Señor Presidente de la Academia Peruana de Derecho

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GLOSAS JURÍDICAS INGENUAS A CIERTAS
TRADICIONES PERUANAS, DE RICARDO PALMA.
(Discurso del Dr. Guillermo Lohmann Luca de Tena,
con motivo de su ingreso a la Academia Peruana de Derecho,
el 18 de abril de 2002)
Señor Presidente de la Academia Peruana de Derecho
Señores Académicos
Señores Magistrados Supremos, Superiores y Jueces
Colegas y amigos:
Hay sucesos que despuntan y sobresalen de lo que nos es
acostumbrado y habitual. Son acontecimientos intrusos que
irrumpen y se inmiscuyen en nuestras existencias, perturbando
nuestro sosiego.
Tengo a esta tarde como uno de esos sucesos perturbadores por
dos motivos. El primero es porque la distinción que se me hace
ha venido acompañada —lo diré con expresiones jurídicas— de
la severa carga y del pesado gravamen de haber sido elegido
para incorporarme a esta Academia en la misma fecha que lo
fue el Dr. Valentín Paniagua. El Dr. Paniagua no sólo es un
constitucionalista docto y versado en la cátedra, sino que a ello
suma, en lo político y profesional, haber cumplido con creces y
señorío la sana regla de ser y parecer.
Sin las probadas calificaciones del Dr. Paniagua, yo también
espero poder gozar un día que de mí se diga que he transitado
bien el trecho de la vida que Dios me conceda y parecerme a lo
que aspiro ser: buen cristiano, buen hijo, buen esposo, buen
padre y buen abogado.
2
El segundo motivo que altera mi sosiego —ocioso parece
decirlo, pero es mi deber declararlo—, es que haber sido
llamado a participar de esta corporación constituye para mí un
desproporcionado acto de aprecio. Desproporción que se me
hace ostensible por entero cuando pienso en los nombres de
distinguidísimos colegas a los que reputo con mayores
merecimientos de ciencia y experiencia. Sin palabras propias
idóneas para expresar mi estado de ánimo, proclamo, como
Lope de Vega en su soneto a Violante, que “en mi vida me he
visto en tal aprieto”. De manera, pues, que al preguntarme
sobre las razones que pudieran haberse sopesado en la elección,
no acierto sino a responderme que la balanza con que se me ha
juzgado se habrá inclinado en demasía debido a una bondadosa
opinión sobre la perseverancia de este humilde aficionado para
trasegar ideas de la mente al texto, pero no por las posibles
virtudes de lo que lleva escrito sobre algunas cosas del Derecho
Civil.
Stendhal decía —no recuerdo si en ROJO Y NEGRO o en LA
CARTUJA DE PARMA— que la virtud intelectual no está en ver
lo que las cosas son, sino saber ver en lo que son. Confieso no
disfrutar de ese mérito o don de clarividencia, que es atributo
compañero del de saber abrazar limpiamente y sin resquicios
las esencias de los conceptos, en pulcro discernimiento.
Aunque en mis afanes jurídicos los he perseguido, no siempre
con el mismo ahínco, nunca he alcanzado el resultado
anhelado. Recuerdo, sí, que solamente una vez, cuando estaba
escribiendo una pequeña monografía, experimenté un no sé qué
de intuición o cosquilleo interno, con la sensación de haber
estado próximo a lograr ese resultado. Me callo el nombre de
esa obrita, no vaya a ser que las otras me reprochen ser padre
intelectual con hijos predilectos.
Pero, en definitiva, al hacerme un sitio entre sus miembros y
recibirme como el menor en edad y en sapiencia, la Academia
me obsequia doblemente, por haberme juzgado con tanta
benevolencia y por premiarme sin otro merecimiento de mi
3
parte que haber hecho lo que me gusta y divierte, aprovechando
los pocos recreos que me deja el quehacer profesional.
Doble regalo, pues, que me obliga y que les agradezco, Señores
Académicos. Empero, hoy no podría recibir la medalla de
académico sin también individualizar mi gratitud a otras
personas que, en diverso grado, son responsables de mi
presencia en este lugar. Si, como sostenía Ortega y Gasset, yo
soy yo y mi circunstancia, quiero personificar mis
circunstancias. Mis padres, por sus ejemplos. Mi esposa e
hijos, por ser lo que son y por la paciencia que tienen a mis
impaciencias. Mis socios y colegas del Estudio, acordándome
muy entrañablemente de Enrique Elías, formidable abogado y
comercialista de nota, cuya rapidez de entendimiento y claridad
expresiva sigo envidiando. Y, ¿cómo no?, todos mis profesores
en aquellas desvencijadas, amables y circunspectas aulas de la
memorable Facultad de Derecho en la calle de Lártiga; pero en
particular quienes, hoy ya académicos, despertaron mi
curiosidad, estimularon mis tempranas preocupaciones, me
ilustraron en el trabajo de tesis, abrigaron después las ilusiones
que puse en mi primer libro, luego me dispensaron su amistad,
y ahora han querido admitirme en este recinto. Tengo, pues,
que mencionar a Felipe Osterling 1, cuyas palabras me han
conmovido tanto como ruborizado, y, en orden alfabético, a
Jorge Avendaño 2, Manuel de la Puente 3, Fernando de
Trazegnies 4, Domingo García Belaúnde 5, Enrique Normand 6,
Mario Pasco 7, Fernando Vidal 8, Lorenzo Zolezzi 9, y si acaso
alguno se me escapa, atribúyalo, por favor, a flaqueza de
memoria, que no a estrechez de gratitud.
1
2
3
4
5
6
7
8
9
Mi profesor en Derecho de Las Obligaciones.
Mi profesor de Derechos Reales.
No fue mi profesor, pero sí me asesoró en mi tesis La nulidad y la conversión
en los actos jurídicos.
No fue mi profesor, pero sí tuve con él abundantes diálogos jurídicos.
Mi profesor de Derecho Constitucional.
Mi profesor de Derecho Mercantil.
Mi profesor de Derecho Laboral
Mi profesor de Responsabilidad Extracontractual.
Mi profesor de Sociología del Derecho.
4
Con emocionadas y genuinas expresiones de gratitud a todos,
cierro este íntimo capítulo personal para que me acompañen
por otro más ameno, no sin antes solicitar de la Presidencia las
debidas indulgencias, por si considerara que el tema que me
propongo tratar, un tanto festivo y no estrictamente jurídico,
desentona o desdice de la seriedad y severidad que son de
estilo para esta clase de discursos.
