Documento 4219214

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J. L. Rocha, La memoria del FSLN www.sinpermiso.info
Nicaragua: 34 años de olvido culpable, 23 años de interesada memoria
José Luis Rocha….
22/09/2013
“De más está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes
cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería, luchamos por partidos
que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados...
porque fuimos estúpidos y generosos, como son los jóvenes, que todo lo entregan y no piden
nada a cambio”. Este fragmento, del discurso leído por el escritor chileno Roberto Bolaño al
recibir el Premio Rómulo Gallegos en 1999, me sirve de pórtico para esta segunda parte de
reflexiones sobre las justificaciones con que silenciamos e interiorizamos los abusos de poder
que se cometieron durante la Revolución.
En una penetrante ponencia ante circunspectos abogados, el historiador alemán Reinhart
Koselleck hizo un repaso de diversas corrientes historiográficas distinguiéndolas de acuerdo a
sus formulaciones sobre la “justicia” inherente a la historia. La tesis central de Koselleck es que
existe un vínculo entre moral e historia que los historiadores no pueden eludir. La pretensión de
someter a juicio de la historiografía es antigua, pero también lo es el deseo de que los juicios
queden en suspenso. Por eso Cicerón escribió que el historiador debe proceder sin la aspereza
de los procedimientos judiciales y sin los aguijones propios de las sentencias de los jueces. En
la orilla opuesta, Koselleck sostuvo que no sólo las afirmaciones que haga la ciencia deben
ajustarse a su objeto, sino que legítimamente debe emitirse un juicio acerca de este objeto, o al
menos debe habilitarse al lector para ese juicio. Koselleck basa su tesis en la constatación de
que los historiadores han vindicado algún tipo de justicia inherente a la historia. Pero, ¿de qué
tipo de justicia han venido hablando?
El lugar de la justicia en la historia
Las cinco principales respuestas que reseña Koselleck no podrían ser más divergentes.
Herodoto muestra una historia que castiga la ofuscación y el atrevimiento. La historia puede
demorar generaciones, pero termina siempre castigando la injusticia y consiguiendo que los
crímenes sean expiados. El trabajo del historiador es descubrir el sentido -el veredicto- de la
historia. Tucídides da otra respuesta: introduce el factor casualidad y sostiene que los hombres
no tienen toda la responsabilidad de cuanto les sucede. En Tucídides no hay justicia inherente
a la historia porque el azar juega un rol importante y porque el poder y el derecho caminan por
distintas sendas. Pero esa bifurcación también significa -en la práctica- que el poder puede
juzgar el derecho (y abusar del mismo hasta aplastarlo) y el derecho puede juzgar al poder (y
desafiarlo). Hay un diálogo silente, dice Kosellek.
En contraste, San Agustín postuló que Dios castiga muchas injusticias en este mundo, pero
insiste en que la justicia en toda su plenitud sólo será puesta en práctica en el juicio final. Una
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cuarta respuesta viene de considerar el absurdo de la historia: hay acontecimientos que son
inconmensurables para nuestras representaciones de la justicia y de ahí su absurdo o, como
diría Hannah Arendt, de ahí “la banalidad del mal”. Finalmente, una quinta respuesta es la que
da Hegel: la justicia -lo que ella sea- se realiza en el conjunto de la historia del mundo y a
través de ella. No hay una justicia individual. Las historias personales o grupales, y los
episodios particulares, son apenas retazos o nudos en el gran tejido histórico, que conduce
hacia el estado de derecho.
Hay un punto en común en todas estas propuestas del lugar de la justicia en la historia: en
definitiva, es de los hechos históricos, y no de su constitución estilizada y literaria, de donde se
generan las valoraciones de éstos, afirma Koselleck. Lo que acontece genera la ponderación
de la historia y su justicia, sea lo que ésta logre ser.
No existen dos revoluciones ni existen dos FSLN
Enfatizo con este recorrido que lo que el FSLN representa para la historia de Nicaragua sólo
podemos analizarlo desde el saldo de lo que ha llegado a ser. No tenemos otro material sino
aquel que la historia evolutiva de este movimiento transformado en partido nos proporciona.
Desde el punto de vista subjetivo de muchos de los ex-militantes que ahora se oponen al
FSLN, este enfoque no hace justicia a la dignidad de quienes se sacrificaron por el FSLN ni a
los logros de la Revolución. No hay duda de esto. Pero el problema es que no existe una
Revolución -o un FSLN- que Ortega y su camarilla se robaron, y otra Revolución que anda por
ahí flotando ingrávida, concebida impoluta y obra de arcángeles y querubines. No existe una
Revolución de los Ortega que cometieron abusos y otra Revolución de los buenos que hicieron
todo lo rescatable.
El punto de vista subjetivo tiende a apostar todo al heroísmo de los protagonistas y a desdeñar
los resultados. Éste es un punto nodal del libro “Postsandinistas: Crónica de un diálogo
intergeneracional e interpretación del pensamiento político de la generación XXI”, que Andrés
Pérez-Baltodano publicará en 2013 con sello del Instituto de Historia de Nicaragua y
Centroamérica de la UCA de Managua.
El autor señala que por la limitada visión de futuro dentro de la que opera nuestra sociedad, la
gestión de gobierno, o la pertinencia de un experimento político transformador, no se miden ni
se evalúan por sus resultados a través del tiempo sino, fundamentalmente, por la audacia de
sus líderes y, sobre todo, por la magnitud de la fuerza, la convicción y el coraje con que ellos
tratan de lograr sus objetivos. En pocas palabras: en un mundo concebido como un juego de
azar en el que no cuenta la capacidad para reconocer y organizar las relaciones causales que
definen el orden social a largo plazo, la calidad de un gobierno, o los méritos de una revolución,
se evalúan, simple y llanamente, por la heroicidad de los hombres y mujeres que se han puesto
al frente de la historia.
Y continúa: La lucha revolucionaria valió la pena porque el heroísmo, que fue la marca principal
del experimento revolucionario sandinista, se legitima a sí mismo; es decir, se valida en forma
independiente de sus resultados. Otra ponderación similar, que ahonda en las raíces
vivenciales del por qué personal de semejante sesgo interpretativo, fue destilada por Joseph
Roth en un texto titulado “El profeta mudo”: La dicha de trabajar por una gran idea y de haber
padecido por la humanidad determina nuestras decisiones mucho tiempo después de que la
duda nos haya vuelto clarividentes, sabios y desesperanzados. Hemos atravesado un fuego y
quedamos marcados el resto de nuestras vidas.
El sandinismo tiene el reto de hacer historia
El saldo de la historia es un punto de apoyo para saltar de la visión subjetiva a las relaciones
causales que definen el orden social a largo plazo, cuyo establecimiento es la justicia histórica
como Hegel la concibió. Es también un peldaño para llegar a lo que Koselleck llama el paso de
la experiencia primaria de origen plural y segmentario al recuerdo institucionalizado.
