda que
él (Francisco) siempre ha intentado vivir del trabajo de sus manos, porque así
lo hicieron sus hermanos. Una de sus obras más importantes, la primera regla
escrita durante los años 1209-1210, se ha perdido. Se han perdido también
sus cartas, como la mayoría de sus poemas. Sólo se ha conservado lo que se
considera su obra máxima: el Cántico de hermano sol.
152
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Pero la gran dificultad para descubrir a san Francisco, radica en la existencia,
aun cuando estaba vivo, de dos tendencias en la orden franciscana. Cada
una de ellas intentaba ganarse a su fundador e interpretar sus palabras y sus
escritos a su modo. Los rigoristas exigían a los hermanos menores la práctica
de la pobreza íntegra y total, mientras que los moderados estaban convencidos
de la necesidad de adaptar el gran ideal de pobreza a la evolución de una orden
cada vez más numerosa.
Según las fuentes de la historia de san Francisco, el episodio decisivo se dio
entre los años 1260-1266. El capítulo general de 1260 confió a san Buenaventura
la tarea de escribir una vida oficial del fundador. La orden, una vez escrita la
regla, la consideraría en lo sucesivo la auténtica y oficial descripción de san
Francisco, y por lo tanto ya no deberían haber discusiones sobre su vida. Esta
vida o Legenda Maior fue aprobada por el capítulo en el año 1263, y después
también en el capítulo de 1266. Así se intentó acabar con tantas contradicciones
y leyendas, y para dar fuerza a la Legenda Maior los mencionados capítulos
mandaron que fueran destruidos todos los otros escritos sobre la vida del santo.
Fue una auténtica tontería. De este modo se veta el estudio de otras fuentes,
muchas de ellas importantes, a los pobres historiadores. Para más desgracia,
la “leyenda” de san Buenaventura es casi inutilizable como fuente científica de
san Francisco. La obra resulta muy fantasiosa y a la vez tendenciosa. Decimos
fantasiosa porque combina elementos contradictorios sin ningún tipo de crítica,
y es tendenciosa porque habría momentos de disensiones en tiempos de san
Francisco que tan bien servirían para perfilar la figura del santo. Especialmente
silencia temas como el trabajo manual, la pobreza y los estudios. Esta imagen
de san Francisco sin contrastes, desgraciadamente estuvo vigente hasta la
publicación del estudio del historiador protestante Paul Sabatier en el año 1894.
Podemos extraer las características más singulares de san Francisco a partir
de dos testimonios: Tomás Celano, y el hermano León. El primero, o sea el
hermano Tomás, era un franciscano literato de gran estilo. Redactó la Vita prima
(1228) muy bien informada, pero silencia toda discusión en el interior de la orden,
y nos presenta a un san Francisco muy dulce, sin luchas interiores, y pone en
el candelabro a Elías, el hermano más autoritario de los primeros tiempos del
franciscanismo. Tomás Celano empezó una segunda vida de san Francisco
(1244) que completó la primera gracias a la aportación de nuevos elementos
proporcionados por los hermanos que habían conocido al santo. Finalmente,
Tomás Celano en el año 1253 escribe un Tratado de los milagros que supuso un
paso atrás a la biografía de san Francisco.
El hermano León, en cambio, tiene una visión diferente a la del mencionado
biógrafo Tomás Celano. Los escritos de León son en general muy documentados.
Entre ellos hay un conjunto que está en las antípodas de los escritos del
mencionado Tomás Celano; se trata de las obras: La leyenda de los tres
compañeros, El espejo de perfección de los hermanos menores, y la Leyenda
antigua. Debemos observar que el hermano León, sacerdote confesor de san
HISTORIA DE LA IGLESIA
153
Francisco, era el principal inspirador de esta producción literaria. Seguramente
debía conocerle bien, pero todas las obras, que son ciertamente suyas, vacilan
cuando se utilizan los métodos críticos de la historia: hay muchas lagunas y datos
inciertos. Además, se deja llevar por la exageración y nos presenta a un san
Francisco intransigente, duro, poco retocado históricamente. Un san Francisco
poco dibujado en su carácter, con unos rasgos evidentemente exagerados.
Por último, no podemos despreciar al intentar hacer una biografía lo más
auténtica posible, dos obras de carácter más legendario que histórico que han
jugado un papel decisivo de gran importancia en la historiografía franciscana.
Nos referimos a Las bodas espirituales de san Francisco con la pobreza, pero
sobre todo a Las florecillas. Este último es un escrito que recoge todos los relatos
edificantes en la vida del santo. Se escribió un siglo después de su muerte y fue y
es una obra muy popular, después de haber sufrido un intento de descrédito por
parte de la crítica moderna. Pero hoy disfruta de un gran prestigio, porque parece
ser muy cercana a las fuentes más genuinas de la historiografía franciscana.
Resumiendo, podemos decir que hoy se reconocen las siguientes obras de san
Francisco: Cántico de las criaturas, Alabanzas en todas las horas, Carta a toda
la orden, Bendición a Fray León, La verdadera alegría, Carta a las autoridades,
etc. Las primeras biografías de san Francisco son: Leyenda Prima de Tomás
Celano (1228-1230), Speculum perfectionis de autor desconocido, Leyenda
secunda de Tomás Celano (1247), Leyenda maior de san Buenaventura (1263),
y Leyenda de los tres compañeros (1270-1300).
‘Ecco il santo’
Francisco Bernardone nació entre los años 1181-1182 en Asís. Su madre, en
ausencia de su padre, mercader de tejidos de viaje por Francia, lo bautizó con el
nombre de Juan Bautista. No sabemos por qué nunca utilizó el nombre de Juan
ni por qué se impuso el de ‘Francesco’. Posiblemente sea un mote, o quizás
porque Francisco apreciaba Francia y cantaba coplas como un ‘trovatore’ en los
bosques de Asís.
Su niñez y su adolescencia fueron normales. No podemos creer la versión de
Tomás Celano, que nos presenta como trasfondo de la gran figura de Francisco
una adolescencia prácticamente depravada. Lo cierto es que ‘Francesco’ pasaba
el tiempo entre juegos, canciones, y le gustaba vestirse con elegancia. No hay
duda de que era un líder entre sus compañeros. El rasgo más sorprendente es
que quería ser caballero, cosa en parte comprensible si tenemos en cuenta que
este era el ideal de aquella época de cruzadas. Admiraba la poesía cortesana y
lo que más le atraía era el oficio de las armas y de la guerra, que practicó el joven
‘Francesco’ en la lucha entre los gibelinos y los güelfos (capítulo 59).
El pueblo de Asís estaba dividido políticamente: los nobles tuvieron que
marcharse, mientras los comerciantes, mercaderes y burgueses se hicieron
fuertes en el pueblo. Los nobles se refugiaron en Perugia y declararon la guerra
a Asís. Francesco cayó prisionero y permaneció más de un año en la prisión de
154
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Perugia. Una vez libre, en noviembre de 1203, cayó enfermo y esto le impidió
acompañar a un noble caballero de Asís que iba a luchar junto al ejército papal
contra el imperial a Apulia. Estos dos hechos, prisión y enfermedad, ayudarán a
dar el primer paso de su conversión.
La enfermedad —una grave lesión en los ojos y en el sistema digestivo— le hizo
reflexionar sobre el destino de la vida humana. Su conversión se manifestó en la
renuncia del dinero y de los bienes materiales. La primera manifestación de su
conversión tuvo lugar cuando tenía que ir a Apulia. Él no pudo ir, y se encontró
con un caballero que iba sin capa y él le dio su manto.
Francisco volvió a Asís y fue elegido “rey de la juventud”. Pero en esta nueva
vida y honores no encontraba la paz, de modo que se retiró a una cueva con
un compañero, donde sería habitual encontrarle rezando y reflexionando. Un
día, pasando por la iglesia de San Damián, se encontró con el sacerdote que
cuidaba de aquella ermita y le dijo que no tenía dinero para arreglar aquel templo
en ruinas. Entonces Francisco fue a casa de su padre, cogió un buen fardo de
ropa, lo puso sobre el caballo, y vendió ropa y caballo. Así, con el dinero, se pudo
iniciar la reconstrucción de la ermita de San Damián. Su padre, furioso, lo fue a
buscar, y Francisco se escondió en la bodega de una casa abandonada. Pero
no podía permanecer allí toda la vida, de modo que tuvo que salir y la gente lo
acusaba de gandul y bohemio. El pueblo lo apedreó, lo trató de loco, y su padre
no pudo más que protegerle y lo encerró en su casa. Al cabo de pocos días,
movido de compasión, lo puso en libertad. Francisco irá en busca del obispo,
y ante su presencia como seguro y testigo, y ante su padre —que continúa
estando enfadado—, realizó un gesto solemne que consagraba la ruptura con su
vida anterior: renuncia a todos sus bienes, se desnuda totalmente, manifestando
así el absoluto abandono a la pobreza, “con la que se casa”. De este modo
rompió con su vida anterior.
Los primeros pasos son vacilantes, con dificultad, y aun con errores. Busca un
nuevo camino. Un día, mientras cantaba alabanzas a Dios (en francés) por los
bosques, unos bandoleros lo asaltaron y le preguntaron: “¿Quién eres?”. “Yo soy
el heraldo del gran rey”, respondió. Le dieron tantos golpes que lo dejaron medio
difunto, burlándose del heraldo del rey.
Otro día, según explica el propio san Francisco al principio de su testamento,
besó a un leproso en el que vio el rostro de Cristo. También nos lo explica la
leyenda de los tres compañeros: parece ser que cierto día, al estar rezando
fervorosamente al Señor, oyó lo siguiente: “Francesco, si deseas conocer mi
voluntad, debes despreciar y odiar todo aquello que quisiste y que deseaste
poseer con amor carnal, y cuando empieces a hacerlo, se te volverán amargas
e insoportables las cosas que antes te resultaban suaves y dulces, y al revés,
encontrarás gran dulzura y suavidad inmensa en aquello que antes te provocaba
pánico”. Y es así como, dichoso por lo que había oído y confortado en el Señor,
cabalgó por los alrededores de Asís, cuando se encontró con un leproso, y a
HISTORIA DE LA IGLESIA
155
pesar de causarle instintivamente mucho asco la vista de los leprosos, bajando
del caballo, le entregó una moneda al mismo tiempo que le besaba la mano
y recibía del leproso el beso de la paz. A partir de este hecho, buscó más y
más su propio desprecio, hasta llegar al vencimiento perfecto con la gracia
de Dios. Pocos días después, tomó una considerable suma de dinero, se fue
donde estaban los leprosos, y reuniéndolos a todos le dio limosna a cada uno,
besándoles las manos. “Dejando aquel lugar —dice la leyenda de los tres
compañeros— sintió que se le hacía dulce la vista y el trato con los leprosos,
que tan amargo le había resultado siempre. Antes, si por casualidad pasaba por
delante de sus hogares (de los leprosos) o topaba con alguno, eso sí, movido
por la piedad le hacía enviar limosna por otra persona, pero él, sin poder poner
remedio, giraba el rostro y con las manos se tapaba la nariz. Pero, por la gracia
de Dios, se hizo amigo y familiar de los leprosos, y más aun vivía entre ellos y
humildemente les servía...”.
Con este gesto (besar al leproso) entró en la vida de san Francisco la caridad
hacia las personas que sufren, y el gran deseo de servir a los más humildes.
“Cristo está presente y quiere ser servido en los enfermos”.
Todavía hay otro hecho que le llevó hacia el nuevo camino que buscaba: un día,
mientras rezaba en San Damián, un santo-cristo le dijo: “Francisco, ves y repara
mi casa, que como ves está en ruinas”. Entonces Francisco subió a los tablones
y, convertido en peón, empezó a reparar la iglesia de San Damián. Y lo mismo
hizo con el templo de la ‘Porciúncula’ (el lugar más querido por san Francisco
según san Bonaventura). Allí dio el último paso hacia la conversión total, pero
en esta ocasión no sería una revelación, sería un sacerdote, que leyendo el
evangelio dijo: “Id y anunciad por todas partes que el reino de Dios está cerca.
No traigáis ni oro ni plata”. Francisco, desbordado de alegría, tiró su bastón y se
descalzó inmediatamente. Era el 12 de octubre de 1208 o el 24 de febrero de
1209. Francisco tenía 26 o 27 años, y la conversión le llevó a ser misionero. Así
nacía “san” Francisco, y con él una muchedumbre de compañeros o hermanos.
Empezó a predicar en Asís con gran éxito. Después predicó por toda la Umbría
y en las Marcas. Al cabo de pocos días, ya eran doce hermanos; entre ellos se
encontraban los hermanos León, Ángel y Rufino, que formarían el equipo de ‘los
tres compañeros’. Todos ellos se reunirían en la Porciúncula durante el invierno
del año 1209 para reflexionar sobre su vida y su predicación. El balance no fue
demasiado positivo. Los hermanos fueron perseguidos, el mismo san Francisco
fue tomado por un loco, y además, el mismo obispo de Asís, Guido, que en un
principio lo había protegido, se manifestó hostil y desconfiado. Había que confiar
y apelar a la máxima autoridad religiosa, había que ir a Roma, a ver el Papa.
En aquel momento el Papa era Inocencio III, dominado por la espiritualidad
pesimista (desprecio de las cosas de este mundo), en las antípodas del amor
que Francesco expresaba hacia todas las criaturas. Francisco aspira al cielo,
pero a través de las criaturas de este mundo. Además, Inocencio III, persuadido
156
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
por la primacía del poder espiritual sobre el poder temporal, veía la Iglesia
asediada por varios enemigos, príncipes que se denominaban cristianos y sobre
los que el Papa lanzó la excomunión, herejes que pululaban, como era el caso
de los cátaros, contra los cuales predicaba la cruzada preparando la inquisición.
Estas eran las preocupaciones del gran papa Inocencio III, muy diferentes a las
del pobre de Asís.
Francisco, un simple laico harapiento se presentaba ante una curia papal, vistosa,
lujosa y arrogante, para predicar la puesta en práctica integral del evangelio. A
ojos del Papa, aquel que tenía ante si, Francisco, ¿estaba en camino de la
herejía?, ¿o era ya hereje? El primer contacto entre los dos hombres fue hostil.
El Papa exclamó al ver a Francisco, que éste era un campesino, al cual aconsejó
volver con su rebaño de cerdos. El obispo Guido preparó un segundo encuentro,
y cuando Francisco pudo, por fin, mostrarle el texto de su regla, Inocencio III
quedó perplejo de su severidad. Exclama: “¡El evangelio integral! ¡Qué tontería!”.
Para aprobar el texto, fue necesario un sueño en el que el Papa veía la basílica
del Laterano cayendo, a punto de derrumbarse, y que un religioso “pequeño y
feo” la apuntalaba. Esta imagen y visión hizo cambiar de parecer al Papa, que
sólo le concedió una aprobación oral. Inocencio III mandó que, sin conferir a
los hermanos las órdenes mayores, se hicieran tonsurar todos los que eran
laicos. Y parece ser que a Francisco se le confirió el diaconado. Finalmente,
les autorizó para predicar exhortaciones morales al pueblo. Pero Francisco ya
estaba satisfecho, porque así se había asegurado la comunión con el Papa y con
la Iglesia que tanto estimaba.
De vuelta a Asís, los compañeros se instalaron en la llanura, junto a un
riachuelo, donde ocuparon una cabaña abandonada. Un poco más tarde, el
abad del monasterio benedictino de Monte Subasio les concedió la capilla de
la Porciúncula y un trozo de tierra cercana. La pequeña comunidad, que crecía
despacio, continuó llevando la misma vida. Los íntimos de Francisco eran: el
hermano Rufino “que rezaba mientras dormía”; el hermano Juniper “aquel juglar
de Dios”; y el hermano León, hombre buenísimo pero el más intransigente
seguidor de Francisco. León fue su confesor ya que era sacerdote.
En 1212 Francisco reclutó una valiosa vocación: Clara, joven noble de Asís,
enardecida por los sermones del santo que huyó de la casa familiar con una
amiga la noche del domingo de Ramos y se refugió a la Porciúncula. Francisco
les cortó los cabellos y las vistió con un hábito parecido al suyo (de saco). Algún
tiempo después, el obispo Guido concedió la capilla de San Damián a Clara y
a las “damas pobres”, que más tarde se denominarían ‘clarisas’, así como los
‘hermanos menores’ se denominarían franciscanos. “Os prometo velar siempre
por vosotras como lo hago por mis hermanos”, les escribió Francisco a las
‘damas pobres’ o clarisas. Cumplió su promesa y fue obedecido y tan querido
por ellas como por sus hermanos.
HISTORIA DE LA IGLESIA
157
El año 1212 también es para la cristiandad un año de esperanza. El 14 de julio,
los reyes cristianos de la Península ibérica conseguían una brillante victoria
sobre los musulmanes en las Navas de Tolosa. Este año es también el de la
llamada “cruzada de los niños”: un ejército de jóvenes que querían ir a Tierra
Santa. Con ellos, Francisco y uno de sus hermanos se embarcaron en una
nave rumbo a Siria, pero una tormenta les alejó hasta la costa dàlmata. Fue la
campaña más desvaratada y cruelmente utópica de la cristiandad medieval. Dos
años después, Francisco se dirigió a Marruecos con el propósito de predicar a
los sarracenos. Fue también a Santiago de Compostela en donde la enfermedad
le detuvo en España durante unos meses.
Sus compañeros eran cada vez más numerosos. Entre los recién llegados
destacaban Juan Parente y el hermano Elías, los dos futuros ministros generales.
En esta época se atribuyen muchos milagros a Francisco.
Aquel del cual, hasta hace poco, muchos se reían, ahora levantaba el entusiasmo
de las multitudes. Cuando se anunciaba la llegada de Francisco, todo el mundo
gritaba: “¡Ecco il santo!”, “¡Que viene el santo!”, y tocaban las campanas. Todo el
mundo estaba contento y dichoso. Se acercaban a él con ramos y cantando.
En el año 1215 la Iglesia vivió un gran acontecimiento; Inocencio III reunió
el concilio IV de Laterano, que decidió una nueva cruzada y puso las bases
para una importante reforma en la Iglesia. Como este tímido “aggiornamento”
parecía ir en la línea de los deseos de Francisco, se ha pretendido que él
había asistido al concilio y que allí se habría encontrado con santo Domingo.
Pero probablemente Francisco no asistió al mencionado concilio. Aun así,
cabe señalar que en realidad el concilio supuso una amenaza para los dos
fundadores. El canon 13 prohibía formalmente la creación de nuevas órdenes,
y el canon 10 supeditaba estrechamente los monjes a la jerarquía, cosa que
evidentemente estaba fuera de las intenciones de Domingo y Francisco para los
suyos. Este último (Francisco) intentó alejar la amenaza evitando transformar
sus compañeros en una verdadera orden, para conservar una mayor flexibilidad
y hacer más fácilmente, gracias a la coexistencia de laicos y clérigos, de puente
entre la Iglesia y los seglares.
Sin embargo Francisco dio una cierta organización a sus compañeros, que
se hizo más necesaria a medida que eran más numerosos. Parece ser
que mientras los hermanos eran pocos, el santo les pedía que fueran a la
Porciúncula dos veces al año; después sólo los convocó una vez por año. La
reunión del año 1217 tiene una importancia especial, ya que en ella Francisco
decidió extender la predicación de los hermanos fuera de Italia. ¿Quizás es esta
reunión la que aparece en Las florecillas como el “capítulo de las esterillas”,
lleno de inverosimilitudes pero que reconstruye de forma de joven fiesta la
reunión de los hermanos que con esta ocasión se habían construido cabañas
de caña. Francisco posteriormente decidió partir hacia Francia con el hermano
158
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Maseu. Pero en Florencia, el famoso cardenal Hugolino le persuadió para que
abandonara el mencionado proyecto.
En el año 1219 Francisco volvió a soñar que partía hacia tierras de los infieles, a
convertirlos o a sufrir el martirio. Embarcado en Ancona el 24 de junio, asistió a
la toma de Damiata por los cruzados el 5 de noviembre, y quedó decepcionado
por el comportamiento codicioso y sanguinario de los cruzados; obtuvo del
sultán Malik-al-Kamil una entrevista sin resultados, y se fue a Palestina, donde
probablemente visitó los Santos Lugares. Entonces fue cuando recibió a un
emisario que reclamaba su retorno a Italia, donde decía que los hermanos
pasaban por una grave crisis. En verano del año 1220 se embarcó y fue hacia
Roma.
¿Qué había pasado? Sabemos que algunos de los extremistas se habían
transformado en puros vagabundos, rodeándose de mujeres hasta “comer con
ellas en el mismo plato”. Y también, algunos relajados querían construir bellas
iglesias de piedra, y a la vez practicar y favorecer los estudios entre ellos. Esto
no era lo que Francisco quería. A su paso por Bolonia, donde el hermano Juan
de Staccia había establecido una casa de estudios, Francisco expulsó a todos
los hermanos (incluso a los enfermos) y maldijo a Juan.
Ante la gravedad de la situación, un representante de la Santa Sede fue
nombrado “protector” de la Fraternidad. Se trata del mencionado cardenal
Hugolino, que años después sería el papa Gregorio IX. Francisco cedió la
dirección administrativa de la comunidad a Pedro Catanio, y continuó siendo la
cabeza espiritual, aunque se vio obligado a transformar el movimiento fundado
por él en una verdadera orden y redactar una Regla que sustituyera las fórmulas
del año 1210.
En el capítulo del año 1221, Francisco presentó su Regla, pero ésta suscitó
objeciones, tanto por parte de los hermanos como de los representantes de
la curia romana; el Papa y el cardenal Hugolino le pidieron que la retocara. El
hermano Elías pidió el original del primer proyecto y Francisco se puso de nuevo
manos a la obra, desanimado y a veces amargado. Finalmente la Regla fue
aprobada por el papa Honorio III (1216-1227) en una bula del 29 de noviembre
de 1223; de ahí su nombre ‘Regula bullata’. La mayoría de las citas del evangelio
que contiene la Regla de 1221 habían sido suprimidas, y las fórmulas jurídicas
habían sustituido los pasajes líricos. Además, había desaparecido todo lo
referente a prescripciones destinadas a hacer practicar una pobreza más
rigurosa. Por último, la Regla ya no insistía en la necesidad del trabajo manual
para los hermanos.
Francisco aceptó esta regla con gran pena en su corazón. Fue —dicen los
biógrafos— la época de “la gran tentación”. Después se resignó y se tranquilizó.
“Pobrecito —le dice el Señor—, ¿por qué estás tan triste? ¿Tu orden, no es mi
orden? ¡Procura más tu salvación!”. De este modo Francisco llegó a considerar
HISTORIA DE LA IGLESIA
159
su salvación como algo independiente de la orden que de él había nacido, y se
encaminó serenamente hacia la muerte.
A “la gran tentación” sucedió una “larga paz”, en la que se alternan y se mezclan
episodios de ternura desbordante y de sufrimiento sublimado.
Después de pasar el invierno de 1224 en Greccio —donde celebró la Natividad
entre grutas y ermitas en una abrupta montaña—, se dirigió a la Porciúncula
para el capítulo de junio, el último al que asistió. Después se fue a otra ermita,
al monte de Auvernia. Llevaba con él sólo algunos hermanos, los más queridos
de su corazón, los “tres compañeros”: Ángel, León y Rufino. Allí se dedicó a
una vida de contemplación. Un día, quizás el 14 de septiembre de 1225, tuvo
la última visión: sobre él, un hombre de seis alas, como un serafín, los brazos
abiertos y los pies juntos en una cruz. Mientras meditaba sobre la visión, lleno de
alegría y tristeza a la vez, unas llagas sangrientas se formaron en sus manos y
sus pies. Y apareció una herida en su costado: los estigmas.
Francisco había llegado al final del camino hacia la imitación de Cristo; él sería
el primer estigmatizado del cristianismo. El acontecimiento le dejó tan confuso
como satisfecho. Intentó disimular sus estigmas, envolviendo con vendas sus
pies y sus manos. Así, sintiéndose confirmado en su misión, en otoño reinició sus
giras de predicación sobre un asno. Pero sus sufrimientos físicos aumentaron.
Estaba muy enfermo.
Se quedó prácticamente ciego y sufrió terribles dolores de cabeza. Santa Clara,
a quien visitó en San Damián, lo retuvo algunas semanas para cuidar de él.
Se construyó una cabaña de mimbre en el jardín y allí vivió uno de sus últimos
periodos más tranquilos. Parece ser que allí habría compuesto el ‘Cántico del
hermano Sol’. El hermano Elías consiguió convencerle para dejarse visitar por
los médicos del Papa, la corte del cual residía en la ciudad vecina de Rieti. Éste
lo acompañaba “como una madre”, según Tomàs Celano; o “como un carcelero
o vigilante”, según muchos historiadores. Pero la ciencia de los sabios fue inútil,
y cuando los hermanos de Siena llamaron a los mencionados médicos para que
cuidaran de él, o quizás lo curaran, su estado había empeorado. En estos días,
Francisco les dictó su testamento.
Pidió que lo llevaran a Asís, concretamente a la Porciúncula. Este lugar se
encontraba en la llanura a merced de los peruginos, enemigos de siempre.
El cuerpo de un santo como Francisco podía tentarlos. Vendrían multitudes a
venerarlo, y eso sería un buen negocio. Por eso el moribundo fue transportado al
interior de las murallas de Asís, al palacio episcopal. Pero Francisco —como era
obvio— se sentía cada vez menos cómodo en los palacios, y consiguió que lo
llevaran a la Porciúncula. Allí fue velado por hermanos y grupos de hombres de
Asís, armados, que se relevaban por turnos, temerosos de que cuando hubiera
fallecido Francisco se llevaran su cuerpo a Perugia, cosa que de ningún modo
podían consentir los de Asís.
