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ESTUDIO SOBRE CRISTOLOGÍA
ESTUDIO 2
EL CRISTO ETERNO
Por PEDRO PUIGVERT
Introducción
En nuestro artículo anterior dijimos que enfocaríamos la Cristología siguiendo el modelo
neotestamentario, que a su vez coincide en el tema presente con la Cristología del Logos, con
la orientación descendente-ascendente o de arriba-abajo y con la confesión de fe de
Calcedonia. Dicho enfoque tiene fundamentalmente su base bíblica en Fil.2:5-11 y Jn.1:1.
Ambos textos dicen así en una versión libre del autor del artículo:
Pensad entre vosotros lo que también hubo en Cristo Jesús. Quien existiendo en la forma (o
teniendo la naturaleza) de Dios, no consideró como rapiña (o usurpación) el ser igual a Dios,
sino que se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo, siendo hecho a semejanza de los
hombres. Y hallado en su porte exterior como hombre se humilló a sí mismo siendo obediente
hasta la muerte y muerte de cruz.
Por lo tanto, también Dios le exaltó sobre todo y le otorgó el nombre que está sobre todo
nombre, para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble, de los seres celestiales, de los
terrenales y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de
Dios Padre.
En el principio existía el Logos (Verbo o Palabra) y el Verbo estaba con Dios, y Dios era el
Verbo.
1. La preexistencia de Cristo
Además de los textos citados en los que explícitamente se refieren a su existencia eterna y,
por tanto, no dejan lugar a dudas sobre el origen de la segunda persona de la Trinidad, como
decíamos en un artículo anterior, “tanto Pablo como Juan, usan el único verbo posible para
expresar que Cristo no tuvo principio en tanto que Hijo de Dios, que ha existido siempre y
existe eternamente con Dios” (1), debemos examinar otros textos que amplían y confirman
nuestra percepción de su eternidad.
1.1. Antes que Abraham fuese, yo soy (Jn.8:58). Estas palabras corresponden al mismo Señor
Jesucristo en una clara referencia a su existencia continuada desde, por lo menos, antes de
Abraham, que no indicaría preexistencia sino existencia anterior a este patriarca. Pero hay que
notar el presente usado por el Señor al decir “yo soy” cuando la frase para estar formulada de
manera correcta gramaticalmente debería decir “yo era”. De ahí que la interpretación simple
que hemos hecho no tiene ningún sentido porque “antes que Abraham llegara a ser”, es decir,
a pertenecer a todo lo creado, Cristo “yo soy” o ser absoluto y eterno, solamente se puede
decir de Dios. Empleó el nombre sagrado de Dios, tal como éste lo había revelado a Moisés en
Ex.3:14. El hecho de que los judíos tomaran piedras para arrojarlas a Jesús, denota que
habían entendido muy bien lo que quiso decirles con estas palabras, porque para los judíos un
hombre que se equiparara a Dios debía ser apedreado.
Quienes no parecen haberlo entendido son algunos teólogos contemporáneos y los sectarios
como los rusellistas. Dice Godet: “En presencia de esta respuesta, no quedaba a los judíos sino
adorar… o apedrear” (2). Pero, ¿Jesús y Yahvéh son lo mismo? No es esta la pretensión del
texto, pues el empleo del presente del verbo ser “yo soy” que equivale a YHVH no implica
identidad de personas, sino de naturaleza divina. Es el título que le pertenece por ser Dios y,
por tanto, manifiesta que ya existía antes de nacer en Belén, antes que Abraham, y que es
Dios poseyendo los atributos divinos de eternidad e infinitud.
1.2. Su plena deidad (Col.2:9). En conformidad con el transfondo de la carta a los Colosenses,
en que Pablo tiene en mente al gnosticismo que consideraba a la materia mala y como
consecuencia veía imposible que Dios tomase el cuerpo de carne, este versículo muestra que la
Deidad se ha manifestado corporalmente (somatikós) en radical oposición con aquella idea. Al
mismo tiempo provee un argumento cristológico de gran envergadura, por cuanto “la plenitud
de la Deidad” incluye su naturaleza y atributos, los cuales se hallan de manera permanente en
Cristo, como por ejemplo, su eternidad y de ahí su preexistencia.