Pero es un peldaño quebradizo y controvertido porque quienes poseen la “experiencia
primaria”, mientras más cercanos estuvieron al poder -a las instancias donde se tomaron las
decisiones-, más se resisten a la visión objetiva y más tienden a descalificar a quienes hacen
un esfuerzo por trenzar las diversas y a menudo contradictorias experiencias primarias para
fusionarlas en un recuerdo institucional o, al menos, en un efímero y polisémico relato que
recoja la ambivalencia de los eventos. Buscan que tomemos la Revolución a un valor facial
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determinado por las intenciones y por sus programas. Piensan así, en parte, porque les va en
ello el sentido de sus vidas y en parte por los muchos recuerdos que algunos barrieron bajo la
alfombra y quieren que ahí se queden.
De ahí lo espinoso de la tarea que Fernanda Soto planteó en su libro “Ventanas en la
memoria” (fragmento publicado en Envío de diciembre 2011), cuando escribió que para los
sandinistas está pendiente el reto de hacer memoria de la Revolución reafirmando lo positivo,
pero también discutiendo las herencias revolucionarias que no fueron revolucionarias. Hacerlo
significa rearticular los recuerdos revolucionarios. Estos recuerdos no están sólo en el pasado,
hacen parte de un largo proceso de continuas reformulaciones dentro del Sandinismo, la
sociedadnicaragüense y eso que llamamos Nación.
Para que salga a la luz algo nuevo
¿Podremos contar otras historias de la Revolución y del Sandinismo? -se pregunta Fernando
Soto-. Sí. Ya muchos nicaragüenses están cuestionando hoy aspectos del Sandinismo y de la
memoria de la Revolución y ya varios están narrando otras historias de ese pasado. Es
evidente que muchos de los dilemas personales de algunos radican en lo difícil que es esta
tarea, no sólo por las consecuencias personales que entraña, sino por las implicaciones
políticas y económicas que se derivan de esa acción. Cuando me refiero a re-escribir el
Sandinismo, hablo de re- imaginarlo dejando de lado las historias de sacrificio, de bondad y de
heroísmo, que no son únicas del FSLN. El Sandinismo no es un asunto de bondades.
Es obvia la coincidencia de Soto con la reflexión de Pérez-Baltodano. El momento actual nos
ofrece circunstancias muy especiales para profundizar en esa línea de análisis. Koselleck
señaló que no hay experiencia primaria que se pueda tener o acumular, que pueda ser
transferida, pues precisamente lo que caracteriza a la experiencia es ser intransferible, en eso
consiste la experiencia. De manera que la presencia de los protagonistas es un escollo, pero
también una oportunidad única de rescatar los “modos segmentarios de experiencia” para -con
su anuencia o contra su resistencia- fundir sus experiencias personales en el crisol de una
interpretación sin excesivas pretensiones, pues forma parte -dice Kosellek- de un proceso
constante, en que cada actualidad fija científicamente y ex post una experiencia y siempre lleva
consigo sorpresas para la generación que primariamente la vivió porque siempre sale a la luz
algo nuevo y siempre se sabe algo diferente que antes.
Esta oportunidad de obtener algo nuevo puede ser malograda si los propietarios de la
experiencia primaria se dedican a erigirse monumentos autoexculpatorios. Quizás por eso la
cineasta y socióloga Mercedes Moncada, en su imprescindible filme “El inmortal”, hizo este
ejercicio con gente “de la base”, menos propensa a rociarse de incienso y a sentir que
Nicaragua les adeuda sacrificios inconmensurables.
El FSLN tuvo muchas vidas posibles y una sola vida vivida
Esta condición ex post de la cristalización de experiencias nos remite nuevamente a la
importancia del saldo actual para esclarecer lo que ocurrió en el pasado, para que la justicia de
la historia, en sentido hegeliano, dicte su sentencia.
Aun reconociendo que el FSLN arribó en diversos momentos a encrucijadas que lo pudieron
llevar a ser lo que hoy no es, lo que tenemos es un FSLN que claramente llegó a ser en acto
una de las versiones de lo que ya era en potencia, usando la clásica terminología aristotélica.
Existe un FSLN que estuvo preñado de creatividad, heroísmo y abnegación, sobre el cual
podemos decir -mientras el recorrido histórico no arroje otro saldo- que su cúpula logró anudar
esos vigores dispersos -con otros de signo negativo- para cimentar la dominación omnímoda
que hoy regurgita. Quizás hubo otras vidas posibles para el FSLN -y esto tendría que ser
demostrado y no podría serlo-, pero no hubo otra vía para llegar hasta esta dominación actual
que no fuera la Revolución vanguardizada por el FSLN, con sus esplendores y sus miserias.
Escribo para provocar reflexiones
De eso precisamente trata este texto, que enlaza con el anterior: de cómo el FSLN logró
anudar complicidades y heroicidades, creatividades y oportunismos, abnegaciones que
complacen y silencios que otorgan, para terminar en el dudoso esplendor y probada miseria en
los que se encuentra hoy, y que son el material a partir del cual la historia hace su juicio. No
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busco hacer un balance de la Revolución. Hay otros saldos, enorme cantidad de saldos positivos y negativos- de la Revolución que aquí no están siendo considerados.
En el texto anterior, que se ocupó de los abusos, éstos eran interpretados como indicios de la
dominación que se avecinaba y, en algunos casos, como sus versiones más tenebrosas.
Ahora, trato de explicar que esos abusos no hubieran podido expandirse sin las justificaciones
que son el mecanismo de dominación ideológico del que las cúpulas de las vanguardias
políticas se valen para poner sordina a la disidencia interior, expropiar la responsabilidad
personal y anudar a los sujetos en las más turbias complicidades. Ojalá este enfoque sobre la
responsabilidad moral y las
justificaciones de los abusos que profundizan la dominación inspire reflexiones semejantes a
las del Trotsky de Leonardo Padura en “El hombre que amaba a los perros”: Sobre su espalda
cargaba la responsabilidad de haber destituido a líderes sindicales, de haber borrado la
democracia de las organizaciones obreras, y contribuido a convertirlas en entidades amorfas
que ahora utilizaban a placer los burócratas estalinistas para fomentar su hegemonía. Él, como
parte del aparato de poder, también había contribuido a asesinar la democracia que, desde la
oposición, ahora reclamaba. La dictadura proletaria debía eliminar a las clases explotadoras,
pero ¿también reprimir a los trabajadores? La disyuntiva había resultado dramática y
maniquea: no era posible permitir la expresión de la voluntad popular, pues ésta podría revertir
el proceso mismo. ¿No habría enarbolado las justificaciones de la supervivencia de la
Revolución para aplastar rivales, como en 1918 las utilizó Lenin para ilegalizar los partidos que
junto a los bolcheviques habían luchado por la Revolución?
Tres justificaciones de la dominación: tradición, carisma y legalidad
La dominación y el sometimiento requieren de justificaciones. Max Weber lo explicó así: El
Estado, al igual que todas las agrupaciones políticas históricamente anteriores, es una relación
de dominio de unos hombres sobre otros hombres, relación mantenida por la violencia legítima
(considerada como tal). Necesita, pues, para sostenerse, que los dominados se sometan a la
autoridad que reclaman como propia los dominantes del momento. ¿Cuándo y por qué se
produce ese sometimiento? ¿En qué motivos de justificación y en qué medios externos se basa
ese dominio?