Deseo compartir con
ustedes unas
GLOSAS JURÍDICAS INGENUAS A CIERTAS
TRADICIONES PERUANAS, DE RICARDO PALMA
Fue don Ricardo Palma, ya lo sabemos, hombre ávido de
curiosear, zumbón con su pizquita de insolente, y tengo para
mí que acaso también algo cascarrabias. Además de su
encierro en el presidio del Callao, que según él fue por razones
políticas que se le indigestaron al gobernante de turno,
sospechaba yo que el propio Palma o alguien muy cercano a él,
en parentesco o amistad, había sido víctima de lo que reputó
alguna injusticia o desafuero legal o judicial. No he podido
comprobarlo con papeles judiciales a la vista, pero en su
artículo titulado E NTRE SI JURO O NO JURO admite que tuvo sólo
un litigio, que concluyó tras pocos meses de brega y del que
salió airoso, aunque afirma que de él quedó “escarmentado
para no meterme en otro”. ¿Escarmentado por unos meses,
decía don Ricardo?. ¡Qué fortuna la suya, o qué sucinta y
presurosa la justicia decimonónica, que en pocos meses
despachaba el pleito!
Pero venía yo diciendo que por disgustos propios o ajenos,
justificados o no, algo de sustancia tuvo que determinar los
criterios de Palma, pues de otra manera no se explica su
frecuente acritud contra la gente del foro, tildándonos, entre
otros dicterios, con el calificativo de “pajarracos”. Y pese a
manifestar que no fumaba del estanquillo forense ni lo
apetecía, y no obstante haber recibido honorariamente el título
de Doctor en Jurisprudencia (lo que por lo menos le obligaba a
5
moderar sus antipatías), nos enjuició con destemplanza. Por
ejemplo, no dudó en considerar, sin fundamento alguno, que el
recurso compuesto por un letrado —al que mismo Palma
atribuyó que era reputado jurisperito— tenía tanta “profusión
de latinajos como pobreza de razones” legales. En menguada
estima tuvo nuestra profesión. “Segura cosa es —aseveró en
la tradición E L ENCAPUCHADO — que mientras haya sobre la
tierra papel del sello, escribas y fariseos, un pleito es gasto de
dinero y de tiempo que trae más desazones que un uñero en
dedo gordo”.
Y de los escribanos, hoy secretarios de juzgado, ni se diga. No
se libraron de sus invectivas. Oigan ustedes, como botón de
muestra, esta “delicada” copla:
“El perro de San Roque
no tiene rabo
porque unos escribanos
se lo han robado.
¡Mira, perrito!
cuídate de escribanos,
que están malditos.”10
O esta otra:
“Un escribano y un gato
en un pozo se cayeron;
como los dos tenían uñas
por la pared se subieron.” 11
Incluso en el contexto en el que se escribieron, las opiniones de
Palma sobre las leyes, en general, fueron del todo irreverentes
y punto menos que levantiscas. Entre otros ásperos juicios,
sostenía que se hacen para ser “conculcadas por el que manda
y buenas sólo para escritas.” 12
10
11
12
Tradición Los Barbones.
Tradición Don Dimas de la Tijereta.
Tradición Don Dimas de la Tijereta.
6
No es mi propósito, por cierto, discurrir ni proponer en esta
ocasión un sistema orgánico sobre el pensamiento de Palma
acerca del Derecho o de alguna de sus áreas puntuales, como
buscando una idea central. (Que, dicho sea de paso, no creo
que la tuviera, como no sea la de vituperar males que en parte
todavía padecemos, como enfermedad crónica. Sea nuestro
consuelo saber que con los médicos fue igualmente incisivo).
Ni tampoco pretendo, desde luego, intentar un análisis
comparativo entre el presente legal y el del ayer que relata el
tradicionista —da igual si lo relatado fue verdadero o no, que
no me meto en ello 13, 14 y, además, el mismo Palma reconoció
que se le acusaba de ser “zurcidor de mentiras” 15, porque “con
cuatro paliques, dos mentiras y una verdad, hilvano una
tradición”16, aunque en otro lugar proclamó de sí que “soy
hombre más serio que el principio de un pleito” 17 —. Mucho
hay de su propia cosecha, como de seguro lo es el cuento 18 de
aquel avaro vecino de Lima al que un mendigo le rogó: “Una
limosna, hermano, que Dios y la Virgen se lo pagarán”. Y el
mezquino respondió: “No me parece mal, tráeme un pagaré
con esas dos firmas” (por aval) y hacemos trato.
Pero estaba yo diciendo que no persigo fatigarles con
disquisiciones sobre el pensamiento legal de Palma. Antes
bien, mi elemental y humilde intención es presentarles una
simpática selección de curiosidades jurídicas que he
entresacado de las Tradiciones, y a las que me asomaré muy
rápidamente y de puntillas, en el genuino sentido de glosa o
comentario marginal. Además del puñado que veremos, hay
bastantes más tradiciones de las que citaré y no todas dan
13
14
15
16
17
18
Dice Estuardo NÚÑEZ en su “Estudio del género literario creado por Ricardo
Palma a través de sus epígonos peruanos” en Los tradicionistas peruanos,
Laberintos, Lima, 2001, p. XXIV, que Palma “combinaba hechos históricos
con elementos de ficción”.
Véase, también, Edith PALMA, en el Prólogo a Tradiciones Peruanas
completas, Aguilar, Madrid, 1968, especialmente p. XXXIII.
Tradición Justos y pecadores.
Tradición Hermosa entre las hermosas.
Tradición Barchilón.
En la tradición Una trampa para cazar ratones.
7
suficiente tela para cortar —como por ejemplo aquella que
relata la lesión por diferencia de valor en la transferencia de la
mina de azufre y mercurio de Huancavelica, o la del proceso en
el que un zapato era el instrumento probatorio, o la de las
ocurrentes sentencias de Don Cirilo—.
Sin más preámbulo, pues, les invito a dejar de lado por unos
momentos sus afanes y sus cuitas, les pido aligerar su espíritu y
regocijarse compartiendo esta tarde conmigo un paseo entre
Tradiciones, en un rato de distracción jurídico-literario.
En la tradición EL QUE PAGÓ EL PATO , donde se refiere el
proceso al Inca, Palma alude a “simulacro de juicio, que se
inició y feneció en un día, para asesinar a Atahualpa”, que
califica de “inicuo como estéril crimen”, reputando de
“honrada conducta” a aquellos trece de los veinticuatro jueces
conquistadores que se negaron a suscribir la sentencia de
muerte. A Felipillo le atribuye haber “influido con chismes en
el ánimo” de quienes condenaron al Inca, intuyendo así Palma
que los chismes no deben constituir prueba del delito. De
Sancho de Cuéllar, dice que “tuvo la desgracia de pasar sus
primeros años como amanuense de un cartulario”,
circunstancia que bastó para que sus compañeros de armas le
juzgasen “entendido en la jerga judicial, y le nombrasen
escribano del proceso”, en el que “procedió pícaramente”
estampando palabras que agravaban la triste posición del Inca
cautivo.
