LA VERDADERA RIQUEZA Por Rogelio Erasmo Pérez

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LA VERDADERA RIQUEZA
Por Rogelio Erasmo Pérez Díaz
Usado con permiso
Un día un padre de familia adinerado llevó a su hijo a un viaje con el firme propósito de mostrarle cuantas personas
vivían de forma diferente a ellos, y qué pobres eran algunas familias. Al llegar, pasaron todo un día y una noche en
la humilde casa de una familia muy pobre. Cuando regresaron de esta experiencia, el padre preguntó a su hijo:
-¿Qué te pareció el viaje?
-Muy bueno papá.
-¿Viste cómo viven los pobres?
-Sí.
-¿Y qué aprendiste?
Su hijo, entonces, le respondió:
-Vi que nosotros tenemos un cachorro en casa, ellos tienen cuatro. Nosotros tenemos una piscina que ocupa medio
jardín, ellos tienen un riacho que no tiene fin. Nosotros tenemos un planetarium iluminado con luz artificial, ellos
tienen el cielo, con todas las estrellas y la luna. Nosotros tenemos un jardín con portón de entrada, ellos tienen el
bosque entero.
Mientras el pequeño respondía, el padre, lleno de asombro, no podía articular palabra alguna. Su hijo agregó:
-Gracias papá, por mostrarme lo pobre que somos.
MORALEJA: Cuando medimos lo que tenemos, el resultado de la medición sólo depende de cómo miremos las
cosas. Si tenemos amor, amigos, salud, buen humor y actitudes positivas para con la vida, tenemos casi todo.
Sólo nos falta Dios. Si tenemos también a Dios… ¡Lo tenemos todo! Pero, si somos “pobres de espíritu” no
tenemos nada.
Hermanos, doy gracias a Dios, entre otras muchas, por la bendición de haberme dado un familiar cercano, el cual es
además mi hermano en Cristo, que me ha capacitado en mis pasos por esta senda que conduce a la eternidad al lado
de nuestro Padre celestial. De él he aprendido innumerables cosas. Pero creo que una de las más importantes es la
responsabilidad que asume el que toma la pluma para escribir, pues, si no queremos imitar la hipocresía de los
fariseos, debemos vivir el mensaje que traemos o, por lo menos, mostrar la valentía de reconocer públicamente ante
el lector, la distancia que nos separa entre lo que predicamos y lo que vivimos. Eso nos puede servir para, además
de trasmitirlo, interiorizar la enseñanza. Por ello, creo que es bueno que les confiese que aún me falta un trecho por
recorrer en este sentido.
Eso me ayuda también en el sentido de que ustedes van a ver en mí un ser humano pecador, a la misma altura que
usted que esto lee. Nunca he sido devoto de los “espirituales” que se paran en el púlpito, sintiéndose separados por
una barrera del auditorio. Les confieso algo, tengo algunos conocimientos de comunicación y he aprendido, entre
otras cosas, que cuando el púlpito está a veinticinco centímetros de altura respecto a la posición de los que
escuchan, se siente uno muy, muy alto o ve a los que están enfrente muy, muy abajo. Supongo que eso esperaban
también los hombres de Babel cuando construían su torre y Jehová confundió sus lenguas. Doy gracias a Dios, que
estamos a la misma altura en términos geométricos y espirituales.
El mensaje que quiero compartir con ustedes en este día, se titula “La verdadera riqueza”. Está basado en la
enseñanza que trasmitió el Señor a la multitud desde un monte, en Galilea. El mismo aparece en Mateo capítulos 5,
6 y 7, específicamente, queremos centrarnos en la enseñanza que traen los versos 6:19-21.
Si me pidieran que definiera, en forma breve, las características de esta época en que nos ha tocado vivir, sin
dudarlo diría que es este, entre otras cosas, el tiempo de acumular riquezas a costa de la pobreza de otros… el
tiempo del “cuánto tienes, tanto vales.”
El sueño del hombre de nuestros días es hacerse un patrimonio. Muchas veces esgrimimos razones aparentemente
inocentes. Por ejemplo, decimos “no quiero que mis hijos pasen las carencias por las que yo he pasado, sino que
tengan todo lo que necesitan para una vida holgada y cómoda, como yo no la pude tener.” Cuando decimos esto,
olvidamos la importancia que tiene conocer el justo valor de las cosas. Es por ello que estamos educando una
generación irresponsable. Porque nosotros mismos hemos decidido que sean eso: unos irresponsables que se creen
con derecho a tener, tener y tener, pero que nunca han sabido del sacrificio que cuesta (que nos cuesta a los padres)
poseer algo. Tristemente, a veces nos privamos de artículos imprescindibles para nosotros, por que ellos tengan
cosas, en el mejor de los casos, totalmente innecesarias y, en el peor, cosas que, además, los alejan del camino hacia
el cual nosotros somos responsables de guiarlos: la búsqueda de Dios. Recuerdo ahora, como mi padre, un guajiro
de pocas letras, pero sumamente honesto, hasta donde podía serlo un hombre apartado de Dios, me encababa una
guataca y “marcaba” mis surcos en el campo sembrado, diciendo: “estos son los tuyos, aquí está tu arroz del año,
si quieres comer arroz, primero tienes que saber cuánto cuesta tener arroz.”