En las sociedades modernas, no se basa en razones religiosas, o por lo menos no en razones
descaradamente religiosas. Weber identificó tres fuentes de legitimidad del dominio, que
precisamente etiqueta como justificaciones internas: Comenzamos por consignar, en general,
tres tipos de justificaciones internas, que son otros tantos fundamentos de la legitimidad de un
dominio. En primer lugar, la legitimidad del “pasado eterno”, de la costumbre santificada por su
constante validez y por la perenne actitud de hombres que la respetan. Ése es el dominio
“tradicional” ejercido por los patriarcas y por los antiguos príncipes patrimoniales. En segundo
lugar, la legitimidad de la gracia (carisma) personal y excepcional, la adhesión exclusivamente
personal y la fe también personal en la aptitud que un individuo singular posee (o se considera
que posee) por las intuiciones reveladoras, el coraje u otros atributos adjudicados al caudillo.
Este poder “carismático” fue el practicado por profetas, o, en el campo político, por jefes
guerreros designados, por grandes gobernantes surgidos de plebiscito, por grandes
demagogos, por los jefes de partidos políticos. Por último, la legitimidad fundada en la
“legalidad”, en la fe en la validez de normas legales y en la “idoneidad” objetiva basada en
preceptos de origen racional, a saber, en la actitud de obediencia a prescripciones de estatuto
legal.
La revolución sandinista recurrió a las tres justificaciones internas: tradición, carisma y
legalidad, plasmadas en la invocación de la gesta de Sandino como antecedente del FSLN, en
“el endiosamiento de los comandantes” -así lo llamó uno de mis entrevistados- y en el proyecto
de implantar un orden social más justo. Algunos aspectos de la dominación -los más lóbregosse basaron en otro tipo de justificaciones. Pasémosles revista.
La guerra, el mal mayor que justificó todos los “males menores”
El hecho de haber estado sometidos a una guerra, entendida como agresión imperialista, sigue
operando como llave maestra de las justificaciones. Cada vez que alguien escarba, encuentra
un nuevo abuso e indaga su por qué, emerge la proverbial respuesta: Estábamos en guerra,
con opciones limitadas, sometidos a presiones desgastantes y deseosos de salvar el proceso
revolucionario.
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La guerra justificaba todo, recuerda un cooperante: “La diplotienda no era un buen ejemplo de
igualdad revolucionaria. Los cobros en dólares y córdobas según los cargos tampoco. Pero
eran ‘pequeños pecados’ que todos perdonábamos en aras del interés superior de la
Revolución y también por culpa de la agresión”.
Envío usó con frecuencia esa justificación. Leo en el número de octubre de 1987: “A causa de
la guerra, la comunidad internacional no ha podido valorar cómo les habría ido a los sandinistas
y a la oposición y consolidar nuevas instituciones para tiempos de paz. Tampoco ha habido la
oportunidad de apreciar cómo los sandinistas habrían intentado enfrentar y superar las
contradicciones que nacen de ser el FSLN un partido de vanguardia comprometido con el
pluralismo político. La guerra desatada contra Nicaragua por la más poderosa nación de la
tierra requiere de una respuesta nacional”.
Tres años antes (Envío, junio 1984) había recurrido a la misma tónica al transmitir un informe
del Centro de Investigaciones y Documentación de la Costa Altántica (CIDCA), donde se
minimizan los abusos contra las etnias de la Costa Caribe y el papel del gobierno sandinista al
cometerlos: “La guerra en la Costa Atlántica, como en el Pacífico, ha sido trágica y costosa,
sobre todo para los pobres, para aquellos en nombre de los que, paradójicamente, se hace
esta guerra. En la Costa, las comunidades miskitas han sido desarraigadas y las familias,
tradicionalmente unidas, se han dividido emocional, física y políticamente. Muchos miskitos han
muerto, mayoritariamente como combatientes contrarrevolucionarios, más recientemente como
combatientes sandinistas y en otras ocasiones excepcionales, como civiles. De entre los
civiles, algunos han muerto a mano de los contrarrevolucionarios, otros en mitad de los
combates, otros a mano de soldados sandinistas y otros a causa de las dificultades de
supervivencia en zonas tan difíciles, cuando huyen de sus comunidades para evitar los
combates”.
Ninguna mención se hace de que los civiles morían porque muchos combates tenían lugar en
los poblados miskitos, donde los contrarrevolucionarios habían llegado en busca de refugio y el
ejército los cercaba y sometía a fuego indiscriminado. Ningún recato se tiene al contradecirse:
los miskitos morían “mayoritariamente como combatientes contrarrevolucionarios”, pero si eran
civiles algunos morían “a manos de los contrarrevolucionarios”. Eran, pues, base y víctimas de
la contrarrevolución.
“Me avergüenzo hoy de mi dureza en aquella época”
El informe del CIDCA publicado por Envío sentenciaba: “Aun cuando existen en la Costa
Atlántica muchos problemas, aun cuando todos han cometido muchos errores y han existido
excesos de parte de algunos militares, no puede concluirse por esto que exista por parte del
gobierno nicaragüense ninguna política que atente contra los derechos humanos de los
habitantes de esta zona”.
Hoy sabemos de muchas políticas que sí atentaron contra los derechos humanos de la zona.
La primera de ellas fue la política -ampliamente conocida- de convertir la Costa Atlántica en la
Siberia del país, cuya burocracia estatal se nutrió de funcionarios a quienes el gobierno quería
castigar y desaparecer de la vista pública. Podría citar muchos ejemplos. Reproduzco un caso,
mencionado por uno de mis entrevistados muy próximo a los hechos: “Una experta española
trabajando en un Ministerio fue violada por un Director General. El escándalo se intentó tapar
como se pudo desde el Ministerio, con el acuerdo de nuestra cooperación, que incluía el de la
muchacha violada. Al director general se le destituyó y se le envió a la Costa Atlántica con un
cargo inferior en el Ministerio, pero sin denuncias ni condenas para no perjudicar a la
Revolución”.
La guerra fue una realidad. Su financiamiento por la administración Reagan -que no vaciló en
recurrir a jugadas fétidas como la venta de armas a los rebeldes iraníes y la obtención de
narcodólares a cambio de prestarle a los cárteles naves y aeropuertos de la fuerza aérea
estadounidense para introducir la cocaína- es un hecho que hoy está fuera de toda duda. Pero
en el ínterin también se han operado cambios en la apreciación de esa guerra. El cambio más
importante de perspectiva deriva del hecho de que algunos analistas, incluso de raíces
sandinistas, han dejado de dibujar la guerra de los 80 como una agresión financiada y
asesorada por el gobierno estadounidense -una especie de intervención imperialista por
interpósita persona- y han pasado a considerarla -en parte, en mucho o sobre todo- como un
conflicto interno, ocasionado en parte por políticas erróneas y abusos del FSLN en el sector
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rural. En definitiva, una guerra civil que el imperialismo estadounidense atizó durante los
estertores de la Guerra Fría.
Quizás por ése y otros giros, algunos de quienes se jugaron el pellejo en esa guerra, ahora
reevalúan algunas de sus acciones. La investigadora y reconocida feminista María Teresa
Blandón cuestiona hoy que se enviara a la guerra a quienes no querían ir o incluso no
simpatizaban con el proceso revolucionario: “Yo fui parte de las comisiones de reclutamiento
alguna vez. Era terrible ver el sufrimiento y el terror de los padres y madres campesinas
cuando llegaban a abogar por sus hijos. De eso es de lo único que me avergüenzo. De mi
dureza en aquella época en mi calidad de ‘secretario político’ del FSLN en una zona de guerra”.