1.3. Antes que el mundo fuese (Jn.17:5). En el ámbito de relación de las personas divinas, el
Hijo poseía la misma gloria que el Padre, compartía completamente las perfecciones divinas
del cielo desde antes de la creación del mundo y Jesús pide al Padre en esta oración la
retribución por haber realizado la obra que le había sido encomendada en el consejo eterno,
recobrando la gloria que tenía junto al Padre, solamente que ahora la tendría como DiosHombre. La frase “antes que el mundo fuese” tiene el mismo sentido que la que encontramos
en Efe.1:4 “antes de la fundación del mundo”. Ambas nos muestran que el hecho de sacar al
mundo a la existencia es un acto creador de Dios que no había estado precedido por ningún
otro. Lo que era antes de la creación del mundo por fuerza es eterno. Esta existencia de Cristo
antes de la creación o preexistencia “es un argumento poderoso a favor de su eternidad; y si
la posesión de una existencia sin principio, no es una prueba de divinidad, entonces para nada
hay ninguna prueba” (3).
1.4. Resplandor de su gloria e imagen de su sustancia (He.1:3). Los términos resplandor e
imagen expresan en un mismo versículo la identidad de naturaleza o sustancia entre el Padre y
el Hijo. El mismo ser de Dios se proyecta como potente luz en Cristo sobre el mundo. En él nos
llegan los rayos de la gloria de Dios, el resplandor de sus perfecciones. Pero Cristo no es una
emanación de Dios, sino la imagen de aquel que él revela. La imagen (jaracter) “designa los
rasgos esenciales moldeados según un modelo. En el N. T. la palabra aparece una sola vez
(He.1:3), (y se refiere a) aquel en que Dios ha impreso o estampado su ser” (4). Es el sello o
huella misma de Dios en su esencia y Cristo la posee desde la eternidad. De la manera que la
marca de un sello reproduce en los mínimos detalles al sello mismo, así Cristo lleva los rasgos
de la naturaleza del Padre. “Como la moneda se asemeja a la matriz del cuño con que ha sido
acuñada” (Calvino).
1.5. Verbo eterno (Jn.1:1). Como ya hemos señalado en la introducción, es uno de los textos
más evidentes que prueban la preexistencia eterna de Cristo, pero por eso mismo hemos
reservado un espacio para tratarlo con profundidad más adelante en lugar de hacerlo aquí.
Alguna obra antigua de teología aporta como evidencia de la eternidad el texto siguiente: Pero
tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será
Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad”
(Mi.5:2). Nosotros nos limitamos a citarlo porque no está muy claro que ésta sea la traducción
más correcta. En la actualidad, las versiones de la Biblia se inclinan por traducirlo así: “que
desciende de una antigua familia” o “su origen se remonta a los tiempos pasados, a los días
antiguos”. De ahí que, honestamente, no podamos aducirlo como prueba de la eternidad de
Cristo. Gleason L. Archer Jr., un teólogo nada sospechoso de modernismo, en su comentario al
libro de Miqueas dice refiriéndose a la frase “desde los días de la eternidad”, lo siguiente: “esta
frase yeme olam significa literalmente ‘los días de la antigüedad’, y en todas partes es usada
para designar el principio de la historia humana (Dt.32:7 s.) o de los días de Moisés y Josué
(Is.63:9), o aun el tiempo de David (Am.9:11)” (5).
2. La divinidad de Cristo
Los textos que hemos examinado denotan claramente su divinidad ya que un ser preexistente
y eterno tiene que ser, forzosamente, Dios. Además, explícitamente, a Jesucristo se le
denomina Dios, Hijo Dios y Señor, tres títulos relativos a su divinidad. Los dos primeros los
examinaremos aparte en este artículo y el tercero lo haremos en relación a su obra redentora
y a su exaltación ejerciendo el oficio de rey.
