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THE FALSE DILEMMA THEORY-PRACTICE IN THE ADMINISTRATION
THE FALSE DILEMMA THEORY-PRACTICE IN THE ADMINISTRATION
Abstract
The relationship between theory and practice in the administration usually presented in terms
of tension, antagonism and even more simplistic, dilemma, which is a false proposition, for
incomplete and extremist. While theory and practice, by themselves, and further
administration are different phenomena are also at the same time, complementary
phenomena, which overlap, include and complement: there is theory in practice and practice
in theory. To show that reduced this relationship to its antagonistic dimension is a
reductionism and a false dilemma, identify the principles and basic flaws of both theoreticians
(intellectualists call them here) as of practitioners. The usefulness of this work is that it
serves as input to present, at another time, a proposal overcomes this dilemma, since the
articulation between theory and practice, where the antagonistic and complementary
perspectives that have, could be presented in a dialogical and pragmatic way.
Key Words. Administration, relationship theory-practice, false dilemma.
THE FALSE DILEMMA THEORY-PRACTICE IN THE ADMINISTRATION
1. INTRODUCCIÓN
“… Las raíces de algunos de los problemas que centran la atención especializada de los
filósofos académicos y las raciones de algunos de los problemas centrales sociales y
prácticos de nuestras vidas cotidianas son los mismos. A la sorpresa se seguiría la
incredulidad si, además, se dijera que no podemos entender, y menos resolver, un tipo de
problemas sin entender el otro”. Alasdair McIntyre, Tras la virtud (1981)
Tanto la tensión teoría-práctica, así como la necesaria relación y articulación de ambas, está
presente en todas las profesiones. En las áreas sociales aplicadas –como la administración–
ambos asuntos, la tensión y la exigencia de articulación de la formación académica con el
ejercicio profesional, se acentúa aun más que en las ciencias de la naturaleza, pues la
dinámica de las relaciones sociales son menos asibles a postulados y teorías de lo universal
y de la evidencia empírica, dado el carácter predominantemente contextual y contingencial
de lo humano-social. En lo anterior no hay nada de preocupante, pues esta tensión es otra
forma de expresar paradojas afines como las existentes entre academia-sociedad;
universidad-empresa; acción reflexiva-acción productiva; mundo ideal-mundo real; entre
otras. Hasta aquí podría decirse que son tensiones naturales y funcionales1 a las variables
que convocan estos pares dialógicos y dialécticos.
En las áreas sociales, sin embargo, la tensión suele convertirse en polarización, y, más
preocupante aun, en dilema, y las distancias adquieren tintes de disfuncionalidad. Las
teorías, abstractas por naturaleza, rara vez se traducen y difunden en unos niveles
discursivos, que sin hipotecar la exigencia de pensamiento que exige cualquier desarrollo
conceptual, sean capaces de movilizar a la acción social. Los “prácticos” (y sus “prácticas”),
por su parte, y especialmente en los países “tercermundistas”, con vocación gregaria, no
quieren perderle la huella a los discursos y movimientos de la globalización y el desarrollo
tecnológico, para deslindarse cada vez más de la teoría, a la que le atribuyen, entre otros,
su incapacidad para mostrar resultados tangibles y marcos conceptuales que los justifiquen
en sus actuaciones, y para marchar al ritmo que impone el “desarrollo”, so pena de quedar
ambas, teorías y prácticas, obsoletas, sin pertinencia, en una “sociedad del conocimiento”
en la que, paradójicamente, se le hace culto al adagio de “el que piensa, pierde”.
Aun reconociendo esfuerzos por reducirla, la distancia entre teoría y práctica sigue
marchando por líneas paralelas y más en áreas como la administración, que tiende a diluirse
en medio de la enriquecedora interdisciplinariedad sobre la que se ha ido construyendo.
Esta situación puede advertirse en la quizás más cotidiana de las tensiones. Por una parte,
las organizaciones y la sociedad demandan administradores que sean prácticos, realistas,
estables, adaptados y normativos, para garantizar que su incorporación no genere ninguna
perturbación al orden establecido (por el contrario, que fortalezcan el orden); pero al mismo
tiempo esperan que éstos sean creativos, innovadores, trasformadores, agentes de cambio,
para que refresquen con su nuevo conocimiento a la organización y la ayuden a adaptarse y
a promover cambios internos, en el mercado y en el entorno social, demandas, éstas
últimas, imposibles de cumplir sin cuestionar el estatus quo.