160
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
El 3 de octubre de 1226 hizo que le cantaran el ‘Cántico al hermano Sol’, que le
leyeran la Pasión según el evangelio de san Juan, y que lo reclinaran en el suelo,
sobre un cilicio cubierto de ceniza. Fue entonces cuando uno de los hermanos
presentes vio, de repente, cómo se elevaba el alma de Francisco, como una
estrella hacia el cielo. Así murió plácidamente envuelto en una verdadera “paz
franciscana”. Tenía sólo 46 años.
Tras su muerte, todo sucedió con mucha rapidez. Las aglomeraciones sobre el
recinto donde se hallaba su cuerpo para contemplar los estigmas, los sencillos
funerales del 4 de octubre, la parada en San Damián, donde santa Clara cubrió
de lágrimas y besos el cuerpo de su glorificado amigo.
El 11 de julio de 1228, menos de dos años después de su muerte, tuvo lugar
la canonización. El Papa entonces era el cardenal Hugolino, bajo el nombre de
Gregorio IX (1227-1241), y rindió un homenaje muy sentido y sincero a su amigo.
¡Francesco, il Santo!
El 25 de mayo de 1230 su cuerpo fue enterrado en la cripta de la basílica de
Asís. En 1569 se inauguró la basílica de Santa María de los Ángeles, donde se
encuentra la capilla o ermita de la Porciúncula, lugar en el que murió nuestro
querido santo, el humilde y pobre Francesco Bernardone.
Expansión del franciscanismo
Ya en tiempos de san Francisco, su obra se extendió por todas partes. Un
investigador franciscano nos explica: “La originalidad fascinante de san Francisco
de Asís consistió en vivir el evangelio íntegramente y sin glosa en medio de una
sociedad caballeresca y burguesa. El caballero pretendía rescatar con la espada
el sepulcro de Cristo que estaba en manos de los musulmanes. El comerciante
recorría caminos, ferias y mercados buscando la ganancia. Francisco, hijo de
mercaderes y de espíritu caballeresco, se lanzó por el mundo predicando el
evangelio de amor, de penitencia y de paz, sin dinero y sin espada” (véase J.
Meseguer, 2.000 años de cristianismo, vol. 3, pág. 104-114).
Como hemos comprobado, Francisco quiso que el evangelio se extendiera por
todo el mundo. Sus hitos geográficos extremos eran: Jerusalén y Compostela.
Pero las circunstancias adversas impidieron cumplir su primer intento de
evangelizar Siria y Palestina. Luego fijó su mirada hacia Marruecos, pero no
sabemos muy bien por qué, tampoco pudo ver aquí realizados sus deseos.
Estuvo en Palestina, como hemos explicado, y también llegó a la España
cristiana, y según testigos del siglo XIII, peregrinó a Santiago de Compostela
para venerar al Apóstol Santiago, ante la tumba del cual se postraba gente de
toda la cristiandad.
A parte de todo lo que se ha dicho, es muy difícil dar respuesta documentada
a todas las preguntas que pueden formularse sobre los viajes franciscanos y
las fundacionales de conventos. La tradición ha alimentado generosamente el
HISTORIA DE LA IGLESIA
161
silencio de las fuentes, atribuyendo a san Francisco la fundación de muchos
conventos en su viaje a través de la Península ibérica, no sólo a lo largo de la
ruta de Santiago, sino también en puntos tan alejados como Madrid y Huete
(Cuenca). No es fiable lo que las crónicas escriben sobre esto, porque para abrir
conventos, habría necesitado que una numerosa comunidad le acompañara para
dejar al menos un fraile en cada fundación. Es imposible. Las fuentes aluden a
un único compañero o a pocos. Por otra parte, ninguna tradición se apoya en
testigos anteriores al siglo XVI. De lo que no debemos dudar —sólo hay que
constatar el afán apostólico de Francisco y sus frailes— es de que la presencia
de tan singulares peregrinos debió impresionar profundamente a aquellos que se
acercaban a escuchar sus exhortaciones penitenciales, brotadas de un espíritu
ardiente y expresadas con palabras humildes y cálidas. Observaron su actitud y
gesto servicial en los hospitales a lo largo del camino de Santiago. Sembraron el
franciscanismo en tierras hispanas, donde muy pronto se instalarían las órdenes
franciscanas.
En Cataluña la tradición franciscana nos dice que la orden se instauró en Mataró,
Vilafranca, Barcelona..., en los años posteriores a la muerte del santo. Aun hay
quien afirma que fue el mismo santo quien fundó algunos de estos conventos.
El 3 de octubre de 1226 —como ya hemos apuntado anteriormente— moría
el Poverello. Su obra estaba consolidada a pesar de las tensiones internas; el
mismo san Francisco, al final de su vida, prácticamente dejó la dirección de la
orden en manos de vicarios generales: primero a Pedro de Catania y después a
Elías de Cortona. Aunque la imagen de este último vicario fue desfigurada por
la polémica posterior, lo cierto es que al morir Francisco tenía en sus manos
las riendas del movimiento franciscano y sabemos que el santo moribundo
le dio la última bendición. Pero no olvidemos que el gran personaje en estos
primeros años tras la muerte del santo fue el cardenal Hugolino, al cual el propio
Francisco consideró “gobernador, protector y corrector”. En el año 1227 Elías no
fue elegido, sino Juan Parente, apareciendo ya divergencias: los celosos de la
pobreza que querían el cumplimiento íntegro de la regla, apelaban el testamento
del santo, pero el nuevo papa Hugolino (Gregorio IX 1227-1241) declaró que
aquella última voluntad del santo no tenía suficiente fuerza de ley. De aquellos
que querían la estricta aplicación del testamento, nació el grupo denominado ‘los
espirituales’.
Elías de Cortona, sobre todo mientras fue ministro general (1232-1239), defendió
que había que asimilar la orden franciscana a los moldes de otras agrupaciones
religiosas; y especialmente se tenía presente la nueva orden fundada por santo
Domingo. Se pretendía una seguridad constitucional —posición del ministro
general— y una aceptación del cultivo de la ciencia. En medio de las dos
tendencias, hay que colocar a san Antonio de Padua, a san Buenaventura, a
Juan Pecham y a los otros, los cuales aunque guardaban celosamente el legado
de san Francisco, querían adaptar la orden a las circunstancias del tiempo que
—no hay duda— habían cambiado.
162
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
La orden se extendía cada vez más: Irlanda, Escandinavia, Siria, Palestina,
España y muchísimas otras regiones, de tal modo que en el año 1300 el
número de franciscanos ultrapasaba los cuarenta mil. Es posible que el éxito
de esta expansión proviniera de la unión entre la orden y el Papa. Los grandes
propulsores de la Reforma —san Francisco y santo Domingo— acertaron
encontrando los vínculos de unión con Roma, la cual cosa daba ciertas garantías
de la ortodoxia y de expansión católica universal.
Paulatinamente, los frailes menores (franciscanos) se hicieron presentes en las
universidades, dando un gran auge a la ciencia teológica; pero no podían olvidar
su carisma primitivo, que era la predicación popular y las misiones. También
fomentaron las devociones populares, los motivos de las cuales giraban entorno
a la encarnación y a la pasión de Nuestro Señor. Predicaban en las ciudades,
pero el evangelio también era expuesto en sus propias iglesias y en el campo
como predicadores ambulantes, como hacía san Francisco. El siglo XIII nos
ha transmitido sobre todo grandes nombres: para Italia Antonio de Padua y
Buenaventura; para Francia Hugo de Digne y Odón Rigaldo; para Alemania
Conrado de Sajonia y Bertolo de Ratisbona... Siguiendo el ejemplo y voluntad de
san Francisco, los frailes menores pudieron consagrarse como evangelizadores
de los “gentiles”. San Francisco, con su predicación ante el sultán, había
intentado cambiar el cariz de la cruzada, convirtiéndola en vía crucis de un
pacífico esfuerzo para llevar la fe a los infieles (o gentiles), y así fue cómo los
hermanos menores fueron como predicadores en el norte de África, en Siria y en
Palestina (misión sarracena), y por mandato del Papa, a los mongoles (Juan de
Piano di Carpine 1245-1247 y Guillermo de Rubruck 1253-1255).
Para la Santa Sede los franciscanos significaron, al igual que los dominicos,
una ayuda importante en la obra de Reforma de la Iglesia y en la lucha contra
la herejía, pero también en la política eclesiástica (legaciones, mediaciones
de paz...). A pesar de que por encima de todo hay que reconocer que el paso
ardiente, hermoso e íntegro de san Francisco entre los hombres y mujeres que
peregrinan en este mundo, es un gesto —esperamos— totalmente imitable y
que nos llena de plena alegría. Al menos nosotros nos sentimos seguidores
del “poverello” de Asís. ¿Quién no se siente obligado a seguirlo? ¿O al menos
a admirarlo? Y si cabe nos sentimos más franciscanos por el hecho de no
pertenecer a la orden canónica de los franciscanos. El evangelio que seguía san
Francisco en integridad lo dice bien claro: “la verdad os hará libres”. Igual que
Francisco, la libertad nos proviene del evangelio y no de la ‘regla’: ¡somos más
franciscanos al no ser franciscanos! No sé si esta afirmación es una osadía, pero
sí, posiblemente agradaría a nuestro hermano Francisco.
17. SANTO DOMINGO DE GUZMÁN
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•
•
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Hechos más notables
Dos carismas coincidentes: san Francisco y santo Domingo
El capítulo es superior al fundador
Propagación de los dominicos
San Ramon de Penyafort. Hace 400 años que fue canonizado
Hechos más notables
Domingo, el español universal, tan carismático como san Francisco de Asís,
tiene tras de si una multitud de hermanos armados caballeros de una aventura,
la más sublime: la aventura de predicar la verdad. Su blasón fueron los
consejos evangélicos y su espada la palabra forjada por la ciencia teológica.
Fue un hombre sabio y santo. Siempre inquieto por el evangelio. Un viajero
infatigable. Un auténtico paladín de la predicación de la Reforma en todo el
mundo conocido. Fue el mejor de entre los mendicantes —sólo comparable con
san Francisco— siempre itinerantes por las ciudades y universidades siempre
buscando la verdad. Su obra perdura diáfana en equilibrio constante entre los
ideales evangélicos y las estructuras eclesiales.
Domingo de Guzmán nació en los alrededores de 1170, en Caleruega —un
pueblo de Castilla la Vieja—. En el año 1196 entró en el capítulo catedralicio del
obispado de Osma, y en 1201 fue nombrado subprior del capítulo de los canónigos.
A los dos años, acompañó a su obispo Diego Acebedo para cumplir una misión
real en el norte de Europa, posiblemente Dinamarca. Después de su paso por
Roma, ambos (el obispo Diego y el canónigo Domingo) fueron conocedores
excepcionales del movimiento herético de los cátaros que hervía en el sur de
Francia. Inquietos, Diego y Domingo manifestaron al papa Inocencio III su deseo
de evangelizar a los cumanes de Hungría, pero el Papa estaba preocupado por
la expansión de los cátaros, y a pesar de escucharlos amablemente, recondujo la
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
164
conversación hacia la nación vecina de los dos visitantes: Francia y Provenza. De
este modo el Papa les convenció de que era muy conveniente predicar de nuevo
el evangelio en aquella región infectada por la herejía. Sin ninguno otro requisito
que no fuera la voluntad papal, se encaminaron al sur de Francia. Años atrás,
Diego había fundado una casa en Prouille —en el corazón del Languedoc— en la
cual acogía a mujeres ‘conversas’. Éstas hacían vida común —como los grupos
de beguinas de los cátaros (capítulo 68)— recibiendo una sólida formación por
parte del obispo Diego o de sus emisarios. Así se podía hacer una gran tarea,
cumpliendo la misión que Inocencio III les había encomendado. Aun así, Diego
que se encontró mal cuando regresó de Roma, tuvo que dejar a su fiel canónigo
subprior santo Domingo en Prouille, y él volvió a Osma (España), donde murió
poco después.
Hoy nos resulta difícil seguir la cronología de la vida de santo Domingo y de
su fundación ante la multitud de bibliografía y estudios sobre este personaje
universal; pero sí podemos señalar los siguientes hitos históricos, comprobados
por los documentos y que nos podrían servir para presentar un sintético marco
histórico para la biografía del santo:
-
-
-
En el año 1213 santo Domingo predicó la cuaresma en Carcasona.
El 25 de mayo de 1214, recibió la parroquia de Fanjeaux, cerca de
Prouille.
Durante el año 1215 se instaló en Tolosa (Toulouse) y fundó la orden de
los predicadores. Recibió la aprobación del mencionado obispo después
de haberlo acompañado al concilio IV del Laterano.
Durante el año 1216, en Tolosa, los predicadores aceptaron —siguiendo
las normas del concilio IV Laterano— la regla de san Agustin. Santo
Domingo vuelve a Roma.
El día 15 de agosto de 1217 santo Domingo envió sus hermanos desde
Prouille para fundar en Bolonia, Roma y en España. El 13 de diciembre
se despedía del Languedoc.
En el año 1218 pasó el invierno en Roma, y durante la primavera volvió
a España.
En el año 1219 santo Domingo viaja a Tolosa, París, Milán, Bolonia y
Viterbo.
En el año 1220 santo Domingo pasa el invierno en Roma. El 11 de
mayo se celebraba el primer capítulo general de la orden en el cual se
aceptaron las primeras constituciones propias. En el mismo año 1220 se
empezó la misión en la Lombardia.
En el año 1221 santo Domingo pasaba el invierno en Roma. El 28 de
febrero fundó el convento femenino de San Sixto en Roma, y se instaló
en Santa Sabina. El 30 de mayo se celebraba el segundo capítulo en
Bolonia. En él se estructura la orden en provincias. En verano del mismo
año, santo Domingo predicaba en los alrededores de Venecia. El 16 de
agosto de 1221 murió en Bolonia.
En el año 1234, el 3 de julio, Gregorio IX canoniza a santo Domingo.
HISTORIA DE LA IGLESIA
165
Hasta aquí las fechas. Si ampliamos algunos rasgos fundamentales de los
orígenes de los dominicos y de su carisma podemos apuntar que Prouille fue
muy importante para santo Domingo. Ese lugar debía servir también de oasis
a los innumerables predicadores que se unieron a santo Domingo ya en el año
1206. En Prouille, el gran predicador les orientaba y todos rezaban pidiendo
la eficacia en sus misiones para combatir la herejía cátara. El obispo Fulk,
admirando la gran tarea de aquellos predicadores, les concedió una vivienda
en la misma Tolosa, cerca de San Romano, y también los nombró “predicadors
diocesanos”.
No eran sólo ellos —los “frailes predicadores”— quienes intentaban convertir a
los cátaros; también un grupo de prelados del Císter se esforzaba en esta difícil
tarea. De este intercambio de experiencias tenemos un texto muy significativo de
santo Domingo: “Habéis venido —vosotros, grandes prelados, prohombres del
Císter— con escolta y equipajes, con ganas de prestigio, confiados en vuestros
poderes, buscando la complejidad de los poderosos, tirando sobre los otros las
taras de las rivalidades egoístas y de los errores doctrinales. Así abandonaréis
en manos de los ‘valdeses’ y cátaros la verdad y eficacia del auténtico evangelio y
los convatiisen aquello que han encontrado: como el sentido de la vida apostólica
no fuera el: ¡Dejad vuestras pompas! Sin equipajes ni preocupaciones, salid a su
encuentro en su propio terreno”... Los insignes prelados cistercienses quedaron
estupefactos e impresionados por estas palabras, y su líder, Arnau Amaury se
fue, no continuó su inicial prepotente evangelización. Debía ejercer sus poderes
en el capítulo general del Císter. Era un hombre de autoridad que no hubiera
tenido objeción en utilizar procedimientos violentos para aplastar a los herejes.
En cuanto a los otros, se dedicaron a imitar a Domingo y empezaron una
predicación directa con diálogos públicos en las ciudades y pueblos. La escena
anterior que tiene como escenario Montpellier (1206) es el fundamento de los
dominicos, como lo fue para Francisco el episodio de la lectura de san Lucas que
invitaba a salir de la Porciúncula para predicar de dos en dos el evangelio.
Dos carismas coincidentes: san Francisco y santo Domingo
Lo que sucedió en Montpellier en el año 1206 tiene también mucho que ver
con la escena de Asís, en que Francisco, hijo de un comerciante y hombre de
una nueva generación, tiró simbólicamente sus vestiduras a los pies del obispo,
y se entregó a una vida pobre, con la que reproducía de una forma nueva
la fraternidad del evangelio. En el mismo clima de efervescencia —aunque
en el recto sentido— estaban las posturas de Pedro Valdés en Lyon, de los
Humillados en la Lombardía, y de tantos otros que se liberaban del peso de
una Iglesia demasiado poderosa y rica (véase capítulo 62). Dos vías paralelas
—la de Francisco y la de Domingo— en las que manifiestan las semejanzas
y las diferencias de los carismas. Francisco recibió con una luz meridiana el
supremo valor de la pobreza como condición elemental de la acogida de la
Buena Nueva, hasta el punto de que la menor apropiación ya es un fracaso
en la comunidad de bienes. Esto permite vivir sin reglas como hermanos,
en medio de una sociedad donde la búsqueda del provecho se convierte en
166
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
egoísmo mercantil. De hecho, a imitación de Francisco, empiezan a multiplicarse
pequeñas comunidades, ocupadas en las más modestas tareas, sin distinguir
entre clérigos y laicos, entregadas a la espontaneidad elemental de un testigo
libre de los adoctrinamientos oficiales. Domingo, siguiendo a su obispo, y más
allá de su primer proyecto, abrazó la pobreza y el evangelio mediante otra
experiencia, a la vez coincidente y diferente. Hace suyo el convencimiento de
los evangelios que fermentaba entre los “disidentes” desde hacía treinta años; el
testigo del evangelio está fundado en la imitación de los Apóstoles y en el modelo
de la Iglesia primitiva. A pesar de estar siempre abierto al diálogo en coloquios
públicos en Montpellier, Béziers, en Montreal..., a veces cede a la impaciencia,
diciendo: “Os he hablado —afirma Domingo —con dulces palabras desde hace
años; pero como dice la gente de mi tierra (España), ‘donde no vale la bendición
prevalecerá el palo’, ¡oh dolor!”.
Siguiendo su iniciativa frente a los prelados del Císter, Domingo pronto
estructura en Tolosa, entre los años 1212 y 1217, a sus primeros compañeros en
una fraternidad que también sería una comunidad de predicadores itinerantes.
Utilizó estos términos aparentemente contradictorios porque la sola institución
de una orden podía implicar algún poder, así como la simple movilidad de los
predicadores difícilmente se acomodaría a la vida comunitaria. La pobreza
se vería realizada, regulada y reducida a la categoría de medio; mientras
que Francisco de Asís se esposaba con ella. A partir de esta intuición, las
consecuencias se encadenaban, desde la predilección del apostolado hacia los
pecadores, hasta el estudio científico de la Verdad, o sea de la Palabra en la
Teología —discurso sobre Dios—. Un discurso humilde, ya que en un principio
se confiaba a los ‘Predicadores’, en las nuevas ciudades, el apostolado dirigido
a las mujeres públicas. Cabe recordar que ya antes, Domingo había acogido a
prostitutas en los conventos femeninos que él dirigía.
El capítulo es superior al fundador
En santo Domingo también existe una peculiar forma de vivir el evangelio. Él
considera que es el sirviente de toda la comunidad, y por eso su obra y sus
hermanos son más importantes que su propia figura de fundador. La autoridad
de la comunidad está por encima del mismo fundador. Ante las constituciones
y el capítulo, Domingo siempre queda en un segundo plano. Esto hace que los
rasgos fundamentales de los predicadores nazcan del conjunto de los hermanos.
Gracias a esta puesta en común, nacen las grandes iniciativas y programas
eficaces: misiones, universidad, pobreza evangélica, estudios, formación de los
predicadores, etc. Veamos a continuación estos rasgos fundamentales de los
dominicos.
En sus constantes viajes, santo Domingo se obsesionó con una idea fija: había
que predicar en las universidades. En ellas, los ‘predicadores’ presentarían el
evangelio buscando siempre la Verdad: “La verdad os hará libres”.
HISTORIA DE LA IGLESIA
167
Por otro lado, ya desde el primer contacto con los cátaros del sur de Francia,
Domingo constató que había que fundamentar la predicación en el sólido saber
teológico, no sólo para mantener una controversia, sino también para lograr
una catequesis atrayente en el seno de la Iglesia. El movimiento de predicción
de los laicos (que tantas veces desembocó en descarrilamientos heréticos)
había puesto de manifiesto la necesidad de que el pueblo cristiano sintiera la
palabra de Dios; a pesar de que, como la predicación se hacía simultáneamente
por diferentes partes, Domingo intuyó con gran claridad que había que lograr
diáfanos conocimientos de moral y teología en el predicador, y en esto se
patentiza la característica especifica de los dominicos, gracias a la genialidad de
su fundador, puesto que la intención declarada de renovar la predicación de la
doctrina de la fe, partiendo de la teología, se debe a santo Domingo, desde los
mismos comienzos de la orden. Así, muchos compañeros que venían del campo
de las universidades se hicieron dominicos: por ejemplo, el que sería sucesor del
santo en el gobierno de la orden, el beato Jordano de Sajonia (1222-1237), que
había estudiado en París. Bajo el mando de este beato, la orden se propagó en
gran manera.
La constitución de los predicadores recalcaba la pobreza de los individuos
no menos que la de la comunidad. Tomaba elementos tradicionales de las
congregaciones de canónigos regulares (como los de san Oleguer o de san
Rufo de Aviñón) y también se orientaba por las normas de vida monástica,
señaladamente de los cistercienses. Era nueva la exigencia de vivir de limosna;
se rechazaban rentas fijas y bienes inmuebles. Las iglesias debían de ser tan
sencillas como las de los primeros tiempos de los cistercienses. Sobre todo se
fundaban casas en las ciudades universitarias, en las episcopales y en las de
activo comercio. Aquí se encontraban los deseados campos que germinaban
vocaciones, para el cuidado de almas, para el estudio y para el propio sostén.
Los dominicos celebraban sus capítulos anuales, alternando en todos los países
en los que tenían residencias. El capítulo general (derivado evidentemente del
modelo cisterciense, que Inocencio III también había hecho obligatorio para
las otras órdenes en el canon 12 del mencionado concilio del Laterano) tenía
la suprema autoridad y era la fuente de derecho de la orden. En el capítulo
general se escogía el maestro general, el cual también podía ser depuesto
por el capítulo. Los superiores provinciales eran igualmente elegidos (por los
capítulos provinciales), y al maestro general sólo le competía un derecho de
confirmación.
Desde el año 1228 —siete años después de la muerte de santo Domingo— ya
había provincias de dominicos en España, la Provenza, Francia, Lombardía,
Roma, Alemania, Inglaterra, Hungría, Tierra Santa, Grecia, Polonia y
Escandinavia. Tanto al capítulo general como a los capítulos provinciales
incumbía la vigilancia sobre los superiores por ellos escogidos: una mezcla
peculiar y, como la práctica demostró, eficaz. En santo Domingo hoy en día
todavía encontramos las constantes que pueden asegurar el éxito del buen
168
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
funcionamiento de la Iglesia, si todas las actuaciones están empapadas de
humilde creación y de ferviente caridad.
La función central de la predicación obligó a los legisladores internos en la orden
a exigir para cada residencia un maestro de Teología y un prefecto o director
de estudios. En cada provincia se erigió un “studium generale” y, finalmente, se
enviaron a formarse a París (a Saint Jacques) las mejores vocaciones.
Ya en un principio se intentaba la estricta subordinación al Papa (el maestro
general puso su residencia en Roma) y al episcopado de cada nación. Tal
actitud debía servir para la obra de predicación y para asegurar el amplio apoyo
de los obispos locales.
La rigurosa forma de vida (pobreza, ayuno, abstinencia y obras personales de
penitencia) ganó la atención del pueblo cristiano para los predicadores, así como
un constantemente número de vocaciones, sobre todo del mundo universitario
y de las capas dirigentes de la burguesía. Fue un movimiento que arraigó
enormemente en la Europa naciente y de un modo especial en Cataluña, donde
sobresalió san Ramon de Penyafort.
Propagación de los dominicos
Bajo el enérgico gobierno de sus primeros sucesores (Jordán de Sajonia
1222-1237; el catalán Ramon de Penyafort 1238-1240; Joan Alemany 12411262; Humberto de Romans 1262-1263), la orden conoció un rápido auge. A
finales del siglo XIII se contaban 557 conventos en 18 provincias, el número de
miembros ascendió en cifras redondas a 15.000. Bajo Humberto de Romans la
‘constitución’ recibió su forma definitiva.
Mientras en los inicios se trabajaba en estrechada colaboración con los obispos
y el clero parroquial, a partir de 1240 aparecen los mismos conventos como
centros de ‘cura animarum’ (con predicación, administración de sacramentos,
cofradías, etc.). Los papas, sobre todo Gregorio IX e Inocencio IV, colmaron de
privilegios la orden, tomaron de ella a muchos de sus consejeros (recordemos
a san Ramon de Penyafort, el catalán universal, y al cardenal Hugolino) y en la
organización de la inquisición los papas se valieron sobre todo de dominicos.
Éste es uno de los puntos históricos más delicados. El servicio que ofrecían
los primeros dominicos en el tribunal de la inquisición, no excluía el diálogo de
la controversia teológica ni de la predicación, pero también se intentaba ser
coherente y fiel a la ciencia teológica.
En el campo científico de la escuela, de la universidad y de la literatura teológica
radicó la representación señera de esta orden. Los conventos de París, Orleáns,
Bolonia, Colonia y Oxford sobre todo, guarecían a los teólogos principales del
siglo XIII.
