Rosario Castellanos (Mexiko, 1925-74):

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Rosario Castellanos (Mexiko, 1925-74):
En el enfrentamiento del escritor formado bajo los dictados de la cultura occidental
con la realidad indígena que pretende describir caben tres posibilidades textuales. La
primera es la ficcionalización de lo que se ha observado, es lo que habitualmente hace
el indigenismo ortodoxo. La segunda opción opera una reflexión científica de la
observación es lo que hace el antropólogo, la etnología. Por último “es la recreación
‘literaria’ del discurso del otro, la fabricación de un discurso étnico artificial, destinado
exclusivamente a un público ajeno a la cultura ‘exótica’. A esta práctica reservaremos
aquí el concepto de etnoficción.” (Lienhard, zit. Gil Iriarte: 137)
Dentro de esta cosmovisión indígena cobran sentido real muchas de las acciones que, juzgadas bajo la
norma dominante, resultan incomprensibles. Precisamente por la construcción de una cosmovisión
indígena, yuxtapuesta al código del lector, es por lo que las novelas de Castellanos merecen ser calificadas
de etnoficcionales [...] (Gil Iriarte: 176)
La etnoficción en Castellanos es paralela a la hiperfeminización del discurso. Los rasgos comunes son,
entre otros:
1. El uso de procesos narrativos destructurantes, como el método del palimpsesto o la mezcla de los niveles de la
oralidad y la escritura, la yuxtaposición de historia y mito, etc.
2. El uso del monólogo interior o la primera persona, porque en la mente se gesta un discurso que aún no ha sido
colonizado.
3. Los personajes protagónicos son sujetos en formación, que se van desarrollando de modo desintelectualizado,
porque paulatinamente intentan una fuga del orden simbólico, de factura patriarcal.
4. La vivencia del tiempo como algo cíclico, omnipresente medible no por su carácter cuantitativo sino cualitativo.
5. La configuración de espacios interiores, que se oponen a la vivencia exterior que suele resultar frustrante.
6. Preferencia por una prosa fragmentada, asimétrica y de libre asociación, porque la práctica literaria es el único
territorio libre.
7. Las esferas de la realidad y de la ficción están una contaminada de la otra, porque se intenta recuperar por los
sujetos de la enunciación, ya sean mujeres o indígenas, un estado primigenio en el que la diferenciación marginal no
existía. En el caso de los indígenas el espacio utópico deseado es el pasado precolombino, para las mujeres el orden
presimbólico, el estado uterino.
8. Desacralización de cánones y normas literarias, debido a la conciencia del emisor de la marginalidad de su propio
discurso. (16)
Las novelas femeninas de vanguardia distan mucho de esta expectativa, pues rechazan la autoridad familiar
como eje de la novela. Predominan en estos libros huérfanas, personajes solitarios y jóvenes adolescentes
que se ven obligadas a abandonar su casa y a cambiar de vivienda. (zit. Gil Iriarte: 28f.)
sustituyen las relaciones de jerarquía lineal del patriarcado, por una complicidad afectiva con sus
respectivas nanas indígenas, lo que le permite a Castellanos unificar ambos discursos del oprimido. La
relación entre las dos mujeres, niña y nana, establece una nueva identidad que aglutina dos mundos
diversos y que transciende los lazos familiares. Se cuestiona así lo heredado y por medio de la amistad
femenina se desprecia el código social patriarcal. (Gil Iriarte: 29)
Balún-Canán 1959:
En la parte occidental de la ciudad de Comitán, sobre el camino que conduce a San Cristóbal de las Casas,
y formando una fila bien alineada existen nueve cerritos cónicos y bien determinados, que no son sino
otras tantas pirámides cubiertas por los siglos. Los nueve cerros que miran hacia el oriente han dado
origen al nombre Balún-Canán, con el que se conoce la ciudad de Comitán y cuya significación en lengua
mayence es “cerro de nueve estrellas” o “cerro de nueve guardianes”. (zit. Gil Iriarte: 147)
Y ahí es donde viven los nueve guardianes.
–¿Quiénes son los nueve guardianes?
–Niña, no seas curiosa. Los mayores lo saben y por eso dan a esta región el nombre de Balún-Canán. La
llaman así cuando conversan entre ellos. Pero nosotros, la gente menuda más vale que nos callemos. Y tú,
Mario, cuando vayas de cacería, no hagas lo que yo. Pregunta. Indágate. Porque hay árboles, hay
orquídeas, hay pájaros que deben respetarse. Los indios los tienen señalados para aplacar la boca de los
guardianes. No los toques porque te traería desgracia. (26)
Si me atengo a lo que he leído dentro de esta corriente, que por otra parte no me interesa, mis novelas y
cuentos no encajan en ella. Uno de sus defectos principales reside en considerar el mundo indígena como
un mundo exótico en el que los personajes, por ser las víctimas, son poéticos y buenos. Esta simplicidad
me causa risa. Los indios son seres humanos absolutamente iguales a los blancos, sólo que colocados en
una circunstancia especial y desfavorable. Como son más débiles, pueden ser más malos – violentos,
traidores e hipócritas – que los blancos. Los indios no me parecen misteriosos ni poéticos. Lo que ocurre
es que viven en una miseria atroz. Es necesario describir cómo esa miseria ha atrofiado sus mejores
cualidades. Otro detalle que los autores indigenistas descuidan – y hacen muy mal – es la forma. Suponen
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que como el tema es noble e interesante, no es necesario cuidar la manera como se desarrolla... (zit. Gil
Iriarte: 153)
Otra técnica usada para que el narrador blanco logre un acercamiento más profundo de la cosmovisión
indígena es el uso del puer senex, el narrador niño, que posibilita una tendencia subjetivadora así como la
distorsión lírica de los mitos indígenas perfectamente engranados en una cosmovisión occidental virgen de
prejuicios. Esta técnica, cuyo uso en la obra de Castellanos Balún-Canán ha sido muy criticado, e incluso
denostado como falta literaria, la utiliza también José Mª Arguedas en su obra Los ríos profundos. Por otra
parte el mundo de los adultos es simbolizado en ambas como el triunfo de la degradación del Amo, del
poderoso, mientras que el de los niños es un trasunto de las vivencias de los oprimidos, ya sean mujeres ya
indígenas. A través del narrador niño es más fácil y verosímil transmitir el pensamiento mítico a los
parámetros occidentales. (Gil Iriarte: 132)
Tuve un hermano, un año menor que yo. Nació dueño de un privilegio que nadie le disputaría: ser varón.
Mas para mantener cierto equilibrio en nuestras relaciones nuestros padres recordaban que la
primogenitura había recaído sobre mí. Y que si él ganaba las voluntades por su simpatía, por el despejo de
su inteligencia y por la docilidad de su carácter, yo, en cambio, tenía la piel más blanca.
