La famosa petición de Bastiat en representación de los fabricantes

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Una Petición
(Federico Bastiat 1801 – 1850)
De los Fabricantes de Velas, Candelas, Cirios, Faroles, Apagavelas y
Despabiladeras y de los Productores de Sebo, Aceite, Resina, Alcohol y en
general de cualquier otro elemento relacionado con el Alumbrado.
A los Honorables Miembros de la Cámara de Diputados.
Estimados Señores:
Marcháis por buen camino. Rechazáis teorías abstractas y no tomáis en cuenta
la abundancia ni las rebajas. Os preocupáis principalmente en el destino del
productor. Deseáis librarlo de la competencia extranjera, en otras palabras,
reservar el mercado interno para la industria nacional.
Venimos a ofrecer una magnífica oportunidad para vuestra –¿cómo
denominarla? ¿Vuestra teoría? No, nada más engañoso que una teoría.
¿Vuestra doctrina? ¿Vuestro sistema? ¿Vuestro principio? Pero vosotros
reprobáis las doctrinas, os horrorizáis ante los sistemas, y en cuanto a
principios, negáis su existencia en la economía política; por lo tanto, la
llamaremos vuestra práctica –vuestra práctica sin teoría ni principio.
Estamos padeciendo la ruinosa competencia de un rival que aparentemente
trabaja en condiciones tan superiores a las de nuestra propia producción
lumínica que está inundando el mercado interno con productos cuyo precios
son increíblemente bajos. Ante la presencia de este rival, preferido por el
consumidor, se detienen nuestras ventas y un sector de la industria francesa,
cuyas ramificaciones son innumerables, se precipita al estancamiento total. El
rival al cual nos referimos es nada menos que el sol y nos ha declarado una
guerra tan despiadada que nos mueve a sospechar que la misma Albión, la
pérfida, (¡excelente la diplomacia de hoy en día!) anima su accionar. Además,
bien sabido es el respeto que el astro demuestra por esa isla altanera, respeto
que, por otra parte, no parece tener por nosotros Referencia a la reputación de
isla neblinosa que tiene Gran Bretaña.
Os rogamos tengáis a bien sancionar una ley por la cual sea obligatorio cerrar
toda ventana, buhardilla, claraboya, postigo, contraventana, marco, ojo de
buey, persiana y cortina –en resumen: toda abertura, orificio, grieta, rajadura y
resquicio por donde pueda filtrarse la luz solar en detrimento de las nobles
industrias que con tanto orgullo hemos contribuido al país, un país que, a
riesgo de caer en la ingratitud, no nos podrá dejar abandonados hoy ante una
lucha tan desigual.
Tened la bondad, honorables diputados, de tomar nuestra solicitud con
seriedad. No la rechacéis sin al menos escuchar las razones que esgrimimos
en su defensa.
En primer término, si os ocupáis de impedir, en la medida de lo posible, todo
acceso a la luz natural y de ese modo creáis la necesidad de luz artificial,
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¿habrá en última instancia sector alguno de la industria francesa que no se vea
beneficiado? Si Francia consume más sebo, deberá aumentar la cantidad de
ganado vacuno y ovino, y, por ende, habrá un mayor número de campos
despejados y un incremento en la producción de carne, lana, cuero y, en
especial, estiércol, el fundamento de la riqueza agrícola.
Si Francia consume más aceite, veremos la expansión del cultivo de la
amapola, la oliva y la semilla de colza. Estas plantas, ricas en sí mismas pero
empobrecedoras de la tierra, llegarán en el momento justo de poner a buen uso
la mayor fertilidad que la cría de ganado impartirá a los campos.
Nuestros páramos se cubrirán de árboles resinosos. Numerosos enjambres
recogerán de las montañas tesoros perfumados, cuya fragancia actualmente
queda desperdiciada, como las flores de las cuales provienen. Así, no habrá
rama de la agricultura que no se beneficie de la gran expansión.
Lo mismo sucederá con la navegación. Miles de naves emprenderán la caza de
la ballena, y en poco tiempo contaremos con una flota capaz de defender el
honor de Francia y de gratificar las aspiraciones patrióticas de los peticionarios
suscritos, vendedores de velas, etc.
¿Pero qué podríamos agregar en relación con las especialidades de
elaboración parisina? De ahora en adelante se apreciarán candeleros,
lámparas, arañas y candelabros de bronce, cristal o finamente laminados,
iluminando espaciosos emporios que harán que los que tenemos hoy día
parezcan establos.
No existe recolector de resina en las alturas del médano, ni pobre minero en las
profundidades del pozo que no se beneficiará con el aumento de haberes y la
mayor prosperidad.
Tan sólo una pequeña reflexión, caballeros, bastará para convenceros de que
con toda probabilidad no habrá ni un solo francés, desde el accionista más
acaudalado de la Compañía Anzin hasta el vendedor más humilde de cerillas,
cuyas condiciones no mejoren por el éxito de nuestra petición.
Aguardamos vuestras objeciones, caballeros; pero ni una sola de ellas tendrá
otro origen que los viejos libros enmohecidos de los sustentadores del libre
comercio. Os desafiamos a formular una sola palabra en nuestra contra que no
redundará instantáneamente en vuestro perjuicio.