Cada polo de la tensión tiene un terreno en el que predomina: la teoría está en los recintos
académicos, y especialmente los universitarios, y la práctica en las organizaciones –
concepto casi siempre reducido al de empresa– y en la cotidianidad social. No obstante, en
cada ámbito tal tensión, como en un holograma, se reproduce en áreas como la
administración. En las facultades y programas de administración, la discusión hace parte de
la agenda diaria, y no solo en los docentes: aún en los estudiantes se mantiene al rojo vivo.
En el lugar de “los prácticos”, en cualquier tipo de organización, también se da la
Entendiendo por funcional aquí y en términos coloquiales, los grados de tensión que soporte una relación
antagónica sin reventarse o fracturarse, hasta el punto que sea imposible restituirla.
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confrontación, aunque muy excepcionalmente, porque ya en el “programa mental” de la
mayoría, el culto a la eficacia, se ritualiza con la repetición acrítica de frases sentenciosas
del tipo “lo que no se mide no se gerencia”:
“Este sentido opera a propósito de la orientación general de la enseñanza y su articulación
con el ejercicio de la profesión. Según esta manera de entender las cosas una carrera es
práctica en la medida en que forma eficientemente a sus estudiantes en los saberes
específicos que demandan las instituciones empleadoras, de tal manera que el egresado
encuentre acomodo expedito en el ‘mundo real’ de la profesión y esté apercibido de los
recursos necesarios para enfrentar las múltiples solicitudes operativas y cotidianas de ese
mundo… Una carrera es teórica, en cambio, cuando se desentiende de las exigencias
anteriores o las coloca en segundo plano y enfatiza los saberes necesarios para comprender
el mundo, cuestionarlo y promover el cambio. Este tipo de saberes vinculados sobre todo con
la crítica social y el discurso de la alternatividad resultan ordinariamente connotados de
idealistas y con ello, descalificados en los hechos frente a la apabullante realidad del llamado
‘mundo real’. (Luna, 1993, con adaptaciones de Múnera, 2010).
Sustentar, primero y en este trabajo, que si se parte de postulados plausibles, es posible
demostrar que en toda práctica hay una “teoría”, más o menos implícita, informada o
consciente; y por el anverso, demostrar también que toda teoría, además de ser en sí misma
práctica, parte de “prácticas concretas” y tiene, declárese o no, a vuelta de correo, la
intención de desencadenarlas a su imagen y semejanza. Segundo, y sería producto de un
trabajo complementario, que, superar el dilema y pasar de la tensión a la articulación es una
apuesta por hacer realidad las célebres frases de Lewin (Kurt): “No hay mejor práctica que
una buena teoría”; y de Bergson (Henri) “Piensa como un hombre de acción y actúa como
un hombre de reflexión”.
2. LA TEORÍA EN LA PRÁCTICA
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De acuerdo con Luna (1993), los programas “profesionalizantes o prácticos” (practicistas
los llamo yo) son más respuesta que propuesta y atiende básicamente a las demandas
tendientes a garantizar el orden social existente, que han optado por reproducir los
discursos instituidos, mimetizándose en ellos, en procura de borrar las tensiones,
contradicciones y desencuentros entre el mundo académico o “ideal” y el mundo laboral o
“real”, porque lo importante es dotar a los estudiantes de los saberes específicos y los
recursos necesarios para enfrentar las demandas operativas de los empleadores, de tal
manera que el egresado encuentre acomodo expedito en el “mundo real” de la profesión.
Desde la perspectiva anterior, las carreras de administración son más o menos teóricas o
más o menos prácticas, según la proporción existente entre las materias con uno u otro
énfasis o, si se quiere, en función del tiempo que los estudiantes pasan en el aula
exponiéndose al discurso, por definición abstracto, del profesor, o resolviendo operaciones,
por definición concretas.
La base lógica y ética de esta propuesta se puede sintetizar en el siguiente silogismo: “lo
eficaz es verdadero, lo verdadero es justo, por tanto, lo eficaz es justo”. Es el
parámetro de justificación de cualquier práctica organizacional y la licencia para
instrumentalizar todo, incluyendo al ser humano, a quien se sigue tomando como recurso,
Aunque practicismo no es una palabra castiza, la utilizamos para diferenciarla de pragmatismo, El pragmatismo
peirciano se aleja de la acción como fin en sí mismo para situarse en la interpretación-significación que da
sentido a la acción. Este es el sentido del término pragmatisch (pragmatismo) que Peirce toma de Kant
como distinto de praktisch (practicismo o practicalismo)”. No se trata de una simple respuesta conductual,
sino de la relación del hombre en el mundo. Solo en esta perspectiva, el Pragmatismo peirciano puede
entenderse en toda su potencia y posibilidad. (C.P. –Collect Papers– 5.249: “What Pragmatism is”, 1905).
