La travesía

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La travesía
E
l hombre detuvo al camello que montaba y con la mano a modo de visera,
respirando lentamente para optimizar la visión, observó el cielo. A lo lejos,
la reverberación solar con sus juegos caprichosos producía una variada serie
de extraños efectos ópticos.
Al corroborar su presunción un escalofrío le recorrió la espina dorsal.
-Carroñeros -murmuró.
El muchachito -primogénito del Jeque1 Falehp Al-Bataar del Kel-Talgimuss-2,
se arrastraba penosamente bajo los hirientes rayos del sol; su aspecto evidenciaba el
cruel tormento sufrido y las múltiples marcas en la arena proclamaban lo absurdo e
inútil de su esfuerzo; llevaba horas reptando en el mismo lugar. Disminuidas sus
facultades, giraba y giraba, sin apreciar la protección -aunque escasa- que ofrecían
algunos matorrales cercanos. No podía ver, y mucho menos, razonar.
Conocedor del desierto, calculó la distancia y el tiempo necesario para cubrirla.
Exigiría un gran esfuerzo a la pobre bestia. Atravesar en ese horario aquellas arenas
ardientes era una locura, un suicidio; pero la extrema gravedad del caso lo imponía.
Con un suave taloneo lanzó a su montura en veloz carrera y extrajo de la
chilaba3 el narguile4; fumar le ayudaría a calmar la ansiedad.
“¡Ojalá llegue a tiempo!” -musitó.
A pocos pasos, un lagarto alternaba entre la sombra de la raquítica vegetación
y el sol, regulando la temperatura de su cuerpo. Al ser un animal de sangre fría, su
sistema orgánico carecía de refrigeración; por lo tanto, transcurría las horas del día en
aquel incesante trajín; de un suelo candente hasta ese precario refugio, ligeramente
más fresco.
No advirtió la continua actividad del pequeño saurio. Sin noción de tiempo o
espacio, sólo su excelente estado físico y una poderosa fuerza interior lo mantenían
vivo.
1
/ Jeque: Título jerárquico: jefe, señor, etc. /Nota del Autor.
2
/ Kel-Talgimuss: “Pueblo del Velo”, grupo tribal y religioso árabe. /N. A.
3
/ Chilaba: Vestidura con capucha, preferentemente blanca o de colores claros, usada en el desierto. /N.
A.
4
/ Narguile: Especie de boquilla de caña, hueso, etc.; cuya cazuela o recipiente se llena de hierbas
aromáticas, los efluvios emanados se aspiran a través del canutillo. Se utiliza también para fumar. N. /A.
Nassif taloneó una vez más a Príncipe; el joven camélido jadeaba y tosía, su
empeño por avanzar más rápido chocaba con la imposibilidad de hacerlo; llevaba más
de una hora galopando, superando pronunciadas dunas; aunque debió rodear las últimas,
su energía disminuía paulatinamente.
Los graznidos de los buitres aumentando en intensidad provocaron en él una
sutil reacción, más mecánica e instintiva que racional. Pareció que el peligro alertara
su mente obnubilada; intentó espantar a los pajarracos que sobrevolaban en círculos
cada vez más bajos, prestos para el festín, no pudo hacerlo; los brazos se negaron a
obedecer. Por último, tras ingentes esfuerzos logró apoyarse sobre un codo y levantar
la cara; tenía los ojos cegados por la prolongada exposición al sol; el fin estaba
próximo. Quiso gritar y le resultó imposible; notó la mandíbula apretada, la lengua
había alcanzado proporciones alarmantes, hasta convertirse en una enorme masa de
carne informe e insensible; creyó incluso que se la habían arrancado. Sumido en la
brumosa semiinconsciencia, emitía palabras inconexas; por último, exhaló un gemido y
quedó inmóvil con el rostro sobre la arena.
Se aproximaba al sitio donde divisara las aves de presa; faltaba un último
esfuerzo.
-Vamos, Príncipe, ¡tú puedes hacerlo! -El fiel animal, como entendiendo y
obediente al pedido de su dueño, aceleró el paso e inició la ascensión de un elevado
montículo de arena; ya en la cima cayó de rodillas, exhausto. Nassif le acarició la
cabeza pronunciando en su oreja palabras de aliento y lo ayudó a tenderse en el suelo.
Dejó descansando a su acémila y reemprendió la marcha. A poco andar divisó un bulto
inmóvil sobre la arena y algunos buitres atacándolo.
Como en un sueño, escuchó detonaciones; luego, la bruma retornó a su
cerebro. Tuvo conciencia del mundo y de sí mismo mucho más tarde, casi
anocheciendo; miró en derredor asombrado. La manta de pieles sobre la que estaba
acostado cerca del agua y las alegres llamaradas de una fogata indicaban la
presencia de seres humanos. El pequeño manantial bajo las palmeras le pareció una
bendición. ¡Agua limpia y fresca! Se sintió bastante bien, aunque casi no veía. Sus
dedos recorrieron la cadena de plata y acariciaron el medallón con la efigie de un
camello y dos cimitarras en cruz en la base; distintivo de su rango dentro de la tribu.
Lo sobresaltó un disparo cercano. Luego, en medio del más completo silencio, se
durmió. Rememoró en sus sueños cómo era seducido con engaños, arrancado del
seno familiar y abandonado a su suerte en medio del desierto. Despertó en la
oscuridad, alguien llegaba cantando. El hombre se acercó sonriente.
-¡Estás despierto! ¿Cómo te sientes?
-Bien... muy bien. Te debo la vida...
-No tiene importancia. En todo caso, agradece a mi camello, él te salvó.
Llegamos muy a tiempo, disparé sobre los buitres que tenías encima; por suerte no te
hicieron daño.
-¿Qué lugar es este?
-El mejor. Estamos en el Oasis de los Venados, abrevan aquí; se espantaron al
vernos pero volverán cuando tengan sed. ¡Mira!, cacé uno cuando huían; su carne es
exquisita -dijo el árabe, aprestándose a desatar la presa, que se columpiaba, sujeta a
la montura por una correa de cuero.
Mientras observaba a su salvador, metió la ampollada mano en el agua fresca
y derramó un poco sobre las quemaduras de su rostro; sintió la caricia del líquido en
la cara y sonriendo ante tanta felicidad, se dispuso a descansar... descansar... des...
can...
Las facciones del joven causaban espanto. Una ojeada le sobró para hacerse un
cuadro de situación; las cuencas vacías de los ojos eran mudo y elocuente testimonio del
horroroso martirio sufrido. Convencido de que podía hacer muy poco por aquel
infortunado, se inclinó sobre él sosteniendo la cantimplora; un sorbito le aliviaría en
parte; vertió unas gotas en la cara del desdichado, lo vio sonreír y... Detuvo su accionar;
quedó con la mano en alto; era inútil, no requería más cuidados. Ante ese paso sutil,
inexorable e involuntario, el breve tránsito de la vida a la muerte; una inmensa mezcla
de rabiosa impotencia y compasión dominaron su espíritu.
No era la primera vez que se encontraba cara a cara con la parca, y siempre que
ocurría experimentaba lo mismo.
La dolorosa certeza de la pequeñez del hombre.
¡El Hombre! ¡El Hombre…!
Un diminuto grano de arena en el infinito desierto del cosmos.
Nemesio Martín Román
Arias, Córdoba, Argentina - 2006
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