En UNA PARTIDA DE PALITROQUES Palma narra las partidas de
bochas entre Pizarro y Alonso de Palomares. El asunto no
tendría interés para nosotros si no fuera porque es la primera
noticia del actual contrato de juego y apuesta. Buen jugador el
Palomares, llegó a ganarle cien ducados al Marqués, y
requerido éste para el cumplimiento de lo que nuestro actual
art. 1942 del Código Civil llama prestación convenida, repuso:
“No le pago al muy fullero”.
Y contestó el ganador:
“Corriente, no me pague usía si no quiere, que habré perdido
mi dinero y ganado sus injurias”. Concluye el cuento con que
8
a Pizarro le cayó en gracia la respuesta y accedió al
cumplimiento pagando lo debido. Me atrajo la historieta porque
la situación corresponde a la regulada en el numeral 1943 de
nuestro cuerpo civil, del juego y apuesta no autorizados mas
tampoco prohibidos, que no confieren derecho de acción para
reclamar el pago. ¿Será este, Doctor Osterling, el primer caso
conocido de obligación natural en la historia de nuestro
Derecho?
En Q UIZÁ QUIERO , QUIZÁ NO QUIERO , Palma nos entretiene con
el relato de la viuda casadera. Primero refiérese a quienes
ostentan ese estado civil como complicadas y sabedoras,
motejándolas de comportarse con “más recúchulas que juez
instructor de sumario y más puntos suspensivos que novela
romántica garabateada por el diablo”. Pero más interés tiene
lo otro: la viuda no quería reincidir o no veía con buenos ojos a
quien le habían señalado por futuro consorte, por lo que
preguntó si éste “¿Ha jurado (...) que no reclamará de mí sus
derechos de marido?”. Y respondida la cuestión
afirmativamente (cada quien es dueño de sus decisiones),
consintió la viuda en asistir al altar. Ya ante el cura, fue
preguntada: “¿Queréis por esposo y compañero al capitán
Diego Hernández?”. Y ante el estupor de la concurrencia
replicó la novia: “Quizá quiero, quizá no quiero”. Según el
tradicionista, el oficiante dudó bastante pero terminó
echándoles las bendiciones del caso. Y concluye Palma que
aunque había negado a su consorte el ejercicio de sus derechos
de marido, “ella dejó prole ...; con que ... chocolate que no
tiñe ...”. Dejo el resto para que los presentes lo adivinen. Pero
interesa la tradición, legalmente hablando, porque puesta al
presente nos ofrece dos reflexiones: la primera es que entre
todas las numerosas causales de nulidad o anulabilidad del
matrimonio que el actual Código Civil menciona, no hay
ninguna que explícitamente vete un pacto como el que la viuda
exigía de su futuro compañero. 19 Y repárese en que las
19
Distinta era la situación bajo el Código de 1852, aunque la referencia a
“condiciones” no fuera correcta en la acepción actual de esta expresión, como
modalidad de acto jurídico. “Artículo 137.- Serán válidas las condiciones que
9
causales generales de invalidez de los actos jurídicos no son
directamente pertinentes al matrimonio, de manera que el pobre
marido, impedido del ejercicio de sus atribuciones, tendría que
resignarse a completa abstinencia conyugal o pedir la anulación
del enlace invocando el socorrido artículo V del Título
Preliminar del Código Civil, sosteniendo que es nulo el acto
jurídico contrario a las buenas costumbres, y que es muy mala
costumbre eso de no poder hacer vida marital común por
entero. La segunda reflexión consiste en eso de “quizá quiero,
quizá no quiero”. Nuestro Código es muy sabio en su numeral
259, pues ordena que el alcalde “preguntará a cada uno de los
contrayentes si persiste en su voluntad de celebrar el
matrimonio y respondiendo ambos afirmativamente, extenderá
el acta de casamiento”. La ley, con severa inteligencia,
impone dos requisitos. El primero, la persistencia, 20 que el
diccionario nos dice que es sinónimo de terquedad, tozudez y
obstinación porque, claro, mucho de esto hay que tener para
pasar el trance del famoso “sí”. Y el segundo es la respuesta
afirmativa, esto es, nada de titubeos, dudas o vacilaciones.
En SASTRE Y SISÓN , DOS PARECEN Y UNO SON , el tradicionista
nos informa primero del acuerdo entre los sastres para fijar
precios uniformes, comportamiento que hoy llamaremos
concertación en perjuicio de la competencia y del consumidor.
Y después nos refiere la reacción del Cabildo limeño, que
impuso control de precios a las hechuras. Palma relata que los
sastres se amoscaron del control recurriendo en apelación,
denegada la cual interpusieron recurso ante Su Majestad,
decisión que no alcanzó don Ricardo a conocer. Lástima, si el
cuento fuera verdadero y la sentencia pudiera encontrarse, el
INDECOPI 21 podría aplicar jurisprudencia añeja y de alcurnia.
20
21
se estipulen para el matrimonio, si no se oponen a su naturaleza, ni son
contrarias a las leyes y a las buenas costumbres. Las que fueran defectuosas
por cualquiera de estas tres causas, se tendrán por no puestas.”
Exigencia que ya estaba en el artículo 114 del Código Civil de 1936.
Instituto de Defensa de la Competencia y de la Propiedad Industrial.
10
En UNA CARTA DE INDIAS se refiere el tradicionista a la enviada
por Vaca de Castro a su mujer y que fue interceptada y
entregada al Rey, para luego ser utilizada como prueba en el
juicio contra Vaca. Hoy tendríamos que exclamar:
¡inconstitucionalidad mayúscula! El inciso 10° del artículo 2
de la Constitución consagra el secreto e inviolabilidad de las
comunicaciones y documentos privados, y los obtenidos con
infracción del precepto no tienen valor legal.
De la tradición A LONSO EL MEMBRUDO merece referirse a la
sentencia impuesta.
Don Alonso, fortachón él, mató
involuntariamente a una persona con un abrazo y la condena
consistió en prohibirle “abrazar a nadie, amigo o enemigo,
hembra o varón”. Ustedes coincidirán conmigo en que con
pena tan benigna, más de algún ciudadano de hoy estaría
dispuesto a dar de abrazos a sus deudores incumplidos.
LA BOFETADA PÓSTUMA justifica especial comentario, y la
traigo a colación no por lo de la bofetada, sino por lo siguiente.