No considero que mi padre haya sido un hombre perfecto. Por el contrario, además de su escaso grado de
escolaridad, siempre fue un materialista acérrimo, que se decía a sí mismo “ateo”. Pero sí fue, en algunos aspectos
de su conducta, un hombre digno de imitar.
Quiero ser honesto con ustedes y con Dios, aunque esto no es una “noticia” para él. Siento, sobre mi conciencia, el
peso del error de no haber educado a mis hijos en la misma manera que mi padre me educó a mí. Hoy sufro las
consecuencias de mi falta de visión en ese sentido. Mis hijos hoy, creen tener el derecho a disfrutar cosas que no
saben de dónde han salido o cuánto han costado. Como pesado martillo, siento sobre mí, lo que dice la alabra de
Dios en Proverbios 17:25 “El hijo necio es pesadumbre de su padre, y amargura a la que lo dio a luz.”
En ocasiones, cuando escuchaba de los mayores frases como: “el que quiera comer pescado tiene que
mojarse…”, “el que quiera azul celeste, que le cueste” y otras, pensaba que era tan solo una manera de evadir la
responsabilidad de proveer para los suyos. Hace tiempo ya he superado esa etapa. Hoy, tengo más certeza que
nunca de que el hombre tiene la obligación de proveer para el hogar. Pero hay otra obligación aparejada a esta, más
importante aún: mostrar a los demás miembros de la familia, sobre todo a los hijos, cuánto vale la provisión, cuánto
sacrificio cuesta y, sobre todo, cuál es la verdadera riqueza.
Son muy comunes también frases como éstas: “la juventud está perdida”, “en mis tiempos no era así”,
“cualquier tiempo pasado fue mejor”. Permítame confesarle algo: Tristemente, los tiempos pasados siempre van
a ser mejores que los actuales para cada generación, porque el hombre, lejos de evolucionar, involuciona, se vuelve
más agresivo, violento, falto de amor y apartado de Dios.
Es cierto que en mis tiempos no era así, sino mejor que en estos, pero peor que en los de mis padres. Dicen las
personas que viven sin Cristo que eso es una “ley de la vida”; yo digo que es el cumplimiento de la profecía, que es
la muestra de cuán cerca están los últimos tiempos de que nos habla la Biblia.
Con respecto a que la juventud esté perdida, aunque pueda ser motivo para que los jóvenes se sientan mal, es cierto
que lo está. Y no solo en el mundo. No quiero referirme a las cosas terribles con que “matan su tiempo” los
jóvenes no cristianos de nuestros días, quiero hablar de cómo lo desperdician los que frecuentan nuestras iglesias.
Hoy, los jóvenes que se dicen cristianos, a falta de algo mejor en que ocuparse, malgastan su tiempo acusándose
unos a otros de herejes y defendiendo posiciones teológicas enfocadas en doctrinas de hombres. O tratan de vivir lo
más cómodamente posible, sin compromisos o responsabilidades y así disponer de tiempo suficiente para poder
“alabar a Dios con una guitarrita”. Ciertamente, Dios es el único digno de toda la alabanza y no es malo hacerlo,
pero creo (y esto es solo mi punto de vista) que él no se debe sentir muy a gusto cuando es alabado por alguien que
no vive una vida a la imagen de su Hijo, el cual supo echar sobre sus lomos el peso de las cargas y culpas de los
otros hombres y morir una muerte horrible para que ellos pudieran vivir una vida plena. Creo, ciertamente que él no
murió nuestra muerte para que nosotros vivamos una vida sin compromiso, sino una vida comprometida y plena
como él la vivió.
De la misma forma que él confiesa “no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por
muchos.” (Mateo 20:28 y Marcos 10:45) espera que nosotros nos despojemos de todo egoísmo y nos entreguemos
más a los asuntos de los demás.
Hace algún tiempo Dios nos trajo, a través de un hermano argentino, un Ministerio de hombría, con su
correspondiente curso, patrocinado por la Red de Hombres Cristianos. El referido curso es la bendición más grande
que hemos recibido los hombres de acá, pues mediante él, nos hemos convertido en seres más responsables,
cabales, comprometidos. Viviendo esas enseñanzas hemos sido más hombres, porque nos hemos acercado más al
modelo de hombre perfecto: Cristo Jesús.
Sabe usted, cuando el hermano argentino me capacitó para impartir el curso a otros hombres en Cuba, enseguida
sentí, que si nos dedicábamos tan sólo a llevar este a los hombres adultos, nos íbamos a convertir, sencillamente, en
unos “coge goteras”. Tuve la certeza de que Dios quería, más que capacitar a los hombres en este sentido, hacerlo
con los jóvenes, con aquellos que aún no habían asumido sobre sí el peso del liderazgo de una familia, para que,
llegado el momento, estuvieran aptos para hacerlo.