2.1. Se le ofrece culto como Dios. Las Sagradas Escrituras muestran con toda claridad que el
culto solamente se puede ofrecer a Dios. Cuando Jesús rechazó la tercera tentación de
Satanás, le citó las palabras de Dt.6:13, diciéndole: al Señor tu Dios adorarás, y a él solo
servirás” (Mt.4:10 y pp.). En la conversación con la samaritana dejó sentado que “los
verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, Dios es espíritu; y los que
le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Jn.4:23-24). Juan, se postró para
adorar a los pies del ángel que le mostraba la nueva Jerusalén, pero éste lo evitó con estas
palabras: “no lo hagas, adora a Dios” (Ap.22:8-9). Sin embargo, los discípulos adoraron a
Jesús antes y después de su resurrección (Mt.14:33, Lc.24:52, Jn.20:29). ¿Cómo sería esto
posible si Jesucristo no fuera realmente Dios? Todavía podemos ir más lejos en nuestra
consideración y pensar que sería un sacrilegio tributarle adoración en el supuesto de que fuera
un simple hombre. Pero Cristo recibe la adoración tanto de los discípulos como de los ángeles
(He.1:6) y finalmente toda rodilla de los seres del universo se doblará ante el Señor y
confesará su soberanía para gloria de Dios Padre (Fil.2:10).
2.2. Jesús tenía conciencia de su divinidad. Varios textos del N.T. precisan este extremo, a
pesar de la oposición de algunos teólogos que a lo sumo le conceden que la iba adquiriendo a
medida que transcurría el tiempo, algo parecido a aprenderse un papel que le corresponde
ejecutar. En Mt.10:37 y Lc.14:26 requiere para sí todo el amor de sus seguidores por encima
de la familia, algo que solamente puede exigirlo Dios o un sectario fanático. Como Jesús no era
esto último, sólo nos queda lo primero, su exigencia parte de su plena conciencia de ser Dios.
Donde existe mayor consenso entre los teólogos es en que Jesús tenía conciencia de su
mesianidad y su filiación divina. En cuanto a su mesianidad, tenemos las grandes predicciones
que hizo de su pasión y muerte como el Hijo del Hombre, un título que se relaciona tanto con
su humanidad porque tiene que padecer, morir y resucitar como el Siervo Sufriente de Isaías
(Mr.8:31, 9:31, 10:33, 14:21-41), como con su divinidad por cuanto éste es el ser celestial
que en Daniel viene en las nubes del cielo (Dn.7:13). Otras predicciones no son tan explícitas
pero también señalan a su conciencia mesiánica, extraña a los judíos que no concebían que el
Mesías tenía que morir sino que venía para reinar. Son aquellas en que Jesús habla del vaso o
cáliz que tiene que beber y del bautismo en que tiene que ser bautizado (Mr.10:38); las que
hacen referencia a Jonás (Mt.12:39, 16:4, Lc.11:29), a su ungimiento para la sepultura
(Mr.14:8, 16:1), a la muerte trágica que compartirían con él algunos de sus discípulos
(Mr.10:39, Lc.22:36-38). Muchas de estas cosas las comprendieron una vez pasaron (Jn.2:1922). En cuanto a su filiación divina, debemos tomar en consideración el uso que Jesús hace
del término “abba” (Padre). Mediante la expresión “vuestro Padre”, describe a Dios como Padre
que conoce las necesidades de sus hijos (Mt.6:32) y es misericordioso (Lc.6:36). Pero jamás
se incluye Jesús junto a sus discípulos al designar a Dios de esta manera. No dice “nuestro
Padre”, sino “vuestro Padre”. Solamente en una ocasión, cuando enseñó a orar a sus
discípulos, usó la expresión “Padre nuestro”, pero era para que la pronunciaran ellos (Mt.5:9,
Lc.11:2). Esto nos muestra que Jesús tenía conciencia de gozar de una relación única y
exclusiva con su Padre y de ahí que empleara las expresiones “Padre mío o mi Padre” o
simplemente “Padre” (Mt.11:25-27).