El protagonista de la narración, capitán Luis Perdomo,
necesitado de fondos recurrió a un prestamista con el
compromiso de devolver el capital en un plazo determinado,
expresando que en ese momento no tenía más respaldo que su
palabra. Rechazado el pedido por lo feble de la garantía,
cuenta Palma que el solicitante “noble caballero, se revistió de
dignidad y arrancándose un puñado de pelos de la barba, dijo:
¿queréis que os empeñe por ocho días estas honradas
barbas?”. Y las barbas fueron aceptadas como prenda. ¡Qué
costumbres aquéllas, donde las prominencias capilares tenían
más valor que la palabra, la firma o el apretón de manos!. Pero
el caso es que la garantía capilar, aunque curiosa (tan curiosa
como probablemente dolorosa debió ser la brusca extirpación),
es garantía que no me parece prohibida. Porque, de una parte,
habrá que calificar a los pelos como unos de esos bienes
muebles comprendidos en el inciso 9° del art. 886 del Código
Civil, ya que por cierto pueden llevarse de un lugar a otro. Y
de otra parte, el voluntario desprendimiento no afecta de
manera permanente o irreversible la integridad física, lo que sí
11
está vetado. Más complicado será determinar el valor de
tasación para el posible remate, y quién sabe más dificultoso
aún consignar en el documento en el que consta la prenda, la
“designación detallada del bien gravado”, como reclama el
artículo 1062.
En N IÑERÍA DE N IÑO Palma acusa a un letrado de ser “más
leguleyo que tejedor de arañas”. Pero más sustancia tiene para
nosotros la tradición de LAS OREJAS DEL ALCALDE . Refiere en
ella nuestro cuentista que por cuestión de preferencia de
favores de una damisela, el alcalde de Potosí halló ocasión de
no guardar la debida imparcialidad con su contrincante de
amores, al que dispuso aplicar latigazos haciendo caso omiso a
la calidad de hidalgo que el afectado invocaba para sí.
Sintiéndose éste lesionado en su honra, le anunció al ofensor
que “he de cobrar venganza con sus orejas de alcalde (...), que
se las presto por un año y que me las cuide como a mi mejor
prenda”. Dicho y hecho, cumplido el año “rebanó las orejas
del infeliz” alcalde. El propio Carlos V perdonó al rebanador.
Juzgue el oyente: ya no es lo de ojo por ojo y diente por diente,
sino latigazos por orejas. Y lo más llamativo: que el acreedor
prendario se hizo cobro con la prenda misma —las orejas—,
suerte de pacto comisorio hoy legalmente repudiado (aunque
personalmente yo tengo mis dudas sobre la conveniencia de la
prohibición). Tradición similar es la que responde al título de
PUESTO EN EL BURRO , AGUANTAR LOS AZOTES , en la que se
relata que Felipe II exculpó al caballero que mató a puñaladas
al gobernador del Cuzco, que lo había hecho andar en burro y
sufrir azotes por no descubrirse en señal de respeto a su
autoridad.
LOS PASQUINES DEL BACHILLER “P AJALARGA” es tradición que
mereciera ser meditada por quienes hoy acostumbran a poner
en solfa la honra y el honor ajenos. So pretexto de la libertad
de expresión, con toda soltura de huesos —o más propiamente,
de lengua, de pluma, o de tecla, que para el caso es lo mismo—
hoy se atribuye a cualquiera que es corrupto, venal y cuántas
lindezas más. Si la justicia de hogaño fuera como la de antaño
12
objeto de la tradición, muchos pararían mientes antes de hablar
como se expresan. Y lo digo porque el imputado por la justicia
virreinal como autor de los ofensivos anónimos, fue
sentenciado “a que le fuera cortada la cabeza en público
cadalso, para ejemplo de asesinos de la honra ajena y justo
desagravio social”. Los versitos no tenían desperdicio, como
el que decía: “Vive aquí una viuda rica, la cual con un ojo
llora y con el otro repica”. O este otro: “Adivina, adivinaja,
quién puso el huevo en la paja. Adivina, adivino, quien es
padre y padrino”. O este más: “El corregidor Benel es
solapado bellaco: desde los tiempos de Caco no hay uñas como
las de él”.
Rimas inocentes, digo yo, para lo que en los
tiempos que corren se lee en ciertos diarios, cuyos editores o
responsables muchas cabezas tendrían que haber perdido, si no
fuera porque hoy la difamación suena a antigualla y la
aplicación de la ley penal es en esto extremadamente
insensible.
En la tradición de EL AHIJADO DE LA PROVIDENCIA se hace
sorna de los hijos de la ciudad del Misti, pues se cuenta que
como en Lima Pizarro “no quería tener cerca de sí mucha
gente de pluma”, dispuso enviarlos a la fundación de Arequipa.
Y agrega el tradicionista que por abundar entonces en ella
“leguleyos trapisondistas” no es de extrañar que “hayan salido
aficionadillos a estudios jurídicos y a la chicana del foro”.
Desmiento a Palma; ni chicanería ni simple afición. Expreso
desde este solemne estrado mi preciado reconocimiento tanto a
la gente bien letrada de Arequipa, que no poco ha contribuido a
nuestra cultura jurídica, como a su Ilustre Colegio de
Abogados, sucesor de la Academia Lauretana.
La narración de las RESURRECCIONES tiene su atractivo jurídico
civil. Mal avenido el matrimonio, ella y él pasaron a mejor
vida. Ella por morir y él por librarse de ella. Pero el caso es
que la finada no lo estaba tanto como lo parecía, porque
decidió quedarse en esta tierra de lágrimas. Según Palma, “La
difunta [escapó] del ataúd gritando como una loca”.
Convencidos los vecinos “de que la muerta, lejos de estarlo en
13
regla, prometía vivir lo bastante para dar muchos malos ratos
a su marido, resolvieron conducirla al domicilio conyugal”.
El susto del marido, nos lo imaginamos, debió ser espectacular,
no sólo por encontrar viva a la que con gran contento de su
parte daba por occisa, sino sobre todo al escuchar que ella
reclamaba su sitio en el hogar. Palma puso estas palabras en
boca del infeliz: “No puede ser. Yo no he cometido pecado
gordo para que Dios me castigue condenándome a mujer que,
si antes era mala, lo que habrá de ser ahora con las mañas
aprendidas en el otro mundo. Y pues muerta salió de mi casa,
viva no la recibo aunque se empeñe el Cabildo”. Y no hubo
manera de que mudara de parecer. Palma refiere que de los
folios de los que extrae la historia resulta que se consintió en
una separación conyugal, allanándose el marido a pasar
pensión a la ex difunta. Si yo fuera el abogado, no sabría hoy
con qué causal de separación legal podría defender la
pretensión del marido que por tan poco tiempo quedó viudo.
Conjeturo que la única asequible sería la de violencia
psicológica; y creo que ustedes compartirán conmigo que debe
ser muy violento para el cónyuge de matrimonio mal
compuesto y de peor concierto, ver revivir a la conjunta.