¿Quién sabe dónde está la raya?
No se trata sólo de que a la Revolución sandinista le sucede una era de reflexión y de luchas
que expanden las nociones de justicia social a terrenos antes inadvertidos, descuidados o
minimizados: opresión de las mujeres, no discriminación de las minorías indígenas, diversidad
sexual, medioambiente, libertad individual, equidad de género... También hubo una serie de
valores vigentes entonces en muchos movimientos sociales y ahora recuperados: no violencia,
respeto a las decisiones personales, objeción de conciencia, desobediencia civil... Todas eran
asignaturas vigentes entonces y en las que la Revolución sandinista queda muy mal parada
porque los dirigentes bloquearon su desarrollo en Nicaragua. Y ese bloqueo suscitó y suscita
reacciones polimorfas.
Por un lado, la de María Teresa Blandón, que revisa su actuación a la luz de un imperativo de
justicia y libertad al que los revolucionarios no debían renunciar. Por otro lado, la relativización
de ese imperativo en consideración a las circunstancias de la guerra y a lo que en
circunstancias similares la historia nos enseña que ocurrió: “Dentro del campo de la política
podrían criticarse algunas restricciones de libertad de expresión, los cierres y censuras a La
Prensa. No sé si esto era muy grave, pero no le dimos más importancia debido al estado de
guerra. En el Reino Unido durante la Segunda Guerra mundial también prohibieron los
periódicos nazis que apoyaban a los alemanes. Y en algunos aspectos La Prensa jugaba este
papel de quintacolumna. Naturalmente, la censura se pasó de la raya en casos no
justificables”.
Ésas son algunas de las respuestas que obtuve a la pregunta por las justificaciones. Otras
preguntas emergen de ahí y siguen a la espera de sus respuestas: ¿Quién sabe dónde está la
raya? ¿Quién nos avisa que nos pasamos de la raya? ¿Quién dibuja la raya? ¿Cuántas veces
y hasta dónde la podemos cruzar? ¿Cómo saber qué casos son justificables?
“Hay que ajusticiar a todos los opositores”
La guerra fue el mal total que abrió la puerta a males presuntamente menores. Y es que, a lo
largo de la historia, pocos han pensado, como Hannah Arendt, que es preferible morir antes
que cometer crímenes. En el caso de la guerra de los años 80, los peores crímenes fueron
justificados por la siempre inminente invasión estadounidense.
El “matarás a tu prójimo sobre todas las cosas” pudo llegar a tener una expresión espantosa,
según se deriva del relato de un colega y amigo entrevistado: “Esto sucedió en un municipio
cercano a Managua. Mi padre llegaba muy poco a nuestra casa en los 80. Mi hermana y yo
éramos muy pequeños. Tiempo después solíamos conversar con mi papá sobre aquellos años.
Entonces me contó lo que se supone que el Ejército haría en caso de que Estados Unidos
invadiera. Cuando la invasión a Panamá y los problemas con las embajadas, ellos recibieron
una orden: Si al momento de andar “de permiso” por sus casas se daba la invasión, ellos
tendrían que ‘ajusticiar’ a todos los ‘opositores contra¬revolucionarios’ que hubiera en el
pueblo. El pez gordo de mi pueblo era un vecino. Sin ninguna duda hubiera sido el primero en
la lista porque era de los principales enemigos de la revolución. Ese señor, cuando en 1988
tomamos medidas contra el huracán Juana, nos dio albergue porque la casa de él era mucho
más fuerte. Éramos amigos. Tenía diferencias ideológicas con mi familia, pero éramos vecinos
y nos ayudábamos. Años después llegó a ser alcalde de mi pueblo. Y todavía vive”. ¿Cómo
justificar un baño de sangre del calibre derivado de esa orden oficial? Por la guerra. Por la
invasión. Por la revolución.
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“La revolución no la hacen santos”
San Ambrosio se refirió a la Iglesia cristiana con un célebre oxímoron. La llamó casta meretrix:
una prostituta casta, una prostituta con santidad. No casta y prostituta. Tampoco santa y
pecadora. No se trata de una bipolaridad que muestra dos caras de la Iglesia, sino de un
sustantivo y su adjetivo. Según San Ambrosio, la iglesia es prostituta porque no rechaza la
unión con diversos amantes y es más casta cuanto mayor es el número de aquellos con
quienes se une. En el mismo texto también la llamó mujer pública por amor y viuda estéril
porque en ausencia del marido no sabe dar a luz. Pero ninguna expresión tuvo tanto éxito
como casta meretrix, término que se despojó de la explicación que dio San Ambrosio: la Iglesia
es una prostituta casta porque es frecuentada por numerosos amantes con los atractivos del
amor y sin la contaminación de la culpa, porque quien se une a una prostituta se hace un
cuerpo con ella.
No entraré en detalles sobre la exégesis correcta. Para el tema que nos ocupa importa más
que, con el tiempo, se ha impuesto la interpretación que proclama el doble carácter de la
Iglesia y que esa interpretación fue aplicada por varios de mis entrevistados cuando se
expresaron sobre el proceso revolucionario: “La Revolución no la hacen santos”, “Hubo abusos,
pero son parte de la complejidad y humanidad de una hazaña gigantesca”, “Los grandes
ideales incluyen grandes errores, si son realizados por hombres de carne y hueso”. Alguno dijo:
“La Revolución comete errores, pero es más grande que sus errores”. Yo insisto: la revolución
no comete errores, los cometen quienes toman las decisiones.
Este recurso a la bipolaridad funciona mediante una extrapolación falaz porque quien comete
errores no es la Revolución, sino determinados individuos. Quienes formulan esta extrapolación
- que escamotea responsabilidades- actúan como quien postula que “un talón vulnerable hace
un Aquiles”.
La utopía del nuevo mundo en el Nuevo Mundo
Muchos europeos vinieron en los años 80 a “hacer las Américas”. Nicaragua era la utopía
americana. No buscaban ni lograron riqueza material, sino nuevos horizontes políticos donde
fuera factible lo que la cansada y polarizada Europa negaba o realizaba con timorato alcance.
Algunos murieron, muchos dieron los mejores años de su vida y se dejaron grandes, medianas
o pequeñas oportunidades en las alambradas de un país cercado por conflictos. Vinieron,
vieron abusos y los justificaron a partir de sus sueños: “Antes que nada -respondió un
cooperante de alto cargo-, para comprender algunas cosas, hay que ver cómo llegamos
muchos ‘internacionalistas’ a Nicaragua, concretamente desde España, después de una
transición política ejemplar para algunos y frustrante para otros. Nicaragua fue la esperanza de
nuestras vidas, quizá como lo fue España en el 36 para muchos miembros de las brigadas
internacionales. Algunos eran muy jóvenes. Otros, como yo, no tanto. Los que estábamos entre
los 30 y 40 años ya no creíamos en cuentos de hadas. Pero la Revolución nos fascinó con su
estilo abierto y sus libertades, que nada tenían que ver con la situación en los países del este
de Europa, ni siquiera con Cuba, a la que apoyábamos, pero sin tanta alegría. Que todo esto
se hiciera sin mucha democracia formal, quizá sí. Pero no se puede esperar que una
Revolución armada monte en 24 horas una democracia suiza”.
