Facticidad y Validez..

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Fundamentos Socioeconómicos
Unidad 3
Tema 7 Validez formal y material del Derecho
Epílogo a la cuarta edición. Pág. (645 – 648)
El derecho moderno viene formado por un sistema de normas coercitivas, positivas y –
ésta es al menos su pretensión – garantizadoras de la libertad. Las propiedades formales
que representan la coerción y la positividad se unen con la pretensión de legitimidad: la
circunstancia de que las normas provistas de amenazas de sanción estatal provengan de
las resoluciones cambiables de un legislador político, queda vinculada con la
expectativa de que garanticen la autonomía a todas las personas jurídicas por igual. Esta
expectativa de legitimidad se entrelaza con la facilidad de la producción legislativa y
con la facticidad de la imposición del derecho. Y esto se refleja a su vez en el
ambivalente modo de validez del derecho. Pues el derecho moderno se vuelve a sus
destinatarios ofreciendo una doble cara: les deja libre opción, o bien de considerar las
normas jurídicas sólo como mandato en el sentido de restricciones fácticas de su propio
espacio de acción y de abordar en términos estratégicos las consecuencias calculables
de las transgresiones posibles de las normas, o bien de considerar esas mismas normas
en actitud realizativa como preceptos dotados de validez y obedecerlas << por respecto
a la ley>>. La validez de una norma jurídica se da cuando el Estado garantiza a la vez
las dos cosas siguientes: se cuida, por un lado, de que por término medio, y en caso
necesario recurriendo a sanciones, la norma sea obedecida, y garantiza, por otro lado,
las condiciones institucionales para que la norma se produzca en términos de
legitimidad, de suerte que en todo momento pueda ser también obedecida por respeto a
la ley.
Pues bien, ¿en qué se funda la legitimidad de la regla que el legislador político puede
cambiar en todo momento? Esta pregunta se agudiza sobre todo en las sociedades
pluralistas, en las que las imágenes inclusivas del mundo y las éticas colectivamente
vinculantes se han venido abajo y en las que el tipo de moral postradicional que resta,
basada solamente en la conciencia individual, ya no ofrece fundamento suficiente para
aquel << derecho natural>> que antaño quedaba fundamentado en términos religiosos o
metafísicos. Manifiestamente, la única fuente metafísica de legitimidad la construye el
procedimiento democrático de producción del derecho. Pero, ¿qué es lo que confiere a
este procedimiento su fuerza legitimadora? A ello la teoría del discurso da una respuesta
bien simple, que a primera vista resulta bien improbable: en el procedimiento
democrático posibilita el libre flotar de temas y contribuciones, de informaciones y
razones, asegura a la formación política de la voluntad su carácter discursivo fundado
con ello la sospecha falibilista de que los resultados obtenidos conforme al
procedimiento sean más o menos racionales. A favor de este planteamiento articulado
en términos de la teoría del discurso hablan prima facie las dos consideraciones
siguientes.
Primera: consideradas las cosas desde una perspectiva de teoría de la sociedad,
en el derecho cumple funciones sociointegradoras; junto con el sistema político
articulado en términos de Estado de derecho, el derecho representa una especie de
fianza o aval que cubre funciones sociointegrativas que fracasen en otros sitios. El
derecho funciona como una correa de transmisión a través de la cual estructuras de
reconocimiento recíproco entre próximos que nos resultan conocidas por los contextos
de acción comunicativa se transfieren de forma abstracta, pero vinculante, a
interacciones entre extraños, que se han vuelto anónimas y que vienen mediadas
sistemáticamente. Ciertamente, la solidaridad, que, junto con el dinero y el poder
administrativo, es la tercera fuente de integración social, sólo surge del derecho por vía
indirecta: junto con la estabilización de expectativas de comportamiento el derecho
asegura a la vez las relaciones simétricas de reconocimiento recíproco entre portadores
abstractos de derechos sujetivos. Por estas semejanzas estructurales entre derecho y
acción comunicativa se explica por qué los discursos, es decir, las formas de una acción
comunicativa que se ha vuelto reflexiva, desempeñan un papel constitutivo en la
producción (y aplicación) de las normas jurídicas.
