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Momentos y corpiños
Juan Monserrat
Marisa pasea, mira vidrieras por la avenida Santa Fe. Es la pausa del mediodía en el
trabajo. De Callao hacia Libertad, Marisa, por la avenida Santa Fe.
Marisa se detiene frente a un negocio de lencería; hay una mujer dentro de la
vidriera que la está cambiando o arreglando. ¿Será empleada o será la dueña del
negocio? Marisa se fija en el cuidado con que la mujer se mueve dentro de la
vidriera; está descalza y usa unas medias oscuras; se le marca el corpiño a través
de la camisa cuando se agacha para retirar unas prendas; Marisa percibe que no es
de la calidad de lo que venden: empleada.
La otra vidriera del negocio tiene varios conjuntos en exhibición y dos fotos de
publicidades: una es Araceli recostada en un sillón; la otra es de una chica
adolescente en ropa interior: está sentada de frente en un banquito, mirando a la
cámara, las piernas algo separadas, las manos por delante, protectoras, tomando el
borde del banquito. “No puede tener mas de quince” piensa Marisa y se siente
inquieta, apenas unos diez años más que su hija.
Marisa mira su reloj, su mamá debe estar yendo a buscar al jardín de infantes a su
hija, el trabajo manda y su mamá la ayuda con Lucila. Dentro de dos meses cumple
seis, el año que viene a primer grado. Marisa sigue mirando los conjuntos.
Marisa piensa que en, indefectiblemente, como le pasara a ella, como le pasará a
todas las mujeres, va a llegar el día que tenga que comprarle un corpiño a Lucila.
Marisa ve la foto nuevamente, las piernas y se acuerda de cuando su madre le llevó
un corpiño la primera vez: Entró en su pieza, le dejó una bolsita de cartón,
“probátelo y decime si te queda bien”. Marisa fue al baño y se lo probó, se vio de
perfil, de frente, sintió la leve presión desconocida, vio que se le marcaba a través
de la remera y le dio vergüenza; al día siguiente lo comentaba con las compañeras
del grado.
A Marisa le asalta el recuerdo de la juguetería Colón, estaba a dos cuadras de
donde está ella ahora, en la esquina de Santa Fe y Talcahuano (¿o era Uruguay?).
Su madre la llevaba a esa juguetería a la salida de la dentista que tenía el
consultorio cerca de ahí. Marisa le temía al torno, como todos los chicos; la dentista
la recibía siempre con lo mismo: “abrí la boca grande para asustar a Paco” Paco era
la lámpara que tenía para iluminar la boca, si lograba asustarlo Paco no se prendía
y la dentista no podía trabajar; Paco nunca se asustaba. Marisa se acuerda de la
vez en que la llevó su padre al dentista y a la vuelta de la juguetería trajeron dos
paquetes: una muñeca que tuvo por varios años y el telescopio.
Su padre se aficionó a la astronomía, pasaba horas mirando el cielo con unas cartas
complicadas que parecía entender bastante bien. Algunos años después, la noche
en que se estrenó el corpiño, su padre la llamó como tantas veces para ver algunas
estrellas, le dejó su asiento en la terraza, le apoyó una mano sobre el hombro y con
la otra le señalaba la dirección hacia donde apuntaba el telescopio. Uno de los
dedos del padre queda sobre el bretel del corpiño de Marisa. “Ahora papá lo sabe”.
Marisa quiere disimular el cambio, intenta acomodarse lentamente hacia abajo de
manera de aliviar la presión de la mano, el padre la retira, le acaricia la cabeza; a
Marisa le parece que le está sonriendo suavemente.
Marisa se sobresalta por las bocinas; un colectivo 152 cruzó Callao casi con el
semáforo en rojo. Marisa mira nuevamente el reloj, todavía tiene un rato antes de
volver al trabajo; la empleada continúa ordenando la vidriera. Marisa desanda el
camino, va a cruzar Santa Fe a la altura de Rodríguez Peña para ir hacia la plaza
frente al Palacio Pizurno y sentarse en uno de los bancos, octubre es un mes muy
soleado en Buenos Aires.
Marisa camina, mira vidrieras por la avenida Santa Fe.
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