HISTORIA DE LA IGLESIA
169
El fervor misional dominicano encontró campo en Prusia, en Tierra Santa, en
España y en África norteña. En Grecia, por indicación del Papa, los dominicos
intentaron la unión de la Iglesia oriental. También hay que consignar misiones
cerca de los cumanes y mongoles.
La segunda orden de santo Domingo, que partió de Prouille, y san Sixto
(de Roma) pudo servir de modelo para otras fundaciones de comunidades
femeninas. Las constituciones de san Sixto, junto con las reglas de los
cistercienses, fueron norma para la congregación de ‘penitentes de santa Maria
Magdalena’ (‘arrepentidas’, ‘mujeres blancas’) que se propagaron rápidamente,
sobre todo por Alemania. Por último, hay que remarcar que de una cofradía de
laicos de la ‘Militia Christi’, nació la orden tercera: son los ‘Hermanos y hermanas
de la penitencia de santo Domingo’.
San Ramon de Penyafort. Hace 400 años que fue canonizado
Ramon de Penyafort nació hacia el año 1185 en la parroquia de Santa Margarida
i els Monjos, cerca de Vilafranca del Penedès. Pertenecía a una familia noble
propietaria de un castillo, del cual actualmente se conservan pocos elementos
arquitectónicos, entre ellos la torre del homenaje.
El joven Ramon recibió la primera formación intelectual y eclesiástica –como san
Oleguer (1060-1136)– en la escuela del claustro de la catedral de la ciudad de
Barcelona, donde estudió las disciplinas primarias contenidas en el denominado
trivium y quadrivium. Siendo muy joven, fue profesor de retórica y lógica. En
1210 renunció a su cátedra de maestro y a su condición de escritor de la sede
barcelonesa para perfeccionar sus estudios de derecho en la celebérrima
Bolonia. En el mencionado centro, frecuentó las clases de los grandes maestros
Acussio, Pedro della Vigne, Sinibaldo Fieschi, Orlando de Cremona... En 1216,
cuando tenía unos treinta años, obtuvo el doctorado en derecho.
En Bolonia enseñó gratuitamente, aun así ‘el Común’ le concedió un subsidio
para su subsistencia. En este periodo escribió la Suma luris, que es un manual
muy difundido y empleado constantemente por los juristas.
Permaneció en Bolonia durante veinte años, cuando el obispo de Barcelona
Berenguer de Palou II (1216-1241) viajó a la mencionada ciudad italiana
en busca de eminentes profesores, puesto que quería crear unos estudios
superiores similares en Barcelona. Entre estas primeras figuras estaba el catalán
Ramon de Penyafort; éste no aceptó el ofrecimiento episcopal, y así regresó
a su patria, acompañado de un grupo de dominicos. Cuatro años después
–concretamente el viernes santo de 1222– Ramon de Penyafort profesó como
fraile predicador. En este periodo, en Barcelona, también impulsó con sus
consejos a los iniciadores de la orden mercedaria. Aun así, el auténtico fundador
de esta orden fue el caballero y mercader barcelonés San Pedro Nolasco, que en
el mismo altar mayor de la Catedral románica de Barcelona, el 10 de agosto de
170
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
1218, con la presencia y el apoyo del joven rey Jaime I y del obispo Berenguer
Palou II, juró fidelidad a la nueva orden. Ramon de Penyafort posiblemente no
se encontraba en Barcelona el julio de 1218, sino que estaba en Bolonia; a pesar
de que después fue un gran amigo de los mercedarios, obteniendo del mismo
papa Gregorio IX la proclamación de orden universal, adhiriéndola a la regla de
san Agustín.
Durante este periodo que permaneció en Barcelona (1218-1230) escribió una
de sus obras capitales llamada Suma Casuum (Suma de Poenitentia). Era como
un manual, muy práctico para los confesores. En él se daban soluciones a los
casos de conciencia más frecuentes, haciéndose por primera vez en la historia
las pertinentes distinciones jurídicas en el campo moral, y subordina el derecho
civil al derecho eclesiástico. Durante los siglos XIII y XIV la Suma Casuum fue
empleada en toda Europa por los confesores y, a su vez, era muy alabada tanto
por la clara y sistemática exposición como por ser muy práctica y útil.
Durante los años 1229-1230 colaboró con el cardenal legado pontificio Juan de
Abbeville en Cataluña –concretamente en un sínodo de Lleida– en la aplicación
de la reforma del concilio ecuménico Laterano IV. Durante el mes de noviembre
de 1229 también recibió del Papa el mandamiento de predicar una cruzada
en el Lenguadoc y Provenza contra los sarracenos, concretada en la famosa
conquista de Mallorca, perpetrada por el rey Jaime I. El santo animó a muchos
caballeros de la Provenza a realizada en la mencionada campaña.
Todo el mundo hablaba de las grandes cualidades y santidad de Ramon de
Penyafort. El mismo papa Gregorio IX lo admiraba muchísimo, tanto que lo quiso
como colaborador a su lado, como confesor y consejero. En Roma, en el oficio
de la penitenciaria papal, lo vemos como juez justísimo resolviendo difíciles
problemas e interviniendo en sentencias de excomunión e interdicto. Pero en
la mayoría de los casos se inclinaba por la absolución. Intercedió a favor de
los mercaderes italianos que eran acusados de herejía por el solo hecho de
comerciar con los sarracenos. En todos estos asuntos, el santo manifestaba su
corazón magnánimo y comprensivo. En este periodo también fue consultado por
un asunto muy espinoso: la lucha contra la herejía. Obviamente el santo deseaba
erradicarla de todos aquellos países cristianos que la consideraban un atentado
contra la misma sociedad; por eso él aconsejó la implantación de la Inquisición
en la provincia de Tarragona (a. 1232) y en todo el Reino de Aragón (a. 1235).
Pero esta Inquisición era más benigna si la comparamos con la instaurada por
los Reyes Católicos dos siglos después, y también hay que jugar los hechos en
el contexto histórico de la época.
En la etapa de sincera colaboración con el papa Gregorio IX (1230-1234),
destaca su obra máxima, por la cual tanto él como el Papa pasaron a la historia
del derecho universal. Es la famosa colección de los decretales que sustituyó
anteriores colecciones. En ella se intenta, y en gran parte se logra, eliminar
las contradicciones existentes en las colecciones anteriores. A la de Ramon
HISTORIA DE LA IGLESIA
171
de Penyfort el Papa le concedió el carácter oficial según consta en la bula Rex
Pacificus del 6 de septiembre de 1234. Ésta fue aceptada por toda la Iglesia
durante la baja edad mediana, reconociendo así un gran respeto y gran autoridad
a los dos grandes protagonistas: Ramon de Penyafort y Gregorio IX.
En 1236 Ramon de Penyafort dejó Roma y a su Papa; entonces Gregorio IX
ya tenía 95 años y estaba muy afectado por la lucha que mantuvo contra el
emperador Federico II. Ramon de Penyafort volvió a Barcelona a su convento de
Santa Caterina. Aun así le duró muy poco el deseado descanso, puesto que el
capítulo general de los dominicos, en 1238, lo designó por unanimidad maestro
general de la orden. Entonces redactó unes reformadas constituciones para
sus hermanos sin romper –pero sí mejorar con más simplicidad– las anteriores
constituciones redactadas por Giordano de Sassonia. Una vez fueron aprobadas
estas nuevas constituciones, Ramon de Penyafort dejó el cargo de superior
general de los predicadores para volver a su convento de Barcelona. Aquí
tenía un gran prestigio y destacaba por su santidad y por su sencillez. Intentó
establecer el diálogo con los judíos y sarracenos. Precisamente se debe a él la
fundación en Murcia de una escuela hebraica.
Ramon de Penyfort ayudó a todo el mundo: a los mercaderes dándoles una ética
sana para actuar en sus negocios. También ayudó a muchísimas personas de
toda condición social dirigiéndolas espiritualmente, inculcándoles un gran amor
a la Eucaristía y estableciendo todo tipo de puentes de contacto y diálogo entre
ellas, incluso en relación a otras religiones. Y así, con este intento magnánimo,
impulsó a santo Tomás de Aquino, el teólogo más grande de la edad mediana, a
que escribiera su obra denominada Suma contra gentiles.
Los contemporáneos de Ramon de Penyafort coinciden presentarlo como un
auténtico santo. Incluso siendo el representante permanente de la Santa Sede
en Cataluña, manifestaba una gran sencillez hacia todos, no haciendo nunca
distinciones en su ministerio de la confesión ni entre reyes (Jaime I) ni entre
personas más humildes o necesitadas.
Era un hombre entrañable, muy querido, que tanto aconsejaba y ayudaba al
rey Jaime I y al papa Gregorio IX, como a una humilde viuda o al más sencillo
clérigo que se arrodillaba a confesarse. Pero su sencillez no le hacía claudicar
enfrente los grandes retos que tenía la Iglesia. Recordemos que era la época
de aplicación de la Reforma Gregoriana, en la cual se exige que los pastores
sean dignos y competentes en sus ministerios, y es así como recomienda y aun
exige que los candidatos al episcopado sean clérigos dignos. Él mismo, por no
considerarse digno, renunció en la sede de Tarragona en 1234.
Para ayudar a los obispos y a los sacerdotes en su labor pastoral, escribió
el famoso libro Suma Pastoralis. También fue importante su Tractatus de
matrimonio, compuesto después de 1234.
18. OTRAS ÓDENES MENDICANTES
• Los carmelitas
• Los agustinos
• Conclusión
Los carmelitas
La aportación de los carmelitas a la Reforma fue muy notable. Entre los
carmelitas es difícil concretar a un personaje fundador, al contrario de lo que
sucedía en las anteriores órdenes mendicantes. Aquí el mérito es de todo un
grupo que emprendió en primer lugar la reforma interna, y posteriormente influyó
en todos los estamentos de la sociedad desde los ambientes universitarios
hasta los campesinos. Los carmelitas se hicieron muy populares, especialmente
porque aportaron un elemento muy peculiar a la Reforma: ‘el desierto’, el lugar
de intensa plegaria, apartado del mundo. Según el evangelio, era habitual que
Jesús se retirara a rezar a un lugar apartado y desierto. Los carmelitas también
incrementaron mucho la devoción a la Virgen María y a san José; tanto era así
que, por ejemplo en Barcelona, eran conocidos como los ‘Josepets’.
Los orígenes de los carmelitas son confusos. Su inicio se quiere ver en un
pasaje del Libro de los Reyes (Reyes II,2). En este fragmento de la Biblia
se nos dice que Elías y sus discípulos vivían en el ‘Monte Carmelo’ —lugar
sagrado—. Ya en los primeros siglos del cristianismo se establecieron a los
pies de aquella montaña de Palestina eremitas que vivían según el ejemplo del
gran profeta Elías. Así lo cuenta la misma Eteria en el famoso relato que hizo
de su viaje a Palestina. Pero la orden como tal tiene su origen en un grupo de
eremitas —cruzados y peregrinos— establecidos a mediados de siglo XII en el
mencionado Monte Carmelo. Hay claros indicios documentales de la presencia
de estos eremitas en el mencionado lugar y del espíritu que les impulsaba. En
174
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
el año 1206, el patriarca de Jerusalén Alberto de Vercelli les dio una sabia regla
que posteriormente fue confirmada por el papa Honorio III (1226). La carta
prólogo de la misma dice textualmente: “Brocardo et ceteris eremitis qui sub eius
obedientia in monte Carmeli morantur”. Esta regla fue suficiente para organizar
la vida eremítico-contemplativa. Los únicos elementos cenobíticos que en ella se
hallaron fueron la obediencia a un prior elegido por la mayoría, la asistencia a la
misa conventual, el capítulo semanal de culpas, la soledad colectiva e individual,
el trabajo con las manos y el silencio de vísperas a tercia del día siguiente son
aspectos característicos, y la médula de aquella vida que se contiene en el
precepto “maneant singuli in cellulis suis, die ac nocte, in lege Domini meditantes
et in orationibus vigilantes” (“permanezcan solos en sus celdas, día y noche,
meditando la ley del Señor y siendo vigilantes en las oraciones”).
Ante la invasión de los sarracenos, muchos eremitas —peregrinos, colonos,
mercaderes y cruzados europeos— volvieron, ya antes de mediados del siglo
XIII, a sus países de origen: Chipre, Sicilia, Francia, Inglaterra; las primeras
fundaciones se realizaron en Chipre, Mesina, Marsella (Les Aygalades) y en
Huine y Aulesford. En Europa los ‘eremitae Sanctae Mariae de Monte Carmelo’
no se adaptaban fácilmente. El ambiente social y eclesiástico les era hostil. Se
planteó la alternativa: adaptarse al estilo mendicante o seguir el eremitismo
arriesgándose a la impopularidad. Hubo partidarios de ambas orientaciones. Por
iniciativa de los deseosos de la adaptación —el líder de los cuales era, según
la tradición, el inglés san Simón Stocks—, se enviaron delegados al concilio
de Lyon (1245) para solicitar la revisión de la Regla. Por la carta apostólica
Quae honorem Conditoris (1 de octubre de 1247) Inocencio IV mejoró la Regla
revisada en los siguientes puntos: opción a fundar en los poblados, institución
del refectorio común, mitigación de la abstinencia de carnes y del silencio.
Con estos retoques importantes, los eremitas se abrieron camino, convirtiéndose
en una pujante orden mendicante. En la segunda mitad del siglo XIII las
fundaciones eran ya numerosas, y también se establecieron en centros
escolásticos: Cambridge (1247), Oxford (1253), París (1259), Bolonia (1260),
Valencia (1281), Zaragoza (1291), Barcelona y Girona (c. 1292), Perelada
(1293)... Sin embargo, la nueva orientación no consiguió extinguir las reacciones
de eremitismo. El general francés Nicolás, impetuoso defensor del desierto, optó
por renunciar a su cargo, pero no sin haber escrito su ‘Ignea Sagitta’ contra los
innovadores en 1271. También su sucesor el alemán Radulfo renunció y se retiró
a Hulne. El gobierno de Pedro Miliau (1275-1291) fue decisivo; bajo su régimen
el Carmelo se extendió por todos los países y se adaptó definitivamente a la vida
mendicante. Referente al hábito, cabe decir que las capas fueron definitivamente
las blancas usadas ya en el capítulo de Montpellier (1287). El capítulo de Tréveris
(1291) quitó el derecho a voto de los hermanos, la cual cosa quiere decir que los
clérigos formaban ya la mayoría.
En el mismo año (1291), los mamelucos de al-Ashraf subieron al Monte Carmelo,
degollaron a todos los monjes y quemaron el monasterio. Fue un golpe fatal y de
HISTORIA DE LA IGLESIA
175
graves consecuencias para la orden. Así las raíces orientales quedaban secas.
Se abría definitivamente la época europea del Carmelo. Surgieron hombres de
letras y de acción. Con Gerardo de Bolonia, el Carmelo tuvo su primer maestro
de París como general (1297). En 1324 ya había ocho ‘Studia fratum Ordinis
Beatae Mariae de Monte Carmeli’. Surgió una literatura histórico-espiritual, que
culminó en el Libro de la Institución, que apareció en los Decem Libri, del catalán
Felip Robot (después del año 1370), fiel reflejo de la tradición contemplativa de
la Orden y de su ideal eliano-mariano; durante varios siglos era el manual de
formación.
En el pueblo cristiano, los carmelitas influyeron particularmente por su
espiritualidad mariana y la devoción a la Virgen María, al santo Escapulario y
también, como hemos dicho, por la veneración a san José.
La orden adquirió un gran impulso, especialmente en los centros universitarios,
donde tuvo un papel destacado en la teología escolástica (Gerardo de Bolonia,
John Baconthorpe, Guido Terrena...). A pesar de estos personajes de gran
altura científica, los carmelitas se distinguieron por la predicación popular y
por sintonizar con la piedad popular. Fueron una gran ayuda para introducir la
Reforma en toda Europa durante los siglos XIII y XIV.
Los agustinos
Al volver san Agustín a Tagaste, su patria, creó un movimiento monástico tan
fecundo y exuberante que muy pronto se expandería por todo el norte del
África romana, llegando a contar cuando murió (año 430) con más de cincuenta
monasterios. Para estos grupos, escribió una regla monástica llamada Ad servos,
la cual junto con los sermones De vita et moribus clericorum y las Enarrationes
super psalmum 132 forman los documentos básicos del ideal monástico de san
Agustín, y especialmente en la vida monástica y de los capítulos catedrales en la
alta edad media, sólo comparable a la regla de san Benito.
Como ya hemos visto al estudiar a san Oleguer o a los canónigos regulares
de San Rufo de Aviñón, durante la centuria del XII los agustinos y canónigos
regulares de San Rufo y otros se hacen notorios por su gran crecimiento
en las colegiatas y en los cenobios, algunos de los cuales tenían una fuerte
huella agustiniana, y lograron su punto culminante en la primera mitad del siglo
XIII. En estas mismas fechas, empezó a prosperar un movimiento fusionista
de eremitorios, que desembocó en la aparición de nuevas congregaciones
eremíticas por el vasto territorio italiano, sobresaliendo la de los eremitas
agustinos de Thuscia, extendidos por el centro y sur de Italia. La de Brictinis, en
la Marca Anconitana, y la de los Juanbonites o Zambonini por la Lombardía y el
Véneto. A proposición de la Sede apostólica (Roma), se agruparon todas estas
congregaciones, junto con otras fundaciones agustinianas de dentro y fuera de
Italia, en la llamada ‘Gran Unión’, pasando a constituir una sola familia religiosa
distinta de las colegiatas de canónigos de San Agustín o regulares. Y bajo el
gobierno de un único superior general, acto seguido, la orden de san Agustín
176
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
fue confirmada canónicamente como una sola orden por bula del papa Alejandro
IV del 9 de abril de 1256, diferente a los canónigos de San Rufo de Aviñón. Su
división en doce provincias— siete de ellas en Italia y las cinco restantes en
Francia, Inglaterra, Alemania, Hungría y España—, es un testigo muy elocuente
de la expansión por el centro y sur de Europa. La obra monástica del obispo de
Hipona ahora volvía a adquirir una gran vitalidad. A finales del siglo XIII ya había
ascendido el número de sus provincias a diecisiete, y en 1329 a veinticuatro,
en menos de tres cuartos de siglo habían conseguido extender la orden desde
Polonia y Hungría hasta Portugal, y desde Irlanda a las islas del mar Egeo.
El monaquismo agustino invadió toda la geografía hispánica, En el mismo siglo
XIII se hizo necesario desmembrar Portugal de la única provincia agustiniana
existente, erigiéndola en vicariato, así como los numerosos conventos del
noreste de España, que pasaron a constituir la provincia catalano-aragonesa,
con el apoyo de la corona del reino de Aragón. Su crecimiento fue espectacular,
al extender su radio de acción en la centuria siguiente por tierras del condado de
Cataluña, Aragón y el mismo reino de Valencia.
Conclusión
Como conclusión, podemos decir que las órdenes mendicantes marcaron
decisivamente su huella en la vida religiosa y eclesiástica del siglo XIII más de lo
que lo habían hecho en su tiempo las órdenes reformadas del siglo XII. Gracias
al centralismo de las respectivas constituciones, en parte mitigado por la relativa
independencia de las provincias y por la libertad de movimientos del personal en
el plano internacional, y sobre todo gracias a los hermanos o frailes menores, por
su amplio contacto apostólico con todas las capas de la sociedad, representaron
para los papas fuerzas incomparables para la animación apostólica y para el
gobierno de la Iglesia. Muchos obispos y cardenales salieron de sus filas ya
durante el siglo XIII. Cabe destacar que los mendicantes sobresalieron en lo
referente a la renovación de la piedad popular por la acción de las tres formas o
estados de la orden que crearon y por el desarrollo de la ciencia teológica. Los
representantes más conspicuos también tenían cátedras en las universidades
europeas. Los dominicos y franciscanos inundaron la Iglesia y la sociedad
incidiendo en los pensamientos e ideas verdaderamente científicas de toda
Europa. Pero a la vez no dejaban de ser muy populares. Hay que remarcar
desde Alejandro de Hales, pasando por san Buenaventura, hasta Juan Duns
Escoto; desde Hugo de St. Cher, pasando por Alberto Magno hasta el gran santo
Tomás de Aquino.
Los hermanos predicadores prestaron grandes servicios en la lucha contra la
herejía (Inquisición), y en los reiterados intentos de unir de nuevo las dos iglesias
de Oriente y Occidente. La primera fase de las misiones en la baja edad media
y en todo el mundo, fue determinada por ellos. La literatura eclesiástica fue
enriquecida por ellos en todos los campos (predicación, catequesis, apologética,
filosofía, teología, historiografía, exégesis, liturgia y poesía), con obras muy
valiosas. Estos fueron los méritos de los mendicantes; pero por encima de todo,
HISTORIA DE LA IGLESIA
177
hay que subrayar que ellos fueron los instrumentos providenciales gracias a los
cuales la Iglesia recondujo la Reforma iniciada por los papas gregorianos, y
gracias también a ellos se renovaron, bajo la guía de los consejos evangélicos,
todos los estamentos eclesiales, llegando incluso a las altas esferas de la
sociedad así como a los pueblos más sencillos. Con ellos podemos decir que
Europa intentaba configurarse más cristiana y auténticamente más evangélica.
19. LA CUMBRE DEL PAPADO MEDIEVAL:
INOCENCIO III
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Un genio político y un gran hombre
Papa reformador
Un gran político. La cuestión del sur de Italia y del Imperio
La intervención del Papa se extendía a todos los países de Europa
¿Hierocracia o dualismo en Inocencio III?
Juicio sobre Inocencio III
Sucesores inmediatos de Inocencio III
Un genio político y un gran hombre
Hablar de Inocencio III (1198-1216) en el ámbito de la historia de la Iglesia,
significa exponer la máxima cumbre del papado medieval. Fue un genio político
en el papado. Nunca un Papa obtuvo tanto poder como el que ostentaba
Inocencio III. Espiritualmente era un hombre exquisito: muy equilibrado y
altamente prudente, pero cuando la dignidad y derechos de la Iglesia así lo
requerían, empleaba una extraordinaria energía. Sin embargo, nos sabe mal
que impulsara la cruzada contra los cátaros, con episodios bochornosos y muy
lamentables de los cuales difícilmente se puede excusar el mismo papado. De
sus actuaciones hacia la sociedad civil (emperadores, reyes, príncipes...) se
puede emitir un juicio respaldado por las innumerables fuentes que tenemos
de ellas. Lo que sí podemos adelantar, es que todos los reyes de Occidente le
debían su corona y que él actuó con una gran energía, imponiendo siempre su
criterio justo; e incluso destituyendo reyes si era necesario. Tal actitud, aun hoy,
sorprende en gran manera. Tampoco podemos olvidar que Inocencio III fue el
gran Papa que impulsó los orígenes de los dos grandes órdenes mendicantes:
la de san Francisco y la de santo Domingo. También fue el gran protagonista
del concilio (el más importante de la edad media) Laterano IV, que aplicó
definitivamente la Reforma gregoriana en bien de toda la Iglesia.
180
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Nacido a principios del año 1161 en el castillo Gavinyano, su nombre de pila era
Lotario. Hijo de Trasimundo, conde de Segni, y de la noble Claricia de los Scoti,
formaba parte de la nobleza romana.
Fue un superdotado en el canto y un gran jurista. Estudió teología en la
Universidad de París y tuvo como profesor al famoso Pedro de Corbeil. Después
pasó a Bolonia, donde tuvo como profesor al no menos célebre Huguccius de
Pisa, el cual era a la vez discípulo del gran Graciano, padre del derecho canónico.
Por lo tanto, el joven clérigo Lotario fue un privilegiado al tener profesores tan
eminentes. Escribió varios tratados antes de ser Papa: De miseria humanae
conditionis, De missarum misteriis, De quatripartita specie nuptiarum. Y una vez
fue nombrado Papa, a parte de las importantes decretales, hay que destacar los
libros: Libri sermonum y Postilla super 7 psalmos.
Desde su juventud, actuó con excepcionales dotes intelectuales y se manifestó
extraordinario diplomático y como clarividente y habilísimo gobernador en las
misiones que los papas antecesores de él le encomendaron. Después, siendo
ya Papa, fue llamado “el Augusto del pontificado”. Gregorio VIII lo ordenó
subdiácono, y Celestino III lo creó cardenal-diácono titular de la iglesia de San
Sergio cuando tenía 29 años.
Inocencio III fue Papa en segunda votación de la totalidad de votos de los
cardenales. Él sólo contaba 38 años, y el pueblo romano lo quería mucho, de
modo que en las mismas exequias de Celestino III (8 de enero de 1198) fue
aclamado como el candidato más preferido de los romanos a ocupar la sede de
san Pedro.
Papa reformador
El nuevo Papa se propuso ejecutar un programa de profunda reforma en la curia
papal, basado en la sobriedad y contra la fastuosidad y la excesiva burocracia;
presidió tres veces por semana las reuniones o consistorios del colegio
cardenalicio; castigó a los falsificadores de documentos papales...