Tristemente, los jóvenes no lo entendieron así. Pasaron por la censura no solo el curso, sino el mensaje todo. Por
“su censura” y arribaron a una conclusión adulterada y manipulada del mismo. Tan sólo dijeron: “ese curso trae
una mala doctrina, es un llamado a la prosperidad, en modo alguno lo vamos a pasar.”
Creo mi deber confesarles algo: a lo que temían los jóvenes que así actuaron no era a la “prosperidad”, sino a “la
responsabilidad”. Si de algo no carecen nuestros jóvenes es de inteligencia. Puede que carezcan de otras cosas,
pero es innegable que si algo han recibido en abundancia en este país y mundo que les ha tocado nacer, ha sido
instrucción. Quizá no hayan sido suficientemente educados, pero han sido ampliamente instruidos. El argumento
esgrimido para rechazar el curso no manó por falta de capacidad para aquilatarlo, sino por falta de responsabilidad
para vivirlo.
Han hecho un fantasma de la palabra “prosperidad”. Pero no han procedido así porque teman vivir una existencia
próspera, sino por conveniencia. Ciertamente, el mensaje recibido a través del curso “Hombría al Máximo”, rebosa
prosperidad. Es tan próspero que casi el ciento por ciento de sus enseñanzas están avaladas por la Palabra de Dios,
al punto de que cada aspecto al que se hace referencia va acompañado del correspondiente pasaje o versículo de la
Biblia que lo respalda. Y no con referencias “traídas por los pelos”, sino bien sustentadas.
Cuando Dios nos dice en su palabra, desde tan temprano como Génesis 1:28 “…Fructificad y multiplicaos…”
está dejando claro que nos creó para tener frutos.
El diccionario, en sus acepciones del término “frutos”, da, entre otras, las siguientes:
- Producción del ingenio o del trabajo humano.
- Producto o resultado obtenido.
- Producciones de la tierra con que se hace cosecha, por extensión: de bendición.
- Utilidad que producen las cosas por su rendimiento económico.
- Conseguir efecto favorable de las diligencias que se hacen o medios que se ponen. P.ej: Este predicador saca
mucho fruto con sus sermones.
Es evidente que Dios, cuando nos indica “fructificad”, está diciendo entonces:
- obtén producto con el ingenio que te he dado.
- extrae resultados del producto obtenido.
- que lo cosechado sea de bendición para ti y para otros.
- que el producto de la cosecha sea útil.
- que tus frutos tengan un efecto favorable.
Defiendo el rechazo a la prosperidad, cuando la misma trae como resultado la pérdida de prosperidad del prójimo.
Es decir, cuando queremos tener riquezas al precio de la pobreza de otros. Pero cuando hay un buen enfoque de la
prosperidad, pienso que ella es voluntad de Dios. Y que él nos creó para que vivamos una vida próspera y no
mediocre. No para que acumulásemos riquezas, sino para que viviésemos ricamente. Digo más: Jesús no murió
nuestra muerte para que nosotros, por nuestra parte viviésemos una vida de ermitaños, sino para que viviésemos “su
vida”. O, lo que es lo mismo, una vida plena, rodeados de gentes y de abundantes frutos. Esa es la esencia de la
verdadera riqueza: plenitud de vida en Cristo, abundancia de frutos y que eso traiga como resultado un efecto
positivo de nuestro testimonio en las personas que no han experimentado una relación con Dios en sus vidas. Visto
así, tener prejuicios de la palabra prosperidad es estar prejuiciados hacia el mandato recibido de Dios de dar frutos.
Cuando vivimos en esa manera, no nos estamos “haciendo tesoros en la tierra”, esos tesoros no pueden ser
“corrompidos por la polilla y el orín”, sino que son cosas duraderas, las cuales no tenemos que dejar atrás cuando
abandonemos este sitio en el que ahora vivimos, sino que tenemos una meta más alta: estamos mirando hacia
arriba a la vez que pensamos en los de abajo. Nuestro mayor tesoro, nuestra verdadera riqueza se resume en una
sola palabra: el sustantivo DIOS. Con ello nos aseguramos de que “allí esté también nuestro corazón”.
¿Está su corazón lleno de la riqueza de una vida plena en comunión con Dios o, por el contrario, enfocado en las
riquezas de este mundo? Autoanalícese. En el segundo de los casos es usted el hombre más pobre y digno de
conmiseración que pueda haber. En el primero es un hombre lleno de riquezas, de verdadera riqueza. No lo dude,
hermano: donde esté vuestro tesoro, allí va a estar también vuestro corazón.
Que Dios le bendiga en abundancia con una vida próspera.
Este escrito es una contribución de la agrupación para eclesiástica cubana: Ministerio CRISTIANOS UNIDOS.
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