La Contrariedad del mal

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La Contrariedad del mal
Dr. Ricardo Oscar Díez
Semblanza de una sociedad desintegrada:
La sociedad puede ser pensada como una relación entre el todo y la parte, donde el
todo es el conjunto de elementos que se encuentra de alguna manera unidos y la parte los
grupos o individuos que integra la totalidad.
Cuando las partes están unidas se habla de sociedad integrada, cuando no, hablamos
de desintegración social porque existe una ruptura que divide el todo.
Sociedad integrada es aquella donde cada parte ocupa un lugar determinado conforme
a un orden mantenido por una unidad fundada en vínculos raigales. En la historia de la
humanidad han existido pueblos, clanes, tribus que se comportaron como sociedades unidas
por una sólida integración. En ellas el anciano, el adulto, el joven, el niño, la mujer, el
hombre, el artesano, el brujo ocupaban un lugar determinado en función de la totalidad. La
unidad social no dependía solamente del territorio habitado sino de una vida en común.
Los individuos se relacionaban por vínculos profundos donde la religión jugaba un papel
muy importante. Ciertamente había conflictos pero no afectaban la unidad del todo. La
sociedad acogía a sus partes y las preparaba para insertarse en ella, los ciudadanos permanecían vinculados al todo a través de sus iniciativas individuales.
Aunque es posible profundizar esta imagen lo dicho alcanza para admitir que habitamos una sociedad desintegrada. Fácil es percibir que el todo no cuida de sus partes y que la
enemistad configura las relaciones. La unidad se limita a compartir un mismo territorio
pero no hay pautas de convivencia. Basta mirar alrededor para percibir los excluidos, marginados por no tener las condiciones mínimas de subsistencias, por no tener trabajo, por
faltarle educación, por edad y por tantas otras causas que imposibilitan su integración. Sin
embargo, la marginación no indica una reducción del ámbito social sino su ruptura. Incluso
los que se creen fuera de la marginalidad perciben en el seno de sus familias el quiebre de
los vínculos a causa de diferencias generacionales y afectivas. Nadie puede sentirse aislado
de la desintegración porque es la sociedad la que está afectada.
Algunos fundan la ruptura en la ausencia del vínculo religioso. Berdiaev al comentar
a Dostoievscki, gran observador del mal social, señala la perdida de este núcleo unificante:
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Si Dios no existe y el hombre es Dios, todo le está permitido1 .
Por ahora, debemos dejar de lado la nostalgia del paraíso perdido y admitir que habitamos en la desintegración social.
La Relación de Poder
La sociedad se realiza por relaciones de poder donde una parte ejerce sobre otra la acción que puede y los vincula. La forma verbal del acto separa en el juego de la voz activa y
pasiva la potencia del que actúa, de la impotencia de quien pasivamente padece. Decimos
por ejemplo: “el gato puede comerse al ratón” y percibimos la relación de poder entre ellos.
Sin embargo, la aplicación de este vínculo recae principalmente sobre los actos humanos
porque es en el modo de usar la libertad donde se juega la integración o la ruptura. Se indica con esta relación la acción que el hombre puede realizar hacia las cosas, hacia sus semejantes y hacia Dios. Conforme a los dos modos del acto se denomina amo a quien actúa
y esclavo a quien padece. Uno impone el poder, el otro lo sufre.
Pero no siempre usamos bien los términos y la dirección vinculante. Para ejemplificar esta afirmación tomemos la relación del hombre con las cosas y digamos: “el hombre
puede consumir droga”. Entendemos en ella que el ser humano es el amo de esa sustancia
porque decimos “puede”. Pero sabemos que al cumplir esa acción se vuelve esclavo de lo
que consume perdiendo su señorío. En este caso el uso del poder cambia de dirección y el
hombre se vuelve impotente. Decimos entonces con mayor propiedad: “la droga puede
sobre el hombre”. Constatamos así que la acción mediadora cambia la potencia del amo en
impotencia del esclavo. De modo semejante comprendemos que quien debería ser autor y
dominador de su obra (la máquina, la técnica, el dinero) pueda devenir esclavo de lo construido.
El ejemplo de la droga nos mueve a mirar más atentamente esta relación para entender porque quien puede actuar se vuelve esclavo y quien es impotente puede devenir amo.
Para ello hay que dirigir la vista hacia la acción mediadora porque es ella la que actualiza la
vinculación. Sin ese acto no hay vínculo y el poder no puede ejercerse. En el “consumir”
se muestra la inconveniencia de reunir al hombre con la droga porque esa unión destruye la
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Berdiaev N., El espíritu de Dostoievski, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1978, p. 77.
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vida del individuo. Distinto es si el consumo lo hubiese reunido con la comida porque esa
unión lo edifica.