Según el historiador Hans Wolter, los primeros decretos y cartas de Inocencio III
nos permiten hacer un esbozo de los problemas más importantes que (todavía
como visión general de su pontificado) preocupaban al Papa: el orden en los
estados de la Iglesia y su protección contra amenazas de expansión por el sur
y por el norte, intensificación de la idea de cruzada, superación del movimiento
herético que crecía con fuerza y peligrosidad, y finalmente, como base de todo
y principal punto, la reforma de la Iglesia “in capite et in membris”. Cada una
de estas cuatro intenciones e incluso todas, no eran nuevas en los anteriores
pontificados, pero sí lo era el amplio programa que se trató de realizar superando
en cierto modo todos los pontificados del siglo XII y determinando la legislación
de los tres concilios del Laterano. Inocencio III recogió de nuevo los temas de
la Reforma gregoriana y trató firmemente de llevarlos a la práctica. El celibato
todavía era un ideal remoto, la realización del cual dejaba mucho que desear; la
HISTORIA DE LA IGLESIA
181
simonía no estaba de ningún modo totalmente erradicada, más bien al contrario,
volvía a aparecer con múltiples formas. La libertad de las iglesias inferiores y de
los obispados e incluso del propio Papa seguía siendo un postulado o una débil
realidad extremadamente precaria. En el ámbito monástico, el fervor cisterciense
que en el siglo XIII había distinguido a la orden sobre todas las otras, corría
peligro de extinguirse. Los canónigos regulares (como los posteriores a san
Oleguer) y los premonstratenses, necesitaban urgentemente nuevos impulsos.
Sin embargo, en las cartas de Inocencio III aparece muy clara la conciencia que
él espera del fervor de las órdenes religiosas, y de su ayuda esencial para su obra
de renovación de la Iglesia. En muchos aspectos, Inocencio III tuvo que sufrir
sobretodo por la escisión de la cristiandad latina, por la constante lucha entre los
reyes y los príncipes, y los incesantes duelos entre nobles y caballeros, ciudades
y pueblos. Esto explicaría que una de sus preocupaciones centrales fuera la paz
interior para las tareas hacia el exterior, en los límites de la cristiandad. Véase
Wolter, H., Inocencio III su personalidad y programa = Jedin, Manual de Historia
de la Iglesia (Barcelona, 1973) vol. IV. págs. 245-246).
Un gran político. La cuestión del sur de Italia y del Imperio
Inocencio III también consiguió reformar y mejorar el gobierno de los Estados
Pontificios. Como primer procedimiento, sometió las familias nobles romanas,
nombrando a un hombre de toda confianza para pacificar a las antiguas familias
nobles, que fue su propio hermano, llamado Ricardo; éste sería el “custodio de
la paz romana”.
La cuestión del sur de Italia, como hemos visto, subsistía desde el pontificado
de Honorio II. A causa de la muerte de Enrique VI, la viuda Constanza puso a
su hijo Federico II bajo protección del Papa. Así, Inocencio III fue constituido
regente de Sicilia y tutor del niño Federico. A los diez años de éste, el Papa lo
nombró rey de Sicilia. Pero había que averiguar una cuestión, ¿por quién se
inclinaría el Papa al reconocer un nuevo emperador? En un principio, el Papa
quería que fuera su protegido Federico; pero, aun así, se opusieron a ello los
electores alemanes, afirmando que todavía era un niño y no estaba bautizado.
Tales discusiones dividían la gente: unos querían proclamar emperador a
Felipe de Suabia, hermano de Enrique VI; otros se inclinaban a favor de Otón
de Brunswick, hijo de Enrique. Ambos bandos coincidían en que la aprobación
(o el derecho de reconocimiento) había que obviarlo, y que los auténticos
responsables del Imperio eran los electores. Inocencio III respondía en el
año 1200 con el documento ‘Declaratio Domini Papae’ en el cual justifica con
muchos argumentos su derecho de dar la aprobación y de examinar los ‘pros’
y ‘contras’ de los tres candidatos, inclinándose a favor de Otón de Brunswick,
al que considera el más apto. Éste, agradecido al Papa, le concede Spoleto
y Rávena. Inocencio III, consecuente con el anterior reconocimiento, envía el
cardenal Guido a Alemania para que procure un ambiente favorable a Otón.
Existió una declaración papal posterior, del 21 de junio de 1201, en la cual
excluía abiertamente a los otros dos candidatos (Federico y Felipe), de modo
que el legado papal Guido fulminó la excomunión contra Felipe de Suabia, que
182
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
no aceptaba el dictamen del Papa. Felipe murió apuñalado el día 21 de junio de
1208, y Otón finalmente fue coronado emperador en San Pedro del Vaticano el
4 de octubre de 1209.
El nuevo emperador, seguro ya de su dignidad reconocida por el Papa, actuó
inesperadamente contra Inocencio III e invadió los Estados Pontificios y Apulia.
El Papa le fulminó una excomunión (noviembre de 1210) y exclamó: “Igual
que Saül, Otón es indigno; David el joven (es decir, Federico II) será el nuevo
emperador”. Así, Federico —como paso previo a la coronación imperial— fue
aclamado rey de los alemanes y coronado en la catedral de Aquisgrán (25 de
julio de 1215); pero Inocencio III no tuvo tiempo de coronarlo emperador, puesto
que murió un año después de aquel clamoroso episodio. Poco podía pensar que
Federico se convertiría en enemigo del papado.
Actuaciones de Inocencio III en Inglaterra y en los países hispanos
Inocencio III también intervino en Inglaterra. El motivo fue la doble elección
del obispo metropolita de Canterbury. Como ya hemos explicado, al Papa le
correspondía el examen de los nuevos candidatos a arzobispos, así como
la confirmación, ordenación y recibir el juramento de fidelidad de los nuevos
electos, a los cuales les concedía el palio, insignia del poder supraepiscopal.
Ante la mencionada doble elección, el Papa no concede el palio a ninguno de los
dos, sino a un tercero, a su amigo Esteban Langton. Juan ‘sin tierra’ (hermano
y sucesor de Ricardo ‘Corazón de León’) juró que “por los santos de Dios que
cortaría la nariz y las orejas a los legados pontificios que se atrevieran a intentar
hacer sentar en la sede metropolitana de Canterbury a Esteban Langton”. Pero
Inocencio III fulminó contra Inglaterra las penas máximas por haber Juan ‘sin
tierra’ desobedecido las disposiciones papales: o sea, a Juan lo excomulgó
y puso el reino inglés en entredicho, de forma que estaba vetado celebrar
misas y administrar sacramentos en los templos de todo aquel país, los cuales
permanecieron cerrados durante varios meses.
Pero el Papa fue más lejos todavía: determinó que el rey francés, Felipe III
Augusto pudiera invadir Inglaterra, y una vez victorioso fuera considerado el
nuevo rey inglés. Ante esta amenaza, Juan ‘sin tierra’ envió legados a Roma
solicitando perdón y como recompensa por el agravio a la Santa Sede daba
como feudo al Papa todos los territorios ingleses, de forma que de desde aquel
acontecimiento en adelante, los reyes ingleses tendrían que rendir vasallaje a
su señor feudal, o sea el Papa. Por supuesto, Esteban Langton fue admitido
como metropolita de Canterbury. Los nobles no aceptaron estos hechos y se
sublevaron contra Juan ‘sin tierra’, el cual se vio obligado a firmar —tras la
derrota de Bouvines— la famosa ‘Charta magna’, viéndose sus atribuciones
reales muy reducidas.
La Santa Sede consideraba que los reinos de Hispania eran vasallos suyos,
posiblemente por una interpretación abusiva de las decretales del PseudoIsidoro, y más concretamente del falso Constitutum Constantini. Entre los reyes
HISTORIA DE LA IGLESIA
183
hispanos, se mostraba especialmente fiel al papado el conde-rey de Aragón y
Cataluña, Pedro I (II de Aragón). Enfaudó su reino al Papa. Se le concedió el
títol de “católico”. En el año 1190 el mencionado rey pactó la paz con el rey Sanç
VII de Navarra, y se concertó el matrimonio entre la hermana de Sanç y el rey
catalano-aragonés. Por este motivo, Pedro I se tenía que separar de su mujer,
María de Montpellier. La consecuencia fue un largo proceso que llevaría, aun
con la muerte del rey Pedro I, a la batalla de Muret (1213).
Los otros reyes hispanos no estaban tan predispuestos a doblegarse ante
el Papa como el rey Pedro I. Así, sólo después de cinco años, Inocencio III
consiguió que Alfonso IX de León se separara de su mujer Berengaria, hija de su
primo Alfonso VIII de Castilla, con la que se había casado ilegítimamente.
Otro episodio indica que Inocencio III era el auténtico árbitro de los estados
españoles. El mencionado Sanç de Navarra pactó con los musulmanes y el
Papa, considerando que esta alianza era indigna de un vasallo suyo, aceptó que
Alfonso VII ocupara Navarra.
La intervención del Papa se extendía a todos los países de Europa
Se dieron otras actuaciones similares a las anteriores, en las cuales se puede
ver el pensamiento y actuación papales sobre los países considerados por
el Papa sus vasallos, como se puede observar en Portugal y Bulgaria. En
cuanto a este último país, Inocencio III inició una relación feudal para conseguir,
según decía él, la unión entre las dos iglesias: la de Occidente y la de Oriente.
Las circunstancias favorecieron un acercamiento al papado por parte de los
servios, albaneses, armenios y rútenos. Cuando el zar Joamitza de Bulgaria
se relacionó con Inocencio III, éste le dijo: “...te establecemos rey sobre los
búlgaros y valaquios” (25 de febrero de 1204). Esta expresión hace pensar
que el Papa tenía unos derechos indeterminados pero reales (quizás feudales)
sobre Bulgaria. Pero poco duraron estas relaciones, puesto que a continuación
los búlgaros prefirieron unirse al emperador bizantino, antes que al Papa. En
cuanto a Hungría, a pesar de que el Papa no fuera su señor feudal —como
en la mayoría de países hispanos, búlgaros, italianos del sur...— la curia papal
se sentía particularmente vinculada a Hungría, puesto que era un paso muy
importante para ir a las cruzadas y ya anteriormente el papa Silvestre II había
dado la corona a Esteban I de Hungría. Agradecido, el rey cedió parte de su reino
como feudo a la Santa Sede. Inocencio III confirmó la regencia del duque Andrés,
tío de Ladislao —que tenía pocos años cuando murió su padre, el rey Emerico—.
Ladislao murió muy joven e Inocencio III aprobó que Andrés se convirtiera en rey
de los húngaros, exigiendo que cumpliera el voto, que Emerico había jurado de
ir a las cruzadas. También exigió que todos los obispos húngaros acataran al
nuevo rey, propuesto por el mismo Papa.
Hay que recordar que Francia y el papado, ya desde las alianzas en tiempos
de Pipino el Breve y de Carlomagno, se intercambiaron muchos favores mutuos.
Pero, especialmente, los papas posgregorianos encontraron en los reyes
184
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
franceses un soporte seguro y una cordial acogida en momentos difíciles,
como eran los de los cismas. Podríamos mencionar a Inocencio II, Eugenio III,
Alejandro III... A pesar de todo, la Iglesia francesa no tenía la misma libertad que
las otras naciones vecinas; estaba demasiado dependiente del poder real. El
rey francés Felipe II Augusto (1180-1223) fue uno de los príncipes que con más
obstinación supieron oponerse a las medidas de Inocencio III. Cuando tras las
nupcias, Felipe abandonó a su segunda mujer, Ingeborg de Dinamarca, empezó
el pleito matrimonial que agravó las relaciones con Inocencio III durante todo su
pontificado. En ocasiones, parecía que el rey se vería forzado a ceder, como
sucedió cuando toda Francia fue puesta en entredicho (el 13 de enero de 1200),
a pesar de que el Papa no podía contar con la lealtad de todos los obispos. Sin
embargo, en su lucha permanente con Inglaterra, Felipe II encontró a un buen
intermediario en la figura del Papa. Pero cuando Felipe II empezó a proceder
contra Juan ‘sin tierra’ por una razón de derecho feudal —la guerra acabó con
la conquista de Normandía—, el rey francés no aceptó la intervención del Papa,
y en las cortes de Nantes (22 de agosto de 1203) hizo la célebre declaración de
que, según el derecho feudal referente a su relación con los vasallos, no estaba
obligado a seguir las instrucciones de la Santa Sede.
Pero Felipe II tampoco estaba dispuesto a dejar que el Papa gobernara la Iglesia
francesa dentro de los límites del territorio real. Felipe II se consideraba ante todo
señor de las iglesias de su país, y según él el Papa ocuparía un segundo lugar
por debajo del rey. A pesar de todo sorprende el amable lenguaje de Inocencio III
en su tratamiento con este rey, su gran suavidad con la corona francesa, a pesar
de que Felipe no cedió ni un palmo en el inaudito asunto del pleito matrimonial.
El rey francés no se rendía a la voluntad del Papa, y el arreglo final sale —según
él— de su real voluntad (por razones políticas) en abril de 1213.
La influencia de Inocencio III también se hizo sentir en los reinos más lejanos.
Mientras en Suecia Inocencio III apoyó al rey legítimo (o a aquel que él tenía
por legítimo) contra un usurpador, real o supuesto, en Noruega, en cambio,
se decidió contra las pretensiones del rey sueco y alimentó la oposición del
país contra él. Si tenía razón o no es algo que posiblemente nunca podremos
averiguar. Inocencio mandó a los reyes de Dinamarca (Canuto VI) y de Suecia
(Sverker II, Carlsson), por apostolica scripta mandamus, que apoyaran el
partido de los Bagiar (Krummstäbler), amigos de la Iglesia, para así asegurar la
protección de las iglesias, la libertad del clero, y el cuidado a los pobres.
En Dinamarca, Inocencio recibió el apoyo de un colaborador inteligente en
el prudente, enérgico y poderoso arzobispo de Lund, Absalón (fundador de
Copenhague), hasta su muerte en 1201. Absalón, primado de Dinamarca y
Suecia desde el año 1177, fue una de las personalidades más fuertes de la
historia de la Iglesia escandinava.
Del mismo modo que Absalón en el norte, actuó en Polonia el primado y
arzobispo de Gnessen Enrique Kietlicz (1199-1219), amigo de estudios del Papa
HISTORIA DE LA IGLESIA
185
en los años de París, colaborando estrechamente con la Santa Sede. Gracias
a su influencia, Inocencio pudo arrebatarle el señorío, mediante una dura
excomunión (1206), al rebelde Ladislao III. En 1210 incluso el Papa consiguió
que fuera reconocida la dependencia feudal de Polonia, iniciada ya antes
respecto a la Iglesia romana.
Además, como ya hemos dicho, en Bulgaria se dirigieron también al Papa, en
el año 1198, los señores de Dalmacia (el rey Vulk) y de Servia (el Granzupan
Stefan, hermano de Vulk). Inocencio se declaró dispuesto a regular la situación
eclesiástica en Dalmacia, erigiendo una provincia eclesiástica propia. La tensión
entre Hungría y Servia y entre Hungría y los rútenos (Volinia), además de la
revolución en Grecia (1204), hicieron imposible toda continuidad en la política
del Papa en aquella zona.
¿Hierocracia o dualismo en Inocencio III?
El concepto de ‘teocracia’ que Inocencio III tenía ha sido ampliamente estudiado
por los medievalistas. En primer lugar hemos expuesto los hechos fundamentales
de las intervenciones papales en los diferentes países. En todas ellas se observa
que el Papa tiene un elevado concepto de su dignidad y de sus atribuciones por
el hecho de ser el romano pontífice; pero en este tiempo también se desarrolló
la teoría del poder real e imperial. No existe ninguna duda de que tanto la
potestad papal como la imperial y real son concebidas como procedentes de
Dios, y los obtentores actúan en nombre de Dios; de aquí la denominación de
‘teocracia’. Pero nos debemos preguntar lo mismo que con Carlomagno (capítulo
48): si entre las dos potestades (regnum y sacerdotium) existe una sumisión, o
simplemente son dos potestades paralelas. Con otras palabras: ¿Dios da dos
potestades, una al Papa y otra al emperador (o rey), que estos príncipes pueden
ejercer independientemente el uno del otro, y por lo tanto existe un dualismo?
O al contrario, ¿Dios da una sola potestad al Papa, el cual cede una parcela (la
potestad coercitiva) al emperador (o al rey) para que la pueda ejercer bajo el
dictamen del mismo Papa? En este último caso, se daría la ‘hierocracia’, o si se
quiere, el denominado ‘monismo’ (un único principio de origen).
Para explicar el pensamiento de Inocencio III en lo referente a este tema, hay que
presentar los textos fundamentales y los hechos más significativos que hacen de
eje en la actuación del Papa. Inocencio III afirma: “Yo soy el vicario de aquel que
es rey de los reyes, señor de los dominadores, sacerdote eterno según la orden
de Melquisedec”. En el contexto histórico que hemos explicado de la intervención
papal en Bulgaria, Inocencio III concede la corona al rey Joamitza: “Regem et
statuimus super Bulgaros”. En el discurso de su consagración proclama: “Yo
soy el sucesor de Pedro, de Cristo, del Señor,... Deus Pharaonis, inter Deum
et hominem medius constitutus citra Deum, sed ultra hominem, minor Deo sed
maior homine, qui de omnibus iudicat et a nemine iudicatur». Y al patriarca de
Constantinopla, en el año 1209, le dice que «Pedro (su sucesor) no sólo debe
gobernar la Iglesia universal, sino todo el mundo».
186
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Todas estas expresiones —y otras muchas que podríamos presentar— indican
que Inocencio III cree que tiene una potestad universal que penetra incluso en
la esfera de lo que hoy llamamos ‘civil’. Obviamente a nosotros nos parecen
exagerados, pero habrá que ver su contexto: en primer lugar la opinión
de los contemporáneos a Inocencio III y los hechos más importantes de
este pontificado para deducir así el significado de las anteriores palabras y
especialmente el macro-concepto que es la suma de todas estas atribuciones
papales, o sea la ‘plenitudo potestatis’ papal. ¿Qué quiere decir esta «plenitud
de potestad»? ¿que en los documentos de Inocencio III se dice que claramente
ostenta el Papa? ¿Se refiere a la potestad meramente eclesial o también a la
política o civil? Averiguaremos, como hemos dicho, cuál era, en primer lugar,
el pensamiento de sus contemporáneos. Pero aquí también nos encontramos
con graves dificultades de interpretación de los textos. Será un debate histórico
importante.
Los partidarios de la teoría dualista aportan textos del gran canonista Graciano,
y afirman que todo reino o Imperio posee, de por si, la potestad independiente
de la Iglesia, y por lo tanto, puesto que toda potestad —según los textos de los
contemporáneos de Inocencio III— viene de Dios, la potestad del reino vendrá
directamente de Dios y se ejercerá independientemente del Papa. Es la teoría
dualista, opuesta a la monista (o hierocracia).
Los dualistas aducen argumentos históricos. Afirman que los emperadores
ejercían su peculiar potestad imperial antes de ser coronados. Según ellos, los
emperadores y reyes reciben la potestad real o imperial de la elección del pueblo
y de los príncipes electores, los cuales radicalmente tienen esta potestad porque
Dios se la ha dado. Otro argumento histórico aducido por los dualistas es que los
reinos existen antes que el papado, y por lo tanto su potestad ya existe antes de
que el Papa pueda actuar en la constitución de los reyes.
Como réplica a los anteriores argumentos de los dualistas, los partidarios
de la teoría de la hierocracia (o monismo) afirman: 1/ que en el Decretum de
Graciano se encuentran frases como la siguiente: «Cristo le concedió a san
Pedro los derechos del Imperio terrestre y celeste»; 2/ es un hecho histórico
que el Papa depone a reyes y emperadores; 3/ el Papa corona a reyes y
emperadores, por lo tanto —según los hierocráticos—, igual que Saúl y David
fueron constituidos reyes por la unción, del mismo modo lo es la realeza y la
dignidad imperial medievales; o sea su potestad proviene del Papa y el mismo
Papa la da; 4/ además de las razones anteriores, hay que recordar —afirman los
hierócratas— la influencia que ejerció a lo largo de toda la edad media el falso
documento Constitutum Constantini en los acontecimientos y en la concepción
papal. El emperador Constantino, según el texto del Constitutum, le cede al Papa
la mitad del Imperio romano y el Papa es constituido emperador, dándole toda la
potestad: por lo tanto, el papado posee el origen de toda potestad. Al menos en
Occidente, tales son los argumentos de los partidarios de la teoría hierocrática.
Resumiendo: esta última teoría quiere ver en el Papa al ‘verus imperator’. El
HISTORIA DE LA IGLESIA
187
emperador laico —dicen— no es más que el vicario del Papa, y éste (el romano
pontífice) está en el punto culminante o vértice de la pirámide en la cual se
encuentran estructurados todos los estamentos de la sociedad; entre estos, y
por debajo del papado, se encuentra el Imperio.
Es fácil objetar los argumentos anteriores: en primer lugar, la cita del Decretum
de Graciano no quiere decir otra cosa que la potestad primacial de Pedro y de
sus sucesores: Cristo, pues, da la potestad de atar y desatar, o sea la potestad
de perdonar los pecados. Las denominadas ‘desposesiones’ reales no son otra
cosa que simples desvinculaciones del juramento de fidelidad de los vasallos
hacia el rey. Aquí el Papa no ejerce ninguna potestad pública. La coronación y
unción no son los elementos constitutivos ni esenciales mediante los cuales se
constituye el rey o el emperador; sino son ritos importantes del ceremonial real
o imperial, pero nunca los factores decisivos. Tampoco dan derechos políticos
especiales. Como máximo, la coronación y unción confirman el estado real o
imperial y se dan más estabilidad.
Antes de abordar los textos directos de Inocencio III, hay que exponer muy
brevemente el pensamiento de dos autores contemporáneos al gran Papa. Nos
referimos a Huguccius de Pisa y a Lorenzo Hispano.
Huguccius se planteaba las cuestiones anteriores con los mismos argumentos;
pero se centraba especialmente en el poder judicial del Papa en relación al
emperador; si existe una culpa muy grave, por supuesto, el Papa tiene la
obligación de excomulgar al emperador en caso de necesidad. Esto se da en
la esfera espiritual; en ésta el emperador —como cualquier cristiano— es un
súbdito de la jurisdicción espiritual del Papa. En caso —según Huguccius— de
que el emperador inflija una grave injuria a alguien, el Papa en primer lugar debe
amonestarlo, y si no se retracta deberá juzgarlo, pero siempre en el ámbito
eclesiástico. En cuanto a la deposición de un emperador por parte del Papa,
Huguccius afirma que lo puede hacer siempre que tenga el consentimiento de
los príncipes electores. El juicio y la sentencia de deposición imperial la dictará
el Papa con los mencionados príncipes. Aun en este caso, el Papa actúa en su
propio ámbito, o sea en el de la jurisdicción eclesiástica. Con otras palabras,
Huguccius afirma que el Papa es superior al emperador en la esfera espiritual,
pero no en la temporal. Ni el emperador depende del Papa ni el Papa del
emperador. Existe un claro dualismo entre ambas potestades, a no ser en los
casos excepcionales que se han expuesto. A pesar de todo, se puede decir
que la potestad del Papa es superior a la del emperador, puesto que el romano
pontífice es quien manda en el orbe cristiano. Pero no tiene potestad directa sobre
el ámbito temporal; aunque sí indirecta en cuanto a las censuras eclesiásticas,
a las cuales el emperador también se somete. Y el caso de deposición es una
potestad indirecta, puesto que la ejerce a través de un juicio en colaboración con
los príncipes.
188
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Huguccius establece un nuevo concepto cuando afirma que el Papa es la
cabeza de la ‘orbis christiani’; pero el fundamento de este atributo no es otro
que la potestad primacial; gracias a esta potestad, en casos muy excepcionales
el Papa podrá (siempre de un modo indirecto y subsidiario) introducirse en la
esfera temporal. Toda esta argumentación tiene algunos puntos no muy bien
aclarados, ni siquiera por el mismo Huguccius. Nos referimos a los conceptos
de ‘Imperio’ y ‘reino’. ¿En qué consistían la dignidad y la potestad imperiales?
¿Había distinción entre los dos conceptos? ¿Ser emperador era diferente a ser
simplemente rey? Parece que la característica esencial del emperador era ser
‘defensor del papado y de la Iglesia’, pero ¿esto le hacía fundamentalmente
diferente de los reyes en su dignidad y poder? ¿Era superior a los reyes en
dignidad pero no en poder? Tampoco el concepto de ‘Estado’ estaba demasiado
claro en la mentalidad medieval. Entonces es muy difícil establecer estas
distinciones, que sólo después de un adecuado desarrollo de los derechos
canónico y civil se podrán presentar con un mínimo de rigor científico. Lo que
sí es cierto, es que Huguccius era más dualista que hierocrático. Esto es muy
importante, puesto que Inocencio III fue discípulo de Huguccius, del cual siguió
la línea de pensamiento.
Lorenzo Hispano también era dualista, pero más próximo a la hierocracia que
Huguccius. Tal evolución provenía del hecho que Lorenzo consideraba que el
poder imperial estaba dentro de la Iglesia, puesto que el emperador de ésta
era un servidor (minister). La Iglesia —afirma Lorenzo— puede exigir que el
emperador emplee su ‘gladium materiale’ (poder coercitivo) en favor de ella.
Aun así, este poder (gladium) el emperador no lo obtiene de la Iglesia. En esto
es dualista. En cuanto al concepto de la unción que recibían los emperadores
y reyes de manos del Papa o de los obispos, Lorenzo afirma que no es una
simple confirmación o una garantía de estabilidad, sino algo más, puesto que
se va sacralizando, y por lo tanto introduciéndose en el ámbito eclesial, siempre
gracias a la intervención papal o episcopal. Por lo tanto, en este sentido, la
potestad civil también tiene algún punto de referencia en el poder eclesiástico;
pero, a pesar de todo, no tiene la fuerza suficiente para que sea fuente concreta
de derechos. Se observa, pues, una evolución hacia la hierocracia, pero todavía
no se puede afirmar que en Lorenzo Hispano haya confusión de potestades,
sino que se distingue el origen y el ejercicio de ambas potestades. La hierocracia
total no se daría hasta el pontificado de Bonifacio VIII, pero poco a poco los
canonistas papales irían acercándose a ella.