Algún exagerado podría agregar al argumento de la violencia el
de que si la interfecta no hizo abandono del hogar conyugal por
dos años continuos, como reclama la ley, al aparentarse muerta
por lo menos tenía intención de hacer abandono definitivo.
La tradición ¡A IGLESIA ME LLAMO ! es interesante por relatar
los privilegios de la jurisdicción eclesiástica respecto de la
civil. Pero más lo es por referir algunos capítulos de la historia
de Catalina de Erauzo, que haciéndose pasar por varón alcanzó
el grado de alférez y que por alguna de sus tropelías y luego de
descubierta su real naturaleza, fue recluida en convento de
monjas y por ello conocida como la Monja Alférez. El cambio
de sexo, hoy tan boga y aún no reglamentado por nuestro
14
ordenamiento 22, tiene su atractivo —jurídico, ustedes me
entienden—, pero es tan resbaloso que prefiero pasar de largo.
La tradición de E L PEJE CHICO no llama nuestra atención por las
riquezas que encerraba la huaca del mismo nombre, ni por el
incumplimiento de las obligaciones de dar, de hacer y de no
hacer a que se comprometió ante el cacique el pelafustán
favorecido con el obsequio, hombre pobre como aquellos a los
que el mismo Palma califica en otro lugar de esos que “no
tienen más bienes raíces que los pelos de la cara”. 23 Antes
bien, lo notable del relato reside en la sumarísima alusión que
se hace a un proceso judicial surgido porque el dueño de la
única plantación de moreras de Lima, se negaba a vender las
hojas a quien, a su vez, era el único dueño de gusanos de seda.
Por cierto que Palma no cuenta los detalles del pleito, pero no
deja de ser sugerente la posibilidad de que se haya
argumentado algo similar al abuso de derecho, figura que
podemos considerar relativamente joven en los ordenamientos
jurídicos formales; o, quién sabe, una práctica monopólica y
restrictiva de la libre competencia, hoy prohibida legalmente.
Dice el tradicionista que vio el expediente en el Archivo de la
Nación. Si algún día tengo tiempo, lo buscaré para darles la
noticia a los infatigables pesquisidores del INDECOPI.
Historia que también se vincula a lo mismo es la de DOS
EXCOMUNIONES , que narra los privilegios de los pulperos y los
entredichos acontecidos entre uno de los de Ayacucho y el
Cabildo de la misma ciudad, que pretendía restringirle el
horario de atención al público. En otra tradición, denominada
EL PLEITO DE LOS PULPEROS , se relata un conflicto que hoy
también sería de atribución del INDECOPI, porque los
bodegueros de las esquinas de las calle Mantas, Judíos, Santo
22
23
Pero sí ha sido objeto de un detenido estudio. Véase Carlos FERNÁNDEZ
SESSAREGO: El cambio de sexo y su incidencia en las relaciones familiares.
En La familia en el Derecho peruano. Libro homenaje al Dr. Héctor Cornejo
Chávez. Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima,
1990, p. 195.
Tradición No juegues con pólvora.
15
Domingo y Arzobispo, temerosos de la competencia comercial,
entablaron proceso contra el Cabildo limeño, que había
permitido instalar en plena Plaza Mayor una barraca para
tienda de venta nocturna de licores y comestibles, cuya
actividad juzgaron que afectaba sus intereses. Los pulperos
eran gente que no se amilanaba y que gustaba del litigio, por lo
visto.
La tradición UNA CAUSA POR PERJURIO resulta de lo más
atractiva y tiene chispa. Por razón que no viene al caso relatar
ahora, el protagonista del suceso, un tal Valverde, prestó
juramento, nada menos que en escritura pública, “obligándose
a no fumar tabaco y no beber chicha ni vino durante dos
años”, bajo pena de perjurio y de multa de quinientos pesos.
Aconteció, sin embargo, que la suegra (otro de los temas
recurrentes en Palma) acusó al juramentado de haberse
emborrachado y que en tal estado dio muerte a su esposo,
quiero decir, al marido de la suegra. A criterio de Palma el
acusado se defendió en debida forma, arguyendo que del texto
de la escritura no resultaba que él se hubiese obligado a no
embriagarse, sino a no hacerlo con chicha o vino, y que él lo
había hecho con aguardiente. Asegura Palma que hubo hartas
declaraciones en el proceso, coincidiendo los testigos en que el
sujeto era lo que hoy llamamos ebrio habitual, pero que no
hubo bodeguero ni testigo que lo declarara como consumidor
de vino o de chicha. Termina el tradicionista informando que el
proceso por perjurio fue sobreseído por falta de pruebas. Yo
supongo, además, que el defensor pudo también haber invocado
una interpretación restrictiva de los actos jurídicos y que no se
aplica la analogía como criterio de interpretación de las
manifestaciones de voluntad. Pero hay un sabroso detalle que
no puedo omitir, para lo cual reproduzco las propias palabras
de don Ricardo: el juez “condenó a Valverde a sólo cinco años
de cárcel por [el delito de] haber descalabrado al marido de su
suegra, parentesco que de suyo constituía motivo atenuante del
homicidio”.
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La tradición de LOS DUENDES DEL CUZCO no interesa por los
chismes de que el virrey Esquilache prefería dedicar su tiempo
más a los romances poéticos, que a impartir justicia. Lo
llamativo es que, por lo que Palma refiere, el dueño del
palacete del Cuzco que hoy se conoce como Casa del Almirante
agravió a no sé qué tonsurado y que no habiendo obtenido éste
de la justicia terrenal la reparación civil a que se consideraba
con derecho, ocurrió a la divina dejando un escrito ante la
Santa Imagen exponiendo sus quejas y pretensiones.
Asombroso: a los pies del altar el día siguiente el quejoso
“recogió la querella proveída con un decreto: como se pide: se
hará justicia”. Pues bien, esa noche, gente chiquita, vulgo
duendes, apresó al almirante ofensor y le colgaron de la horca.
No encontrados los culpables y llegada la ocurrencia a
conocimiento del Virrey Poeta, éste se expresó en los
siguientes términos, que reflejan su magro parecer de los
hombres de ley: “Mejor andaría el mundo si en casos dados,
no fuesen leguleyos trapisondistas y demás cuervos, sino
duendes, los que administran justicia”.
CIENTO POR UNO es una tradición de lo más simpática y que la
recuerdo porque sé que ustedes son gente seria que no seguirá
los pasos de aquél cuyo comportamiento resumo acto seguido.