Segunda: consideradas las cosas desde una perspectiva de teoría del derecho, los
órdenes jurídicos modernos sólo pueden obtener ya su legitimación de la idea de
autodeterminación: en todo momento los ciudadanos han de poder entenderse también
como autores del derecho al que están sometidos como destinatarios. Las teorías
contractualitas tratarán de entender la autonomía de los ciudadanos recurriendo a
categorías del derecho civil concientemente a contratos, es decir, en términos de arbitrio
privado de partes que cierran un contrato. Pero el problema hobbesiano de la
fundamentación de un orden social no puede explicarse satisfactoriamente a partir de
ese encuentro y concentración casuales de decisiones electivas de tipo racional con
arreglo a fines, protagonizadas por actores independientes. Por eso Kant dotó a las
partes en el <<estado de naturaleza>>, lo mismo después Rawls a las partes en la
<<posición original>>, de una capacidad genuinamente moral. Pero tras el giro
lingüístico, para esta comprensión deontológica de la moral sólo puede ofrecerse ya
una interpretación articulada en términos de teoría del discurso. Con ello el modelo del
discurso o el modelo de la deliberación vienen a sustituir al modelo del contrato: la
comunidad jurídica no se constituye por vía de un contrato social, sino sobre la base de
un acuerdo discursivamente alcanzado.
Pero la ruptura con la tradición del derecho natural racional permanece
incompleta mientras la argumentación moral siga constituyendo el modelo para el
discurso dador de Constitución. Pues entonces, lo mismo ocurre en Kant, la autonomía
de los ciudadanos viene a coincidir con la voluntad libre de las personas morales, con lo
cual, lo mismo que antes, es la moral o el derecho natural quienes constituyen el núcleo
del derecho positivo. En ello subyace todavía la imagen que el derecho natural nos
suministra de una jerarquía de órdenes normativos de distinto rango: el derecho positivo
permanece subordinado al derecho moral y recibe del derecho moral su orientación. En
realidad, la relación entre moral y derecho es mucho más complicada.
La argumentación desarrollada en este libro trata en lo esencial de demostrar que
entre el Estado de derecho y la democracia no solamente se da una relación histórica –
contingente, sino una conexión interna y conceptual. Ésta, como he mostrado en el
último capítulo, se hace valer también en aquella dialéctica entre igualdad jurídica e
igualdad fáctica que frente a la comprensión liberal del derecho hizo saltar primero a la
palestra al paradigma del derecho ligado al Estado democrático de derecho. El proceso
democrático es el que soporta en el modelo que exponemos toda la carga de la
legitimación. Tiene que asegurar simultáneamente la autonomía privada y la autonomía
pública de los sujetos jurídicos; pues los derechos sujetivos – privados ni siquiera
pueden formularse de forma adecuada, ni mucho menos imponerse políticamente, si
antes no se han aclarado en discusiones públicas los aspectos que en cada caso resulten
relevantes para el tratamiento igual o desigual de casos típicos y no se movilizado poder
comunicativo para que se tenga en cuenta la nueva interpretación que hacen de sus
necesidades. La comprensión procedimentalista del derecho insiste, pues, en que los
presupuestos comunicativos y las condiciones procedimentales de la formación
democrática de la opinión y la voluntad constituyen la única fuente de legitimación. Ello
es incompatible tanto con la idea platónica de que es de un derecho superior de donde el
derecho positivo puede tener su legitimidad, como con la negación empirista de toda
legitimidad que valla más allá de la contingencia de las decisiones del legislador. Por
tanto, para mostrar la interna conexión entre Estado de derecho y democracia tenemos
que aclarar por qué no cabe subordinar sin más el derecho positivo a la moral, cómo la
soberanía popular de los derechos del hombre se presuponen mutuamente y que el
principio democrático tiene su raíz propia como independiente del principio moral.
HABERMAS, Jürgen (1998) “Facticidad y Validez” 4ta edición, Editorial Trotta,
Madrid.
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