Esta rivalidad, cuyos matices amenazaban con ser infinitos, se interrumpió abruptamente con un hecho
brutal: la muerte de mi hermano, recurso que les permitió expulsarme para siempre del campo visual de
unos padres ciegos de dolor y de nostalgia. (zit. Gil Iriarte: 156)
Se desmorona la familia, microcosmos privilegiado del patriarcado, también se desintegra el poder feudal
de los latifundistas mexicanos como consecuencia de la reforma agraria de Lázaro Cárdenas y en el plano
simbólico, el incendio del rancho constituye una prueba más de este mundo agonizante. (Gil Iriarte: 94)
No soy un grano de anís. Soy una niña y tengo siete años. Los cinco dedos de la mano derecha y dos de la
izquierda, Y cuando me yergo puedo mirar de frente las rodillas de mi padre. Más arriba no. Me imagino
que sigue creciendo como un gran árbol y que en su rama más alta está agazapado un tigre diminuto. (9)
Cuando llegué a la casa busqué un lápiz. Y con mi letra inhábil, torpe, fui escribiendo el nombre de Mario.
Mario, en los ladrillos del jardín. Mario en las paredes del corredor. Mario en las páginas de mis cuadernos.
(291)
[...] el indigenismo y lo real maravilloso americano han recuperado la “visión de los vencidos” o
contravisión, si tomamos como término comparativo la visión dominante de origen europeo. En esta
contravisión y en esta historia de los dominados, los escritores han representado literariamente el impulso
de resistencia de la cultura autóctona interrumpida por la conquista. (López González, zit. Gil Iriarte: 135)
Como explica Lienhard estos textos alternativos son inherentemente de configuración heterogénea, ya que
se singularizan por la “presencia semiótica del conflicto étnico-social“, esto es la yuxtaposición de
lenguajes, formas poéticas y concepciones cosmológicas, sin que ninguna tradición homogenizadora actúe
sobre ellos. Otra característica es la pervivencia de los modos de oralidad, enfrentados al poder que
conlleva la práctica de escritura. [...] El universo oral logra instalarse cómodamente en algunos textos
escritos. Nace el hbridismo textual. (Gil Iriarte: 136)
Así como en las situaciones de disglosia, la literatura híbrida se caracteriza por el préstamo, el calco
semántico o la resemantización. (Gil Iriarte: 137)
- ...Y ENTONCES, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra,
que es el arca de la memoria. Desde aquellos días arden y se consumen con el leño en la hoguera. Sube el
humo en el viento y se deshace. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que
tú y les baste un soplo, solamente un soplo... (9)
- No me cuentes ese cuento, nana.
-¿Acaso hablaba contigo? ¿Acaso se habla con los granos de anís? (9)
–Quiero tomar café. Como tú. Como todos.
–Te vas a volver india.
Su amenaza me sobrecoge. Desde mañana la leche no se derramará. (10)
Tropezamos con las indias que tejen pichulej, sentadas en el suelo. Conversan entre ellas, en su curioso
idioma, acezante como ciervo perseguido. Y de pronto echan a volar sollozos altos y sin lágrimas que
todavía me espantan, a pesar de que los he escuchado tantas veces. (11f.)
Yo iba conteniendo la respiración y arrimándome a la pared temiendo que en cualquier momento el
caballo desenfundara los dientes –amarillos, grandes y numerosos– y me mordiera el brazo. Y tengo
vergüenza porque mis brazos son muy flacos y el caballo se iba a reír de mí. (11)
Mi padre recibe los indios, recostado en la hamaca del corredor. Ellos se aproximan, uno por uno, y le
ofrecen la frente para que la toque con los tres dedos mayores de la mano derecha. Después vuelven a la
distancia que se les ha marcado. Mi padre conversa con ellos de los asuntos de la finca. Sabe su lengua y
sus modos. Ellos contestan con monosílabos respetuosos y ríen brevemente cuando es necesario. [...] Mi
padre despide a los indios con un ademán y se queda recostado en la hamaca, leyendo. Ahora lo miro por
primera vez. Es el que manda, el que posee. Y no puedo soportar su rostro y corro a refugiarme en la
cocina. [...] –Nana, tengo frío.
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Ella, como siempre desde que nací, me arrima a su regazo. Es caliente y amoroso. Pero tendrá una llaga.
Una llaga que nosotros le habremos enconado. (15-17)
–Son cosas de los brujos, niña. Se lo comen todo. [...] Mira lo que me están haciendo a mí.
Y alzándose el tzec, la nana me muestra una llaga rosada, tierna, que le desfigura la rodilla.
Yo la miro con los ojos grandes de sorpresa.
–No digas nada, niña. Me vine de Chactajal para que no me siguieran. Pero su maleficio alcanza lejos.
–¿Por qué te hacen daño?
–Porque he sido crianza de tu casa. Porque quiero a tus padres y a Mario y a ti.
–¿Es malo querernos?
–Es malo querer a los que mandan, a los que poseen. Así dice la ley. (15f.)
Pero la tullida grita cuando mi madre deja caer, a sus pies, la entraña sanguinolenta y todavía palpitante de
una res recién sacrificada.
No, no, no es eso. Es mi padre recostado en la hamaca del corredor, leyendo. Y no mira que lo rodean
esqueletos sonrientes, con una risa silenciosa y sin fin. Yo huyo, despavorida, y encuentro a mi nana
lavando nuestra ropa a la orilla de un río rojo y turbulento. De rodillas golpea los lienzos contra las piedras
y el estruendo apaga el eco de mi voz. Y yo estoy llorando en el aire sordo mientras la corriente crece y me
moja los pies. (32f.)
–Al principio –dice–, antes que vinieran Santo Domingo de Guzmán y San Caralampio y la Virgen del
Perpetuo Socorro, eran cuatro únicamente los señores del cielo. Cada uno estaba sentado en su silla,
descansando. Porque ya habían hecho la tierra, tal como ahora la contemplamos, colmándole el regazo de
dones. Ya habían hecho el mar frente al que tiembla el que lo mira. Ya habían hecho el viento para que
fuera como el guardián de cada cosa, pero aún les faltaba hacer al hombre. (28)
–Mi consejo es que hagamos un hombre d oro.
Y sacó el oro que guardaba en un nudo de su pañuelo y entre los cuatro lo moldearon. Uno le estiró la
nariz, otro le pegó los dientes, otro le marcó el caracol de las orejas. Cuando el hombre de oro estuvo
terminado lo hicieron pasar por la prueba del agua y por la del fuego y el hombre de oro salió más
hermoso y más resplandeciente. Entonces los cuatro señores se miraron entre sí con complacencia. Y
colocaron al hombre de oro en el suelo y se quedaron esperando que los conociera y que los alabara. Pero
el hombre de oro permanecía sin moverse, sin parpadear, mudo. Y su corazón era como el hueso del
zapote, reseco y duro. Entonces tres de los cuatro señores le preguntaron al que todavía no había dado su
opinión:
–¿De qué haremos al hombre?
Y éste, que no se vestía ni de amarillo ni de rojo ni de negro, que tenía un vestido de ningún color, dijo: –
Hagamos al hombre de carne.
Y con su machete se cortó los dedos de la mano izquierda. Y los dedos volaron en el aire y vinieron a caer
en medio de las cosas sin haber pasado por la prueba del agua ni por la del fuego. Los cuatro señores
apenas distinguían a los hombres de carne porque la distancia los había vuelto del tamaño de las hormigas.
(29f.)