Versa la historia sobre el acuerdo societario celebrado con una
modalidad que se asemeja a las que hoy llamamos sociedad en
comandita y asociación en participación. Dejo para los que
saben de Derecho Mercantil y Societario discernir la naturaleza
intrínseca de la sociedad del relato. Sólo quiero apuntar que lo
extraordinario es que uno de los socios fue la Virgen de
Copacabana, ante cuya efigie el otro pretendido socio,
necesitado de medios, recurrió en oración diciendo: “Madre
mía (...). Te pido que me prestes lo que por hoy no te hace
falta. Celebremos una compañía mercantil, que yo te juro
pagarte ciento por uno. Tú serás el socio capitalista y yo el
industrial. Ampárame, Señora, en mi desventura”. Y sin
esperar respuesta ni permiso de la dueña —olvidando o
ignorando que en Derecho el silencio no constituye
manifestación de voluntad, salvo que la ley o el convenio así lo
17
dispongan—, salió del templo llevándose joyas y otros adornos
de la Imagen. Vendidos estos y aquellas obtuvo un capital con
el cual prosperó, y Palma dice que al cabo de un año liquidó la
sociedad entregando un gigantesco candelabro de plata,
equivalente al ciento por uno que le correspondía a la Virgen.
De la tradición DE CÓMO SE CASABAN LOS OIDORES , que
ustedes saben que eran los magistrados de la Audiencia, que
hoy diremos vocales de Corte, no llaman nuestra atención las
referencias a la institución jurídica de la dote (suprimida en
nuestro ordenamiento positivo desde 1984), sino que Palma
refiere que Felipe II prohibió a los oidores contraer matrimonio
con lugareñas de las localidades bajo su jurisdicción, por temor
a que, por influencias femeniles, no tuvieran los magistrados la
independencia y rectitud necesarias. Consuélense los jueces de
hoy, que pueden matrimoniarse con quienes les plazca,
prescindiendo de donde vivan. Digo yo, una de dos: o la ley
actual candorosamente presume que los varones de ahora
somos inmunes a los influjos de nuestras respectivas, o supone
que las que visten faldas ya no tienen el poder de antaño.
Y ya que estamos con influencias, si el Presidente me lo
permite contaré una anécdota personal, de la que desde ahora
hago donación a un futuro emulador de Palma por si quiere
confeccionar con ella una historieta. Hace unos años estaba yo
de Vocal Superior suplente y me correspondió preparar la
ponencia de un divorcio algo escabroso. La demandante se
enteró de que yo era el ponente y en las escaleras de Palacio de
Justicia se me acercó para exponerme su caso. Yo, caballero
cortés, la escuché con la debida atención y al terminar su
alegato me entregó una tarjetita diciéndome: “Doctor, aquí le
dejo el número del expediente y con la dirección y teléfono de
mi casa, por si lo necesita. Y fíjese en que todavía soy joven y
guapa.” Me quedé estupefacto; pero no sólo por el descarado
ofrecimiento, sino porque la generosa opinión que la mujer
tenía de sí misma visiblemente distaba mucho de coincidir con
la realidad, pues no era ni guapa ni tan joven.
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AL HOMBRE POR LA PALABRA es tradición que refiere un
convenio de esponsales. Antes de reseñarla quiero hacer una
brevísima digresión jurídico-lingüística. Los esponsales no
son, según una extendida creencia, los actos de celebración de
casamiento. No, la palabra es sustantivo masculino que
siempre ha de emplearse en plural y denota el recíproco
compromiso de contraer nupcias. Esponsales deriva
etimológicamente del latín sponsalis, y éste de spondes,
prometer.
Los esponsales, pues, son la promesa de
matrimonio. Y esposos son los prometidos; los novios son los
recién casados. Concluyo el paréntesis y retorno a la tradición.
La controversia era si hubo o no esponsales cuando el
personaje del cuento, algo subido de copas, declaró que “Juro
y rejuro que otra no será mi mujer, sino doña Ana de Aguilar”.
La susodicha no se hizo de rogar y agrega Palma que el
promitente “tomó quieta y pacífica posesión” de la damisela
incluso antes de acercarse al altar. Pero como pasaban los
meses y ponía remilgos de comparecer ante el cura para que
celebrara el casamiento, la esponsada (si se me permite la
expresión) demandó en forma al remolón para que cumpliera su
juramento. Hoy no podría hacerlo, pues el Código Civil
dispone en su artículo 239 que la promesa de matrimonio no
produce obligación (acaso debiera decir “deber”) de
contraerlo. 24 Y vuelvo al punto: la demandante perdió el pleito
y no sé si también el juicio. Pero no por razón legal alguna
como la que establece el numeral que acabo de mencionar, sino
por el puro y simple motivo de que el juramento fue que “otra
no será mi mujer, sino doña Ana de Aguilar” y que, en efecto,
ninguna otra lo había sido. Valga lo dicho como moraleja para
las interesadas, y que consulten a buen abogado sobre el valor
legal de las promesas de sus pretendientes.
LA HONRADEZ DE UN ÁNIMA BENDITA tiene relación con la
responsabilidad sucesoria por los pasivos del difunto. El caso
es que el muerto se acordó en la otra vida de haberle ganado
24
También excluía este efecto el Código Civil de 1936, en su artículo 77, pero sí
lo establecía el inciso 1° del artículo 126 del Código de 1852.
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tramposamente doscientos pesos a un amigo. Tales eran sus
escrúpulos de deudor que diósele por aparecer en casa de su
acreedor, el cual, con justificado temor por las apariciones, dio
noticia de ello a una monja milagrera. La monja invocó el
alma del difunto, recriminándola que le contara qué razones la
traían por estas tierras. Confesado por el alma bendita su
pecado, la monjita compareció donde la viuda, conminándola a
pagar la deuda del muerto. Palma agrega que la viuda no hizo
el pago de buen grado, pero no por el monto pendiente, sino
porque no tenía la conciencia muy sobre la perpendicular,
prefiriendo abrir el bolso que tener dimes y diretes con el alma
del difunto. Conjeturo que en los tiempos que corren, cuando
los herederos pueden limitar su responsabilidad por los pasivos
del causante, muchos acreedores desearían tener trato directo
con las almas de sus deudores, a ver si se dan un paseíllo y se
avienen a convencer a sus sucesores para que paguen las
deudas que sus causantes dejaron en vida.
De la famosísima quiebra de Johan de la Coba o Juan de la
Cueva, cuya calle del mismo nombre corresponde a lo que hoy
es Avda. Abancay, entre los jirones Ancash y Junín, nada hay
que nos atraiga en lo que Palma relata.
En cambio, como dato curioso, sí interesa citar que en la
tradición UNA VIDA POR UNA HONRA , Palma asegura que fue en
1641 cuando se introdujo el papel sellado, que fue de
obligatorio uso en procesos judiciales y administrativos hasta
finales de 1985. Casi anteayer.
