La búsqueda de sentido y de razón Sobre los procesos de reparación María Angela Cánepa “Alrededor del siglo V a.C., cierta ‘moralización’ de los dioses viene acompañada por la fantasmatización de los espíritus: intermediario entre la cólera del dios y la venganza del muerto, el fantasma (...) moldea el destino de los vivos, su moira personal, y, lo que es más importante, lo hace desde adentro, se incorpora al vivo, en el sentido fuerte de que pasa a formar parte de su cuerpo, como un antecedente lejano de la ‘posesión demoniaca’ que tanto ocupó y preocupó a la Edad Media. En la tragedia, la antigua doctrina de la intervención psíquica, de la dependencia indefensa del hombre respecto a un poder sobrenatural arbitrario, adquiere un nuevo acento de desesperación, un énfasis amargo en la futilidad de los propósitos humanos. Desde entonces, la fuente de nuestro terror es interna...” Eduardo Gruner1 “No nos une al amor, sino el espanto...” J.L. Borges Escuchar a quienes han sufrido directamente la violencia política en nuestro país, convertidos en pacientes, ha sido en muchos momentos una vivencia afectivamente intensa y demoledora del pensamiento... vivencia cuestionadora del sentido, del significado, del orden, de nuestros códigos habituales para vivir y orientarnos... compartiendo así en alguna medida su desconcierto y desorden. En años recientes, el régimen político hizo una labor siniestra2 de infiltración del horror en el cuerpo social a través de cada persona –familia, población– avasallada en su cuerpo y en sus representaciones mentales. Los hechos traumáticos no quedaron inscritos como heridas cicatrizadas, sino que se convirtieron en nuevos códigos de comprensión de sí mismos y de la realidad. Códigos desde los cuales cada hombre o mujer afectado, más que como víctima simplemente, deviene en persona portadora de un desconcierto y espanto que la hace permanecer en las escenas de terror, nunca olvidadas, siempre reeditadas, impregnando de ello los vínculos familiares, sociales, laborales... La experiencia devino en fuente de confusión y desgarro, para sí mismos, los suyos, los ajenos que entran en contacto con ellos, afectando incluso sus relaciones con quienes permanecen indiferentes a su experiencia, pues también de la ignorancia de la mayoría, de la negación y la indiferencia de los otros se construye el infierno actual para quienes “vienen saliendo” de experiencias tan devastadoras como una sanción arbitraria, una detención injusta, un familiar querido convertido en culpable siendo inocente, un levantamiento de trozos irreconocibles de cadáveres... la purga de una pena ajena entre otras. En el territorio común que habitamos, ellos y nosotros, la ausencia de reparación pasa por la falta de reconocimiento colectivo y público de la realidad catastrófica vivida. Todo esto alimenta el sentimiento de exclusión y perpetúa la sensación de ser apestado (“un ex reo no deja nunca de ser un apestado, aunque sea indultado o inocente... tantas manos que nos tocaron nos mancharon para siempre...”, dice uno de ellos). Lo que es más duro aún, las vivencias de culpa y vergüenza inoculadas en la experiencia de arbitrariedad mantienen a estas personas en un callejón donde no hay coordenadas ni realidad creíble que devuelvan el orden o la esperanza de volver a sentirse bien. Escucharlos, entonces, es conmovedor, indignante, doloroso... y desordena, perturba y densifica el propio espacio terapéutico, actualiza el pasado como presente continuo e instala lo vivido como inminente porvenir3. Encontramos además en estos pacientes una búsqueda de justificaciones en su conducta e historia temprana que hagan “razonable” el castigo vivido. Se van haciendo así cómplices de sus agresores y voceros de la legitimación de su dolor por sí mismos. Hace unos años intentábamos reflexionar sobre algunas de estas formas de trastocar toda realidad, tan claras en el Gobierno anterior, que hicieron del saqueador un héroe y del ciudadano demócrata un delincuente a vista y paciencia de la sociedad. Lo nombramos como “un mundo al revés”, pero el revés tiene su orden, inverso, pero orden. Pensamos que, en realidad, el tratamiento de estas problemáticas no nos enfrenta al revés de las cosas, sino, más bien, a la ausencia de fronteras, de lógica y orden, de límite entre lo interno y lo externo. Esos procesos encontraron a muchas de las potenciales víctimas sin una solidez, sin un lugar social, sin una narrativa clara y reconciliada de su propia historia, vulnerables y predispuestas a aceptar el relato en que ellas tienen la culpa de lo que otros hacen. Entendemos, por ejemplo, que una experiencia de encarcelamiento injusta a un dirigente popular enfrentado a Sendero, acusado de senderista, conociendo la comunidad entera su inocencia, y a sabiendas de que existe un poder político que no quiere ser justo, sino cuantitativamente “eficiente”, es, insistimos, una realidad injusta que confirma la ausencia de toda lógica, orden y referentes, creando además (o confirmando) una forma de ver la realidad al servicio de la perpetuación de lo injusto, lo perverso, lo destructivo. Hemos vivido en ese estado, siendo testigos de la ausencia de toda voluntad política de acabar realmente con el terrorismo, acabando más bien con las fuerzas que se le oponen4. Las voces en off hablan a veces del primitivismo de los pobladores de provincias, de la falta de lógica de sus acciones, no viendo en ellas la respuesta a situaciones históricas que desmienten derechos, leyes y pactos. Termina, entonces, una etapa de nuestra vida política, pero no su