Y desde entonces llaman rico al hombre de oro y pobres a los hombres de carne. Y dispusieron que el rico
cuidara y amparara al pobre por cuanto que de él había recibido beneficios. Y ordenaron que el pobre
respondería por el rico ante la cara de la verdad. Por eso dice nuestra ley que ningún rico puede entrar al
cielo si un pobre no lo lleva de la mano. (30)
–DICEN que hay en el monte un animal llamado dzulúm. Todas las noches sale a recorrer sus dominios.
Llega donde está la leona con sus cachorros y ella le entrega los despojos del becerro que acaba de
destrozar. El dzulúm se los apropia pero no los come, pues no se mueve por hambre sino por voluntad de
mando. Los tigres corren haciendo crujir la hojarasca cuando olfatean su presencia. Los rebaños aparecen
diezmados y los monos, que no tienen vergüenza aúllan de miedo entre la copa de los árboles.
–Y como es el dzulúm?
–Nadie lo ha visto y vivido después. Pero yo tengo para mí que es muy hermoso, porque hasta las
personas de razón le pagan tributo.
Estamos en la cocina. El rescoldo late apenas bajo el copo de ceniza. La llama de la vela nos dice por
donde anda volando el viento. Las criadas se sobresaltan cuando retumba, lejos, un trueno. La nana
continua hablando:
–Una vez, hace ya mucho tiempo, estábamos todos en Chactajal. Tus abuelos recogieron una huérfana a la
que daban trato de hija. Se llamaba Angélica. Era como una vara de azucena. Y tan dócil y sumisa con sus
mayores. Y tan apacible y considerada para nosotros, los que la servíamos. Le abundaban los enamorados.
Pero ella como que los miraba menos o como que estaba esperando otro. Así se iban los días. Hasta que
una mañana amaneció la novedad de que el dzulúm andaba rondando en los términos de la hacienda. Las
señales eran los estragos que dejaba dondequiera. Y un terror que habría secado las ubres de todos los
animales que estaban criando. Angélica lo supo. Y cuando lo supo tembló como las yeguas de buena raza
cuando ven pasar una sombra enfrente de ellas. Desde entonces ya no tuvo sosiego. La labor se le caía de
las manos. Perdió su alegría y andaba como buscándola en los rincones. Se levantaba a deshora, a beber
agua serenada porque ardía de sed. Tu abuelo pensó que estaba enferma y trajo al mejor curandero de la
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comarca. El curandero llego y pidió hablar a solas con ella. Quién sabe que cosas se dirían. Pero el hombre
salió espantado y esa misma noche regresó a su casa sin despedirse de ninguno. Angélica se iba
consumiendo como el pabilo de las velas. En las tardes salía a caminar al campo y regresaba, ya oscuro,
con el ruedo del vestido desgarrado por las zarzas. Y cuando le preguntábamos donde fue, solo decía que
no encontraba el rumbo y nos miraba como pidiendo ayuda. Y todas nos juntábamos a su alrededor sin
atinar a lo que había que decirle. Hasta que una vez no volvió.
La nana coge las tenazas y atiza el fogón. Afuera, el aguacero esta golpeando las tejas desde hace rato.
– Los indios salieron a buscarla con hachones de ocote. Gritaban y a machetazos abrían su vereda. Iban
siguiendo un rastro. Y de repente el rastro se borró. Buscaron días y días. Llevaron a los perros
perdigueros. Y nunca hallaron ni un jirón de la ropa de Angélica, ni un resto de su cuerpo.
– Se la había llevado el dzulúm?
–Ella lo miró y se fue tras el como hechizada. Y un paso llamó al otro paso y así hasta donde acaban los
caminos. El iba delante, bello, poderoso, con su nombre que significa ansia de morir. (19ff.)
Hubo presagios. Sequía y mortandad y otros infortunios, pero nuestros augures no alcanzaban a decir la
cifra de presentimiento tan funesto. Y sólo nos instaban a que de noche, y en secreto, cada uno se
inclinara a examinar su corazón. Y torciera la garra de la codicia; y cerrara la puerta al pensamiento de
adulterio; y atara el pie rápido de la venganza. Pero ¿quién conjura a la nube en cuyo vientre se retuerce el
relámpago? Los que tenían que venir, vinieron.
Altaneros, duros de ademán, fuertes de voz. Así eran los instrumentos de nuestro castigo. [...]
Lloramos la tierra cautivada; lloramos a las doncellas envilecidas. Pero entre nosotros y la imagen destruida
del ídolo ni aun el llanto era posible. Ni el puente de la lamentación ni el ala del suspiro. Picoteados de
buitres, burla de la hiena, así los vimos, a nuestros protectores, a los que durante siglos cargamos, sumisos,
sobre nuestras espaldas. [...]
He aquí que el cashlán difundió por todas partes el resplandor que brota de su tez. Helo aquí, hábil para
exigir tributo, poderoso para castigar, amurallado en su idioma como nosotros en el silencio, reinando.
Vino primero el que llamaban Abelardo Argüello. (57f.)
Una sombra, más espesa que la de las hojas de la higuera, cae sobre mí. Alzo los ojos. Es mi madre.
Precipitadamente quiero esconder los papeles. Pero ella los ha cogido y los contempla con aire absorto.
–No juegues con estas cosas –dice al fin–. Son la herencia de Mario. Del varón. (60)
Juana no tuvo hijos. Porque un brujo le había secado el vientre. Era en balde que macerara las hierbas que
le aconsejaban las mujeres y que bebiera su infusión. En balde que fuera, ciertas noches del mes, a
abrazarse a la ceiba de la majada. (107)
-Basta de adivinanzas. Si tenés algo qué decir, decilo pronto.
-Hasta aquí, no más allá, llega el apellido de Argüello. Aquí, ante nuestros ojos, se extingue. Porque tu
vientre fue estéril y no dio varón.
-¡No dio varón! ¿Y qué más querés que Mario? ¡Si es todo mi orgullo!
-No se va a lograr, señora. No alcanzará los años de su perfección.
-¿Por qué lo decís vos, lengua maldita?
-¿Cómo lo voy a decir yo, hablando contra mis entrañas? Lo dijeron otros que tienen sabiduría y poder.
Los ancianos de la tribu de Chactajal se reunieron en deliberación. Pues cada uno había escuchado, en el
secreto de su sueño, una voz que decía: “que no prosperen, que no se perpetúen. Que el puente que
tendieron para pasar a los días futuros, se rompa”. Eso les aconsejaba una voz como de animal. Y así
condenaron a Mario.
Mi madre se sobresaltó al recordar:
-Los brujos...
-Los brujos se lo están empezando a comer. (230)
Como entre sueños vimos aparecer ante nosotros un cervato. Venía perseguido por quién sabe qué peligro
mayor y se detuvo al borde del mantel, trémulo de sorpresa y de miedo; palpitantes de fatiga los ijares,
húmedos los rasgados ojos, alerta las orejas. Quiso volverse, huir, pero ya Ernesto había desenfundado su
pistola y disparó sobre la frente del animal, en medio de donde brotaba, apenas, la cornamenta. Quedó
tendido, con los cascos llenos de lodo de su carrera funesta, con la piel reluciente del último sudor.