“Lo negativo no nos quitó el sueño”
Desde las trincheras de la academia, donde se imponían los manuales de Konstantinov y se
purgaba a quienes se temía que inocularan valores del capitalismo, otros cooperantes también
fueron testigos de abusos y echaron mano del mismo aljibe para tragarlos: “Lo negativo no nos
quitó el sueño. Entendíamos que era algo transitorio. Se estaba construyendo un nuevo país en
el que todas las instituciones querían transmitir nuevos valores y un nuevo modo de actuar.
Pensábamos que con el tiempo aquel fervor revolucionario tan estricto se iría rebajando.
Nuestro corazón estaba con la Revolución. Los ideales de la Revolución también eran los
nuestros, aunque ya entonces éramos lo suficientemente críticos para ver que aquello -tal
como se planteaba- no podía durar. Pero colaborábamos con buena fe, porque las personas
con quienes tratábamos eran realmente buena gente, y la mayoría de ellos muy entregados a
la causa. Fueron unos años en los que conocimos a gente maravillosa, nicaragüense y de
todas las partes del mundo, todos unidos por un mismo ideal: forjar un hombre nuevo en un
mundo nuevo”.
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Otro cooperante, del “vesánico norte”, encontró un oasis en la Nicaragua sandinista,
contestataria de la opulencia: “Después de vivir en la India de Indira Gandhi y los Estados
Unidos de Ronald Reagan, muchísimo de lo que pasó durante la Revolución merecía ser
defendido, creo yo. Por todos los problemas económicos que sufrimos durante esos años, se
experimentó un espíritu bastante generalizado de generosidad, colaboración y hasta alegría,
una pobreza compartida”.
¿La nube de ideales empañó la visión de esos hombres y mujeres abnegados, ocultando
abusos y destiñendo privilegios? No. Muchos eran conscientes y moderadamente críticos. Pero
su condición de extranjeros los limitaba, les inducía hacia una auto-censura o restaba filo a sus
cuestionamientos. Su esperanza hacía el resto. Su indeclinable apuesta por un sueño
manchado, pero perfectible, los mantuvo ocupados en el apoyo y alejados de la crítica. Los
abusos parasitaron de esa actitud utópica y de la decisión de darle tiempo al tiempo. El huevo
de la serpiente dominadora crecía entretanto.
Otros están peor, otros son más malos
Toda comparación es odiosa, dijo Sempronio en La Celestina y luego lo dijo don Quijote. Es
también injusta, agregaba un amigo. Pero en extremo útil para minimizar los propios y ajenos
desmanes. Las comparaciones se cuentan entre los justificadores más recurridos.
Envío también justificó abusos bajo el dictum ‘Otros eran peores’: “Al mirar el contexto
centroamericano, hemos fijado la atención en las más extremas formas de violación de los
derechos humanos: asesinatos extrajudiciales y ‘desapariciones’. No mencionamos la tortura,
que es aún una práctica rutinaria en Honduras, El Salvador y Guatemala. La vida política se ha
visto severamente restringida. La defensa pública de las reformas radicales que estos países
necesitan si quieren alcanzar un desarrollo justo es peligrosa. Organizarse fuera del sistema de
partidos establecidos para presionar con el fin de alcanzar estas reformas es casi un suicidio.
Es en contraste con este trasfondo como debe leerse el expediente del gobierno de Nicaragua
sobre derechos humanos”.
Pero, Nicaragua debe ser comparada con Nicaragua, con sus diversos antes, con sus
vacilantes pasos hacia mejores futuros. El afán por lavar la imagen de la Revolución ante la
opinión internacional llevó a que con frecuencia se argumentara echando mano de lo que a
todas luces era una patente contradicción: comparar un proyecto de hombre nuevo en un
mundo nuevo con regímenes encabezados por gorilas de cananas cruzadas y lenguas de
bayoneta.
Esta vieja actitud acrítica y complaciente fue objeto de revisión en años posteriores. Cuando a
finales de los 90, en el equipo de Envío hicimos la obligatoria revisión digital de todos los textos
para colocar en Internet los contenidos de todos los textos de aquellos años sentimos
vergüenza. Comprobamos entonces que en el cumplimiento del mandato de Pedro Arrupe,
superior general de los jesuitas, quien nos recomendó un “apoyo crítico” a la Revolución, nos
habíamos decantado hacia mucho más apoyo que crítica.
Sobre la sangre campesina
Este recuento de justificaciones -con la guerra, con la frágil condición humana, con la
comparación, con la utopía- está muy lejos de ser exhaustivo. Existieron decenas, que
incluyeron incluso la proverbial mala organización de los nicas, como me relata un sacerdote:
“Poco antes del fin de la guerra, un amigo de la cooperativa volvió a casa desde las montañas
(¡era su quinta movilización!) con su clavícula fracturada por un accidente. Le hacía falta
tratamiento rápido y profesional. Antes de buscar un doctor, le pregunté por un documento (un
tipo de constancia) de parte del ejército, pensando que lo mejor sería llevarlo al Hospital Militar,
donde podría recibir tratamiento rápido, profesional y gratuito como ‘veterano de la guerra’. El
muchacho no tenía documento -mucho menos una constancia- que lo acreditara como recluta
del ejército. Tuvo que buscar su propio médico y tratamiento. Al fin encontramos a un médico,
pero probablemente fue demasiado tarde. Él nunca se recuperó adecuadamente, y ya no fue
capaz a trabajar como antes. ¿Mi respuesta? Rabia por lo que yo percibí -en ese momentomás como mala organización y falta de sensibilidad que como corrupción y manipulación de
jóvenes y campesinos en la guerra”.
Conocí muchos casos de ese género de no retribución a los servidores de la Revolución. Con
horror hay que reconocer que ha sido la política predominante. Así como “el progreso” llegó a
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Matagalpa en el siglo 19 sobre los lomos de los indígenas que fueron forzados a cargar los
cables del telégrafo, la Revolución se sostuvo sobre la sangre y los miembros mutilados de los
compas - predominantemente campesinos- que hoy reciben una pensión miserable, hombres
con charneles incrustados en el cráneo, amputados, parapléjicos y cuadripléjicos que
involuntariamente labraron la fortuna del Jefe del Ejército Popular Sandinista, Humberto
Ortega, hoy próspero empresario.
“Me sentía importante”
También hubo retribuciones negativas. Pagar mal a quien bien sirve. Sé de casos muy
dramáticos. Pero sólo voy a mencionar uno que me concierne porque ilustra otros mecanismos
de dominación. En una de mis primeras labores en las Milicias Populares Sandinistas me
pidieron colaborar temporalmente con la Contra Inteligencia Militar (CIM), la sección del Ejército
Popular Sandinista dedicada a identificar y desmantelar sabotajes y espionajes en las propias
filas. Tenía 15 años, una edad en la que ese reclutamiento tenía la fuerza arrebatadora de
hacerme sentir importante: era miembro de un grupo selecto, de una suerte de sociedad
secreta. De hecho era citado a reuniones muy exclusivas. Estaba investido de un poder
especial. Como estas invitaciones se repitieron, yo asumí que la CIM debía tener una base de
datos o algo así, y que me tenían como un recurso idóneo por alguna cualidad especial. Pero lo
más probable es que buscaran colaboradores ad hoc, basados en reportes circunstanciales.