Nos preguntamos de nuevo: ¿Inocencio III era dualista o hierocratico? Hemos
citado algunos fragmentos de sus obras literarias. Ahora tendremos de
detenernos en tres documentos o decretales en los que el Papa se cuestiona
claramente cuáles son las características y los fundamentos de su potestad.
Estas decretales son las siguientes, citándolas según las primeras palabras de
los documentos, como se hace en diplomàtica pontificia: Novit, Per venerabilem
y Venerabilem. Debemos observar que los documentos dirigidos a los reyes
concretos que se consideraban vasallos del Papa, no pueden ser aducidos
HISTORIA DE LA IGLESIA
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aquí, ya que en estos casos existe una relación feudal que es muy distinta de la
relación entre el emperador u otros reyes y el Papa.
El 31 de octubre de 1203 Inocencio III publicaba la decretal Novit. La ocasión
de este documento es el desacuerdo entre Juan ‘sin tierra’ de Inglaterra y Felipe
II Augusto de Francia, en relación al feudo que el rey francés ejercía sobre el
rey inglés respecto a Normandía, puesto que al ser Juan ‘sin tierra’ duque de
Normandía, debía rendir obediencia o vasallaje al rey francés. Inocencio III
ordenó a Felipe Augusto que se reconciliara con Juan ‘sin tierra’, el cual estaba
acusado de violación del derecho feudal respecto al soberano francés. Éste
respondió indignado afirmando que «en cuestiones de derecho de feudo y de
vasallaje no había ninguna obligación de someterse al consejo o mandato de la
Santa Sede», pero Inocencio III replicó: «Muchos nos hemos admirado y turbado
con el parecer que has tomado y con la respuesta que nos has dado contra la
potestad de la Sede apostólica, como si quisieras o pudieras cortar la jurisdicción
concedida por Dios, o mejor, por Dios-hombre en cosas espirituales», y concreta
más: «No intentemos juzgar el feudo a cual juzga el rey a no ser en el derecho
común por especial privilegio o por contraria costumbre se tenga que variar.
Nadie a quien no le falte el juicio ignora lo que respecta a nuestro oficio (del
Papa) de corregir cualquier pecado mortal si se trata de un cristiano que desea
la corrección...». El Papa, por tanto, aun en cuestiones aparentemente ajenas
a su potestad directa, puede intervenir (y debe intervenir) por razón del pecado
(‘ratione peccati’). Así puede corregir al rey como si fuera cualquier cristiano en
pecado mortal. El pecado mortal en este caso puede ser el perjurio o quizás el
haber roto la paz entre ambos reinos.
El segundo documento es el Per venerabilem. El motivo de este documento es
la petición que hizo Guillermo de Montpellier solicitando al Papa la legitimación
de sus hijos naturales, tal y como había hecho anteriormente con el rey Felipe
Augusto. El Papa dividió la decretal en tres partes: en la primera trata el derecho
pontificio de «legitimar en general»; después refuta que la legitimación de los
hijos naturales del rey de Francia sea un precedente, por el cual el Papa ahora
deba legitimar a los hijos de Guillermo de Montpellier; y en tercer lugar aclara
que el Papa legitimó a los hijos del rey francés por razones muy concretas. El
Papa puede legitimar a los hijos naturales porque esto es un acto espiritual y hay
que observar —según Inocencio III— que, tratándose de Montpellier, refuerza la
anterior razón el hecho de que esta ciudad es «patrimonio» de san Pedro; por lo
tanto, el Papa puede muy bien determinar quién debe ser el sucesor, puesto que
es señor de aquel territorio. El Papa puede, entonces, legitimar porque es un acto
espiritual, y porque el señor de Montpellier es su vasallo. No sería un precedente
lo que ya se haya hecho con los hijos del rey, puesto que aquí se hizo por una
razón espiritual, siempre que no se lesione el derecho de otra persona. En el
caso de los hijos del rey de Francia se tuvo en cuenta que el Papa en ciertos
momentos puede ejercer la jurisdicción temporal. A pesar de todo, Inocencio III
no determina cuáles son estas circunstancias especiales, pero siempre ejerce
esta potestad supletoria y circunstancial basándose en la potestad primacial.
190
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
La decretal Venerabilem se produjo por el asunto de la corona real alemana; o
sea, el contencioso que ya hemos expuesto anteriormente entre Otón y Felipe de
Suabia. El Papa se inclinó a favor de Otón, y los partidarios de Felipe de Suabia
protestaron. En esta decretal, el Papa reconoce el derecho de los príncipes
electores a elegir el rey alemán que después se convertirá en emperador, a
la vez que reivindica el derecho del Papa a valorar si el candidato al Imperio
es digno o no. Y finalmente, Inocencio III afirma que en caso de una elección
muy discutida, si se produce un empate entre los dos candidatos, el Papa podrá
inclinar la balanza a favor de uno de los dos que considere más digno. En este
caso aplica el concepto de favor papal: «favorem apostolicum».
Resumiendo: el Papa puede intervenir en cuestiones temporales por «razón
de pecado, por privilegio especial» o por ‘favor apostólico’ usando la potestad
indirecta que procede de su potestad primacial, la cual podrá ejercer siempre
que no haya lesión en los derechos de un tercero.
Más difícil es interpretar las metáforas que Inocencio III empleó cuando se refería
al ejercicio de esta potestad indirecta dentro de la esfera temporal. Así hemos
visto que se dice que él (el Papa) es el «dios-faraón», que él es Moisés, que es
el «vicario de Cristo» y que está inmediatamente por debajo de Dios pero por
encima de cualquier hombre... Partiendo de la idea según la cual él es el «vicario
de Cristo» —empleando la expresión de san Bernardo—, Inocencio III expone
claramente que él posee la potestad espiritual y temporal. Esta última la ejerce
directamente en sus territorios, de los cuales él es el soberano, e indirectamente
fuera de ellos, en circunstancias especiales, pero siempre tomando como base
la potestad primacial y espiritual. Insistiendo, pues, en la expresión que dice
del Papa que es «el vicario de Cristo», utiliza una comparación: entre el poder
temporal de los monarcas y el espiritual del Papa, existe la misma relación que
entre la luna y el sol; aquella es inferior a éste, de quien recibe la luz. Igualmente
el pontífice ejerce su autoridad sobre los príncipes, primero y de manera
directa en las cosas espirituales: por eso, interviene amonestando, enseñando,
retomando y corrigiendo todo lo relacionado con el dogma y la moral. Derivado
de este poder es el que ejerce indirectamente en asuntos sociales y políticos en
casos especiales.
Posiblemente podrá ayudarnos el esquema que presentamos a continuación,
comparando la teoría hierocrática (o monista), la dualista y la de Inocencio III.
La teoría hierocrática afirma que:
1/ El emperador recibe el gladium del Papa.
2/ El Papa aprueba y confirma la elección del emperador sensu iuridico.
3/ El Papa tiene derecho a deponer el rey o el emperador.
Según Inocencio III:
1/ El emperador no recibe el gladium del Papa.
2/ El Papa debe respetar la elección del emperador, pero en casos especiales se
HISTORIA DE LA IGLESIA
191
puede inclinar a favor de su candidato, o sea, por favorem apostolicum.
3/ El Papa normalmente no tiene derecho de deposición (quitar al rey o
emperador); solamente lo tiene en casos especiales, en los cuales tiene derecho
a juzgar y a examinar el rey o al emperador.
La teoría dualista afirma que:
1/ Cuando el rey alemán es elegido emperador por los príncipes electores, ya
puede ejercer como emperador sin intervención del Papa.
2/ El Papa tan sólo por potestad indirecta podrá deponer al emperador.
Inocencio III afirma que:
1/ El rey alemán antes de ser coronado emperador debe defender el papado y
la Iglesia.
2/ En casos especiales, el Papa podrá excomulgar al emperador y desvincular
a los súbditos del juramento de fidelidad. Por lo tanto, la deposición también
proviene de la potestad indirecta.
De todo lo que hemos dicho, podemos afirmar que Inocencio III es más dualista
que hierocrático (monista). Posiblemente está más cerca de Huguccius que de
Lorenzo Hispano, puesto que éste si bien todavía es dualista, aporta algunos
conceptos que después los canonistas desarrollarán a favor de la hierocracia.
Es una evolución que tiende hacia la teoría de Bonifacio VIII, plenamente éste
ya hierocrático y monista.
Juicio sobre Inocencio III
Inocencio III —resumiendo todo lo que hemos expuesto— fue un gran Papa,
con muchos aciertos, a pesar de que en algunos asuntos no tuvo la suerte que
posiblemente se merecía. Así, en el campo de la política, no pudo evitar que
la cruzada no se convirtiera en guerra contra Constantinopla. Su actuación en
Alemania tampoco se puede considerar afortunada. Desafortunadísima fue su
actuación contra los cátaros, contra los cuales puso la cruzada y la inquisición.
Aun así, en el seno de la Iglesia logró casi todos promocionó objetivos que se
propuso. La curia papal cada vez escaló cotas más altas de prestigio: la reformó
pero fue un instrumento eficaz del centralismo en sus manos.
Durante su pontificado, y gracias a él en gran parte, las órdenes mendicantes
pudieron fundarse, progresar y extenderse por doquier. De este hecho, la
Iglesia se benefició enormemente, mejorándose en gran manera la pastoral
en las ciudades y pueblos, e impulsándose la vida espiritual en la mayoría de
monasterios extendidos por toda Europa.
En 1215 —un año antes de su muerte— Inocencio III convocó el XII concilio
ecuménico del Laterano, la más brillante e importante asamblea de todas las
que se celebraron en la época medieval. A ella asistieron más de mil doscientos
prelados y embajadores de casi todos los príncipes de la cristiandad. Pero este
concilio también es memorable por sus resultados. Ninguno de los concilios
192
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
celebrados desde Nicea II hasta Trento, dictó decretos de tanta trascendencia
como los que promulgó el Laterano IV. En él se condenaron las herejías de los
cátaros y de los valdeses exagerados, y se rechazaron las confusas ideas del
abad Joaquín de Fiore. Contra los cátaros —denominados también albigenses—
el concilio definió la doctrina del sacramento de la eucaristía y concretamente
la transubstanciación. Se declaró también obligatoria —como mandamiento de
la Iglesia— la comunión pascual. Más allá de las anteriores disposiciones, el
concilio de Inocencio III determinó que las nuevas órdenes —o nuevas formas
de vida religiosa— deberían obtener la correspondiente aprobación de la Santa
Sede. Fue, no existe ninguna duda de ello, un gran concilio: la obra más grande
del máximo y más poderoso pontífice de la edad media de la Iglesia: Inocencio
III, un genio político y religioso de primera magnitud.
Sucesores inmediatos de Inocencio III
A sus 56 años de edad murió Inocencio III (16 de junio de 1216). A los tres
días de su defunción, fue elegido papa Honorio III un bondadoso anciano,
el cardenal Cencio Savelli. Éste, cuando era ‘camerarius’ redactó el célebre
Liber censuum, que contiene entre otras informaciones un catastro de todos
los patrimonios, posesiones, censos, etc…, de la Sede romana. En este libro
también se encuentran referencias de las diócesis catalanas. El cardenal Savelli
tomó el nombre de Honorio III (1216-1227). Sus once años de pontificado
se caracterizaron por su intento fallado de organizar una cruzada, y por los
constantes rifirrafes con el emperador Federico II. Este personaje, que todo
lo debía al Papa, se patentizó ante la historia como un hombre caprichoso,
alocado, lunático, desleal, arrogante, que a veces incluso hacía mofa de la
religión, postura inaudita en la edad media. Éste era Federico II emperador.
Durante todo su prolongado reinado (1215-1250), Federico II fue la pesadísima
cruz de todos los pontífices, y especialmente de Gregorio IX. De ese último
Papa (1221-1241) hay que destacar que siendo cardenal había protegido con
todas sus fuerzas a san Francisco y a los franciscanos. Su nombre ha quedado
inmortalizado por la primera codificación del derecho canónico, en la cual tanto
tuvo que ver el dominico catalán san Ramon de Penyafort (1234). Es una lástima
que Gregorio IX tuviera por emperador al alocado Federico II. El Papa no podía
admitir que un soberano así fuera rey de Sicilia y a la vez de Alemania, puesto
que según opinaban o temían los papas, una doble posesión así podría suponer
un perjuicio notabilísimo para los Estados Pontificios. El mismo Federico II había
jurado a Inocencio III que nunca uniría las dos coronas. Pero es curioso que los
juramentos de ese emperador lo movían a hacer todo lo contrario. Esta actitud
continuó en las interminables luchas entre los partidarios del Papa llamados
‘güelfos’ y los ‘gibelinos’ o del bando de los Staufers (casa de Federico II)
partidarios del emperador. Estas guerras destrozaron Italia y desprestigiaron
tanto al papado como al Imperio.
El sucesor de Gregorio IX, Celestino IV, fue Papa durante pocos meses. Lo
sustituyó Inocencio IV —el cardenal Fiesco—. Éste, para huir de Federico II, se
HISTORIA DE LA IGLESIA
193
refugió en Lyon, donde residió entre los años 1244 y 1251. Durante el segundo
año de residencia francesa, el Papa convocó el concilio XIII ecuménico en
Lyon. En él —a pesar de los ruegos de san Luis, rey de Francia, a favor del
emperador de Alemania— los padres del concilio excomulgaron a Federico II y
lo depusieron de la dignidad imperial. Desde este hecho, Federico II se vio cada
vez más marginado incluso de los partidarios suyos. Murió en 1250. Aun así,
las luchas continuaron entre los sucesores de Inocencio IV y los herederos de
Federico II. Conrado —el último de los Staufers—pretendió reconquistar el trono
de Sicilia que el papa Clemente IV (1265-1268) había dado como feudo a Carlos
de Anjou (hermano de san Luis de Francia). Con estas guerras se acabaría la
alianza entre el papado y los emperadores alemanes, los cuales pasaron de ser
los defensores de los papas a ser enemigos profundos de los mismos papas.
Así, los papas ya no podían vivir pacíficamente en la Sede romana. Por ejemplo,
Urbano IV (1261-1264) nunca residió en Roma, y estableció la curia papal en
Viterbo, Orvieto y Perugia respectivamente.
Los papas rehuían los reyes alemanes y pusieron su mirada en Francia, que era
la nación más floreciente. Recordemos que en estos años (mediados del siglo
XIII), aquel país tenía catorce millones de habitantes, mientras Italia tenía cinco,
España seis millones, Inglaterra dos y Alemania ocho. El mencionado Urbano
IV estableció el definitivo acercamiento del papado con Francia: designó un
gran número de cardenales franceses, algunos de los cuales después fueron
papas. El primero de ellos fue Clemente IV (1265-1268). Foulquois le Gros, éste
era su nombre antes de convertirse en el papa Clemente IV. Éste, en tiempos
de san Luis IX, había sido consejero del mencionado rey francés, y cuando fue
nombrado Papa —como hemos dicho— coronó a Carlos de Anjou rey de Nápoles
y Sicilia, a pesar de la oposición de los príncipes de la zona mediterránea. La
animadversión se patentizó con Manfredo, hijo natural de Federico II, y contra los
soberanos de la corona de Aragón y Cataluña. En el año 1266 Manfredo murió
luchando contra Carlos de Anjou en la batalla de Benevento.
En todos estos acontecimientos belicosos, el papado daba claramente su ayuda
a los franceses. Esto supuso la ruptura de la deseada imparcialidad de la Santa
Sede que Inocencio III tanto había procurado y en parte conseguido. En otras
palabras, a causa de estos papas, disminuyó mucho el prestigio y la influencia
papales que tuvo como punto culminante el pontificado de Inocencio III. Los
resultados de este cambio de rumbo fueron el denominado cautiverio de Aviñón
y el posterior cisma de Occidente, así como, anteriormente, el fin de la edad
media después de Bonifacio VIII.
20. HETERODOXIA Y VIOLENCIA
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Orígenes del movimiento cátaro
Los cátaros y la Reforma gregoriana
El Dios del bien y Satanás, principio del mal
“La salvación de un Cristo que es simple ángel”
Los cátaros moderados
Barrera infranqueable
El ‘consolamentum’
El ‘prefecto’
Los creyentes. El ‘melioramentum’
Los moribundos
Orígenes del movimiento cátaro
El catarismo es un movimiento, en su origen, anticlerical y cristiano que quería
imponer la Reforma. Pero paulatinamente se fue convirtiendo en heterodoxo,
formándose una amalgama de falsos dogmas y ritos de corriente claramente
maniquea. Su Iglesia la constituyen los ‘perfectos’ y los ‘creyentes’ (o simples
fieles). Tiene su origen en el bogomilismo de Bulgaria y se extendió por
Lombardía, Occitania (de donde pasó a los Países Catalanes), Francia, Flandes
y la región del Rin. Por la extensión y la importancia que tuvo en Occitania, sus
adeptos son conocidos también con el nombre de albigenses (de Albi), a pesar
de que los principales centros fueron Toulouse, Narbona, Carcasona, Béziers
y Foix. No sólo fueron denominados ‘cátaros’ (por los cristianos) y ‘albigenses’,
sino también ‘patarinos’ (en Italia), ‘publicanos’ (en Francia y Flandes), ‘Ketzer’
(en Alemania) y, en general, ‘búlgaros’, nombre que indicaba el origen de estas
doctrinas. Pero ellos se denominaron ‘cristianos’ u ‘hombres buenos’. Como
veremos, tanto su origen como sus denominaciones son ampliamente confusas.
El motivo de estas confusiones, incertidumbres y vacilaciones se debe en gran
parte a que solamente tenemos documentación católica referente a los hechos
196
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
y personas cátaras. Muchos de ellos y sus libros fueron quemados. Incendio
documental que desgraciadamente también se extendió a la historia, que sólo
podrá ofrecer posiblemente la versión de una de las partes, por más que se
intente ser imparcial.
El origen del catarismo es un fenómeno muy estudiado hoy en día, y podría
ser un punto importante en este estudio el testimonio de Bogomil, sacerdote
del siglo XI residente en Bulgaria. Éste era rector de una parroquia rural, y era
conocido como ‘theophilus’ —en búlgaro ‘bogomil’—, que significa “quien ama
a Dios”. Fue un gran predicador de masas. La temática de sus prédicas era
sorprendente. Insistía en la resignación, y en que el mundo es malo. Según
sus afirmaciones, lo mejor era huir de este mundo y no permanecer entre sus
nefastos quehaceres y preocupaciones. También decía que Satán era hijo de
Dios y hermano de Jesucristo; que Satán se reveló contra Dios, creó el mundo
y dio el decálogo de la ley a Moisés. Para Bogomil, la jerarquía eclesiástica
era despreciable, porque los obispos tienen más del diablo que de divino. Las
heterodoxas doctrinas de Bogomil se extendieron a países vecinos, puesto que
muchos de sus partidarios tuvieron que huir de Bulgaria debido a la invasión a
aquella región (1081-1118) de los soldados del emperador Basilios de Bizancio.
Así, el bogomilismo —o germen del catarismo— se extendió en Servia, Bosnia,
Dalmacia y posteriormente en Italia. El emperador Alexis (1118) lo persiguió por
todos sus territorios, prácticamente extinguiendo este movimiento en Oriente.
Sin embargo, en Italia y el Languedoc las nuevas doctrinas tuvieron un gran éxito
popular, en grupos si bien reducidos, muy activos.
Algunos quieren ver en el curioso movimiento de la ‘Pataria’ de Italia norteña,
influencias de los bogomiles. Aun así, no se puede demostrar la conexión entre
ambos movimientos. Además, debemos recordar que la Pataria se definiría
mejor como un movimiento social que se oponía a las clases privilegiadas, y
especialmente a los sacerdotes simoníacos y nicolaítas.
Los cátaros y la Reforma gregoriana
Posiblemente el ‘proceso contra los cátaros existente en los archivos de Colonia’
sea uno de los documentos más completo gracias al cual podemos evocar el
catarismo. Según él los cátaros aparecieron en la comarca del monasterio de
Steinfeld del arzobispado de Colonia; el preboste premostratense Eberwim, a
causa del juicio, tuvo correspondencia con Bernardo de Claraval, que le contestó
con los sermones 65 y 66 del Cántico de los cánticos. Tras un coloquio —juicio
de tres días con los católicos—, el pueblo quemó a los cátaros asistentes, a
pesar de la oposición de los clérigos a tan inaudita barbarie. Los autores de tan
feroz violencia afirmaban: “Los herejes que hemos quemado nos han dicho en su
defensa que esta herejía había permanecido oculta hasta nuestros días desde
los tiempos de los mártires, y que se había mantenido en Grecia y en algunas
otras regiones”. En estas palabras, algunos historiadores quieren ver la ‘gnosis’
de los primeros siglos del cristianismo, de la cual hablábamos en el capítulo 11.
El catarismo —como ya hemos indicado— quería ser, a pesar de los nuevos
HISTORIA DE LA IGLESIA
197
dogmas y mitos, un movimiento cristiano y de la Reforma. Por ejemplo,
constantemente aparecen citas evangélicas o de la Apocalipsis y también del
Antiguo Testamento. En el mencionado coloquio de Colonia, la fidelidad a la
Escritura se dice que quiere apoyar sus dogmas y que ella es la que nutre —
según los acusados— su espiritualidad y su moral. Lo mismo sucede cincuenta
años después con los albigenses. También ellos manifiestan una gran devoción
a las cartas de san Pablo y al evangelio, textos en los que se inspiran, sin
desconocer el Antiguo Testamento.
Profundizando más, hay que advertir que tanto el catarismo como los
movimientos reformadores cristianos eran animados por el mismo dinamismo
religioso tan estrechamente vinculado a la Reforma gregoriana. Efectivamente,
el catarismo seduce tanto a sabios y a espíritus cultivados de las grandes
ciudades, como a humildes y campesinos; los seduce por su significación moral
y por su esperanza en la renovación interior, tanto o más que por sus dogmas
complicados, que casi no podían comprender. En este punto —en el deseo de
reforma—, el catarismo conecta con aquel poderoso movimiento evangélico y
popular que sacudió la Iglesia desde el siglo XI y que también movió el mundo
de los pobres y de los mendicantes. El catarismo participó del fondo común de
los movimientos evangélicos, de las órdenes mendicantes y de todas las formas
de piedad más exigentes y más personales.
Sin embargo es cierto que, al contrario de lo que sucede con san Francisco,
en los cátaros prevalece el tono pesimista y su obsesión por el mal; pero este
pesimismo tenía muchísimos seguidores en la Iglesia de la época. Pensadores
cristianos ven por todas partes el mal y hacen profesión del desprecio del mundo.
En esto también el catarismo es, en cierto modo, hijo de su tiempo.
Dios del bien y Satanás, principio del mal
El concepto fundamental del movimiento cátaro se resume en una palabra:
dualismo. Bajo la forma radical que adoptaría en el Languedoc a partir,
aproximadamente, del año 1170, y en ciertas comunidades italianas —conocidas
bajo el nombre de ‘albanesas’—, esta doctrina atribuye la creación del mundo
a dos principios opuestos: Dios, principio del bien, habría creado el mundo
espiritual, el de los ángeles y las almas, el mundo de la verdad y de la luz; pero
Satanás, principio del mal, sería el autor del mundo visible; afirman que el mal y
la corrupción que reinan en la naturaleza no pueden ser obra de una divinidad
buena. A un creyente dubitativo le será difícil entender las catàstrofes –como la
del terremoto de Japón del mes de marzo de 2011– permitidas, dicen, por el Dios
creador y providente. Sin embargo Dios dió autonomía a las causas segundas.
Entre el mundo espiritual y el de la materia, y a pesar de su oposición fundamental,
existe al menos un vínculo en la persona del hombre, compuesto de un alma —
espiritual— y de un cuerpo —completamente material—, y aquí es donde radica
el núcleo de la doctrina cátara. La posición del hombre es efectivamente una
posición llena de problemas. ¿Cómo explicar la existencia de un ser que lleva en
su seno la unión de principios tan opuestos?
198
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
¿Tiene el hombre dos creadores? Sí, afirmaban los cátaros, y para explicarlo
recurrían a los mitos. Entre los dos mundos separados, al principio existía un
equilibrio perfecto que quedó roto por una fechoría del Maligno. Los cátaros
ofrecen varias versiones, a veces muy elaboradas, de esta ‘fechoría’. Veamos
una de las más sencillas (quizá la más clásica), tal y como la enseñaba a
comienzos del siglo XIII uno de los albigenses perfectos llamado Pedro Autier.
“El mencionado Pedro —quien habla es un testigo del proceso contra Autier—
explicó que, al principio el Padre celestial había creado todos los espíritus y
almas en el Paraíso, y estos espíritus y almas estaban con el Padre celestial.
Después, el diablo fue a la puerta del Paraíso y, a pesar de sus deseos, tuvo que
esperar mil años antes de poder entrar. Transcurrido este tiempo, se valió de una
artimaña para introducirse en él. Una vez dentro del Paraíso, intentó persuadir
a los espíritus y sus almas creadas por el Padre celestial diciéndoles que no
disfrutaban del auténtico bien debido a su sometimiento al Padre celestial. Les
aconsejó que si le seguían y entraban en su mundo, él les proporcionaría todos
los bienes de aquel mundo visible: campos, viñas, oro, plata, mujeres y todo lo
demás. Seducidos por estos argumentos, los espíritus y las almas que estaban
en el Paraíso, siguieron al diablo”.
El relato sigue con la caída de los ángeles pervertidos; caída copiosa como una
gran tormenta de nueve días, hasta el momento en que Dios al fin, dándose
cuenta, cerró con su pie tapando el agujero que les permitía escaparse. Una vez
en la tierra, los ángeles o almas se dieron cuenta del fraude del Maligno y de la
falta que habían cometido, y entonaron uno de los cánticos celestiales. Satán,
furioso, les increpó: “Os vestiré de túnicas de olvido que borrarán todo recuerdo
de vuestro aposento en Sión (la Jerusalén celeste). Y así lo hizo, dándoles unos
cuerpos”.