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aunque se derroche barniz verbal para disimularlo. Dicho silogismo no es más, entonces,
que la versión refinada de “el fin justifica los medios”, y al evadir el cuestionamiento de
los medios, ignora la ética, pues una de la formas básicas en que ésta puede explicarse es
en el cuestionamiento que hace a los medios utilizados para lograr los fines. Planteado así,
se advierte que es una concepción que subordina la academia al medio laboral, convirtiendo
la formación académica en una legitimación de las prácticas empresariales. Pero se
equivocan, sin embargo, quienes piensan que reducir la acción a un asunto meramente
técnico es una forma de prescindir de las ideas, y que esa neutralidad axiológica es
condición necesaria para el buen funcionamiento del sistema económico o político. No es
cierto que este planteamiento este exento de una postura ideológica, como lo señala
Fontrodona (2003): “Reducir la valoración de la realidad a su dimensión técnica o
económica no es conservarla inmune de una influencia ideológica sino sumergirla en
aquella ideología que reduce cualquier referencia normativa a la dimensión técnica o
económica”. El practicismo encierra debajo de su aparente neutralidad una profunda carga
ideológica, y además no ha resultado ser tan eficiente como quería hacernos pensar.
Ahora, esta es la versión blanda y economicista de la práctica, sobre la que tenemos nuestra
crítica. Pero es importante advertir que existe una versión más vasta, refinada y
antropológicamente ampliada, que invoca a las ciencias humanas para su interpretación y
encara la práctica desde el acto, y más específicamente en un tipo de acto que es el
trabajo. Es así como para Omar Aktouf (2001) –en una concepción un tanto economicista
del ser humano y la sociedad–, si nos referimos a la única metateoría capaz de darnos un
punto de partida que interfiere el aspecto no material del ser humano, la metafísica, nos
daremos cuenta que el problema de la esencia humana (si excluimos divinidades e
inmanencias) ha tenido éxito para establecer una especie de consenso alrededor de la idea
de que el único lugar de significación del ser humano es su acto y el acto humano
privilegiado3 es precisamente el trabajo. Esta línea de razonamientos es complementada,
basado en Habermas, por Luis Enrique Orozco (2008), para quien el trabajo, el lenguaje y la
interacción son los canales básicos de relación del hombre con el mundo, pero al final
terminan constituyendo un solo todo. Por ejemplo, los procesos de trabajo implican procesos
de organización social y viceversa.
Al coro se reintegra Luna, quien conecta, entonces, la noción de teoría con la del significado
de la práctica, lo cual exige desarrollar un poco más este elemento. No hay acción social
sin representación social o, lo que es lo mismo, toda práctica está revestida de un
significado para el sujeto que la realiza y para aquellos otros con quienes este sujeto
interactúa. En un sentido amplio, el significado de toda práctica incluye: un componente
teleológico (los fines que persigue la práctica) sustentado a su vez en un marco axiológico
(los valores que dan sentido y justificación a esos fines); una racionalidad (la manera como
se entiende la relación entre los valores, los fines y la actividad, que está revestida, a su vez,
de una epistemología), y una interpretación sobre la relación de la práctica con otras
prácticas en el marco de la vida social. El significado en sus componentes puede ser
más o menos consciente, más o menos consistente y más o menos informado, pero
nunca ausente de la práctica (Luna, 1993):
“En otros términos: la finalidad, la valoración, la racionalidad y la interpretación social no son
elementos opcionales, accesorios o accidentales de la práctica sino constitutivos de ella y por
lo tanto, elementos que participan en el modo como la práctica se realiza, en su orientación y
sus consecuencias sociales”
No volveremos sobre el hecho evidente de que es necesario matizar lo que denominamos trabajo, digamos
simplemente, y de una vez, que se trata aquí del trabajo en tanto que expresión significante de la existencia del
hombre y no en tanto que labor dominada y explotada. (Aktouf, 2001, p. 140)
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Dicen los sociólogos contemporáneos que existe una sociología espontánea o laica y una
sociología sistemática o de iniciados. Ambas sirven para lo mismo: comprender el
mundo social para orientarse en él. De la primera participamos todos sin mayores
complicaciones, por el mero hecho de ser actores sociales, y está configurada por el
conjunto de concepciones que sobre lo social tiene el hombre común y corriente y que
corresponden con el saber ordinario o de sentido común. La segunda es la que realizan los
sociólogos y otros estudios de las ciencias humanas de manera sistemática y desde las
exigencias propias de la ciencia. A partir de lo expuesto hasta ahora, el ejercicio profesional
de la administración, entendido como práctica, se nos presenta como algo mucho más
complejo que el control y las operaciones técnicas o creativas asociadas con la producción,
en respuesta a las demandas del mercado. Lo que solemos reconocer como “la
práctica” no es desde esta perspectiva sino actividad, ciertamente compleja y que
demanda destrezas y saberes específicos aplicados a materias y procedimientos igualmente
específicos, pero siempre ubicada en el marco de una teoría que la desborda y de la que
adquiere su sentido.