–Vino a buscar su muerte.
[...] Los otros indios se inclina también hacia ese ojo desnudo y algo ven en su fondo porque cuando se
yerguen tienen el rostro demudado. Se retiran y van a encuclillarse lejos de nosotros, evitándonos. Desde
allí nos miran y cuchichean.
–¿Qué dicen? –pregunta Ernesto con un principio de malestar.
Mi padre apaga los restos del fuego, pisoteándolo con sus botas fuertes.
–Nada. Supersticiones. Desata los caballos y vámonos.
Su voz está espesa de cólera. Ernesto no entiende. Insiste.
–¿Y el venado?
–Se pudrirá aquí.
Desde entonces los indios llaman a aquel lugar “Donde se pudre nuestra sombra”. (68f.)
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[...] aparece un Cristo largamente martirizado. Pende de la cruz, con las coyunturas rotas. Los huesos casi
atraviesan su piel amarillenta y la sangre fluye con abundancia de sus manos, de su costado abierto, de sus
pies traspasados. La cabeza cae inerte sobre el pecho y la corona de espinas le abre, allí también,
incontables manantiales de sangres.
La revelación es tan repentina que me deja paralizada. Contemplo la imagen un instante, muda de horror.
Y luego me lanzo, como ciega, hacia la puerta. Forcejeo violentamente, la golpeo con mis puños,
desesperada. Y es en vano. La puerta no se abre. Estoy cogida en la trampa. Nunca podré huir de aquí.
Nunca. He caído en el pozo negro del infierno.
Mi madre me alcanza y me toma por los hombros, sacudiéndome. [...] Me ha abofeteado. Sus ojos
relampaguean de alarma y de cólera. Algo dentro de mí se rompe y se entrega, vencido.
–Es igual (digo señalando al crucifijo), es igual al indio que llevaron macheteado a nuestra casa. (42f.)
De una cajita de cedro que trajo consigo de Palo María, Matilde sacó un manojo de hierbas. Las ocultó
bajo el delantal y fue a la recámara de Ernesto. Arreglarla era una tarea que no encomendaba a las criadas.
Son tan torpes. [...] Después tendió las cobijas y, bajo la almohada, metió el manojo de hierbas que había
traído. (121)
-La llave... Nos vieron cuando robamos la llave... Si no devolvemos la llave del oratorio nos va a cargar
Catashaná.” (265f.)
En la niña encontramos esa voluntad de desarraigo de la que habla Paz. Quiere romper con su tradición,
pues se siente exiliada tanto en el mundo de los hacendados como en el de los indios: no es varón para
heredar con todo derecho la tierra y la tradición de los Argüello, y no es india para asumir la tradición de
Balún-Canán. El futuro de la niña no está pues en la continuación de la cultura indígena, ni en la de sus
padres. Ella se enfrenta al futuro, sin el respaldo de una identidad sólida, sino más bien con un pasado de
lealtades ambiguas y a veces contradictorias, del que debe surgir su identidad individual. (Lagos Pope, zit.
Gil Iriarte: 200)
Estos tres ejes relacionales están signados por la mentira y representan el fracaso del intercambio sexual
basado en la desigualdad. Frente a estas relaciones, la narración ofrece otro tipo de comunicación afectiva,
el que une a la niña con su nana indígena, relación que desafía no sólo los pilares de la familia, sino
también aquéllos que cimentan la explotación de la raza indígena por parte de los blancos. Debemos ver
en este vínculo un desafío al patriarcado a la par que una semilla de esperanza, que siembra la autora en
este campo abonado para la destrucción que es Balún-Canán. (Gil Iriarte: 93)
Musitaremos el origen. Musitaremos solamente la historia, el relato.
Nosotros no hacemos más que regresar; hemos cumplido nuestra tarea; nuestros días están acabados.
Pensad en nosotros, no nos borréis de vuestra memoria, no nos olvidéis. (8)
Ahora vamos por la calle principal. En la acera opuesta camina una india. Cuando la veo me desprendo de
la mano de Amalia y corro hacia ella, con los brazos abiertos. ¡Es mi nana! ¡Es mi nana! Pero la india me
mira correr, impasible y no hace un ademán de bienvenida. Camino lentamente, más lentamente hasta
detenerme. Dejo caer los brazos, desalentada. Nunca, aunque yo la encuentre, podré reconocer a mi nana.
Hace tanto tiempo que nos separaron. Además, todos los indios tienen la misma cara. (290f.)
[Ernesto] Leía, de prisa, pronunciando mal, equivocándose. Leía los horóscopos, los chistes, el santoral.
Los niños lo contemplaban embobados, con la boca abierta, sin entender nada. Para ellos era lo mismo
que Ernesto leyera el Almanaque o cualquier otro libro. Ellos no sabían hablar español. Ernesto no sabía
hablar tzeltal. No existía la menor posibilidad de comprensión entre ambos. (144f.)
Delante de nosotras va un indio. Al llegar a la taquilla pide su boleto.
–Oílo vos, este indio igualado. Está hablando castilla. ¿Quién le daría permiso?
Porque hay reglas. El español es privilegio nuestro. Y lo usamos hablando de usted a los superiores; de tú
a los iguales; de vos a los indios. [...]
–¡Un indio encaramado en la rueda de la fortuna! ¡Es el Anticristo! (38f.)
César habla entonces al intruso dirigiéndole una pregunta en tzeltal. Pero el indio contesta en español.
–No vine solo. Mis camaradas están esperándome en el corredor.
Zoraida se replegó sobre sí misma con violencia, como si la hubiera picado un animal ponzoñoso. ¿Qué
desacato era éste? Un infeliz indio atreviéndose, primero, a entrar sin permiso hasta donde ellos están. Y
luego a hablar en español. Y a decir palabras como “camarada”, que ni César –con todo y haber sido
educado en el extranjero– acostumbra emplear. (97f.)
Utiliza brillantemente las técnicas narrativas de las literaturas orales, aprovechando múltiples aspectos de la
fuerza de la palabra, las reiteraciones poéticas y rituales y las frases paralelas, contrastantes, anafóricas y
mnemotécnicas. (Crumley de Pérez, zit. Gil Iriarte: 185)
Oficio de tinieblas 1961:
Y es que para los indígenas y las mujeres no amanece todavía. La permanencia en
un tiempo mágico e irracional los muestra al margen de la historia como tiempo
actualizado, concreto y real. Esta “ahistoricidad” se explica en el texto por el
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marginamiento social, que se subraya por medio de la reducción de los espacios vitales. (López González,
zit. Gil Iriarte: 241)
Amanece tarde en Chamula. El gallo canta para ahuyentar la tiniebla. A tientas se desperezan los hombres.
A tientas las mujeres se inclina y soplan la ceniza para desnudar el rostro de la brasa. Alrededor del jacal
ronda el viento. Y bajo la techumbre de palma y entre cuatro paredes de bajareque, el frío es el huésped de
honor. (11)
Bajo el poder de Ah Uuc Kin, El-Siete-Sol, cometa en el katun, será que vengan las cuerdas y el pan de
ceiba negra y el pan de maíz negro como pan del katun 9 Ahau cuando Ca Kinchicul, Dios-sol-signo, Sac
Uacnal, Blanco prominente, sea el rostro que gobierne. Entonces será que se lleve el agua y se lleve el pan
de maíz del katun. De espanto y de guerra será su sustento, de guerra su bebida, de guerra su andar, de
guerra su corazón y voluntad. (Chilam Balam, zit. Gil Iriarte: 229f.)