¿Nos dirán que aunque tal protección sirva de provecho para nuestra causa, no
lo será tanto para Francia, pues será el consumidor quien deberá soportar el
gasto?
Tenemos una pronta respuesta:
Ya no contáis con el derecho de invocar los intereses del consumidor. Lo
habéis sacrificado toda vez que hallasteis que sus intereses se oponían a los
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del productor en pos de fomentar la industria y aumentar el empleo. Por el
mismo motivo deberíais hacer lo mismo esta vez también.
En verdad, vosotros mismos habéis adelantado tal objeción. Ante el argumento
de que el consumidor tiene intereses en el libre ingreso de hierro, carbón,
sésamo, trigo y textiles, vosotros habéis respondido “Si, pero el productor tiene
intereses en su exclusión.” Muy bien, entonces si los consumidores tienen
intereses en la admisión de la luz natural, los productores tendrán intereses en
su interdicción.
Podréis responder que “el productor y el consumidor son una misma persona.
Si el fabricante se beneficia de la protección, favorecerá la prosperidad del
agricultor. En sentido opuesto, si la agricultura prospera, abrirá mercados para
los productos manufacturados.” Pues bien, si nos otorgáis un monopolio sobre
la producción diurna de la luz, lo primero que haremos es comprar grandes
cantidades de sebo, carbón, aceite, resina, cera, alcohol, plata, hierro, bronce y
cristal para abastecer nuestra industria. Por otra parte, nosotros y nuestro
nutrido elenco de proveedores, enriquecidos por la situación, aumentaremos el
consumo y llevaremos la prosperidad a todas las áreas de la industrial
nacional.
¿Diréis que la luz solar es un regalo de la Naturaleza y que su rechazo
representaría rechazar la riqueza misma so pretexto de alentar los medios para
adquirirla?
Pero asumir tal posición es asestar un golpe mortal a vuestra propia política;
recordad que hasta ahora siempre habéis excluido los bienes extranjeros por
aproximarse a regalos y lo habéis hecho en proporción a la magnitud de tal
aproximación. Os basta tan sólo la mitad de un argumento así fundamentado
para acceder a las exigencias de otros monopolistas, cuando nuestra petición
coincide en un todo con vuestra política de siempre. Rechazar nuestra petición
porque está mejor fundamentada que otras equivaldría a aceptar la siguiente
ecuación: +X = + -; en otras palabras, una suma de absurdos.
El Trabajo y la Naturaleza colaboran en diversas medidas, según el país y el
clima, en la producción de un producto primario. La contribución de la
Naturaleza es siempre gratuita. Sin embargo, a la contribución del trabajo
humano se le asigna un valor y se paga por él.
Si una naranja cultivada en Lisboa se vende a la mitad del precio de una
naranja cultivada en París será porque el calor natural del sol, gratuito, por
supuesto, cumple la misma función en la producción de la naranja portuguesa
que el calor artificial en la francesa y tal costo adicional necesariamente debe
solventarse en el mercado.
Por lo tanto, podemos afirmar que la mitad de la naranja que nos llega de
Portugal es gratuita, o en otras palabras, que se vende a mitad de precio de la
francesa.
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Y es precisamente por su condición de semigratuita (perdón por la palabra) que
vosotros sostenéis que debe ser excluida. Preguntáis: “¿Cómo hará la
producción francesa para soportar la competencia de la mano de obra
extranjera, cuando la primera debe realizar todo el trabajo, mientras la segunda
sólo hace la mitad, porque el sol se ocupa de lo demás?” Pero si por el hecho
de que la mitad de un producto sea gratuito, tal producto quede excluido de la
competencia, cómo puede ser que tratándose de otro totalmente gratuito éste
sí sea admitido? O bien carecéis de coherencia, o deberéis, una vez excluido
un producto cuya mitad es gratuita por causar daño a la industria nacional,
excluir, con mayor razón aún y el doble de ahínco, aquél otro que fuera
totalmente gratuito.
Tomemos otro ejemplo: Cuando un producto - carbón, hierro, trigo o textiles –
nos llega del extranjero y cuando lo podemos adquirir con menor trabajo que si
lo hubiésemos producido nosotros mismos, la diferencia es un regalo que se
nos confiere. El tamaño del regalo es proporcional a la magnitud de la
diferencia. Será la cuarta parte, mitad o tres cuartas partes del valor del
producto si el extranjero nos pide solamente las tres cuartas partes, mitad o
cuarta parte del precio del mismo producto de fabricación nacional. Y
conformará un todo cuando el donante, como el sol cuando nos provee de luz,
no nos pide nada. La pregunta que os formulamos formalmente es si aquéllo
que deseáis para Francia es el beneficio del consumo gratuito o las supuestas
ventajas de la producción onerosa. Os debéis decidir, pero sed lógicos, pues
mientras se prohibe el carbón, hierro, trigo y textiles de origen extranjero, en
proporción a la aproximación de su precio a cero, ¡qué falta de coherencia
cometeríais al admitir la luz solar, cuyo precio es cero todo el día!
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