Otro mito hace de Adán el origen de este extraño híbrido que es el hombre.
Adán —ángel celeste enviado por Dios para espiar a Lucifer— habría sido
capturado por el Maligno y encerrado en un cuerpo de barro. Su unión carnal
con Eva lo habría encarcelado eternamente en la materia, a él y a todos sus
descendientes.
En ambos mitos se mantienen las mismas constantes. Si el alma es una criatura
divina, el cuerpo es del dios Maligno, seductor o verdugo. Y este cuerpo —esta
“fétida túnica”— hecho a base de materia satánica, se reproduce por el acto
carnal, por el acto más material que hay y más maligno porque crea cárceles a
las almas. La unión carnal es tanto más perversa cuando asfixia el recuerdo de
la Jerusalén celestial.
“La salvación de un Cristo que es un simple ángel”
La doctrina cátara, en su forma, está marcada por un invencible pesimismo.
¿Cómo alcanzar la salvación partiendo de una naturaleza material radicalmente
corrompida, no por culpa del hombre, sino por su propio origen? ¿Cómo vencer,
HISTORIA DE LA IGLESIA
199
mediante un acto personal, un mal metafísico que escapa por completo a la
voluntad humana; un mal que constituye la definición misma del cuerpo? El
hombre parece abocado a su decadencia, y abocado para siempre, puesto que a
medida que van pasando las generaciones, la humanidad está más encadenada
a la materia a través del mismo acto transmisor de la vida, el más material y, por
lo tanto, como decíamos antres, el más demoníaco de todos los actos.
¡Pero no está todo perdido!, afirman los cátaros. Existe una salvación, y Cristo
es su centro. Durante siglos el alma no se dio cuenta de su miserable situación.
Toda la historia que narra el Antiguo Testamento es la historia de una humanidad
ciega que desconoce su situación de cautiverio y se equivoca al hablar de Dios. El
Jehová de los judíos no es otro que Satanás y los patriarcas son demonios. Juan
Baptista, con su falso bautismo, es el peor de todos. Después vino Cristo, y con
Él todo cambió. Cristo reveló a los hombres su naturaleza espiritual, la grandeza
de su libertad, que deriva de aquella, y que hace patente en los mismos hombres
los caminos de la salvación. ¡Nunca se habían afirmado mayores errores!
De ningún modo —si es verdad lo que dicen los comentaristas católicos de los
cátaros— se podría aceptar un diálogo con aquellos individuos tan excéntricos,
todos ellos —al menos por lo que se dice que decían— no hacían otra cosa que
vomitar errores. Hubiera sido muy difícil establecer comunicación si no había
puntos de contacto. A pesar de todo, es difícil discernir si estas afirmaciones
proceden de la calumnia de un sector que se hacía llamar católico.
Pero continuemos desgranando los puntos del pensamiento —quizás
objetivamente injusto, calumnioso y parcial— de los cátaros: dicen que la
encarnación del Hijo de Dios —de Dios principio del bien— en la materia
planteaba un problema para los cátaros, y para describir Cristo y su misión
se negaban a leer los evangelios a la manera cristiana. Enseguida surgen
discusiones entre ellos, pero todos coinciden en algunos puntos. La Trinidad no
existe, Jesús no es más que un ángel, elegido entre los que rodean a Dios bueno
—quizás el primer ángel—, enviado por Dios a iluminar los hombres. Por otra
parte, como estaba fuera de duda el hecho de que este enviado era prisionero de
la materia corrompida, el cuerpo de Cristo, al igual que todas las peripecias de su
vida, no es más que apariencia. El nacimiento –dicen– de Jesucristo, el hambre,
la sed, el sueño, los sufrimientos, y la pasión, no son más que faramallas.
Por lo tanto –continuan– la acción salvadora de Cristo no consiste en una
redención —él no sufrió por los hombres—, sino que se expresa en un mensaje
—su enseñanza— y es un ejemplo; sus sufrimientos (a pesar de ser aparentes)
tienen al menos un significado: enseñan a los hombres cómo se debe alcanzar la
salvación espiritual a través de su condición carnal, y dibujan el camino a seguir;
precisamente camino de ascetismo, de esfuerzo y de sufrimiento. Sin embargo,
esta purificación no se realiza de una vez, y pocas veces es un único camino el
que sirve para llegar a buen puerto. El alma debe pasar por el cuerpo para acabar
su expiación o aun por otros cuerpos, no necesariamente humanos. Un cátaro
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
que declaraba haber sido caballo, mantenía haber recuperado una herradura
que había perdido en una vida anterior. Según los cátaros, esta transmigración
había sido imaginada en un principio por el Maligno para someter las almas
a su condición carnal. Cristo la transfiguró para convertirla en un instrumento
de salvación. Instrumento serio, dado que el hombre, en la perspectiva cátara,
ignora por completo el auténtico valor de su ascesis y sus esfuerzos. Todo
descansa en manos de la insondable voluntad divina.
Los cátaros moderados
No todos los cátaros se adherían a esos dogmas –o, mejor dicho, a los falsos
dogmas– que acabamos de exponer. Estos dogmas, con sus pueriles mitos, se
difundieron sobre todo por el Languedoc, pero sin continuidad absoluta, puesto
que los propios albigenses evolucionaron. El dualismo absoluto triunfó entre los
años 1170 y 1220. Con anterioridad a estas fechas, mantenían un dualismo más
moderado al que en parte volvieron.
En lo referente a los cátaros italianos, estuvieron siempre muy divididos. El
dualismo absoluto de los ‘albaneses’ (Iglesia de Desenzano) fue sólo una
cuestión de un grupo minoritario. Pero la mayoría de las comunidades cátaras,
especialmente las de Milán, mantuvieron una visión más moderada. Como
hemos dicho, no faltaron divergencias doctrinales entre los cátaros. Los más
moderados no creían en la existencia de dos creadores. Para éstos, Dios bueno
era el único responsable del mundo, incluso de la naturaleza y los cuerpos.
El mal no era algo inherente a la materia; sino que fue producto de una falta
posterior. Cuando Lucifer, el más hermoso de los ángeles, arrastró a su rebelión
una parte de las milicias celestiales (episodio tomado de la tradición cristiana),
se volvió enemigo de sus compañeros caídos y les obligó a entrar, como en
una prisión, en cuerpos por él modelados en barro. Después les mostró la unión
carnal a estas nuevas criaturas, con lo cual la raza se perpetuó. Este es, para los
moderados, el origen del hombre y del mal al cual está encadenado. Comparado
con los relatos de otros cátaros, estos proponen dos importantes variantes: en
primer lugar el demonio sería un rebelde —no el principio del mal—, ajeno desde
la eternidad al cielo y al bien. Por otra parte, para modelar los cuerpos se utiliza
una tierra que es obra de Dios y no el producto corruptor de su propia creación.
Transformación esencial, en esta perspectiva. El mal pierde su carácter fatal,
metafísico; la naturaleza no está corrompida desde su fuente. Los cuerpos no
son en absoluto intrínsecamente perversos. Forman simplemente una pantalla
entre el alma y su creador, como consecuencia de una falta moral —de orgullo
o de lujuria—, falta grave pero no irreversible. Todavía es posible el rescate en
estas condiciones. Así se entiende que los moderados aceptaran más fácilmente
la idea de una salvación universal, y que dejaran de lado la metempsicosis.
Barrera infranqueable
Sean cuales sean las discusiones doctrinales que dividían las comunidades
cátaras, sus opiniones —o dogmas— comunes levantaron una barrera
infranqueable entre su fe y el mundo católico, puesto que —como hemos
HISTORIA DE LA IGLESIA
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explicado— los cátaros coincidían en condenar la antigua ley, la ley de los
profetas, la del Antiguo Testamento. Además ellos no aceptaban la divinidad de
Jesucristo, y aun algunos de ellos tampoco la humanidad, puesto que creían
—como hemos dicho— que Cristo sólo era un ángel; también existe en ellos un
patente desprecio a la carne y a la transmisión de la vida. Aun así, a pesar de
estas infranqueables barreras en el orden conceptual, en la vida cotidiana, no
sólo era difícil distinguir entre los más exagerados y los más moderados; sino que
era casi imposible distinguir cuáles eran los movimientos heterodoxos y cuáles
no. Todos estos movimientos, sin embargo, tenían un denominador común: la
reforma de la Iglesia y la entusiasta aceptación de los valores evangélicos, pero
entendidos de una manera muy subjetiva. Aun así, desde el campo católico se
reaccionó con contundencia contra los cátaros, sin hacer distinciones. Todo se
confundía por los católicos, pero la brutalidad de la fuerza que se empleó en su
persecución en algunas ocasiones constituye un grave linchamiento colectivo
practicado por los que se hacían llamar cristianos durante la edad media, sólo
comparable al que tuvo lugar años después entre los judíos y los moriscos. ¡Hay
que pedir perdón!
El ‘consolamentum’
Pero continuemos en la exposición de la moral cátara. Vivir como un perfecto
cátaro significaba vivir ascéticamente para librarse de la corrupción del mundo
visible; suponía también guardar castidad. Vivir como un cátaro —es decir,
vivir como un buen cristiano, puesto que ellos se consideraban los buenos
cristianos— también quería decir practicar el evangelio, libro esencial a partir
del cual el hombre toma conciencia de su naturaleza espiritual; esto significaba
propagar el evangelio... Este exigente programa sólo una minoría lo podía
realizar, y se advierte que en las comunidades cátaras destacó muy pronto una
élite de hombres y mujeres, la élite más santa y más responsable formada por
los “hombres buenos” y las “mujeres buenas”: en una palabra, la élite de los
estrictamente ‘perfectos’, modelo de vida y testimonio para los otros.
No se ejercía presión social de ningún tipo para designar a los ‘perfectos’. Era
un asunto de vocación que, a menudo preparada por una asidua familiaridad
con otros ‘perfectos’, se podía manifestar en todas las edades y ambientes. Se
requería una gran generosidad y una fe muy sólida. El acceso a esta dignidad
y este cargo (comisión) exigía una ordenación o rito especial, pero todas las
ceremonias eran sumamente sencillas. Tras un largo periodo de preparación
que a veces duraba dieciocho meses, se celebraba una simple reunión en la que
todos se agrupaban junto al neófito. En esta asamblea, en la que había algunos
‘perfectos’, y el mayor de estos ‘perfectos’ hacía entrega de los evangelios
a los neófitos. Después de comentarlos con todo detalle, se les concedía el
‘Pater’, oración reservada a los ‘perfectos’. A continuación, se procedía a una
verdadera ordenación: los neófitos recibían de uno de sus mayores, ‘diácono’
o ‘perfecto’, el sacramento cátaro único, el sacramento por excelencia (mezcla
del bautismo y de la ordenación sagrada) que denominaban el ‘consolamentum’.
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
En el transcurso de este rito, muy sencillo a pesar de su importancia, el oficiante
imponía sobre el frente de los neófitos el evangelio de Juan.
El ‘perfecto’, una vez había sido consagrado, cambiaba de vida. Iba vestido de
negro, se dejaba crecer la barba (hasta el momento en que las persecuciones
obligaron a eliminar cualquier signo externo), y alejándose todo lo posible de la
sociedad profana, se unía a otros ‘perfectos’ para cumplir regularmente, en su
compañía, las prácticas de oración y de mortificaciones que en adelante serían su
peculiar talante de vida. Dormía poco, ayunaba, se abstenía totalmente de todo
producto animal, no pronunciaba juramentos, y llevaba un severo control de sus
palabras y de su carácter. Pero las prohibiciones más graves hacían referencia
a la castidad: le estaba formalmente prohibido cualquier simple contacto con una
mujer. Mediante estas prácticas, si no se producía una falta grave que le hiciera
perder por completo el beneficio del ‘consolamentum’, el perfecto restablecía el
vínculo espiritual con Dios, roto tras la caída y el encarcelamiento en el cuerpo.
A través de los perfectos, Dios se comunicaba con los hombres. Creían que en
este mundo de esclavos ellos eran los únicos hombres libres.
El papel de intermediarios divinos llevaba a los ‘hombres buenos’ (o perfectos)
a dar a su vida mística y ascética una prolongación activamente apostólica. A
menudo viajes pastorales interrumpían su vida comunitaria. Yendo de un lado a
otro, de dos en dos, predicaban por las ciudades y asistían a los moribundos. El
pueblo, que los estimaba y admiraba, los encontraba tanto más cercanos a ellos
cuanto que, para vivir, trabajaban en los oficios más corrientes: entre ellos, había
bastantes tejedores. Pero el comercio también atraía a muchos. Al contrario de lo
que sucedía en otros grupos evangélicos, ‘tocar’ dinero no les planteaba ningún
problema, y la vida trashumante del mercader les servía de excelente pretexto
para circular de una comunidad a la otra y para hacer su peculiar apostolado.
Entre los ‘perfectos’ algunos estaban revestidos de una especial autoridad moral
sobre sus compañeros, y tenían responsabilidades suplementarias, como por
ejemplo la de administrar el ‘consolamentum’. Se trataba de una especie de
diáconos u obispos. A veces había una clara distinción entre perfecto-obispo y
perfecto-diácono; en este último caso, los diáconos eran los asistentes de los
obispos y los obispos tenían una circunscripción (o demarcación geográfica) que
también se denominaba ‘diócesis’.
Los creyentes
Los ‘creyentes’ formaban la masa de fieles sin especial vocación a la
‘perfección’. Las obligaciones de los ‘perfectos’ no tenían nada que ver con
ellos, en un mundo en el que todo lo visible es malo, la salvación no se puede
concebir sin un ascetismo total; o santidad o nada. Los ‘creyentes’, pues,
comían como todo el mundo, y nada les impedía formar un hogar. Aparte de
esto, seguían la moral tradicional, siguiendo el buen ejemplo de los ‘hombres
buenos’ o ‘perfectos’. Como es lógico, entre ellos no se hablaba de homicidios,
robos ni engaños: valoraban muchísimo la probidad y la ayuda mutua. En la vida
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cotidiana, en realidad nada no les distinguía de los católicos; a pesar de su fuerte
anticlericalismo, para disimular asistían a las ceremonias católicas, al menos
desde que empezaron las persecuciones. Sin embargo, tenían algunas reglas
de vida especial que observaban con discreción. El matrimonio no tenía ningún
sentido para los cátaros. Al contrario, era preferible —decían— el concubinato,
que era menos estable y menos fecundo. Por eso, muchas parejas de ‘creyentes’
no estaban casados “ante faciem Ecclesiae”.
Aun así, la pertenencia a la comunidad de los ‘creyentes’ implicaba una serie de
ritos o deberes, algunos de simple decoro y otros indispensables para la salvación.
Los creyentes debían mostrar exteriormente su reverencia hacia los perfectos: al
encontrarse con un perfecto, se postraban tres veces ante “el hombre de Dios”,
besando el suelo, mientras se hacía una breve oración dialogada. Este saludo
y oración, llamado ‘melioramentum’ se renovaba con frecuencia. El perfecto era
realmente el centro de estas comunidades de creyentes. Él era el juez —puesto
que se le pedía arbitraje en los conflictos—, el médico y el curandero; y también
era considerado sacerdote.
Cuando se encontraba presente un perfecto, una serie de plegarias litúrgicas
destacaban los momentos importantes del día. La plegaria principal coincidía
con la comida: ‘el hombre bueno’ (perfecto) antes de sentarse en la mesa
bendecía el pan y lo distribuía. El domingo se tenía que asistir a su predicación.
Sin embargo, en la vida del creyente la ceremonia fundamental era la que
marcaba sus últimos instantes en los últimos días de su vida. Sólo entonces
recibían el gran sacramento cátaro de los creyentes: el ‘consolamentum’ de
los moribundos. El ‘consolamentum’, que era bautismo y extremaunción a la
vez, introducía a su beneficiario en un estado de perfección análogo al de los
perfectos. El ‘consolamentum’, sin ascesis previa, arrancaba en un momento el
alma del dominio de la materia y la ponía en situación de alcanzar el principio del
bien, o al menos de merecer una reencarnación mejor.
El ‘consolado’ tenía que comprometerse a llevar, desde el instante de haberlo
recibido, la vida de perfecto, viviendo en castidad y abstinencia. Sin embargo,
esta promesa sólo era vigente durante los pocos días de vida que le quedaran.
Caducaba con la curación del enfermo. La importancia decisiva del rito para la
salvación llevaba a numerosos creyentes a comprometerse anticipadamente en
virtud de un pacto especial denominado ‘convenenz’, a recibir el ‘consolamentum’
cualquiera que fuese su estado. La ceremonia, muy larga y dialogada, suponía
que el creyente no había perdido el conocimiento. Algunos ‘consolados’ que no
morían en aquel momento, consideraban demasiado preciada esta liberación
como para comprometerla sobreviviendo, y se dejaban morir. Esta práctica fue
perfectamente admitida en las iglesias cátaras, aunque parece que fue tardía y
quizás excepcional.
A pesar de los fuertes ecos evangélicos, demasiados elementos alejaban —
como hemos visto— el catarismo de la doctrina y de la moral cristianas. Por eso,
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no es correcto reducir el catarismo a un simple movimiento contestatario nacido
en el seno de la Iglesia, sino a una secta en constante lucha contra los dogmas
y de visiones ‘cristianas’ antagónicas a la ortodoxia de la Iglesia.
21. LA IGLESIA FRENTE A LOS CÁTAROS
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Difusión de los cátaros
Violencia contra los cátaros. La cruzada
La inquisición
Los beguinos y las beguinas
Difusión de los cátaros
Desde finales del siglo XII, y probablemente mucho antes, los cátaros ya ejercían
sus prácticas religiosas, ritos y mitos que pregonaban su influencia a otras
tradiciones religiosas. Para descubrir estas tradiciones, sólo había que cruzar las
fronteras del Languedoc o de Lombardía en la cuenca mediterránea y evocar las
viejas creencias originarias de las regiones bañadas por este mar interior (Mare
Nostrum), y que se mantuvieron vivas a lo largo de todo el siglo XIII. Ciertos
parentescos son notorios. El antiguo maniqueísmo insiste —y esta incluso
es su intuición fundamental— en la dualidad absoluta de los dos principios
increados e iguales, el Bien y el Mal, Dios y la Materia, doctrina muy cercana
al dualismo absoluto de los cátaros, aparte de otras muchas concordancias y
similitudes. Ahora bien, esta creencia nacida en Oriente, durante el siglo XI
se había implantado en los Balcanes y concretamente en Bulgaria, donde sus
adeptos, bajo el nombre de ‘bogomilos’ o ‘Amigos de Dios’ mostraron durante
el siglo XII una importante actividad y un excepcional celo apostólico (véase
capítulo 67). Una de las iglesias de Bosnia, por ejemplo, en el año 1250 alcanzó
la cifra de diez mil perfectos. Era inevitable que se produjeran en Occidente
infiltraciones misioneras de una comunidad tan viva, especialmente a causa de
las persecuciones llevadas a cabo por los emperadores bizantinos (como hemos
explicado) y también debido a las cruzadas. Los relatos contemporáneos dan
numerosos testigos de su existencia. Muchas de las iglesias italianas, fuera cual
fuera su carácter, estaban fuertemente influidas por estos apóstoles cátaros;
algunos de ellos trajeron sus incursiones misioneras hasta el Languedoc; en
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concreto, es posible —aunque se discute— que el dualismo absoluto fuera
traído hasta allí directamente por un obispo bogomilo llamado Niketas. No
faltan historiadores que han subrayado también el parentesco existente entre
la doctrina de los ‘Quaerait’, secta judía cercana a los maniqueos y presente en
España a partir del siglo X, y el dualismo cátaro. Finalmente, un estudio reciente
da fe de la supervivencia clandestina de escritos, mitos y tradiciones dualistas en
las sinagogas judías del Mediodía francés, y muestra que entre estas escuelas
de pensamiento —en pleno renacimiento durante el siglo XII— y las ‘élites’
cátaras, probablemente se daban intercambios.
A través de todas estas conductas, la cristiandad del siglo XII se veía asediada por
antiguas creencias extracristianas. Las grandes zonas heréticas de Lombardía y
del Languedoc constituían las cabezas de puente que estas creencias supieron
crearse en los puntos débiles del dispositivo cristiano. Estas regiones eran las
más vulnerables por su excepcional desarrollo urbano y mercantil. También
favorecieron su expansión la intensidad de sus contactos comerciales con
Oriente, su rancio anticlericalismo y las exigencias de su expectativa evangélica.
Aun así, la difusión real de los cátaros es patente en la represión que sufrieron
en el siglo XIII y que estudiaremos a continuación. Este repaso de su origen y
la gran difusión, es importante puesto que algunos historiadores presentan el
catarismo como un fenómeno nacido espontáneamente y sin antecedentes, y
esto no es verdad. De ahí las reflexiones del capítulo 67.
Violencia contra los cátaros. La cruzada
Posiblemente la gravedad de la herejía pasó inadvertida durante mucho tiempo
y el contraataque tardó en organizarse. Después la Iglesia se puso en pie de
guerra. Pasando de la nueva evangelización a la ‘persuasión’ de la violencia,
y de esta a la persecución. La Iglesia católica dirigió contra los cátaros sus
formidables recursos espirituales y temporales. Las comunidades cátaras, a
pesar de sufrir cuantiosas pérdidas, resistieron la tormenta de la cruzada (a partir
de 1209), pero lo cierto es que el establecimiento de la Inquisición las debilitó
bastante (1229), así como las sucesivas persecuciones, el episodio más famoso
y decisivo de las cuales fue la toma de Montségur en el año 1224. A lo largo de
los años, las persecuciones obligaron a los perfectos a dispersarse y a entrar en
la clandestinidad, y por fin exiliarse. Otros muchos murieron en las hogueras.
Pero hay que estudiar con más detenimiento las cruzadas contra los cátaros (o
albigenses) y la Inquisición, puesto que su implantación en la Iglesia supone una
evolución muy interesante de conceptos y mentalidades, a la vez que significa
un vergonzoso elenco de víctimas de la propia Iglesia católica. En primer lugar,
debemos preguntarnos cómo se llegó a la aberrante idea de una cruzada
aplicada a los cátaros.
La Iglesia había conseguido la unidad religiosa gracias a la Reforma gregoriana
y los cátaros la amenazaban en su núcleo más fundamental. Ideológicamente,
la Iglesia no podía aceptar el catarismo porque destruía los conceptos cristianos
HISTORIA DE LA IGLESIA
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de la creación y de la encarnación, y desfiguraba esencialmente la misma
estructura de la Iglesia creando una nueva religión elitista. El catarismo imbuía
en sus fieles un pesimismo radical al cual se oponían san Francisco y santo
Tomás de Aquino; el primero en el plano de la experiencia cristiana, y el segundo
en el plano doctrinal. Para ambos santos, la naturaleza es buena y el hombre
debe descubrirla, dominarla y ponerla al servicio de la humanidad para mayor
gloria de Dios.
A pesar de que los grupos cátaros eran muy diferentes en su ideología, todos
coincidían en aquellos tres principios que hemos anunciado anteriormente: ir
contra la creación y contra la encarnación, y así mismo crear una Iglesia elitista.
Eran, como Gregorio IX decía, “de rostros distintos, pero relacionados y unidos
entre sí por sus colas”.
Al principio la confrontación fue pacífica. Se intentó reconducir de nuevo los
herejes al seno de la Iglesia. En este intento hay que destacar la actuación
de san Bernardo y de otros cistercienses. Aquel santo predicó en Albi en el
año 1145. Aun así, todas estas iniciativas fracasaron estrepitosamente: los
cátaros admitían el diálogo, pero siempre se cerraban en banda. La situación se
agravó en el año 1167, cuando los cátaros celebraron un concilio en el cual se
organizaron jerárquicamente, pudiéndose considerar la Iglesia cátara desde este
año como una entidad totalmente ajena a la católica-cristiana, la que admitía
la autoridad del Papa. Inocencio III primero envió legados: entre ellos hay que
destacar a Pedro de Castelnau, monje cisterciense y la legación —de la cual
ya hemos hablado— de Diego de Osma y su colaborador, el canónigo santo
Domingo. Este último pensaba promover un nuevo tipo de predicación basado
en el ejemplo, en contraste con la opinión de los abades del Císter. Domingo,
rehusando toda ostentación, escogió la pobreza, viajando a pie y pidiendo por
las calles y plazas como un mendicante. De este noble esfuerzo surgiría más
tarde la orden de los predicadores tal y como hemos explicado anteriormente.
A pesar de todo, los cátaros cada vez eran más fuertes y se extendían más y
más por las regiones francesas, especialmente en el sur: Provenza y Languedoc.
El papa Inocencio III quería resultados más apodícticos, y ahora intentaría iniciar
una vía muy peligrosa: imponer la verdad mediante la violencia o coacción.
Para este objetivo empleó todos los resortes del feudalismo, especialmente el
derecho que tenían los señores feudales a que sus vasallos les ayudaran en la
milicia, o sea, el derecho de mesnada. Inocencio III conocía perfectamente la
estructura feudal y por eso les dijo a los señores feudales que la lucha contra los
cátaros sería una causa más que justa para exigir tales servicios de milicia. Y
más allá de este estímulo social, el Papa otorgaba su ‘visto bueno’ para que los
señores feudales que emprendieran la guerra contra los herejes, se convirtieran
en nuevos propietarios de las tierras conquistadas. Entonces, podrían repartirse
el botín con sus soldados. Nunca se habían visto unas ventajas tan favorables.
Los nobles norteños se abocaron contra los del sur de Francia y la Provenza, no
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
tanto para luchar a favor de una causa cristiana, sino con un detestable afán de
codicia temporal: quedarse con las posesiones de los denominados cátaros.