Por eso fue necesario que más tarde vinieran otros hombres. Y estos hombres vinieron como de otro
mundo. Llevaban el sol en la cara y hablaban lengua altiva, lengua que sobrecoge el corazón de quien
escucha. Idioma, no como el tzotzil que se dice también en sueños, sino férreo instrumento de señorío,
arma de conquista, punta de látigo de la ley. Porque ¿cómo, sino en castilla, se pronuncia la orden y se
declara la sentencia? ¿Y cómo amonestar y cómo premiar sino en castilla? (Oficio: 9)
En su segunda época recibirán el tributo los extranjeros que vengan a la tierra, en la época en que lleguen
los amos de nuestras almas y congreguen a los pueblos según la cabeza de sus Esteras, cuando comience a
enseñarse la Santa Fe del cristianismo, cuando comience el echar agua en las cabezas en bautismo por
todas partes de esta tierra, cuando se asienten los cimientos y comience a construirse la Santa Iglesia
Mayor, la prominente casa de Dios que está en el centro del pueblo de Tihóo, Mérida, el recinto de la casa
de Dios Padre. (Chilam Balam, zit. Gil Iriarte: 245)
La mirada de San Juan Fiador se detuvo en el valle que nombran Chamula. Se complació en la suavidad de
las colinas que vienen desde lejos (y vienen como jadeando en sus resquebrajaduras), a desembocar aquí.
Se complació en la vecindad del cielo, en la niebla madrugadora. Y fue entonces cuando en el ánimo de
San Juan se movió el deseo de ser reverenciado en este sitio. Y para que no hubiera de faltar con qué
construir su iglesia y para que su iglesia fuera blanca, San Juan transformó en piedras a todas las ovejas
blancas de los rebaños que pacían en aquel paraje. (9)
¿En qué día? ¿En qué luna? ¿En qué año sucede lo que aquí se cuenta? Como en los sueños, como en las
pesadillas, todo es simultáneo, todo está presente, todo existe hoy. (zit. Gil Iriarte: 233)
Desnudos, mal cubiertos de harapos o con taparrabos de piel a medio curtir, han abolido el tiempo que los
separaba de las edades pretéritas. No existe ni antes ni hoy. Es siempre. Siempre la derrota y la
persecución. Siempre el amo que no se aplaca con la obediencia más abyecta ni con la humildad más
servil. Siempre el látigo cayendo sobre la espalda sumisa. Siempre el cuchillo cercenando el ademán de
insurrección. (362)
Pedro Díaz Cuscat les había hecho ver, que no necesitaban adorar a imágenes que representaban a
personas que no correspondían a su raza, teniéndolas propias, tanto más cuanto que las que había en los
templos eran fabricadas por los ladinos; que estos en tiempo antiguo habían electo uno de entre ellos para
clavarlo en una cruz, a quien llamaban el Señor; que la crucifixión la repetían todos los años en cuaresma,
y que acercándose el día en que esto debía verificarse, proponían hacer igual cosa con un vecino del
pueblo para tener así un señor propio a quien adorar, que tuviera una misma alma y una misma sangre que
sus hijos. La proposición fue aceptada, y a continuación se eligió para ser crucificado en el próximo
viernes santo del año 1868 al joven indígena Domingo Gómez Checheb, de diez a once años de edad,
vecino del pueblo de Chamula, hijo de Juan Gómez Checheb y de Manuela Pérez Jolcogtom. (zit. Gil
Iriarte: 254)
[...] una imagen atroz: su hermana más pequeña, con el pie traspasado por el clavo con que un caxlán la
sujetó al suelo para consumar su abuso. (30)
Y el dios ¿acaso se conmueve? ¿Acaso dice: ¡basta!? Ha renacido, es verdad; es verdad que ante nosotros
yace. Pero olvidó nuestro idioma y ya no acierta a hablarnos. Calla tú también, peregrino. Inútilmente
gritas; (210)
Nadie de los que rodeaban a la ilol pudo comprender ni su evocación ni su profecía. Pero todos estaban
contagiados de un júbilo salvaje que les pedía manos para convertirse en acción. ¡Por fin! ¡Por fin! Ha
terminado ya el plazo del silencio, de la inercia, de la sumisión. ¡Vamos a renacer, igual que nuestros
dioses! ¡Vamos a movernos para sentirnos vivos! (212)
Los dioses resucitaron para decirnos que tú y tú y tú, serás libre, serás dichoso. (214)
Eran mi secreto. Lo supo Lorenzo. Pero a Lorenzo lo arrastró el pukuj y se ha olvidado de todo. Su
cabeza es como un cascabel vacío. Sólo yo sé donde está la cueva, donde están las piedras. Son tres. Y
tienen figura como de persona. Hablan. Yo las he oído hablar. Pero eché a correr porque tenía miedo. Era
una niña y me asustaban las sombras. (192)
La cueva oculta entre la maleza. Rodó Catalina lastimándose con los guijarros, con los espinos. Miró la
breve abertura sin atreverse a entrar. Se retiró de allí asustada. Pero volvería. Volvió con Lorenzo. Un
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hombre es un amparo. Juntos, los dos hermanos apartaron las hierbas. Entró él adelante. Ella atisbaba en
el borde, medrosa. Quería gritar, huir. Pero lo siguió. Su corazón palpitaba con tal ímpetu que la cueva
entera resonó como esos tambores lúgubres del templo. Después ¡qué oscuridad y qué frescura! Aletearon
los murciélagos. Buena seña encontrarlos aquí. El murciélago es un espíritu favorable, un nahual. Pero hay
otra cosa que no esta alarma, estas carreras de los pequeños animales sorprendidos. Cuando los ojos de los
intrusos se habitúan a la oscuridad pueden distinguir otras figuras. Helechos grotescos, momificados. Y
piedras, sí, piedras. Hay algo en ellas que resulta extraño: su forma no es, como la de otras, casual. Y de
pronto los dos niños echan a correr, despavoridos. Afuera, y a distancia grande del lugar de peligro, se
comunican sus impresiones. - ¿Qué viste tú? –La cara de un brujo, de un demonio. ¿Y tú? No lo podría
decir. Lorenzo tartamudea, es lento para expresarse. Y más cuando se azora. No puede hablar. Está mudo.
Las palabras que le quedan son pocas, incoherentes. Después callará para siempre. (zit. Gil Iriarte: 269)
-Dicen... dicen que Lorenzo está como ido.
-Fue una desgracia. Un gran pukuj lo arrastró cuando era niño. Estaba en la milpa. El gran pukuj lo llevó
lejos, volando, a otro paraje. Muchos lo vieron volar. Muchos de nuestras mayores en cuya boca no cabe la
mentira. A Lorenzo lo encontraron tirado en el monte. Nunca recuperó su espíritu, nunca volvió a
acordarse de hablar.