Normalmente ese compromiso se limitaba a ejercer una vigilancia muy atenta e impedir que
ocurriera algo fuera de lo normal. No había nada particular en colaborar con la CIM. La
monotonía fue rota, ya con 18 años cuando la toma de posesión de Daniel Ortega en 1985,
cuando fui concentrado en Managua, en la que ahora es la escuela de danza -detrás de Radio
Ya- junto a otros cientos de milicianos para, desde ahí, ser diariamente diseminados en puntos
estratégicos definidos al tenor de la agenda presidencial. Nos colocaban en las carreteras por
las que transitarían los principales objetivos de un potencial atentado contra Daniel Ortega y
Fidel Castro. En algunos puestos, había cubanos reforzando nuestro trabajo. La Dirección de
Seguridad del Estado determinaba nuestras posiciones y horarios.
En esa ocasión mi jefe en la CIM era un escuchimizado agente cuya pasmosa flema -disonante
en la habitual jodarria nica- era objeto de comentarios maliciosos. Decidió encargarme una
misión especial: vigilar a Humberto, uno de los milicianos. Humberto había cometido el atroz
delito de comentar con otro miembro de la CIM que “Daniel y Fidel andaban cambiando
seco” (copulando). Cuando mi flemático jefe sentenció que yo haría bina con Humberto, me
apresuré a tomar posición velozmente, convencido de mi sagrada misión.
“Quería ser útil al proceso revolucionario”
Mi misión esa noche era sacarle información a mi compañero Humberto para determinar su
nivel de peligrosidad. Sólo conseguí saber que su mamá vivía en Costa Rica y que él estaba
considerando marcharse del país. Nada más.
La guerra y la defensa de la Revolución, por supuesto, justificaban eso: hacer de los “ojos y
oídos de la Revolución”. Aun convencido de la vacuidad de su contenido, no vacilé en informar
lo que había pescado. Una información cuyo conocimiento a nadie beneficiaba. Y que a nadie
perjudicó. Aunque me pareció estúpido espiar a alguien debido a un mal chiste o por tener
familiares en el exterior, ¿cuál era entonces el motor de mi “servicio”? Quería seguir siendo un
miliciano, útil al proceso. Ahí estaban de por medio, con sus expectativas, mis amigos, mi
familia, los amigos de mi familia y una cadena de relaciones que también “servían” a la
Revolución.
En definitiva, yo estaba actuando bajo el mecanismo que hace que sea más fácil controlar a un
grupo que controlar a individuos, sobre todo si el grupo basa su cohesión en ideales y tareas
compartidas. Ese mecanismo opera con la fuerza de una justificación: ser parte de..., integrarse
a..., fusionarse con... Hoy me deja perplejo la banalidad de los móviles de mi modesto aporte a
la industria de la delación. Debido a su intrascendencia, creo que ni por un momento se me
pasó por la cabeza que esa información sirviera para proteger el proceso revolucionario y sus
objetivos. A la postre, ejecuté un ritual que expresa que los individuos no significaban nada en
aquellos años. Conocí muchos rituales de ese tenor.
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“Eran males menores, males inevitables”
Uno de esos rituales lo mencioné en mi artículo anterior. El escritor y líder gremial y político
Onofre Guevara fue tratado como una especie de amanuense personal por Tomás Borge,
quien sin el menor recato se atribuyó sus ideas: “Lo soporté exclusivamente por tener en ese
momento una concepción y una práctica verticales de la disciplina partidaria -reflexiona hoy
Onofre-. Predominó esa concepción por sobre todo interés personal, a pesar de que
íntimamente nunca lo acepté como algo correcto”. Onofre Guevara también nos pone sobre la
pista de la ubicación que corresponde a esa justificación del abuso: “Esa posición que entonces
adopté no puede sustraerse de la idea de que la Revolución estaba por sobre muchas cosas”.
No creo que tuviera justificación este silencio y falta de denuncia -me dijo un extranjero
entrevistado-, aunque sí tiene explicación. En medio del maremagnum de la Revolución, la
guerra, el conflicto internacional desatado, con Nicaragua como centro del mundo, los abusos
eran vistos como males menores e inevitables. No pensamos que esos hechos pudieran tener
mucho impacto en la marcha de la historia, pero sí que su publicidad podía perjudicar mucho a
la Revolución”.
Sobre este sometimiento ante la magnificencia de los procesos históricos y las causas
hambrientas de vidas humanas, con monumentales sacrificios de hombres y mujeres
concretas, el teólogo y economista Franz Hinkelammert reflexionó de forma inmejorable: Existe
una ronda utópica que lleva a la utopización de estructuras y al aplastamiento del sujeto,
legitimizada por esta estructura utopizada y, por tanto, salvífica. Iglesia, liberalismo y socialismo
se entregan a esta utopización de estructuras en nombre de una respectiva societas perfecta.
Y la societas perfecta devora al sujeto humano, sea en nombre de la salvación por la iglesia, en
nombre de las estructuras del mercado o en nombre de las estructuras de la planificación. Las
estructuras aplastan al sujeto porque le exigen buscar su realización en la interiorización ciega
de la estructura, sea en nombre de la salvación, en nombre de la libertad o en nombre de la
justicia.
Sacrificios individuales en nombre de ideales colectivos
En los procesos revolucionarios, la autodeterminación -que se enarbola como derecho de los
pueblos- pasa por ser una aspiración pequeño-burguesa cuando la reclaman los individuos. La
causa lo es todo... pero no para los dominantes, que son quienes cosechan los múltiples
sacrificios individuales y se hartan con las ofrendas hechas a los dioses, gracias a que tantos
olvidan que “los dioses ni comen ni gozan con lo robado”. Los sacrificios hechos en aras de lo
soteriológico quedan hechos para honor y gloria de la dominación. Para darle poder al poder.
Las instituciones “predestinadas” y totales, con una misión divina, obligan a que sus miembros
honestos justifiquen, perdonen e incluso se sometan a sus miembros deshonestos. Quienes
creen que los actos de los funcionarios del FSLN se pierden en la compleja marejada de
acciones que demandaba o inducía la Revolución, y evitan emitir un juicio sobre sus abusos y
sobre nuestra responsabilidad de denunciarlos, sólo contribuyen a reforzar la dominación.
La ideología “colectivista” que anulaba o negaba la individualidad armó -una tras otrajustificaciones que fueron coartadas para el beneficio de una élite dominante. Los encumbrados
cosecharon los sacrificios hechos en nombre del colectivo.
“¿Què era exactamente esa mística a la que yo apelaba?”
Todas las justificaciones son mecanismos de dominación que, a la postre, sólo benefician a un
grupo específico de dominantes, cuyos abusos son transferidos a entidades abstractas, es
decir, hipostasiadas, situadas fuera de los sujetos y los intereses en los cuales están
enraizadas. Todas las justificaciones y mecanismos de minimizar los abusos se reprodujeron
en un terreno donde no había espacio para la reflexión sobre la responsabilidad individual
porque las leyes de la historia conducían el proceso.