En un principio, el Papa quería que el rey Felipe Augusto interviniera, pero este
rey capeto no podía distraerse de la lucha que mantenía contra los ingleses. La
negativa de Felipe hizo que el Papa encomendara la campaña contra los cátaros
al poderoso conde Raimundo VI de Tolosa. Sus dominios se extendían desde
Guyena hasta Provenza, a pesar de que en algunas regiones —en particular
en aquellas en las que gobernaba Raimundo Roger de Trencavel, vizconde de
Béziers, Carcasona y Albi— el poder efectivo de Raimundo VI era prácticamente
inoperante. Probablemente la prudencia del conde de Tolosa fue la causa tácita
por la cual también se negó a participar en la campaña contra los herejes. Pero
pagó muy cara esta negativa, puesto que el legado del Papa le excomulgó.
Inocencio III cambió de táctica al ver que ni el rey capeto, ni el conde Raimundo
VI querían participar en esta campaña. Ahora, en una carta dirigida a los
obispos del Mediodía francés, expone los principios que se emplearían para
desencadenar la cruzada: “La Iglesia —afirmaba el Papa— está facultada —
debido a la defección de los soberanos— a prescindir de ellos y a convocar por si
misma a todos los cristianos a la lucha contra la herejía”. Inocencio III ofrecía los
territorios que los herejes dominaban a todos aquellos que fuesen capaces de
conquistarlos. Raimundo VI reaccionó muy mal, y solicitó una entrevista con el
legado papal Pedro de Castelnau, pero éste no le quiso levantar la excomunión.
El legado quería hablar personalmente con el Papa, pero de camino hacia Roma
—cerca de Arles— fue vilmente asesinado el 15 de enero de 1208. Se dijo que
un escudero del conde Raimundo VI fue su asesino. El hecho es que el Papa,
muy indignado, concedía a quien luchara contra Raimundo, los territorios del
mencionado conde de Tolosa. Ahora el grito de guerra contra los herejes y contra
el excomulgado conde fue general y estremecedor. Se preveía que la lucha sería
enconada, y así lo demuestran los hechos que expondremos a continuación.
El papa Inocencio III lanzó la convocatoria de cruzada el 10 de marzo de 1208, y
la lucha duró casi cuarenta años. Acudieron al llamamiento del Papa alemanes,
ingleses, italianos..., pero principalmente franceses norteños. Formaban una
multitud abigarrada en la que muchas personas sencillas —atraídas por la
esperanza del botín— se ponían a disposición de los grandes señores cruzados,
como fueron el duque de Borgoña, los condes de Nevers, de Bar y de Saint-Pol.
Curiosamente, en el bando papal también encontramos al mencionado conde
Raimundo VI de Tolosa, puesto que le había pedido perdón al Papa y éste, tras
la correspondiente penitencia, le levantó la excomunión. A pesar de todo, los
caudillos de la milicia papal no tenían toda la confianza del legado papal, y por
este motivo se puso al frente de todos ellos Simón de Monfort, un gran soldado,
pero desgraciadamente sin escrúpulos. Era un hombre cruel, fanático y astuto.
Habiendo regresado a Francia tras la cuarta cruzada, fue elegido para dirigir la
cruzada contra los albigenses (o cátaros) en el año 1209.
HISTORIA DE LA IGLESIA
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El reclutamiento por parte de los enemigos de los cruzados, también tenía mucho
que ver con los vínculos feudales. El señor llevaba tras de si a los vasallos
obligados por el juramento feudal a otorgar estos servicios de milicia. Aquí la
tropa también es muy plural, y aun así abundan los burgueses, los artesanos y los
campesinos. Por supuesto los perseguidos por la cruzada no eran todos cátaros,
también había muchos que se oponían al comportamiento de la alta nobleza y
de la clerecía adicta a la postura no demasiado clara de los promotores de una
cruzada que no entendían el alcance de sus últimas intenciones malsanas. En
cambio, el pueblo sencillo de las ciudades y la gente del campo no mostraban
mucho entusiasmo hacia los meridionales, o sea, los cátaros, y muy a menudo
recibieron con grandes muestras de satisfacción la victoria de las tropas norteñas
de Francia, puesto que para ellos suponía la libertad de los lazos feudales, y así
también creían que podrían saldar antiguas cuentas. Por lo tanto, la cohesión
que daba fuerza a los meridionales (o cátaros) frente a los cruzados invasores,
tenía sus fisuras y se manifestaban muchas divergencias entre ellos.
La cruzada empezó repentinamente como un estallido. Los cruzados, habiendo
traspasado el Ródano, se plantaron en las puertas de Béziers. Aquí se
encontraba defendiendo la ciudad el vizconde Raimundo Roger de Trencavel,
que tuvo que dejar esa ciudad para ir a buscar refuerzos a Carcasona. El hecho
es que cuando se fue el vizconde, salieron los soldados de Béziers a luchar
contra los que asediaban la ciudad, y éstos —los cruzados— entraron en la
ciudad el 22 de julio de 1209. Lo que sucedió en la ciudad de Béziers todavía hoy
provocan repulsa y gran verguenza a los lectores de las crónicas. Unos treinta mil
habitantes fueron acuchillados en la iglesia y alrededores de Santa Magdalena
de Béziers. Arnaldo Amalric, abad del Císter, fue el gran instigador. También
se dice que no hizo ninguna distinción entre los asediados, ya fueran católicos
o cátaros, y que no perdonó ni a niños ni a mujeres. Todos fueron cruelmente
asesinados, según nos cantan nostálgicamente el trovador Figueira y la Chanson
de la Croissade. La crónica decía que el jefe de los cruzados aseguraba que si
entre las víctimas había cristianos, ya el Dios omnisciente sabría distinguir en la
otra vida los buenos de los malos. Era la victoria del cinismo más absurdo y de
la violencia sin entrañas.
El día 15 de agosto de 1209 cayó Carcasona. Raimundo Roger Trencavel fue
desposeído de todos sus títulos y posesiones, los cuales fueron ofrecidos por el
legado papal Arnaldo Amalric a los señores feudales que más se distinguieron
en la lucha. Pero ninguno de ellos aceptó. Aun así, el ambicioso Simón de
Monfort aprovechó estas circunstancias para adueñarse rápidamente del país
de Oc. Se sirvió del pillaje, el incendio y la destrucción de todo. En los territorios
conquistados también impuso sus leyes extranjeras, a la vez que destruyó la
vida económica. Así se apoderó de Carcasona, Béziers y de muchas plazas
fuertes con una crueldad inenarrable, levantando enormes hogueras humanas.
Quedaba Tolosa. En 1211 los legados pontificios le hicieron saber al conde
Raimundo VI sus condiciones: licenciar a sus hombres —dejar Tolosa sin
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DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
tropa—, entregar los judíos a los cruzados y facilitarles la lista de los herejes.
Raimundo VI se negó, y Simón de Monfort tomó el mando definitivo y absoluto
de los cruzados, obteniendo algunas victorias sobre Raimundo VI y su vasallo,
el conde de Foix.
Finalmente, puso asedio a Tolosa, pero no consiguió invadirla. En estas
circunstancias intervino el rey Pedro I de Cataluña (y II de Aragón) puesto que
tenía muchos derechos feudales en el sur de Francia, y apoyaba a los condes
de Tolosa y de Foix. Era cuñado del primero. A pesar de todo, el éxito de Simón
de Monfort continuó, y el 12 de septiembre de 1213 la coalición de Pedro I,
Raimundo VI y el conde de Foix, fue vencida estrepitosamente en la batalla de
Muret. En ella murió el rey catalán Pedro I, padre de Jaume I. Raimundo VI se
refugió en Inglaterra, y dejó que Tolosa abriera sus puertas a los cruzados. La
gran victoria fue para Simón de Monfort, especialmente cuando en el concilio IV
del Laterano Inocencio III declaró que el nuevo soberano de Tolosa sería Simón
de Monfort.
El 16 de julio de 1216 murió el papa Inocencio III. Al conocer la noticia, Raimundo
VI desembarcó en Marsella y después los habitantes de Tolosa consiguieron
expulsar a los cruzados de la ciudad. Simón de Monfort intentó por dos veces
entrar de nuevo a la ciudad, pero los tolosanos se defendieron heroicamente del
asedio. Precisamente estando Simón de Monfort en el mencionado asedio, una
piedra lo hirió mortalmente en la cara. Era el 25 de junio de 1218. La mencionada
crónica Chanson de la Croissade dice: “La piedra fue directa hacia el lugar preciso
y le dio tan acertadamente en el yelmo de acero, que le hizo saltar en pedazos
los ojos, el cerebro, los dientes, la frente y las mandíbulas”. Tras su muerte, los
cruzados se retiraron y Raimundo VI pudo volver a Tolosa y al Languedoc.
En la segunda fase de la lucha contra los cátaros intervino el rey de Francia,
Luis VIII. Éste, aconsejado por su esposa Blanca de Castilla, intentó imponer su
dominio en el Mediodía francés. Así, después del concilio de Bourges, en el año
1226 se declaró al conde de Tolosa enemigo del rey y de la Iglesia. Luis VIII,
con el apoyo del Papa, conquistó los amplios dominios del conde de Tolosa,
prácticamente todo el Languedoc. Sólo la enfermedad de Luis VIII impidió que
invadiera Tolosa. El rey murió mientras regresaba a Auvernia. La reina viuda
prosiguió con tenacidad la lucha, pero hay que reconocer que tanto la misma
campaña como las finalidades de esta condesa ya no eran religiosas, sino
políticas.
En el año 1228 Raimundo VII, hijo de Raimundo VI, quería la paz al darse cuenta de
que los franceses del Mediodía eran más partidarios del rey francés que del conde
de Tolosa. Se firmó la paz en un tratado celebrado en el mencionado año en París.
Raimundo, humillado y sometido a una penitencia pública, prometió luchar contra
los herejes y que indemnizaría a la Iglesia por los daños causados en los periodos
en que tanto él como su padre favorecieron la causa de los herejes. También se
comprometió a anexionarse al rey francés. Así se aseguró la unidad de Francia.
HISTORIA DE LA IGLESIA
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Pero los señores meridionales no aceptaron el pacto. En el año 1240, Raimundo
de Trencavel, hijo del infortunado Raimundo Roger, inició una nueva revuelta,
a la cual no fue ajeno el mismo Raimundo VII. Fue una campaña clandestina
de ayuda a los cátaros. Éstos se hicieron fuertes en varias fortalezas como la
de Montségur y el vizcondazo de Fenouillèdes, cerca de Rosellón. Perseguidos
todos ellos, y denunciados a la Inquisición (que desde 1229 mantenía una
lucha permanente contra ellos), poco a poco se fue reduciendo el número
de sus partidarios y a la vez se fueron recluyendo en regiones cada vez
más inaccesibles a la vigilancia de la Iglesia. Raimundo Trencavel fracasó
estrepitosamente en varias escaramuzas, y Raimundo VII en el año 1243 fue
sometido definitivamente al rey francés. El último reducto fue Montségur, lugar
de refugio de centenares de cátaros perseguidos por todo el sur de Francia. Allí
encontraron un refugio seguro gracias a la orografía que hacía inexpugnable
aquel baluarte. Por lo menos así lo creían falsamente: era un refugio seguro
malévolo. El asedio duraría casi un año: entre el 13 de mayo de 1243 y el 14
de marzo de 1244. El día de la rendición, doscientos diez cátaros se negaron a
abjurar de su religión, y el 16 de marzo fueron quemados en una impresionante
hoguera. Fue todo un símbolo de hasta donde podía llegar la intolerancia de
unos cruzados más fanáticos que sus propias víctimas, los cátaros.
La Inquisición
En varias ocasiones hemos hablado de la Inquisición como una institución que
pretendía sofocar la herejía cátara. El origen de la Inquisición radica en la misión
de los obispos de enseñar la verdad de la fe y de defenderla contra aquellos
que la atacan. Pero durante los siglos XI, XII y XIII los obispos se encontraban
impotentes ante el avance de los cátaros, albigenses y valdeses. El papado,
para apoyar esta misión episcopal, creó un tribunal especial: la Inquisición. Por
lo menos así se dice en los documentos. Pero hay que distinguir varias etapas:
el papa Lucio III, en el año 1184 estableció que todos los obispos debían visitar
sus parroquias una o dos veces al año, personalmente o mediante delegados,
especialmente en aquellas zonas que estaban “contaminadas por la herejía”.
Los herejes eran acusados ante el obispo por los vecinos o por el mismo párroco
previo juramento. Si eran culpables, según la Inquisición, se les imponían
unas determinadas penas: nunca la pena de muerte. El episcopado también
tenía jurisdicción en estos asuntos sobre los monasterios exentos. Varias
constituciones emitidas por Inocencio III (años 1205, 1206 y 1212) y el canon 3
del concilio Laterano IV (año 1215) completaron las anteriores prescripciones de
Lucio III. Para hacer más eficaz la mencionada misión, la Santa Sede confió la
Inquisición a legados pontificios especiales: en Francia a Pedro de Castelnau,
cardenal de San Angelo; en Cataluña a san Ramon de Penyafort…
Por lo tanto, la Inquisición en esta primera fase era bastante benigna, a pesar de
que en las posteriores campañas contra los cátaros —cómo hemos visto— y contra
los judíos, casi siempre acabaron con hogueras o degollaciones masivas, como en
los casos expuestos de Béziers y Montségur. En la historia moderna de la Iglesia
se estudia especialmente la llamada Inquisición de los Reyes Católicos de España
212
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
El catarismo en Cataluña
El catarismo se extendió rápidamente por Cataluña. Existe constancia de una
importante comunidad cátara en el Valle de Arán a mediados del siglo XII, que
perduró durante todo el siglo XIII. El catarismo catalán procedía de Occitania
a causa de los constantes contactos entre ambas regiones motivados por el
comercio y la industria, especialmente la textil, además de que la lengua era
parecida (catalán y languedoc). Los cátaros catalanes, e incluso los perseguidos
en otras regiones de Europa, se refugiaron en los Pirineos. Así consta que
durante muchos años, un gran número de ellos permaneció en Andorra. También
en el Valle de Arán y en la mayoría de los valles de los Pirineos. Hay procesos
en el obispado de Solsona.
El catarismo catalán tuvo amplias repercusiones políticas gracias a las mutuas
alianzas entre ellos y los gibelinos —contrarios al Papa— de Lombardía. La
protección más o menos solapada de los magnates de Cataluña al catarismo, se
desvaneció durante el reinado de Jaime I el Conquistador. El monarca catalán
cedió ante las fuertes presiones del Papa: el catarismo tenía que extinguirse.
Gregorio IX encomendó a la nueva Inquisición catalana la aniquilación de la
denominada “pestilente herejía”, y san Ramon de Penyafort redactó las normas
que habría que seguir, y finalmente Jaime I las promulgó (año 1233). A pesar de
todo, el gran político Jaime I actuó con astuta prudencia, evitando la creación de
cátaros mártires catalanes, pero procurando no airar al Papa.
Los beguinos y las beguinas
No podemos dejar un tema de notable importancia por las posibles implicaciones
que tuvo con los cátaros. Nos referimos a los beguinajes que aparecen durante
el siglo XII en la Europa septentrional, especialmente en Flandes. Fueron
principalmente comunidades de hombres laicos, pero sobre todo de mujeres:
viudas de guerreros y de cruzados o doncellas de noble linaje, que no se habían
casado, y otras mujeres abandonadas que sentían la necesidad de practicar el
sagrado retiro, pero sin pronunciar votos ni observar regla monástica alguna. En
los beguinajes podemos ver los precedentes de las órdenes terceras (franciscana
y dominica) que se crearon en el siglo siguiente (siglo XIII), a medio camino entre
la vida seglar y la vida monástica.
Beguinos y beguinas llevaban una vida austera. Una ‘gran dama’ ejercía la
autoridad suprema en los beguinajes femeninos, y otras ‘amas’ particulares
regían los conventos de los beguinajes. Un consiliario aseguraba la formación
religiosa de las novicias y el culto litúrgico. Después de su noviciado, las
beguinas hacían voto de permanencia, asignándose una residencia fija. Vivían
con sencillez, recitaban comunitariamente el oficio divino y rezaban asiduamente.
Los miembros de los beguinajes femeninos prestaban servicios útiles, hilaban la
lana, blanqueaban la ropa y atendían escuelas y hospitales, sin que prevaleciera
nunca la acción sobre la contemplación.
HISTORIA DE LA IGLESIA
213
El espíritu evangélico inspiraba la espiritualidad beguina: pobreza, piedad,
pureza... Cada una de las comunidades tenía su peculiar carácter según su director
espiritual, sacerdote o monje (cisterciense normalmente). La vida en comunidad
no era demasiado férrea en los beguinajes. En ellos, las personalidades se
desarrollaban más libremente que en las órdenes monásticas. Numerosas
beguinas se hicieron famosas, como Hadevych o Beatriz de Nazaret.
El origen de la palabra ‘begui’ sigue sin estar muy claro hoy en día. Podría proceder
del nombre de santa Beggue († 693) o del predicador de Lieja, Lamberto de
Beges († 1177), o quizás del verbo alemán ‘beggen’ (rezar). Desgraciadamente,
en numerosos escritos se denomina a los beguinos ‘albigenses’ y se confunden
con ellos. Y es que la Iglesia veía con inquietud y no menos animadversión la
proliferación de beguinajes, que sentían la seducción de actitudes y posiciones
fronterizas a las herejías. Posiblemente algunos beguinajes se abrían a los
“hermanos y hermanas de espíritu libre” que proclamaban el carácter nocivo
de los sacramentos y la libertad de la carne y el espíritu. Algunos de ellos
afirmaban: “el hombre unido a Dios es incapaz de pecar”. Estas divergencias
con la Iglesia oficial comprometieron definitivamente el beguinaje a ojos de los
jerarcas eclesiásticos. Las beguinas muy pronto fueron tildadas de herejía, y en
el siglo XIII llegó a forjarse el término ‘begard’ que designaba expresamente a
los beguinos ortodoxos. En su afán por salvar la pureza del dogma, el concilio
de Vienne del año 1314 condenó a las beguinas como herejes y decidió su
eliminación. Los begardos, también desprestigiados, desaparecieron por
completo. Sin embargo, a mediados de siglo XIV el papa Juan XXII autorizó a
las beguinas (no sospechosas de herejía) a reanudar su vida comunitaria.
22. EL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA
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La pirámide medieval se tambalea
La búsqueda de un Papa ideal
Los papas, juguetes del rey de Nápoles
¿Qué se debe hacer con un Papa dimisionario?
“Te has sentado en el trono pontificio como un lobo”. Así calumniaban
los ‘espirituales’ a Bonifacio VIII
• El gran error de Bonifacio VIII fue el haber nacido un siglo más tarde
• “Es necesario para la salvación, que toda criatura humana permanezca
sujeta al romano pontífice”
La pirámide medieval se tambalea
Tras el pontificado de Bonifacio VIII, la historia medieval de la Iglesia se puede
considerar finalizada, puesto que con aquel Papa se debilitó enormemente dos
de las características fundamentales del periodo medieval: el feudalismo y la
hierocracia. Bonifacio VIII intentó colocarse en el vértice de la pirámide de la
sociedad. Así lo postulaban la teocracia sagrada o la hierocracia a diferencia
de la teocracia real: aquí el rey está en el vértice, y en la hierocracia lo está el
Papa. Aun así, los hechos actuaron contra la hierocracia. Los reyes ya no hacían
ningún caso a las admoniciones y a las excomuniones papales. Ni la misma
sociedad se sobrecogía —como lo había hecho en tiempos de Gregorio VII o de
Inocencio III— ante las constantes fulminaciones de penas canónicas lanzadas
por y desde Roma. Desde la muerte de Bonifacio VIII (1303), la cristiandad se
estructuró de un modo diferente a los vínculos feudales y medievales. Surgieron
nuevas concepciones laicales sobre las naciones o sobre las interrelaciones
Iglesia y Estado. El declive de la preponderancia papal e imperial era más que
evidente. La pirámide medieval de la sociedad se derrumbó.
216
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Las culturas europeas también manifestaron un giro, iniciándose —primero en
Italia— el movimiento denominado ‘Renacimiento’. Petrarca y Dante fueron los
grandes pioneros de todos estos hechos y de su importante evolución.
La búsqueda de un Papa ideal
Conradino —el último de los Hohenstaufens e hijo de Conrado IV— pretendió
reconquistar el trono de Sicilia. Tenía sólo quince años cuando luchó contra
Carlos de Anjou y contra su aliado, el Papa. El rey de Nápoles venció a los
alemanes en la batalla de Tagliacozzo (1268). El desafortunado Conradino huyó
de la derrota, pero poco después lo encarcelaron y lo llevaron a Nápoles, donde
fue ejecutado por el rey Carlos de Anjou con una villanía ‘canallaresca’.
Con la caída de los Hohenstaufens, y a pesar de una efímera victoria del papado,
Sicilia se encontró en una situación lamentable, puesto que fue juguete de la
casa de Anjou y de la corona francesa. El Papa volvió a perder, en parte, su
inestimable independencia. También contribuyeron a ello las rivalidades entre las
familias nobles romanas: los Colonna, los Orsini y posteriormente los Gaetani.
Todos ellos quisieron incorporar sus partidarios en el colegio cardenalicio. Se
buscaban descaradamente familiares eclesiásticos que pudieran convertirse en
cardenales. Pero el grupo de cardenales que consiguió cambiar decisivamente
la política de la Santa Sede y de los Estados Pontificios fueron los cardenales
pro-franceses. Este grupo fue impuesto por el mismo rey de Nápoles, el
francés Carlos de Anjou. Estas imposiciones y partidismos fueron la causa de
dos interregnos (o sedes vacantes) papales: el primero (entre Clemente IV y
Gregorio X), que duraría tres años (1268 a 1271), y el segundo se prolongó casi
dos años (entre Nicolás IV y Celestino V, entre 1292 y 1294).
Tres años después de la muerte de Clemente IV (1268) —como hemos dicho—
le sucedió Gregorio X (1271-1276). Este Papa en el año 1274 convocó el
concilio II de Lyon (XIV concilio ecuménico). Este concilio es importante porque
entre los acuerdos disciplinares está la constitución referente a la elección del
Papa; esta constitución quería completar los decretos promulgados ya en 1179
por el concilio ecuménico X —Laterano III—. En el anteriormente mencionado
concilio II de Lyón, se decretó que transcurridos diez días tras la muerte del
Papa, los cardenales se debían reunir para elegir a un nuevo Papa sin esperar
a los cardenales ausentes. Durante la elección, los cardenales permanecerían
encerrados —de aquí el nombre de ‘cónclave’— en una gran sala sin posibilidad
de comunicarse: los cardenales no podrían recibir ni enviar cartas ni mensajes.
Si después de tres días no hubieran efectuado la elección, sólo podrían tomar
comida en un solo plato en cada comida, y pasados quince días, si todavía no
hubieran elegido nuevo Papa, se les castigaría ofreciéndoles sólo pan, agua y
un poco de vino. Posiblemente nunca se llegó a este extremo, pues el hambre
frecuentemente consiguie lo imposible.
En el concilio II de Lyon (XIV ecuménico) también se trató el tema de la unión
entre la Iglesia latina y la oriental. En esta época reinaba el emperador Miguel
HISTORIA DE LA IGLESIA
217
Paleólogo en Grecia. Éste envió a Roma unos legados que reconocieron el
primado del Papa y admitieron —tal y como los latinos confesaban— que el
Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo. La aceptación de esta fórmula
(‘Filioque’) no perduró demasiado tiempo, puesto que tres años después,
cuando Nicolás III (1217-1280) ya era Papa, los griegos rechazaron de nuevo
esta fórmula latina del ‘credo’. Los bizantinos se veían forzados a llegar a pactos
para no caer en manos del islam, y por eso transigieron en los temas doctrinales,
pero cuando ya no era necesario volvían a sus formulaciones.
No hay duda de que la elección de los papas constituye en este periodo la
fotografía del estado de influencias de los bandos de Roma y del rey Carlos de
Anjou, así como del poder que tenía el movimiento denominado ‘espirituales’.
Estos últimos buscaban un Papa ideal. Otros buscaban un Papa que contentara
a todo el mundo, y en la práctica, una vez elegido, pactaría con alguno de
los bandos mencionados. Buena muestra de este estado de las cosas fue la
elección de dos papas: el mencionado Gregorio X (1271-1276) y Juan XXI
(1276-1277). El primero era simplemente un laico cruzado que se encontraba en
Palestina cuando los cardenales le propusieron que aceptara el papado. En este
caso se intentó que el nuevo Papa encarnara el ideal de las cruzadas. En Juan
XXI (Petrus ‘Hispanus’ por su origen portugués) se quiso personificar un Papa
científico e intelectual. Todo el mundo reconocía en él una gran personalidad.
Así lo atestigua el mismo Dante, que colocó a Juan XXI en el paraíso, entre el
coro de los excelsos teólogos; en cambio al Papa san Celestino V lo puso en el
infierno como veremos a continuación. Precisamente conocemos un episodio de
este Papa muy curioso y a la vez lastimoso. Dicen las crónicas que era un buen
médico y un “Papa magus” que formaba parte de la corte del papa Gregorio X
como facultativo de medicina. No era cardenal cuando fue elegido Papa. De si
mismo se decía que tenía una salud de hierro, pero el día 14 de mayo de 1277
—hacía sólo nueve meses que era Papa—, entrando en una cámara que él
mismo hizo edificar en el palacio papal de Viterbo, cayó el tejado sobre él. Hoy
en día todavía se puede visitar este recinto, en el que una lápida evoca a este
Papa llamado “Petrus Hispanus”, gran científico y no menos desgraciado.