2.3. Jesucristo posee los atributos de la divinidad. Todos los atributos y cualidades propias de
Dios, así como su actividad se aplican igualmente a Jesucristo, una evidencia más de su
divinidad y una prueba de que no dejó de ser Dios al encarnarse. Aparte de su preexistencia y
eternidad, posee inmutabilidad (He.13:8), es decir, que en él no hay sombra alguna de
variación en ningún aspecto o sentido, porque “ayer, hoy y por los siglos”, abarcan el pasado,
el presente y el futuro, todos los tiempos, de eternidad a eternidad.
Entre los atributos naturales de Dios, destaca en primer lugar su omnisciencia por la
abundancia de referencias al respecto. Jesucristo tiene un conocimiento especial que
solamente es propio del Padre y del Hijo en el seno de las personas divinas (Mt.11:27). Ciertas
acciones de Jesús por conocer las cosas anticipadamente indican la posesión de este atributo
que es exclusivo de Dios, como por ejemplo cuando vio a distancia el asna con el pollino
(Mt.21:2, Mr.11:2, Lc.19:30); predijo la destrucción del templo de Jerusalén, así como su
advenimiento al fin de los tiempos (Mt.24, Mr.13, Lc.21); anunció a Pedro que le negaría
(Mt.26:34, Mr.14:30, Lc.22:34, Jn.13:38); sabía de la disposición del aposento alto preparado
para celebrar la Pascua (Mr.14:14-15); conocía el lugar donde se hallaban los peces aun
llevando la contraria a los profesionales del ramo (Lc.5:5, Jn.21:6). En varias ocasiones
comunicó a sus discípulos que tenía que morir y resucitar, lo que no tendría ningún valor como
evidencia de su divinidad, pero indicó la forma (Mt.16:21, Mr.8:31, Lc.9:22, Jn.3:14, 12:32,
18:32). Podía conocer los pensamientos de las personas, sus acciones y verlos – fuera del
tiempo y del espacio- (Jn.1:42-48, 2:24-25, 4:17-18, 39, 6:64), de manera que hasta sus
discípulos se dieron cuenta de su omnisciencia (Jn.16:30). Obviamente, su omnipresencia se
menciona poco o nada porque los textos que estamos examinando no se refieren
exclusivamente a su condición de Hijo de Dios o segunda persona de la deidad, donde su
omnisciencia está fuera de toda duda, sino a su actuación como Dios-Hombre, no habiendo
perdido ninguno de sus atributos, solamente que éste quedó limitado en su ejercicio. Se suele
citar aquí Jn.3:13, como si la frase “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo
del Hombre que está en el cielo”, la hubiera pronunciado Jesús mientras hablaba con
Nicodemo, cuando en realidad es un comentario de Juan hecho al escribir el evangelio.
Además esta frase no se encuentra en los originales Sinaítico y Vaticano, aunque está en
consonancia con Jn.1:18, otro comentario del evangelista, una sentencia profunda y de difícil
comprensión para la mente humana, que indica la íntima comunión e indisoluble relación entre
el Padre y el Hijo que persistía en la encarnación, pero que se entiende mejor desde la
perspectiva de la glorificación. En un sentido espiritual y a partir de la glorificación son de
comprensión más fácil (Mt.18:20 y 28:20).