Fueron vanos los esfuerzos de los brujos para curarlo. El niño creció como los árboles cuando una
torcedura los afea. (40)
Y cuando llegó el día no fue como todos los días sino que se mostró oscurecido de presagios. El sol y la
luna luchaban en el cielo. La tribu de los tzotziles asistía, aterrorizada, a esta lucha, procurando con gritos,
con ensordecedor resonar de tambores, con estrepitoso voltear de campanas, el triunfo del más fuerte.
Cuando Catalina supo la novedad del eclipse corrió precipitadamente junto a Marcela. Con cortezas de
árboles había hecho una máscara para defenderla de los ojos del gran pukuj que ahora andaba suelto. [...]
Nadie más que ella se haría cargo de recibir al recién nacido, de cortarle el cordón umbilical (sobre una
mazorca, para propiciar la fecundidad de las siembras), de envolverlo en sus pañales. (48f.)
-Cuando mi padrastro y ella estén muertos. Cuando haya ardido esta casa. Cuando tú y yo nos hayamos
ido a rodar tierras.
A la india le asustó escuchar, en labios tan rencorosos, las mismas palabras que ella pronunciara alguna
vez. Como para detenerlas puso la mano sobre la boca de Idolina. Pero Idolina la rechazó.
-Eso dijo la ceniza. (81)
-La ceniza dice que se va a quemar esta casa. Dice que el marido y la mujer van a morir. (87)
Idolina comenzó a sospechar, con más expectación que miedo, si aquella mujer de traza tan insignificante,
de aspecto tan humilde, no sería una “canán”, la poseedora de un nahual de fuego, dotada del poder
suficiente para convertirse en este elemento y para dictarle sus mandatos. (86)
Por todas partes al mismo tiempo – iniciándose, continuando, alcanzando su fin – el Bolonchón, la danza
del tigre y la culebra, las metamorfosis del dios, de pronto reconocible en un animal al que los ojos están
acostumbrados. En ese animal que preside los nacimientos, que acompaña y fortalece la vida, que despoja
de su horror a la muerte. El Bolonchón, continuo, igual, inacabable. (302)
Cuando le preguntaron cómo se llamaba dijo nada más Pedro González. Calló el nombre de su chulel,
salvaguardó su alma del poder de los extranjeros, dejó al margen de este trato lo más profundo y
verdadero de su ser. (51)
Cada indio fue sometido a inspección. Se apuntaron sus datos, se les tomó una fotografía y su ficha fue
colocada en el archivo. De esta manera, les aseguraba el enganchador, había entrado en posesión del chulel
de cada uno. ¿De qué les serviría fugarse de las fincas, marcharse sin terminar la tarea ni satisfacer las
deudas? ¿Acaso podían ir lejos sin alma que los sostuviera? (52)
Había pues figuras odiadas y figuras predilectas. La predilección de los indios se manifestaba acumulando
sobre la estatua sagrada rollos y rollos de tela, lo que producía una obesidad cada vez más contradictoria
respecto al tamaño de las partes del cuerpo que quedaban descubiertas. Y la desproporción podía llegar al
punto de hacer perder a la figura su forma humana. Los santos parecían enormes tortugas puestas de pie,
de la grosura de cuyo carapacho emergía una cabecita tímida.
¿Qué decir de los adornos? Sombreros de palma, diminutos espejos que centelleaban entre la profusión de
las ropas, pequeñas jícaras, trastecillos de barro. [...] Benita destapó un cuadro de la Dolorosa con el
pretexto de quitarle el polvo. Xaw acudió cuando era demasiado tarde. Ya las dos mujeres se habían visto.
Y ahora, se lamentaba el sacristán, Benita forzosamente tenía que enloquecer. Eso, la locura, era el peligro
que se agazapaba tras los inmóviles ojos pintados. (117f.)
Cuando dijo, en uno de los trances en los que caía frecuentemente, que los ídolos de Tzajal-hemel exigían
un culto exclusivo, los que la oían quedaron pasmados de asombro y de temor. Pero después de largas
deliberaciones los principales llegaron a un acuerdo: ofrecerían a los ídolos oblaciones extraordinarias para
testimoniar su sumisión. Pero celebrarían la Semana Santa en el templo de San Juan porque era también
poderoso y capaz de hacer daño. (299f.)
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-Las tropas van a llegar.
¿Cómo? En los caminos cada piedra se convertiría en un guardián, cada peña en un obstáculo, cada
arboleda en un ejército. Tal es el poder de San Juan, cuyo doble está en el cielo y vigila cuando la imagen
de Chamula descansa. [...]
La Virgen de la Caridad está en su camarín, dentro de la iglesia.
Hubo entre los indios una risa colectiva de alivio. Su enemiga inmemorial, la que en los combates se
encuentra en varios lugares a la vez, animando a los pusilánimes, devolviendo la vida a los moribundos,
tendiendo trampas fatales a los chamulas, no había tomado participación en este conflicto. Entonces
podría ser ganado. (305)
-La Virgen de la Caridad se apareció a los ladinos y custodia el pueblo. Los indios no se atreven a luchar
contra ella. (348)
¿Y cómo se ha alzado, de pronto, ese lambeplatos que vivía en las orilladas y ahora se pavonea en el
centro e insulta a los demás con un lujo insolente y la disipación de sus costumbres? ¿Es que arrancó un
tesoro, como dicen los cuentos? ¿Y que, noche a noche, se la aparecía un alma en pena para indicarle el
sitio exacto en que debía excavar? El dinero estaba reservado para misas y actos que rescatarían a un
difunto de las llamas del purgatorio. Y se dilapida sin ton ni son en frivolidades.
No, con los finados no se juega. (289)
Pero antes de que te vayas a dormir, echale una miradita a las mulas. No las vaya a espantar el Sombrerón.
(293)
Las que no estaban encerradas a piedra y lodo, refugiadas en alacenas y en el interior de aljibes vacíos,
vagaban por las calles como locas, confesando a gritos sus pecados, arrodillándose ante cualquier
transeúnte para pedirle perdón. Porque había que limpiar de sus pecados a Ciudad Real y ellas lo lograrían
con la penitencia. (335)
-Indio alzado es indio perdido, decían. Cuando estos tales por cuales sepan leer y hablar castilla no va a
haber diablo que los aguante. (56)
¡Qué emoción descubrir los nombres de los objetos y pronunciarlos y escribirlos y apoderarse así del
mundo! ¡Qué asombro cuando escuchó, por vez primera, “hablar el papel”! (58)
-Fernando, saca el papel que habla; apunta lo que oyes para que todo lo tengas presente. Aquí está
Crisanto Pérez Condiós y la historia de cuando lo engancharon a la fuerza para trabajar en las fincas. Aquí,
Raquel Domínguez Ardilla, [...] Pero hay que decirlo; apúntalo, -Fernando; escríbelo, caxlán. (186)
Este lugar es el centro a él se arriman los tres barrios de Chamula [...] (10)
En el centro de la cueva, en el centro del círculo que forman los congregados, reposa el arca. [...] Porque
en el arca está depositada la palabra divina. Allí se guarda el testamento de los que se fueron y la profecía
de los que vendrán. Allí resplandece la promesa que conforta en los días de la incertidumbre y de la
adversidad. Allí está la sustancia que come el alma para vivir. El pacto. (363)
Una luna remota y fría. Pero entonces ¿qué hora es? Julia ha perdido la noción del tiempo. La noche es
eterna. Ha comenzado siglos atrás y no terminará nunca. (198)
¿Qué quería? Ah, sí, quejarse, protestar. Pero no mañana; trasncurrirán siglos antes de que amanezca. (202)
aturdida por el lenguaje extraño que le golpeaba los oídos sin conmover su inteligencia, maravillada y
torpe, avanzaba Marcela. (17)
Porque el recién llegado no había entendido que para la ruda mentalidad del tzotzil la interjección, el
eructo, el bostezo y el salivazo eran las muestras más corteses de acatamiento que podía hacer patentes a
quien le hablaba. (120)
entre sacerdote y pueblo se interponía la barrera del idioma. (121)
La voz correspondía a la figura. Firme, decidida, varonil. Y había hablado en español, correcto, fácil, sin
esa entonación aflautada, ese “canta-castilla” del que tanto se burlan los ladinos. (124)
Fernando solicitó un intérprete pues lo que tenía que decirles era largo y necesitaba de explicación. [...]