Las reflexiones -cuando las hubieron- vinieron después: “Después del 90 -escribió un
investigador y cooperante- yo tenía profundas dudas sobre todo lo relacionado con la moral y la
ética, sobre todo relacionándolo con la política. Por un lado me parecía evidente que hubo un
golpe fuertísimo a todo lo relacionado con la ética, la mística y la moral revolucionaria. Por otro
lado, me resultaba muy difícil definir/aclarar en mi propia mente: ¿Exactamente de qué se
trataba esa mística a la cual yo apelaba? Me quedaba claro que no era viable esperar que una
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población entera adoptara una moral con base en el sacrificio y la austeridad. Me quedaba
claro que hasta los gobiernos de izquierda, en muchos lugares y momentos, habían adoptado
políticas sociales que se sentían totalmente antimorales para las familias pobres que las
tuvieron que aguantar. Y me quedó muy claro que yo no estaba tan opuesto a medidas de
violencia estatal cuando se implementaban en nombre de un gobierno de izquierda como
cuando se practicaban en nombre de un gobierno de derecha, aunque sí en casos extremos
como la tortura y las masacres a civiles. Y tenía clarísimo que -en la política realmente
existente, en la política de todo tipo- si sólo haces alianzas con los buenos, no harás alianza
con nadie, y serás irrelevante”.
“No quiero ser una herramienta del estado”
Muchos quedaron perplejos ante la complejidad de los dilemas. Algunos realizaron sus
cavilaciones desde condiciones personales de bonanza financiera, pero todavía anclados en
concepciones que seguían exigiendo sacrificios de las masas. Otros empezaron a confrontar
su “natural” vertiente utópica con unas concepciones más pragmáticas de la política y de sus
ambiguas reglas del juego. Otros más han emprendido un proceso de desconstrucción, pero en
la intimidad.
Las conductas públicas luego se intimizan, porque íntimas fueron las convicciones, aunque
públicos fueran los actos. Pero es muy poco lo que se ha avanzado en ese terreno porque la
mayoría de quienes en Nicaragua han tomado la pluma para analizar su participación personal
en el proceso revolucionario lo han hecho para liberarse de toda culpa. De monumentos
autoexculpatorios está empedrado el infierno. Con su actitud confirman la sentencia de Pierre
Bourdieu: Los intelectuales son, en cuanto detentores del capital cultural, una fracción
(dominada) de la clase dominante.
En 1800 Heinrich von Kleist escribió a Wilhelmine, su novia: No quiero aceptar ningún puesto.
¿Por qué no quiero? Debo hacer lo que el Estado exige de mí y, sin embargo, no debo
investigar si lo que exige de mí es bueno. Para sus objetivos desconocidos debo ser una
simple herramienta: no puedo.
Kleist se sitúa en las antípodas del argumento que sirve hoy al periodista Wiliam Grigsby Vado
para justificar las ilegales destituciones de diputados de la bancada del FSLN: “No estás ahí
por ser fulanito de tal, sino por ser militante y tener determinada representatividad y se te ha
asignado una responsabilidad partidaria. No cumplís, entonces no podés tener esa
responsabilidad. Es así. Y de eso se habló muy claro con todo mundo antes de ser candidato a
cualquier car¬go público, a todos se habló en esos términos”, dijo Grigsby Vado.
La responsabilidad moral: un diálogo entre yo y yo mismo
Para quienes creen que la complejidad de la Revolución exime a los individuos de su
responsabilidad, el cuestionamiento de Kleist es ocioso. Y puede tornarse doloroso para
quienes no supimos hacer en su momento muchas denuncias, y desestimamos las que hacían
los disidentes. Nos gustaría pensar que hicieron las denuncias correctas por las razones
equivocadas porque queremos que a nosotros aplique la recíproca de esa paradoja: cometimos
algunos errores y callamos por las razones correctas. Y es que en ello nos jugamos el sentido
de la vida, la imperiosa necesidad de no lanzar un trozo de existencia al cesto de la basura.
Pero penetrar en la responsabilidad moral no conduce al “Je ne regrette rien” con que Edith
Piaf canta al pasado y lo lanza lejos de sí. La negación y la racionalización no son más que
mecanismos de defensa. Hay que retomar la decisión de Kleist en forma de reto. Nadie lo ha
hecho mejor que Hannah Arendt, para quien sólo si aceptamos que existe una facultad humana
que nos permite juzgar racionalmente sin dejarnos llevar por la emoción ni por el interés propio
y que al mismo tiempo funciona espontáneamente, a saber, que no está atada por normas y
reglas en las que los casos particulares quedan simplemente englobados, sino que, por el
contrario, produce sus propios principios en virtud de la actividad misma de juzgar; sólo dando
eso por supuesto podemos aventurarnos en ese resbaladizo terreno moral con alguna
esperanza de esperar terreno firme.
Arendt sostuvo que la condición previa para este tipo de juicio no es una inteligencia altamente
desarrollada o una gran sutileza en materia moral, sino más bien la disposición a convivir
explícitamente con uno mismo, tener contacto con uno mismo, esto es, entablar ese diálogo
silencioso entre yo y yo mismo que, desde Sócrates y Platón, solemos llamar pensamiento. Y
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esta posibilidad de pensar está al alcance de todos, pues la línea divisoria entre los que
quieren pensar y, por tanto, han de juzgar por sí mismos, y quienes no quieren hacerlo
atraviesa todas las diferencias sociales, culturales y educacionales.
Debemos expulsar la obediencia del ámbito político
Arendt retoma un principio de la eudemonología aristotélica y lo trastoca completamente. Para
el peripatético existía una identidad entre saber y virtud -sólo actúa bien quien tiene
conocimiento del bien- y, por tanto, los ciudadanos han de dejarse guiar por quien conoce lo
mejor, aunque esto suponga aceptar algunas veces medidas que parecen comportar algún
malestar conectado, pero conducen a la felicidad. Arendt piensa que el bien está al alcance de
todos porque así lo está la capacidad de juicio. Y que los ciudadanos, antes que dejarse guiar
por un caudillo iluminado o por los procedimientos burocráticos, han de guiarse solamente por
su propio e independiente juicio. Rompe así el aristocratismo de la virtud y el conocimiento, con
lo cual en definitiva refuerza el optimismo de la razón al expandir su alcance democratizándola.
Arendt retoma un principio básico del romanticismo alemán: las certezas residen en el interior
del sujeto. También nos remite a la versión kantiana del “sapere aude” como norma de vida
para evitar descarríos morales. Pero ese principio no resuelve el problema de la moralidad de
las coordenadas de lo pensable. No nos dice nada sobre los factores culturales que lo informan
y que conforman ese intelecto: ¿Cómo puede romper con la opresión de la mujer quien ha sido
adiestrado día a día para contribuir a esa dominación? ¿Basta el propio juicio para
sobreponerse a las costumbres socialmente aplaudidas? ¿Qué pasa cuando no piensan
críticamente ni siquiera quienes tienen el pensar crítico como oficio?
Quizás por eso Arendt advierte: Aunque el procedimiento judicial o la responsabilidad personal
bajo una dictadura no autorizan el desvío de responsabilidades del hombre al sistema, el
sistema tampoco puede dejarse al margen de toda consideración. Aparece en forma de
circunstancias, tanto desde el punto de vista legal como desde el formal, en un sentido muy
parecido al que nos hace tener en cuenta la situación de las personas socialmente
desfavorecidas como circunstancias atenuantes, pero no eximentes.