La omnipotencia de Jesucristo la vemos reflejada en el poder que le ha sido conferido y en
cuya autoridad los discípulos son enviados (Mt.28:18). Al Cristo glorificado se le llama
explícitamente el Todopoderoso (Ap.1:8), siendo consciente en los días de su encarnación de
tener dicha autoridad o poder (Jn.17:2), aunque está ejercitándolos actualmente a la diestra
del Padre en los lugares celestiales (Ef.1:20-22). Sin embargo, durante su ministerio terrenal
puso de manifiesto todo su poder curando enfermedades (Lc.4:38-41), resucitando muertos
(Jn.11:38-44), obrando sobre la naturaleza de la que era Creador (Jn.2:1-10, Mt.8:23-27,
Mr.4:35-41, Lc.8:22-25), sobre los demonios (Lc.4:35-36, 41; Mr.1:21-28), y con su poder
sustenta todas las cosas (He.1:3). A los atributos naturales podemos añadir los operativos, es
decir, aquellos que tienen que ver con su actividad como Dios, porque Jesucristo realizó actos
y obró como sólo puede hacerlo Dios. Las referencias explícitas a su actividad, lo presentan
como Creador de todas las cosas (Jn.1:3). En contraste con las herejías del incipiente
gnosticismo que amenazaba a la iglesia de Colosas y afirmaba que la creación habría surgido
de diversas emanaciones y Cristo era solamente uno más de la cadena, Pablo asegura que él
es el agente creador y todo ha sido creado, no sólo por él sino para él (Col.1:16). El autor de
la carta a los Hebreos, aplica el Salmo 102 donde Yahvéh es el Creador, a Cristo (He.1:10).
Además, la creación no ha sido abandonada a su suerte, como pretenden los deístas, sino que
es sustentada o conservada por Dios, atribuyendo el N.T. a Jesucristo el poder de hacer que
todas las cosas subsistan (Col.1:17, He.1:3). La salvación del hombre perdido a causa de sus
pecados es una iniciativa divina llevada a cabo por Jesucristo, al que explícitamente se le llama
Salvador (Mt.1:21) y que otros textos vienen a confirmar este extremo (Lc.19:10, Jn.1:12,
3:14-17, 5:40, 8:24, 14:6, Hch.2:38, 4:12, 5:31). De ahí que él tiene poder para perdonar los
pecados (Mr.2:1-12, Mt.9:1-8, Lc.5:17-26, 7:48) y la afirmación teológica que hicieron los
fariseos de que “sólo Dios puede perdonar pecados” era totalmente correcta, porque ningún
ser humano tiene tal prerrogativa, no siendo de extrañar la acusación hecha a Jesús de
blasfemia al atribuirse una obra divina. Sin embargo, el respaldo a través de la señal o milagro
que sigue a su declaración deja fuera de toda duda quién es él. En la actualidad, mediante la
predicación que tiene como objeto la persona de Jesucristo, hay una oferta de perdón de los
pecados a todos los hombres que se arrepienten (Lc.24:46-47), que tiene su fundamento en
su muerte en la cruz (Mt.26:28). Por último, Jesucristo va a ser Juez, puesto que el juicio final
que es prerrogativa del Padre, ha sido transferido al Hijo (Jn.5:22) que en su retorno en gloria
juzgará como Rey (Mt.25:31-46), haciéndose eco de ello tanto Pedro como Pablo en sendos
sermones (Hch.10:42, 17:31). En el mismo sentido insiste Pablo por dos veces en su
testamento poco antes de su muerte (2 Ti.4:1, 8), añadiéndole Santiago la dimensión
expectante por cuanto está a las puertas (Stg.5:9).
3. Cristo, el Verbo eterno
El título Logos (Verbo o Palabra) ocupa un lugar preeminente en la Cristología clásica, hasta el
punto de haber acuñado la expresión “Cristología del Logos” como la mejor manera de explicar
esta doctrina. Sin embargo, este título sólo aparece en los escritos joaninos y aún de manera
escasa (Jn.1:1, 14; 1 Jn.1:1; Ap.19:13). “Pero ya el lugar donde el autor del evangelio lo
introduce muestra que este título le resulta indispensable para hablar de la relación que existe
entre la revelación de Dios en la vida de Jesús y la preexistencia de Jesús. Juan no puede
situar como Marcos, el comienzo de la historia de Jesús en el momento de la aparición de Juan
el Bautista, sino en la preexistencia, y esto le conduce hacia el principio absoluto de todas las
cosas” (6). Debido a su importancia teológica y a que la idea del Logos estaba muy difundida
antes del cristianismo, debemos examinar este título desde ángulos distintos, además de los
textos de Juan que hemos citado.