La conveniencia del acto está dada por el modo en que las cosas unidas se ordena hacia la edificación y el mantenimiento de la vida, la inconveniencia por lo que la destruye.
Por tanto, la relación de poder depende, en estos casos, de las partes que la acción relaciona
y lo conveniente o inconveniente, del colaborar o no a la edificación de la vida.
Nos preguntamos entonces: ¿Qué mueve a la acción?. No ciertamente saber lo que
conviene o no conviene hacer porque si así fuese no se consumiría lo que es malo para la
salud. Si esto se hace debemos preguntar ¿por qué?. Por otro lado, así como se sabe del
mal también se sabe del bien placentero que ocasiona. Ese bien afecta el querer y mueve al
deseo para alcanzar el bienestar que produce. Quien quiere consumir está afectado por esa
sustancia y esa afección lo mueve a la acción. El afecto moviliza el deseo hacia la obtención de lo deseado, que se aplaca cuando se adquiere lo que produce bien-estar.
El hombre es un ser necesitado y busca con la acción cubrir sus carencias. Todo acto
se inicia en el reconocimiento de un bien y la percepción de su falta. La apetencia lo percibe como algo que produce un determinado bienestar, es decir, como bien para mí. Pero la
conveniencia o inconveniencia de ese bien se muestra en función de un bien superior. Inconveniente es dar lugar al placer si ello va contra la salud, conveniente es cuando ambos
bienes se unen y colaboran juntos edificando la vida de quien actúa.
Más compleja es la relación de poder entre las personas, no sólo porque las acciones
se multiplican sino también porque el bien para mí se contrapone al bien para el otro.
Apetecer el bien-estar es siempre un deseo sin limites. La bondad del gozo placentero puede querer anteponerse a todo o unirse a un bien mayor que impide el mal que acontece cuando se extralimita sobre lo saludable. En la relación interpersonal la acción puede ser
movida por el bien para mí que, si no tiene en cuenta otra cosa, cumple su deseo ilimitado
en lo que quien actúa tiene, hace y es. Sin embargo, así como la muerte muestra la falsa
desmesura del que apetece vivir siempre, el bien para el otro aporta la moderación a quien
desea desmedidamente el bien para sí. Con esa medida el bien ajeno edifica la vida social
al encauzar y acotar las apetencias desmedidas. Mensura que impone una renuncia en
quien actúa limitando la posesión, el obrar y el ser de lo que considera bueno.
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En este contexto, fácil es comprender que todos los hombres quieren el bien para sí
mismos porque nadie puede dejar de apetecer su propio bienestar. Pero pocos están dispuestos a limitar ese bien en función de una acción que quiera el bien del otro. Quien así
actúa no renuncia al bienestar pero lo encauza dentro de los límites que le impone la vida
social. En la bondad de ese actuar no sólo acontece la unidad de esos bienes, sino también
la de los que se relacionan.
Dos modos del acto quedan manifiestos. Uno que actúa buscando solamente el bien
para sí mismo y que al no percibir el límite del bien ajeno extiende el poder sobre toda limitación. Esa desmesura rompe la unidad entre los bienes y produce la desintegración de
los que se relacionan. Quien así actúa apetece apoderarse del bien ajeno y corrompe la vida
social produciendo un mal que llamamos injusticia. El otro modo del acto unifica la bondad en los límites impuestos y colabora a la integración mediante la acción justa.
El acto injusto es el que apetece únicamente el bien para sí fuera de los límites que
impone el bien de los otros. El justo unifica los bienes y los hombres en la integración de
una medida que llamamos orden. Por esa ordenación el mundo puede ser vivido porque los
ciudadanos habitan en su elemento, la justicia.
Dos son entonces los bienes que mueven la acción afectando a los que actúan y donde
la libertad juega su preferencia. Sin embargo, cuando se prefiere el bien para sí en contra
del bien para el otro quien ejerce la acción abandona su señorío y se vuelve esclavo de su
deseo. La acción injusta no promueve al amo sino al esclavo. Quien así actúa corrompe el
poder y atenta contra la vida social. A semejanza del drogadicto destruye su propia vida
porque su injusticia desintegra lo que debería estar unido y provoca el mal que afecta a todos. Quien está pendiente del bien ajeno edifica la vida social mediante la justicia que integra a las partes que esa acción reúne.
Justicia es aquí lo que acompaña a la acción limitando las apetencia del bienestar y en
ese límite posibilita la integración social. Por la acción justa no solo se actúa el bien ajeno
sino que se ejerce la condición de señoría que libera tanto a quien actúa como a quien padece. La injusticia es la ausencia de justicia que llamamos mal. Su contrariedad consiste en
no poner límites al deseo del bien para mí y en esa desmesura no puede alcanzar el objeto
de su apetencia quedando sin consuelo ni final. Por eso, quien así actúa se convierte en
esclavo de lo que desea, como el avaro o el drogadicto.
