Palabras del Ing. Horacio C. Reggini en el acto de homenaje al Ing. Raúl Palma con motivo de cumplirse seis meses de su fallecimiento. Colegio Nacional de Buenos Aires, 9 de agosto de 2004. De las muchas coincidencias que tuvimos con Raúl Palma, quiero contarles unas pocas. Los dos nos habíamos recibido de ingenieros y compartíamos la convicción de que ser ingeniero significa saber lo necesario de ingeniería, pero también lo suficiente de todo lo demás como para poder participar armoniosamente -o sea sin desentonar- en la gran conversación de la existencia. Los dos amábamos los libros, éramos lectores asiduos y nos gustaba estudiar y aprender. A los dos nos inspiraba singular respeto la gente seria, y mucha risa la frivolidad y engreimiento de almidonados personajes protagónicos, que no pasan de pura cáscara (mucho ruido y pocas nueces). Admirábamos ambos a Ortega y Gasset y nos estimulaba y divertía citarlo oportunamente. Sin embargo, por encima de este amplio horizonte de coincidencias, hay una que se destaca sin par, como el Aconcagua de las cumbres aledañas: me refiero a la pasión en los dos por la figura de Domingo Faustino Sarmiento. Recordar y hablar de Sarmiento significaba un paseo por el Olimpo para Palma o por el paraíso de Dante; acaso una inmersión en la música de Mozart o en la quinta sinfonía de Mahler. Lo cierto es que contadas fueron las veces en que no lo mencionó en sus audiciones; asimismo solía leernos párrafos del Facundo. La personalidad desbordante del autor de Recuerdos de Provincia o La Campaña del Ejército Grande o Argirópolis entre otros títulos que confirman su lugar de primer escritor argentino, sus dotes de gran estadista, de educador, de impulsor -antes que nadie en el país- de una ética de la acción, conmovieron a Palma hasta el punto de inducirlo en ocasiones a una exaltación sarmientina desmesurada. Tengamos presente sin embargo, y a propósito, la observación de Ortega y Gasset en El hombre a la defensiva: "Todo concepto es por su naturaleza una exageración y, en este sentido, una falsificación. Al pensar, a menudo dislocamos lo real, lo extremamos y exorbitamos. Pero esta violencia nos permite inyectarle más luz y tornarlo más comprensible". Por mi parte, me permito el siguiente aporte: cuando Don Quijote, a caballo de Rocinante arremetía lanza en riestre contra los molinos de viento, creyendo ver en las aspas altos brazos de enemigos gigantes o, aun durante el sueño, presa de la misma obsesión deshacía odres de vino con la espada, está claro que distorsionaba la realidad en nombre de su idealismo de caballero de la Mancha. También está claro que de no haber 1 cultivado a ese extremo la imaginación se hubiera quedado en bachiller o cortesano -y, a su vez, Sancho no habría pasado de mozo de mulas-. Tampoco hubiera logrado el hidalgo morir cuerdo y con la conciencia tranquila en los huesos de Alonso Quijano. Esta figura paradigmática de quien en su juicio deliró y en su delirio fue justo es la que refleja, de alguna manera, la memoria de Raúl Palma: él nunca quiso ser cortesano y por eso precisamente se afinca en nuestro corazón sin desleírse. Para equilibrar los platillos, es decir, para no entrar en una competencia desleal con el propio Palma terminaré leyendo unas líneas del pensador alemán Walter Benjamin, que extraje de su sencillo y al mismo tiempo profundo librito Calle de dirección única: ...A media asta "Cuando muere un ser muy próximo a nosotros, nos parece advertir en las transformaciones de los meses subsiguientes algo que, por mucho que hubiéramos deseado compartir con él, sólo podía haber cristalizado estando él ausente. Y al final lo saludamos en un idioma que él ya no entiende" 2