3.1. El Logos en el helenismo. El término Logos tenía gran importancia en la filosofía griega y
en las religiones heleno-orientales, por lo que no es de extrañar que llegara al conocimiento de
Juan, pero éste no sigue el pensamiento de los filósofos sino que su concepto del Logos está
enraizado en el Antiguo Testamento, de manera especial en la literatura sapiencial. Para
Heráclito, “los hombres no comprenden este logos que siempre es”, y para los estoicos, “el
logos es la sustancia que sostiene al cosmos, una sustancia fina y espiritual que penetra la
razón del mundo y como un alma impersonal que se confundía con la naturaleza”, ideas ambas
muy alejadas del ser personal preexistente y creador que se encarna. Porque aquéllos tenían
una visión panteísta del mundo y hasta Bultmann está de acuerdo en decir que éste no es el
caso del evangelio de Juan. Para el platonismo, el logos se acercaba a la imagen de un ser
real, en el sentido del idealismo que le es propio (las Ideas son supremas realidades
absolutamente consistentes, pero también absolutamente indefinibles). Pero igualmente está
lejos de la hipóstasis, ya que no podían concebir que el Logos se hiciera carne como en Juan,
por cuanto en su pensamiento dualista la materia era mala. Todavía se está discutiendo si la
idea del Logos en Filón de Alejandría es la de un ser impersonal o personal. Por su sincretismo
judeo-helénico, aparece en sus escritos una concepción más o menos personificada, aunque es
bastante difícil determinarlo. Para el pensamiento gnóstico el Logos es un ser mitológico
intermediario entre Dios y el hombre, que puede aparecer en forma humana pero dentro de
las categorías docetistas y jamás como lo presenta Juan en el marco de la encarnación.
Concepciones del Logos personificado se hallan también en las religiones antiguas, donde, por
ejemplo, Hermes (enviado de los dioses) y el dios egipcio Thot ostentaban el título de Logos.
Una autoridad en el tema, Cullmann, concluye con estas palabras: “Recalquemos desde ahora
que la noción del Logos se hallaba tan extendida en el pensamiento antiguo, que en ella
confluyen muchas ideas, sin que podamos afirmar que unas se deriven de otras. Ocurre
naturalmente lo mismo con respecto a las concepciones del judaísmo y cristianismo primitivo
en referencia al Logos. Tendremos que investigar cuáles han sido aquellas concepciones que
ejercieron una influencia directa en la noción cristiana; pero ante todo tendremos que
preguntarnos cómo al aportar nuevos motivos, la fe cristiana transformó la noción del Logos.
Descubriremos así que el evangelio de Juan no dedujo su visión general de una revelación (no
necesariamente cristiana) de la idea ampliamente difundida del Logos. Al contrario, Juan hizo
que la concepción no cristiana o pre-cristiana del Logos quedara sometida a la suprema y única
revelación de Dios en Jesús de Nazaret, dándole así una forma enteramente nueva” (7).
3.2. El Logos en el judaísmo. Debemos empezar por reconocer que hay dos concepciones
distintas en el judaísmo; la primera es la veterotestamentaria que tiene su origen en Gn.1 y
entiende que se trata de la Palabra de Dios o debar Yahvéh. La segunda es una concepción
tardía que interpreta el Logos como una hipóstasis y que está influida por las nociones
paganas que hemos tratado en el punto anterior. El concepto debar Yahvéh (palabra de
Yahvéh) se encuentra 241 veces en el A.T. En la época de la profecía esta expresión se usa
más frecuentemente que en las épocas anterior y posterior, y el hecho de que 221 de las241
veces que en conjunto está atestiguada, señalan una palabra profética de Dios, conduce a la
conclusión de que el nexo de palabras presenta un término técnico al servicio de la revelación
oral. Sin embargo, podemos comprobar que en un hebreo arcaico como el del relato de la
creación, toda la obra de la naturaleza se realiza por orden de la palabra pronunciada por Dios:
“Y dijo Dios: sea la luz y fue la luz” (Gn.1:2), y así sucesivamente. Posteriormente se usa
dâbâr para denominar el mandato y la voluntad divinas manifestadas a Israel junto con la
elección y el pacto (Ex.34:28), los diez mandamientos o las diez palabras. Más tarde la
encontramos en la profecía de los profetas no literatos o carismáticos, como Samuel a quien se
revela la palabra de Dios (1 S.3:7-21) en los días en que ésta escaseaba en Israel (1 S.3:1).
