Buenas tardes y muchas gracias a todos por acompañarnos esta

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Buenas tardes y muchas gracias a todos por acompañarnos esta tarde.
Antes de nada quiero dar las gracias a doña Pilar Velez, rectora de la
Universidad Antonio Nebrija, por haber organizado este acto, y a don Manuel
Villa, por habernos acogido en la Fundación Nebrija.
Siguiendo con los agradecimientos, quiero agradecer al Servicio de
Publicaciones de la Universidad de Alicante el que haya publicado este libro,
gracias sobre todo José Carlos Rovira, que aquí nos acompaña, ya que él ha sido
el gran valedor de que se publique. María Antonia Fajardo, exdirectora de la
Fundación Zamora Vicente, en Cáceres, fue la que impulsó la publicación de
este otro libro con la colaboración de la Universidad de Extremadura.
Por último, quiero agradecer la presencia de las personas que me
acompañan en la mesa. A don Manuel Seco, compañero de mil batallas de don
Alonso en la Real Academia, le quiero agradecer el cariñoso prólogo que
escribió, y el que siempre haya estado dispuesto para realizar cualquier
actividad de reconocimiento de la obra y de la persona de don Alonso. A Darío
Villanueva, alumno de Zamora Vicente y continuador, no sé si de su labor, pero
sí de su letra en la RAE, (ocupa la letra D que ocupaba Alonso Zamora), y
también el cargo de secretario que él desempeño durante tantos años, quiero
agradecerle el que se haya sumado a este acto. Y por último a José Carlos
Rovira, que, como ya he dicho, es el responsable de que hoy nos hayamos
reunido aquí, ya que gracias a él este libro ha visto la luz. Alumno de los más
queridos de don Alonso, y organizador del congreso homenaje que en 2001 le
hizo la Universidad de Alicante, en el que se le nombro doctor honoris causa.
Gracias José Carlos por todo el apoyo que siempre me has dado.
Paso a leer un texto que escribí sobre don Alonso y que creo que representa lo
que para mí significo su persona.
La atalaya en el jardín
Una de las últimas tardes de verano, Alonso Zamora Vicente disfruta del sol de
septiembre, que juega con las nubes entre las que se oculta y vuelve a salir, en el
jardín de su casa (donde se mezcla el huerto de Lope de Vega en la calle
Francos, número 11 —«Que mi jardín, más breve que cometa, / tiene sólo dos
árboles, diez flores, / dos parras, un naranjo, una mosqueta»—, con una
porción del Guadarrama que los miembros de la Institución Libre de Enseñanza
acercaban a sus casas de las afueras de Madrid). Agarrado de su brazo, damos
un par de vueltas a la casa y hablamos mucho de aquellos años de juventud;
éstos, los de ahora, apenas salen en la conversación. Cuando el sol se oculta
definitivamente, vamos a su habitación; allí, en la cabecera de la cama, hay un
libro pequeño (¿cuánto tiempo le habrá acompañado?); se trata de la Segunda
antolojía poética de Juan Ramón Jiménez. Lo cojo y lo hojeo; me detengo ante un
poema y él me pide que lo lea en voz alta: «Ya están ahí las carretas... / —Lo
han dicho el pinar y el viento, / lo ha dicho la luna de oro, / lo han dicho el
humo y el eco...—»; en mitad de la lectura, él me interrumpe y continúa
recitando el poema de memoria: «Son las carretas que pasan / estas tardes, al
sol puesto, / las carretas que se llevan / del monte los troncos muertos». Y
entonces me viene a la cabeza un joven sentado en una de las salas de la
Residencia de Estudiantes, escuchando al poeta andaluz, que recita con
interminables eses sus poemas; y una tarde de octubre de 1949, en un hotel de
Buenos Aires situado frente a la Torre de los Ingleses; Juan Ramón había
llegado a la capital argentina para dar unas conferencias y recitales; Alonso
Zamora, entonces director del Instituto de Filología de Buenos Aires, se acerca a
escucharlo; después, en la soledad de la habitación del hotel, hablan los dos. El
poeta de Moguer le pregunta al filólogo, recién llegado de España, por sus
vecinos madrileños, gente normal y corriente de la que no había vuelto a saber
nada desde que salió de Madrid al estallar la guerra. Zamora Vicente no sabe
qué responder a su admirado poeta, y un silencio, lleno de poesía y emoción, se
cruza entre ellos. Muy parecido tiene que ser el silencio que ahora se ha
adueñado de su cuarto. Me pide que lea otro poema. Me doy cuenta de que, con
el siglo veintiuno haciéndose implacable un hueco, estoy ante un hombre que se
encuentra fuera de lugar, cuya vida pertenece a otra época. Su longevidad, esa
longevidad característica de los filólogos y directores de orquesta, nos ha
permitido disfrutar de alguien que ha convivido con los grandes escritores e
intelectuales del siglo veinte.