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El poder justo:
La potencia y la impotencia se juegan en la relación de poder según la justicia o injusticia de la acción mediadora. Cuando se realiza la acción injusta el amo se vuelve esclavo de sus deseos y pierde el señorío de la relación que debía terminar en el reconocimiento
del otro. Por ese acto no puede alcanzar su propio bienestar porque aunque posea cosas
sentirá la ruptura provocada. Con su acto separa los bienes de cada una de las partes relacionadas y produce la desintegración. La soledad es la consecuencia de la violencia entre
los hermanos. Del otro lado se encuentra el esclavo que padecer la injusticia y tiene la posibilidad de responder también según las dos maneras del acto. Puede continuar la ruptura
con una re-acción que acentúe la injusticia y la separación, o ejercer su libertad mediante un
acto justo. En este caso no se deja dominar por el resentimiento o la venganza y libera su
espíritu al volverse amo de lo padecido.
En el señorío del amo percibimos la dificultad inherente al poder justo porque es difícil reconocer la bondad que el otro requiere. Quien aspira a ejercerlo debe ejercitarse en la
sensibilidad que le permita ese reconocimiento. Pero sabemos que casi siempre el corazón
humano descubre el bien del que tiene cerca cuando lo pierde. Luego, quien actúa justamente necesita la gracia de la misma justicia para reconocer el bien ajeno y querer limitar el
propio. Ese don se percibe mejor si tenemos frente a nosotros a quien nada tiene, al que por
alguna enfermedad es esclavo de su cuerpo o a quien la indigencia ha sometido a la miseria.
Ese hombre no tiene ningún bien que provoque el reconocimiento y, por no tener nada,
puede ofrecer la posibilidad de encontrar la bondad más raigal, aquella que exige hacer de
él, como decía Teresa de Calcuta, “un maestro del amor”. No cabe en él otro reconocimiento porque a través de su irreconocible condición permite percibir la importancia del
encuentro entre los hermanos. Es en su negación humana el encargado de llamar a la acción justa del amor.
Las dificultades de ese actuar se multiplican en el ejercicio del poder. En política, por
ejemplo, aunque alguien quiera actuar justamente sus acciones dependen muchas veces de
otros. Componendas y negociaciones impiden la justicia de lo actuado. También hay que
considerar que lo justo para un grupo puede ser injusto para otro porque la finitud deja
siempre un margen de injusticia. Difícil es conformar a todos y más difícil hacer justicia.
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Cosas semejantes pueden decirse de otros ámbitos del poder, en todos existen muchas dificultades que deben ser tenidas en cuenta si se quiere entender la desintegración social.
Conclusión: La locura religiosa, la impotencia salvífica.
Frente a este panorama parece que el destino de nuestra sociedad es irreversible. No
se puede restituir el centro unificante en un estado de corrupción e injusticia que conduce
inexorablemente a desintegrar.
Sin embargo, aunque la humanidad marche hacia su propia destrucción es necesario
salvar lo esencial. Hoy se muestra la importancia de la persona frente a la sociedad y, por
eso, a pesar de la injusticia del poder conviene edificar las relaciones interpersonales entre
los que habitamos lo injusto. En el padecer la impotencia se dan signos de salvación.
Ciertamente se puede repetir la injusticia al no reconocer el bien del otro y actuar deseando solamente el bien para mí. Sin embargo, el padecer puede hacernos asumir el señorío del amo al orientar las relaciones por el camino del amor. En este oriente no se contesta
al injusto con injusticia sino con acciones que limitando el propio bienestar conducen a la
construcción de un mundo de amigos.
La locura religiosa enseña con el ejemplo el camino de un Dios que se hizo hombre.
Conocedor del corazón humano no eligió sentarse junto a los poderosos sino con los esclavos, y se vacío de todo bien para enseñar con su anonadamiento lo que significa dar la vida.
Ejemplaridad que muestra el amor como vínculo salvífico que unifica a los que conviven
juntos. Dar la vida configura la tarea por la cual unos ofrecen a los otros lo que tienen, hacen y son. Ese ofrecimiento es gratuito porque así es como el don ha sido recibido, y conforme a la donación personal unos completan las necesidades de los otros. El don se vuelve
a donar convirtiéndose en moneda de cambio, se re-dona en el dar la vida los unos por los
otros. Don que danza entre los hombres al ritmo del amor que los unifica. Donación que
va de los próximos a los lejanos y que convierte el padecer en alegría y la injusticia en
oblación. La tarea concreta consiste en edificar un mundo de amigos donde la amistad es
un don que necesita pedirse. El hombre y Dios están involucrados en esta obra, lo que nos
lleva a pensar la justicia e injusticia de las acciones que median entre ellos, cosa en la que
no podemos entrar ahora.
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