“Que nadie acepte obedecer sin antes preguntar por qué”
¿Qué queda entonces de la reflexión de Arendt como guía de la responsabilidad personal? Lo
rescatable es que el “sapere aude” no puede quedar en suspenso por efecto del Zeitgeist. Lo
rescatable también es que Arendt expulsa la categoría “obediencia” del ámbito político. La
falacia de reclamar o argüir obediencia se basa en equiparar consentimiento y obediencia: Un
adulto consiente allá donde un niño obedece; si se dice de un adulto que obedece, lo que hace
es apoyar la organización, autoridad o ley que reclama ‘obediencia’. La falacia es tanto más
perniciosa cuanto que puede invocar una vieja tradición: la secular idea de la ciencia política
que, desde Platón y Aristóteles, nos dice que todo cuerpo político está constituido por
gobernantes y gobernados, y que los primeros mandan y los segundos obedecen.
Hoy resulta evidente que el FSLN promovió -y promueve- una relación paterno/filial con las
masas, coreada en los años 80, una y otra vez, en la consigna: “¡Dirección Nacional, ordene!”,
que de hecho sugiere una relación amo/esclavo y que militantes del FSLN, en soterrado y
rebelde sarcasmo, parodiaron como “¡Dirección Nacional, ordeñe!”. En cualquier caso, tendía a
producir ese vacío de responsabilidad moral que en todo contexto alfombra el camino de los
dominantes. Sobre esa alfombra rojinegra desfilaban los dirigentes, aclamados, rodeados por
una cohorte de genuflexos seguidores que subcontrataron administradores de la propia
responsabilidad.
Lo rescatable también es “la certeza de que nadie, por fuerte que sea, puede llevar a cabo
nada, bueno o malo, sin la ayuda de otros”. Sin la obediencia de otros. Sin la actitud acrítica de
muchos.
En esa línea, Fernanda Soto señala que la idealización de la Revolución que impera entre
algunos simplifica el pasado y el presente. En la memoria idealizada se narra una lucha de
buenos contra malos, donde los intereses de los buenos son siempre, y de entrada, incuestionables.
Coincide con Arendt: nada es incuestionable. Soto continúa: Esa idealización, inseparable de
un exacerbado sentido de defensa, limita entender y superar muchos de los problemas y
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dilemas del Sandinismo de hoy... La Revolución no vino a salvar almas sino a construir
espacios donde la justicia no sea un privilegio, donde nadie acepte obedecer sin antes
preguntar por qué.
Ese por qué es el que conjuga el respeto de sí mismo con el respeto por la historia para no
despertar del ensueño revolucionario descubriendo, como el personaje de Luis Sepúlveda en
“La sombra de lo que fuimos”, que todo lo que estuvo cargado de futuro, de pronto estuvo
emponzoñado de pasado.
Eso lo sabia Pascual
¿Sobre las revoluciones pesa, como una maldición, la realización de cierta cuota de justicia
social a costa del atropello de amigos y enemigos? ¿Sucedió así porque la Revolución, como
Saturno, devora a sus hijos? No, no era la Revolución, sino los dominadores de turno.
Eso lo sabía Pascual, líder campesino para quien el mito del antes y el después del FSLN tenía
otro cronograma. En abril de 1983 el Ministro y los tres Viceministros del Ministerio de Reforma
Agraria (MIDINRA) citaron a un investigador del Centro de Investigación y Estudios sobre
Reforma Agraria (CIERA), que había sido parte de un movimiento de presión, dentro del
MIDINRA, la ATC (obreros agrícolas) y la UNAG (agricultores y ganaderos), para obligar a que
la Dirección Nacional del FSLN promulgara la siempre postergada reforma agraria. Le
espetaron: “Ustedes dijeron que había una demanda de tierras hecha por todo el campesinado.
Nosotros sabemos de una comunidad en Matagalpa occidental que rechaza recibir la tierra de
un gran latifundio. Queremos que visités la comarca y nos expliqués por qué la teoría de
ustedes no se cumple allá. Y conste que ése no es el único caso”.
Al llegar a la comarca, el investigador se digirió al líder del lugar, un campesino llamado
Pascual: “¿Por qué no aceptan la tierra?” Pascual respondió: “Todos los del MIDINRA se hacen
los que no quieren saber. Adiós.” El investigador no se dio por vencido: “Vengo directamente de
parte del Ministro Jaime Wheelock y él quiere saber”. “Si él quiere saber, que venga él. Que le
vaya bien”, se despidió Pascual.
Ante la insistencia del investigador, que terminó alegando una curiosidad personal para
doblegar el hermetismo del líder, Pascual le dijo que la respuesta estaba lejos en la montaña:
“¿Está dispuesto a caminar mucho para saber o se va a regresar en su jeep a Managua?”
Caminaron al ritmo de Pascual, subieron y bajaron veredas, cruzaron cañadas. A veces bajo la
sombra, siempre a zancadas largas, pero cada vez más temblorosas en el citadino. Después
de cuatro horas sin reposo, cuando el pálido investigador se sentía morir por cuarta vez,
Pascual lo invitó a sentarse sobre la piedra más cercana: “¿Sabe quién estaba sentado en esa
piedra en 1974? Carlos Fonseca estaba sentado en esa misma piedra y me dijo: ‘Pascual,
nuestra lucha es dura. Cuando triunfemos, casi todos los verdaderos sandinistas van a estar
muertos. Temo mucho que sólo quedarán los falsos sandinistas. Te ofrecerán salud, educación
y tierra. Pascual, usted sea fiel a la lucha sandinista. Desconfíe de ellos. Rechace lo que le
ofrezcan. También si ofrecen tierra, sea fiel y rechácela. Unos cinco años después del triunfo,
verdaderos sandinistas jóvenes van a desbancar a los falsos sandinistas y ahí empezará el
cambio por el que estamos luchando’”.
Tres semanas después Pascual fue asesinado. La versión oficial: “víctima de la Contra”. La
versión real quizás nunca se conozca.
La Historia no ha dicho la última palabra
Tras más de 30 años de esfuerzo denodado, los hermanos Ortega han conseguido que se
cumpliera una parte de la profecía que escuchó Pascual. Pero la historia no ha dicho su última
palabra, cuya justicia, según Hegel, sólo se realiza en el conjunto de la historia. ¿Mostrará que
la historia de la Revolución es algo más que la historia de una cúpula dominante? ¿O sólo
mostrará su absurdo: la certeza de que, para nuestras categorías, lo que ocurrió es
inconmensurable?
No lo sabemos. Pero es muy probable que dicte el veredicto sobre lo que empezamos a olvidar
el 19 de julio de 1979 y barnizamos desde el 25 de febrero de 1990. Sobre ese olvido y barniz,
y sobre las actuaciones del FSLN, caerá el peso de la justicia histórica de Herodoto, que toma
su venganza sobre quienes disfrutan el carpe diem y les tiene muy sin cuidado el juicio de la
posteridad.
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J. L. Rocha, La memoria del FSLN www.sinpermiso.info
José Luis Rocha, miembro del consejo editorial de Envio, es profesor del Instituto de Sociología de la Universidad
Philipps, de Marburg.
http://www.envio.org.ni/articulo/4721
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