Desde la atalaya de sus años podemos adentrarnos en los pasillos de la recién
estrenada Facultad de Filosofía y Letras en la Ciudad Universitaria, incluso
introducirnos en las aulas donde Ramón Menéndez Pidal manda a sus alumnos
buscar zéjeles, Américo Castro explica La Celestina, Tomás Navarro Tomás se
detiene ante las vocales abiertas, José Montesinos hace aún más grande a
Garcilaso, Pedro Salinas busca los rincones todavía desconocidos de la
literatura contemporánea, etc.; cuando las clases terminan, nos podemos ir
hasta el número 4 de la calle Medinaceli, donde se acaba de instalar el Centro de
Estudios Históricos y subir hasta el despacho austero y siempre aireado de don
Ramón, o quedarnos en el laboratorio de fonética, donde Navarro Tomás va
clasificando las encuestas que le llegan del Atlas Lingüístico de la Península
Ibérica. También podremos llegar hasta la destartalada sala Valdecilla, en el
viejo caserón de San Bernardo, donde el joven Alonso acude a las charlas de
Unamuno y Ortega y Gasset; a Valle-Inclán lo encontraremos en la cacharrería
del Ateneo. Pero no todo lo que se ve desde esa atalaya es hermoso, ya que de
repente nos podemos encontrar con un día caluroso del mes de julio en el que
las bombas empiezan a caer sobre España y vemos gente que lucha, y gente que
muere, y gente que intenta salvar el patrimonio histórico artístico..., pero eso es
mejor no mirarlo.
Si volvemos la vista hacía otro sitio, observaremos a dos jóvenes que se
quieren a escondidas, entre caminos llenos de polvo de una Extremadura que
intenta rehacerse. Él es Alonso, ella María Josefa, quienes, con un viejo
quimógrafo a cuestas, van de pueblo en pueblo haciendo a los lugareños
extrañas preguntas (qué cosas tienen los señoritos de la ciudad, comentan) para
realizar sus estudios de dialectología. Podemos pasar rápidamente nuestros
ojos sobre los oscuros años cuarenta: las envidias, los rencores, las venganzas
soterradas, la desaparición total de una generación de intelectuales que habían
situado a España a la vanguardia de Europa. Si aguzamos la vista, podemos
columbrar a Alonso, ya catedrático en la Universidad de Salamanca, sentado en
su despacho del palacio de Anaya pensando en cómo salir de este país en el que
se siente encorsetado. Entonces tenemos que lanzar la mirada lejos, atravesar el
océano y llegar hasta la ciudad de Buenos Aires; Amado Alonso, expulsado por
los peronistas, ha dejado huérfano su Instituto de Filología; es necesario hacerlo
renacer de sus cenizas; con ese fin llega Zamora Vicente, quien con tesón y
muchas dificultades consigue devolverle una identidad perdida. De nuevo
acercamos la vista hasta España; parece que llegan aires de apertura a la
universidad, pero son cortados rápidamente. Otra vez la situación del país nos
expulsa y nos marchamos, desde nuestra atalaya, a recorrer las universidades
europeas: Colonia, París, Copenhague, Estocolmo, Roma, Florencia, Turín,
Estrasburgo, Heidelberg, Maguncia, Hamburgo, Munich, Bonn, Amberes,
Amsterdam, La Haya, Utrecht, Rotterdam y Nimega; y regresar al continente
americano, al Colegio de México y a la Universidad Nacional, a Puerto Rico, a
Dartmouth y Middlebury en los Estados Unidos. Pero, a pesar de todo, el lugar
de uno, piensa el filólogo, está en su tierra; por eso descansamos ahora los ojos
en España, ya en Madrid, donde Zamora Vicente sustituye a su maestro
Dámaso Alonso en la cátedra de Filología Románica (aquella que ocupaba don
Ramón) en la Universidad. Y por fin nos vamos a detener en las salas de la Real
Academia Española; allí lo veremos trabajar rodeado de las fichas del
Diccionario Histórico, y después en los despachos, desde su cargo de secretario.
Quien se acerque a esa atalaya, situada en un jardín entre lopesco e
institucionista, vislumbrará una España que fue y otra que pudo ser. Verá a los
hombres de la generación del 98 y del 27, a los grandes filólogos españoles y
europeos del s. XX, a los escritores hispanoamericanos del pasado siglo
convertidos en seres de carne y hueso, que salen de los libros para tomar, en mil
y una anécdotas, vida propia, y por un momento transformarse en seres
normales y corrientes con sus virtudes y sus defectos. Participará en los
enfrentamientos políticos de todos los regímenes posibles: una monarquía, una
dictadura militar, una república, una guerra civil, de nuevo otra dictadura
militar y, por último, una democracia. Discutirá acerca de la causa del
rehilamiento porteño, se emocionará ante un verso de César Vallejo («Hay
golpes en la vida tan fuertes...Yo no sé!»), admirará un retablo renacentista de
los muchos que se esconden en las iglesias perdidas por nuestra geografía,
recorrerá cada uno de los rincones de la Real Academia Española, oirá cantar
alguna cancioncilla popular o algún fragmento de una zarzuela, y hasta es
posible que se convierta, sin darse cuenta, en personaje de un cuento lleno de
ironía y humor. Pero sobre todo, lo que más claro van a percibir sus ojos será la
sensibilidad y el amor al trabajo bien hecho, la escucha y una palabra de afecto
y de comprensión.
Mario Pedrazuela Fuentes
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