No puedo resistirme a dedicar un poco más de tiempo a la
tradición de UN PROCESO CONTRA D IOS , que resumo muy
apretadamente. Un tal don Pedro Campos dio muerte a un
prestamista usurero, sin que la justicia pudiera identificar al
autor del crimen. Pasaron los años y don Pedro, ya dueño de
fortuna de consideración, dispuso de toda ella en un primer
testamento a favor del colegio de cierta orden religiosa, cuyo
nombre supongo y que me callo porque tengo en ella buenos
amigos. Pero poco después revocó el testamento y lo sustituyó
20
por otro distribuyendo todo el haber entre diversos conventos y
monasterios, lo que parece que no hubo de gustarle al legatario
original. Lo cierto es que un papel anónimo delató al don
Pedro con pelos y señales como autor del homicidio,
terminando el criminal con sus huesos en la cárcel de corte. Al
comenzar la declaración, respondió sin empacho: “Negar
fuera obstinación cuando quien me acusa es Dios. Sólo a Él,
bajo secreto de confesión, he revelado mi delito. Siga usía en
representación de la justicia humana causa contra mí; pero
conste que entablo querella contra Dios”. Y asegura Palma
que encontró abogado dispuesto a la defensa, formulando
demanda contra Dios. Aunque refiere que fue abultado y
sonado, no cuenta Palma el resultado del proceso, que afirma
fue remitido a España. Sería interesantísimo saber qué
argumentos terrenales invocó nuestro colega de entonces para
enjuiciar a Dios. Pero más me gustaría conocer las razones del
juez para avocarse al conocimiento de la demanda. Hombre
templado de carácter había que ser para admitirla a trámite.
Aunque, pensándolo bien, me parece que más valeroso y con
agallas tuvo que ser quien se avino a notificar el auto admisorio
al Padre Celestial.
Causa divertida es una de las relatadas en la tradición llamada
ALGO DE CRÓNICA JUDICIAL. Una de las crónicas nada interesa.
La otra sí, con su pizquita de picante. Y las y los oyentes
tendrán que excusar el vocabulario, que conste que no es mío,
sino del pleito que Palma trae a cuento. El caso es que entre el
Alcalde de Corte y un ciudadano se suscitó una discusión cuyo
contenido no importa; pero al calor de los ánimos fueron
subiendo el tono de las palabras y el grado de los epítetos. No
cualquier improperio, desde luego, ya que el proceso versa
nada menos (tápense los oídos) sobre si el uno le dijo al otro
“cornudo” o si le dijo “cabrón”. Grave tenía que ser la
diferencia para el ofendido y algo debía barruntar de las
aficiones de su conjunta, pues tanta trascendencia le daba a si
era una palabra o si era la otra. Desgraciadamente la tradición
no refiere cómo terminó el proceso. Lo que sí informa es el
motivo invocado por uno de los abogados para tachar a uno de
21
los testigos, a quien objetó “por ser hermafrodita y no guardar
sexo como está probado, andando unas veces vestido de
hombre y otras de mujer”. Tampoco cuenta el tradicionista lo
resuelto por el Juez respecto de la tacha. Pero aprovecho para
dejar constancia —ya que tanto se nos criticó a quienes
hicimos el actual Código Procesal Civil, aunque yo, justo es
decirlo, hice muy poco, lo que no significa que escurra el bulto
por la responsabilidad que me toca—; quiero dejar constancia,
digo, que en esta materia tuvimos mente abierta y tolerancia,
porque no reprodujimos el inciso 6° del artículo 450 del
Código de Procedimientos Civiles, que prohibía declarar como
testigos a “Las personas indignas de fe, por razón de malas
costumbres notorias o de vagancia”. Dejo a cada cual pensar
como desee, porque las preferencias sexuales y de vestimenta
masculina o femenina, de los testigos o de quien sea, hoy no se
consideran males costumbres. Y la vagancia es tan abundante
que ...; mejor cambio de tema.
Cambio de tema para recontar la historia de DON D IMAS DE LA
TIJERETA , ese escribano de la Audiencia a quien Palma le
atribuía tener el alma llena de zurcidos y remiendos, y con más
arrugas y dobleces que abanico de coqueta. Voy al grano del
relato. Don Dimas rondaba a una limeñita que nulo caso hacía a
sus cortejos. Tales eran las porfías de Tijereta y las negativas
de la limeña, que un día, cansado aquél, exclamó: ¡Venga un
diablo cualquiera y llévese mi almilla a cambio del amor de
esta caprichosa”. Satanás, que no se hace de rogar en
dispensar su ayuda en trances de amor desesperado, concurrió
al llamamiento y aceptó lo que hoy sería una promesa
unilateral, regulada en el artículo 1956 del Código Civil. Y
exigiendo un reconocimiento en forma de la obligación, obtuvo
del amante un documento en toda regla que a la letra decía:
“Conste que yo, don Dimas de la Tijereta, cedo mi almilla al
rey de los abismos a cambio del amor y posesión de una
mujer”. Y en Otrosí Digo, que antes se decía Item Más,
obligóse don Dimas a satisfacer la prestación en el término de
tres años. ¡Menudo trato!. Les hago ahorro de los amores del
trienio y voy a la conclusión, perfectamente jurídica. Venció el
22
plazo y Lucifer envió desde los infiernos a su emisario con el
encargo de exigir la entrega del alma de don Dimas. Mas éste
replicó que el compromiso había sido de su almilla; que su
alma no admitía diminutivo ni que la apearan de categoría. Con
diccionario en mano demostró que almilla es jubón, antigua
prenda de vestir. Yo leí esta tradición siendo muchacho. Desde
entonces —y porque además gozo del privilegio de tener padre,
tío y abuelo académicos de la lengua—, he profesado el
cuidado del idioma, no fuera a ser que a algún cliente le
quisieran pagar con una almilla deuda de más sustancia.