Fernando habló con lentitud, como si se dirigiera a un niño, escogiendo las palabras más fáciles,
repitiéndolas como si la repetición las tornara comprensibles. (182)
Se escuchaba el tzotzil, con todas sus variaciones dialectales, en las conversaciones de la multitud. (218)
Por tal motivo los servicios de un intermediario eran imprescindibles. Para ello, precisamente, estaba Xaw.
Traducía las palabras de uno a los otros en su torpísima lengua; explicaba, a unos y a otros, las peticiones y
las disculpas, embrollándolo todo y complicándolo más. (216)
¿Quién escucha los alegatos en una lengua confusa y atropellada que siempre ha considerado indigna de
ser comprendida? (231)
Pero sin Catalina, al través de la cual se habían manifestado, sin ella, que les servía de intérprete ¿a qué
iban a quedar reducidos? De nuevo a la invisibilidad, a la mudez. (255)
Luego [Catalina] alzó la voz, una voz ronca de sufrimiento; no modulaba sílabas, no construía palabras.
Era un gemido simple, un estertor animal o sobrehumano. [...] Catalina no era capaz aún de expresar sus
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visiones. Balbuceante, gesticulaba, se golpeaba la cabeza con los puños crispados. O repetía palabras sin
hilación, sonidos de un idioma inventado, que llenaban de maravilla y estupor a quienes la escuchaban.
(219)
Y sólo los sacerdotes, los brujos, eran capaces de interpretar las palabras de Catalina. Hablaron
oscuramente también; se movían a tientas, entre símbolos antiguos, olvidados durante cien y cien y más
años, y de cuyo significado ya no estaban seguros. (213)
-Viven en la miseria.
-Son como animales. ¿Qué le vamos a hacer, ingeniero? [...]
-¡Ya le fueron a usted también con el cuento de que estas tierras son suyas y de que no sé quiénes se las
arrebataron! Por lo visto usted se los creyó.
-Me mostraron sus títulos de propiedad.
-¿Firmados por quién? Por el Rey de España, o por algún otro señor, que acaso tuvo autoridad el año del
caldo, pero del que ahora nadie se acuerda.
-La antigüedad no quita validez a una concesión. (149)
Había entre las dos ese trato que entre ama y criada sólo establece una larga dependencia por una parte y
una tierna lealtad por la otra. Su relación era un juego de concesiones e imposiciones recíprocas cuyo
mecanismo había perfeccionado una intimidad exclusiva. (80f.)
El padre, dios cotidiano y distante cuyos relámpagos iluminaban el cielo monótono del hogar y cuyos
rayos se descargaban fulminando no se sabía cómo, no se sabía cuándo, no se sabía por qué.
El padre, ante cuya presencia enmudecen de terror los niños y de respeto los mayores. El padre, que se
desata el cinturón de cuero para castigar, para castigar, para volcar sobre las mesas el chorro de monedas
de oro.
[...] El padre que, una vez, te sentó en sus rodillas y acarició tu larga trenza de adolescente. Entonces te
atreviste a mirarlo en los ojos y sorprendiste un brillo de hambre o un velo de turbación, que te lo hizo
próximo y temible y deseable.
Hombres. El sacerdote que jadea tras la rejilla del confesionario. [...]
Hombres. Cuando tu primo y tú se esconden en el desván él te echa un huelgo caliente sobre la nuca. Y
sus manos buscan algo que ni tú ni él saben dónde está ni cómo se oculta o se encuentra. (285f.)
Si el esposo no llega, niña quedada, resígnate. Cierra el escote, baja los párpados, calla. No escuches el
crujido de la madera en las habitaciones de los que duermen juntos; no palpes el vientre de la que ha
concebido; aléjate del ay de la parturienta. El hervor que te martilla en las sienes ha de volver un puñado
de ceniza. Busca el arrimo de tus hermanos cuando encanezcas. Tal es el hombre al que debes asirte,
hiedrezuela. (287)
- En otro tiempo – no habías nacido tú, criatura; acaso tampoco había nacido yo – hubo en mi pueblo,
según cuentan los ancianos, una ilol de gran virtud.
[...] Esta ilol tuvo, para espanto de todos, un hijo de piedra. Hablaba como habla la gente de razón;
aconsejaba a los peregrinos que acudían a presenciar el prodigio; hacía andar a los tullidos y derramaba la
abundancia de cosechas en las milpas. (366)
No, Julia era diferente. Alta, esbelta, ágil. Una figura femenina que se pasea sola por las calles; una voz,
una risa, una presencia sonora que se eleva por encima de los cuchicheos; una cabellera insolentemente
roja, a menuda suelta al viento. No es necesario más para que las beatas, pálidas de encierro, se santigüen
detrás de las ventanas; para que los hombre sueñen y tasquen el freno de su respetabilidad y para que los
ancianos rememoren consejas y vaticinen catástrofes. (126)
-Que lo que pasó con Idolina ha sido cosa de brujería. Que usted tiene pacto con el demonio. (137)
Te estoy adivinando el porvenir. Tengo algo de bruja ¿sabes? Y si no lo crees pregúntaselo a Idolina. (339)
Idolina cerró ambos puños y los dejó caer con estrépito sobre las teclas. El odio la asfixiaba. Quiso
abalanzarse sobre Leonardo, derribarlo, destruirlo. Giró con violencia en dirección suya, se puso de pie,
avanzó unos pasos. Y de pronto se derrumbó, revolcándose, arrojando espuma por la boca, inconsciente.