Samuel denuncia a Saúl por haber rechazado la palabra de Yahvéh (1 S.15:23-26) y Elías con
la autoridad profética de que está investido señala a Acab que no habrá lluvia ni rocío por su
palabra que se equipara a la palabra de Yahvéh (1 R.17:1-2). Eliseo, como Elías es un profeta
de la palabra pero también del Espíritu, llegando a fundirse ambos conceptos (2 R.2).
En los profetas literatos o escritores la concepción de la palabra es primordial. En Amós, las
palabras del profeta se identifican con “así ha dicho Yahvéh” (1:1-3, 6, 9, 11, 13; 2:1, 4, 6;
3:1, 12; 5:4, 16), pero explícitamente anuncia hambre por la palabra de Yahvéh (8:11-12). En
el caso de Oseas, la palabra de Yahvéh no es solamente la palabra que el profeta debe
proclamar, sino también la que el Señor le dirige a él con referencia a su experiencia personal
que es tomada como lección de las relaciones de Dios con Israel (1:1, 2, 4, 9; 3:1, 4:1). La
palabra personificada aparece en primer lugar en los profetas mayores, donde vemos que la
palabra es enviada como la fuerza que pone en movimiento la historia (Is.9:8), que hará la
voluntad de Yahvéh y cumplirá la misión encomendada (Is.55:11). También por primera vez,
esta palabra es reducida a escritura para alcanzar a un círculo más amplio (Is.30:8). Después
hallamos la personificación en los salmos donde la palabra se vincula a la creación del universo
(Sal.33:6) y gobierna la naturaleza (Sal.29) o realiza una acción mediadora (Sal.107:20). Por
último, esta palabra tiene una función providencial y también reveladora (Sal.147:15-18).
Jeremías es uno de los profetas que desde el prólogo cita más veces la frase “palabra de
Yahvéh” que justifica que se hable de una “teología de la palabra”. Otro profeta en que abunda
la frase “palabra de Yahvéh” es Ezequiel con una conciencia muy formada sobre ella. En menor
medida o usando otros términos, lo tenemos igualmente en el resto de profetas menores. El
elemento más importante tomado por Juan es sin duda el que parte de los libros sapienciales y
en especial, Proverbios. “Ciertamente, en contra de lo que supone R. Harris, no se ha
demostrado que el prólogo de Juan se base directamente en un himno a la Sabiduría; pero, en
todo caso, estamos ante concepciones muy cercanas, de tal forma que Logos y Sophia resultan
casi intercambiables” (8). Por ejemplo, el texto que habitualmente se relaciona con el prólogo
de Juan es Pr.8:22-31 donde se personifica la Sabiduría y es preexistente a la creación, no
creada, sino engendrada como el Hijo en He.1:5, y participa de la creación ordenándolo todo.
Curiosamente para la exégesis oficial católicorromana, que parece inspirada en Alfonso Mª de
Ligorio, la Sabiduría es María.
(Continuará)
PEDRO PUIGVERT
(Publicado en la revista EDIFICACIÓN CRISTIANA, Septiembre - Octubre 1998. Nº 185. Época
VIII. Permitida la reproducción total o parcial de esta publicación, siempre que se cite su
procedencia y autor.)
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