La tradición MUERTA EN VIDA importa por una disposición
testamentaria. Un suicida testó dejando su alma al diablo si
conseguía dar muerte a su mujer y a un fraile de quien ésta era
barragana. Y aquí hago un inciso, para recordar que las
cuestiones de los clérigos no le eran ajenas al derecho común;
hasta 1936 nuestro ordenamiento civil les dedicó todo un Título
en el Libro de Personas. 25 Tanta era desde antiguo la
preocupación por las costumbres privadas de los clérigos, que
la Ley XLIII (43) del Título VI de la Primera Partida, trata, y
lo leo textualmente: “Que los clérigos non deuen tener
barraganas, e que pena merece si lo fizieren”. La Santa Madre
Iglesia me exculpará, pues no me impulsa pecado alguno, si me
limito a reproducir la tolerante disposición del Rey Sabio, no
sin modernizar un poco el idioma: para el clérigo al que
hallaren que la tiene conocidamente como está dicho, y que en
tal pecado viviere, débesele amonestar para que se aparte de
ella, aunque le duela, y si no quiere enmendar débesele dar un
cierto tiempo para que lo haga, e si en aqueste tiempo ella no
quisiera partir débenselo imponer para siempre, e la mujer que
desta manera viviera con el clérigo debe ser encerrada en un
monasterio que haga penitencia por toda su vida. Hecho el
inciso, vuelvo a la tradición. El caso es que el diablo aceptó el
legado y satisfizo la petición, porque pocos días después del
suicido del testador aparecieron muerta la adúltera y su
compañero. Dejo de lado comentar si se trataba de condición o
25
Libro Primero, Sección Segunda, Título Cuarto, artículos 83 a 94.
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de cargo, pero sí quiero advertir para los que no lo saben que
nuestra ley actual no permite las condiciones ilícitas como son
las contrarias a las buenas costumbres, y fea costumbre es eso
de legar el alma al diablo. Pero opino que sí permite los
legados en provecho del alma, que el artículo 763 del Código
Civil llama legado con fines religiosos.
A otros casos de legados a favor del alma, concretamente para
misas, aluden las tradiciones P OR UNA MISA y NADIE SE MUERE
HASTA QUE NO QUIERE . El autor del legado al que alude la
primera tradición tendría pocos pecados o escaso
remordimiento, porque dejó para misas sólo durante un año. El
de la segunda tradición encomendó misas por veinticinco años;
mucho peso tendría en su conciencia.
Hablando de legados, también está el que se menciona en LA
PENSIÓN DEL PERRO . El testador dejó su patrimonio al cabildo
eclesiástico de la catedral de Trujillo, exigiéndole la
manutención del can que sobrevivió al difunto. Se dirá que no
puede haber otro sucesor que persona física o jurídica. Pero yo
defendería al animalito, afirmando, primero, que cuando el
artículo 766 del Código Civil alude al legado de alimentos, no
impide alimentar a las mascotas. Y subsidiariamente alegaría
que la disposición testamentaria para el cabildo contiene un
cargo como modalidad lícita de los actos jurídicos, y que el
albacea está en el deber de cumplir los encargos especiales del
testador que no sean contrarios al orden público y a las buenas
costumbres.
Del proceso sobre EL DIVORCIO DE LA CONDESITA no hay
mucho que contar, salvo las razones invocadas por ella y por
él. Ella demandaba a su cónyuge debido a que “ocupando el
mismo lecho (...), le volvía las espaldas”. Él reconvino
manifestando que si bien su mujer rengueaba ligeramente antes
de casarse, después del matrimonio dejó de lado el disimulo y
cojeaba de manera horripilante, y que, además, no podía hacer
vida en común con mujer que “chupa cigarro de Cartagena de
Indias”. Como de costumbre, Palma no refiere nada de la
24
sentencia. Si el caso fuera hoy, yo no aceptaría ser abogado de
ninguna de las partes. No aceptaría serlo de ella, porque aunque
me pareciera muy mal que su consorte le volviera las espaldas,
eso no sería causa de divorcio imputable a él, sino déficit de
coquetería atribuible a ella. Y no aceptaría serlo de él, porque
el Dr. Héctor Cornejo Chávez me enseñó que el acto jurídico
de matrimonio no es anulable por error en las cualidades de la
otra parte. Si la ley lo permitiera, decía Cornejo con profusión
de ejemplos de lo más divertidos, faltarían tribunales.
Las concesiones para obras públicas, hoy tan en boga, tampoco
fueron ajenas a la pluma del tradicionista. En E L PUENTE DE
HUAURA relata el otorgamiento de una concesión para construir
un puente sobre el río del mismo nombre, con derecho a cobrar
por persona y por acémila.
La tradición de U N CUOCIENTE INVEROSÍMIL tiene su miga por
dos disposiciones testamentarias. Lo primero que dispuso el
testador fue reconocer no estar casado, pero declarando que
como si lo estuviera, por haber adquirido a su mujer,
escúchenlo, por prescripción posesoria de cuarenta años. El
Derecho progresa, abreviando los plazos: adviértase que el
numeral 326 del Código Civil alude a posesión constante de
estado de convivencia por lo menos durante dos años. Su
segunda disposición fue reconocerse deudor de un peso a favor
de los santos cuyas imágenes se lucían en la iglesia de la que
era sacristán, a las que, para comprar aguardiente, había birlado
las limosnas. ¡Deudor honesto, el sacristán!
UNA SENTENCIA PRIMOROSA es tradición que relata una
sentencia (en realidad, dos autos) que de primorosa, como
sinónimo de fina o delicada, tuvo poco. Un tal Landázuri
reclamó ante el Juzgado alegando “la mala vecindad que le
daba una parejita de recién casados que solía asomarse a la
ventana pico a pico, como paloma con palomo, despertando así
el apetito” y pecaminosas ideas del querellante, por lo que éste
exigía del juzgado que ordenase al novel matrimonio cambiar
de domicilio, o abstenerse de hacer ostentación de sus dulzuras.
25
Llegado el escrito el Juzgado, llamó Su Señoría al escribano:
escriba usted —le dijo— con letra grande y clara; ponga la
fecha y el siguiente proveído: “Váyase el recurrente a ...”. Y
ustedes ya se imaginarán el sitio. Como el demandante no
encontró placentero el lugar de destino, sintiéndose agraviado
en sus derechos recurrió a la Audiencia. En esta ocasión la
Audiencia oyó bien y no hubo discordia en su veredicto:
confirmaron con costas. Allí, y, además, con costas. Me parece
muy bien. Los jueces, que han sido nombrados para dirimir
razones, a veces escuchan tantas sinrazones y sandeces que
estoy seguro que con frecuencia se refrenan para no resolver
como los magistrados de la tradición.
*****
En homenaje al preciado tiempo de ustedes, con lo dicho, que
ya es largo, debiera concluir. Pero no puedo hacerlo, señor
Presidente, sin un ruego final. Al empezar había solicitado una
indulgencia. Ahora pido que se me conceda otra, que se
justifica en que este discurso haya estado —lo digo haciendo
mías las palabras de Cervantes— “desnudo de aquel precioso
ornamento de elegancia y de erudición de que suelen andar
vestidas las obras que se componen en las casas de los
hombres que saben”.
A ustedes, Señores Académicos, que son hombres que saben,
gracias por acogerme con indulgencia. Y a todos ustedes,
colegas y amigos, por acompañarme en esta ocasión,
GRACIAS.
Lima, 18 de abril del 2002
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