Cuando volvió en sí ya no pudo moverse sin ayuda. (78)
Vemos pues que, tal y como sugieren los antropólogos, el enclave de la hechicera y la histérica en esas
zonas del pasado reprimido provoca la alteración del orden instaurado en el presente. Idolina, portavoz de
la memoria del padre asesinado, servirá de acicate para el desmoronamiento del mundo doméstico,
microcosmos del orden social. Por su parte la ilol Catalina, portadora de la memoria colectiva de su pueblo
acallado, creará la desestabilización necesaria en el corazón del poder patriarcal para el arranque de la
revolución chamula. (Gil Iriarte: 98)
Las solteras abrieron la puerta de su encierro. Por fin ahora podían moverse, actuar, servir, sin que las
paralizara la burla o la desaprobación de los demás. Miraron la calle, por primera vez en años, ya no al
través de un vidrio, de un batiente entornado, sino a plena luz. Se incorporaban a los grupos con
naturalidad, sin que su figura fuese ocasión de comentarios y suspiros compasivos. ¿Quién iba a fijarse en
ellas? ¿Quién iba a reparar en sus vientres estériles, en sus años baldíos? (274)
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Desde pequeña a Idolina le fascinó oír cuentos de espantos; exigía que se le contaran cuando la penumbra
del atardecer transforma los objetos familiares en seres fantasmagóricos y cuando cada rumor es un
misterioso aviso. Idolina presenciaba entonces, con un calosfrío de aterrorizado placer, las metamorfosis
del yalambaqu’et, que va dejando caer sus huesos en el camino; las malignas travesuras del xuch ni’ que
asoma su nariz de alquitrán durante las conmemoraciones de San Andrés. Y las asechanzas del más terrible
de todos, el ijc’al, hombrecillo negro que rapta a quienes encuentra solos en la oscuridad; si son hombres
los decapita para usar sus cabezas como pilares de su casa; si son mujeres las fuerza y después de los meses
de su embarazo dan a luz monstruos. (79)
-No ha tenido hijos ¿verdad?
Julia no había querido tenerlos. Para entregarse por entero a Fernando. Para no ceñirlo con un nudo más.
Y también porque temía la propia esclavitud. No, no era miedo ni al dolor ni al peligro. ¿No era peor un
aborto que un parto? Y sin embargo ella abortó. Deliberadamente. Y tan sin remordimientos que jamás la
había atormentado la necesidad de compartir, ni siquiera con Fernando, su secreto. (139)
[...] cuando las compañeras con las que hilaba Catalina, con las que acarreaba el agua y la leña, empezaron
a asentar el pie más pesadamente sobre la tierra (porque pisaban por ellas y por el que había de venir),
cuando sus ojos se apaciguaron y su vientre se henchió como una troje repleta, entonces Catalina palpó
sus caderas baldías, maldijo la ligereza de su paso y, volviéndose repentinamente para mirar tras de sí,
encontró que su paso no había dejado huella. [...] Consultó con los mayores; entregó su pulso a la oreja de
los adivinos. Interrogaron las vueltas de su sangre, indagaron hechos, hicieron invocaciones. ¿Dónde se
torció tu camino, Catalina? ¿Dónde te descarriaste? ¿Dónde se espantó tu espíritu? Catalina sudaba,
recibiendo íntegramente el sahumerio de hierbas milagrosas. No supo responder. Y su luna no se volvió
blanca como la de las mujeres que conciben, sino que se tiñó de rojo como la luna de la solteras y de las
viudas. Como la luna de las hembras de placer. (12)
Así para Catalina fue nublándose la luz y quedó confinada en un mundo sombrío, regido por voluntades
arbitrarias. Y aprendió a aplacar estas voluntades cuando eran adversas, a excitarlas cuando eran propicias,
a trastrocar sus signos. Repitió embrutecedoras letanías. Intacta y delirante atravesó corriendo entre las
llamas. Era ya de las que se atreven a mirar de frente el misterio. Una “ilol” cuyo regazo es arcón de los
conjuros. Temblaba aquel a quien veía con mal ceño; iba reconfortado aquel a quien sonreía. Pero el
vientre de Catalina siguió cerrado. Cerrado como una nuez. (13)
[...] dicen que cuando los santos nacieron la ilol estaba sucia de barro y no de sangre, como las otras
hembras. Y que los santos nacieron ya de la edad que tienen. (254)
Catalina, la estéril, pero que sabía de la maternidad más que tantas madres, había dado de sí, como en el
parto, en cada acto de adoración, de admonición, de consejo. (314)
Las potencias oscuras se reconcilian con sus siervos y les conceden el don que ha de hacerlos semejantes,
en fuerza, en mando, a los caxlanes. Derramarán la sangre de un inocente y los que la beban han de
levantarse llenos de ímpetu. Cristo tenían de más los otros. Cristo también tendrán ahora ellos. (318)
La fiebre, la fiebre de los días de plenitud, volvió a poseerla. Pero ahora ya no la golpeaba como el viento
encerrado sino que la erguía en el esfuerzo, la iluminaba en la concepción, la sostenía en la inconformidad.
Y no fue descanso lo que tuvo Catalina cuando, al fin, la obra de sus manos correspondió – aunque
imperfectamente – a las exigencias de la memoria. No fue descanso sino un frenesí, ese jadeo de la hembra
que está a punto de dar a luz. (249)
Catalina empezó a hablar. Confusamente mezclaba amenazas y promesas.
-Está madurando el tiempo; se acercan los grandes días, los días nuestros. El hacha del leñador está
derrumbando el árbol que ha de caer para destruir a muchos. Te lo digo a ti y a ti. Que lo que se acerca no
te coja desprevenido. Alístate, prepárate. Porque se aproxima un gran riesgo.
Los que la escuchaban casualmente, al pasar junto a ella, se iban con un vago malestar. Tenía poderes, los
dioses no habían desamparado a la ilol. La enormidad de sus revelaciones le oría las entrañas; vedla, con
los labios sollamados, la mirada delirante, la cabellera revuelta. Vedla por el monte, caminar como una
sonámbula. Es que está escuchando. La voz se multiplica en ecos: norte y sur, este y oeste. (195)
De seis generaciones será su gobierno; habrá buenos Batabes, Los-del-hacha, para alegría de los pueblos,
buenos gobernantes, buenos hombres, buenos nobles en todo el mundo. Se irán los Holil Och,
Zarigüeyas-ratones, abandonando la Estera prestada, el Trono prestado; se irán a las lejanías extremas, a
los confines del agua. Felices serán los hombres del mundo prosperando los pueblos de toda la tierra; se
acabarán los Ososo Meleros, Cabcoh, las Zorras Ch’amacob, las comadrejas que chupan la sangre del
vasallo. No habrá gobernantes mezquinos, no habrá gobierno mezquino... (zit. Gil Iriarte: 270)
Al final de la novela la autora, en vez de limitarse a narrar el desenlace, crea una nueva leyenda y ya es
difícil distinguir entre historia y ficción [...] (Miller, zit. Gil Iriarte: 250)
Zitierte Werke:
Castellanos, Rosario (19923): Balún-Canán. México: Fondo de Cultura Económica. (=Colección popular; 92) (GRHAT/11/CAS/7)
Castellanos, Rosario (19775): Oficio de tinieblas. México: Editorial Joaquín Mortiz. (GR-HAT/11/CAS/4)
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Gil Iriarte, María Luisa (1999): Testamento de Hécuba: Mujeres e indígenas en la obra de Rosario Castellanos. Sevilla: Universidad de Sevilla (GR-HAL/11/CAS/8).
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