Los papas en esta época son fruto o bien de una idealización espiritual o de una
imposición terrenal de algunos de los bandos favorables a las facciones romanas
o de la casa de Anjou de Nápoles. Tal es el caso del papa Martín IV (12811285), juguete de Carlos de Anjou, siempre inexorablemente contrario a la casa
real de Aragón y Cataluña. En el año 1282 los sicilianos se levantaron contra
los de Anjou y se dio una gran mortandad entre los franceses. Fue la revuelta
llamada ‘Vísperas sicilianas’. El rey Pedro II de Cataluña y III de Aragón, yerno
del desafortunado Manfredo, reivindicó la herencia de los Hohenstaufens y se
apoderó de la isla. Desde este momento Sicilia se separía de Nápoles. El papa
Martín IV hizo predicar una trágica y escandalosa cruzada contra el rey catalán y
contra los habitantes de Sicilia. Así se llegó al máximo desprestigio del concepto
de cruzada, verdadero escándalo para las gentes del siglo XXI.
218
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
Los papas, juguetes del rey de Nápoles
Después del torturado pontificado de Nicolás IV (1288-1292), lleno de rivalidades
entre los Colonna y los Orsini, la Santa Sede se sumergió de nuevo en otra
‘sede vacante’ bastante larga. Tuvieron que transcurrir dos años para elegir
nuevo Papa, y éste fue tan santo como incompetente gobernante. Fue el célebre
san Pietro del Morrone, que sólo gobernó —o mal gobernó— la Iglesia algunos
meses durante el año 1294. En la elección de san Celestino V, se buscó nada
más ni nada menos que a un ‘Papa angélico’, y esto alargaría la agonía de la
edad media por unos años.
En lo referente a la elección de san Celestino V, debemos recordar que ya en
tiempos del papa Juan XXI se abolió la constitución del concilio de Lyon II, en
la cual se determinaban —como vimos— unas normas muy férreas de elección
de un nuevo Papa. Cuando se hubieron celebrado los funerales de Nicolás IV,
los cardenales se reunieron primero en Santa María la Mayor, después en el
Aventino, y finalmente en Santa María sobre Minerva. Pero no se llegó a ningún
acuerdo porque los Colonna —que tenían en la cabeza el grupo integrado por los
cardenales Pedro y Jacobo— querían imponer su candidato. Lo mismo hacían
los cardenales adictos a los Orsini. El calor del verano hizo posponer el cónclave.
Durante el mes de septiembre, los cardenales se volvieron a reunir en Roma,
pero las discusiones volvieron a ser lo cotidiano siendo los pactos totalmente
estériles. A principios del año 1293 se volvieron a dispersar sin haber elegido un
nuevo Papa. Se produjeron grandes disturbios por las calles y plazas de Roma,
y los Orsini luchaban contra los Colonna en sus castillos. Era un panorama
muy penoso y no menos lamentable para la misma Iglesia. Intervino Carlos
II de Anjou, al que llamaban ‘el cojo’ porque lo era. Los cardenales estaban
de nuevo reunidos en cónclave en la ciudad de Perugia. Curiosamente, los
franceses impusieron un nombre: el del ermitaño Pedro de Morrone, que residía
en Sulmona. Este santo ermitaño escribió antes una carta al colegio cardenalicio
diciéndoles que era un escándalo lo que pasaba, y los conminaba a que eligieran
de una vez el supremo pastor. El decano del sacro colegio, el cardenal Mala
Cranca, muy devoto de Morrone y posiblemente coaccionado por el mismo Carlos
II, propuso que Pedro Morrone fuera el nuevo Papa. Así se llegó a un acuerdo
entre los cardenales y le pidieron que aceptara. Él, que se había retirado en la
montaña Maiella fundando la congregación de ermitaños llamados ‘celestinos’,
aceptó, pero puso una condición: que no sería consagrado, ni coronado, sino en
una ciudad segura, bajo la protección del rey de Nápoles. La ciudad escogida
fue Áquila. El 27 de julio de 1294, su entrada en Áquila fue espectacular según
cuentan las crónicas. Más de doscientas mil personas lo aclamaron. Entró en la
catedral flanqueado por dos reyes: Carlos II de Anjou y su hijo Carlos Martel, rey
de Hungría. Una ceremonia espléndida de un pobre Pedro de Morrone que entró
en Aquila descalzo sobre un borrico. El mismo Pedro de Morrone se impuso el
nombre de Celestino V. En la entrada a Áquila se derrumbó una tapa, matando
a varios espectadores del acontecimiento.
HISTORIA DE LA IGLESIA
219
Pero Celestino V no quería vivir en palacios. Así, pues, se trasladó a Nápoles y
se retiró en una pequeña celda (o cueva dentro de un gran salón). Tenía 80 años
y muy poca experiencia para los negocios de Estado. Tenía pocos conocimientos
de teología, y todavía menos de latín. Se rodeó de monjes excéntricos y de
políticos intrigantes. Los mismos cardenales estaban muy incómodos ante él y
les consultaba raramente los negocios urgentes. Pero lo más grave del caso fue
la creación de doce cardenales (siete franceses y tres napolitanos) adictos al
monarca de Anjou. Y al hijo de éste —un chico de veinte años— el nuevo Papa
lo promovió arzobispo de Lyon.
Celestino V era muy generoso con los ‘espirituales’, de tal modo que les llegó a
conceder muchos privilegios. El desgobierno curial llegó a tal punto, que no era
extraño que se concediera el mismo beneficio a varias personas, porque no se
llevaba ningún control de registro, y el pobre Papa tenía muy poca memoria.
Algunos cardenales aconsejaron al papa san Celestino V que dimitiera. Lo
acusaban de que su presencia representaba un gran perjuicio para la Iglesia.
Celestino V —que era un auténtico santo— se sintió interpelado ante esta
argumentación. Aun así, algunos afirmaban que el Papa no podía renunciar,
puesto que “la unión del Papa con la Iglesia de Roma era considerada como
un matrimonio indisoluble en el que no se admite el divorcio”. En la Iglesia a
menudo hay aduladores que hacen mucho daño bajo la capa de la prudencia y
de una pretendida santidad. Pero Celestino V se autoconvencía de que debía
dimitir, cosa que ha pasado en algunos casos (una docena) en la historia del
papado. Así promulgó una bula en la cual él, como supremo pontífice, afirmaba
que el Papa, en circunstancias especiales, podía renunciar a su dignidad. Y,
finalmente, el 13 de diciembre de 1294 tuvo la valentía de leer ante el consistorio
su renuncia, la cual fue considerada por Dante como “il gran rifiuto”; por eso
–como hemos dicho– el eminente autor de La divina comedia colocó al pobre
san Celestino en el infierno, junto a los cardenales que aceptaron esta renuncia
porque iba “contra Italia” decía.
La renuncia de Celestino V fue un trascendental hito histórico para la Iglesia. Aun
así, tampoco debemos exagerar, puesto que más de una docena de papas en la
historia presentaron su renuncia o se vieron obligados a renunciar. Precisamente
en el año 1977 el papa Pablo VI —muy enfermo y también con ganas de
renunciar— evocó este hecho durante una visita a la tumba de san Celestino V
en Áquila. Pablo VI, muy sensible a las enseñanzas de la historia, creyó que las
ventajas de su dimisión no ultrapasarían las desventajas, y por eso permaneció
en la Sede romana hasta su muerte (6 de agosto de 1978). ¿Qué hubiera pasado
si se hubiera encontrado gravemente impedido? El mismo Papa actual Benedetto
XVI (2011) es de la opinión que en algún caso extraordinario el Papa se debe
plantear (por edad o enfermedad) el dimitir del cargo. En el caso de Celestino
V los inconvenientes de permanecer en el papado eran enormemente mayores.
No podía gobernar la Iglesia aquel santo varón de ochenta años que regía la
cristiandad —como decían sus contemporáneos— no ‘ex plenitudine potestatis’
220
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
sino ‘ex plenitudine simplicitatis’ (“era muy simple”). Su gobierno —o mejor dicho,
su desgobierno papal— duró sólo cinco meses. A continuación los cardenales
eligieron a Benecito Gaetani, que se impuso el nombre de Bonifacio VIII.
¿Qué se debe hacer con un Papa dimisionario?
El “gran rifiuto” o renuncia de san Celestino V extorsionaría todo el pontificado de
Bonifacio VIII. Los enemigos, muy numerosos, del nuevo Papa, afirmaban que su
elección había sido ilegítima y aun lo calumniaban asegurando que él había dado
la orden para que el bueno de Pedro Morrone se viera abocado a una muerte
inicua: perforándole el cráneo con un clavo. Esta fue la calumnia que propagaron
muchos ‘espirituales’ contra Bonifacio VIII. Es cierto que el papa Gaetani mandó
encarcelar a su antecesor en el castillo de Monte Famone, donde murió el 19
de mayo de 1296, pero Bonifacio VIII no tuvo nada que ver con su muerte. Aun
así, un Papa dimisionario seguramente es incómodo para su sucesor. Ha habido
—como hemos dicho— una docena de papas que han renunciado a su rango
papal (o que se han visto, quizá, obligados a dimitir) pero ninguno acarrearía tan
mala suerte a su sucesor como el caso de san Celestino V.
“Te has sentado en el trono pontificio como un lobo”. Así calumniaban los
‘espirituales’ a Bonifacio VIII
Después de subir al trono pontificio, Bonifacio VIII el Papa tuvo que enfrentarse
a la rebeldía de los ‘espirituales’ y a la oposición de los cardenales Jacobo y
Pedro Colonna. Aquellos lo consideraban el anticristo y le decían, empleando
una frase ignominiosa atribuida a san Celestino V, “Has entrado como un lobo,
reinarás como un león y morirás como un perro”. Los ‘espirituales’ estaban
furiosos porque Bonifacio VIII les había retirado todos los privilegios que
posiblemente eran injustos, o al menos inoportunos, concedidos por el anterior
“Papa angélico”.
Los Colonna también hicieron causa común con los ‘espirituales’ contra el nuevo
papa Bonifacio VIII. Éste pertenecía a la familia de los Gaetani, la cual estaba
en constante rivalidad con las otras grandes familias romanas. Era proverbial la
rivalidad entre los Colonna y los Orsini. En el manifiesto de Lunghezza —del 10
de mayo de 1297— estos cardenales rechazaron al papa Gaetani. Decían que
era un pseudo-papa, puesto que la renuncia de su antecesor había sido violenta,
inválida y anticanónica. “Por eso —dice el manifiesto— se tendrá que convocar
un concilio general que anatematice a Bonifacio VIII Gaetani y proceda a la
elección de un nuevo Papa, restituyendo la buena memoria del difunto Celestino
V”. La reacción de Bonifacio VIII fue fulminante: excomulgó a los autores del
manifiesto de Lunghezza, o sea a los Colonna, y a los ‘espirituales’. Más allá
de esta máxima pena canónica, los autores del manifiesto fueron declarados
blasfemos y cismáticos, y sus bienes fueron confiscados. El rencor papal llegó a
tal extremo, que Bonifacio VIII hizo predicar una cruzada contra sus enemigos,
los Colonna. Éstos, perseguidos por todas partes y arrinconados en sus castillos,
fueron definitivamente vencidos en Palestrina (Italia), donde tenían su baluarte
más importante. Palestrina fue arrasada, y una labra trazó unos surcos de lado a
HISTORIA DE LA IGLESIA
221
lado de la ciudad sembrándolos de sal. Así se simbolizaba la esterilidad perpetua
de aquella ciudad y de toda la prosapia de los Colonna, a los cuales los Gaetani
quisieron castigar definitivamente. Bien se podría decir que fue un castigo
escandaloso y poco adecuado a la esperada magnanimidad y piedad paternal
de un Papa. Fue una indigna venganza, aunque siempre la venganza es indigna,
pero aquí era más indigna y terrible, patrocinada por el mismo Papa.
Algunos miembros de la familia de los Colonna, casi milagrosamente, pudieron
huir de la derrota de Palestrina, y aun así la ira del Papa les persiguiría y fueron
encarcelados en el baluarte papal de Tívoli. Pero aquí los Colonna también
encontraron partidarios que les ayudaron a escapar, huyendo primero a Sicilia y
después a Francia el 13 de julio de 1303. Sabemos que durante el mes de agosto
del mencionado año los sobrinos del cardenal Jacobo Colonna fueron recibidos
con gran satisfacción por la corte francesa. Allí fueran huéspedes de honor del
rey Felipe el Hermoso. Ellos y los consejeros reales Guillermo de Nogaret y
Guillermo de Plaisans, desde Virança programaron una refinada y despiadada
venganza contra el Papa que con tanta ignominia les había ultrajado.
El gran error de Bonifacio VIII fue el haber nacido un siglo más tarde
En los conflictos entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso asistimos a la titánica
lucha entre dos concepciones: la de las de dos edades, la medieval y la moderna.
Bonifacio VIII se aferró a una época pasada, y esta edad se desplomó con el
Papa dentro. Felipe, rey de Francia, intuyó el nuevo rumbo que iba a tomar la
historia: el absolutismo político y laico en contra del absolutismo eclesiástico y
hierocrático. En aquella lucha, el rey logró una clara ventaja. Los tiempos habían
cambiado. El pontífice no podía deponer ni a los reyes ni a los emperadores como
Inocencio III había hecho. El Papa tampoco podía imponer normas cristianas de
gobierno a los príncipes, bajo graves penas y censuras. Haría el ridículo en tal
caso. ¡Y Bonifacio VIII hizo el ridículo muchas veces durante su pontificado! El
gran error de Bonifacio VIII posiblemente fue el haber nacido con un siglo de
retraso. Su pontificado hubiera podido cuajar en tiempos de Inocencio III, pero
no en los suyos. Bonifacio III es una gran figura histórica obtusamente colocada
fuera de su tiempo.
El choque entre el papado y el rey francés se inició el 24 de febrero de 1296 con
la publicación de la bula ‘Clericis laicos’. En ella el Papa se proponía proteger
—según lo dispuesto en los concilios III e IV del Laterano— la inmunidad de los
bienes eclesiásticos. Bonifacio VIII prohibía que cualquier laico pudiera exigir al
clero, sin permiso del mismo Papa, cualquier tipo de tributo o tasa. Aun así, tal
prohibición equivaldría al boicot de las guerras que con tanta frecuencia el rey
realizaba con ayuda de estas contribuciones económicas procedentes de las
iglesias y de los estamentos clericales ubicados en la demarcación geográfica o
en los dominios franceses. Con otras palabras, esta disposición papal llevaba a
la sensación y a la práctica de que sin las contribuciones pecuniarias bendecidas
y aprobadas por el Papa, el rey no podría llevar a cabo las guerras a las cuales
tan aficionado era Felipe el Hermoso. Según el rey, esta negación o pretensión
222
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
papal era demasiado ingenua e insultante a la dignidad de los soberanos
franceses que tanto habían favorecido a la Iglesia. Tampoco a él se le escapaban
las auténticas razones que tenía el Papa: el rey quería percibir estos importantes
ingresos económicos que iban inexorablemente a Roma. Ríos de dinero iban a
las arcas del Papa.
Felipe el Hermoso reaccionó astutamente. Dictaminó que de Francia no saldría
ningún dinero ni ningún “bien precioso”; aun en el supuesto de que fuera fruto
de algún beneficio eclesiástico o recompensa por alguna indulgencia pontificia.
Todo debía permanecer dentro de la geografía territorial y del dominio de su
reino. Esta decisión real equivaldría al estrangulamiento económico de la curia
romana. Aun así, la reacción más violenta se hizo oír en los duros combates
dialécticos que mantuvieron los juristas reales con los juristas papales. Aquellos
afirmaban textualmente: “Antes de que existieran los clérigos, el rey de Francia
ya poseía la jurisdicción sobre su reino y podía emitir edictos y así resguardarse
de los daños e insidias de sus enemigos... Si los papas otorgaron a los clérigos
y monjes —siempre con la autorización o tolerancia de los príncipes— algunos
privilegios y sendas libertades, no por este motivo los papas pueden usurpar a
los mismos príncipes el derecho de gobernar y defenderse de los enemigos en
sus reinos, tomando las medidas necesarias y más útiles a juicio de los hombres
más prudentes de sus respectivos reinos. Si así lo hace el Papa, bien se podría
decir que el vicario de Jesucristo prohíbe dar el tributo al César...”.
Bonifacio VIII reaccionó. La angustia económica del Papa a causa de las
relaciones reales en las mencionadas disposiciones romanas, le hicieron
capitular, y en la bula ‘De temporum spatiis’ (7 de febrero de 1297) el romano
pontífice admitía que su anterior disposición podía tener excepciones y que por
supuesto éstas se podían aplicar a Francia. El rey Felipe podía disponer de
nuevo de los subsidios del clero francés, y especialmente si entraba en juego
la defensa de la nación. Para sellar esta aparente reconciliación, se aceleró el
proceso de canonización del abuelo de Felipe el Hermoso, san Luis. Éste fue
elevado al honor y culto de los altares el día 11 de agosto de 1297 en Orvieto.
Los incautos creían que este acto sellaría la paz definitiva entre los dos grandes
personajes de finales del siglo XIII. Se equivocaron estrepitosamente. La fisura
se hizo todavía más grande y más profunda.
Hay que remarcar que en este periodo, Bonifacio VIII promulgó un año de jubileo
o de perdón de todos los pecados. Así, el 1300 fue el primer ‘año santo’ o ‘jubilar’
del cristianismo, y la cúspide del pontificado de Bonifacio VIII. Nunca se habían
visto tantos peregrinos en Roma. Más de un millón de personas procedentes
de toda Europa se arrodillaron ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo
durante aquel singular año.
“Es necesario para la salvación, que toda criatura humana permanezca
sujeta al romano pontífice”
La paz duró poco. Ante los éxitos logrados en la cruzada aciaga contra los
HISTORIA DE LA IGLESIA
223
Colonna y el esplendoroso año santo 1300, el Papa intentó de nuevo solucionar
la cuestión de las inmunidades eclesiásticas. Con este objetivo, envió al obispo de
Pámiers como su legado a la corte francesa. La actitud arrogante y reivindicativa
de este prelado decepcionó mucho al rey, que buscó cualquier pretexto para
acusar al mencionado legado de los máximos crímenes políticos y religiosos de
aquella época: simonía, herejía, blasfemia ‘laesa majestad’, traición... De modo
que el 24 de octubre de 1301 fue procesado. Los jueces del rey sentenciaron que
debía ser encarcelado y depuesto del oficio episcopal y de la misión de legado
pontificio. La reacción del Papa fue extremadamente intemperante. Decía que
no se podía soportar que los jueces reales —especialmente los franceses—
juzgaran a un obispo, y menos cuando éste era legado papal.
Pero el punto culminante de esta lucha diplomática tan encarnizada entre Felipe
el Hermoso y Bonifacio VIII fue la publicación de dos bulas: ‘Ausculta fili’ (5 de
diciembre de 1301) y ‘Unam sanctam’ (18 de noviembre de 1302). En la primera
Bonifacio VIII reprobaba al rey francés la usurpación de los bienes de la Iglesia y
le anunciaba su propósito de convocar a todos los obispos franceses a un concilio
en el cual —celebrándose en Roma— se dictarían las medidas convenientes
para asegurar la paz, la salvación y la prosperidad del reino. Irritado, el rey lanzó
la mencionada bula al fuego y publicó una bula apócrifa, según la cual el Papa
pretendía ejercer un ilimitado poder tanto sobre los asuntos materiales como
los espirituales. Después, para arrancar una opinión favorable a la causa real,
Felipe el Hermoso convocó en París (abril de 1302) a los representantes de los
‘tres brazos’ del reino: nobles, clérigos y comunes, para tratar “varios asuntos de
interés para el rey y para el reino”.
El papa Bonifacio VIII contestó —una vez desenmascarada la falsa bula—
afirmando que él nunca había querido menguar el poder temporal del rey, y en
lo referente a los asuntos temporales, sólo pretendía ejercer un poder indirecto
relacionado con la potestad de atar o desatar los pecados cometidos. A pesar de
todo, el día 1 de noviembre de 1302 se abrió en Roma —tal como anunciaba la
bula ‘Ausculta fili’— el sínodo que se había convocado.
El anterior episodio queda muy pequeño si lo comparamos con el siguiente. Hay
que colocar la segunda bula que hemos mencionado, la ‘Unam Sanctam’, en
el contexto de estos rifirrafes doctrinales y de la disputa de poderes. Todos los
especialistas (teólogos e historiadores) del papado hablan de esta bula cuando
se refieren al dogma del primado romano, puesto que en ella Bonifacio VIII
definió que “...toda criatura humana permanece sujeta al romano pontífice”.
Debemos hacer un resumen de la bula ‘Unam Sanctam’:
* Existe una sola Iglesia en el mundo, santa, católica y apostólica fuera de la cual
no hay salvación. Esta Iglesia representa un solo cuerpo místico que tiene como
cabeza a Cristo y a su vicario, el sucesor de Pedro.
224
DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV)
* En esta Iglesia y bajo su poder, existen dos espadas: una espiritual y otra
temporal. La espiritual es manejada por el sacerdote, o sea por la Iglesia; la
temporal es brandada por los príncipes, pero en bien de la Iglesia, y siempre
según indicación o permiso del sacerdote.
* Dios ha ordenado que todas las cosas tengan un régimen de subordinación; de
tal modo que las inferiores se subordinen a las superiores, así también la espada
o potestad temporal se debe subordinar a la espiritual, que es más excelsa.
La potestad espiritual debe “instituir” la potestad terrenal y juzgarla, si no fuera
buena o si se desviara de la justicia. En cambio, si se desvía la suprema potestad
espiritual (eclesiástica), sólo Dios puede juzgarla. Quien resiste esta potestad
establecida por Dios, resiste al mismo Dios.
* “Finalmente declaramos, afirmamos y definimos que es necesario para
la salvación que toda criatura humana que permanezca sujeta al Romano
Pontífice”.
Sólo esta proposición final tiene valor de definición ‘ex catedra’. La frase procede
de santo Tomás de Aquino. El pensamiento general de la bula sigue el tratado
De Ecclesiastica potestate de Egidio Romano, ermitaño agustiniano que escribió
este libro pocos años antes de la promulgación de la bula ‘Unam sanctam’. A
pesar de estas claras referencias, debemos afirmar que el colaborador más
inmediato del Papa en esta bula probablemente fuera el cardenal Mateo de
Aquasparta.
La reacción del rey francés y de sus teólogos y juristas a esta bula fue muy
dura. Aun así, debemos señalar que no era tanto una reacción contra el texto
de la misma, como contra la política eclesiástica simbolizada en el importante
documento papal. También debemos anotar que el carácter de definición
fue plenamente confirmado por el concilio Laterano V, en el cual se subrayó
el significado de la cláusula definitoria que debe ser aceptada por todos los
católicos; es decir: cuando el Papa afirma y define que “toda criatura humana
debe permanecer sujeta al romano pontífice”, define nada más y nada menos
que aquel poder otorgado a san Pedro y los sucesores, por el cual “todo lo que
ates será atado (en el cielo), y todo el que desates será desatado” (en el cielo).
Tras la publicación de la ‘Unam Sanctam’, se intentó en balde pacificar los
ánimos y llegar a un compromiso mediante el cual el papado hubiera podido
obtener una solución satisfactoria. La legación del cardenal Le Moine (13021303) tampoco obtuvo resultados positivos. Hasta un enviado muy personal del
Papa fue encarcelado. Había una clara y obvia declaración de enemistad entre
el Papa y el rey que alcanzaría máximos extremos. Así, Felipe IV el Hermoso
reunió en el Louvre a cinco arzobispos, 21 obispos y varios abades. En esta
asamblea (13 de junio de 1303) se aprobó el texto condenatorio de delitos y
pensamientos del Papa que todavía hoy da escalofríos leerlo. A la vez, en dicha
reunión se determinó que se buscaría el apoyo de todos los estamentos para
HISTORIA DE LA IGLESIA
225
que todos vertieran las mismas acusaciones contra el Papa. Lo cierto es que
quienes le negaron su apoyo, fueron expulsados del reino o encarcelados. El
Papa reaccionó con una serie de bulas en las cuales se fulminaban gravísimas
sanciones. Entre estos documentos, hacemos mención de la bula ‘Nuper ad
audiendum’, dirigida al rey, y la ‘Super Petri solio’, que excomulgaba al rey
Felipe. Aun así, esta carta no se llegó a promulgar, puesto que el día que
debía ser enviada a Francia (7 de septiembre) una banda de dos mil guerreros
mercenarios franceses conducidos por el legista francés Nogaret y por Sciara
Colonna se apoderaron de Anagni, residencia del Papa. Asaltaron el palacio
de Bonifacio VIII, y éste, con un gesto solemne y a la vez trágico, los recibió
revestido de pontifical, y dijo: “Si tengo que morir, al menos moriré como Papa
que soy”. Los agresores —en contra de lo que dice la leyenda— no se atrevieron
a tocar al pontífice, pero sí lo ultrajaron, dirigiéndole palabras contumeliosas, y
amenazándolo con la muerte. Los agresores querían llevárselo a Francia para
juzgarlo. Pero el pueblo de Anagni reaccionó violentamente contra aquellos
franceses agresores, y los expulsaron de la mencionada ciudad. La mañana
del 9 de septiembre, el mismo pueblo irrumpió en el palacio papal y liberó a
Bonifacio VIII. El Papa se salvó, pero al cabo de pocos días moría en Roma, en
el Vaticano, el 12 de octubre de 1303. Y podemos decir que con él también murió
toda una edad: la medieval. La pirámide de la teocracia papal se derrumbó y las
nuevas naciones se encumbraron en lo más alto de la historia como portadoras
de los valores de la renaciente sociedad: una sociedad y una época nuevas en
la historia de la ya madura Europa.
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