En este sentido, no es posible decir con propiedad que existe o puede existir una
práctica de la administración desvinculada de una teoría. Cualquier profesional de la
administración, se haya formado como tal en una universidad o ejerza la profesión a partir
de la propia experiencia, tiene un conjunto de representaciones de lo que hace, de por qué
lo hace de esa manera y de qué consecuencias sociales tiene lo que hace; representaciones
que informan su práctica y, por lo tanto, la orientan (Múnera, 2010, basado en Luna, 1993):
3. LA PRÁCTICA EN LA TEORÍA
Siguiendo al profesor mexicano Carlos Luna (1993), existe una tendencia en los programas
y profesores llamados “críticos o teóricos” –más propuesta que respuesta–, a poner en
segundo plano las diferencias entre la academia y la sociedad, porque lo importante es
enfatizar la crítica social y los saberes necesarios para comprender el mundo, cuestionarlo y
promover el cambio. Es una concepción de la educación y más específicamente de la
universidad subsidiada por la Teoría Crítica.
Una teoría es un conjunto estructurado de conceptos que sirve para entender una parte o
aspecto de la realidad. En el sentido duro del término, amparado por las ciencias básicas
y/o naturales, el estatus teórico se asigna sólo a los conjuntos conceptuales suficientemente
organizados que han sido el resultado de una labor de investigación sistemática y que
representan a la realidad de manera o bien contrastada o contrastable empíricamente, o
bien válida y legitimada de manera intersubjetiva. En su acepción blanda la teoría se
identifica con las representaciones del sentido común o conocimiento ordinario que cualquier
lego usa para interpretar el mundo y su actividad dentro de él, independientemente del nivel
de sistematicidad, organicidad y contrastabilidad que estas representaciones tengan. En
ambos casos la teoría es un recurso para estructurar y justificar, implícita o
explícitamente, el significado de las prácticas.
Por otra parte, las teorías son producto de la actividad humana. En ese sentido se puede
hablar con todo derecho de la “práctica teórica”. En otras palabras, la producción teórica
es un trabajo de transformación, en este caso del conocimiento, que, como cualquier otra
práctica, se encuentra socialmente regulado y tiene consecuencias en la sociedad,
precisamente por el efecto que produce en la constitución del significado de las otras
prácticas y de la consecuente orientación que ejerce sobre la actividad humana. En síntesis,
la teoría no agota su sentido en sí misma, ni es un recurso exterior aplicable en la práctica,
sino que forma parte constitutiva de esta última.
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Desde esta perspectiva la teoría, en el sentido duro, puede y debe aportar elementos para la
articulación consciente del significado de la práctica. De lo que se trata es de que la teoría
sistemática se incorpore y se apropie como recurso de intelección y orientación de la propia
práctica en su complejidad. Es decir, al servicio del sujeto en su interacción cotidiana como
recurso de control de sus opciones y de su actuación social.
Desde esta óptica los espacios curriculares destinados al trabajo teórico sistemático en sus
distintos tipos enfrentan la exigencia de resolver la referencia a la práctica de la
administración sin renunciar a los niveles de abstracción propios y sin banalizar los
contenidos o caer en la “indigencia intelectual” (Orozco, 2008) en el afán de facilitar su
apropiación. El paso del contenido a la competencia es no sólo necesario desde un
punto de vista pedagógico, sino inevitable frente a la imposibilidad de prever las múltiples
modalidades de la práctica administrativa y sus exigencias de intelección.
