Lo esencial

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Lo esencial
Por Kardiochtýpi
Lo esencial
Mar Mediterráneo, en Córcega, a 31de junio de 1944
El P-18 Lightning se esparcía sobre la pista de aterrizaje. Su silueta recortaba el horizonte que
Antoine veía, un cielo incoloro que reflejaba el azul del mar. La emoción de volar se mezcló con los
dolores que sentía y el recuerdo de los que sufriría en altitud, cuando su mandíbula pareciera que se
doblaba en tamaño. Sus viejas heridas; facturas de sus pasiones, cicatrices del cuerpo y el alma,
algunas condecoraciones que le pesaban en las entrañas. Pero el sentirse allí arriba, lejos, alejado,
ligero, ausente, como un pájaro, le sobreponía ante cualquier sufrimiento.
Avanzó hacia el avión como lo hacía ante una copa, una mujer o un folio en blanco: resuelto.
Acarició su cartera de piel de serpiente.
«Hoy volarás lejos, más lejos que nunca, Antoine. Hoy es el día».
Hoy podría serlo, por qué no. La noche anterior la pasó con la enésima rosa de su vida y hoy se
levantó tan vacío como nunca.
«Hace casi nueve años ya de cuando me pediste la prórroga allá en el desierto libio. Antoine, ha
llegado el momento».
Apretó con ganas su billetera de ofidio y se dispuso a subir al avión. Le vinieron a la mente los
cráteres de Dakar y miró al cielo. Pronto caería la tarde y se situaría a más de diez mil metros de
altitud. Pero eso era una pequeña porción de lo que necesitaba para alcanzar los asteroides.
«Me dijiste “no eres tan poderosa, no tienes patas, no puedes viajar” y mírame, Antoine, mírame.
Aquí estoy contigo. Te he acompañado desde entonces. Recuerda que te respondí “puedo llevarte
más lejos que un navío”. No a diez mil metros, Antoine. No a la tierra, como al resto. Te puedo
llevar más allá».
De manera parsimoniosa llevó a cabo la liturgia del piloto. El color del mar se iba calentando,
anunciando el atardecer. Era el momento de despegar, desprender, deshacerse de tanto. De dejar de
huir de manera definitiva. Su color verde durante años se tuvo que transmutar en negro; negro
egoísmo, negro cinismo, negra oveja entre tanto blanco impoluto por fuera y descompuesto por
dentro. Era el momento de recuperar su color allí arriba.
El avión arrancó y se alzó poco a poco, se elevó para descender, corregir ruta y volver a remontar.
Dos mil metros, justo en el momento en el que el mar entregaba su negrura a la noche. A esa altura
ya los dolores de su cuerpo lacio se le hacían insoportables. A los diez mil eran un infierno. Pero las
heridas del alma, aquellas provocadas por una tierra de cuarzo incapaz de comprender las cosas,
parecían abandonarlo. Por eso le gustaba volar, el único escape que le era permitido. Pensó en su
cartera de escamas amarillas.
«Sabes que mi veneno es bueno. Que no sufrirás mucho. Que te llevaré lejos».
VII CONCURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
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Lo esencial
Por Kardiochtýpi
Miró hacia abajo; lo de siempre: el aislamiento y la estupidez de una gran ciudad, hiladas de
gente conduciéndose sin ningún sentido, hacia ninguna parte, sin otra motivación que su profundo
estado alienado. La estulticia del que acapara, del que busca sin sentido, de la inutilidad de la
mayoría de las acciones, del poder absurdo, de la erudición insana. La pérdida del sentido de la vida.
Acarició la piel de su billetera y se dejó llevar. A los asteroides prometidos. Y mientras él
ascendía, el avión se precipitó en picado contra el mar hambriento, que requería de sacrificios para
los colores del nuevo día.
Mar Mediterráneo, Marsella, en el año 1998
—Dios santo. Una pulsera. —La exploró con atención y extrañeza. Parecía tener una inscripción que
apenas se podía apreciar. Quizá el último de los términos—... ¿Quién habrá sido su dueño? Co...
Con... u... lo —acertó a leer con gran esfuerzo.
«Devuélveme al mar, déjame donde me encontraste, pescador. No soy tu objetivo; ni soy pez ni
molusco».
Aquella mañana nada le parecía normal a Jean-Claude. Desde que se levantó, sorprendido por un
deseo de besar, alumbrado por un sol que parecía saludarlo, mecido por un mar que lo acunaba, hasta
este instante, en el que conversaba con una pulsera de plata. Una vez leyó una esquela de lo más
ridícula de un compañero que siempre escapó de todo buen juicio: «Toutes les aubes André Durand
partait dans sa barque pour parler avec la lune». Ahora se le venía a la cabeza.
—¿De quién serás, de quién habrás sido? —«esto parece antiguo, de alguien ahogado por acá»,
se dijo.
Hecho un ovillo, anudado sin orden a la pulsera, colgaba un tejido roído, ajado por el agua, los
congrios y el tiempo. Un escalofrío recorrió la espalda de Jean-Claude, y, antes de que pudiese ver la
muerte, apartó su corazón. Se lo echó al bolsillo.
«Déjame te digo, por favor».
El diálogo le nacía de alguna parte al marinero. Estaba atónito por sentir esa voz mientras se
concentraba en el examen. Demasiadas sensaciones para el bueno de Jean-Claude, muchos estímulos
al tiempo. Cuando pescaba, a lo sumo la cabeza se le iba a la cena del día anterior o a la comida del
presente, y ahora se veía pescando, examinando y dialogando a la vez que se extrañaba, se interesaba
y se hacía preguntas. ¡Preguntas! Para su sorpresa, su cabeza no estalló. No solía hacer caso de lo
que le surgía de dentro. No visto, no creído; no oído, no dicho; no tocado... Era simple. Y muy
razonable, a su entender.
Vendería la pulsera en Marsella. Seguro que le daban más dinero por esto que por todas las
doradas que pescara durante aquel día.
«Has hecho mal. Tendrás pena. Parecerá que estoy muerto, pero no es verdad».
—Muerto estás —se oyó decir el marinero, estupefacto.
«No, no es verdad. ¿Comprendes? Es demasiado lejos donde quería ir y no pude llevar este
cuerpo que me pesaba demasiado. Es como una corteza vieja que se abandona. No son nada tristes
las viejas cortezas...».
Y Jean-Claude decidió irse al puerto antes de que sucedieran más cosas interesantes.
VII CONCURSO DE RELATOS DE HISLIBRIS
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