cultura, su mentalidad, sus distorsiones. Se recibe con alivio que los inocentes salgan de prisión y los deudos encuentren sus muertos, o sepan qué fue de ellos, pero esto sólo propone nuevas tareas políticas, cívicas y sociales, y no solamente psicológicas. Al intentar convertir en “pacientes” a estas personas, se localiza y “cosifica” el problema, y se les inocula una vez más el ser portadores del dolor y responsables de la tarea de elaboración que a todos nos compete. El hecho de recurrir al tratamiento psicológico, más que a instancias de la realidad habilitadas para su recuperación, como son postas, parroquias, organizaciones, recursos legales... tiene un supuesto: ellos llevan una enfermedad-dolor-trauma propia de ellos y, además, con una historia personal que la fundamenta; el mal está así dentro de ellos para ser curado, y esto alimenta la desesperanza de que en la realidad haya algo posible de ser cambiado. La sociedad deposita en nosotros los terapeutas una gran responsabilidad, pero induce al peligro de que el terapeuta haga una alianza con la necesidad de la sociedad de librarse de este “cuerpo extraño” y una alianza con los fantasmas del paciente, que requieren evitar la verdad para evitar el espanto, la cólera y el duelo. Terminamos así puestos al servicio de soslayar la verdad y la ubicación de responsabilidades. Y el terapeuta, representante de una parte de la sociedad, bien intencionada, pero insuficiente, puede caer en la tentación de pensar o sentir, para equilibrar algo dentro del caos, que, “bueno, alguna maldad hizo para merecer esto”. Asistimos a un proceso en que la víctima, como así es llamada, ha sido colonizada por una parte del torturador-poderoso-agresor-culpabilizador, y por ello tiende a justificar lo vivido por alguna miseria de su pasado. Ahí se entroniza el super yo sádico, justiciero, aplicador de castigos y paralizador de reacciones de rebelión contra lo dañino, mortífero enemigo de la pulsión de vida. Pero este proceso es más que un fenómeno psicológico, tiene una dimensión de servicio a la tranquilidad –“higiene” del resto de la sociedad–, y aquí hablamos de un pacto social de impunidad y silencio. Por todo esto, ya fuera del encarcelamiento injusto, o después del reconocimiento de cadáveres, el sujeto es portador de una interna opresión, de un desasosiego a manera de impregnación con la muerte que impide que digiera la comida, que duerma, que sueñe, que recupere sus lazos amorosos, que se ponga al día con la vida. “No, señorita, para ser sincera, yo mucho he llorado por este mi hijo, pero lloraba además porque desde el fondo de mi corazón hubiera querido que fuera mi segundo hijo el que se tuviera que morir, no mi mayor... mala madre he sido, pues, pero eso le confieso he sentido... por eso, ahora que mi segundo tiene su enfermedad (TBC), creo que yo he sido la que le hizo dar... por eso no paro de atenderlo, pero con rabia también, es justicia que me hace Dios a mí ahora”. “Me han conseguido una chambita, pero no me gusta vivir en Lima. Mis hijos bien cariñosos son, quieren todo el tiempo que los lleve al colegio para que vean que sí tienen papá; no me va a creer que me da dolor que me quieran tanto... si supieran... mi cuerpo está sucio, mi alma también, sólo quiero venganza y ni fuerzas tengo, quiero que se mueran todos esos que viven para hacer cosas a oscuras a quienes hemos dado la vida por este país. Pero con ellos, mire usted, yo también quiero morirme, porque me he llenado de su cochinada, de su odio, y ahora... cómo puedo abrazar a mi mujer”. En ese estado de la cuestión y en el olvido de las responsabilidades políticas y civiles para con estas zonas de nuestro cuerpo social, habrá otra repetición de lo siniestro. Este estado de perpetuación del dolor y la injusticia, a pesar de los cambios políticos, es garantía de dejar intocables las estructuras que permitieron la perversión, transgresión y abuso... y estas “víctimas” devienen en “dobles”, actores menores contratados para sufrir los golpes que no les corresponden. La empatía y reconocimiento de la realidad vivida; la construcción de un relato oficial que historice y reconozca lo ocurrido en el país, distribuyendo las culpas y responsabilidades reales; el reconocimiento del derecho a su rebeldía contra lo vivido son algunas de las necesidades y derechos. La disolución de las fuerzas internas que perpetúan el dolor de estas personas requiere de procesos políticos externos, más allá de las psicoterapias. Y retomando las citas con que empezamos esta reflexión: tratar que la sociedad sea algo distinto de una fuente interna de terrores y para reconstruir nexos que unan por medio de algo que no sea el espanto. * Ponencia presentada en la mesa: “Valores ciudadanos, juventud y reparación”, en el Congreso de Psicoanálisis 2001, el 13 de octubre del 2001. 1 Eduardo Gruner, “La cólera de Aquiles. Una modesta proposición sobre la culpa y la vergüenza”, en revista Conjetural nº 31, Ed. Sitio, septiembre 1995, Buenos Aires, p. 18. 2 En el sentido coloquial, aludiendo a lo terrorífico porque desordena el lugar de lo seguro, convirtiéndolo en espantoso y dejando sin refugio al yo en su estado de mayor vulnerabilidad. 3 Elizabeth Lira y Matilde Ruderman han trabajado esto como “El horror internalizado en los terapeutas” (proyecto de investigación 1998). Hay muchas reflexiones latinoamericanas sobre el tema, entre las que destacamos las de Marcelo Viñar, Maren Ulriksen e ILAS. 4 Ernesto de la Jara, en Memorias y batallas en nombre de los inocentes, describe estos procesos y da luces para entenderlos.