En el mismo orden de ideas, resulta valioso contar con las críticas que al neomarxismo,
hacen Alvesson y Wilmott (también citados por Pfeffer, 1997), aunque la mayoría de sus
exponentes parten de Marx, pero en algunos aspectos luego se distancian de él en varios
puntos, sí bebieron principalmente de sus fuentes. Alvesson y Wilmott señalan a la Teoría
Crítica de ser teoría intelectualista, esencialista y negativista, con cuyos dos primeros puntos
estoy de acuerdo, mas no en el tercero. ¿Hay acaso, más allá del optimismo de la voluntad,
razones para ser optimistas? Sin embargo, confluimos en lo esencial con Pfeffer, cuando
retoma a Barley para decir que:
“… Entre la degradación absoluta anunciada por los neomarxistas (autores de la teoría crítica)
y la deslumbrante utopía industrial imaginada por los sociólogos de la automatización, debe
haber una representación de los acontecimientos más matizada. […].El reto para la teoría
crítica consiste en hacer análisis convencionales de tal manera que faciliten la
interacción en vez del rechazo”. (Pag. 26)
Por lo anterior, advierto en los autores de la teoría crítica altas dosis de racionalismo,
esencialismo y modernismo, que tienden a buscar generalizaciones de las ciencias
humanas, descontextualizados de las coordenadas históricas y culturales de países como
los latinos, que por razones de diversa índole no pudieron vivir una modernidad a plenitud
que ellos, tábula rasa, a veces utilizan como referente crítico, olvidando que quizás es la
misma razón, y en especial el racionalismo, el germen de muchos de nuestros males. Es
menester, entonces, un discurso que ponga a dialogar la razón con la irracionalidad, o lo
que es lo mismo, que amplíe los límites de la racionalidad, más allá de la verdad prometida
en la modernidad, para que ésta se ocupe también de intereses, sentimientos y pasiones, no
para coartarlos, sino para comprenderlos hasta donde sean asibles a la mente humana. Que
conjugue el pensamiento lógico, que se ocupa de lo verdadero y lo falso, lo correcto y lo
incorrecto; con uno ético, que discierne entre el bien y el mal; y uno estético, que alude a
nuestra primera racionalidad y se entiende con lo bello y lo feo, pero no en sentido refinado,
sino desde la perspectivas de la sensibilidad y la armonía con uno mismo, con los otros, con
lo la naturaleza y con lo trascendente. Como lo plantea Morin (2004): “La patología de la
razón es la racionalización, que encierra a lo real en un sistema de ideas coherente, pero
parcial y unilateral, y que no sabe que una parte de lo real es irracionalizable, ni que la
racionalidad tiene por misión dialogar con lo irracionalizable”.
No se trata, sin embargo, de mercantilizar la educación y tratar a los estudiantes como
clientes en los procesos educativos, ni de ofrecer una educación arrulladora y melódica, pero
tampoco de desconocer que, muy a nuestro pesar, la educación hace rato se viene
mercantilizando, y querer solucionar ese problema, que es cultural, no se puede hacer por
decreto y de tajo. Planteado así, estamos poniendo el acento sobre la pedagogía y la
didáctica.
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“La universidad como espacio de investigación, de formación humana y de apoyo solidario a
la sociedad global puede seguir teniendo vigencia si, más allá de sus enunciados retóricos,
logra convertir tales funciones en propósitos precisos”. (Orozco, 2004. P.1). La dificultad
para plantear una formación sólida en lo conceptual pero al mismo tiempo apropiada en
términos de la respuesta eficiente a las necesidades de la sociedad nos remite, en última
instancia, a la discusión sustantiva sobre el sentido mismo de la universidad y su vinculación
social (Luna, 1993). De no ser así, tendremos que recordar y acordar con William Ospina la
venenosa frase de Wilde contra los académicos: “Sí, ellos lo saben todo, pero es lo único
que saben”.
4. A MANERA DE EPÍLOGO…
Asumida como lo hicimos, la relación entre la teoría y la práctica se concibe en términos de
la “aplicación” posible de una en la otra. Es decir, el sentido de la teoría se resuelve en su
grado de aplicabilidad en la producción empresarial y social, previa contextualización para
hacer una práctica informada. En segundo término, la tensión no se disuelve en el dilema
entre el ser y el deber ser, o entre la realidad que se asume como natural y los idealismos
que se expresan en buenas intenciones pero carentes de viabilidad frente a la contundencia
de los hechos, cuando la educación universitaria es, como todo proceso, en parte una
mediación necesaria entre el ser y el deber ser. La aseveración cotidiana de que “en
teoría las cosas deberían ser así, pero en la práctica son de otra manera”, enunciada
como un llamado a la conciencia “realista”, debe ser reemplazada en la jerga y en el
terreno por enunciados más fecundos como los de Lewin y Bergson con los que cerramos la
introducción.
REFERENCIAS
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